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Clases populares

Siendo reducido el número de personas que constituyen la clase media y más reducido aún el de la clase superior, el resto de los habitantes del Perú, cuyo total se calcula en 4500000, pertenece a las clases populares y está constituido casi en su totalidad por gentes humildes, de escaso jornal, analfabetos y sin estímulos ni elementos morales y materiales para alcanzar mejores condiciones de vida. Esta idiosincrasia tiene su origen en el pasado. España nunca colonizó sus posesiones sino que las explotaba, al mismo tiempo que las engrandecía. El número de hombres blancos que sometieron al Nuevo Mundo fue insignificante. Las colonias inglesas de América fueron pobladas por familias provenientes de Holanda, Francia, Alemania y Suecia, tanto como de las Islas Británicas. Por el contrario, España, no permitió sino que sus propios súbditos poblaran sus posesiones. Las colonias inglesas atrajeron gran número de puritanos, cuáqueros, hugonotes, presbiterianos, y católicos romanos, los cuales prefirieron las fatigas de las selvas a la opresión política o religiosa de Europa. Las colonias españolas no ofrecieron asilo a los amantes de la libertad ni a los laboriosos y honrados, sino a gentes soñadoras y altivas o ávidas de riquezas mineras. ¡Qué diferencias, por razón de pueblos y de civilizaciones, entre la colonización inglesa y la española. Los indios norteamericanos, como no habían salido del período de caza, no pudieron ser esclavizados. El colono inglés les fue arrojando y este mismo —397→ colono se encargó de trabajar las tierras. En el Perú, el español, vino a tratar con razas que habían hecho notables adelantos en agricultura, en artes y en política, razas a quienes subyugaron, dedicándolas al cultivo de la tierra y a la extracción de oro y plata. Por esto, el español del período colonial nunca estuvo en el caso de labrar la tierra y hoy sus descendientes hacen todo, menos humillarse en el trabajo corporal.

Siendo la clase popular constituida por indios de raza pura, la más numerosa del Perú, daremos preferencia a su estudio, principiando por exponer la situación en que se hallaba en los días de la colonia, especialmente en aquellos que sirvieron de eslabón a los períodos monárquicos y republicanos. Haenke, Prado, Torres Saldamando, Mendiburu, Lorente, Odriozola, el general Miller, Jorge Juan, Antonio Ulloa y otros muchos nos dan preciosas noticias del estado de abyección, de aniquilamiento a que llegó en los últimos días del virreinato. Javier Prado dijo de ella lo siguiente en 1894.

Cuando llegaron los hombres blancos, Atahualpa y su corte los recibieron con cariño, hospitalaria y generosamente. Los españoles aprisionaron al Inca, y le cortaron la cabeza. Ante semejante conducta, los indios se aterrorizaron; el cielo no se había desplomado en venganza de la mayor de las profanaciones; sintieron miedo, tristeza profunda, incurable; se encontraron desorientados, sin rumbo y sin guía; su resistencia fue completamente débil. Estaban vencidos por su carácter, por el temor y por la superstición.

Los españoles, acostumbrados a luchar con pueblos viriles, experimentaron, a su vez, pena y desprecio por estos hombres que se rendían, sin resistir, sin protestar, sin quejarse.

Movidos los españoles por el primer sentimiento, y también como plan político, dictaminaron las leyes más bondadosas en favor de los indios, como las que contiene la legislación de Indias. En ellas se ordena que los indios, considerados entre las personas más miserables y humildes, gocen de los privilegios de rústicos y menores, sean favorecidos y amparados, se remedien —398→ sus daños, y que vivan sin molestia; que los españoles los tengan bajo su protección y los traten como verdaderos hijos espirituales; que se respete su libertad, y no se les sujete a servidumbre, que las leyes que fuesen en favor de los indios se ejecuten, sin embargo de apelación; que no sean ellos sacados de sus provincias y tierras; que se emplee a los indios en sus oficios, de labranzas y ocupaciones naturales; que no se les ocupe en trabajos que entrañen peligro de vida; que sean enseñados en la religión cristiana y en la lengua española; que sean castigados con mayor rigor los españoles que ofendiesen a los indios, que si el mismo delito se cometiese entre españoles. Se les permitía, en fin, a los indios, casarse, mudar de domicilio, adquirir bienes, comerciar libremente, aprender oficio mientras no tributasen, y la facultad de disponer de su propiedad por testamento.

Como fruto del segundo sentimiento, del de desprecio por una raza sin energía ni dignidad, comenzaron bien pronto los españoles a considerar como cosas, a individuos que no tenían la menor conciencia de lo que era la personalidad humana. Y en este camino fueron después ya ineficaces y estériles, todas las leyes y los actos parciales que favorecían a los indios; el concepto que merecían ellos a los españoles, estaba formado; y, en armonía con él, no varió la conducta general observada por los españoles con la desgraciada raza indígena.

Las reducciones y las encomiendas debían tener por objeto, el que los indios fueran doctrinados en la Santa Fe Católica y Ley Evangélica; y que unidos y educados, fueran amparados y protegidos por la persona a quien se le encomendaba su cuidado. En cambio, los indios debían recompensar los inmensos beneficios que recibían de sus protectores con un moderado servicio personal y con un pequeño tributo.

Éste fue el espíritu de las reducciones y de las encomiendas; pero el hecho práctico fue que los españoles, con insaciable avaricia, explotaron del modo más indigno a aquellos pobres indios, que, en el círculo infernal de encomiendas, de mitas, de tributos, de obrajes, de repartimientos, pasaban de la propiedad de los padres a los hijos de los españoles, sin que sus sufrimientos tuvieran término, y sin poder gozar jamás de las satisfacciones de la libertad y del descanso.

Los encomenderos -dice un escritor tan juicioso como imparcial, citando autorizadas opiniones- trataban a los indios con menos consideración que a las bestias.


En los obrajes no era la condición del indio menos infeliz que en los demás trabajos a que se hallaba esclavizado. «En ellos -dicen los autores de las Noticias secretas de América, es donde se juntan todos los colmos de la infelicidad, y donde se encuentran las mayores lástimas que puede producir la más bárbara inhumanidad... El gobierno de estos obrajes, —399→ el trabajo que hacen en ellos los indios, a quien toca esta suerte verdaderamente desgraciada, y el riguroso castigo que experimentan aquellos infelices, exceden a todo cuanto nos es posible referir». Comenzaba el trabajo antes de que aclarase el día; repartidas las tareas, cerraba la puerta el maestro del obraje y permanecían los indios encarcelados. Al medio día, se permitía que, durante brevísimo término, las mujeres introdujesen miserable alimento. Después se volvía a cerrar las puertas; y si al obscurecer el día no habían concluido los indios sus tareas, eran castigados, azotados, martirizados, sin excusa que pudiera abonarlos, con la más refinada maldad.

El trabajo en los obrajes era una forma de las mitas, «conscripción anual por la que un crecido número de hombres, nacidos y reputados por libres, son arrancados de sus pueblos, y a distancias de más de cien leguas, para forzarlos al trabajo nocivo de las minas, al de las fábricas y otros ejercicios violentos, de los cuales apenas sobrevivía una décima parte para volver a sus casas».

El indio que lograba salir con vida de estas aniquiladoras tareas, especialmente de las minas -en las que la esclavitud, el trabajo abrumador y el castigo temerario superaban, tal vez, a los de los obrajes-; el indio que podía haber economizado algo de su trabajo, absorbido casi por completo, por su encomendero, no se hallaba aún libre: ahí estaba acechándolo el corregidor para que le pagara el tributo, y recibiera por el exorbitante, el absurdo precio que fijara la codicia de la autoridad, los más ridículos e inservibles objetos, que tenía el pobre indio la obligación de pagar; y de esta suerte y con otros pretextos de servicio personal, de juicios, de penas, el corregidor despojaba al indio de sus más humildes bienes y lo esclavizaba en los mayores excesos de trabajo; y si aún podía el indio salvar de los encomenderos y de las autoridades políticas, ahí estaba el cura para, en forma de diezmos, de derechos por matrimonios, bautizos, entierros, colectas para procesiones, mediante todo género de explotación, devorar los últimos residuos de fuerza y de bienes que había conservado el pobre indio.

¡Desgraciada suerte la de esta raza! Había visto desaparecer el gobierno de sus mayores; había visto destrozar los ídolos que simbolizaban su religión; había presenciado la destrucción de sus monumentos, palacios, templos y de sus altares, y había visto elevarse en estos el culto de otro Dios; había visto el abandono de su agricultura y de sus industrias; habían sido, en fin, profanadas sus mujeres, rotos los lazos de su familia; y a todo se había resignado. Pero, a pesar de su humillante sumisión, estaba destinada a un martirio, sin fin, indescriptible; no conocía por cierto, el pobre indio; en su ignorancia y en su aislamiento, que habían siquiera leyes que lo favorecían, y que existían monarcas que exigían su cumplimiento. —400→ Su miserable existencia, durante la época de la dominación española, no tenía siquiera la explicación religiosa y política que lo había hecho sobrellevar con agrado, con amor, el régimen de los Incas, hijos del Sol y padres de sus súbditos.

El indio se concentró y se volvió aún más callado, más reservado, más indiferente, más perezoso y profundamente hipócrita y servil. ¿Para qué quejarse si sus lamentos no habían de ser escuchados? ¿Para qué ser comunicativo, cuando el único confidente que podía encontrar en su mísero destino, era su propio espíritu, cuya suavidad y dulzura no comprendía el español? ¿Para qué enfurecerse contra lo existente, si el indio, tímido, débil y miedoso, tenía la conciencia de que no podía luchar contra sus opresores? ¿Para qué trabajar, si su trabajo, por más constante, por más fructífero, jamás lo iba a aprovechar él, sino que debía ir a aumentar la riqueza y la avaricia de sus señores? ¿Cómo no ser hipócrita y servil, cómo no había de ocultar el indio su odio profundo, irreconciliable hacia los blancos; y cómo no había de arrastrarse a sus plantas, con aire humilde, con la sonrisa del esclavo; si a lo único que podía aspirar era a que el español y sus hijos criollos, suavizaran en algo su martirio; le dejaran algunos minutos de descanso; le permitieran celebrar algunas fiestas, de familia y religiosas, para degradarse en ellas y humillarse aún más?

Separación profunda entre la raza europea y la indígena, tenaz resistencia de la inercia por parte del indio a todo movimiento evolutivo, a toda asimilación provechosa, en el orden social; impotencia del progreso ante la fuerza repulsiva de una civilización paralizada y de un pueblo agotado por el sufrimiento, en todas sus energías, son hoy ya, para nuestra desgracia, leyes hereditarias de muy difícil modificación.

Aún el mestizo, resultado del cruzamiento del indio con el blanco, de constitución vigorosa, de físico en que predomina el elemento indígena, de espíritu un tanto melancólico, sobre todo en las mujeres, y de carácter indolente y perezoso, sacrificaba su origen indio para formar un elemento intermedio, de condición superior y a menudo ventajosamente favorecida por los blancos, que le confiaban el trabajo y aún la dirección de sus chacras.

Predispuestos, pues, los indios, como es justo reconocerlo, por espíritu de raza y por la misma organización social del imperio teocrático de los Incas, y encadenados dentro del régimen de la opresión, degeneraron por completo en su carácter, en sus sentimientos y en sus ideas. Quedaron arraigados todos los vicios de los débiles: refinada hipocresía, instinto de hurto y latrocinio, no de robo, cobardía, pereza invencible, supersticiones absurdas, embriaguez hasta el delirio.

En esta tristísima condición se han secado en el indio (hablo, como siempre, de la raza, no de los individuos) las fuentes —401→ del amor por el prójimo y la gratitud por beneficios que, por más grandes que sean, es incapaz de reconocer. Su maldad y sus venganzas son encubiertas, frías, alevosas e implacables.

Pero, sobre todo los vicios del indio, en aquella vida desgraciada -en la que estaba condenado a prescindir de las cosas más necesarias para su conservación- la embriaguez lo dominaba irresistiblemente, absorbiendo su vida, formando su única satisfacción, por encima de todos los peligros y de todos los martirios. El indio desde aquella época se embriagaba «por el nacimiento, por el corte de pelo, por el matrimonio y por el entierro. Licores quiere para ser maltratado y para consolarse del maltrato; borracho emprende su viaje, se emborracha en el camino y al regresar a la casa; borracho concluye las diversiones y los negocios. Valor pide para combatir y para trabajar y llama valor a la chicha y al aguardiente. Su adoración a Dios es una borrachera y no se embriaga a solas sino por pueblos y calles». Excitado por la bebida, arranca a su quena los más dulces e inspirados acentos; bajo la acción de la embriaguez, no considera a la mujer sino bajo su aspecto carnal, y no respeta su pudor ni las leyes de la naturaleza; y, por último, embriagado, hace el indio materia de vanidad y ostentación su mismo vergonzoso estado.

Si las propiedades de la bebida, la chicha, y de los alimentos, la coca y el ají, populares entre los indios, no hubieran neutralizado, según la opinión de un distinguido escritor, la funesta acción del alcoholismo, vicio secular del indio, a través de tres civilizaciones, ya su raza, si no se hubiera extinguido del todo, habría llegado al último extremo de aniquilamiento físico, de degradación moral y de embotamiento intelectual, de idiotismo o de imbecilidad.

Razón tenía, señores, al comenzar esta parte de mi estudio, para decir, que era ella la más triste. Hemos presenciado el abatimiento, la esclavitud, la degradación de una raza, bajo un régimen que legalmente la amparaba, y que prácticamente la martirizaba y la explotaba de modo inicuo.

Y sin embargo, esta raza, a pesar de su debilidad y de sus vicios ingénitos, había tenido condiciones dignas de ser estimadas y aprovechadas. Era dócil, sufrida, infatigable, de espíritu ingenioso, de hábitos tranquilos y perseverantes; acostumbrada a obedecer y a dejarse dirigir por el gobierno.

Los españoles, menos crueles por cierto, que los ingleses y holandeses, no mataron al indio, pero lo han salvajizado.

Una vez, a fines del siglo pasado, la raza indígena no pudo soportar ya más sus sufrimientos; sus sollozos comprimidos, sus odios reconcentrados durante tres siglos, su sed de venganza, estallaron impetuosos, sanguinarios, personificados en un caudillo ilustre, por su cuna, sus antecedentes, su educación, su —402→ inteligencia y su arrojo. Fue José Gabriel Tupac Amaru el que encendió la tea del incendio.

Los indios acudieron presurosos a la llamada de su antiguo Cacique, y entonces, y a pesar de los esfuerzos de Tupac Amaru, para moderar la ira salvaje, cuán terriblemente comenzaron a saldar sus cuentas con los blancos aquellos infelices indios. «Las víctimas de la larga e insoportable tiranía, llegado el día de la venganza, no supieron moderar las iras, que la mansedumbre evangélica rara vez había aplacado en favor suyo; no respetaron las haciendas, porque el derecho de propiedad no podía aparecer sagrado a los que oficial y privadamente eran sin cesar despojados hasta del precio de sus jornales; y no acataron las leyes del pudor por la escandalosa corrupción que veían reinar en torno suyo, aún en los encargados de inspirarles sentimientos virtuosos, con la fiel observancia de sus votos». No hubo tropelía, devastación, crimen ante el que se detuvieran los indios. En lugar de hacer causa común con los criollos, declararon guerra a muerte a todos los blancos, «ninguna raza estuvo enteramente a cubierto de su furor implacable; porque de los más allegados en la sangre o en el infortunio solían recibir las injurias más graves».

Esa guerra sin cuartel contra toda la raza blanca, perdió la causa de la revolución. Indistintamente, españoles y criollos, todos, amenazados y espantados, se reunieron ante el peligro común; el que subsistió -tan rabioso y frenético fue el espíritu del alzamiento- aun después de que en Tupac Amaru se cumplió la atroz sentencia cuya perversidad salvaje y torpeza absurda, no ha sido superada en ningún otro documento que pueda encontrarse en los anales de la barbarie.

El tremendo y general escarmiento con que terminó esta rebelión, volvió a sumir en estado de ciego abatimiento, silencio y apatía profunda, a la raza india. Han venido después, los días de la Independencia, el régimen republicano, y pasará, tal vez mucho tiempo, antes de que la raza india llegue a considerar como hermanos a los hijos de los españoles.

Y de esta suerte, separadas, divorciadas, sin lugar a formar jamás un cuerpo homogéneo, han vivido las diversas razas en el Perú, durante la época colonial; y no habiéndose ellas fusionado, no han existido tampoco los sentimientos y esfuerzos comunes, los ideales y los intereses nacionales, que son los únicos agentes que pueden conducir a los pueblos por el camino del progreso.


Como ya hemos manifestado, Haenke escribió su obra, el Reino del Perú, en los últimos años del siglo XVIII. Sus apuntes tienen pues el mérito de ser contemporáneos al indio —403→ de su época. Esta ventaja, que indudablemente da gran valor a su trabajo, tiene en contra la circunstancia de no haber vivido entre ellos y por tanto la de no haberlos estudiado ni comprendido. Por este motivo, sus opiniones son exageradas, sus prejuicios formados en fuente netamente española. Su servilismo al régimen colonial llega al extremo de negarle vigor físico al indio y de llamarle cobarde. Prescindiendo de todo esto y sin vituperar su conducta, pues la época no era para que un extranjero sicólogo dijera nada favorable al indio, su trabajo es de mérito indiscutible, y difícil nos sería pasarnos sin él. Por esto le copiamos en su totalidad.

Es el indio un problema que nadie puede resolver porque nadie lo acierta a definir. Tan obscuro en su origen como en sus facultades físicas y morales, ha casi trescientos años que vivimos con ellos sin poder dar razón o idea cabal de su constitución, porque embarazan el discurso para acertar con la propiedad de su definición.

El indio es frugal cuando come de su hacienda, pero no tiene término su apetito cuando es a costa del español: el indio es cobarde, pero muy cruel cuando se ve superior; y parece religioso a fuerza de superstición; y parece de entendimiento porque abunda en malicia.

Digamos que el indio es de endeble constitución física que no puede tolerar grandes trabajos; y por eso se ve que, aún en Lima, donde están más adelantados y racionales, jamás se aplican a oficios de mucho esfuerzo, sino a zapateros, sastres, botoneros, barberos, y otros sedentarios que no piden gran fatiga.

Digamos más: que a esta endeble constitución física corresponde una alma mezquina y de pocas facultades, que no pudiendo comprender ni las cosas que exigen muchas combinaciones, ni las verdades muy elevadas y sublimes, se contenta, en cuanto al entendimiento, con la malicia; en cuanto a la religión con la superstición, así como, en lo material, se satisface con los oficios que requieren poca fatiga. De modo que en fuerza de este análisis puede considerarse al indio como un ser de naturaleza y alma débil, y si bien por falta de robustez no se aplica a grandes trabajos, no cabiendo en su alma, por la cortedad del vaso, la ambición ni el entusiasmo, no se afana por ser, no se afana por saber, ni tampoco por tener.

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Es también del caso considerar que el indio no tiene un dominio absoluto sobre las tierras que trabaja, siendo las más del Rey que se las da en recompensa del tributo que satisface, y en esto se mezcla la buena o mala versación de los caciques, sus odios y predilecciones. De todo lo cual se deduce la consecuencia apuntada de que el indio, así como por la cortedad de sus fuerzas no se afana por trabajar, así tampoco por la cortedad de su espíritu no se afana por ser, por saber, ni por tener.

No se afana por ser, porque además de que su alma no lo lleva a cosas grandes, conoce que no puede pasar de cacique, de curaca o de mandón; y tan contento está con su bastoncillo de puño de plata gobernando a una docena de indios, como un general a la cabeza de una armada, o un político al frente de un Consejo.

No se afana por saber, porque su alma no alcanza a mayor esfera, y conoce que aunque supiese no le serviría para su adelantamiento.

No se afana por tener, porque siendo frugal por naturaleza, aún no ha llegado a persuadirse que lo que adelanta no serviría a labrar la fortuna del español. Estos principios que constituyen, en nuestro entender, el carácter general de 100 indios, se harán más evidentes con las ideas que vamos a dar sobre sus usos y costumbres.

Sus casas se reducen a unas desaliñadas chozas, y las camas a un pellejo de carnero, y encima una mala frazada o manta, pudiendo asegurarse que no hay en todo el Perú cincuenta indios que usen colchón. Los más no gastan cama, y se echan a dormir sin desnudarse jamás, llegando su desaseo y miseria al punto de no mudarse la ropa hasta que se les cae a pedazos. Es una observación singular que se ha ofrecido repetidas veces sin que podamos dar razón de su origen, que cuando por cualquier accidente o casualidad duermen los casados en la habitación de un español, se mantienen sentados toda la noche en cuclillas (posición que acostumbran mucho) mirándose a la cara uno a otro, pero sin acostarse juntos, callados o hablando. Aquí es de notar que las más de sus conversaciones no tienen otro objeto que las repetidas noticias de sus antepasados, sus agüeros y supersticiones, y sus frecuentes discursos contra los españoles. Se encuentran, con todo, indios de muy bella índole; pero la experiencia muestra que son pocos, y menos sin duda que entre las mujeres.

Ya sea efecto de su situación o de su carácter, se nota en todos los indios una suma malicia y desconfianza. Al comprar algo al español, piensa el indio que lo engaña, y cuando vende procura siempre engañarnos, haciéndose el desentendido cuando no lo logra. Si recibe dinero lo cuenta muchas veces; pero rara vez da la plata cabal al pagarla; y por lo regular se queda con un real o medio que saca después, si se le pide, de —405→ un trapo anudado, en donde por lo general guardan el dinero. Cuando van de guía con algún pasajero o los nombran los alcaldes para llevar bagajes, piden anticipado el pago de estos, y siempre se retardan si el interesado no les aviva usando del rigor.

Su morosidad y genio poco activo obligan casi siempre a acompañar las requisiciones con amenazas y aun con hechos y persuadidos algunos de que el indio podría ser manejado por el bien como los demás hombres, se han visto precisados a contrahacer el tono de amenaza y de rigor. Tan acostumbrados están a él, y tal vez desde sus emperadores, que entra como parte muy esencial en su carácter, siendo cierto que sólo obran a impulso de la amenaza y del miedo. El agradecimiento y el bien operan poco en esta raza de hombres. No conseguimos de ninguno de ellos, aunque se les pagaba con generosidad y se les ofrecía alguna otra recompensa, que nos acompañasen dos leguas más allá del término a que los obligaban sus justicias. Lo mismo experimentamos con varios que parecían dóciles, y lo mismo aseguraron los párrocos y todas las gentes que los tratan, y habiendo hecho intención con las ideas de humanidad y filosofía sacar de ellos los servicios que eran necesarios sin vejarlos, había siempre que salir tarde, y por último empezar a reñir. Los extranjeros no deben extrañar que muchos españoles abusen de su superioridad con una gente por una parte acostumbrada al rigor, y por otra la más tímida y cobarde.

Es común en un chapetón apalear y hacerse respetar de una cuadrilla de aquellas gentes que merecen ciertamente la compasión; pero si se embriaga o junta mucha porción son temibles, por la osadía con que irritan al español, aparentando después la más rendida humildad cuando se halla sólo o se le pasa la embriaguez.

Sus frecuentes borracheras lo arrastran casi siempre a continuas querellas y discusiones, de tal modo que una nación con otra, un pueblo con otro, aunque sean de una misma doctrina o provincia, jamás se pueden ver; se arman y se matan en riña por la cosa más tenue; pero tal es su insconstancia que, si en el mismo acto se presenta la chicha y beben de ella, se acaba la contienda y se echan todos a dormir. En este estado los llevan sus mujeres o parientes, y cuando despiertan ya se les olvidó lo pasado, quedándoles sólo la molestia de enterrar al que murió o de curar al que salió herido.

Los más sienten poco el morir, y cuando un español los castiga lo único que dicen es: mátame, que me has de pagar el entierro, sintiendo sin duda más esto último que la privación de la vida. Se les ve en los hospitales a algunos próximos ya a expirar, que se levantan y empiezan a llamar y llorar pidiendo comida, si la ven pasar para otros enfermos. Cuando se sienten heridos, por leve que sea la herida, toman su sangre en la —406→ mano, se enfurecen y exclaman que han de vengarse; pero su pusilanimidad los amilana en la ocasión, y se reputan por muertos con el más corto motivo. Esta misma cobardía los hace alevosos, astutos y tan crueles e inhumanos con los vencidos, que parece no cabe en su pecho la piedad y la compasión. El agravio hecho a uno solo se hace entre ellos causa común.

Los indios todo lo dudan, y son tan incrédulos que a cuanto se les dice o pregunta responden generalmente: así será, taita, sin mezclarse a averiguar lo cierto. Por esto, sin duda, juran en falso con la mayor facilidad; mienten y levantan falsos testimonios, con tal serenidad y frescura que causa admiración.

A la pobreza y desaliño de sus casas corresponde la de los bienes que componen el ridículo aduar de los indios. Hablando del más acomodado, sólo tiene una yunta de bueyes, un arado y un corto rancho para encerrar su escasa cosecha. Los demás que componen la parte principal, no poseen la cuarta parte de estos escasos bienes, y viven entregados al ocio y a la embriaguez. Conservan, sin embargo, la buena costumbre de unirse hermanablemente para los trabajos rurales de sus sementeras y mieses, y en la fábrica de sus casas conservan igualmente tan laudable uso. Junta el propietario los materiales, y todos los del lugar se convidan, como para una fiesta, a hacer las tapias juntos; y al otro día llevan sus estacas y hacecillos de yerba para cubrir la casa y en poco tiempo queda ésta hecha.

