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La recepción de «La Corte de los Poetas» (1906), antología de Emilio Carrere, en la prensa española de la época

Marta Palenque


Universidad de Sevilla



La antología La Corte de los Poetas es una referencia repetida en numerosos lugares pero, pese a su indudable interés, no ha merecido gran atención. Es por ello por lo que le dedico ahora este artículo y tengo en marcha una edición del libro.

Emilio Carrere publica su antología, cuyo título completo es La Corte de los Poetas. Florilegio de rimas modernas, en 1906, en la madrileña librería de Pueyo, la editorial de los modernistas. Todavía hoy el volumen sigue siendo citado con errores y se indican distintos años de edición pese a que los ensayos de José María Martínez Cachero (1982) y Allen W. Phillips (1987) lo dataran de forma definitiva y analizaran su contenido1. Fuera de estos trabajos, sólo hay algunos comentarios parciales (subrayo el de Zuleta 1988: 253-257) y alusiones casi anecdóticas. Cabe pensar que, en gran medida, el causante de esta desafección es su propio autor, Emilio Carrere, hasta fecha muy cercana poco atendido en los estudios del modernismo hispánico y calificado en función de su supuesta vida bohemia y su prolífica obra, en parte fruto del autoplagio, pues acostumbraba a repetirse aprovechando sus textos una y otra vez. Recientemente, al abrigo de una prolífica atracción por la bohemia finisecular, Carrere ha sido objeto de varios ensayos; destaco los de José Montero Padilla (1999) y Julia M.ª Labrador Ben y Alberto Sánchez Álvarez-Insúa (2001, 2002a, 2002b, 2003; véase además Sánchez Álvarez-Insúa y Labrador Ben 2001, 2002a, 2002b), que han puesto orden en su obra lírica y narrativa. Es de justicia citar de nuevo a Phillips, pionero en su interés por esta parcela olvidada de la lírica finisecular (1986-87, véase 1995).

La Corte de los Poetas es la primera antología del modernismo hispánico (así la calificó ya Martínez Cachero) y fue concebida por Carrere como una llamada de atención hacia los valores poéticos primiseculares. Sus intenciones resultan evidentes desde la «Nota preliminar»:

Al hacer esta Antología nos proponemos dar a conocer al gran público, [sic] el grupo valeroso de poetas que lucha en la sombra desde hace mucho tiempo contra la estulticie ambiente y las asendereadas fórmulas de absurdos convencionalismos seculares.


(Palenque, ed., en prensa, p. 5)2                


Tras el «apóstol» de este cambio, el indiscutible Rubén Darío, ha surgido, sigue, «una brillante juventud, una lírica aristocracia compuesta por la mayor parte de los artistas que forman este florilegio» (p. 5). Y añade: «A costa de grandes esfuerzos y sacrificios la juventud va triunfando lentamente» (p. 6). Junto a Rubén coloca los nombres de Salvador Rueda («el par de Darío»), Pedro de Répide, Manuel y Antonio Machado, Villaespesa, Vicente Medina, Santos Chocano, Juan R. Jiménez (que abre el índice y aún firma así), Antonio de Zayas, y menciona en conjunto a Amado Nervo, Ortiz de Pinedo, d'Ors, Díez-Canedo, Pujol, Oteyza, Catá, Valero Martín, Palomero, Rivera, Mesa, Alcaide de Zafra y Pérez de Ayala, quienes, dice, «forman la brillante cruzada del Ideal contra la muía burguesa» (p. 7). Éste es un prólogo de combate en el que Carrere critica y ridiculiza a algunos poetas decimonónicos (entre ellos a Federico Balart, Vicente Balaguer y Manuel del Palacio), a las instituciones en las que se atrincheran (sobre todo la Real Academia de la Lengua, donde, debe recordarse, en 1905 pronuncia Emilio Ferrari un discurso de recepción de tono marcadamente antimodernista)3 y sus gestos retóricos y altisonantes. Carrere plantea la necesidad del relevo. El talante aristocrático de esta nueva poesía, que parece quedar reservada a los elegidos, y su modernidad quedan ya subrayadas en el título. El prólogo, no obstante, es muy impreciso y no concreta nada acerca del concepto de lo moderno.

