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ArribaAbajo- V -

París


Apenas quitado el polvo, tomado alimento, Silvio se dirigió a la residencia de la Porcel. Encontró cara de palo. La señora, algo indispuesta desde su regreso, apenas recibía. Ya avisaría al señor cuando la fuese posible dejarse ver.

Silvio entonces, alarmado, se encaminó a la garzonera de Valdivia, muy próxima al hotel de su enemiga y señora. Tampoco el brasileño se encontraba visible. Conferenciaba en aquel momento con su doctor, y nadie podía distraerle. Ya avisaría... etc.

Lago volvió a su hospedaje con las orejas gachas. No sabiendo qué hacer, escribió a Espina un billete suplicante y mimoso, de paso que la remitía el consabido retrato de las rosas, que, encajonado, había permanecido hasta entonces en poder del autor. El billete era un quejido, una deprecación; todo lo que pueden ser los renglones en que un hombre pone su esperanza. No se atrevía a mentar el proyecto de exhibición del retrato, pero lo anheloso del estilo, las reticencias tristes, eran sobrado elocuentes.

Respondió al punto Espina. «Se encontraba malucha; sin embargo, no tardaría en avisar a sus amigos para que admirasen un retrato muy bello, que dentro de poco, si las cosas continúan así, ya no se parecerá al original, habiendo que escribir debajo: Esta fue Espina... A la primer racha de mejoría, exhibición; y entonces podré tener el gusto de ver a usted, y que me cuente sus excursiones por Holanda, y sus aventuras, que no le habrán faltado... ¿Ha ido usted con alguna madrileña?».

Silvio temió que tan campechana misiva disfrazase una moratoria; duró cinco días la aprensión; a la mañana del sexto, otro billetito, esta vez muy lacónico, le hizo saltar. Se reducía a una invitación. «Esta noche, a las diez, taza de té y exhibición de retrato».

El día corrió, como corren igualmente todos; los que pensamos empujar a la sima del tiempo con la violencia del deseo, y los que quisiéramos eternizar... y la noche vino, como viene sin falta para el día y para el hombre. Silvio sentía impulsos de danzar su acostumbrada danza inglesa, al punto de dar a un cochero las señas de la morada de Espina Porcel; al mismo tiempo estaba rendido; no había parado desde que recibió el billete, parte por necesidad de comprar varias cosillas, parte por entretener su fiebre de impaciencia. Creía ya pasada la barra de París, aseguradas subsistencia y fama naciente.

Al salir del hotel acababa de acicalarse despacio. Bien ajustado el talle por el frac; el pecho bombeado por la pechera de nieve; el pelo bonito, cenizoso, en calculado desorden, con arreglos de peluquero que no quitaban el gracioso desgaire natural; los ojos cambiantes, brilladores y radiosos de alegría; todo su cuerpo confitado en limpieza y perfumes del baño largo, las manos claras, pulidas; la blancura de la corbata haciendo resaltar la fresca palidez juvenil del semblante, y el reflejo de los dientes entre el bigote semidorado; tenía la apostura de un triunfador, cuya exterioridad comenta y confirma la leyenda de sus obras. A pesar de la calentura, se había retrasado a propósito para no hacer figura desairada madrugando.

A la puerta del palacete de Espina, divisó Silvio -buen agüero- una hilera de coches blasonados, en espera. Eran, en su mayor parte, de esas berlinitas egoístas, donde la parisiense, que corretea sola al través de la Metrópoli, halla modo de acomodar sus bártulos, el espejo donde se mira para arreglar un rizo, el reloj con funda de plata, que asegura la exactitud a pesar del ajetreo, el frasco de sales para el desvanecimiento, el tarjetero y el catálogo de visitas y señas... Silvio reconoció el coche, el blasón de la condesa de los Pirineos, que había visto a la puerta de Paquín.

Indefinible aprensión le salteó a este recuerdo ingrato. Subió aceleradamente los peldaños de ónix que conducen al vestíbulo, dejó su abrigo, entró en el salón bajo, que comunica por un extremo con la galería de las porcelanas, por el fondo con el jardín de invierno, y se encontró cogido en un remolino de gente, sin poder avanzar.