Los alimentos más comunes que acostumbran son: las papas, el maíz, el camote y la yuca. Estos cuatro frutos les sirven en lugar de pan: solamente los de la costa compran pan cocido, cuando lo tienen en su mismo pueblo o pasan por alguno donde se amasa. En el valle de Jauja, en Huaylas, Huánuco y otros valles abundantes de trigo, comen también pan; pero por lo regular en estas provincias, como en las de la costa, mantiénense con papas y camotes asados, maíz tostado (que llaman cancha) o cocido (que llaman mote). Con éste y su ají o pimientos muy picantes comen el pescado sea el que fuere, crudo, con un poco de sal y ají, los que viven cerca del mar. Así estos, como los de la sierra, consumen igualmente la leche y requesones de sus vacas, y algunas veces el queso; y aunque crían pollos y gallinas, jamás matan una, aunque estén enfermos. Tampoco comen los huevos, y todas estas cosas y los quesos de vaca y cabras los guardan para venderlos en la plaza de Lima, Tarma, Pasco, Huánuco, Cajamarca, Huaraz, Trujillo, Lambayeque y Piura, por la parte del norte; y por la del sur en Ica, Huancavelica, Huamanga, Cuzco, Arequipa, Puno, Chuquisaca y otras del otro Virreinato. He aquí unos frutos y modo de vida que no conocían en tiempo de sus emperadores Incas, y que les han proporcionado los españoles.

Los indios, desde que cesaron los repartimientos, han mejorado —407→ de suerte; pero esta mejora debe entenderse en un sentido limitado, pues sólo se ha verificado en cuanto a la opresión que aquellos les causaban, siendo cierto que en el día trabajan menos, y parece quieren desquitarse de lo que los hicieron sudar los corregidores para el pago de los doce millones de pesos que les repartían.

Anteriormente llegaba un corregidor a unas rancherías de indios, y repartía entre ellos una pieza de terciopelo. Inmediatamente iban a venderla al pueblo más cercano con un mil por ciento de pérdida del precio en que se las habían repartido, o tal vez por lo que les querían dar, y como quedaban obligados al pago por entero, aquí eran los clamores, las prisiones, los azotes, las fugas y trasmigraciones, sin que por eso perdieran nada los corregidores, pues pagaban los parientes de los que se huían o no tenían con qué.

La combinación de estas y otras noticias derramaría bastante luz para conocer lo que debe hacerse con aquella indolente nación. Por nuestra parte, convendremos siempre en que el indio necesita ser estimulado al trabajo con algún rigor, como lo eran en tiempo de los emperadores Incas, según los fastos antiguos de la historia, aunque parezca que se vulnera de algún modo la libertad del hombre, siendo cosa llana que ésta no consiste en que cada uno haga lo que quiera, sino que hagan lo más conforme al cuerpo de la sociedad en que viven. Esto mismo desvanece a nuestro entender las representaciones que han hecho tantos, con una piedad mal entendida, contra la mita del Potosí.


Cuarenta y siete años después de haberse proclamado la libertad del indio con la independencia del Perú, continuaba éste bajo el gobierno de la República y a pesar de tener los derechos de ciudadano que le concedió San Martín, tan envilecido, ignorante y oprimido por el egoísmo de los ricos y la tiranía de las autoridades, como en los tiempos en que gobernaba Abascal.

El señor don Agustín de la Rosa Toro, persona cultísima y que como pedagogo adelantó a su época por las novedades que estableció en la enseñanza primaria, en una memoria que presentó a la Sociedad Amiga de los Indios, decía en 1868 de nuestros desgraciados indígenas, lo que sigue:

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Trescientos años de tiranía sobre los infelices indios, durante los cuales sólo vivieron para sus amos, debían producir en ellos la degradación de su naturaleza, el odio al trabajo, y un profundo aborrecimiento a los blancos; porque el despotismo envilece, porque el trabajo no agrada sino cuando trae consigo los goces de la propiedad y porque es natural del corazón humano detestar al que nos humilla. Habituados los indígenas a ser engañados a cada paso, se vieron precisados también a engañar y desconfiar de todo hasta caer en la hipocresía y simulación, que ha llegado a caracterizarlos. Y en tan cruel estado, oprimidos por el dolor, se entregaron a la vergonzosa embriaguez que los ha embrutecido más y contribuido a su exterminio. Es verdad que pasaron los tiempos del coloniaje y que la República abolió el tributo y el diezmo; pero la desaparición de estas exacciones, en una naturaleza ya corrompida, ha producido más mal que bien, porque ha fomentado la ociosidad en que vegetan y los vicios consiguientes que los consumen. Por otra parte, aunque desde la proclamación de nuestra independencia política, muchos gobiernos han dictado medidas saludables para los indios, las autoridades encargadas de hacerlas efectivas han abusado con frecuencia de su cometido, imitando a los antiguos corregidores, que se distinguían por su avidez de riquezas. Este inicuo proceder y el terror que han sembrado por doquiera muchos señores de espada con sus vejaciones y arbitrariedades, haciéndose dueños de vidas y haciendas en nuestras continuas guerras civiles, no han dejado saborear a los indios los beneficios del gobierno republicano, y los han precisado a maldecir esta institución y a acabar de desconfiar de la veracidad de los hombres, que no han cesado de halagarlos con promesas no cumplidas. Por esto, mientras los salvajes de nuestras selvas son tratables para los viajeros, a los que se franquean con la sinceridad y sencillez de un niño, los indígenas de los Andes son casi siempre inhospitalarios, y prefieren que se les arranquen por la fuerza las provisiones de boca que les pide en venta un transeúnte a proporcionárselas voluntariamente.

El indio no se inquieta con el porvenir. Sólo piensa en el presente; y por eso no trabaja más que lo que necesita para satisfacer las necesidades de él y su familia durante el año. Se le ve vegetar en la indolente ociosidad, entregado a las más grosera concupiscencia, y muy especialmente a las libaciones alcohólicas, que abrevian su existencia. La pobre mujer es la que lleva todo el peso de la vida; pues, en tanto el marido se halla abandonado al sueño, o al licor, ella trabaja en el campo, o teje en la casa, o fabrica el pan, o prepara el mal condimentado alimento de la familia, o viaja como una bestia de carga, llevando a la espalda al hijo, y en la cabeza y en las manos las vendimias que va a expender en el mercado.

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El desaseo, la dejadez y el abandono, han llegado a constituírse en rasgos distintivos de la raza. Sin hablar de los animales que pululan en el cuerpo de los indígenas, basta decir que el andrajo que les sirve de vestido jamás se la quitan ni para dormir; que su cama se reduce a dos pellejos de carnero; que las mujeres llevan debajo de su faldellín los restos de los faldellines de sus antepasados, a los cuales guardan una especie de veneración; que sus habitaciones, en fin, sobre ser tan reducidas y expuestas a la intemperie, están llenas de las más repugnantes inmundicias, viviendo allí sus dueños, con los perros, los cuyes, los chanchos y otros animales. Doloroso es decirlo, pero es la verdad: los indígenas se encuentran hoy en peores condiciones sociales que en tiempo de los incas; pues han perdido en moralidad, en laboriosidad y en comodidades de la vida, sin que el régimen colonial ni el sistema republicano haya hecho disfrutar los bienes que prodiga la civilización europea implantada en nuestro suelo. Es cierto que los conquistadores introdujeron en el Perú su rico idioma y nuestra augusta religión. Pero la primera apenas se habla en la sierra, y de la segunda ignoran los indios de los Andes los principales dogmas, no saben generalmente la doctrina cristiana, abrigan las más torpes supersticiones, conservan muchas prácticas de su antigua idolatría, y cada domingo se quedan pueblos enteros sin presenciar el santo sacrificio de la misa. Más se cultivaba, aunque a su modo, el sentimiento religioso antes de la conquista; más honestas eran entonces las costumbres; más se utilizaba la actividad individual en el bien público, y más atendidas estaban las necesidades de cada familia. Mejores eran en aquellos tiempos los caminos, y más surtidos de recursos se hallaban los tambos. Canales y acueductos para la irrigación cruzaban el territorio, y lo que hoy son áridas pampas en la costa y andenes desolados en la sierra, eran, por esa época, topos de tierra cultivada, donde florecía la agricultura con su riqueza y sus encantos. Proporcionadamente se cuidaba más de la educación e instrucción; pues no sólo había un decurión encargado de vigilar el aseo interior en el hogar del padre de familia y fomentar los buenos sentimientos de los hijos, sino que, además, la administración pública establecía en los pueblos conquistados y anexados al imperio maestros que enseñasen el idioma general de éste.

No deben los indios al coloniaje la habilidad de hacer las telas finísimas que hoy todavía admiramos, ni la de fijar en ellas los colores indelebles que han desafiado al rigor del tiempo en el seno de las tumbas.

La indignación se subleva y el espíritu se abate al reparar los restos de la antigua prosperidad al lado de la actual decadencia: al observar los acueductos de Nasca, Cañete y Cajamarca; al explorar la gran vía de 800 leguas que unía la capital de —410→ Tahuantisuyo a la de los Siris, con sus terraplenes en los precipicios, sus túneles en algunos montes y sus calzadas en los atolladeros; al recorrer, en fin, el puente flotante del Desaguadero y los oscilantes del Apurímac y del Parapas, que existen para apostrofar a los opresores de la raza incaica.


Conocedores por los recortes apuntados de lo que era la raza indígena en la colonia y lo que siguió siendo durante la primera mitad del período independiente, veamos lo que es al presente y lo que ha ganado en cultura y civilización en los 50 años que han transcurrido desde 1868.

Carranza, en sus artículos sobre la raza indígena y hablando sobre las condiciones físicas y morales del indio, lo describe así:

El indígena de la cordillera es un ser robusto: fuerte para resistir las fatigas de largos viajes a pie; y capaz de cargar a grandes distancias pesos considerables.

De constitución sana, como la de todas las razas puras: de estatura mediana, ancho de espaldas y corto de piernas; de una fuerza vital más poderosa para la resistencia que para la acción; poco sensible a las bajas temperaturas, y tanto al menos, como el europeo, a las influencias patológicas de los climas cálidos; y en fin, con una organización desarrollada en una atmósfera seca y poco oxidante, ofrece a las miradas del médico un temperamento linfático tan bien acentuado en su constitución física, como en los atributos de su carácter.

Su fisonomía triste y severa, con cierta mezcla extraña de maliciosa distracción, es la de un ser que revela una intelectualidad paralizada, en medio de un lento, pero seguro progreso.

La conquista, lejos de comunicar un nuevo impulso a la inteligencia del indio: la paralizó. El espíritu de esta raza, parece que hubiera sufrido un sacudimiento tan profundo, que lo hubiera dejado inmóvil, en un punto de su evolución progresiva, permaneciendo desde entonces en una completa inmutabilidad; de manera que, sicológicamente, es el indio de nuestros días, en el orden de los tipos morales, lo que el mahamud conservado por las nieves del mar siberiano, en el orden de los tipos orgánicos.


En su mismo artículo, Carranza, declara que el indio de hoy es el mismo de los tiempos del imperio si se le estudia —411→ en su carácter intelectual, y que se halla muy distante de ser artista en el sentido europeo de la palabra.

Manifiesta más adelante, que el canto y la poesía, que en todos los pueblos han sido las primeras manifestaciones del sentimiento estético del espíritu humano y que encierran la expresión más pura de su índole y de carácter, han sido también para el indio la expresión más sintética y profunda de su naturaleza melancólica y contemplativa. En una y otra, es a su juicio, donde debe buscarse la índole artística del indio, y al respecto dice:

Las variadísimas escenas de la naturaleza andina, sus paisajes, ya mustios y agrestes, como los de la puna; ya luminosos y ricos de vegetación, como los de sus valles; ya de una magnificencia africana, como los del litoral; ya en fin, silenciosos y sombríos, como los de sus páramos; han debido excitar el sentimiento estético del indio, comunicando a su imaginación esos colores poéticos de los panoramas de la cordillera.

Los cuadros tristes no debían dominar, pues, tan completamente en la poesía indígena, ni las imágenes sombrías debían formar el fondo de sus concepciones poéticas, ante aquella asombrosa variedad de la naturaleza. Pero aun admitiendo que la tristeza de ciertos paisajes hubiese impresionado más su imaginación, que la esplendidez de otros, debería encontrarse una completa armonía entre sus sentimientos melancólicos, y el medio físico en que despertó su fantasía.

Sin embargo, no sucede así, como puede demostrarse por un estudio general de su poesía.

Los pocos yaravíes y huainos primitivos que han llegado hasta nosotros, no revelan ese sentimiento profundo y elevado que debió inspirar al indio los espléndidos paisajes de Urubamba y el callejón de Huailas, bajo el cielo más magnífico que el hombre puede contemplar; fue indiferente a las grandiosas bellezas con que la cordillera asombra a la imaginación. Su alma no se bañó jamás en la luz crepuscular de la montaña, ni se impresionó con la silenciosa solemnidad de la puna.

En vano se busca en la poesía quechua alguno de aquellos cuadros que en Ossian y en los cantos populares de otros pueblos, testifican las hondas huellas que las bellezas naturales dejaron en su imaginación, según la índole estética de la comarca en que se desarrollaron sus facultades poéticas.

Al leer los yaravíes y huainos primitivos, y aun aquellos que evidentemente fueron compuestos después de la conquista, —412→ no se sospecha que hubieran herido la fantasía del indio, ni fugitivamente siquiera, las tempestades de la cordillera, las frías soledades de sus páramos, el trueno que retumba en esos espacios silenciosos, donde se levantan, como gigantescos fantasmas, picos nevados que se pierden entre nubes tenebrosas. Se creería que jamás sus miradas se extasiaron en los sublimes esplendores del cielo de la puna, en las noches serenas; ni que su imaginación se tiñó nunca con los colores de la aurora, en las mañanas radiosas de la montaña.

El amor parece haber absorbido el espíritu entero de esta raza. En vano se busca en sus cantos primitivos algún sentimiento guerrero, alguna de esas grandes pasiones que han conmovido tan profundamente el alma de otros pueblos en la infancia de las sociedades humanas.

Una suave tristeza, en medio mismo de los placeres; quejidos que nacen, más que del dolor presente, de sombríos presentimientos que siempre han atormentado al indio; y en fin, su constante, desconfianza del bien actual, y sus continuos temores de su infelicidad futura; comunican a la poesía indígena un colorido característico que refleja fielmente la imagen de un ser que se consume en la monotonía de secretos tormentos.

Un amante que describe su pasión al pie de un torrente, sentado bajo un quechual, a la incierta luz de la aurora, sin más testigos que el koillor luminoso de la mañana, o la ave solitaria que también canta sus amores, es el tema constante de sus yaravíes, concluyendo todos con los tristes acentos de la despedida de los amantes, que, sin racional motivo, se entregan al llanto de una separación eterna.

También en los huaynos, se dejan oír los lamentos de un corazón celoso. El indio hace testigo de sus penas a esa colina que antes fue confidente de su ventura; o al quechual bajo cuyas ramas vio el amante a los resplandores del crepúsculo, por vez primera a la ñusta de sus encantos.

El canto matutino de las aves, la fresca brisa de la aurora, la luz fulgurosa de las estrellas y algunas pálidas flores de la mezquina vegetación de las punas; forman todo el ornamento de sus cuadros poéticos, tan exuberante en la variedad de los matices de sus pasiones amorosas.

Si alguna vez la opresión despierta en él los sentimientos de odio y de venganza, no se entrega a esos trasportes de viril furor, en que el hombre encuentra en sí mismo fuerzas desconocidas para desafiar a la humanidad y al destino. Una aptitud increíble para el sufrimiento, ha enervado en esa raza gran parte del poder dinámico de su espíritu.

La idea de resistencia, el sentimiento de lucha; parecen extraños al carácter del pueblo que dominaron los incas.

Cuando las desventuras llenan de terrible amargura el alma del indio; cuando sus dolores presentes son tan intensos que —413→ desvanecen la esperanza de sus mejores días; busca en el silencio y en la embriaguez de sus mismos sufrimientos, el remedio que otros pueblos y otras razas han buscado en los grandes combates de la vida.

Hay, pues, en la poesía indígena, acentos de una melancolía crónica cuyo origen es preciso buscar en distintas fuentes, de las que pueden derivarse del medio físico en que el indio ha vivido.


No es en las ciudades donde debemos buscar y estudiar al indio. En ellas viven las clases acomodadas y el mestizaje. El indígena netamente indígena, aquel que no tiene nada de sangre española, concurre a los centros poblados los domingos y días de feria. Este indígena continúa habitando las aldeas de comunidades, las grandes estancias y en un inmenso número se le encuentra remontado en lo más recóndito de las serranías. Por lo regular hace su casa lejos del camino, evitando así contacto con gentes que por ser más civilizadas que él sólo pretenden explotarlo. En esas soledades, en esas abruptas quebradas vive tranquilo y feliz. Las inquietudes de la vida social moderna no le perturban. Sin más necesidad económica que la de comer y vestir, sin ese estímulo que atormenta al hombre culto en su insaciable deseo de ensanchar el campo de su actividad y de sus goces, vegeta en el sosiego de una vida escasa de aspiraciones y concentra toda su felicidad en el amor a su familia y en la adoración que tiene a la vaca, al carnero o al burro que posee. El suelo rara vez es suyo, y por esto le cultiva y le mejora únicamente cuando pretende arrancarle frutos para su subsistencia. Una personalidad cuya existencia se desliza en la más extraña monotonía y que por no ser rico vive exento de preocupaciones, no tiene oportunidad para ejercer ninguno de los nobles deseos que superiorizan al hombre culto y libre. Desarrollados sus sentimientos a expensas de la —414→ intelectualidad, su espíritu hállase entregado a la melancolía, a la voluptuosidad de una tristeza subjetiva. Encerrado en sí mismo, sin más afectos que sus escasas relaciones domésticas, privado de todo estímulo expansivo, su vida es siempre igual y de ninguna utilidad para él ni para la nación en que vive. Las bellezas del exterior no impresionan su imaginación, las riquezas del cacique no despiertan su fantasía, ni reducen su voluntad. Las condiciones estéticas de su carácter son de tal naturaleza que todo lo ve bajo el prisma de un tinte lívido.

Raimondi dice: «Raza profundamente sentimental por la reducida esfera en que ha movido su inteligencia, no ha podido elevarse nunca hasta la contemplación del Universo. Espíritu esencialmente concentrado por el respeto a la autoridad patriarcal que cuidó de él en su infancia, y por el despotismo de los conquistadores que abatió su carácter después, ha sido siempre ajena a las grandes expansiones del alma, que en otros pueblos han conducido al hombre a interrogar a la Naturaleza el secreto de sus bellezas y de su destino».

Carranza atribuye a varios motivos el descenso social en que vive hoy la población indígena del Perú. Investigando las causas de su profunda decadencia y teniendo en cuenta el grado de civilización y cultura que alcanzaron anteriormente, las atribuye a la profunda ignorancia y vicios del clero, a la anarquía política y a la revolución económica que se ha operado en el país por motivo de su independencia. Hablando de las condiciones morales del indio y la índole de la raza, por cierto muy singular bajo muchos aspectos dice:

La sociedad indígena, en su brusca caída, no tuvo tiempo para medir la energía de la fuerza que la abrumaba, ni para apreciar la suya; de manera que toda reacción se hizo, imposible. —415→ El Imperio de los Yupanquis había desaparecido en un día, como herido por la cólera celeste; y el indio acostumbrado a mirar en el poder de sus incas el poder mismo de la divinidad, al verlo aniquilado por un grupo insignificante de aventureros españoles, creyó que eran seres superiores al hombre los que habían destruido en un instante la grandeza secular de sus príncipes. Desde entonces, la energía de esta raza quedó paralizada; y el indio no pensó en resistir seriamente la dominación de sus conquistadores, entregándose a ellos con un sentimiento de fatalismo casi supersticioso; condición que si hubiese sido hábilmente explotada por los españoles con una conducta más humana, tal vez habría cambiado en breve tiempo la índole de esa raza preparándola a entrar fácilmente en la civilización europea. Pero, nada se omitió para exacerbar sus desgracias, y para infundirles una permanente aversión a todo lo que fuera extrañó su incaísmo.

El indio en la imposibilidad de resistir o de emigrar para cortar todo contacto con una raza resuelta a aniquilar la suya, procuró apagarse moralmente, concentrándose dentro de sí mismo como para ocultar su espíritu y su carácter, ya que no le era posible ocultar su personalidad entera. Así opuso a sus conquistadores una resistencia pasiva con una constancia peculiar a su temperamento, la que, habiéndose hecho hereditaria, continúa hoy mismo bajo un gobierno que ha proclamado la igualdad civil y política de la raza opresora y la oprimida, colocando al mismo nivel al antiguo señor y a su esclavo.

El indio, acostumbrado a temer el engaño y el despotismo feroz de los españoles, no ha creído hasta ahora en la libertad que él mismo conquistó como soldado en las campañas de nuestra independencia; y siempre desconfiado, frente a frente de la raza dominadora, tiene por sus descendientes las mismas prevenciones y antipatías que tuvieron sus padres por los ascendientes de aquellos, y la misma repugnancia por una civilización que se le reveló cubierta con la sangrienta túnica de su nacionalidad.


Más adelante, estudiando la acción de los curas sobre las comunidades indígenas, hace notar lo grande que ha sido la responsabilidad de estos servidores del señor en el abatimiento moral del indio. Las primeras misiones católicas, dice, redujeron a los indígenas por el ejemplo de una vida austera, dulcificada por sentimientos de caridad. El reemplazo de ese ejemplo por la avidez desenfrenada de los párrocos, presentó a los indios una monstruosa contradicción entre las —416→ máximas morales del cristianismo y la depravación de sus procedimientos. Termina así:

La institución de las fiestas católicas, en las que con preferencia se rinde culto a la imagen de los santos y de la Virgen, ha servido en el país para mantener viva la superstición y el espíritu fetichista de los indios, y asimismo ha sido y es aún la principal fuente de inmoralidad en las costumbres indígenas. En efecto, aquellas fiestas sirven de pretexto y ocasión para dar pábulo a los vicios dominantes de esa raza: la embriaguez y la sensualidad. No puede concebir el indio una fiesta religiosa sin la embriaguez y sus orgías, a las cuales asiste siempre el párroco animando, con los escándalos de su propio ejemplo, los de sus feligreses. En esos días, se reúne toda la comunidad parroquial para dar libre expansión a sus instintos bajo la acción alcohólica. La propensión natural del hombre a buscar en los excitantes cerebrales un medio de sustraerse a las amarguras de la vida real, y una inclinación particular e irresistible del indio a la embriaguez, hacen que éste se entregue sin freno y sin medida, a los excesos de la borrachera cuando la ocasión es propicia; y en verdad, que las fiestas religiosas parecen haberse inventado para proporcionarles ese buscado solaz a su naturaleza. ¿Será menester pintar el cuadro de los desórdenes de una de esas solemnidades del culto, en nuestras poblaciones indígenas? Diremos brevemente que allí encuentra el indio todas las oportunidades de satisfacer su sensualidad; sin respeto a ningún lazo de familia, ni a las prohibiciones de la naturaleza; que allí, irritados los odios de vecindad, por efecto de la reunión misma y del licor, estallan con toda la ferocidad de los primitivos instintos humanos; de manera que los días consagrados al culto, son aquellos en que se cometen casi todos los crímenes que ocupan a los tribunales de nuestras provincias. Véanse los cuadros estadísticos de criminalidad entre nuestros indígenas, y se notará que más de 60% de los homicidios y atentados contra el pudor, cometidos durante el año, han tenido por causa o motivo inmediato aquellas orgías fomentadas a nombre de un Santo o de la Virgen.

El párroco, no sólo es el principal personaje en estas festividades por ser el representante vivo del Ser a quien se rinden aquellos religiosos homenajes, sino que es el único a quien aprovechan tales fiestas, pues a él se le paga una rifa más o menos onerosa, según el ceremonial que las exigencias del culto y las costumbres de cada localidad imponen a los devotos a cuyo cargo corre la novena, la misa y la procesión del Santo o Virgen que se adora. Siendo este ramo de ingresos el más considerable de las rentas parroquiales, se explica fácilmente por qué en vez de restringirse el número de fiestas religiosas, se procura aumentarlas entre nosotros.

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Pero, no sólo es el culto así paganizado, una de las más poderosas causas del abatimiento moral del indio, sino principalmente la conducta de sus mismos párrocos, que con su ejemplo, estimulan a sus feligreses a cierta clase de desórdenes, funesta para la tranquilidad doméstica y para la moralidad de las familias.