Varios son los aspectos conflictivos que presenta esta colección. Resumiendo los más polémicos aflora, en primer lugar, la fecha, muy tardía para considerar La Corte como una antología «inaugural». Varios de los poetas aquí incluidos tienen una obra consolidada, han variado de rumbo o, incluso, se muestran críticos hacia ciertas formas de modernismo (el más exotista o parnasiano). Cabe mejor entenderla como pieza clave de su llegada a la madurez; piedra de toque en la asimilación a un más amplio mercado (Mainer 2004). No en balde viene casi a coincidir con la encuesta de El Nuevo Mercurio (1907), en donde el modernismo es ya visto como una estética con respecto a la que la mayoría de los interrogados se muestra favorable (Celma Valero 1989) y, del mismo año, con la publicación de la importante revista Renacimiento. La corta y casi nula entrada de los poetas afectos a lo moderno en los acervos editados hasta entonces podría asimismo alumbrar acerca del valor de La Corte (Palenque 2004 y 2007).

En segundo, su desordenado y extraño contenido, donde se dan la mano poetas españoles e hispanoamericanos de muy distinta condición, ordenados sin ningún criterio aparente, con nombres que desentonan. Algunos entendieron que se quedaba corta y dejaba fuera a poetas de fuste. Éste fue el caso de Eduardo de Ory, que publicó en 1908 La musa nueva. Selectas composiciones poéticas (Zaragoza, Librería de Cecilio Gasca), en la que incorpora a los poetas excluidos por Carrete, entre ellos Fernando Fortún, Ramón del Valle-Inclán, Rafael Lasso de la Vega, Tomás Morales, Andrés González-Blanco y Miguel Pelayo.

También la figura de Emilio Carrere Moreno (Madrid, 1881-1947), el representante por excelencia de la bohemia madrileña y uno de los poetas más populares de su tiempo, como coordinador de este volumen ha sorprendido a los que la han estudiado. Martínez Cachero (1982), con el que coincido, juzga más idóneo a Francisco Villaespesa para este papel y se pregunta si Carrere contó con alguna ayuda; Phillips (1987) duda también acerca de su responsabilidad total en la selección. Cabe imaginar algún tipo de consultas y peticiones de material a sus compañeros de letras por parte de Carrere, quien aún no gozaba entre las huestes bohemias de la popularidad y liderazgo que alcanzaría a partir de su libro El Caballero de la Muerte, de 1909. En cualquier caso, el resultado final de La Corte no puede parecer más desordenado y falto de criterio.

A la vista del conjunto, las preguntas más inmediatas son ¿qué concepto de modernismo subyace tras esta antología?, ¿qué es lo moderno para Carrere? La respuesta no es fácil. En cualquier caso, lo que parece querer testimoniar a la altura de 1906 es el arraigo de una forma de hacer poesía (con muchas variantes) y la realidad del relevo generacional, al mismo tiempo que manifiesta un cambio de actitud con respecto al público.

Que el repertorio de Emilio Carrere levantó polvareda parece claro. Quizás el testimonio más repetido es el poema de Miguel de Unamuno titulado «A la corte de los poetas», incluido en Poesías (1907), que empieza:


Junto a esa charca muerta de la corte
en que croan las ranas a concierto,
se masca como gas de los pantanos,
ramplonería
[...].


(Unamuno 1987: 59-60)                


A Unamuno, que prologó y valoró de forma positiva la obra de varios de los poetas aquí incluidos, parece molestarle, sobre todo, el mimetismo y amaneramiento de una mayoría de los elegidos y expresa su prevención ética con respecto a la frívola copia de lo francés que, como manifiesta en otros lugares (por ejemplo en su contestación a la encuesta de El Nuevo Mercurio), sólo parece responder al «deseo de agradar, de dar gusto al público» (núm. 5, mayo 1907, 505). Sin embargo, es posible que Unamuno no se refiera en concreto o, al menos, en exclusiva a la serie de Carrere, sino que su comentario es más general y afecta a los muchos poetas que pululaban por aquel Madrid de principios de la centuria.