Casi estaba atestado aquel salón -no muy grande, como no lo era ninguna habitación en la residencia de la Porcel, idealmente puesto a estilo modernista, con verdaderos primores de decoración y mobiliario-. Aunque Silvio no conociese a la inmensa mayoría de los concurrentes, su sagacidad y lo observado en Madrid le dijeron que era la reunión lucida y de alto fuste. Había allí señoras del castizo arrabal; alguna celebridad masculina de las que mejor decoran, bellezas profesionales, estrellas del tonismo, figuras salientes de la colonia española, con la Embajadora a la cabeza, hartos galancetes, sportmen, agregados, hombres de caballo y club, diplomáticos, primates de la banca y algún periodista de la prensa diaria. Se esperaba a la Infanta, de paso por París, y sobre la hipótesis de su venida, que no se juzgaba segura, ni mucho menos, giraban las conversaciones. Silvio sorprendió al vuelo dos o tres. «¡Del autor del retrato», pensó enojado, «no habla nadie; sólo se ocupan de la Alteza...!».

Al pronto, no vio a la dueña de la casa. Consiguió deslizarse entre los grupos, cada vez más compactos, que obstruían la puerta por curiosidad de no perder la problemática entrada de la Infanta, y logró divisar a Espina, asediada de gente, envuelta en homenajes y almíbares. Al pronto dudó si era ella: tal marca de padecimiento había impreso aquel corto plazo de dos meses en el espiritual semblante, mucho más joven que su edad. Al observar el estrago del mal en la fisonomía de Porcel, Silvio notó que se conmovía, cosa inexplicable, pues no creía experimentar por ella nada que se asemejase a ternura, sino al contrario; pero hay en nosotros un ser, y aun varios seres, instintivos, que nuestro ser reflexivo ignora hasta que salen de las umbrías de la selva interior. Si hilamos delgado en nuestros sentires, locos nos volveremos. Silvio acaso se ablandaba, porque había aprendido en su reciente viaje a cultivar la emoción, y porque, además, no habiendo creído las quejas escritas de la Porcel, tenía delante de los ojos su fundamento. Mentalmente, repitió la frase de Valdivia: «¡Pobre María! ¡Pobre enferma!».

Mucho, sin embargo, disimulaba los destrozos de la morfina, el artificio maravilloso para adornarse y componerse de aquella idólatra de lo artificial. El tocador de la Porcel, su modistería, encubrían -para quien no conociese tan a fondo como Silvio, por pericia de retratista y por haberlos contemplado horas enteras, empapándose de ellos, los lineamientos de las facciones y las luces y matices del cutis- la huella del envenenamiento. Vestía la Porcel con más originalidad que nunca: su traje era como formado de una nube de pétalos de flor, flor de gasa, con transparencias de seda plateada debajo. Cada pétalo llevaba cosido, al desgaire un diamantito, y flecos desiguales de diamantes formaban el corpiño y se desataban sobre los hombros. La cola del vestido parecía un copo de fina humareda, entre la cual nieva el almendro su floración y juega el rocío. Sobre el escote, las sartas, cerradas con extraordinario rubí. Silvio pensaba en el estigma, en la hinchazón negra. Todo el mundo ensalzaba a la Porcel: la toilette era un sueño. Y las señoras, en voz baja, se decían que era preciso sorprender, cuando Espina se moviese, sus zapatitos de tisú de plata, con hebilla de diamantes y rubíes -un hechizo-. Era la fuerza de Espina, su autoridad en el mundo -aquella intensidad de elegancia-. Silvio maniobraba con objeto de llegar hasta la señora, cuando le detuvo un conocido, el vizconde de Lenzano, español muy aficionado al arte, que solía pasar temporadas en París.

-¿No sabe usted? -díjole-. Esta mañana tuve un mal rato... He visitado al pobre Vierge...

-¿Urrabieta Vierge? -exclamó Silvio con interés-. ¡Qué gran dibujante! Es un genio. He visto de él cosas que hay que quitarse no digo el sombrero, sino el cráneo.

-¡Y qué desdicha la suya! -murmuró el vizconde, arrastrando a Silvio hacia un rincón, para mejor desahogar, pues sufría depresión y la aliviaba comunicándola-. ¿Usted ya estará enterado?...