No queremos trazar aquí el cuadro de esos desórdenes que todos conocemos; pero hay algo en que no se ha fijado la atención de los que se han ocupado de estos asuntos. Nada inspira más desprecio al hombre, cualquiera que sea su condición, que la mentira. Parece que la veracidad fuera la más alta expresión de la dignidad del hombre como es la honestidad en la mujer: un hombre que engaña, es un ser que se presenta degradado a los ojos de los demás: y el indio nada respeta tanto como esa honradez en la verdad; acaso no percibe claramente la inmoralidad de la vida íntima de su párroco, tan opuesta generalmente, al celibatismo prescrito al sacerdocio católico: tal vez juzga que los derechos parroquiales, comúnmente expoliatorios, son un tributo sagrado que deben pagar sin murmurar: pero lo que seguramente impresiona su espíritu y lo conturba hasta confundir todas sus vagas nociones morales, es el engaño, la intriga y la mentira que ostentan los curas en sus relaciones civiles y en su vida social.

Nada hay en efecto más contrario ni más opuesto a la sinceridad, que la conducta de los párrocos. Predican contra la usura y la avaricia y ellos dan el ejemplo de estas faltas y vicios: condenan la impureza, y ellos no tienen cuidado de ocultar su vida relajada; amenazan a los mentirosos con las penas eternas, y sin embargo, los indios ven que sus curas faltan sin miramiento a su palabra empeñada, engañándolos en sus relaciones civiles. Esa ausencia completa de toda dignidad exterior, ofrecida como ejemplo de costumbres en la persona de la mayoría de nuestros párrocos, ha influido sin duda poderosamente a degradar de una manera progresiva el carácter y el espíritu de la población aborígene, que lejos de todo centro culto no tiene un tipo más noble y elevado que imitar que el del sacerdote que preside sus fiestas, y que es su único director de su vida íntima y su único maestro en la vida social.

Los párrocos, lejos de estimularlos mostrándoles un horizonte más vasto para sus aspiraciones, y en lugar de crearles necesidades para elevar su cultura al nivel de su condición, les enseñan, con su propio ejemplo, a continuar viviendo como manadas humanas, sin goces para el espíritu, sin placeres sociales, sin comodidades en el hogar, ni vínculos de cultura.

La casa del cura es en general tan pobre, tan desaseada y tan desnuda de todo lo que hoy requiere el menaje más indispensable de una habitación cualquiera, que en poco se diferencia —418→ de esas cabañas miserables en que habitan sus feligreses indígenas.

Así, pues, el párroco, en las poblaciones del interior lejos de ser un agente moralizador y un elemento activo de acción, es al contrario (hablamos de una manera general) un elemento de barbarie, y un motor de los vicios de la raza indígena. Conserva, sin embargo, grande influencia en el espíritu del indio, y acaso los párrocos son hoy mismo los únicos que podrían, si quisiesen, trasformar esas sociedades entorpecidas, impulsándolas hacia la civilización y cultura de los pueblos europeos.

En efecto, el párroco, es el único poder capaz de limitar entre los indios el vicio de la embriaguez, disminuyendo el número de su fiestas religiosas, y prohibiéndoles que en estas solemnidades del culto se prolonguen las orgías, a que se entregan, sin freno ni medida, durante muchos días. Ellos que dirigen la voluntad de esa raza, porque son dueños de su conciencia, han sido y son todavía los únicos que disponen del medio más poderoso que pueda emplear una clase social para levantar el espíritu de un pueblo.


Estudiando Carranza la segunda causa apuntada, la anarquía política republicana, manifiesta que las guerras civiles modificaron los hábitos de trabajo y riqueza en las poblaciones del interior y habituaron a los indígenas a romper poco a poco los vínculos de subordinación y jerarquía a que estuvieron sujetos durante la colonia.

Apuntados en términos generales los principales motivos que hoy mismo mantienen inculto al indio y que han influido en su abatimiento moral, intelectual e industrial, debemos manifestar que el indio de hoy no es mejo ni peor que el que existía en la época en que su raza constituyó una gran nacionalidad, y que continúa a pesar de cuanto se ha hecho para envilecerlo en posesión de ese conjunto de aptitudes y capacidades de que tan magníficos testimonios dejaron, en épocas pretéritas. Como raza fue y es hoy una fuerza productora, no siendo muchos los pueblos que le son superiores en las labores de la agricultura y la minería. Carranza dice al respecto:

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Los valles interandinos muestran en sus sembrados todo el orden y cuidado que los indios emplean en el arado y en la limpieza de las sementeras. No hay en esas regiones espacio cultivable que no esté hábilmente aprovechado, como se puede notar por los andenes o muros levantados en las laderas más escarpadas para detener el descenso de la tierra vegetal, que es arrastrada por las lluvias torrenciales hacia el fondo de las quebradas, cuando no encuentran aquel obstáculo. Los incendios de los pastos de las punas, y las grandes humaredas con que procuran abrigar los campas en las noches de heladas; revela el grado de progreso muy notable, que habían alcanzado los indios en conocimientos agronómicos por la simple observación inteligente de los fenómenos de la naturaleza. En la distribución de las aguas de regadío, son también muy expertos, así como en el tiempo y oportunidad en que han de regarse las sementeras.

Para los trabajos penosísimos de las minas, no tiene rival el indio. Otras razas pueden ser superiores en energía moral; pero ninguna es comparable al indio en la resistencia y en el vigor para dominar la inclemencia de los climas de las altitudes andinas, donde generalmente están los asientos minerales. Es por otra parte, un peón inteligente en este ramo de la industria, y muy práctico en el beneficio de los metales.

El indio es pues buen agricultor y excelente minero; tiene todas las condiciones de magnífico peón para los trabajos en estos dos ramos industriales; por consiguiente, es un poder productor y un elemento económico considerable, que sólo espera el impulso que se dé a su actividad para aumentar la riqueza del país, como pudiera esperarse de cualquier otra raza que, poblase nuestro territorio; y si hoy se presenta sólo como una fuerza estática, no es culpa suya sino de la clase social que la dominó y que hoy mismo es en el hecho su poder directivo. Esa clase social es la que tiene toda la responsabilidad de la decadencia del país, y no la raza aborígene; ella que ha podido aprovechar esa fuerza inmensa, en vez de mantenerla inactiva; ella que no ha tenido ni la iniciativa intrépida para el trabajo, ni la energía paciente para levantar el espíritu del indio, despertándolo de su secular letargo. Está probado, en efecto, que donde se hace sentir la acción vigorosa de la voluntad europea, el indio se transforma: sus fuerzas latentes, como elemento productor inteligente, se hacen visibles, y muestra en las labores agrícolas y pastoriles, tanta aptitud, como cualquier otra raza humana de las más adelantadas.


Esto último lo vemos ahora confirmado en las labores agrícolas del litoral, y especialmente en los trabajos mineros y metalúrgicos que en vasta escala se lleva a cabo en —420→ Morococha, Cerro y Oroya. Es en estos lugares donde se ha puesto en evidencia, que la raza indígena, lejos de ser un inconveniente o un obstáculo para el engrandecimiento nacional, es una fuerza superior bastante poderosa para mejorar las condiciones económicas del país. Ella conserva la misma energía que en otro tiempo le sirvió para levantar el monumento social y político que los españoles aniquilaron al destruir el Imperio de los incas.

Sería laborioso para nosotros e inadecuado a nuestro plan, estudiar las causas por las cuales esa fuerza, esa energía indígena no ha producido benéficos afectos. Sin embargo, y a pesar de que nuestro propósito es diseñar al indio en líneas generales, debemos manifestar que somos opuestos a la tesis de Carranza en la afirmación que hace de que el indio por su propia naturaleza es inepto para asimilarse a la civilización europea. Hablando de los aborígenes de Chorrillos y de todo el litoral, dice:

Aquí, hace más de trescientos años que los indios han vivido bajo la influencia constante de la cultura europea, a punto que han olvidado su idioma nativo, y con él sus tradiciones religiosas y políticas; y sin embargo viven como sus antepasados: tienen sus mismos hábitos, sus mismas preocupaciones, su mismo espíritu, en fin, de tal manera, que no hay en su cultura y en sus aspiraciones variación alguna: son hoy, lo que fueron antes y como serán siempre, mientras su raza exista. No hay probablemente ejemplo de una repugnancia igual a la civilización de la raza conquistadora, en ningún otro pueblo, como ésta que nos ofrece la población aborígene del Perú. ¿Cómo puede explicarse este hecho si no es por una idiosincrasia particular de la naturaleza moral de esta raza? Como se ve, ella ha sufrido profundas modificaciones en su intelectualidad bajo la influencia de la sociedad española: ha olvidado su idioma, que es para un pueblo, como olvidar su conciencia: ha perdido el recuerdo de sus tradiciones, de su historia, y con ella toda reminiscencia de su teocracia incaica; pero ha continuado con su espíritu supersticioso, con sus hábitos y costumbres sociales, y manteniendo su inteligencia en el mismo estrecho campo —421→ en que se agitó la de sus antepasados. Se han hecho cristianos, es cierto, y han adoptado el idioma español para expresar sus ideas; pero éstas no son más elevadas, ni más variadas que las de la sociedad incaica, ni el catolicismo en ellos es la religión espiritual del evangelio. La misma luz crepuscular que alumbró el entendimiento y comunicó sus matices a la imaginación de sus abuelos, ilumina hoy la paralizada intelectualidad de esta raza singular, que no habiendo comprendido ni la elevación de la moral cristiana, ni la profundidad de sus dogmas, ha creído que la religión más noble y sublime que se haya revelado al hombre, está encerrada en el más grosero de los cultos, que se haya impuesto a la dignidad humana.


No creemos que el indio no haya querido europeizarse ni que sea refractario a la civilización de la raza blanca, sino que esta raza y hasta el mestizo, con toda intención le han excluido de su comunión, no habiendo tenido con él más contacto que el que existe entre el amo y el esclavo. Carranza escribió sus artículos en 1882. Hoy, 1920, ya no existen indígenas en Chorrillos. Todos ellos se han civilizado y lo mismo pasa con los que fueron indígenas del litoral y que hoy no viven sometidos al régimen de comunidades. Los hijos del indio semibárbaro de la puna que por circunstancias raras crecen y se educan en Lima o en las grandes capitales de provincia, tan civilizados y tan útiles a ellos mismos y a la patria como los descendientes de los blancos o de los mestizos. ¿Cuál de estos indios criado y educado en Lima, aspira conocer y vivir en la jalca en que nacieron sus padres? Pero no solamente se ha civilizado el indio del litoral, sino también el indígena que vive en las inmediaciones de los grandes centros mineros del interior. En Oroya, Cerro, Morococha, no solamente visten a la europea, usan botas, trabajan con overall y han desterrado el poncho y las ojotas, sino que juegan football y permiten que sus hijos aprendan inglés y que los norteamericanos los lleven a Nueva York para acabarlos de civilizar.

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Lo que sí es cierto es que el indio, como dice Carranza, es una fuerza estática, siendo lo contrario cuando actúa colectivamente. Es entonces una fuerza activa y poderosa, capaz de grandes cosas bajo la dirección inteligente de sus autoridades. Carece de energía personal, pero como raza es tan arrojada y valiente como cualquier otra en la acción colectiva. En las campañas de nuestra independencia reveló excelentes cualidades militares, combatiendo bajo los estandartes reales y en el ejército libertador. Después, en las guerras civiles, ha mostrado tanto valor como el que ha ostentado cualquier raza europea. Así, en el asalto de Arequipa, el año 57, pereció más de la mitad del ejército sitiador, sin que el resto hubiese dado señal alguna de flaqueza de ánimo. En la última lucha con Chile hay episodios que prueban cuan grande es el arrojo del indio bajo la disciplina, y bastará que citemos los combates sangrientos da Tarapacá, Arica y Huamachuco, para demostrar que esa raza tiene virtudes militares muy notables, y que, combatiendo en filas, es igual al mejor soldado, siempre que sus jefes y oficiales den ejemplo de entereza y disciplina.

Pero, no es en el ejército donde el indio ha mostrado únicamente sus virtudes para el sacrificio y la abnegación. Entregadas a su propia acción las poblaciones indígenas de las provincias del Centro, han revelado durante el segundo período de la guerra con Chile, una audacia sorprendente, como se vio en la lucha encarnizada que los pueblos del valle de Jauja sostuvieron contra el cuerpo de ejército invasor comandado por el Coronel Canto; y la tenaz resistencia que las comunidades de indios opusieron después, ya en Huanta y Ayacucho, ya en otras regiones de la República; contra los que creían aliados del enemigo común. En el vado de Quiulla, —423→ se hicieron acuchillar los montoneros del general Cáceres por la caballería chilena, antes que dispersarse; y en Pucará, el coronel chileno Urriola, hizo una espantosa matanza en una partida de guerrilleros que, sin armas de fuego, osó resistir a los invasores, hasta entablarse una lucha de cuerpo a cuerpo. Igual intrepidez mostraron los de Huanta y Julcamarca cuando aquel jefe invadió Ayacucho. Es evidente que si las poblaciones del interior hubiesen estado armadas, los invasores no habrían pasado de Huancayo, y que su misma permanencia en esa ciudad hubiera sido precaria.

Siendo disciplinado se presta voluntariamente a realizar los trabajos de utilidad pública. Cada vez que se hace necesario abrir un camino o colocar un puente, acuden los indios en masa a la llamada de sus gobernadores, recibiendo como única remuneración un poco de coca y mucha chicha. El espíritu de solidaridad hace prodigios en la sierra. El individuo que nada hace por sí y que por lo regular vive entregado al ocio, se transforma en el Cabildo en donde generalmente se reúne la comunidad. De sus acuerdos, de los que nunca queda nada escrito, sale sin embargo la obra de un camino o de un puente, sale la obediencia o resistencia a las medidas de la autoridad la compra de un terreno y en algunas ocasiones la organización de improvisados ejércitos, como los que auxiliaron al general Cáceres durante la ocupación chilena que terminó en 1883.

Carranza, en la narración que hizo de sus impresiones en un viaje a las provincias del centro en 1883, cuando Lima estaba ocupada por las fuerzas de Chile, describió admirablemente la noche que pasó en Huando, población de 800 almas, en su paso de Iscuchaca a Lircay.

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El mismo autor viajaba en mayo de 1883 entre Huancayo e Iscuchaca. En Acostambo presenció una asamblea de indios y más adelante en Julcamarca la llamada de los guerrilleros al toque de los cuernos. Hay en ambas descripciones manifiesta poesía, profundo espíritu de observación, riqueza de sentimientos. Carranza, que fue médico, periodista y político notable, fue también literato. Van a continuación los trozos a que hacemos referencia:

Nosotros llegamos a Acostambo a las 7 de la noche de uno de los últimos días de mayo de 1883. El General Cáceres había emprendido su retirada a los departamentos del Norte, siguiendo el camino fatal de Huamachuco: llevábamos un pasaporte con su rúbrica. En los primeros tapiales que dan entrada al pueblo, fuimos detenidos por una avanzada de guerrilleros de la aldea: eran tres indios altos, esbeltos, de chaqueta, calzón corto y montera. Llevaban lanzas y hablaban regularmente el castellano.

¡Alto ahí! nos dijeron, saltando de las tapias con aire amenazador. ¿Dónde van? nos interrogaron. Sorprendidos con esta aparición detuvimos nuestras bestias, y ya con más calma, contestamos que éramos viajeros recomendados por el General; y para probarlo, presentamos el pasaporte que tenía estampada la firma de aquel caudillo. El indio de más edad hizo que le trajeran un tizón de la choza vecina, y a su luz reconoció la autenticidad del documento, manifestando suma complacencia al ver la rúbrica del General Cáceres. Desde ese momento, fuimos atendidos y agasajados en el pueblo. Se nos proporcionó alojamiento, cena y forraje. Al siguiente día fuimos honrados con una escolta de lanceros de infantería que habría dejado satisfecha la vanidad de cualquier cacique.

El pueblo estaba en asamblea; y contamos cosa de 100 guerrilleros acampados en la plaza: el resto del contingente militar de Acostambo era a la sazón degollado en Quiulla, cerca a la Oroya, por los chilenos que expedicionaban sobre Cáceres.

No hay en todo el interior del Perú indios más hermosos que estos, ni más racionales. Sus ancianos son muy respetados y en los días críticos se congregan en el atrio de su iglesia parroquial; y chacchando coca, discuten con una gravedad romana las serias cuestiones del momento, siendo sus resoluciones acatadas por el pueblo, como fallos de la misma sabiduría.

Esta costumbre revelaría un alto grado de progreso político en esa comunidad de indios, si el ejemplo en las clases cultas —425→ del país no mostrase que el progreso está más bien en aproximarnos al tipo de las sociedades donde uno sólo debe gobernar.

La sed suele hacerse insaciable en esas regiones, y el viajero busca a cada momento un manantial o un arroyo donde aplacarla. Hacía tres horas que caminábamos sin encontrar agua, y vimos a la distancia una choza; nos dirigimos a ella a pedir algo que apagase la sed; encontramos a una india que ordeñaba su vaca: era joven y de agradable aspecto, y tenía a su lado un chiquillo que nos miraba con asombro y curiosidad, ocultándose entre los pliegues del faldellín de su madre. La mujer nos presentó un mate lleno de leche y no quiso recibir su valor, diciéndonos en quechua con tono afectuoso, que eso lo hacía para que la Providencia protegiera a su marido que estaba en el ejército del General Cáceres: «tal vez, añadió, a estas horas busca él también quien lo auxilie en alguna necesidad y no hay quien le dé un pan». Su consternación fue grande al pronunciar estas tristes palabras. Nos preguntó después, con increíble candor, si conocíamos a su marido; y como le contestásemos que no, ella replicó: «cosa extraña, porque es muy bueno y servicial, y un pastor muy honrado en la estancia de Seklla».

Tan natural es que los campesinos supongan que todo el mundo está encerrado dentro de los linderos de su aldea, que se sorprenden que haya quien no conozca a cualquiera de sus vecinos.

Ya tarde llegamos a Julcamarca. Habíamos caminado catorce leguas, como median nuestros padres.

El sonido lúgubre y salvaje de unas cornetas de cuerno, nos anunció que estábamos en la campiña de Julcamarca; población de mil quinientas almas, situada en una gran altura, y en la vertiente occidental de la cadena que separa ese valle del de Huanchuy.

Fuimos atendidos por el gobernador Quevedo, el que nos informó que tenía reunido un cuerpo de guerrilleros para enviarlos a Iscuchaca: el toque de los cuernos era llamando a los que faltaban.

Nada hay más pavoroso ni más imponente que el sonido de esos instrumentos bélicos de los indios. Sus notas son lúgubres y cavernosas; parece que llamarán a degüello, y los cuadros más siniestros se presentan a la imaginación del que oye, enmedio de aquellos solitarios cerros, sus monótonos y prolongados ecos.

Este es el instrumento músico con que amenizan sus fiestas y sus corridas de toros, en las que nunca faltan dos o tres víctimas de su brutalidad.


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Su gran fuerza colectiva la vemos en los ayllos, reducciones voluntarias, donde los indios viven sometidos al sistema de parcialidades. La provincia de Pasco posee 44 ayllos o comunidades como vulgarmente se les llama, y casi la mitad de la población o sean 45000 personas viven asociadas bajo este régimen. Lo mismo pasa en la provincia del Dos de Mayo y en casi todas las del Cuzco y Puno. Ayabaca, con 41616 habitantes, tiene congregados comunalmente a 39950. En mejor condición está Jauja, provincia en la cual, los comuneros, en una población de 103000, sólo ascienden a 29000.

Este comunismo agrario tiene por base la anual de la tierra entre los congregados, reparto que se hace en forma equitativa y sobre el concepto de la igualdad. Esta distribución se hace por las autoridades del ayllo, las cuales son también elegidas anualmente. «Estas autoridades, dice el doctor Francisco Tudela en su estudio Socialismo Peruano, tienen diversas jerarquías y desempeñan sus funciones con los nombres de segundos, alcaldes, ilacatas, regidores, exigiéndose para su ejercicio el ser casado». Todos ellos usan trenza, vara y capa de pana. Esta trenza, larga y negra, llevada a toda luz por un indio, es un timbre que equivale al orgullo que un blanco pone en los pergaminos y papeles de nobleza. Trasquilar a un alcalde es hacerle a él y a su raza la más villana de todas las afrentas. El alzamiento de los indios en Huaraz en 1885, tuvo por origen el corte de trenza a 14 alcaldes.

Hablando el doctor Tudela sobre la organización del ayllo, dice:

Los indígenas de ciertas comunidades -en las de Puno y Cuzco sobre todo- dan una gran importancia a las investiduras, —427→ siendo frecuente escuchar que unos a otros, en sus riñas, se echen en cara el no haber desempeñado ningún cargo.

En relación con las fiestas y ceremonias religiosas, que constituyen preocupación preferente de las comunidades, se desempeñan por los indios otros servicios que dan lugar a que los designados para ejercerlos reciban también títulos especiales, como los de alféreces, altareros, capitanes de bailes, fiscalillos, mayordomos, priostes, quillalloccs, obreros, etc.

En las comunidades que poseen muy vasta extensión de tierras cultivables se observa el sistema consistente en alternar las regiones destinadas a la distribución anual, de manera que las tierras de labranza descansan durante períodos más o menos largos.

El cultivo de la tierra se hace en proporciones muy limitadas a fin de no producir más de lo que es preciso para atender a la satisfacción de las necesidades de la comunidad y para adquirir otros artículos de que se carece.

Las economías que a veces hacen, provenientes de la venta de sus productos, las destinan generalmente a celebrar las festividades religiosas.

En las comunidades que se extienden a la región montañosa, es costumbre frecuente señalar a los hombres recién casados un pedazo de selva que ellos se encargan de desmontar y preparar para el cultivo, reconociéndoseles generalmente un derecho de propiedad sobre esas tierras, el que se trasmite de padres a hijos, quedando excluidas de la herencia las mujeres.

En la mayor parte de los ayllos no se permite que los mistis (hombres blancos) adquieran, en ninguna forma, propiedad sobre ningún trozo de tierra que pertenezca a la comunidad.

Por otro lado, los individuos que la componen no están impedidos para contratarse como peones en las minas y fundos vecinos. Tal sucede, por ejemplo, en las comunidades del departamento de Puno.

Pero este hecho dista mucho de encontrarse generalizado, siendo, por el contrario, muy notable la tendencia a la inacción y al ocio entre los miembros de las parcialidades. Según informes que tenemos a la vista, correspondientes a la provincia de Ayabaca, es notable en esa región la falta de voluntad para el trabajo. Sólo se aprovecha allí de los productos que rinde el suelo sin otro esfuerzo de parte del cultivador que el enterrar la semilla y esperar el fruto que la bondad de la tierra da, generalmente, sin necesidad de riego ni cuidados.


La vida comunal tiene desiertas las aldeas. Hay capitales de distrito que apenas congregan perennes veinte o cuarenta vecinos. El resto del distrito vive en chozas miserables —428→ esparcidas en las faldas de las colinas o en las abras de las quebradas. Esta falta absoluta de sociabilidad ha creado un gobierno político sui géneris y ha exigido de la autoridad provincial el reconocimiento oficial del funcionario comunal. ¿Cómo sería posible conservar el orden y garantir la existencia de las poblaciones diseminadas en los campos, si estas mismas poblaciones no nombraran un alcalde que ejerciera funciones judiciales y administrativas? Además, la comunidad por intermedio de su alcalde y en Puno del ilacata, está obligada a prestar servicios gratuitos al gobernador, al cura, al juzgado de paz y al Concejo Municipal. No hay nada que mantenga en mayor atraso a la sierra del Perú que su vida comunal; sin embargo, dada su actual idiosincrasia, es bien difícil y hasta peligroso suprimir la existencia de los pagos, nombre que también se da a las comunidades.

El aislamiento en que viven las gentes del ayllo y el escaso contacto que mantienen con las autoridades de la provincia nombradas por el gobierno central, les da la misma autonomía que tiene un estado en una república federal. Su manifiesta independencia, prácticamente hállase reconocida por el subprefecto, siendo de advertir que entre las comunidades indígenas y los funcionarios públicos existe la más completa armonía. Dice Tudela:

El régimen de las comunidades, como ya lo hemos dicho, está perfectamente encajado en el régimen político y administrativo de la República. La desaparición de esas instituciones en una forma violenta, produciría trascendentales trastornos, tanto desde los puntos de vista social y económico, como desde el punto de vista administrativo; porque las autoridades del ayllo subordinadas por tradición y por costumbre a las autoridades políticas, constituyen el apoyo más firme con que éstas cuentan para hacer efectiva su acción. Esparcidas las familias indígenas en vastísimas extensiones de territorio, si no tuvieran —429→ esa organización propia, requerirían de parte del Estado, al mismo tiempo que una nueva demarcación política, un personal de autoridades y jueces mucho más numeroso que el actual y un recargo muy considerable en las fuerzas de policía y de gendarmes.

Por otra parte, las autoridades del ayllo, constituyendo un eslabón intermediario entre los funcionarios políticos subalternos y el indio, salvan a éste de muchos abusos que se ejercitarían por autoridades poco escrupulosas si éstas se vieran, de pronto, investidas de un poder difícil de controlar, sobre una raza sujeta a un régimen de envilecimiento secular.

Insistimos, pues, en que la reforma es indispensable; pero, al mismo tiempo, sostenemos que, para llevarla a cabo, debe procederse con la prudencia y el tino que reclama siempre la corrección de un vicio profundamente arraigado.