En el prólogo a su antología de 1908, Eduardo de Ory aludía a la acogida que recibió el repertorio: «Fue muy celebrada esta obra; la prensa la acogió con cariño, la elogió como merecía y el éxito fue indiscutible» (XII). Por el número de reseñas y el carácter de los comentarios que he localizado La Corte de los Poetas fue vista, para bien o para mal, como la enseña de la modernidad. Su relación con la juventud poética es reiterada pese a que varios no sean tan jóvenes y otros hubiesen fallecido hacía ya bastantes años (entre ellos Juan Vicente Camacho, Olegario de Andrade, Julián del Casal...). Algunos de los autores de los pareceres que voy a utilizar forman parte de su índice como poetas; por ejemplo, Cristóbal de Castro o Antonio Palomero. Otros se cuentan entre la crítica moderna más seria y reconocida, como Emilio H. del Villar, Julio Camba, José Ortega y Gasset o Ramón D. Perés. Parece que Ricardo J. Catarineu -el popular cronista de La Correspondencia de España y presente también como poeta en La Corte- redactó otra glosa que, tras repasar numerosos periódicos y revistas, no he localizado aún. Todas estas reseñas se insertan en publicaciones madrileñas de gran difusión y significativo protagonismo en la cultura española: España Nueva, Cultura Española, Revista Contemporánea, Nuevo Mundo, ABC, El País y el suplemento Los Lunes de El Imparcial. Asimismo el satírico Gedeón, significado eje de la parodia antimodernista, aportó su comentario. Como se observa, se trata de periódicos y revistas de corte muy distinto. Las reseñas debidas a Ortega han sido ya comentadas por Ángel del Río (1948, véase 1985: II, 432), Martínez Cachero (1982: 235-236), José Luis Cano (1984: 329-332) y Phillips (1987: 15-17), quien cita además la aparecida en Gedeón y la contestación de Carrere, años más tarde, en Madrid Cómico. El segundo también daba noticia de la suscrita por Peres (idem: 236), al igual que Alarcón Sierra (en Machado 2000: 159). Zuleta (1988: 253-257) alude a las de Gedeón y Los Lunes. Las restantes, según mis datos, se utilizan ahora por primera vez.

Aun coincidiendo en señalar la antología como estandarte de la modernidad poética, unos autores expresan calurosas felicitaciones, destacando el reconocimiento de que gozan ya en gran mayoría los seleccionados, y otros la creen índice de un tiempo de decadencia lírica marcado por la imitación de lo francés. Entre unas y otras se advierten distintos matices que conviene repasar. Procederé de forma somera por cuestiones de espacio.

«¡Paso y honor al libro de la juventud! Vaya un aplauso reverente para sus páginas sinceras, y que los buenos corazones se abran ante él, como se abren las flores ante el sol. / Un bohemio de espíritu y figura, Emilio Carrere, altivo con su pipa y su melena, como un D. Juan con su ropilla y con su espada, hizo el milagro de esta serena antología. Paciente y entusiasta y sincerísimo, en este libro de La corte de los poetas da un solemne mentís a los escépticos. ¡No ha muerto la poesía, no! Su latido español trovadoresco resuena aún pomposo y aún bizarro; y el alma universal del siglo XX dice, en el rico verbo español, odios, tormentos o ironías», empieza la de Cristóbal de Castro,


(«Crónica. La corte de los poetas», España Nueva, 12 julio 1906, p. 1),                


periodista, poeta y narrador afecto a las filas de la «gente nueva», amigo de Rubén Darío, Villaespesa, los Machado, Valle-Inclán..., director literario de España Nueva entre 1906 y 1908 (véanse López de Zuazo Algar 1988: 328, y Correa Ramón, 2001: 64-70). Castro, tras el encendido elogio de algunos de los elegidos, se centra en el tema que esta agrupación de poetas le sugiere, y ésta es la escasa consideración que los poetas merecen en España frente a otros países europeos. Pasa así a criticar a la supuesta élite cultural (gobernantes, aristócratas y burgueses) por su falta de interés hacia la poesía moderna; a los periódicos, por ignorarlos; a la Asociación de Escritores y Artistas y las Academias por no saber protegerlos ni premiarlos. Y termina:

Yo sólo digo a los independientes y a los buenos que ha aparecido un libro singular; que este libro, La corte de los poetas, es un jardín de juventud, y que su gestador, Emilio Carrere [...], merece un apretón de manos.

Ahora, el libro en la plaza, ya hemos de ver quién de él se ocupa. Es un jardín de juventud, donde las rosas de la envidia no han brotado: quizás sobre sus páginas se haga un silencio de vejez. Mas, ensalzado o preterido, sabe, lector, que el libro este es el libro más bello que aparece en España ha muchos años [...]


Antonio Palomero, el popular Gil Parrado («Autores y libros. Noticias literarias. La corte de los poetas. Florilegio de Rimas Modernas», ABC, 16 julio 1906, p. 5), también defiende la absoluta novedad del volumen de forma muy positiva y, tras elogiar a Gregorio Pueyo, por su protección, y a Carrere, por su cultura y buen hacer, pasa a la lucha criticando a los que condenan a los poetas modernos. Valora Palomero sobre todos al Rubén de Prosas profanas, que ha abierto nuevos caminos a los poetas jóvenes españoles incitándoles a «ensanchar el arte de la rima», por lo que son duramente zaheridos. Alude de paso a Ferrari y a la plebe ignorante que no entiende las pautas estéticas de la juventud. La felicitación de Palomero es total, aunque encuentre algunos lunares en la selección que cree disculpables. «Merece, en fin, este Florilegio un caluroso elogio, y el colector y el librero que lo edita aplausos entusiastas», cierra.