-No sé de Vierge sino que es un dibujante colosal.

-Sí, pero figúreselo usted paralítico. Sólo trabaja con la mano izquierda. ¡Paralítico, incurable! ¡Y si al menos le hubiese acometido el mal en la vejez! Pero no: era un muchacho, treinta años, cuando despertó así una mañana. Precisamente soñaba el hombre con subir (no sé si es subir) del lápiz al pincel; iba a ilustrar una edición de Gil Blas que le pagaban espléndidamente, y con ese dinero y algo ahorrado, se prometía hacer lo que se le antojase, realizar sus ideales... Vea usted en qué momento cayó sobre él la enfermedad. ¡Qué vida la nuestra! -añadió, como si dijese cosa muy profunda.

Silvio, aterrado, calló. Sonábale aquella historia dolorosa a eco de su historia. El sueño de Vierge, el suyo, la Quimera de todos. Al revolver del camino, como en las estampas de Alberto Durero, la esqueletada con su segur.

Por un instante se absorbió en sombría meditación, abatiendo el vuelo y abismando el alma. Entretanto, la gente susurraba, chismorreaba, algunas señoras se retiraban como desdeñosas; la Alteza no venía, resueltamente. La mejor señal de que ya no se contaba con ella -si alguna vez se había contado- era que la dueña de la casa empezaba a llevarse a la gente hacia la estufa y el comedor, sin preocuparse de abandonar el salón. ¡Fiesta manquée!

Convencidos de la decepción los invitados, las conversaciones tomaban otro giro: la palabra «retrato», zumbaba, repetida en el aire. A Silvio se le enfriaron las manos un poco; su corazón dio un vuelco. Estaban enseñando su obra, y la gente, a su alrededor, hablaba de ella. Su aguda percepción le dijo que, bajo la admiración convencional de los salones, era la indiferencia, era cierto hastío, lo que aleteaba y bullía en el concurso, en gran parte al menos. Los inteligentes movían la cabeza; Lenzano, que había desaparecido un momento, retornó cejijunto. Varias señoras, sin embargo, se extasiaban: «¡Qué traje! ¡Qué delicioso buen gusto! ¡Qué habilidad la de ese hombre!». Y Silvio, clavado al suelo, temeroso de romper el encanto. Era, por otra parte, natural; de suyo se caía que la Porcel viniese a buscarle, le llevase ante la obra. Su actitud llamó la atención a la condesa de los Pirineos, la cual, del brazo del Embajador de España, volvía en aquel momento de la estufa, murmurando: «Dejo sitio, la gente se agolpa allí». Al divisar a Silvio, hizo cortesía al diplomático y exclamó:

-Permítame; hablaré un instante con uno de sus compatriotas, artista a quien conozco...

El diplomático se alejó discretamente, inclinándose. Silvio, halagado por la iniciativa de la gran señora, sin contenerse, preguntó:

-¿Se dignaría usted decirme, Condesa, qué opina del retrato?

-¿Pero no lo ha visto usted aún, señor Lago? -respondió algo evasivamente la dama.

-¡Figúrese usted si lo he visto! Demasiado quizá. Pero cuando se expone, el juicio de personas como usted...

-¡Oh! -murmuró la dama-. Usted me adula. No soy inteligente, nada de eso. Por otra parte, mi criterio disiente poco del de la mayoría. Los inteligentes verdaderos se muestran reservados, y hasta me parece que severos; yo, sencillamente, no me embeleso, pero creo que es un bonito adorno, una pintura agradable. Por otra parte, hace tiempo oigo decir que el artista desciende. A mí, su colorido siempre me pareció algo falso...

La cara de Silvio debió de expresar tal extrañeza, tal aturdimiento, tal imposibilidad de comprender lo que escuchaba, que la dama, repentinamente, se alarmó.

-¿Qué tiene usted? -murmuró, inquieta y turbada.

-¿Pero de qué artista habla usted, señora? -balbuceó.

-¿De qué artista he de hablar? Del autor del retrato que acaba de enseñarme Espina ahí en la estufa: del señor Marbley.