Estimándose la población india de la República en tres millones de habitantes y viviendo ésta casi en su mitad por el sistema de comunidades, su labor en pro del progreso y la civilización nacionales ha sido casi nula en la primera centuria. El fraccionamiento del suelo entre individuos que no son propietarios produce resultados desfavorables bajo el concepto de su mayor rendimiento. Quien labra tierra que le será cambiada al fin de cada año, pone poca atención en su mejoramiento. Además, el colectivismo indio suprime de hecho la libertad del domicilio. El comunero no puede salir del ayllo en que nació sin perder sus derechos a la tierra gratuita que se le da. Esta circunstancia mata el espíritu de aventura, el deseo de mejoramiento y la idea de hacer fortuna, idea innata en los hombres selectos de toda sociedad. No existiendo aspiración individual, ninguna familia del régimen colectivo produce más de lo que es estrictamente necesario para satisfacer sus necesidades. En tales condiciones, nadie extenderá los cultivos más allá de lo indispensable para comer, vestir y pagar en conjunto las fiestas religiosas. Como consecuencia de esta inacción y ocio, la mayor —430→ parte del suelo que ocupan los ayllos, permanece improductivo por falta de trabajo y las industrias minera y agrícola existentes en sus inmediaciones carecen de operarios para su labor.

Tienen los indígenas sus fiestas religiosas y en ellas sus días de esparcimiento. En esos días se derrocha dinero, se come y se bebe en exceso, se aumenta la criminalidad y se pone en práctica costumbres poligámicas. En 1908, siendo Ministro de Instrucción y Justicia el doctor Manuel V. Villarán, le acompañamos en un viaje al departamento de Junín. En una serie de artículos dimos a conocer nuestras impresiones. Hablando sobre las fiestas de indios dijimos lo siguiente:

Llegamos por fin a un pueblo, que no sé como se llama, porque en él no nos detenemos. Sus pobladores están organizados bajo la forma social de comunidad, en la cual el terreno es de todos en general. La gente que observamos a nuestros paso está animada, vestida de fiesta, alegres las mujeres y los niños, borrachos algunos de los hombres. Hay música en la calle, petardos de dinamita que asustan nuestras cabalgaduras y repiques de campanas. ¿Es acaso este alborozo por verle la cara a un señor ministro? Nada de esto: se festeja la Santa Cruz. Hoy es el 3 de mayo, y en este día, siendo esta conmemoración tan general en el Perú y en Bolivia, las indiadas se divierten y se emborrachan.

En la mañana ha tenido lugar una misa con sermón, con cánticos, con mucha profusión de flores y de luces. En la sierra todo tiene carácter religioso. El noventa por ciento de las veces que el indio bebe y baila lo hace en celebración de una efeméride eclesiástica. Un bautizo, una confirmación, un matrimonio, un entierro, el mismo sacramento de la Eucaristía, y hasta las ofrendas que se hacen al Santo Favorito para que llueva o para que no hiele, principian dentro del templo con gran devoción y terminan afuera, en borrachera deshecha. Todo esto sin contar con la Cruz de Mayo, las Pascuas, la Semana Santa, las fiestas de Santiago el Mayor, San Antonio y el Patrono del pueblo. Un curato en la sierra es una minita, y el que de su ministerio no saca de cuatro a cinco mil soles, es porque es un abandonado. Es cierto que toda esa suma no es para el señor cura. El señor obispo toma de ella la parte no módica —431→ que le pertenece, y algo cae en las manos del señor vicario. Con todo, el negocio es bueno. El año que no hay ganancias, lo cual es raro porque los nacimientos y las muertes no pueden faltar, tampoco hay pérdida.

De todas estas fiestas, ninguna tan solemne en estos pueblos de comunidades andinas como la del Santo Patrón. Se busca como mayordomo a un comunero rico, a uno de esos que saben salir de los estrechos límites de la aldea, y sea en las minas, o en el comercio, en la compra de chácaras en los terrenos libres, se ha formado una posición financiera superior. No se invita a nadie de los pueblos vecinos. De esta manera, el hartazgo de comida y de bebida es descomunal. Todo sobra en este día, especialmente el alcohol.

En la tarde principia el baile. A las ocho de la noche se queman unos fuegos de artificio que se piden al cohetero de la ciudad inmediata. Cuando estos terminan, colocan al frente de la plaza las piezas quemadas y los hombres que en pie quedan por haber bebido poco, tomados de las manos de las mujeres, danzan en círculo y gritan hasta la hora en que la campana parroquial toca las nueve. En este momento, en medio de enorme algazara, del «guaje» (grito salvaje de guerra), se verifica el desbande de las parejas, cada una de las cuales va por su lado. Les despierta el crepúsculo matutino, y antes que los albores del nuevo día disipen las sombras de esa noche de orgía, cada cual ha vuelto a sus ocupaciones cotidianas. Todo queda como si nada hubiese pasado. Y esta haraganería, que sólo acontece en algunos pueblos de comunidades y únicamente en el día del Santo Patrón, no tiene como razón filosófica refinamientos que la indiada no posee, sino principios solidarios, aspiraciones a indisoluble unión comunal, para que de esta manera numerosos hijos nazcan del pueblo, sean del pueblo y para el pueblo.


El indio que no cultiva tierras en comunidad, hállase convertido en arrendatario vitalicio de la hacienda en que nació. La tierra que trabaja no es suya, pero teniéndola a un canon fijo, invariable y por lo regular módico, su arrendamiento es casi una enfiteusis y su situación la de un propietario. Esta locación no se paga en dinero sino en trabajo personal a beneficio del locador que es el dueño de la hacienda, quien durante los días del año que le ocupa está obligado a pagarle un muy módico jornal. Este contrato nunca escrito, que no consta en escritura alguna, que está basado en la —432→ buena fe de los contratantes y en la mutua necesidad en que uno y otro están de cumplirlo, da al locador la seguridad de tener en sus dominios número preciso de labradores domiciliados. Por su parte, el indio locatario tiene para él y su familia sin ninguna retribución pecuniaria una extensión conveniente de tierra de labranza que cultiva para sí. El contrato es bueno y las condiciones mutuamente equitativas, pero los resultados en la práctica no han sido satisfactorios, debido a la rapacidad, egoísmo y espíritu estrecho de los hacendados de la sierra, quienes por lo regular no aspiran a explotar la tierra sino explotar al indio. Dominados por la codicia, dedican su actividad a impedir que el locatario gane dinero. No comprenden que el bienestar del indígena tiene que repercutir en el mejoramiento de la hacienda. En su deseo de tener esclavos y no colonos, préstales a sus arrendatarios dinero en especies a interés usurario, y de año en año arrastran al indio un saldo que cada vez se hace mayor, saldo del que hacen responsables a los hijos cuando los padres deudores mueren. Este feudalismo serrano ha inmovilizado la mayor parte de la población indígena interandina, la ha mantenido en la ignorancia y la esclavitud más completas y ha sido causa, como lo ha sido el ayllo, de la vergonzosa haraganería y la completa infecundidad como factor negativo de progreso y de trabajo en que durante cien años ha vivido el indio en el Perú.

El profesor Roos, ya citado, dice lo siguiente, a propósito de los arrendatarios vitalicios:

A pesar de todas sus apariencias de modernismo y liberalismo, el Perú es feudal hasta la médula. En los grandes ranchos al norte del lago Titicaca el observador queda colocado en una región en pleno siglo trece. El pastor indio gana cincuenta centavos al mes por cada cien cabezas de alpacas, llamas —433→ o merinos que cuida y por cada cincuenta cabezas de ganado vacuno. Si un animal se pierde tiene que pagarlo con su salario. Él puede usar tierras para su casa, cultivo de papas y pastos para su pequeño rebaño, del que viste su familia. En conjunto: sus entradas son de dos o tres pesos al mes con los cuales tiene que pagar a su amo por el trigo, maíz y coca que le ha suministrado con una buena ganancia.

Si un indio es arrendatario de un blanco, tiene que entregarle todos los años un quintal de lana de alpaca a un precio fijo de ocho pesos. El amo vende el quintal en Arequipa a veintidós pesos cincuenta centavos. El indio debe entregar también una oveja de valor de sesenta centavos por veinte. Además y todavía, debe ayudar al propietario blanco durante la época de la trasquiladura y matanza de ganado sin otro salario que alimentos, coca y aguardiente. En el caso que tenga la temeridad de rehusar estas obligaciones feudales, los pastores del propietario del rancho matarán su ganado sin compasión, cuando éste pase la línea limítrofe a los terrenos del socio civilizado.


Si como lo hemos manifestado, es humilde como también infecunda la situación del indio de raza pura, no es muy superior la del mestizo que vive en las ciudades, villas y aldeas. De sus filas sale el obrero, aquel que trabaja en las artes mecánicas, en la industria, en el comercio, en las obras públicas y en el servicio doméstico. También el gendarme, el policía, el arriero, el mercader de ferias, el negociante en reventa. Un buen número de ellos son propietarios de pequeñas parcelas de terreno, las que casi nunca les dan producto para vivir de su exclusiva labranza. Una hectárea de terreno pertenece muchas veces a cuatro o cinco personas. La indumentaria del mestizo es superior a la del indio de la estancia y también a la del indio comunero. El menaje de la casa no tiene la desnudez de la choza. A esta clase pertenece la gente que se engancha para las faenas agrícolas y mineras. Respecto al enganche, el profesor Roos, en 1915, decía lo siguiente:

Las compañías mineras en el Perú reclutan la mayoría de sus trabajadores de subsuelo por medio de agentes que «enganchan» —434→ a los cándidos indios. El «enganchador» llega a una villa algunas semanas antes de la fiesta anual del santo patrón del pueblo. En esa ocasión el indio acostumbra el despilfarro, porque su vida social recreativa y emocional gira alrededor de la fiesta. Obsequia a la imagen con vestiduras y joyas, paga al cura por las misas y por una fiesta para sus numerosos amigos y parientes, sin reparar en los gastos. Asómasele entonces el «enganchador», que le sigue la pista, y le ofrece treinta o cincuenta soles, exigiéndole únicamente que firme un documento para pagar la deuda con su trabajo. Después de serenarse de la fiesta, el indio se presenta donde el «enganchador» y se le envía a extraer los metales de las minas a catorce mil pies sobre el nivel del mar. La «Cerro de Paseo Mining Company» solamente tiene cuatro mil aborígenes ocupados bajo este sistema. El obrero gana, se dice, setentaicinco centavos diarios, de los cuales una tercera parte le corresponde porque el resto es para pagar la deuda. En término medio se requieren cuatro meses para que sean libres otra vez. Los fundos de la montaña, al este de los Andes, como también los de la costa, consiguen a los nativos de las serranías según este método.

Con frecuencia, el indio firma el contrato cuando está borracho, sin darse cuenta de dónde va a trabajar y de qué manera: por lo tanto, puede ser enviado a cientos de millas de distancia a cavar en una fría galería de mina o en una ardorosa hacienda de caña. Arrastrado lejos de su hogar a una hacienda de la costa o a un fundo de café de la montaña, el pobre hombre encuéntrase esclavo sin un ápice de protección legal y totalmente a merced de su patrón.

Repetidas veces se me aseguró que las leyes del Perú no compelen al deudor a trabajar la deuda; pero para repetir las palabras de un diplomático extranjero, «Lima no gobierna fuera de las ciudades». El peonaje está arraigado en las costumbres y las víctimas no conocen sus derechos legales, y más aún, el gobernador o subprefecto, que está al lado del capitalista o enganchador, amenaza con la prisión si la deuda no se paga. El jefe de la «Cerro de Paseo Mining Company» señala una pérdida anual de doce mil quinientos pesos al año por adelantos en contratos de enganche, y se queja de la creciente dificultad en inducir al «enganchado» a venir a las minas, porque la «Liga pro indígena» estigmatiza el enganche como un estratagema para evadir el pago de un justo salario que le corresponde al indio por el trabajo rudo de las minas con peligro de su salud. Los administradores, sin embargo, insisten en que el indio carece de iniciativa y que ninguna oferta de buenos salarios atraerían obreros de lejos.


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Dejemos la sierra, que ya bastante hemos dicho de sus clases populares y descendamos a la costa. En el litoral, las comunidades indígenas son escasas y el número de los agrupados cada vez más reducido. Chancay, con 49408 habitantes, apenas tiene 11 ayllos, llegando los congregados a 1298 individuos. Cultivándose todavía las tierras en común en Catacaos, Eten, Monsefú, Lurín, Chincha, Ica y algo en Nazca. Son los comuneros por lo regular, indios de raza pura y descendientes directos de las antiguas tribus que dominaron los valles costaneros. Hay gentes en estas agrupaciones que no han mezclado su sangre con ninguna otra raza y que hasta conservan su idioma y su lealtad al recuerdo de la muerte del inca Atahualpa. Raimondi tiene en sus escritos algunos apuntes sobre los indios de Catacaos y Eten. De unos y otros, respectivamente dice lo siguiente:

Aunque parece que estos indios tuvieran origen en distintos puntos; sin embargo el tipo más común es el mismo que se nota en los naturales de Eten, Monsefú, Mórrope, etc. Gruesa cabeza braquicéfala, muy ancha por la parte de los temporales, ojos poco francos, medio oblicuos y con cejas prolongadas a los lados de la cabeza y que se juntan casi con el ángulo exterior del ojo; color cobrizo y dos pliegues profundos que dividen las mejillas de la boca.

Los hombres comúnmente llevan los pies desnudos, pequeño sombrero de junco y poncho de algodón con franja, con dibujos azul y blanco. Estos ponchos no se fabrican aquí, sino en la provincia de Lambayeque y en la sierra.

Las mujeres de raza indígena usan vestido muy simple que consiste en el capuz que no es sino un gran saco con tres aberturas, amarrado a la cintura con ceñidor cubierto por grandes pliegues del citado capuz. Usan collares con cuentas de vidrio de color y las más ricas los llevan de oro. Muchas usan también aretes de oro.

Como los etanos hablan una lengua distinta del castellano y del quechua que es el idioma de los indígenas del Perú, se han emitido mil hipótesis sobre su origen. Muchos les atribuyen ascendencia china y como algunas veces los díceres, aunque sin fundamento, circulan de boca en boca con mucha —436→ rapidez, sobre todo cuando se trata de cosas extrañas, por la propensión de los hombres ignorantes a admitir con más facilidad el error que la verdad, se tuvo como creencia común que los habitantes de ese pueblo eran de origen chino, y para dar más veracidad a esta creencia se ha asegurado que algunos chinos que fueron a Eten se entendieron perfectamente con sus habitantes, hablándoles en su lengua.

Ahora, siendo mi primer cuidado descubrir el error donde se halle, diré: que es absolutamente falso que los chinos hablaran en su idioma con los habitantes de Eten; que yo mismo he averiguado y probado, con las personas más notables del lugar, que la lengua de sus habitantes es muy distinta de la china; que por los caracteres físicos y modo de vestir, son idénticos con los de Monsefú, Reque, Chiclayo, y con los de Lagunas, Mórrope y Jequetepeque; que si se admite origen chino para los etanos es preciso admitirlo también para los otros pueblos citados; que si los habitantes de Eten hablan idioma distinto del quechua y los demás pueblos el castellano, sería debido a que los de Eten han conservado su idioma, mientras que los vecinos lo han perdido hablando el que introdujeron los españoles; en fin, que si se debe admitir una inmigración para los habitantes de Eten, yo la haría venir de Centro América, de donde son los nombres de algunos pueblos, como los de Jequetepeque, Chérrepe, etc.


Es escaso también en la costa el arrendatario vitalicio en las condiciones que se pactan en la sierra. La esclavitud del indio y la rapacidad del amo son cosas exclusivamente serranas. Hay en la costa mejor concepto del trabajo, mejor espíritu de asociación entre los dueños de las haciendas y sus yanacones. Las peonadas no tienen participación en la tierra ni en sus utilidades, pero tienen, además del jornal, gratis, leña, casa, agua, artículos alimenticios a bajo precio y algunas veces médico. El yanacón es un arrendatario. Oblígase a pagar un canon anual por la parcela de terreno que ocupa, contribuye a la limpia de las acequias y por lo general está obligado a vender sus cosechas al dueño de la hacienda a un vil precio.

Si en la sierra predomina la raza indígena pura y también el mestizo de indio y español, no es en la costa el indio —437→ sino el mestizo el que forma la mayoría de la población. Habitado el litoral desde los comienzos del siglo XVII por blancos que no sintieron como en Norteamérica repugnancia por individuos de otro color, la mezcla con las razas india y negra ha sido general, verificándose hoy, no sólo entre las razas puras, sino también, y esto es lo más común, entre las numerosas variedades de la remezcla de las tres razas primitivas. La mayoría de los mestizos tienen de blanco e indio o de blanco y negro, pero hay mucha gente que tiene de blanco de negro y de indio. Lima y Callao llevan la supremacía en esta sui géneris amalgama, cuyas características físicas son color bronceado, pelo áspero y a veces ensortijado, estatura mediana, facciones agradables, ojos grandes y soltura en los movimientos. Moralmente, posee incompletos los vicios y virtudes de la razas de que procede. Como todos los injertos, no se distingue por la energía de la voluntad. Hay vivacidad, inteligencia, memoria, valentía, facilidad de expresión, espíritu de trabajo y apasionamiento en la manera de sentir. Si Ica, Camaná, Sechura, en sus clases populares, poseen en alto grado estas cualidades, Piura, Chiclayo y Trujillo son las menos despiertas.

Fue el negro factor importante en la población costeña en los tiempos del coloniaje. No solamente dio su sangre para mezclarla con la del blanco y en pequeña cantidad con la del indio, sino que modificó sustancialmente la sicología de nuestro poblador popular costeño, dándole algunas de las condiciones morales que les son pertinentes. Veamos lo que fue el negro en la época de la colonia y lo que Prado dijo de él, en 1892, en su estudio Estado Social y Político del Perú durante el Coloniaje.

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Importados los negros de África, desde los primeros tiempos de la conquista, por especuladores ingleses, holandeses, franceses, españoles y portugueses, que los compraban a vil precio, fueron traídos y vendidos en el Perú, en calidad de esclavos. Desde entonces, y como un recurso invariable para proveer de brazos el territorio americano, se permitió y regimentó por el gobierno español, el comercio de negros esclavos, el número y la manera como debían ser traídos, y las contribuciones que por este infame negocio debían satisfacerse a la real hacienda.

Los negros vendidos «alma en boca, costal en huesos, a usanza de feria», eran considerados por los españoles en condición inferior aún a la de los indios; de aquí el rigor y crueldad con que las primeras leyes y conducta de sus amos, los esclavizaron y atormentaron. Se les empadronaba, se les marcaba con hierro candente -prohibido por Carlos III-, se castigaban la fuga de casa de sus patrones, las reuniones y amancebamientos con la raza india, sus negligencias en el trabajo, con las penas más bárbaras, infamantes y de efectos más irreparables. Tales leyes y tales actos parecerían verdaderamente incomprensibles tratándose del pueblo español, si ya no se hubiera explicado esa mezcla extraña de fiereza y magnanimidad, de crueldad y de caridad, de desprendimiento y de avaricia, que dividía el carácter de los conquistadores de América.

Los vicios de sensualidad, robo, superstición, ociosidad, característicos en los negros, tenían que ejercer más perniciosa influencia en el Perú, en relación con el número extraordinario con que se propagaron y del lugar inmediato al blanco que ocupaban en las casas.

Del cruzamiento de los negros con los blancos -que a despecho de las más severas disposiciones en contrario, se generalizó, con la mayor rapidez y exceso- provenían los mulatos, generalmente vanidosos, osados, insolentes, lujuriosos, perezosos, y aficionados a hacer ostentación de sus vicios y del favor que gozaban con sus amos.

Y en medio de los negros, de los mulatos y de los zambos, nacía el hijo de los españoles; siendo cosa muy rara que él no recogiese tristemente la multiplicada herencia de los afectos y pasiones, instintivos en la raza africana.

«Los blancos, dice nuestro más ilustre historiador, libertaron y favorecieron a un gran número de negras, y de sus relaciones con ellas resultó la abundancia de mulatos, que las familias de Lima apañaron con entrañable afecto, y criaron enmedio del lujo y del engreimiento más escandaloso. No hay por qué dudar que asociada la descendencia española, en su tierna edad, en roce continuo con una multitud de sirvientes domésticos de ambos sexos, y entregada en gran parte a nodrizas negras, recibió impresiones dañosas que —439→ alteraron su carácter, imitó ejemplos perniciosos y tomó costumbres de que brotaron más tarde, tristes y vergonzosas consecuencias... De entre esos negros consentidos y regalados en las casas, salieron muchos ladrones y facinerosos, y las familias se hicieron punto de honor el apañarlos y disculparlos; empeñándose por ellos con escándalo y petulancia, para sustraerlos de la mano de la justicia, con lo que muchos, fiados en poderoso patrocinio, avanzaron camino y cobraron celebridad en sus crímenes».


Para cometer sus robos, se organizaban frecuentemente los negros, los mulatos y aún los blancos y mestizos, en famosas partidas de salteadores y bandoleros, que perturbaban la tranquilidad, no sólo de los campos, sino también de las ciudades.

«El negro -decía Ruiz- es ladrón desde que nace», hallándose aquí el principal móvil de sus impulsiones y actos criminales.

Tampoco debe olvidarse la irresistible lascivia, que corriendo impetuosa por la sangre africana, hacía a los negros más atrevidos y en sus costumbres más licenciosos, en armonía con la tolerancia con que ellas eran permitidas y aún favorecidas por sus amos.

Hasta las mismas danzas, en las fiestas religiosas, se convertían en materia de provocación y desenfreno sensual de aquellos negros, de instintos lujuriosos. En sus diversiones profanas, con sus cantos duros, monótonos, descompasados, y con sus bailes sin gracia, groseros, obscenos, concluían por caer rendidos los negros bozales, sudorosos, calenturientos, entre los excesos de la embriaguez y de la liviandad.

Los negros criollos, los mulatos, los zambos, en particular las mujeres educadas entre los blancos, encubrían, en parte, los instintos heredados de su progenitores. Algunos se dedicaban especialmente en las cofradías, al culto religioso, que era siempre para ellos, de carácter supersticioso. De la ignorancia y esclavitud en que ha vivido esta raza, no podían esperarse, tampoco, otras ideas.

En las ciudades los bailes de los negros, como la resbalosa, la zamacueca, tomaban mayor compostura y gracia; llegando a ser tal la reputación y estima de que gozaban los negros como danzantes, que eran ellos los maestros de baile de las delicadas y aristocráticas limeñas.

Resumiendo: los negros, considerados como mercancía comercial, e importados a la América, como máquinas humanas de trabajo, debían regar la tierra con el sudor de su frente; pero, sin fecundarla, sin dejar frutos provechosos. Es la liquidación constante siempre igual, que hace la civilización en la historia de los pueblos: el esclavo es improductivo en el trabajo, como lo fue en el Imperio Romano y como lo ha sido en el Perú; y es en el organismo social un cáncer que va corrompiendo —440→ los sentimientos y los ideales nacionales. De esta suerte, ha desaparecido el esclavo en el Perú, sin dejar los campos cultivados; y después de haberse vengado de la raza blanca, mezclando su sangre con la de ésta, y rebajando en ese contubernio el criterio moral e intelectual, de los que fueron al principio sus crueles amos, y más tarde sus padrinos, sus compañeros y sus hermanos.


El negro de raza pura casi ha desaparecido en el Perú. Lo que queda no puede tomarse en cuenta. Existe hoy el mulato de negro y blanco y su número es reducido. Este mulato es tal vez lo mejor que tiene la clase popular de la costa en cultura. El negro bandolero de caminos ha desaparecido. Ya no son asesinos ni ladrones. La libertad que a destiempo les dio don Ramón Castilla les sacó de los campos y les trajo a la ciudad, donde la tuberculosis, las enfermedades venéreas y el alcohol acabó con la mayoría de ellos. Nuestro negro está completamente civilizado y se le puede considerar como la gente decente de las clases populares.

Un viaje de negocios que hicimos en 1915 al departamento de Lambayeque, nos dio oportunidad para escribir una monografía de carácter sociológico. No nos sería posible afirmar que lo mismo ocurre en Ica, Piura y la costa anchina; sin embargo, con ligeras variantes, las clases populares de todo el litoral, exceptuando Lima, Arequipa, y una que otra capital, encuéntranse en el mismo nivel de cultura que existe en las poblaciones del departamento de Lambayeque. Dicha monografía en la parte pertinente a nuestro capítulo, dice lo siguiente:

Al presente, la inmensa mayoría del pueblo Lambayecano está constituida por una raza genuinamente india. Negros hay pocos; blancos mucho más que negros, y mestizos más del doble de blancos y negros. Se habla el español, aunque muy mal pronunciado por las clases bajas. Éstas, en lo que —441→ respecta a sus costumbres, son de una originalidad completa. No usan calzado, duermen sobre esteras tendidas en el suelo y se alimentan casi exclusivamente de pescado y de maíz.

Poseen las clases superiores, pasión por el trabajo, energías y simplicidades muy dignas de estudio. El lujo no existe. Se vive con holgura, con decencia, pero sin pretensiones. Como consecuencia la riqueza es general. Pocas son las gentes que están al día, siendo el ahorro factor económico y universal.

El comercio y la vida agrícola lo absorben todo. La ganadería y la industria están en segundo término. La minería no existe.