El mismo día que la de Palomero, La Corte de los Poetas figura asimismo en Los Lunes de El Imparcial («La corte de los poetas. Antología», 16 julio 1906, p. 2): un breve juicio sin firmar (aunque cabe asignarlo a Luis Bello, director de la publicación entonces) y una muestra de algunos de los autores representados4. Al anónimo comentarista le parece innecesario el tono combativo del prólogo y, sin entrar en la polémica de la falta de grandes poetas, cree ya justificada la importancia de la poesía nueva y ensalza el valor general de su índice:

Sesenta y siete poetas, la mayor parte estimabilísimos, geniales algunos, constituyen un buen argumento de hecho. Recuérdese, por otra parte, que en las épocas de mayor florecimiento no han faltado nunca plañideros: ¡Ya no hay poetas! Todo es cuestión de perspectiva, y quizá este periodo sea con el tiempo, en nuestra historia literaria, un bello renacer. El gran público puede juzgar leyendo algunas poesías que entresacamos del volumen sin ánimo de dar la flor de la flor. Aunque «ni son todos los que están, ni están todos los que son», habría necesidad de reproducir casi todo el libro para ser justos.


Se reproducen sólo los versos de poetas españoles -y se anuncia que van a seguir incluyéndose en entregas posteriores- como «cebo para el lector deseoso de apreciar por sí mismo el rumbo de la poesía castellana a principios del siglo XX». En este primer envío van los poemas de Juan R Jiménez: «Rimas», Enrique Díez-Canedo: «El maestro», Emilio Carrere: «El caballero de la muerte», Eduardo Marquina: «Los viejos», Antonio Palomero: «Mi mano derecha», Manuel Machado: «La hija del ventero», Pérez de Ayala: «Almas paralíticas», Francisco Villaespesa: «La hermana», Antonio Machado: «Del camino», Pedro de Répide: «Letrilla», y José María Gabriel y Galán: «El embargo».

En cuanto al popular y reconocido periodista Julio Camba, redactor de El País entre 1905 y 1906 («Vida literaria. La Corte de los poetas. Florilegio de rimas modernas», El País. Diario republicano, 20 julio 1906, p. 1), parte del reconocido valor de los poetas que incluye la serie y profundiza en la lectura social que aporta el libro, es decir, se ocupa del tema de la función social de la nueva literatura y, así, empieza reflexionando acerca de la supuesta inutilidad de la poesía, lo que pasa a rebatir, centrándose sobre todo en el indiscutible valor de la lírica como punto de unión entre España y América, y su relevancia a la hora de mantener viva la lengua española:

La Corte de los poetas resume el esfuerzo de unos cuantos soñadores absolutamente desinteresados. Los unos son españoles y los otros han nacido en las Repúblicas americanas de habla española. A través de la distancia y de las diferencias de nacionalidad, todos esos soñadores se han sentido hermanos en un mismo ideal de arte y en una misma materia de expresión: el castellano. Durante un largo periodo la verdadera confraternidad hispanoamericana ha corrido a cuenta de esos hombres, cuyas únicas virtudes diplomáticas son el desinterés y la sinceridad. Rubén Darío ha hecho infinitamente más por el prestigio de América en España que todos los políticos y que todos los comerciantes. Y en América, si nos van estimando algo, no es ciertamente por Moret, ni siquiera por el marqués de Comillas, sino por la labor de una falange de escritores, muchos de ellos catalogados en La Corte de los poetas, y los cuales no venden aquí la mitad de los libros que venden allá.

Esta labor de unificación la realizan únicamente unos cuantos jóvenes poetas, enemigos de la rutina académica y hermanados tanto por el odio a ella como por el amor a los nuevos ideales artísticos. El caso está en que un poeta español de la generación nueva, como Villaespesa, como Machado, como Carrere, como Fabra, como Díez Cañedo, tiene grandísimas analogías con un poeta americano como Nervo, como Darío, como Lugones o como Leopoldo Díaz y no tiene absolutamente ninguna con un poeta español de la vieja serie, como el Sr. Zapata, a pesar de su larga residencia en Buenos Aires o como el Sr. Casanova [...].