-¿El retrato que exhiben es del señor Marbley? -barbotó Lago-. ¿Está usted segura? ¿No hay mala inteligencia?

-¡Dios mío! -afirmó la Condesa-. Vengo de verlo. ¿Qué mala inteligencia quiere usted que haya? ¿Qué sucede para que usted se demude así?

-Es para enloquecer -tartamudeaba él-. ¡Es para dudar de que uno existe! Señora, perdone usted; voy a cerciorarme...

-No -exclamó la Condesa, rompiendo a pesar suyo la valla de aristocrática reserva, arrastrada por la simpatía y acaso un poco por la femenil curiosidad-. No se precipite; ofrézcame el brazo... Vamos juntos... Le guiaré; a mí me abrirán paso más fácilmente...

Y echó a andar, resuelta, justiciera. Rompiendo por entre los grupos se dirigieron a la estufa. La Pirineos sentía el temblequeo del brazo de Silvio, enlazado al suyo. Entraron en el admirable jardín de invierno, donde Espina había conseguido reunir plantas muy extrañas, las que prefería. Una luz rubia, que hacía brillar las hojas bruñidas de los pandanos y las hojas peludas de las dioneas, doraba las estatuillas de alabastro, que artísticamente colocadas se entronizaban sobre el follaje. Sus frías carnes adquirían un acaramelado de vida. La techumbre de cristal era tan clara, los vidrios tan grandes y diáfanos, que se creía estar al aire libre. En los ángulos manaban fuentecillas, y se escuchaba su goteo, entre los revueltos del vibrante vals que tocaba la orquesta de zíngaros, invisible en el fumadero inmediato. Olía a esencias de Oriente y a tierra regada. El vapor -ya en París empezaba a sentirse frío- mantenía dulce temperatura. En el centro de la estufa, alrededor de un caballete dorado que era una filigrana de talla atrevida, modernista, se agolpaba el gentío tapando la pintura. La condesa, sin soltar al artista, se insinuó, hizo cuña con su persona prestigiosa, y se encontraron ante el retrato de Espina, obra de Marbley, en efecto ¡y tanto! Obra limada, lamida, resobada, de colorido acromano, con antipáticas pretensiones de originalidad suprema. Vestían a la Porcel tules negros, rebordados de una especie de arco iris; un traje estilo Fuller; algo que, tratado por mano maestra, hubiera sido estudio interesante; y su pelo áureo, exageradamente flojo, formaba al rostro sin vida, de muñeca de Sajonia, una especie de aureola solar. El retrato era estudiadamente bonito, y sin embargo afeaba a Espina. Pero en aquel momento no importaban a Silvio tales pormenores; lo que le espantaba, lo que le dejaba petrificado, era la perfidia, era el escarnio, era la revelación de un odio tan diamantino, bajo un disimulo tan maquiavélico.

-¡Inconcebible! -murmuraba-. ¡Inconcebible! -Y no sabía más que repetir la palabra mecánicamente.

-Señor Lago, -insinuó la Condesa-, veo que no está usted bien. No conviene que se pare aquí. Vámonos a la galería...

Tiró de él, literalmente, y le condujo a la galería de las porcelanas, casi solitaria, que tenía puerta de salida al jardinete. Nadie se acercaba allí, donde más bien hacía frío; la gente que había detenida principiaba a repartirse entre el salón para dar unas vueltas de vals, y el comedor, abierto y servido con espléndidos refinamientos.

Con viveza, con interés, con algo de maternal en el gesto, la señora preguntó nuevamente al artista:

-En fin, ¿qué le sucede a usted? ¿Puedo tranquilizarle?