La vida intelectual es pobre. Las gentes de aquí comprenden con el espíritu práctico que les caracteriza, que antes que alimentar el espíritu hay que nutrir el estómago. Piensan ellos, y piensan bien, que lo primero a que debe atender un pueblo que aspira a ser feliz, es a proporcionarse la riqueza material, base de todo bienestar, y base también del corpore sana, indispensable para aspirar una mejor cultura. Abogados hay pocos, y el papel de la prensa, representado por numerosos periódicos, es más bien el exponente de una lucha de intereses materiales y de una continua protesta contra los abusos de los gamonales que la expresión de un propósito de mejoramiento político y social.

La vida licenciosa, la holgazanería y el alcoholismo no se ven en las poblaciones grandes, ni tampoco en las haciendas; en cambio, su existencia en algunos pueblos y villorrios es causa del atraso y de la imbecilidad en que se encuentra. La prostitución no existe. El concubinato es cosa bien común, no siéndolo así el matrimonio.

Hay muy poca religiosidad. Dios, sus cosas y sus hombres están muy en segunda mano. Chiclayo, con quince mil habitantes, apenas tiene una iglesia en servicio. La raza indígena sigue siendo idólatra. Sus festividades religiosas le sirven únicamente para emborracharse. En las clases superiores, en esta materia, hay indiferentismo. Los padres descalzos son muy estimados. Poseen el privilegio de ser oídos y de levantar hacia Dios los corazones de las gentes pecadoras. Sus misiones y sus fiestas son fecundas en resultados espirituales.

Se ama a la patria con más intensidad que en Lima. A la hora del peligro nacional se da sin miserias dinero y carne de cañón. Se lucha poco por el mejoramiento político. Los partidos tienen muy pobre organización. La mayoría de los hombres que acompañaron a Ferro en la revuelta de 1910, lo hicieron más por vengar agravios regionales, motivados por el mal reparto de las aguas, que guiados por un ideal político. El gamonalismo hace mucho daño.

La gente en su inmensa mayoría, es buena, hospitalaria y progresista. El bandolerismo casi ha desaparecido. Hay muy —442→ buenos elementos en el departamento. Da gusto cambiar ideas con ciertos hombres, charlar largamente con ellos, y apreciar el conjunto de cualidades superiores que les distinguen, entre las que predomina la lealtad, la dignidad y el buen juicio.


Existiendo en las clases populares de las provincias de Lima y el Callao cultura superior a la que existe en el resto del litoral, y hallándose las ideas de las clases obreras contaminadas con las doctrinas traídas de fuera por elementos disociadores, la lucha entre el capital y el trabajo ha tomado en los últimos diez años caracteres de intransigencia. El último paro general aconteció en mayo de 1919. Durante la última semana de ese mes, lo más ruin y canallesco de nuestro pueblo pretendió en Lima y Callao por medio del robo y del crimen oponer su voluntad en nombre de teorías y de reivindicaciones que rechaza el sentido común. Tuvo ese movimiento tendencias trágicas y como pretexto un estado de hambruna que no existe ni ha existido en ninguna parte del Perú en la clase proletaria, ni en ninguna otra de la colectividad nacional.

Fomentaron y prestigiaron la dolorosa situación de vergüenza y escándalo que presenciamos en ese paro general, las exigencias egoístas de la política que conmovieron a las muchedumbres con promesas de imposible realización, la timidez de la prensa periódica por miedo a la merma de sus ventas cotidianas; por último, la debilidad de los gobernantes, casi siempre sin confianza en la opinión y sin fe en las instituciones encargadas de su defensa. La existencia del hambre sólo vive en la enfermiza imaginación de quienes están interesados en soliviantar a las masas populares, siempre ingenuas y siempre impresionables.

Comprueban la no existencia del hambre en Lima y el Callao los fenómenos que a diario nos es dado constatar. El —443→ obrero nacional cada día trabaja menos. La semana para él cuenta cinco días y con el jornal de esos cinco vive siete cómodamente. Se regala según sus gustos y aficiones. Basta considerar el hecho de que la plaza de toros es pequeña para contener al público que paga enormes precios; hasta concurrir los domingos al hipódromo y ver las tribunas populares repletas de obreros que juegan un dinero que necesariamente ha de sobrarles desde que lo dedican al vicio y al placer; basta, en una palabra, observar con espíritu sereno y tranquilo las modalidades todas de la existencia del proletariado en el país para convencerse que vive en un medio hospitalario y generoso donde sus ganancias cubren ampliamente sus necesidades.

Las clases populares por lo regular son injustas en las exigencias que las llevan a las huelgas. No solamente se les ha dado cuanto es posible darles dentro la potencialidad económica y social del país, sino lo que todavía se discute en países superiores al nuestro: la jornada de ocho horas. Aquí, donde la eficacia del obrero es mínima, esta jornada de ocho horas le ha sido concedida por un simple decreto, atentándose así a la vitalidad de las industrias, al mismo tiempo que se aumentan los gastos generales al prescribirse el alza del jornal.

Réstanos decir algo de la población de nuestra montaña.

El coronel Palacios, que como prefecto de Loreto en 1888 tuvo oportunidad de estudiar el departamento con el claro criterio que poseía, dijo sobre el habitante de nuestras selvas, en una conferencia que dio en la Sociedad Geográfica de Lima, lo siguiente:

He pasado la vista por todos los pueblos del Departamento de Loreto, y para concluir con el aspecto general de esta región, —444→ sólo me resta emitir algunas ideas sobre la condición social y política de sus habitantes.

Estos pueden clasificarse en tres clases: es la primera compuesta por los naturales que viven en el fondo de las selvas independientes de nuestra civilización; es la segunda, la de estos mismos, preparados por la catequización evangélica y atraídos por nuestro comercio; y es la tercera, la clase proveniente del cruzamiento español y de los emigrantes extranjeros.

Los salvajes, como se sabe, se organizan en tribus en el interior de los bosques, viven de la caza y de la pesca y cultivan en pequeña escala la yuca, el plátano y otras plantas. Se hacen la guerra entre sí, se roban las mujeres y los niños y comercian con los civilizados, ofreciéndoles canoas, muchachos cautivos, algunas resinas, como caucho, copal, etc., en cambio de armas de fuego, herramientas de agricultura y aguardiente. Los del norte han convertido en una industria las cabezas humanas que, por medio de la deformación, reducen a un volumen muy pequeño y que los civilizados solicitan mucho, dando una escopeta en cambio de cada una de ellas.

Por lo general son inofensivos, y el daño que hacen es casi siempre en defensa propia, y puede decirse que por instinto de conservación.

Me limito a estos ligeros datos al referirme a los salvajes, porque no creo oportuno, en este trabajo, detenerme en estudios antropológicos que han servido de tema a eminentes publicistas.

La clase de los catequizados que habitan los pueblos, los caseríos y las haciendas formadas en las márgenes de los ríos, está completamente vinculada a nuestra civilización. El comercio y la agricultura explotan su trabajo por medio de compensaciones, que si no satisfacen por completo todos los derechos conquistados por los principios liberales de la humanidad, revisten sin embargo formas suaves, que los dirigen, aunque lentamente, a ese orden de conquistas.

La tercera clase, que podemos llamar la clase directora, y que está compuesta por el cruzamiento de los españoles y por los extranjeros de todas nacionalidades que concurren a esa localidad al desarrollo y la civilización, es la que dirige el movimiento comercial, introduce mercaderías de los mercados europeos, obliga su aplicación en las clases inferiores y extrae con auxilio de ellas los productos que exportan a otros países. Además del tipo que os presento, podéis juzgar el de la clase a que me refiero, por el personal de los representantes de Loreto aquí presentes. Además os presento el tipo de la mujer de los pueblos civilizados que corresponde a la última clasificación.

Ahora, su estado político, como derivado del social, es más fácil destacarlo. Lo político se basa en lo social, los intereses políticos se derivan de las fórmulas sociales; y las sociedades, según sus tendencias, según los principios de su constitución, formulan e imponen su existencia política.

—445→

En Loreto, donde la sociedad presenta las mil incongruencias apuntadas, poblaciones tan heterogéneas sin más causa de afinidad que la explotación en común de sus riquezas, donde todas las nacionalidades se han reunido persiguiendo un solo fin, donde todo converge al interés particular, necesariamente el nacionalismo es noción abstracta; la falta absoluta de estabilidad impide germinar el amor al suelo, y cualesquiera nacionalidad sería aceptada sin resistencia, por cuanto no se trata de defender intereses generales, sino los muy particulares de cada ocupante.

Los peruanos allí nacidos, influenciados por las demás nacionalidades también miran en menos el valor del nacionalismo de aquellas regiones; los europeos aceptan tácitamente cualquiera bandera, y sólo queda el elemento brasileño de antecedentes históricos bastante conocidos, y que influye por su posición media en las inclinaciones de los demás componentes.

En Loreto, la política no alcanza a desviar la tendencia general de sus pobladores; y para que el Perú pueda retener esa sección bajo el régimen político en que vive, necesita escuchar a los que se inspiran solamente en el interés general de la Nación.

En Loreto, la política hasta hoy se reduce al interés; todo principio de autoridad degenera en abuso y expoliación, y por eso, los loretanos que son valientes e infatigables campeones en la lucha del trabajo, no pueden tener otras nociones sociales que las que persisten en ese ambiente y no podrán jamás separar los intereses generales de los particulares, ni menos comprender que la Nación es otra entidad distinta del ciudadano, ni que los intereses del Perú sean diversos de sus especiales conveniencias.


Nosotros tuvimos oportunidad de visitar Loreto en 1894. Pasamos en él tres meses, y en una serie de artículos que publicamos en El Comercio de Lima ese mismo año, dijimos del habitante montañés y en especial del que habita Iquitos lo que va a continuación:

Lo que no consiguieron las misiones evangélicas ni las comisiones científicas de todos los tiempos, lo ha alcanzado el industrial de las gomas elásticas, a quien el espíritu del lucro ha llevado a lo más recóndito de las selvas. Para él no es un misterio lo interior de los bosques. Hace diez años que lo desconocido principiaba en las mismas orillas de los ríos principales. Hoy, geográficamente hablando, la palabra desconocido no existe en Mainas. El cauchero no solamente conoce todos los ríos principales, sino que ha navegado los afluentes de ellos y las centenares quebradas que alimentan de agua a los primeros. Él conoce los caminos de tierra que unen al Yávary con —446→ el Ucayali, al Huallaga con el Ucayali y éste mismo con el Purús. Y por último, no ignora la posición de los grandes lagos existentes en el interior de los bosques, y las vías para llegar a los terrenos altos, propios para la agricultura.

Pero si éstas son sus adquisiciones en Geografía, cuanto más importantes son sus esfuerzos por dominar y civilizar a los infieles. Algo providencial ha colocado a la yarina (comida del salvaje) junto a los árboles de caucho, siendo por esta causa imposible penetrar por primera vez a un cauchal sin avistarse con los infieles y entrar en relación con ellos. Reúne el cauchero astucia y coraje para adueñarse de ese terreno que los infieles ocupan, el que siempre conquista, ya sea que se bata con ellos o que por otros medios consiga atraerlos de amigos. Esto último es más corriente. El salvaje gusta de ser obsequiado, y mediante el regalo de escopetas, cuchillos, hachas, etc., clava en tierra la lanza que es su señal de paz, y se deja dominar por el blanco, quien con engaños le saca de la selva, le traslada a otro lugar y le convierte en semisalvaje y esclavo.

Los infieles que prefieren la guerra, luchan con valor, aunque a traición y siempre en retirada. En sus derrotas pierden sus hijos que le son robados por el cauchero, quien fácilmente encuentra comprador de ellos. Los niños infieles tienen precio desde que cumplen tres años de edad. Por lo general, una criatura salvaje de cinco años vale en el puerto de Iquitos de 80 a 100 soles.

Excusado es decir que este modo de comercio se hace en forma oculta desde que las leyes lo prohíben; pero como las autoridades están convencidas del notable servicio que reporta a la civilización de Loreto este comercio, se hacen de la vista gorda, y hacen muy bien, porque el niño salvaje educado fuera de los infieles se convierte más tarde en un mozo vivo, inteligente y servicial. El salvaje así educado, es tres veces más inteligente que el indio de la puna a quien se civiliza en Lima. Igual servicio se presta a los salvajes que el blanco saca de la selva para convertirlos en sus peones, pues si bien es cierto que estos quedan siempre salvajes, en cambio los hijos que nacen en el fundo agrícola, ya no son infieles, y cuando llegan a ser hombres son elementos útiles para la sociedad en que viven. Algo parecido a lo que sucedió en Norte y Sudamérica con los negros de África. El loretano ha resuelto civilizar al infiel por la razón o el exterminio. O le convierte en un hombre útil o le elimina.

He dicho ya en mis anteriores correspondencias que Iquitos es el primer centro social y comercial de Loreto. Se le calcula una población fija de diez mil habitantes, y un perímetro urbano no menor al del Callao, si se considera como parte integrante de la ciudad las nuevas calles abiertas el año próximo pasado, y que al presente están perfectamente delineadas, cercadas y con no pocas casas en construcción.

Iquitos no posee ningún censo, siendo menester suplir esta deficiencia con la observación y la consulta, pudiendo calcular —447→ de una manera aproximativa la procedencia de los pobladores de este puerto fluvial de la siguiente manera: 20% de Chachapoyas, 4% de Lima, 3% de los demás lugares del Perú, 13% de extranjeros, y 60% de Moyobamba, Tarapoto, Nauta y el mismo Iquitos. Entre los extranjeros predominan las nacionalidades portuguesa y brasileña.

La población loretana esta en mayoría y ha conseguido imprimir a este pueblo el carácter que le distingue, carácter que en manera alguna se asemeja al de cualquier otro pueblo del Perú. Un cuarenta por ciento de población forastera ha cambiado en lo ostensible su modo de ser y hay que decir en lo ostensible porque si se levanta esa capa superficial formada por la civilización superior venida de fuera, se encontrará al pueblo que habitó las márgenes del «Mayo» en toda la fuerza y originalidad de sus costumbres.

Por más gimnasia de imaginación que se haga, nunca podrá quien no pisó este suelo, tener idea de lo que es Loreto y sus pobladores. El hombre de la región de los bosques es original en su música, en su hablar, en su alimentación, en su aspecto físico y su condición moral; en una palabra en su modo de ser.

No es para una correspondencia un estudio de esta naturaleza; pero no puedo resistir al deseo de hablar sobre alguna de estas originalidades. Su instrumento musical es la concertina, y su tocata favorita es una derivación del yaraví, pocas veces acompañada de canto. En el baile, la mujer saca al hombre, siendo una especie de marinera lo que se danza, la que tiene gracia especial. La alimentación está constituida por el paiche (pescado salado), y el plátano que se come verde y sancochado, y como bebida el café.

Su hablar es especialísimo, no tanto por los modismos y pronunciación singular, sino por las construcciones gramaticales. Para decir «José debe ser pariente de la mujer de Pedro» hacen las siguientes confusiones: «Del Pedro su mujer, el José su pariente ha de ser, quizás». Para manifestar a una persona que pierde su tiempo en reiterar una solicitud, se le dice: «En vanamente te afliges, porque no se ha de poder». Cambian todas las efes en jotas y todas las erres dobles en sencillas y viceversa, así dicen Fanita por Juanita, el fez por el juez, el baranco, por el barranco, el curra por el cura, cajue por café, etc.

El tipo de la mujer loretana no tiene igual en el Perú. Ella es bella como que ha nacido del cruzamiento de la hermosa jebera con el español. Es escultural en sus formas, viva y de talento natural; pero histérica por naturaleza, lo que le hace algo inconsecuente en sus afectos, ardiente y caprichosa en sus deseos.

En los niños existe la extravagancia de comer tierra, velas de esperma, arroz crudo, greda, carbón de palo, té. Tan incomibles materias en estómagos de estómagos de niños ocasiónales graves enfermedades, motivo por el cual las madres les azotan con crueldad —448→ cada vez que les sorprenden en semejantes comidas. Creen aquí que para desterrarles el vicio es menester fomentarles otro; y en esta idea les enseñan a fumar tabaco, lo que no deja también de ser extravagante, pues en verdad que es original, el ver a una criatura de dos años con tremendo cigarro en la boca.

Tampoco debo olvidar en estas ligeras observaciones, el hecho muy notable de no existir en el hombre nacido en la montaña el vicio de la embriaguez, tan común en la sierra y en la costa. En Iquitos todas las noches hay bailes, (o sea lo que en la costa se llama jarana), los que nunca terminan por escándalos pues cada cual bebe lo que quiere sin que nadie le exija el tomar más. Esto último es debido al carácter algo indolente del loretano, cuyo corazón pobre en defectos, es tan escaso de amor que casi no tiene cariño ni por la vida.

Cuanto he relatado se refiere a esa enorme colectividad que forma el pueblo propiamente dicho. Réstame decir algo de la crème de Iquitos, de esa clase que existe en todas partes con el nombre de gente decente y que constituye la buena sociedad de un lugar.

Aquí, el distintivo más ostensible de dicha clase social es el cosmopolitismo más completo y el egoísmo más marcado. Cada cual vive para sí y nadie se preocupa de nadie. Los limeños, en todas partes tan queridos, tan unidos y que por todo el Perú forman el grupo indispensable en una reunión de buen tono, viven en Iquitos en la más completa desunión. Ellos no inician nada, no se asocian nunca y muy pocas veces se les ve en casas de otros paisanos. Nadie visita, y cuando las prácticas sociales nos obligan a hacerlo, se emplean diez minutos en cada casa; y cosa rara, hay una tendencia grande a fomentar costosas reuniones, y a celebrar con gran fausto las rarísimas bodas que aquí se efectúan. Para esas reuniones invítase a lo más selecto de Iquitos, no faltando nadie a la cita, especialmente el bello sexo, representado por muy hermosas señoritas. Flores, música, luces, juventud, exquisitos licores... nada falta, y sin embargo, qué frío el que se siente en esos salones. Nadie se anima, nadie se pone comunicativo, entusiasta ni galante con las niñas: sólo se oyen las frases obligadas de la buena educación. Cuando se sirve la cena la fiesta está helada: el champagne se vierte en abundancia, pero no produce reacción alguna. Al fin, una familia se despide y todas la siguen.

No existe en Iquitos un club ni un centro social extranjero. El señor Carlos Barandiarán acaba de organizar un club de tiro al blanco, el que se ha inaugurado con muy buenos auspicios. Desgraciadamente durará lo que han durado todos los centros sociales de esta localidad.

Y bien: ¿qué causa en Iquitos esta apatía social? me limitaré a decir lo que ya he repetido varias veces: este pueblo es en todo un pueblo original.


—449→

Al presente, las condiciones de sociabilidad y cultura en que vive el habitante de nuestros bosques sigue siendo, con muy ligeras variantes exactamente iguales a las que encontró Palacios en 1886. La población de Iquitos y también su riqueza aumentó con posterioridad a esa fecha, pero con la baja del caucho, nuestras ciudades de Montaña sufren desde hace pocos años terrible crisis financiera. Se intenta ahora sembrar algodón y fomentar la industria ganadera, todo ello, hasta ahora en muy pequeña escala.

Hoy como ayer existen 115 tribus salvajes, casi todas viven en el mismo estado de aislamiento y de barbarie en que estaban cuando las visitó Raimondi en 1859. Una de las más numerosas de estas tribus es la de los Huitotos, cuyo número llega a 25000. Ocupan el Alto Putumayo, algo del Caquetá y parte del Napo. La mayoría son inclinadas al trato con los blancos, habiendo habido exageración en las revelaciones que un irlandés Casament hizo al gobierno inglés después de su visita al Putumayo. Son también numerosos los Amahuacas y Mojos, cada uno con 6000 pobladores. Unos y otros son de estatura mediana, color algo oscuro, usan flecha, arco, rompecabeza y son hostiles a los blancos. Usan casas regulares y casi no llevan vestidos.

Los Campas llegan a 16000. Los hay de dos clases: bravos y mansos. Los primeros son notables por su valentía en sus guerras contra los blancos y tribus vecinos. Habitan la región del Tambo y el Gran Pajonal. Su número llega a 3000. Los campas mansos están divididos en las subtribus denominadas cashivos, campas, chonta-campas, lorenzos y otras pequeñas agrupaciones, hablan la lengua campa, usan la tradicional cushma, que es una especie de camisa —450→ muy larga y sin mangas, tejida de algodón. El campa manso tiene facciones nobles, es amigo del blanco, se asimila sus costumbres, aprende fácilmente el manejo del rifle y se dedica con gusto al cultivo del café y a la industria del caucho.

Los machigangas fueron tributarios del imperio incaico. Se cree que emigraron del Cuzco bajo el comando de un príncipe Inca. Llegan a 4000. Viven en las cabeceras del Tono, del Piñipiñi, del Conispata, Alto Urubamba y afluentes. Son de baja estatura y facciones regulares. Tienen trato amistoso con los blancos. Usan la cushma del campa y hablan su mismo idioma.

Los piros apenas llegan a 600. Son excelentes bogas, valientes y buenos tiradores. Usan cushma, pero con colores y dibujos originales. La viruela ha hecho estragos en esta tribu, antes muy numerosa y hoy confinada al Alto Manu y al Madre de Dios.

Los sirineiris llegan a 7000. Se encuentran en las inmediaciones del Inambari y también en la banda izquierda del Manu. Los ticunas viven en número de 15 a 20000, y pueblan la orilla izquierda del Amazonas entre Leticia y Pebas.

El ingeniero, Jorge M. von Hassel, que pasó diez años entre las tribus salvajes de nuestro Oriente, y que ha publicado un completo estudio de sus relaciones con dichas tribus, estima el máximo de los salvajes en 152000 y el mínimo de ellos en 122000. Son de él los siguientes acápites:

Ninguna tribu de la cuenca amazónica peruana cuenta con forma alguna de Gobierno; todas, inclusive las más fuertes y poderosas, se componen de una agrupación de familias, y el jefe de éstas dispone de todas. Las familias que viven en las cercanías constituyen una subtribu, y eligen o reconocen —451→ un jefe de familia como jefe de la subtribu o tribu. Por ejemplo la tribu aguaruna que sobresale de otras tribus por su más desarrollada cultura, tiene tres a cuatro subtribus, cada una encabezada por un Curaca, pero estas subtribus no tienen entre sí ninguna cohesión. Por eso una subtribu puede estar en guerra con otras vecinas, sin que las demás se mezclen en sus asuntos. Algunas veces, por una causa común, se unen para conseguir el fin que anhelan. Esta división de las tribus ha facilitado a los caucheros su introducción a la montaña; sin eso tal vez las extensas planicies de la cuenca amazónica todavía fueran propiedad exclusiva de las tribus salvajes.

Las principales enfermedades son las fiebres y en muy pocos casos la pulmonía; son muy expuestos a la viruela, como a todas las enfermedades contagiosas. La viruela se presenta en forma de epidemia y acaba muchas veces con casi una tribu entera. Las tribus de la planicie baja sufren también de beriberi. Entre unas tribus aguarunas observé enfermos epilépticos.

La estatura de los hombres es regular, de 140 a 160 centímetros, pero existen excepciones. Las tribus más robustas son las de los campas y huachipairis. En el color existen muchas variaciones. Los jahuas y huarayos son de color claro y las tribus del Putumayo muy oscuro; en estos últimos influye de seguro el calor de la línea ecuatorial y también el cruzamiento con negros esclavos escapados de Colombia y el Brasil. Facciones regulares tienen los campas, aguarunas, antipas, muratos, jahuas, conibos, shipibos y shetibos. Las mujeres son de estatura un poco más baja que los hombres y entre las tribus antropófagas lo son siempre más las personas del sexo bello.

Casi todos los salvajes tienen una más o menos desarrollada inteligencia, y aprenden fácilmente, una vez llevados de las montañas a sitios civilizados, todas las costumbres de los blancos. Admirable es después de corto tiempo verlos manejar con perfección las armas de fuego, etc. Papel importante representan los indios civilizados como prácticos y tripulantes de vapores fluviales. La industria cauchera y shiringuera tiene miles de colaboradores entre ellos.

El mayor motivo de hostilidades entre las tribus es el robo de las mujeres. Como la aspiración de cada guerrero es el tener un gran número de ellas, trata de conseguirlas asaltando las tribus vecinas, las que en venganza hacen otras incursiones semejantes, estableciéndose así una guerra continua.

La cuestión mujeres es motivo más poderoso de las mil guerrillas entre las tribus más importantes, que las venganzas que pueden existir entre unas y otras o el espíritu guerrero por sí mismo. El joven aguaruna tiene la obligación de tener por lo menos una cabeza preparada de un enemigo, antes de —452→ que pueda agregarse a la casta de guerreros, con el derecho de poseer mujeres. Las cuestiones de los caucheros resultan de la defensa de unas tribus contra los ataques de los caucheros, del odio contra los blancos y del deseo de tener las armas y mercaderías de estos.

En casi todas las tribus que tienen trato con los blancos se ve la mezcla entre estos y los indios, pero la mortandad es casi más grande que entre los de la misma sangre.

Muchas tribus ya han desaparecido y otras más están próximas a desaparecer; por lo general, todas están sujetas a una reducción rápida. Los motivos que conducen a este fatal fin son: 1.º Las enfermedades contagiosas, especialmente la viruela; 2.º Las guerras con las tribus vecinas y los blancos; 3.º El aguardiente; 4.º La industria gomera que obliga muchas veces a trabajar en regiones inundables expuestas a fiebres; 5.º Las correrías de los caucheros para conseguir esclavos; 6.º Gran mortandad entre los niños; y 7.º Consecuencia de la poligamia.