La Corte de los poetas viene a ser como una síntesis de la magna labor de esos hombres, labor realizada con la maravillosa inconsciencia del árbol que da flores para dar frutos. Yo no recomendaré el libro a la consideración de los políticos porque ello sería perfectamente estéril. Pero véase cómo un libro de versos puede ser más útil todavía que un billete de ferrocarril o un manual de mecánica; véase cómo un canto a la luna importa de igual modo a la prosperidad de un pueblo que la estadística arancelaria y cómo los sembradores de flores no desempeñan una función menos trascendental que los cultivadores de patatas y hortalizas.


También las faltas son subrayadas en casi todas las reseñas, dándoles mayor o menor importancia. Como en cualquier selección antológica, se indican ausencias y se señalan posibles eliminaciones. Es el peligro que conlleva toda antología, pues es imposible colmar las apetencias de todos los potenciales lectores. Algunas veces, los echados en falta sorprenden tanto como algunos de los incluidos por no acomodarse al canon actual del modernismo. Así, Emilio H[uguet] del Villar («La Corte de los poetas», Nuevo Mundo, 655, julio 1906, s. p.), científico, periodista, narrador y crítico de arte y literatura, llama la atención sobre Melchor de Palau, quien, indica, encajaría al ser más joven que algunos de los presentes (aun peinando ya canas: nace en 1843). La varia edad de los seleccionados le lleva a no tener claro cuál es el criterio base del conjunto. Anota además la falta de Narciso Díaz de Escovar y Arturo Reyes, autores de una obra regionalista más bien encuadrable en los límites decimonónicos. Apunta por último la poesía de Antonio de Zayas, quien, aunque está en La Corte, le parece mal representado al figurar sólo muestras de su obra primera5. Villar aplaude el abandono de la retórica huera de antaño a favor de un estilo más impresionista y pleno de sensaciones que observa en estos poetas pero, vuelve a la carga, junto a algunos que optan por esta saludable medida estética otros hacen sólo gala de ignorancia de los principios básicos de la ciencia, olvidando su amplio desarrollo en España, y tacha lo que en su opinión es una mala poesía nacida de la falta de sentido común. Para Villar modernidad poética y progreso científico deben darse siempre unidos.

El nombre de Emilio del Villar se repite en los periódicos y revistas madrileños de la primera década del XX al pie de narraciones breves y comentarios o críticas de carácter científico o artístico-literario. En «Los enemigos de la ciencia» (Alma Española, 16, 1904, p. 12) ya se había ocupado del desinterés de algunos escritores por el avance científico, donde, en su opinión, radicaba la falta de novedad de su obra. El mismo concepto de modernismo había sido centro de sus reflexiones en «El sensualismo literario y el lenguaje» (La Ilustración Española y Americana, 15 abril 1903, pp. 233 y 236) y «¿Qué es el modernismo?» (idem, 8 mayo 1903, pp. 287 y 290); en ambos llama la atención sobre los excesos modernistas.

Incluso en Gedeón (sección «¡El papel vale más! Notas bibliográficas», 22 julio 1906, s.p.) hay un anónimo bombo para La Corte no exento de humor. Por él, declaran los redactores, se arriesgan a ser reconvenidos («gedeonizados») por aquellos que creen que hay que negar todo valor a lo nuevo; ellos pretenden ser ecuánimes:

Y no ha faltado quien dijera: «¡En GEDEÓN debe de haber un modernista...!» No, noble amigo, no. En GEDEÓN se procura conservar cierta ecuanimidad, que suele ser el mejor fundamento de la justicia, para poder distinguir entre lo bueno y lo malo, sea de quien sea: de los viejos o de los jóvenes. Por eso no hemos caído nunca en la tentación de llamar modernistas a los que escriben sinceramente y con perfecta conciencia de lo que hacen, precisamente porque sabemos lo que es modernismo y lo que tiene de admirable. Para nosotros no hay más que bueno y malo -según nuestro entender leal- y así estimamos lo estimable de la nueva labor, y hacemos como que no nos enteramos de las tonterías que escriben algunos chicos que a sí mismos se creen innovadores, modernistas, novísimos, etcétera, etc., bien seguros de que el tiempo les hará entrar en razón, convenciéndoles de su propia tontería.


Los redactores destacan los muchos versos auténticos y de calidad que encierra la antología, digno testimonio de la realidad de una poesía joven y moderna, pero se burlan también de los versos malos, aspecto en el que se demoran, citando fragmentos de Félix Cuquerella y Calixto Perlado, que les parecen atroces.

