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La representación del 'otro': «Aves sin nido», de Clorinda Matto de Turner

Sonia Mattalía1






La cuestión del 'otro'

Señala de Certeau en sus Heterologías2 que existen, en la tradición occidental, dos posiciones reductoras ante el otro: el otro es alguien que tiene rasgos semejantes al sí mismo o alguien que todavía no los tiene. Es decir, el otro es reconocido por su posible parecido o el otro es el que todavía no es parecido. La primera establece un espacio de semejanza reconociendo un cierto estatuto ontológico a la otredad que la acerca al sí mismo, trabaja con la analogía y la identificación parcial; mientras que la segunda desconoce un estatuto ontológico a la otredad, de tal manera que su esfuerzo apunta al señalamiento de la diferencia para su conversión en semejante, o sea, su apropiación.

Bartra3 propone que el estatuto del otro se articula como una necesidad interna en la estructuración de la cultura europea, que se constituye como tal afirmando su consistencia identitaria a partir de un mito fundador y persistente: el del salvaje. En el comienzo de su recorrido sobre la construcción del salvaje, recuerda Bartra un pasaje de Bernai Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la Conquista de la nueva España. Aquél donde el popular cronista consigna los festejos, celebrados en México, con motivo de la firma del tratado de paz en 1538 entre Carlos V y Francisco I de Francia. Bernai describe la representación de un bosque artificial, implantado en la plaza central de la antigua y ya conquistada Tenochtitlán, que contenía, además de «venados, conejos y liebres y zorros y muchos géneros de alimañas chicas y dos leoncitos y cuatro tigres pequeños», «otras arboledas muy espesas y algo apartadas del bosque, y en cada una un escuadrón de salvajes con sus garrotes anudados y retuertos, y otros salvajes con arcos y flechas»4. Este testimonio de Bernai se completa con el de la fachada plateresca de la casa de Montejo en Mérida, Yucatán, en la que se representa a dos de estos exóticos salvajes: hombres barbados, con el cuerpo cubierto de vello y armados de garrotes retorcidos, semejantes a los bastos de naipes, que consigna Bernai.

Numerosas crónicas del primer siglo de la colonización americana describen como característica de los indios americanos su profuso vello y vestimentas aleonadas, semejantes a las del homo silvestris medieval. Estos salvajes son representantes de una especie imaginaria, preexistente y persistente en el imaginario europeo, que acompañó y se superpuso como figura desplazada sobre los indios americanos. Bartra recorre la construcción europea desde los faunos, silenos, centauros y agrioi griegos que se enlazan con el homo sylvestris medieval y la tradición judeo-cristiana del desierto con las figuras de ermitaños y anacoretas, y llega a las mujeres salvajes del Siglo de Oro español, se verifica «que la cultura europea generó una idea del hombre salvaje mucho antes de la gran expansión colonial, idea modelada en forma independiente del contacto con grupos humanos extraños de otros continentes. [...] los hombres salvajes son una invención europea que obedece a la naturaleza interna de la cultura occidental. Dicho en forma abrupta: el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una trasposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza sólo se puede entender como parte de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental de la cultura europea»5. La figura del hombre salvaje que atraviesa la cultura griega, encarna en el homo sylvestris medieval, florece en el Renacimiento, alentado por el descubrimiento del Nuevo Mundo, y llega hasta nuestros días. En el corazón de la cultura europea, como nódulo fundacional se desarrolla este mito del salvaje que a la vez oculta y revela la naturaleza de esta cultura.

«El hombre llamado civilizado no ha dado un solo paso sin ir acompañado de su sombra, el salvaje. Es un hecho ampliamente reconocido que la identidad del civilizado ha estado siempre flanqueada por la imagen del 'otro'; pero se ha creído que la imaginería del 'otro' como ser salvaje y bárbaro -contrapuesto al hombre occidental- ha sido un reflejo -más o menos distorsionado- de las poblaciones no occidentales, una expresión eurocéntrica de la expansión colonial que elaboraba una versión exótica y racista de los hombres que encontraban y sometían los conquistadores y colonizadores».



En cuanto a la investidura de los indios americanos como salvajes, Bartra postula que «esos rudos conquistadores habían traído su propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban descubriendo [...] como si los europeos tuviesen que templar las cuerdas de su identidad al recordar que el 'otro' -su 'alter ego'- siempre ha existido y con ello evitar caer en el remolino de la auténtica otredad que los rodeaba»6. Pero, a partir del XVIII se produce un giro y emerge el salvaje artificial: Montaigne y su discurso sobre el canibalismo, Defoe con su Viernes y el buen salvaje de Rousseau, son algunos de sus hitos. En las postrimerías del XIX, el mito del salvaje coagula en expresivas metáforas sociales -«la lucha por la vida» o «la ley de la jungla»- que aún perviven en el cercano siglo XX, por lo pronto en algunos superhéroes de la cultura de masas, como el medievalizante Conan, el bárbaro.