Cada jefe de familia tiene un número de mujeres que varía entre dos a siete. Una de ellas es la favorita por corto o largo tiempo. Todas se dedicaban a los quehaceres de la casa y a los cultivos de las chácaras. Las mujeres son muy sumisas y entre ellas sin celos y en buena armonía. Entre las tribus en que la mujer es más reconocida está la de los aguarunas.

Las comidas principales de todas las tribus de la cuenca amazónica son: la yuca, el plátano y el maíz, agregando a estas la carne de los animales del monte. Pocas son las que hacen uso de la sal, y algunas la consumen solamente en forma de picante mezclada con ají. Algunas de las tribus que viven en las orillas del Amazonas y del Ucayali son geófagos, pues comen una tierra salitrosa llamada comúnmente coolpa (quechua); el uso de esta coolpa se ha degenerado en vicio y se conoce a los individuos que se entregan a esta mala costumbre por la hinchazón de la barriga. La escasez de la sal en el bajo Amazonas y la que exige el cuerpo humano, ha inducido a estas gentes a comer esta tierra salada, transformándose con el tiempo en vicio.


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Capítulo XII

Climatología y enfermedades

Son deficientes en el Perú en el orden científico los estudios meteorológicos. Observaciones barométricas, pluviométricas y termométricas en forma continua, solamente se han hecho en Lima, Cailloma y una que otra ciudad más de la República. Viajeros y hombres de ciencia que han recorrido el territorio no han tenido oportunidad ni tiempo para sistematizar sus observaciones. Pocas de estas observaciones han sido dadas a la publicidad, y casi ninguna tiene los cuatro años seguidos y necesarios para conocer a punto fijo la temperatura media de una población.

La Sociedad Geográfica ha hecho cuanto ha podido para subsanar la deficiencia indicada, siendo meritorios los cuadros parciales publicados en sus boletines sobre observaciones hechas en unas 30 poblaciones del Perú. La obra de Raimondi al respecto es incompleta, careciendo de método y continuidad. Por este motivo, el trabajo de don Hipólito Unanue acerca del clima de Lima es tal vez lo mejor que se ha escrito.

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No siendo uniforme la altura del suelo del Perú y fluctuando la elevación del terreno desde el nivel del mar hasta 24000 pies sobre dicho túnel, la climatología nacional en presiones atmosféricas, en grados de calor y en lluvia, recorre toda la graduación de los diagramas respectivos. Nuestra temperatura va desde el frío siberiano al calor de las Antillas. Más sensible es aún la diferencia de lluvias. El contraste que existe entre ciertos tablazos y pampas del litoral donde jamás cae del cielo una gota de agua, y la precipitación observable en las pampas del Sacramento o en el nudo de Pasco, es algo que en forma absoluta pasa del mínimo al máximo. No es menor la mudanza de presiones atmosféricas que sufre el habitante del Perú según el lugar en que vive, siendo éstas en ciertas alturas tan bajas que materialmente la vida se hace imposible y el soroche puede causar hasta la muerte.

Variantes climatológicas tan manifiestas ocasionan graves inconvenientes y son causa, entre otras muchas geográficas, de lo difícil que es la asociación humana en nuestro territorio. Un hombre que vive a 12000 pies de altura no ve las cosas con el mismo espíritu amplio de otro que respira las auras del mar en las poblaciones costeñas. La raza, las costumbres, y las aspiraciones de los argentinos son iguales en todas las latitudes de su territorio porque con poca diferencia su climatología es igual. Lo mismo, aunque no con tanta amplitud, puede decirse del chileno y del boliviano. Este último es genuinamente andino por la presión atmosférica y la temperatura, y por esto con notable uniformidad procede en todos sus acuerdos con el mismo espíritu. Virtualmente en el Perú, por las variantes mencionadas, hay tres entidades humanas, y como cada una de —455→ ellas piensa y actúa de acuerdo con el medio físico en que vive, la igualdad de opiniones en asuntos de carácter netamente nacional no siempre es manifiesta.

Si uniforme es la climatología en el Perú en sus líneas geográficas que van de norte a sur, no ocurre lo mismo en aquellas que marcan la longitud. Con poca diferencia, el hombre que vive en la costa de Piura es exactamente igual al que habita en el litoral de Lima, Ica y aún Tarapacá. En la sierra y en la montaña, respectivamente, vemos con ligeras variantes las mismas costumbres y la misma fisonomía en las gentes que habitan en Hualgoyoc y en el Cuzco, o en las que navegan el Marañón o el Madre de Dios. Esta igualdad se altera cuando se viaja de este a oeste, y el fenómeno tiene su explicación en la altura del suelo, altura que como sabemos es originada por la cordillera de los Andes en las cuarenta leguas, que por término medio tiene de ancho.

Cedemos la palabra al ya citado publicista señor Riva Agüero, quien con frases verdaderamente poéticas, ha descrito el singularísimo «muestrario de geografía» que se observa en el Perú por motivo del levantamiento andino.

La extraordinaria diferencia de alturas hace, en los Andes del Perú, que un reducido espacio, de una o dos jornadas, presente superpuestos los más contrarios climas, como singularísimo muestrario de geografía.

Abajo, en los cañones angostos de las más profundas quebradas, están los valles o yugas, tórridos y bochornosos rincones sin horizonte y sin vientos, encajonados entre cerros disformes y elevadísimos. Junto a los pedregales del río torrentoso, crecen los platanares de hojas rasgadas, los montes de caña brava y huarangos, los nogales redondos, los pacaes verdinegros, los paltos claros y las espinosas tunas. En estas tercianientas riberas, plagadas de mosquitos, alternan los plantíos de ají, maíz y caña dulce; en huertas pequeñas se agrupan los chirimoyos, los naranjos, los limos y los tupidos papayos; y a veces sobre las pircas o las tapias del camino, resalta, —456→ exótico y triunfal, el laurel rosa. En los valles algo más altos y espaciosos, la caña dulce prevalece casi tanto como en la Costa, y sus cuarteles van desalojando los potreros de alfalfa y los maizales. Abundan los magueyes silvestres y desaprovechados; se alzan los grandes patis; y en derredor de los pueblos y caseríos, fructifican los granados, los ciruelos, las higueras y los membrillares.

De estos como islotes cálidos, hoyos tropicales clavados enmedio de las cordilleras, se sube en pocas horas por agrias cuestas a la tierra templada, a la zona quechua propiamente dicha. Esa es la verdadera sierra, la región fresca y saludable, de cielo puro o despejado pronto por las tempestades: chacras de panllevar, laderas de alcacer, multiplicados andenes que fajan los collados como cintas de verdura, y tenues arboledas de alisos, manzanos, eucaliptos y molles. Detrás de las colinas cultivadas en diversicolores retazos, se amontonan irregulares círculos de cumbres severas, y asoman los nevados diamantinos; por las herbosas gargantas se despeñan los arroyos: y las veredas que se enroscan en las pétreas moles, rematan el paisaje con unas líneas delgadas, blanquecinas al mediodía y de oro pálido al atardecer. En esas tierras se hallan las más célebres y numerosas ruinas incaicas; en esos agrestes y callados repliegues, se desmoronan las intiphuatanas y las antiquísimas fortalezas; y los sumisos descendientes de quienes las construyeron, labran, con bailes y cantares, los terrenos comunistas de sus ayllos, cuyos sembrados se escalonan, en artificiales graderías, desde los cauces de los ríos hasta muy cerca de las cimas estériles. Más arriba, en las ondulaciones y llanadas que se hacen desde estos cerros medianos hasta las punas, se extienden aún los campos de labranza, con cultivos de papas y quinua, y los pastos para mucho ganado vacuno y lanar (jallcas). Apenas interrumpen de tiempo en tiempo la monotonía de las lomas verdes, algunas chozas redondas, de piedra suelta y techo de paja, algún quishuar aislado, matas y zarzales mirtáceos, y la triste procesión de los cardos pequeños, que trepan por las alturas circunvecinas. En las vegas angostas y un tanto abrigadas (huayllas), pacen caballos chicos y peludos; en las faldas breñosas, corren las ovejas y las cabras de ojos lucientes; y por los caminos, en elegante desfile, alargando los cuellos, se mueven los llamas, lentos y suaves.

De la región frigidísima pero todavía habitable y fértil, que alcanza hasta los 4000 metros sobre el nivel del mar, se pasa por abras heladas, a la Puna desierta y bravía. Allí los duros pajonales amarillentos alimentan rebaños lanares, guardados por míseros pastores; los tarucos y las vicuñas en manadas, se ocultan tras de los riscos rojizos y violetas, estriados de nieve, que encierran las más preciosas minas; cae a diario el granizo; y los charcos congelados brillan como láminas —457→ de plata. Y más arriba aún, sobre los penachos de las nubes, queda la región polar o inaccesible de los picos nevados y los ventisqueros, que recortan entre las peñas el cristal de sus aristas bajo el azul profundo de la atmósfera y la refulgencia mágica del sol.

Toda esta diversidad de temples y aspectos se agolpa verticalmente de tan apretada manera que, en infinitos lugares de la Sierra peruana, pueden verse desde el ardiente bajío, los trigales, las frías estancias de las punas y los conos de nieves perennes.

Nuestra Costa ofrece también sus contrastes: la esterilidad de los arenales siniestros, con el florido y deleitoso verdor de los valles que los interrumpen; la furia de las rompientes en las playas abiertas, con la mansedumbre de los ancones y de la alta mar, ora de color celeste, ora verdegrís. Pero tales contrastes no son comparables con las antítesis continuas de la serranía, que aparecen, a más de la diferencia y oposición de sus climas, en casi todos los rasgos de sus genuinos paisajes.

Prados de vívido esmalte, entre murallas de cerros plomizos; una leve cortina de taras, queñuales o saucos, entre las calvas rocas; un barbecho colgado en un ribazo abrupto; derrumbaderos y precipicios vertiginosos, y apacibles campiñas de cereales con hileras de álamos sobre el fondo sombrío de las sierras; andenerías, que se empinan como aparadores y retablos de sementeras varias, y cumbres peladas como las cabezas de los cóndores; corrientes de agua helada y purísima en los herbazales de la puna, llocllas lodosas en los barrancos, y vados con pedrejones inmensos; la tristeza pungente de las mesetas desoladas, y el encanto humilde y mimoso de las quebradas pequeñas bajo el soberbio ceño de la Cordillera eterna; pobres cabañas de la égloga más rústica, junto a derruidos monumentos ciclópeos de leyenda y de misterio; y sobre la recia lobreguez de los históricos sillares, sobre la nostálgica dulzura de los campos y el virginal sudario de las nieves, se vierte el ánfora divina del cielo, el dorado esplendor de la luz clemente.


La altura en el Perú no sólo influye en la flora sino también en la fauna, hallándose la civilización y el progreso en razón inversa de la elevación. ¡Qué diferencia tan manifiesta entre los hombres de la puna y las gentes que viven a la orilla del mar. La desconfianza, la reconcentración, la mentira, la avaricia del primero hacen contraste con el genio liberal, expansivo, franco, derrochador y audaz de los pobladores del litoral. El uno se abriga con ropa de lana, —458→ usa yanques, sombrero de fieltro y jamás deja el poncho. El que se halla a la orilla del mar viste de algodón y copia en todo la indumentaria europea.

Raimondi nos da una idea completa de la acción de la altura peruana sobre la flora de nuestro territorio en un magnífico artículo que lleva por título Geografía Botánica.

La más interesante característica de la costa del Perú es la falta de lluvias. El Creador, que dio a nuestro territorio en su parte marítima tierras ricas y planas como no existen en ningún lugar de la sierra, les negó la lluvia que necesitan para ser fértiles. Tienen nuestros desiertos cisandinos tanto suelo adecuado para el cultivo, como el que existe en la provincia de Buenos Aires. Su aridez y desolación es algo que desconsuela, que anonada, que hace daño al espíritu y pone de manifiesto nuestra impotencia centenaria ante los inescrutables designios de Dios que hizo así nuestra costanera naturaleza. Esas pampas y tablazos, indudablemente en otros tiempos cubiertas de vegetación, tienen ahora algo de la aridez lunar. Es cierto que para modificarlas por medio de la irrigación se nos dio las riquezas del guano y del salitre; pero también lo es que por causas diversas nos fue imposible aprovechar sus rendimientos. Tiene la costa un millón de habitantes porque sus tierras no pueden por hoy alimentar más pobladores. Tiene la sierra casi tres veces más, porque el cielo irriga sus campos y la semilla que se planta fructifica. Sólo Piura y Lambayeque, si tuvieran lluvias periódicas, podrían alimentar en su suelo hasta dos millones de habitantes. Como causa geográfica, la sequedad de la costa es una de las que más aminora la importancia del territorio peruano.

Las mismas causas que han originado la carencia de lluvias —459→ en la costa del Perú, han determinado también la constitución de su clima, reputado como agradable a causa de ser desconocido el frío intenso, ni alcanzar tampoco las altas cifras de calor que corresponden a su latitud tropical. El territorio de Piura es la única excepción de esta normalidad climatológica.

Siendo inalterables las condiciones atmosféricas de la costa y su temperatura apenas variable en diez grados, hay quienes estiman el clima del litoral como el mejor del mundo. Efectivamente lo es: truenos, rayos y relámpagos jamás turban la tranquilidad de su cielo. El paraguas o la capa de jebe son innecesarias, y la vida humana sería en ella si la falta de trastornos violentos atmosféricos no trajera por consecuencia para quienes residen largo tiempo en la costa del Perú, lenta disminución de energías, relajación general de la función corporal y espiritual.

El doctor Middendorf, en su interesante estudio sobre el clima de Lima, en la parte en que comenta los inconvenientes de nuestro monótono clima costanero, dice lo siguiente:

Por lo pronto se hace uno sumamente sensible a ligeros cambios de temperatura, siendo así que esos cambios son enteramente corrientes entre nosotros.

Si baja el termómetro algunos grados bajo de 20º las gentes principian a sentir frío, y si pasa de 26º todo el mundo se queja de grandes calores.

El hecho de que un tiempo fresco se considere frío, proviene de que la baja de la temperatura se relaciona casi siempre con neblinas, que penetrando de humedad los vestidos aumentan la sensación friolenta. Por eso es que en Lima en el invierno se usan telas de abrigo como las usan en otros países para tiempo de nevadas y de heladas. El hecho de que en verano la sensación de calor no corresponda a lo que marca el termómetro, se podría explicar por la falta de descargas o compensaciones eléctricas de la atmósfera. Se experimenta una sensación de bochorno como antes de una tempestad, sólo que —460→ la tempestad no estalla y la sofocación continúa hasta después de la puesta del sol, desapareciendo sin embargo, siempre, en la noche.

El efecto deprimente del clima lo sienten tanto los extranjeros como los naturales, y entre estos sobre todo los que han nacido y crecido en la sierra y que después han llegado a establecerse en la capital.

Estos inmigrantes se enferman fácilmente del pecho, y muchos son los indios y mestizos que bajan constantemente a la costa que contraen y mueren de tubérculos en el pulmón.

En el europeo la depresión se manifiesta por la disminución de la fuerza para trabajar y de la disposición para hacerlo: se vuelve perezoso, descuidado, se peruaniza. Para contrarrestar estos efectos no hay mejor cosa que salir todos los años de Lima en los meses de verano y residir algún tiempo en la ribera del mar; por lo cual todos los que tienen cómo hacerlo salen por lo menos a dormir en el campo en esa estación, viniendo de día a la ciudad a atender a sus ocupaciones. El que no lo puede hacer trata de compensarse en algo con baños fríos diarios, de lo cual pueden disfrutar también los pobres por la abundante provisión de agua de la ciudad.

Para concluir, haremos notar otra particularidad del clima que, aunque no produce directamente el relajamiento del cuerpo, ejerce sin embargo influencia deprimente en la disposición del espíritu, y se refleja así de modo inmediato y nocivo en la actividad del cuerpo.

Como la capacidad de trabajo disminuye notablemente en el verano por la falta de descargas eléctricas, la tensión del espíritu en el invierno es también afectada por la falta de luz.

En efecto, durante varios meses se vive en una atmósfera plomiza, cuyo aspecto sombrío en semanas enteras apenas es interrumpido por el brillo ocasional y pasajero del sol.

Esta falta de luz no es una propiedad del clima de la costa del Perú en general, sino una particularidad que se limita a Lima.

Como el hombre generalmente sólo llega a apreciar los beneficios de que goza cuando los pierde, así se reconoce y aprecia la influencia vivificante de la luz del sol cuando en un cielo encapotado y permanentemente sombrío se vislumbra otra vez el fondo azul.

Tenemos la convicción que el decaimiento moral que con razón tanto se reprocha a los pobladores de Lima, proviene principalmente de esa causa, y no de las condiciones de calor que, por otra parte, son iguales en muchas otras regiones, y en muchos lugares en el mismo Perú, sin que allí produzcan los efectos señalados para Lima.


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Hizo el doctor Middendorf sobre el clima de la costa y en especial sobre el de Lima, observaciones muy importantes. Raimondi, Carranza, Hipólito Unánue, también los hicieron, pero sus estudios carecen de la sencillez sintética que prestigian el trabajo del doctor Middendorf, quien residió diez años en la República donde escribió su libro El Perú. Son de él los siguientes importantes datos:

Nos parece oportuno tratar ahora más detenidamente acerca de las condiciones climatológicas de Lima y del litoral peruano en general.

La costa del Perú se extiende desde los 3º hasta los 18º latitud sur y sin embargo no se puede decir que tiene clima tropical. Es mucho menos cálido que el de otras regiones de las mismas latitudes tanto en el hemisferio del sur como en el del norte, y en el Brasil, por ejemplo, la temperatura anual de la costa del Atlántico es cuatro grados más alta que la del Perú.

Esta diferencia notable se debe principalmente a que el verano en el Perú es mucho menos caluroso. Durante 10 años de observaciones hechas por mí en un termómetro centígrado que guardaba en un cajón de mi escritorio, jamás llegó a marcar 30º al revisarlo. En el verano de 1883 que fue muy fuerte, llegó a 29,5º por unos cuantos días de febrero, de dos a cuatro de la tarde, pero en los veranos corrientes la temperatura oscilaba entre 24º y 28º cuando más.

El punto más bajo en el invierno, a la intemperie y a las 6 de la mañana es de 15º bajando excepcionalmente a 13,5º. Se puede, pues, decir que la diferencia de temperatura de invierno y verano es por lo común de sólo 12º y en casos extremos de 15º; y estas diferencias que son inferiores a las que tan bruscamente se presentan después de una tempestad en zonas templadas, están aquí repartidas paulatinamente en todo el año. Aunque por estas circunstancias las estaciones no están tan claramente marcadas como en los países fuera de los trópicos, se dejan sentir, sin embargo, diferencias apreciables.

El tiempo fresco dura desde fines de junio hasta mediados de setiembre. En julio y agosto la temperatura en la mañana es de 15º y en la tarde de 16º a 17º. Después del equinoccio de setiembre se hace sentir también en el Perú una ligera primavera.

Las plantas introducidas de la zona templada comienzan a brotar, como la parra, la higuera, los manzanos y los perales; y las indígenas reverdecen, a la vez que los árboles echan brotes.

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Los meses de octubre y noviembre son quizá los más agradables, marcando el termómetro de 18º a 21º. En diciembre comienza el calor, pero por lo general no es molestoso antes de mediados de enero. El verdadero verano dura de mediados de enero a mediados de abril. En febrero y marzo la temperatura de la mañana es alta, pero refresca siempre en la noche.

Jamás se experimenta aquí la desesperada situación de los viajeros en las Indias occidentales, que después de un día de calor sofocante tienen en espera una noche pesada también.

A mediados de abril comienza la temperatura, a refrescar sensiblemente, sobre todo de noche, y este tiempo, lo mismo que el mes siguiente, forma junto con los de octubre y noviembre la mejor parte del año. A veces desde principios de mayo el tiempo es fresco y húmedo, después viene casi siempre en junio una serie de días de sol, que se llama «el veranito de San Juan».

Más aún que por el mayor o menor calor, se diferencian las estaciones por cielo despejado en el verano y cubierto de densas nubes en invierno con las descargas consiguientes de humedad.

En realidad en la costa del Perú casi nunca llueve, propiamente hablando, salvo uno que otro caso excepcional. Cuando durante el verano son más frecuentes los aguaceros en la sierra, sucede a veces en Lima que al pasar una gruesa nube deja caer un ligero chaparrón de gotas gruesas, y esto sucede, por lo general, poco antes de la puesta del sol. Esto dura un cuarto de hora o poco más, y se nota el olor de la lluvia y un aire fresco, pero a poco desaparece todo con la evaporación rápida de la humedad en las baldosas y empedrados caldeados.

En enero, hasta antes del medio día, el cielo está generalmente cubierto y sólo después de las 11 se sobrepone el sol; también en febrero sucede en uno que otro verano que el sol está oculto la mitad del día.

Los meses de más sol son marzo y abril. En mayo el cielo vuelve a cubrirse.

El cambio de tiempo sobreviene a veces repentinamente con una apreciable baja de la temperatura, pero que pronto vuelve a regularizarse. Las nubes al principio están altas, después sus capas se posan en las cumbres de los cerros, y poco a poco van descendiendo más y más. En cuanto la niebla se pone en contacto con el suelo, suelta una pequeña descarga, una lluvia fina llamada garúa, que a veces es una llovizna pulverizada. Ésta es bastante abundante para enlodar las calles, pero no es impulsada por el viento, y por consiguiente carece de la fuerza para arrastrar y limpiar las casas que ha humedecido. El polvo del verano que cubre las hojas de los árboles y plantas, no es arrastrado, sino que se vuelve lodo, el que después al secarse se forma en costras. Las casas, aún cuando hayan sido recién pintadas, toman en el acto un color sucio terroso.

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Desde fines de junio hasta mediados de setiembre las nieblas que se asientan en los cerros rara vez se despejan; y en algunos inviernos no se ve el sol durante semanas enteras, reinando una luz opaca y amortiguada. Entretanto el nivel de la altura de las nubes se altera constantemente, ya subiendo, ya bajando, y según esto resultan los días húmedos o secos. Si viene una serie de días muy húmedos en los cuales la llovizna sólo para poco tiempo y no tiene la humedad del suelo cómo evaporarse, entonces la cosa es incómoda y se da uno cuenta de los defectos de los techos. La capa de barro que los constituye se remoja poco a poco, y el agua cae a las habitaciones. De noche se despierta uno con el ruido de las goteras y hay que levantarse para proteger las alfombras del piso con baldes y vasijas, y a veces tiene uno que cambiar el catre de sitio. Lo cielorrasos, que son de crudo, presentan por lo común señales claras de humedad. Estos inconvenientes se podrían suprimir fácilmente con masa de cartón para techos o cualquier otra cosa parecida, pero hasta ahora según antigua costumbre en Lima se dejan las cosas como están y se limitan a componer los malos sitios de los techos echándoles bastante ceniza.

Al paso que en el invierno descienden sobre la costa espesas nieblas, en la sierra el cielo está despejado, y el aire seco y trasparente.

La capa de nubes de las regiones inferiores varía de espesor, entre dos y tres mil pies. Las partes bajas inmediatas al mar están libres de neblina, y la zona húmeda principia generalmente a unos 1000 pies sobre el nivel del mar, subiendo hasta 3 o 4000 pies. Navegando en invierno a lo largo de la costa se distingue una espesa faja de nubes que se mueve por las alturas de tierra que por lo general oculta la vista de la Cordillera; otras veces las nubes envuelven los flancos de los cerros como un ceñidor, y en cuanto el viento las levanta aparece la vegetación producida por la humedad como una ancha cinta verde, que serpentea entre los arenales de la costa y las desnudas cumbres de la sierra, siguiendo las sinuosidades de las faldas de los cerros.

Saliendo a dar un paseo fuera de Lima por el ferrocarril trasandino, se atraviesa en hora y media la región de neblina fría y pegajosa, llegando a Chosica a 2800 pies, que es un lugar de buen temperamento para enfermos y donde se encuentra un cielo brillante y despejado y un aire puro y seco.

Esto se observa aún más marcadamente en los meses de invierno haciendo un viaje del puerto de Mollendo a Arequipa. El ferrocarril sale de la costa describiendo vastas curvas ascendentes hasta vencer los cerros del litoral a una altura de 3000 pies, tras de los cuales se extiende con ascenso suave la gran pampa de Islay. En la estación Tambo, 1000 pies más —464→ arriba, se encuentra uno todavía en piso seco y árido. Poco después entra el tren en la capa nebulosa y al cuarto de hora ya está uno rodeado de yerbas y plantas verdes. Eso dura un par de horas. Después se despeja la atmósfera, decrece la vegetación y al llegar a la alta meseta se ven otra vez los arenales tan secos y áridos como en la costa.

Al señalar la altura de 1000 pies como la zona donde principia la masa nebulosa, debo hacer presente que hay diversos apartamientos de esta línea, tanto superiores como inferiores, según la forma de los cerros y la dirección y sinuosidades de los valles, así como su mayor o menor exposición a los vientos y corrientes aéreas.