No sé qué tiene esto de la compasión sincera, desinteresada, que no sólo no da lugar a desconfianza, sino que suprime en un gesto, en un parpadeo, distancias de clases, océanos de indiferencia. Como en casa del modisto, Silvio fue de un impulso hacia la gran señora, que en otro impulso iba hacia él. Se rindió a la piedad que le ofrecían. La dama, por su parte, había olvidado -ella, la misma distinción, la misma mesura- lo que podía tener de insólito el aparte con un desconocido de quien sólo sabía el nombre y la profesión, que no era de su sociedad, ni de su círculo. No hay nada más irregular, entre las irregularidades sociales, que la actitud de intimidad repentina con alguien llovido del cielo. La Condesa de los Pirineos arrostraba, no ciertamente el descrédito, su buena fama era firme, pero esa nota de extravagancia que es el principio de la desconsideración. Mas por lo mismo que la Condesa de los Pirineos no es una mujer de decadencia, que en sus venas corre, con la sangre gloriosa y heroica de los abuelos, algo de sus energías; por lo mismo que esta mujer tiene conciencia de su alta situación, es capaz de infringir alguna vez el código mundano. Legitimista; sobrina de aquellos príncipes de Robech, grandes de España, a quienes el Conde de Chambord trataba como a amigos, en cuya casa conserva recuerdos familiares de María Antonieta, la Pirineos experimentaba simpatía especial por lo español. España era para ella -como lo fue para muchos hasta la pérdida de las colonias, y como lo es todavía para algunos-, país noble y desgraciado, caballeresco y mártir. Estas impresiones vagas y difusas pueden encarnar en un individuo capaz de infundir algún sentimiento de simpatía.

La dulce y poética figura de Silvio, su evidente consternación ante una misteriosa tragedia, provocaron la expansión con que la Condesa, atraída también por una curiosidad emocional, insistió, protectora, cariñosa.

-¿Puedo tranquilizarle? ¿Puedo serle útil?

-Gracias, señora... -balbuceó Lago-. Iba a salir de esta casa, iba a la calle, temeroso de cometer un desatino, porque hay cosas que se suben a la cabeza... ¡Perdón! ¡Me hace usted tanto bien! Ya que tiene la bondad de preguntarme, diré la verdad. Yo vine avisado por Madama Porcel para asistir a la exhibición del retrato hecho por mí, de un retrato que en Madrid se convino que lo verían gentes conocidas que pueden encargar... Llego, y lo que se exhibe es otro retrato del señor Marbley... Por eso no comprendía; por eso necesité ir al jardín de invierno, a fin de convencerme de que no la engañaba a usted la vista, cuando afirmaba que era de Marbley el retrato. ¡Mire, mire si ha sido ridícula mi situación en este sarao donde supuse que se reunían para ver algo mío, muy malo, muy insignificante, pero que podía asegurarme la vida en París!

La Pirineos replicó asombrada:

-Todavía dudo... No concibo que pueda hacerse cosa tan poco leal, tan poco disculpable... ¿Dice usted que Madama Porcel le ha escrito...?

Silvio sacó del bolsillo del frac su cartera y extrajo el último billetito de Espina. La Condesa lo tomó aprisa y lo recorrió.

-Aquí no dice que el retrato sea el de usted... Es una invitación como todas... Taza de té y exhibición... Verdad que en el mío añadía: «Retrato, obra de Marbley».

Por respuesta, Silvio revolvió en la cartera un poco y descubrió la otra misiva, la del sobre gris con lacre blanco, fechada en el extranjero, y la tendió a la Condesa.

-Estoy siendo indiscreta -murmuró ella como a pesar suyo; pero no rehusó la carta: la descifró e hizo un gesto de desagrado, el que se hace a la vista de una lacra física o una bajeza moral.

-No dice aquí tampoco expresamente que el bellísimo retrato que va a exhibirse al regreso a París, y que ya casi no se parece al original, sea de usted; con todo, ya estoy segura. Las precauciones no se han olvidado un momento, la premeditación parece evidente. ¡Miseria! -murmuró hablando consigo misma.

-Sí -confirmó Silvio-, ¡miseria! Es cosa pensada, combinada fríamente. Es la segunda parte de la escenita, por usted, señora, presenciada y reprobada en casa del modisto...

-Siempre hay algo debajo de estas cosas... -murmuró la dama.

Silvio, en medio de su ira y su confusión, conservaba el sentido del gesto artístico, de la bella actitud. Su instinto le dictaba lo que era preciso decir y hacer para impresionar favorablemente a su repentina amiga. Con sencillez de buen gusto pronunció:

-Nada que ofenda a Madama Porcel suponga usted, condesa... Caprichos de mujer bonita, antipatías... ¡qué sé yo! Mi situación no es por eso menos crítica. Y, a no recibir de usted el generoso don del interés que me está demostrando...