Muy distintos, y aun cáusticos, son los comentarios de José Martínez Albacete («La corte de los poetas», España Nueva, 2 agosto 1906, p. 1), contestación a la reseña de Cristóbal de Castro.

Martínez Albacete se burla directamente de la juventud: «¡Buena está la juventud si sólo da de sí una Antología como ésa!» Para él el libro es, sin ambages, malo, «malo por todos conceptos», y analiza algunos ejemplos de la poco adecuada selección de Carrere tanto en cuanto a los autores como a los poemas. Empieza por Chocano y se pregunta por qué ha querido el antólogo abrir su serie (se refiere a los hispanoamericanos) con un poeta pésimo y por qué le ha colocado por delante de Darío, cuya «Sonatina» y «Marcha triunfal» alaba: es un poeta con real personalidad en un conjunto de poetas que carecen de ella. Sigue:

Eso, la falta de personalidad de casi todos los firmantes, es lo que priva de valer al libro: hay en él hermosas composiciones, medianas y malas; pero la obra en total no prueba que exista un núcleo de poetas jóvenes; a lo más, concediendo mucho, demostrará la acción de una tendencia modernizadora en nuestra poesía y cómo ésta se va alejando de las extravagancias y las insensateces a que recurrió, bebiendo del francés, en sus comienzos.


En definitiva, concluye, «[este volumen] para la gente literaria nada significa; para el público no sirve ni vale», porque al público en general esta antología no le interesa, ya que nada le atrae la poesía de los incluidos; sí se vendería una con versos de López Silva, Pérez Zúñiga, Sinesio Delgado y todo Madrid Cómico:

Ese público no comprará esta Antología, que, aun siendo mala como es, quizás le pudiera dar una idea de nuestros poetas jóvenes, los buenos Villaespesa, Rueda, Machado, Jiménez, Medina, Marquina, Nervo...; y de los malos Zayas, Peza, Lugones, Neón, Godoy y un centenar más que figuran en La corte de los poetas, ignoro si por ironía del Sr. Carrere o por debilidades de amistad, que nunca debió tener en cuenta.


La élite tampoco la comprará porque lo que vale (Darío, Villaespesa...) se lo sabe ya de memoria.

También el joven José Ortega y Gasset («Moralejas. Crítica bárbara», Los Lunes de El Imparcial, 6 agosto 1906, p. 1, y «Moralejas. Poesía nueva, poesía vieja», 13 agosto 1906, pp. 1-2; en Ortega 1983: 44-52) dio su opinión acerca de La Corte, aunque más bien cabría decir que la utilizó como excusa para reflexionar acerca de la literatura de su tiempo. En la antología ve Ortega expuesto de forma flagrante el pecado cultural del que él quiere huir entonces: el egocentrismo y el individualismo en las ideas, la falta de comunicación en la expresión del propio pensamiento que nace del recelo ante el fracaso o de la indiferencia, lo que en literatura, dice, da lugar a la aparición de temperamentos genialoides y fanfarrones nacidos de la más absoluta ignorancia, del solo y único deseo de ser el primero, de estar por encima de los demás. En líneas generales ve La Corte presidida por un deseo común de ser, ante todo, original, y advierte que la necesidad de ser distinto y moderno, cuando no está sustentada por ideas nuevas, es una prueba de un estado de decadencia:

Lo más triste que puede ocurrir es que donde la vida intelectual llega apenas a un soplo, a un hálito, especie de agonía, esta pobreza de intelectualidad sea amanerada, narcisina y con las raicillas al viento o sin raíces, como los musgos. Esto son las literaturas de decadencia que se desentienden de todos los intereses humanos y nacionales, para cuidarse sólo del virtuosismo, estimado por los entendidos, iniciados y colegas del arte.


(p. 47).                


Frente a esta actitud él propone una «crítica bárbara», que elude las discusiones de técnica y estética y «demanda al artista el secreto de las energías humanas que guarda el arte dentro de sus místicos arcaces» (p. 48).

Tras esta consideración general, base del primer artículo, en el segundo se detiene en considerar el valor que la poesía nueva concede al sonido de las palabras, lo que él no comparte, indicando el poder superior de su valor lógico: «Las palabras son logaritmos de las cosas, imágenes, ideas y sentimientos, y, por lo tanto, sólo puede emplearse como signos de valores, nunca como valores», por lo que no pueden llegar a convertirse en «el centro de gravedad de la poesía» (p. 49). Propugna Ortega una poesía enérgica, renovadora, impulsora, consoladora (son palabras suyas), no evasiva ni amanerada, que conecte con su época y diga algo a sus contemporáneos, elevando al hombre de alguna forma; no afectada sino positiva y educadora para con los que viven una etapa de crisis. Conecta, pues, con la crítica al modernismo evasivo, de princesas, arlequines, etc.; él elige como contraejemplo el «Epílogo» de Los pueblos de Azorín6.