Matizo una diferencia entre el concepto de bárbaro y el de salvaje que, a menudo, se utilizan como sinónimos. Si el bárbaro define a los extranjeros que no forman parte de la cultura propia y no poseen su lengua; el salvaje -de selvaticus, silva, selva- se compone de una serie de ingredientes que apuntan a una dualidad natural animal-humano y connota vidas primitivas, atrasadas o, simplemente, cercanas a la animalidad. Y esta matización nos permite observar que, a fines del XIX, se produce una internalización del salvaje en la cultura europea y aparece en la figura finisecular del doble, salvaje bifaz que reúne en un mismo personaje al yo civilizado con su otro desbridado y monstruoso, expresado en la potente exclamación de Rimbaud: «Je suis l'autre. J'ai fait le bond sourd de la bête féroce»; o en la peripecia hacia el corazón de las tinieblas de Conrad.

Después de estas reflexiones: Una cita abre algunas preguntas sobre este tema que he denominado la 'cuestión del otro':


«Arden ya en medio del campo
cuatro extendidas hogueras,
cuyas vivas llamaradas
irradiando, colorean
el tenebroso recinto
donde la chusma hormiguea.
En torno al fuego sentados
unos lo atizan y ceban;
otros la jugosa carne
al rescoldo o llama tuestan
Aquél come, éste destriza
más allá alguno degüella
con afilado cuchillo
la yegua al lado sujeta,
y a la boca de la herida,
por donde ronca y resuella,
y a borbollones arroja
la caliente sangre fuera,
en pie, trémula y convulsa,
dos o tres indios se pegan,
como sedientos vampiros
sorben, chupan, saborean
la sangre, haciendo murmullo,
y de sangre se rellenan.
Baja el pescuezo, vacila,
y se desploma la yegua
con aplausos de las indias
que a descuartizarla empiezan»7.



El largo poema de Esteban Echeverría, La cautiva, se publica en 1837 y es considerado uno de los textos fundacionales de la cultura argentina independiente y la primera textualidad moderna, que fusiona el proyecto romántico-liberal de la llamada Generación del 37, nucleada primero en el Salón Literario y luego en la oposición al gobierno de Juan Manuel de Rosas.

La cautiva desarrolla en sus siete cantos una especie de puesta a punto o si se prefiere de aclimatación del romanticismo en el Río de la Plata8. La operación ejercida por Echeverría se asienta en la apropiación de la densidad estética del paisaje pampeano, de la cual partirán diversas líneas de la naciente literatura argentina, y en la épica actuación de los héroes -blancos- contra la bestialidad de los indios; ambas apuntan ya la fórmula Civilización vs. Barbarie, que Sarmiento sistematizará en su Facundo (1845)9, fórmula ideológica de alta eficacia, vertebradora de una buena parte del pensamiento de las elites criollas latinoamericanas hasta bien entrado el siglo XX.

Se han rastreado las ascendencias diversas de Echeverría, desde los ecos de Schlegel, Byron, Lamartine, el Prefacio del Cromwell de Hugo y El Arte y lo Bello de Lamennais, a más del análisis de la originalidad de la construcción literaria, del posicionamiento del intelectual que delimita el espacio de acción estética y política esbozado por Echeverría y que cala en los llamados fundadores de la Nación Pero, a pesar de montañas de crítica e historiografía, sorprende la escasa atención que se ha brindado a la construcción del salvaje en este primer texto.

La descripción del festín canibalesco de los indios, después del saqueo de yeguas, bastimentos y cautivas blancas, cargada de elementos grotescos, casi expresionistas, adquiere los tonos demoníacos de una zarabanda medieval donde los indios son representados como fieras vampirescas. No deja de sorprender que tal descripción sea presentada por algunos críticos e historiógrafos como veraz e, incluso, se citen experiencias biográficas del propio Echeverría para afirmar la realidad de la ficción. Y sorprende aún más cuando este Canto II de La cautiva, avanza los tonos subidos de la novela corta de Echeverría, El matadero, publicada en 1871 pero escrita entre 1839-4010.

Es evidente que en el trecho que va desde el poema La cautiva a la novela El matadero, el salvajismo del festín indio, canibalístico y animalizado, se desplaza hacia la masa urbana suburbial. La 'chusma', que participa de la matanza de reses en un matadero de Buenos Aires se compone de negros y criollos, unidos por su carácter incivilizado y por su adscripción política federal de seguidores de Rosas, al que también se describe como partícipe de este festín de sangre.