-Es usted un hidalgo de su patria -declaró afectuosamente la señora-. Sea cualquiera el móvil de la conducta de Espina (no profundizo), esto no se quedará así. ¡Esto no se hace entre nosotras!

-Señora, yo respeto en medio de todo a Madama Porcel, pero no creo que tratándose de usted y de ella se pueda decir nosotras. Cuando una dama como usted dice nosotras, debe mirar lo que dice.

La audacia no desagradó a la Pirineos. Concordaba con sus íntimos sentimientos, con protestas frecuentes de su altivez y su decoro ante ciertas promiscuidades y transigencias del mundo. Hay desplantes que son homenajes. Silvio lo comprendió al ver que un ligero carmín se extendía por las mejillas, ya algo marchitas, pero limpias de afeite, de su ilustre interlocutora.

-Acaso tenga usted razón... -articuló-. No he dejado de pensar... En fin, vamos, vamos, he de poner en claro esto... Cuando me acerque a Espina, desvíese usted un poco...

Regresaron al jardín de invierno y al salón modernista, tratando de conseguir el casi imposible de conferenciar con la dueña de la casa, sin testigos, en medio de una reunión. La gente se retiraba, desfilando discretamente algunos, pero otros se entretenían en despedidas y felicitaciones, preguntando por qué el maestro no había concurrido a recibir enhorabuenas, y encargando a Espina que se las transmitiese. Los íntimos, o que presumen de tales, forman a esta hora piña más compacta, y se arriman a la dueña de la casa, para convertir en tertulia alegre lo que era ceremonioso sarao. Valdivia, sonriente, carenado por la cura termal, en apariencia el hombre más feliz del mundo, había abandonado el rincón del fumadero, donde se escondía desde la llegada de Silvio. Al ver que se acercaba la Pirineos, sola ya, buscándola, creyó Espina que trataba de marcharse, pues solía ser de las primeras en hacerlo; pero lejos de corresponder al movimiento de la Porcel, que tendía la mano para expresivo adiós, la Condesa se plantó tranquila, dominando sus nervios.

-¿Nos ha enseñado usted, ma belle, todo lo que se proponía hacernos ver esta noche? ¿Estoy mal informada al creer que nos oculta otro delicioso retrato, que a fuer de amiga del señor Lago -y con doble retintín que en casa del modisto, la gran señora recalcó la palabra-, ardo en deseos de admirar?

Espina, sobresaltada, vaciló un momento. Sus ojos de ágata, que la enfermedad rodeaba de livor disimulado por artificios, se fijaron en Silvio, cortantes.

-¿Otro retrato? -silabeó-. ¡Ah! Sí, en efecto, perdóneme.

-Pero ¿cómo no ha tenido usted la buena idea de exhibirlo al mismo tiempo que el del señor Marbley? -insistió la condesa, que se decía a sí misma: «Es muy incorrecto lo que hago... Pero sublevan demasiado ciertas infamias...».

-¡Oh! -dejó caer Espina lentamente-. Para exhibir, para convocarlas a ustedes, tenía que tratarse de un maestro... Lo de Lago es muy mono; un juguete, una fantasía...

-Sin embargo -insistió la Condesa-, el señor Lago esperaba, fundado en palabras de usted...

Hablaba ya fuera de sus casillas, perdido el aplomo a fuerza de indignación:

-Ya sabe Lago que se le protege -declaró altaneramente Espina, que, al contrario, se aplomaba, recogiéndose para luchar-. No se puede ir tan aprisa; lo comprenderá, Condesa... No se quejará de mí... Le he presentado a usted, por ejemplo... Lo demás vendrá a su hora...

-¡Me perdonará usted, sin embargo, que insista! Desearía ver hoy mismo el trabajo del señor Lago... Esperaré a que la sea fácil complacerme...