Ramón D[omingo] Perés («Poetas y poesías», Cultura Española, núm. IV, noviembre 1906, pp. 1.015-1.0247) aprecia estas máculas ajenas a la poesía nueva, al tiempo que destaca la modernidad de los restantes autores, lo que -dice- se atreve a asegurar tras haber sido vocero de la modernidad en Cataluña. En su reseña desaparece la loa y se realiza una crítica bastante dura. Recuérdese que Perés, traductor y poeta, fue un referente indiscutible del Modernisme catalán desde las páginas de L'Avenç, que dirigió desde julio de 1883 a diciembre de 1884 (Valentí Fiol 1973). Durante estos años el periódico defiende una idea de modernidad asociada al naturalismo de Émile Zola. Perés ejerció también como crítico de La Vanguardia, donde analizó entre 1897 y 1903 la obra de Miguel de Unamuno como representante de la juventud del 98. Sus comentarios acerca de La Corte -los más técnicos y extensos de los vistos hasta ahora como corresponde a una revista cultural universitaria- permiten comprobar la ambigüedad del concepto de modernismo en aquellos momentos, todavía pleno el sentido negativo con que nació:

Nos hallamos ante una colección de poesía modernista en su mayor parte, y digo en su mayor parte, porque he de empezar por negar que todas las contenidas en el volumen y todos los autores de ellas lo sean, como acaso se pretenda afirmar por algunos. La poesía moderna es una cosa, y la modernista, tal como hoy la entendemos, ya que no sea otra distinta, no ha venido a constituir más que un matiz especial de la misma, que puede seguirse con toda fidelidad y sumisión o no, sin que, en caso de no hacerlo, haya de considerarse necesariamente a un autor como anticuado. Antes de que el modernismo de última hora viniera al mundo, había ya una poesía moderna que luchaba por romper moldes viejos, y algún derecho tengo yo a hablar de ella, pues hace más de veinte años que la defiendo y propago con la teoría y el ejemplo, lo que no podrán decir, por cierto, algunos de los que figuran en La Corte de los poetas.


No cree Perés que puedan ser calificados como modernistas Manuel Reina, Ricardo Gil, Gabriel y Galán, Rueda, Icaza, Peza, Olegario de Andrade, etc. Juzga arbitraria y caprichosa la selección, también interesada, pues se debe tal vez al amiguismo o la ignorancia:

La entrada en las antologías ha de ser más difícil, y hay que huir del sistema que puede convertir la literatura en un campo de influencias, como la política. No ha de poder decirse, como ahora, que con buenos amigos se obtiene todo y sin ellos nada. En tales bases descansan, sin embargo, no pocos juicios y no pocas reputaciones nuestras.


En opinión de este crítico, el lector de la antología se llevará una pobre impresión de la poesía española «moderna», ya que sólo advertirá un rasgo omnipotente y cohesionador: el afrancesamiento en ritmos y temas. Debido a la extraña selección no se aprecian grandes poetas, afirma, sino una medianía general en torno a este criterio único. Al relacionar el corpus con el del Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX (1902-1903), de Juan Valera, matiza que su canon es justo el reverso: antes se negaba todo lo extranjero, más si provenía de Alemania (en alusión a los «suspirillos germánicos»), ahora se aplaude lo foráneo, sobre todo lo francés. Se ha pasado de un extremo a otro y esto es lo que, en su juicio, hay que evitar. Peres, que demuestra buen conocimiento del acontecer literario en Francia, sentencia que la poesía española se deja llevar por modas que, importadas, tal vez se toman por lo último cuando ya han pasado en el país de origen, y comenta la nueva orientación de la poesía gala, más proclive a dejar a un lado experimentaciones y exotismos y a retomar el camino del ritmo tradicional. Pero, augura, como ocurrió en Francia (y se apoya en una cita de Gourmont impresa en el Mercure de France), que en España los simbolistas quedarán también ignorados.

Se detiene Perés en analizar la obra de algunos poetas de calidad insertos en La Corte que, entiende, contribuyen a remozar la poesía española: elige a Santos Chocano y Villaespesa. Promete continuar con la poesía catalana en el siguiente.