En el valle de Lima las nubes bajan hasta 500 pies del suelo, y muchas veces hay garúa en las partes altas de la ciudad, mientras las bajas están secas. Los cerros de la ribera derecha, en la cual se levanta el San Cristóbal y especialmente las quebradas al pie del cerro inmediato de San Jerónimo, están mucho más expuestas a neblinas y son por tanto mucho más húmedas, que los cerros del lado izquierdo del valle. El cerro de San Bartolomé que está en el centro del valle se cubre de vegetación mucho después que los demás cerros y eso sólo en sus crestas. Detrás de este cerro, en la vega izquierda del valle, se extiende una llanura arenosa que por una depresión de las alturas inmediatas recibe los vientos del sur, y es allí frecuente que brille el sol cuando todo el resto del valle está envuelto en la niebla.

La particularidades del clima de la costa peruana se explica por la acción de varias causas.

En efecto, el que la temperatura sea más baja que en otros países situados entre los trópicos, proviene en primer lugar de la existencia de una cordillera inmediata cubierta de nieves perpetuas; después, de la dirección de esta cordillera del sudeste al noroeste, por lo que la costa que corre paralela a ella recibe los vientos fríos del sur y el aire cálido de los valles profundos de las regiones ecuatoriales es retenido y refrescado por esas corrientes.

Además ejerce gran influencia una corriente oceánica fría que viene de las altas latitudes australes del hemisferio, a lo largo de la costa, y que sólo al llegar a la línea ecuatorial sesga al occidente.

El calor solar, evaporando fuertemente el agua del mar y elevando la temperatura de los arenales de la costa, produce una corriente ascendente. El aire más fresco del mar sopla, pues, sobre las tierras llevando consigo las masas de vapores; sin embargo éstas no pueden resolverse en lluvia en las regiones bajas de la costa, sino que por la corriente ascendente de aire caliente se ven como vapores acuosos trasparentes que son arrastrados a las altas regiones, hasta que llegadas esas —465→ masas de vapores marítimos a las capas atmosféricas frías de las inmediaciones de la cordillera nevada se condensan en nubes que, resolviéndose, causan las abundantes lluvias que caen en la sierra durante los meses de verano.

En el invierno, hay por una parte menos evaporación marítima y por otra las tierras de la costa reciben menos calor solar, así que tanto el viento marino como la columna ascendente de los llanos, son mucho menores. Por esto es que las nieblas que surgen del mar no son arrojadas a gran altura, sino que se posan en los cerros bajos donde se resuelven parcialmente llovizna, convirtiéndose el resto en vapores acuosos transparentes por la sequedad de las capas atmosféricas más altas.


Raimondi estudió con interés la influencia que sobre el clima de la costa tiene la corriente marina de Humboldt. Copiamos los acápites pertinentes al tema.

Haciendo ahora abstracción de todas las causas accidentales que pueden hacer variar la temperatura del agua del mar, es un hecho innegable que el agua de la corriente de Humboldt, que baña la costa del Perú, es al menos de ocho grados más fría que la del mar situado a igual latitud afuera de la corriente, que, como se ha dicho, por una latitud igual a la del Callao sería a lo menos de 26º a 28º según Humboldt.

Como el aire que pasa sobre esta gran masa de agua relativamente fría, no puede tener una temperatura muy superior a la de esta última, resulta que los vientos de mar que soplan en la costa del Perú son muy frescos, y de consiguiente todos los lugares situados en esta región tienen un clima relativamente templado como el de los países extratropicales.

Para dar una idea de la influencia que tiene la baja temperatura de la corriente de Humboldt sobre el clima de la costa, nos bastará por ahora decir que la temperatura media de Acapulco, ciudad situada en la misma costa occidental de América, a los 16º 5' 19'' de latitud norte, es mayor de 25º centígrados; mientras que la temperatura media de Lima que debía ser más elevada por hallarse esta ciudad a los 12º 2' 34'' de latitud sur, llega apenas a 19º.

Sin salir del Perú se puede claramente demostrar la influencia de la baja temperatura de dos lugares, observada en la misma época y colocado casi en la misma latitud; pero uno de los cuales, Lima por ejemplo, se halla situado cerca del Pacífico, y el otro, la hacienda de Cosñipata, en los valles de Paucartambo al este de la ciudad del Cuzco.

Comparando las observaciones horarias de temperatura que hice en los últimos días del mes de junio de 1865 en la hacienda —466→ de Cosñipata, con las que se hicieron en Lima en la misma fecha, resulta una diferencia de 6º a 9º entre los dos lugares. Así, mientras en Cosñipata el termómetro señalaba una temperatura mínima, de noche, de 18º y una temperatura máxima, de día, de 26º 6; en Lima bajaba el termómetro hasta 13º de noche y de día no pasaba de 17º.

Es preciso notar que la hacienda de Cosñipata se halla a 705 metros de elevación sobre el nivel del mar y Lima solamente a 150 metros.

Se podría objetar que la baja temperatura de los lugares del Perú cerca del mar no es debida a la corriente marina sino a la proximidad a la cordillera.

A esta observación contestaré que sin desconocer la influencia que puede realmente tener la proximidad de la cordillera sobre la temperatura de los lugares del Perú situados cerca del mar, esta influencia es sin embargo muy pequeña; puesto que los pueblos un poco retirados del mar, situados en las quebradas de la misma región de la costa, y de consiguiente más próximo a la cordillera, tienen, sin embargo, un temperamento mucho más cálido, que los expuestos a los vientos del mar.

La corriente marina del Perú tiene, pues, como la conocida con el nombre de Gulf-Stream en el Atlántico, aunque de un modo contrario, una acción bienhechora sobre el litoral que baña; pues si esta última al salir del ardiente golfo de Méjico, atraviesa el Atlántico llevando un gran contingente de calor a las frías regiones del norte de Europa que hace más templados sus crudos inviernos; la corriente peruana trae de las regiones polares sus frías aguas, que refrescando a su vez la corriente aérea, mitiga el calor que producen los abrazadores rayos del sol en los áridos arenales de la costa y hace muy suave y agradable el clima de todas las poblaciones situadas a poca distancia del mar.

Pero si es un hecho que la corriente de Humboldt, cuando sigue su marcha regular, tiene una acción favorable sobre el clima de la costa del Perú, no sucede lo mismo cuando el curso de este gran río de agua salada se paraliza y cambia bruscamente de dirección; lo que acontece con alguna frecuencia, como se ha dicho, en los meses de diciembre a marzo, que corresponden a la estación de verano.

Cuando se verifica este fenómeno, esto es, cuando la corriente marina en vez de dirigirse de S a N marcha de N a S la temperatura del agua del mar es más elevada que de ordinario; y en este caso no es raro ver a una infinidad de peces, zoófitos e infusorios que habitan los mares cerca del ecuador, adelantar hacia el sur siguiendo la corriente de agua cálida apropiada a su organización.

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Es en estas ocasiones que se presenta, el hermoso fenómeno de la del mar que aparece algunas veces en el Callao y en Chorrillos, y que es debido, como lo ha podido observar el doctor Carranza, a una multitud de diminutos zoófitos llamados noctículos. Pero es también en estas ocasiones, que por los bruscos cambios de temperatura a que está sujeta el agua del mar, variando las condiciones de existencia de muchos animales, tiene lugar una gran mortandad en los distintos habitantes del Océano; resultando después, por su descomposición verdaderos miasmas marinos que favorecen el desarrollo de alguna epidemia.

Sabido es que el terrible azote de la fiebre amarilla es originario o endémico de algunos parajes del Golfo de Méjico, y que no se desarrolla en otros lugares, sino es importada y encuentra condiciones favorables. Ahora, una de estas condiciones es una elevada temperatura en el agua del mar, y puede decirse que gracias a la frescura del agua de la corriente de Humboldt, la fiebre amarilla no hace con más frecuencia sus desoladoras visitas a la costa del Perú.

Pero basta que por cualquiera causa se eleve la temperatura del agua del mar y haya descomposición de materias animales, para que se reúnan las condiciones más favorables al desarrollo de los gérmenes de tan terrible flagelo, importados de otro lugar.

Es un hecho comprobado que en las dos ocasiones en que apareció la fiebre amarilla en la costa del Perú, la temperatura del agua del mar era más elevada que de ordinario.


No siendo uniforme la altura del territorio andino, exceptuando el Collao, las pampas de Bombón y las llanuras de Jauja, la temperatura en toda la sierra del Perú varía desde lo más cálido en ciertas horas del día como sucede en los cañones profundos del alto Marañón, hasta el frío glacial de las punas. Por lo general en casi toda la sierra el clima es templado y seco, pudiendo estimarse en 17 grados la temperatura media anual de todas las poblaciones abrigadas por los cerros o que no están sobre el nivel del mar a más de 2500 metros.

La atmósfera, casi en todas partes es despejada y pura, tempestuosa desde noviembre hasta marzo y mucho viento en agosto.

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La sequedad higrométrica en los tiempos en que no llueve, mantiene el cielo en singular transparencia. Por esta causa, los fríos meses de junio a setiembre en la costa, son durante el día, los más calurosos de la sierra. Explícase el fenómeno por la extraordinaria intensidad con que irradian sobre el suelo los rayos solares, no encontrando obstáculo atmosférico en el paso. En las noches serenas de mayo y junio, dice Carranza, la luz sideral alcanza un grado de intensidad desconocida en otros lugares del mundo; en ellas el resplandor vago e incierto de algunas nebulosas, como las de Orión, tienen fijeza y claridad extraordinarias, especialmente en Jauja, Arequipa y Ayacucho. En aquellas noches que pudieran llamarse cósmicas por la magnificencia del cielo, la Vía Láctea despide brillante luz plateada y las dislocaduras y bifurcaciones de sus nebulosas dejan ver con claridad los contornos de sus espacios oscuros.

Las lluvias no son exageradas ni corresponden a las que caen en la zona tórrida meridional. Raimondi las calcula para el valle de Jauja en 60 a 70 centímetros por año. Enero, febrero y marzo son meses de mucha agua. Mayo, junio y julio de sequía. Exceptuando las poblaciones de Cerro. Yauli, Huancavelica y todas las de Puno, rara vez nieva en las demás. Las granizadas son frecuentes, pero causan poco prejuicio. Caen generalmente mezcladas con lluvia y no suelen precederlas. Las descargas eléctricas aumentan la cantidad de lluvia y casi nunca dañan las poblaciones, las que en su mayoría se hallan defendidas por pararrayos naturales, como son las altas montañas que le rodean. Los cambios atmosféricos muchas veces son repentinos y ofrecen al habitante de las alturas espectáculos llenos de emoción y grandeza. Dice Raimondi, en una descripción que hizo de un viaje de Macusani a Ayapata.

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Eran las dos de la tarde; el sol alumbraba el paisaje con su vívida luz; las inmensas moles de blanca nieve que coronan la dentellada cordillera, producían el más hermoso contraste con el fondo azul del cielo; unas pocas aves jugueteaban en las tranquilas aguas de la inmediata laguna, gran número de tímidas vizcachas se veían sentadas sobre las piedras; y por último, un grupo de graciosas y ágiles viruñas que pastaban a poca distancia, animaban aquel apacible cuadro que no me cansaba de contemplar. De improviso aparece en el cielo despejado una pequeña nube tempestuosa, la que poco a poco fue adquiriendo una grande extensión. Espesos vapores envuelven prontamente a los gigantescos picos nevados, y los caloríficos rayos del sol son reemplazados por un molesto aire húmedo y frío, seguro anuncio de la tempestad. Pocos instantes después todo el cielo no era más que una oscura y pesada bóveda, y el agua de la laguna ya no reflejaba el bello azul del cielo, sino parecía de color plomizo, simulando un baño de líquido metal. Todos los animales guiados por el instinto del peligro que les amenazaba, se retiraron de la escena, buscando las aves un seguro asilo entre las peñas: escondíanse las vizcachas en sus madrigueras; huyendo las vicuñas en veloz carrera.

De repente la instantánea y viva luz del relámpago se abre paso a través de aquella bóveda cenicienta, e inmediatamente el estallido del trueno hiere el oído; grandes descargas eléctricas, seguidas de un ruido atronador como el disparo de gruesas piezas de artillería, convierten el lugar en un verdadero campo de batalla, entre los elementos de la naturaleza. El lúgubre aspecto de unas elevadas y negras peñas, salpicadas de nieve e iluminadas a pequeños intervalos por ráfagas de luz; el silbido del viento en las estrechas gargantas de la cordillera; el seco y multiplicado ruido del granizo que cae sobre la desnuda roca; el eco del trueno repercutido por los cerros; y por último, la estruendosa caída de grandes masas de hielo que se desprenden de los picos nevados, concurren a cambiar en breves instantes la antes apacible y risueña escena, embellecida por el radiante astro del día, en otra de desolación y terror, que recuerda al viajero, que presencia aquella titánica lucha, su debilidad e impotencia cuando se halla frente a frente con la imponente naturaleza.


En las jalcas y en las punas llueve más que en las quebradas. Prácticamente en sus alturas no hay sino dos estaciones, verano, que es el tiempo de sequía, de mayores fríos y de heladas; e invierno, época de lluvias, en que los pastos mustios y tostados por la acción de las heladas vuelven —470→ a tomar su bello color verde. Corresponden a esta estación los días nebulosos, tristes y húmedos. Ellos hacen contraste con la limpidez atmosférica y el bellísimo azul oscuro del cielo de los días de verano, limpidez que es la principal causa de las heladas. Carranza ha estudiado las causas atmosféricas y telúricas que influyen en la producción de este fenómeno llamado la helada, de efecto terrible para las cosechas aun en la costa.

La helada es el agostamiento de las plantas por la acción de un brusco descenso de la temperatura de sus hojas y tallos. Este fenómeno es en general independiente de las oscilaciones de temperatura del ambiente, pues depende, más que del frío atmosférico, del que resulta de un aumento considerable de evaporación en la superficie húmeda de los vegetales. Así si explica, por qué mareando el termómetro, en el aire un calor superior a cero, el frío en la superficie húmeda de las plantas, puede estar al mismo tiempo a muchos grados bajo el punto de congelación del agua. Esto es lo que sucede justamente cuando se moja el depósito mercurial de un termómetro: la columna del instrumento baja con una rapidez proporcional a la intensidad de la evaporación del líquido que cubre su recipiente; en tanto que otro termómetro seco, colocado junto a él, mantiene su indicador en un punto fijo de la escala. La razón está en que el primero marca los grados de frío producido por la evaporación del agua que moja su cubeta y no los grados de calor del ambiente, mientras que el segundo termómetro señala la temperatura fija de la atmósfera en el momento de la observación. La diferencia en ambas escalas, será tanto más considerable, cuanto más instantánea sea la evaporación en el termómetro húmedo, pudiendo descender la escala de este a 0º y aun bajo 0º al lado de la otra que acaso marcaría 10º o más sobre 0º.

Como se ve, el frío de la helada, no es el de la atmósfera, ni está en relación con la temperatura general del ambiente: es un frío propio, completamente local, que depende de una causa especial y peculiar a las plantas como a todo cuerpo húmedo: es decir, de la evaporación.

Sería pues un error suponer que para la producción de la helada, fuese necesario que la temperatura del aire bajase a 0º cuando en verdad, aquel fenómeno puede realizarse, aun bajo una atmósfera con 0º de calor. En efecto, se ha observado que puede formarse la escarcha, o sea la congelación superficial de un depósito de agua a una temperatura aérea, de 6 y más grados. Esto —471→ se ha visto en Bengala, y otras regiones intertropicales de las más cálidas: y en los valles andinos, suelen helarse los cañaverales aun cuando la temperatura del ambiente no descienda de 8º.

Los indios acostumbran, desde tiempo inmemorial, quemar los pastos de la puna durante el invierno (junio a setiembre). En esa estación el aire de aquellas regiones llega a su maximum de sequedad, aumentando en la misma proporción su poder diatérmano de manera que, en las noches, la radiación del suelo es tan grande, que la temperatura baja muchos grados, congelando la savia, no sólo de las hojas y tallos de las plantas, sino la de sus raíces, desgarrando sus tubos capilares, que, así destruídos, matan la planta como pudiera hacerlo el fuego mismo. En tales condiciones del ambiente, nada es más racional, sin duda, que emplear un medio que se oponga al descenso del calor nocturno, para que la tierra conserve una conveniente temperatura que abrigue las raíces de los vegetales que sustenta. Esta consideración que se presenta al simple buen sentido, la tuvieron sin duda los indios, desde muy remotos tiempos, induciéndolos a emplear aquel procedimiento, que a primera vista parece contrario a la conservación de los pastos de la puna.

Si bien las hojas y los tallos de la paja (ichu) y de las otras gramíneas de aquella fría región andina, son así destruídos por el fuego, no lo son sus raíces, a las que nunca alcanzan los efectos destructores del incendio. Preservadas éstas de las llamas, encuentran en el calor artificial de la tierra que las cubre, un abrigo que las defiende del ambiente helado que los secaría en otras condiciones. La savia conservada en las raíces por este procedimiento, vuelve a circular con nueva vida en la primavera, haciendo retoñar los pastos con tal vigor, como si hubiesen recibido los cuidados de un conservatorio. Este efecto no sólo es producido por el calor artificial y fugaz del suelo, sino por otras causas que se derivan del incendio mismo, como la elevación de temperatura del aire; el humo, que hace disminuir el poder diatérmano de esa atmósfera seca y enrarecida en las noches serenas del invierno andino; las cenizas que deja en el terreno la vegetación consumida por las llamas para bonificar el suelo; y en fin, el carbón de la paja que extendiéndose como un manto negro en dilatados espacios, absorbe una gran cantidad de calor solar para fijarlo en las capas inferiores de la tierra.

Atribuimos muy especialmente a esta última causa, los efectos que sobre la vegetación producen los pastos incendiados; porque todas las demás causas, salvo acaso la bonificación de la tierra por las cenizas, no son tan permanentes que puedan explicar la acción tan segura como singular del fuego en la conservación y desarrollo de las plantas en esas zonas elevadas de la cordillera. En aquellos ambientes sube el termómetro centígrado a 45º y aún más en los días despejados; tal es la intensidad —472→ de los rayos solares atravesando una atmósfera en extremo diáfana. Este enorme calor es absorbido y fijado en el suelo por la capa negra de carbón que el incendio deja sobre el terreno, en una proporción fácil de calcular, teniendo presente la ascensión del mercurio en un tubo termométrico cuyo receptáculo se tiñe de negro. El calor así almacenado en la tierra, durante el día siguiente, mantiene en las noches la temperatura del suelo en cierto grado conveniente para la vegetación.

Pocos espectáculos tan hermosos e imponentes presenta la cordillera, en las noches oscuras, como esas candeladas de sus punas, miradas de gran distancia. Las cimas incendiadas, enrojeciendo el horizonte, simulan volcanes en erupción: otras veces, se ve una llanura cubierta por olas de fuego que avanzan amenazantes hasta la cumbre donde está el espectador. Los resplandores de estos grandes incendios alcanzan a verse a prodigiosas distancias, diez y aun veinte leguas (100 kilómetros).


El clima de nuestra zona de montaña, según Raimondi, es cálido y húmedo, siendo el promedio de su temperatura de 21 a 22 grados centígrados. Su atmósfera rara vez es límpida y hállase tan cargada de humedad, que bastan pocos días para que todos los objetos de uso, especialmente los libros y el calzado se cubran de un tapiz de vegetales microscópicos.

Hallándose el aire constantemente refrescado por las continuas lluvias, por la acción vegetativa y por la incesante evaporación del agua que cubre gran extensión de terreno, el calor molesta poco. Sólo en las horas en que el sol se halla alto y en las anchas y arenosas playas de los ríos, en épocas de vaciante, se experimenta terrible sofocación. Viajando por el río Ucayali, Raimondi observó varias veces 34 centígrados en la canoa y a la sombra. La arena en la playa, en estos días, calienta tanto que es imposible pisarla sin experimentar ardor en los pies.

Las lluvias en la región de los bosques son copiosas y frecuentes. Pocas regiones del globo reciben mayor cantidad —473→ de agua. Qué diferencia entre la escasa cantidad que desciende al Pacífico por la vertiente occidental de los Andes y la que va al Océano Atlántico.

Las tempestades no se forman como en la sierra, con la aparición de una nube tempestuosa que va creciendo poco a poco hasta cubrir el cielo con una capa espesa y oscura. En la montaña, la tempestad comienza con truenos, rayos y relámpagos en muchos puntos y frecuentemente en direcciones opuestas del horizonte. Estas tempestades no duran mucho en el mismo lugar y corren con el viento, descargando por intervalos el vapor acuoso condensado en las nubes. El granizo es raro. Los truenos son muy sonoros y los rayos caen sobre las copas de los árboles más altos. Generalmente llueve de noche y muchas veces en forma tan sorpresiva que hay peligro de ser arrastrado por la corriente de algún arroyuelo si el viajero acampa cerca de él en las noches tempestuosas de enero a mayo. Raimondi describe así un interesante caso.

Navegando en el río Cachivaco, en el camino de Balsapuerto a Jeveros, en compañía de don Remigio Sanz, gobernador de esta última población, descansamos la noche del 15 al 16 de noviembre de 1859, en la plaza de Huayrayaco, en la orilla del mismo Cachiyaco. La noche muy serena, sin una nube, prometía dejarnos descansar tranquilamente, por cuya razón, y por ser algo tarde, los indios no construyeron las chozas o tejados con hojas de palmera, como acostumbran para abrigarse de las fuertes lluvias: nos contentamos entonces con plantar los indispensables y delgados toldillos para defendernos de los molestosos zancudos que tanto abundan en las cercanías de los ríos, cuando una hora más tarde se levanta un fuerte viento, signo inevitable de la proximidad de una tempestad, los toldos se agitaban con mucha fuerza y hacían doblar los palos a los que se hallaban asegurados, de modo que apenas podían resistir a la fuerza del viento. La noche se hacía más y más oscura y sólo nos alumbraba de cuando en cuando la viva e instantánea luz de los relámpagos: el trueno con su aterradora voz rompe el sepulcral silencio de estos solitarios bosques; luego se descarga —474→ la lluvia, la que empezando por gruesas y raras gotas, va aumentando repentinamente hasta caer el agua a torrentes, y los delgados toldos se hallan inmediatamente atravesados por la lluvia, la que inunda nuestras camas. No hay remedio, es preciso resignarse a sufrir la tormenta, la que dura algunas horas. Cesa el aguacero, entonces el aire agitado por un ligero viento favorece la evaporación y un frío glacial invade todo el cuerpo e impide dormir. Sin embargo, el cansancio amortigua la vida y el cuerpo entra en una especie de letargo, de suerte que, si no se duerme, al menos se dormita. En este estado de entorpecimiento, por decirlo así, el indio medio salvaje, acostumbrado desde su tierna infancia a luchar contra la naturaleza, y de consiguiente con sentidos más ejercitados que los nuestros, se halla siempre en guardia, escucha los más pequeños ruidos, y diestro en la interpretación de este lenguaje de la naturaleza, conoce luego cuando su existencia se halla amenazada. Poco tiempo había pasado después de haber cesado la lluvia, cuando de improviso una voz terrible se levanta y se oyen las amenazadoras palabras de yaco hunttamun (el río crece por la avenida). A este grito sucede una alarma general en el pequeño campo; un ruido imperceptible a nuestros oídos había hablado con mucha fuerza a los de los indios. El agua que había caído durante algunas horas, sobre una gran superficie de terreno, se había reunido en canales, y abiértose paso hacia el río; éste recibiendo en un momento numerosos e improvisados afluentes, aumentaba enormemente su caudal de agua, la que se oía de lejos venir con un ruido que poco antes había sido sensible solamente a los oídos ejercitados de los indios; pero que aumentando poco a poco de intensidad, se hizo más tarde perceptible con mucha fuerza también a los nuestros. El agua del río, no pudiendo ser contenida en su cauce, venía invadiendo las playas, y en breves instantes el lugar donde habíamos acampado debía ser cubierto por el agua. Imagínese una noche oscura como las tinieblas, nuestras camas y equipaje tendidos sobre la playa, el ruido del agua que iba aumentando más y más amenazándonos con una inminente inundación, y nosotros mojados todavía por la recia lluvia, casi sin saber en donde podíamos poner en salvo todos nuestros efectos. Enmedio de esta confusión, los indios expertos a esta clase de desgracias, trasportaron en un momento todos los efectos al lugar más elevado del bosque inmediato, y esperamos allí que aclarara el día. El agua venía con precipitación, y media hora después, nuestro campo se hallaba ya invadido por este temible elemento; en menos de una hora había en este lugar más de seis pies de agua. En estos casos no se puede continuar al momento la navegación por la corriente que aumenta de un modo notable, y por las grandes palizadas que trae el río, debidas a los árboles desraigados por el agua, cuando ésta invade los terrenos. Si no continúa la lluvia, —475→ el río baja casi con la misma, prontitud, y después de cuatro o cinco horas, la fuerza de la corriente ha disminuido suficientemente para permitir la navegación.