Se habían vaciado casi por completo las estancias. Quedaba la Villars-Brancas, que solía navegar de conserva con la Pirineos, la joven Secretaria de la Embajada española, algunos muchachos adoradores y cortejadores de la Porcel en las barbas (sobre todo en las barbas, porque era más divertido) de Valdivia, y en un rincón, fiel a la consigna, Silvio, haciéndose el indiferente, esperando. El brasileño se había evaporado, no se le veía. Espina, escudándose en sus aniñadas versatilidades, rio y acercándose a la Pirineos, murmuró condescendiente:

-Ya que usted se empeña...

Hizo una señal al grupo, una indicación graciosa a las damas, y todos la siguieron. Silvio dudó un momento; al fin, lentamente, echó detrás. Se dirigían al piso de arriba, por la linda escalera que arranca de la antesala y que visten tapicerías simbolistas, ejecutadas expresamente para Espina a cartón perdido.

Guiados por ella, entraron en el saloncito verde, cuyo tapizado de seda desaparece bajo brocado de ramas de almendro en flor, y que procede a la rotonda y al tocador de Espina.

Ésta se volvió, animada, chancera, y empezó a deshacerse en excusas verbosas.

-Siento el viaje qué les voy a imponer, pero como la Condesa desea ver el retrato ahora mismo... Si no, podrían ustedes verlo mejor una mañana; yo lo bajaría, lo colocaría convenientemente...

-Pues ¿dónde lo ha colocado usted? -preguntó con sarcasmo fino la Pirineos.

-Es una desgracia... Como no tiene uno ya pulgada de pared disponible...

A esta frase de la Porcel dieron respuesta el ¡oh! exasperado de la Condesa y la risa sofocada de los galanes. Silvio, desde la puerta, oyó. No había medio de no reírse. En todo el salón sólo pendían de la pared dos diminutos y lindísimos grabados.

Silvio, aunque no era camorrista, sintió cosquilleo en las manos, ganas de hartar de bofetadas a los galancetes de la risa... ¿Por qué no se encontraba Valdivia allí? Y la voz de Espina, una flauta de plata, moduló:

-Vengan ustedes, excúsenme... Tengo que llevarles a mis habitaciones enteramente particulares.

Pasaron primero a la rotonda donde la Porcel se tendía y fumaba sobre la meridiana; después al tocador propiamente dicho. La Pirineos murmuró al oído de la Villars:

-¡Qué paseo tan extraño nos hace dar! Se me figura que tendremos que salir de aquí para siempre...

Todo el mundo se deshacía en elogios. Las habitaciones eran una delicia: no se parecían a ninguna otra. A su despecho, la misma Condesa reconocía el gusto de la dueña, su acierto exquisito.

Se olvidaba el objeto de la excursión, y sobre todo al autor del retrato, a Silvio, rezagado, estremecido presintiendo ya, sin comprender del todo aún. Iba como entre sueños por aquellas habitaciones que conocía de sobra, y en cuyas paredes buscaba inútilmente su labor... ¿Dónde estaba, no estando allí?... De pronto, Espina hirió un timbre y apareció la doncella de guardia, la mulatita brasileña que mil veces le había servido, de la cual había deseado hacer un boceto al pastel. Espina ordenó, en voz aguda:

-Eclairez...

Y franqueada la puerta interior del tocador, se vio, al fulgor de las luces eléctricas, una especie de ropero, una de esas habitaciones útiles, cubierta de armarios de barnizada y sólida madera, y en un rincón, medio tapado por los armarios que proyectaban sombra, entre una fotografía de jockey y un calendario -evidentemente el museo de la doncella-, el encantador pastel primaveral, el busto de Espina surgiendo del ideal boscaje de rosas, al parecer recién cortadas. Hubo un instante de embarazoso silencio. La intención despreciativa que semejante colocación revelaba era patente. Había allí mofa, bofetón. Nadie sabía qué actitud tomar. Al fin, uno de los galancetes rompió a reír, y los demás le hacían coro, cuando la voz de la Pirineos se alzó, dominando la explosión burlona.