Repasando la sección «Poetas y poesías», de la que Perés se encarga en Cultura Española, se advierte cómo al pasar revista a la lírica hispana insiste con preocupación en ese excesivo contagio de lo francés, y apoya sin reservas la recuperación de los clásicos. Por ejemplo, al tratar la obra de Salvador Rueda o las Elegías de Eduardo Marquina. «¿Por qué no hacer con todas esas flores la verdadera hibridación del modernismo con el clasicismo? ¿Por qué no ser un clásico MODERNIZANTE, constantemente, con propósito reformador, educador?», se pregunta8.

Por último, una breve reseña aporta el escritor José Subirá, uno de los encargados por aquellos años de la sección bibliográfica de Revista ContemporáneaLa corte de los poetas», diciembre 1906, p. 758). Subirá vuelve a hacerse eco de la disputa en torno a la importancia de la forma poética y su posible desaparición iniciada a finales del siglo XIX y concluye que, si bien la poesía no llegará nunca a extinguirse, sí lo hacen las rígidas fórmulas dictadas por las preceptivas como norma única. La adopción de nuevas formas poéticas no implica su desaparición y la antología preparada por Carrere es para Subirá ejemplo de ello. La mera cita de los nombres que engrosan este «interesantísimo florilegio de rimas modernas» (nombra a Darío, Chocano, Nervo, Villaespesa, Marquina, Pérez de Ayala, Díez-Canedo, Machado) le parece buena garantía de la calidad del volumen. También lamenta algunas ausencias: Andrés González-Blanco y Luis Barreda, este último poeta cántabro autor de una obra de carácter regionalista.

Las burlas y alabanzas al modernismo debieron seguir tomando como vórtice la antología preparada por Carrere en los años siguientes, pues se encuentran otras referencias que, obligada por la extensión marcada para este ensayo, dejo para trabajos posteriores. Las reacciones alcanzan también a los países hispanoamericanos. Todavía en 1911 Carrere se defendía de los ataques que se le hacían a propósito de La Corte, que calificaba de «la ejecutoria de la juventud, el triunfo de los modernistas9».

A la luz de las reseñas parece que críticos y escritores no parecen tener muy claro qué es el modernismo o lo moderno, se zahiere o alaba por convicción, por estar a favor o en contra de poetas concretos. Manuel Machado se refería a ello en 1907 y señalaba: «Nadie se tomó jamás el trabajo de estudiar las tendencias distintas que en el movimiento nuevo se iniciaban, de separar a sus representantes, de analizar poco ni mucho las teorías estéticas y la técnica de uno solo de ellos» (cf. «El modernismo según Manuel Machado», El Nuevo Mercurio, 5 mayo 1907; en Machado 2000: 426). Unos utilizaban el adjetivo modernista como un mote insultante, otros lo llenaron de sentido positivo, y alude a la antología de Carrere. Aquí ser modernista es sinónimo de bondad y calidad: «Todos buenos, todos admirables, todos modernistas, 360 grandes poetas en la Antología de Pueyo, floración inaudita, renacimiento soberbio, admirable [...]10», pero ninguna explicación de por qué lo son y en qué se parecen o diferencian. Esta misma falta de criterio y precisión crítica se advierte en las reseñas.

Un último dato relativo a la ubicación de la antología: La Corte de los Poetas apareció en el mercado en julio de 1906, coincidiendo en la prensa con otras dos noticias de carácter muy distinto: la muerte de Antonio Fernández Grilo, uno de los más populares poetas de la segunda mitad del XIX y tal vez uno de los últimos vates áulicos de la poesía española, y la rehabilitación del capitán Alfred Dreyfus, el tristemente célebre protagonista del affaire que condenase Zola en su artículo J'Accuse en 1898. Parece como si, caprichos del azar, estuviese destinada a marcar el cierre (o la apertura) de un nuevo estadio en la literatura española, lejos ya del tipo de poesía y de poeta que representa Grilo, y avanzando desde las posturas comprometidas que marcan el nacimiento de la clase intelectual en España. Tanto este asunto como el que apuntaba Machado merecen una consideración más detenida.






Obras citadas

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  • —— 2002b. «Génesis y autoría de La torre de los siete jorobados de Emilio Carrere». Revista de Literatura, LXIV, 128, pp. 475-503.
  • —— 2003. «La obra literaria de Emilio Carrere (III): Emilio Carrere y sus poemarios Los ojos de los fantasmas, Nocturnos de otoño, La canción de las horas y El otoño dorado». Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 21, pp. 103-137.
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