Hechos estos ligeros apuntes sobre climatología, entremos en el tema de enfermedades, uno de los menos estudiados en el Perú, no obstante su importancia como causa de la despoblación nacional y origen de la falta de brazos que se observa en las industrias. Como motivo geográfico, es la enfermedad evitable la que más ha influido en el estancamiento material de la República. Durante 80 años nuestro coeficiente de mortalidad debe haber fluctuado entre 40 y 50 por mil. La salubridad pública, ciencia de novísima creación aparece en la América Latina en 1902 y sólo principia a dar sus frutos en Cuba y en Panamá, respectivamente en 1902 y en 1904. El conocimiento de esta ciencia llega al Perú en los mismos años pero su importancia no fue apreciada en la magnitud que tiene.

La viruela ha causado y sigue causando la horrorosa mortalidad que durante cien años ha diezmado la población del Perú. Extinguida al fin en Lima en la forma epidémica en que aparecía cada siete años, aún continúa haciendo estragos en otros lugares de la costa, en la sierra y en la montaña. El doctor Graña, en su discurso académico de 1916, titulado La población en el Perú a través de la Historia, afirma que no hay agente más opuesto a la expansión demográfica de las regiones andinas como la viruela. A su juicio, ella ha sido el fantasma devastador de la raza indígena, constituyendo hoy mismo el más serio factor de su agotamiento. En esas regiones, la viruela es el tributo fatal de cuantos allí nacen. «Pasar la viruela» es un hecho tan natural e inevitable como la caída del cordón umbilical —476→ o los fenómenos de la dentición. Naturalmente, siendo subida la mortalidad en dolencia tan terrible y contagiosa, el número de víctimas se cuenta en el Perú por decenas de miles cada año. Se cree que fue importada de Santo Domingo en 15 17 y que llegó al Perú en 1524, en donde, según afirma el doctor Graña ocasionó la terrible enfermedad conocida con el nombre de «epidemia de Huayna Capac».

La negligencia de la época republicana para poner término a esta enfermedad, hace contraste con las actividades de la colonia en la campaña emprendida contra ella en los comienzos del siglo XIX. A los cinco años de que Jenner sorprendiera al mundo con su agente profiláctico, dice el doctor Graña, Carlos IV organizó la Real Expedición Filantrópica de Vacuna. Presidida por don Francisco Javier de Balmis, médico honorario del Rey, trajo de España el fluido salvador, cultivándolo durante el viaje en cierto número de niños no inmunes. La conservación y difusión del preservativo en Lima fue encomendada a la Junta Central Conservadora, de la que fueron presidente el virrey, copresidente el arzobispo y miembros de ella los hombres más conspicuos de la época. La vacuna se repartió por todo el territorio, labor que en el periodo republicano estuvo encomendada primero a los párrocos, más tarde a las autoridades políticas y después a vacunadores especiales, que fueron suprimidos casi completamente después de 1847.

Cincuenta años republicanos que terminan en 1903, y en los cuales no hubo en el Perú la menor campaña activa contra las erupciones variolosas, ocasionaron la despoblación del Cuzco, Ayacucho y de otras muchas ciudades de la República. En 1903, con Manuel Candamo en el Gobierno y —477→ Federico Elguera en el Municipio de Lima, se inaugura el programa de la salubridad pública: Mucho se ha hecho de entonces acá para concluir con la viruela, pero hasta hoy los medios empleados para su extinción no son completos. Aún nos faltan cuatro institutos vaccinógenos repartidos convenientemente en la República y un cuerpo de cien vacunadores, todo lo cual no importaría mas de Lp., 15000000, con las cuales se salvarían de 20000 a 30000 vidas anualmente con provecho para la nación de cuatro o seis millones de libras por año.

Otra endemia que periódicamente hace su aparición en la sierra en los meses de mayo a setiembre y que causa tantas muertes como la viruela, es el tifus exantemático. Entre las causales que aumentan y elevan la estadística de su mortalidad se destacan en primer término la miseria y la suciedad. Hablando sobre ellas, en un estudio que en 1903 publicamos sobre Mortalidad y natalidad en el Perú, dijimos lo siguiente:

Por muy optimistas que sean los cálculos sobre natalidad entre nosotros, puede asegurarse que con un 60 por mil de muertes al año no hay esperanzas de que progrese la población andina del Perú. Si se exceptúan Lima y algunas pocas ciudades más, donde el crecimiento de la población en los últimos treinta años resulta evidente, no creemos errado afirmar que el desarrollo de las del resto del país ha sido nulo; y quizás ese mismo crecimiento que se nota en Lima y en las otras ciudades importantes del Perú sea, en parte, a expensas de los demás centros, cuyos moradores buscan fuera de ellas mayores facilidades y ventajas para la vida.

En toda la sierra del Perú la mortalidad es enorme. Por esta causa, nuestras poblaciones del interior no pueden progresar. Con una temperatura nunca menor de diez grados ni mayor de veinticuatro, con un aire seco, vivificado por el ozono que producen sus tempestades, sin variantes violentas, sin corrientes peligrosas, edificadas las poblaciones al pie de torrentosos riachuelos, con manantiales de purísimas aguas, casi todas recostadas en los últimos declives de las cordilleras y a —478→ poca distancia de caudalosos ríos, lo que favorece la sequedad del suelo y la no existencia de pantanos, con un piso pedregoso y frío, refractario a la vida microbiana de la tuberculosis, la malaria, la fiebre amarilla, enfermedades que son el azote de los trópicos, la región andina del Perú parece haber merecido complacencias divinas, haber sido creada en horas de luz y poesía.

Debido al enrarecimiento del aire, debiera ser el corazón la víscera más propensa a enfermarse, siendo por un fenómeno raro no fácil de explicar, la que menos sufre en la sierra. Si en la costa y en la montaña el hígado aumenta de volumen, en las alturas, son los pulmones los que adquieren extraordinario desarrollo y dan a la sangre superabundante oxigenación. Las funciones del estómago no sufren las alteraciones consiguientes a los fuertes calores de la costa; y aunque sufrieran, es tal la variedad de aguas termales, las hay para tantas dolencias, que aquello es la tierra ideal de la hidroterapia. Y si todo es así ¿cómo es posible que la mortalidad tenga un promedio de 70 por mil, al igual de Veracruz, Tampico, Cartagena, y la Guayra? ¿Qué se hace allí para aniquilar la vida cuando todo conspira a conservarla? El niño nace robusto. A los 14 años pudiera servir de modelo. El raquitismo no existe y mucho menos la anemia, pudiendo decirse que no son gentes enfermas las que mueren sino personas en pleno estado de vigor. La alimentación, formada en su mayor parte de maíz, es abundante y nutritiva, y con excepción del alcoholismo que por lo regular embrutece al indio pero no lo mata y a lo cual se entrega el indígena pasados los treinta años, sus costumbres son puras, y aunque no son raros los incestos, la lujuria es desconocida.

Si en la sierra todo favorece la existencia, en cambio hay algo terrible y que inevitablemente produce la muerte: la inmundicia en el más alto grado. Si en el mundo entero, el hombre y hasta por instinto el que no es culto, huye de todo aquello que no es limpio, en los valles andinos y en las altiplanicies, se goza viviendo en la suciedad como la puerca en el fango de su chiquero. Todo lo que es antihigiénico esta convertido en regla de buen vivir: el baño se considera nocivo, también el lavarse la cara antes que el sol caliente, y los orines, que hasta en los salvajes son eliminados antes que principien a descomponerse, en la sierra se guardan y se emplean en ciertas dolencias, en la rara terapéutica del indio, en los momentos que llegan al máximo de su fermentación y en que desprenden olores pestilentes.

La india usa seis o siete fustanes, siendo así que le serían suficiente dos o tres para su abrigo. Como ellos son de lana y tienen alto costo, los retienen muchos años en el cuerpo. Para mantenerlos limpios podían lavarlos de cuando en cuando, —479→ pero tal necesidad no se ha hecho sentir en ellas. Se calza por lujo, quitándose los zapatos cada vez que tiene que pasar un riachuelo o que el camino se pone fangoso. Abriga su busto con una camisa de algodón, un monillo y una llicha, especie de manteleta, cubriéndose la cabeza con un sombrero de lana alto y alas anchas de pésimo gusto. Como por lo regular es de baja estatura, su aspecto es el de un globo mal hecho y peor inflado. Ni aún a la hora de dormir esta gente cambia sus ropas; las aligera un poco, quitándose la llicha, el monillo y dos o tres faldellines, pero los demás fustanes quedan pegados a su carne por toda una vida. Como es natural los piojos abundan en esas ropas y no es a rosas a lo que huelen. Para formarse una idea de lo perfumadas que deben estar, basta saber que esa mujer hace sus necesidades en el suelo, en lugares casi abiertos y muchas veces concurridos, y que por pudor se ve obligada a no levantarse sus ropas.

Está tan generalizada la idea de que bañarse es nocivo a la salud, que no hay un sólo indio que lo haga en los ríos, ni posada u hotel que tenga baño. La gente culta usa tinas o grandes bateas, y en ellas hace sus abluciones generales con agua templada. Se tiene tal miedo a la agua fría, que es muy general, aún en la gente ilustrada, ponerla al sol durante una hora, y no lavarse con ella hasta que «no se le quite el hielo».

Pero todo esto es pálido y de pobre consecuencia comparado con la manera como se tratan los detritus orgánicos. Esta función, la más importante de la vida higiénica, está en condiciones todavía inferiores a la de los indios salvajes de la montaña y afín a la de los llamas, animales que tienen un solo lugar, por lo regular las corrientes de agua, para aligerar el contenido de los intestinos. En la sierra del Perú, el corral de la casa, el solar contiguo a ella, el jardín, la huerta, el camino, hasta la calle, la plaza y el atrio de la iglesia están convertidos en lugares W. C. La vista y el olfato son testigos de tan indecentes costumbres, y cuando la paciencia del que no nació en el seno de tanta inmunda gente se agota, sólo queda en el alma un sentimiento de profunda conmiseración, de infinita tristeza. Pudiera la decencia municipal, el pudor lugareño, o el prestigio que se desea para el suelo en que se ha nacido, limpiar de día lo que de noche se hizo: ¡vana esperanza!: allí quedará todo aquello, semana tras semana, hasta que piadosa lluvia, con más amor que los comuneros del lugar, hará aquella limpieza. Aun los cultos y acaudalados convierten el corral de su casa en lugar reservado, y el estiércol de los caballos, de las gallinas, de los marranos y del carnero quedarán mezclados con los de la gente de la casa, y todo en putrefacción será objeto de emanaciones pútridas y nocivas. Y si alguno, creyendo hacerlo mejor, coloca un excusado sobre la acequia urbana que pasa por su casa, no hará otra cosa que infestar —480→ sus aguas, tal vez en el comienzo de su carrera por el pueblo, mucho antes de que su corriente llegue a la plaza pública, convertida en mercado y donde se lavan los platos de la comida que se expende y se toma de ella para beber y para el cocido.

Agua, suelo, subsuelo, todo está envenenado. Microbios de fiebre perniciosa, de difteria y sobre todo de tifus, pululan por millones, y como resultado de su existencia diezman las poblaciones una vez cada año en los tres meses que dura la estación seca. Pero no es únicamente las acequias de regadío las que sufren este contagio en su paso por los pueblos. Igual suerte corren las fuentes de agua potable. En Cerro de Paseo existen dos lagunas cuyo uso se aplican, una para lavar ropa y otra para abastecer de agua la ciudad. Situadas las dos en una hondonada de terreno y convertidas sus orillas en excusados públicos no es por arrobas sino por quintales la cantidad de materia orgánica que arrastran hacia ellas las primeras nevadas que vienen en octubre al final de cada verano. Catorce mil almas beben de esas aguas y se envenenan con el microbio de la tifoidea que tan horrorosa mortalidad hace en esa minera población.

Algo igual pasa en Arequipa y en Cuzco con las aguas que se conducen a las ciudades por acequias descubiertas.

Los mercados dan asco: tienen su sitio por lo general en la plaza matriz; en ellos, una mujer sentada en el suelo, coloca en lienzos sucísimos la carne y el pan que consume el vecindario; y en la tarde guarda lo que no ha vendido en los mismos trapos, y la almacena todo en un cuarto donde duerme ella, su marido, sus hijos, su criada, su perro, sus cuyes, su carnero, sus gallinas y hasta su puerco.

Las cocinas de los hoteles, las de los pobres y también las de los ricos, dan náuseas. Obscuras por la falta de luz, por el humo de la leña o de la «bosta» (estiércol seco del ganado vacuno), y por el hollín lustroso que se pega a las paredes al techo, sirven de noche para dormitorio de la cocinera, del «tapaco», de la «tapaca» y toda la servidumbre de la casa. Allí, en montón, al lado de las brasas y de las ollas en que se hizo el cocido del día, y acompañados por varios animales domésticos, se acuestan en el suelo sobre pellejos de carnero y en indecente promiscuidad ocho o diez personas. Un agujero en la pared, a raíz del piso, conduce al corral las aguas grasientas con que se lavan la carne, las ollas y los platos de servicio; y como ese corral no tiene más desagüe que el que excluye las aguas de lluvia, allí quedan corrompidas y fétidas cuando no llueve.

¿Todavía algo más sobre la sierra? No; aunque se quisiera pasar sobre ascuas sin quemarse como se ha hecho hasta ahora sería imposible realizar tal propósito al querer describir —481→ lo que precede y acontece en el parto de una india, lo que ocasiona la horrorosa mortalidad de los recién nacidos y otras muchas cosas de higiene personal, asquerosísimas por supuesto, que pasan desapercibidas, y que matan por millares a la gente de esta raza, con la misma eficacia que las balas del combate.

Hasta el día en que semejantes costumbres no se modifiquen, la mortalidad de las poblaciones andinas continuará fluctuando en un promedio de un 60 por mil. Son los ricos y los que se han educado en otro ambiente, los que están obligados por amor a Dios, por afecto a sus semejantes, por pudor, por no sufrir más vergüenzas a los ojos de los forasteros que los visitan, a influir en la higienización de su pueblo. Igual obligación toca a los prefectos, gobernadores y directores de colegios.

Si de la sierra se pasa a la montaña, el espíritu compensará el desagrado que le proporcionó la región fría del Perú, con la satisfacción de encontrar en el pueblo montañés, no las costumbres higiénicas de la costa sino todavía algo mejor que esto. El montañés se baña diariamente, se lava de continuo y tiene horror a las ropas sudadas. Las usa ligeras, de algodón y siempre las tiene limpias. En las ciudades, las basuras se arrojan a los ríos; y no es el suelo como en la sierra lo que sirve de excusado, sino pozos adecuados abiertos en tierra de cultivo tan húmeda y absorbente, donde no hay el menor temor de que las materias amoniacales se eliminen por la atmósfera.

El paludismo y el beriberi hacen estragos en sus comarcas. Contra la primera no hay más que no usar ropas húmedas, no excederse en las comidas ni bebidas, acostarse temprano y evitar en lo posible las picadas de los mosquitos.


Si en la sierra el tifus, la viruela, la verruga y la uta diezman la población, en los valles del litoral y en la montaña, la endemia malárica agota la población propia y cierra el paso a la de afuera. También existe el paludismo en las quebradas profundas de la sierra, y en general en las cuencas del Apurímac, del Huallaga y del Marañón en partes netamente andinas. Carranza dice:

Carecemos de datos suficientes para indicar con precisión la altura máxima en la cual termina toda influencia palúdica en el Perú; sin embargo, expondremos aquí algunas observaciones que hemos hecho.

—482→

En la quebrada de Matucana, la malaria termina en Cocachacra a 1395 metros de altura sobre el nivel del mar, pues si bien se observan en otoño algunos casos de intermitentes, en San Bartolomé y Agua de Verrugas a 1775 metros, no está bien averiguado, si dependen de influencias locales o si tienen su origen en Cocachacra, que está a poca distancia.

En las quebradas de Canta, Yauyos, Huaitará y Huamaní, el nivel de la zona palúdica no sube más allá de Matucana.

Los valles profundos de la cordillera; como los del Pampas, Pachachaca y Huarpa, que están a una altura media de 2100 metros, sobre el nivel del Océano, tienen su atmósfera siempre envenenada por el paludismo: pero a 50 ó 100 metros de elevación sobre el fondo de estos valles, cesa completamente su acción.

En el magnífico y espacioso valle de Ninabamba, de la provincia de La Mar, cuyo nivel es poco más alto que el de aquellos, aunque su clima es aún bastante cálido para ser favorable al cultivo de la caña y el añil; las fiebres intermitentes son raras, y en general de carácter benigno.

En la quebrada de Huanchui, a tres leguas de Ayacucho, la malaria es endémica. Allí, la altura barométrica, del fondo del valle puede estimarse en 2360 metros.

El valle de Abancay, a una elevación, más o menos igual a la del Pampas, (1840 metros) está también bajo la influencia de las fiebres palúdicas.

Según estas observaciones generales, puede señalarse el nivel de 2500 a 1500 metros como los límites extremos de la zona en que el paludismo deja sentir sus efectos en las quebradas occidentales e interandinas de nuestro suelo.

A menor elevación, parece que desapareciera la acción de la malaria en los valles y quebradas de la vertiente oriental: pues en Chanchamayo a 800 metros sobre el nivel del mar, no se conocen las fiebres intermitentes.

En las riberas del bajo Apurímac, el paludismo es endémico, pero su acción está limitada a ciertas regiones, de nivel muy bajo, 700 metros aproximadamente, como en Chaupimayo.

Tales son las observaciones que hemos hecho o que hemos recogido de personas competentes, respecto a los niveles hasta donde alcanza la influencia palúdica en las tres zonas del Perú.

Su intensidad no es igual en esas tres regiones. La malaria, generalmente benigna, en las quebradas del lado oriental, es grave en la costa, y destructora en los valles interandinos.

Nada hay comparable a la rapidez con que hiere a la vitalidad humana la infección palúdica en las riberas del Pampas. Basta permanecer algunas horas en su atmósfera envenenada para sentir poco después un ligero malestar, al que —483→ sigue un coma profundo precursor de la muerte. Muchas veces no hay tiempo para esperar un segundo acceso, ni la violencia del mal permite socorrer útilmente al enfermo.

No lejos de la hacienda Ibias en el Departamento de Ayacucho, hay un lugar a orillas del río Pampas, donde los jesuitas cultivaron en otro tiempo la caña, y el índigo, lo cual prueba que su clima no fue entonces muy insalubre; pero es hoy un campo abandonado y siniestro cual todos huyen, aterrados por los terribles estragos de sus fiebres perniciosas. En el Pulcai, en las mismas riberas de ese río y a un nivel más bajo; la intensidad de sus efectos es verdaderamente espantosa; pero basta subir 60 metros sobre el nivel del río para que su acción cese completamente.

En la región oriental, no parece que las afecciones palúdicas son tan funestas ni tan comunes como en esta parte de los Andes. En Chanchamayo no existe el paludismo, como hemos dicho; y sin embargo, apenas podrá encontrarse un lugar en condiciones más favorables para mantener y propagar los gérmenes pantanosos, como la península formada por el Chanchamayo y el Tulumayo. Allí la humedad del suelo es notable: y una enorme cantidad de restos vegetales forma en la estación lluviosa, lodazales extensos que facilitan la fermentación de esas materias, cuya actividad debe suponerse muy grande por la alta temperatura del clima.


No existen monografías sobre el paludismo en el Perú. Los únicos trabajos a base científica, hechos respectivamente por los doctores La Puente y Gastiaburú, concretan sus observaciones a la ciudad de Lima. Parece mentira que una dolencia que hace tantos estragos en la costa y en la montaña no haya merecido más atención de nuestro cuerpo médico. Gastiaburú comienza su monografía con los siguientes acápites:

El estudio de la malaria entre nosotros, ofrece gran interés y, al hacerlo, además de satisfacer nuestra curiosidad científica, contribuimos con no escaso contingente, a resolver problemas de orden económico íntimamente ligados a los conocimientos médicos.

En efecto, la malaria invade toda la costa del Perú, atacando a la mayoría de los habitantes de ella; si nos fijamos ahora que las personas atacadas en mayor número, están dedicadas a las faenas agrícolas, vemos que a consecuencia de esta invasión, la agricultura se ve privada de gran contingente de —484→ brazos en las épocas de recrudescencia de la malaria, sin contar que en razón de ciertas condiciones climatológicas, el paludismo dura todo el año, produciendo el retraso consiguiente a la inutilización de los individuos infectados por el germen malárico.

Ahora bien, se sabe que una de las fuentes de riqueza nacional es la agricultura, y que si no está más desarrollada, es por la falta de brazos.

En otras partes se salva este inconveniente mediante la inmigración; entre nosotros a las dificultades propias, a nuestro medio social y económico, se une ésta, que dada su intensidad, es necesaria tenerla presente al llevar a la práctica la provisión de brazos para la agricultura.

Limitándonos a lo que pasa en Lima, vemos que la malaria se extiende casi exclusivamente en los alrededores, en diez leguas a la redonda aproximadamente y al hacerlo ataca al 80% más o menos de la población rural.

Todos los individuos quedan, desde luego, inhábiles para el trabajo.

Esta invasión de la malaria en la población rural hace que el número de enfermos asistidos por el paludismo en los hospitales, sea más del 50%.

Como bien se comprende, esta concurrencia de enfermos en número tan elevado, perjudica en cierto modo la marcha progresiva de los hospitales; haciendo que se gaste una suma de dinero que bien se podría aplicar en beneficio de los mismos establecimientos, si se llevase a cabo la profilaxis del paludismo bajo sus distintas formas.

Finalmente, ya sea por muchos casos ya sea por la terapéutica desviada o por ciertas anomalías, la enfermedad se prolonga indefinidamente; esto aparte de que inutiliza al individuo como obrero y lo vuelve fuente incesante del contagio, lo predispone a otras enfermedades entre las cuales tenemos a la tuberculosis, que termina con estos individuos víctimas del trabajo y del medio.


El paludismo de la costa, ha sido la principal causa de la despoblación de nuestros valles. Un dicho popular afirma que blanco que trabaja la tierra del litoral, es blanco que cava su sepultura. Una cosa igual puede decirse del serrano. Si nuestros agricultores del litoral tuvieran que pagar la vida de los peones andinos que perecen por causa del paludismo, el algodón y el azúcar nacionales serían invendibles en los mercados extranjeros. El raquitismo del habitante —485→ de la costa no tiene otra causa que el paludismo. Hay hombre que se pasa la vida entera sufriendo cada año en los meses de estío repetidos ataques de terciana. Su extenuación es tan marcada, que ni aun en invierno, meses en los cuales se ve libre de la fiebre, le es posible trabajar más de seis horas. La República durante cien años no ha hecho nada por combatir la malaria, no obstante que hacen veinticinco que se conocen los métodos para extirparla.

Si en la costa, el paludismo aniquila al enfermo y le predispone a la tuberculosis, en la montaña, la enfermedad ocasiona la anemia y la muerte. Otra dolencia característica de los bosques, así como la Uta y la verruga lo son de las quebradas andinas calurosas, es el beriberi, dolencia que se cura viajando por mar.

No solamente es pavorosa en el Perú la mortalidad de los adultos, sino también la mortalidad infantil. El mal de siete días, la enteritis en el período de lactancia y la viruela después, ocasionan en casi todos los lugares de la República pérdidas de 50 y hasta 70 niños por cada mil.

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Capítulo XIII

Conclusión

Nuestro trabajo ha llegado a su fin. Animados del propósito de exponer las causas geográficas que han determinado el atraso moral y material del Perú en los años de su primera centuria, fue nuestro anhelo hacer un análisis profundo de dichas causas, habiendo conseguido únicamente esbozar las líneas generales de tan vasto asunto.

Hay en este libro materia para varios tratadistas, cada uno de los cuales en su tema necesitaría para hacer labor a conciencia, no solamente leer lo poco que sobre cada materia se ha escrito, sino por algunos años viajar por el Perú. Sólo conociendo el territorio, sus diseminadas poblaciones y sobre todo al habitante, es posible saber lo que es nuestra nacionalidad y darse cuenta de los motivos por los cuales ha progresado poco. Y como no es únicamente el conocimiento del territorio lo que necesitamos, sino también el de las otras repúblicas latinas americanas a fin de hacer comparaciones, un viaje por todas ellas se hace indispensable. Si no tenemos idea general de lo que es la riqueza en las diversas secciones del continente americano, ¿cómo es posible decir que nuestro suelo es rico pero de difícil explotación?

Conocemos todo el Perú con excepción de Apurímac, y las tres Américas excluyendo el Paraguay, y habiendo viajado no como un fardo, según la expresión de Víctor Maurtua, sino animado de un espíritu de observación y siempre permaneciendo numerosos días en cada lugar, tiene nuestro libro el mérito de ser copia fiel de lo que hemos visto y no de lo que nos han contado o hemos leído. Por esta causa, tenemos la pretensión de afirmar que nuestros errores, que indudablemente los hay en la obra que hemos escrito, son de concepto más bien que de ignorancia.

Nuestros viajes han tenido propósitos comerciales, nunca analíticos. Sin fortuna y obligados a ganarnos el sustento con el esfuerzo individual, y lo que es todavía más sensible, sin el anhelo de llevar a cabo algún día la obra hoy concluida y que sólo hace dos años pasó por nuestra mente el propósito de escribirla, nunca tomamos apuntes, y en su mayor parte es la memoria la que nos ha dado los datos a que nos hemos referido. Por esta causa, nuestro trabajo es deficiente, teniendo únicamente el mérito de la originalidad, siendo en su conjunto el primero que se lleva a cabo en el Perú y tal vez en la América Latina.