-La felicito y la doy el pésame -articuló conteniéndose para mejor asestar el golpe-. La felicito, por tener tan hechicero retrato; y la doy el pésame por haberlo colocado donde ni aun sus conocidos podemos verlo, sin arriesgarnos a que nos tache usted de excesiva confianza. Deploro haberla tenido... aunque, bien mirado, a eso debo un hallazgo inestimable. Señor Lago -añadió volviéndose hacia Silvio, más blanco que enyesada pared-, no conocía su trabajo. Si la señora Porcel lucha con la dificultad de no tener sitio en su hotel moderno para una obra maestra, yo me alegraría de enriquecer con ella el viejo palacio de los Pirineos, o mi castillo de Alorne, que estoy restaurando. Y si usted, señora Porcel, no quiere deshacerse de esa monada, yo no por eso renuncio a poseer un retrato hecho por el señor Lago. No soy un modelo tan brillante, pero el arte lo vence todo.

Y con un movimiento de «gran aire», de altivez soberana velada en cortesía, la Pirineos tomó el brazo del artista, esbozó una ligera inclinación a la Porcel, sonrió a los demás y se retiró al través de las habitaciones iluminadas, perfumadas, por la escalera «digna de un zapato de raso», saliendo directamente al vestíbulo. Allí dijo a Silvio, con quien no había cruzado palabra hasta entonces:

-Hágame el favor de pedir mi abrigo.

Mientras el artista transmitía la orden, la casa, la reunión, la dueña, los concurrentes, daban vueltas a su alrededor. La excitación nerviosa se desbordaba. Un torrente de sentimientos devastaba su alma impresionable. La vida le parecía otra. Y se asombraba, no de la malignidad de Espina, sino de que aquella malignidad la hubiese él saboreado un día como extraño confite, y la hubiese tenido por signo de elevación en las categorías humanas. Es de las cosas menos lógicas, pero más usuales, que el desarrollo natural de un carácter que conocemos nos sorprenda amargamente cuando nos afecta. Admitimos complacidos, bromeando, un bribón teórico, una malvada abstracta, y empieza la indignación cuando nos traicionan y nos hieren. Ahora le parecía a Silvio que lo verdaderamente distinguido y raro es la bondad, la justicia, la cólera contra felones y miserables. Se recreaba en la majestad de una gran señora, que era buena, tres veces buena.

Cuando la ayudaba a subir al coche, alzó hacia ella el rostro y la Condesa vio que los ojos del artista estaban vidriados por un velo de humedad.

-Niño, niño... -murmuró dulcemente-. Serénese usted... Esto pasó... Aquí tiene mi tarjeta para que sepa mis señas. Me encontrará, excepto los jueves, de tres a cinco. Me complaceré en presentarle a mis amigas. Confío en que retratos no le han de faltar.

Y como Silvio, entre un murmullo de respeto y enternecimiento, le besase la mano con unción, lo mismo que en casa del modisto, la Pirineos, firme en su preocupación del español creyente e hidalgo, añadió:

-Estamos en una triste época; y al ver lo que hacemos las mujeres de nuestra justa altivez, no debemos extrañar lo que hacen los hombres de la suya... Y no olvidaré esta lección. Escogeré mejor en lo sucesivo mis relaciones, y las conoceré, no sólo por la apariencia dorada y la vanidad frívola, sino por lo que no puede engañar, por su origen y sus antecedentes... Usted es extranjero, de un país noble, heroico. No crea que este tipo de mujer es el de la aristocracia francesa.

Tomó de los fuelles de piel de su berlina el carnet donde apuntaba sus visitas, y buscando rápidamente el nombre de la Porcel, lo rayó con un rasgo enérgico del lapicerito de oro.

-Adiós, hasta lo más pronto posible -añadió entre una sonrisa y un saludo de la mano; y para dar fin a la escena, ordenó al lacayo:

-¡A casa!

Silvio se quedó de pie en la acera, palpitando de un gozo y de una esperanza que le movían a alzar los ojos hacia el firmamento, alto, estrellado y frío, con este gesto que hacemos involuntariamente para referir nuestras grandes emociones a algo mayor que ellas, a lo verdaderamente inmenso, a lo que nos envuelve y protege con su magnitud. La helada, que parecía descender de la majestuosa bóveda salpicada de joyeles de pedrerías, le sobrecogió; y la sensación glacial que recorrió sus venas y sus huesos se enlazó con la idea vagamente religiosa que descendía de los astros, de las constelaciones radiantes.