No es mi objetivo extenderme sobre las abundantes y heterogéneas representaciones del otro -indio, negro, mestizo, inmigrante o, simplemente, opositor o contrincante ideológico- que se construyeron y representaron, con funcionalidades diversas, en las textualidades decimonónicas latinoamericanas -desde Bolívar a Martí o González Prada, de Sarmiento a José Hernández o Cambaceres- en el amplio abanico de los procesos de construcción y afianzamiento de los Estados Nacionales a lo largo de XIX en América Latina. El ejemplo de Echeverría me sirve para situar un problema que quiero reenfocar en las construcciones del otro, de la mano de la escritura de una mujer, para tomar como núcleo la representación del indio que, desde el Diario de Colón, se configura como un otro topificado de la cultura latinoamericana. No aspiro a hacer una arqueología de este tópico, ni señalar una genealogía de la diferencia femenina en tales representaciones, sino solamente una puntuación a partir de Aves sin nido de Clorinda Matto de Turner (1889) que muestra una disidencia en la representación del indio en ese fin del siglo XIX, en el que florece un gran impulso modernizador que conlleva el asentamiento de los estados nacionales.




Las garras de una precursora

En las últimas décadas del siglo XIX se define y asienta la figura de la mujer escritora en América Latina. La presencia de las narradoras es ingente en todo el continente: los nombres de Soledad Acosta de Samper (Colombia), María E. Camarillo de García (México), Rosario Orrego de Uribe (Chile), Adela Zamudio (Bolivia), las argentinas Eduarda Mansilla, Juana Manso, Juana Manuela Gorriti, entre otras muchas más, son una muestra escueta de la presencia de la narrativa de mano femenina. Este aluvión se asienta en la coligación de las escritoras, las cuales establecen entre sí lazos y agrupaciones que provocan tensiones en el interior de los campos literarios en los que se integran: Lecturas compartidas, tertulias donde participan activamente, intercambios epistolares o de libros, ensayos sobre las obras de otras escritoras, en las que se manifiesta una incomodidad en la esfera literaria y cultural. Es decir, una pléyade de escritoras gana el espacio público ejercitando una visible «diferencia» que se ahondará en el XX.

En Perú, escritoras como Mercedes Cabello de Carbonera, Teresa González de Fanning, Carolina Freire de Jaimes, Manuela Villarán de Plasencia, Cristina Bustamante, Mercedes Eléspuru y Lazo, Leonor Sauri, Juana Manuela Lazo de Eléspuru, Emilia Serrano de Tornel, Lastenia Larriva de Liona, Adriana Buendía, Amalia Puga de Losada, Manuela Antonia Márquez, Juana Rosa de Amézaga, Carmen Potts de Viscarra, Rosa Mercedes Riglos de Orbegosa, despliegan una viva producción.

Entre ellas sobresale la restallante figura de Clorinda Matto de Turner: escritora, ensayista, periodista. Su variada trayectoria literaria se sostiene en un crescendo que va desde las Tradiciones cuzqueñas (1884 y 1889), cercanas al modelo costumbrista de Ricardo Palma, a los Bocetos al lápiz de americanos célebres (1889) y sus Leyendas y recortes (1893), donde se recrea en el retrato literario y la recuperación de fábulas populares, hasta su obra de teatro Hima-Sumac. Drama en tres actos y en prosa (1892), sus ensayos y libros de viajes Boreales, miniaturas y porcelanas. (1902), Cuatro conferencias sobre América del Sur. (1909), Viaje de Recreo. España, Francia, Inglaterra, Italia, Suiza, Alemania (1909), que culmina con la traducción al quechua del Evangelio de San Lucas y los Hechos de los Apóstoles (1901).

Sin embargo fueron sus novelas Aves sin nido (1889), Índole. Novela peruana (1891) y Herencia (1895), trilogía de denuncia social, fueron sus textos más leídos y produjeron estupor por su firmeza. La publicación de Aves sin nido abrió la espita y puso a su autora en el punto de mira de la reacción conservadora, que logró apartarla de la dirección del importante semanario El Perú ilustrado, revista excomulgada por el Arzobispo de Lima en 1889 e inició una serie de agresiones contra la autora que culminaron en 1895 con el saqueo de su casa, la quema de su imprenta, así como su exilio en Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte en 1909.

Aves sin nido nace enmarcada por dos sucesos diversos: La derrota del Perú en la guerra con Chile que produce un creciente malestar contra los terratenientes y oligarcas que la habían sostenido; y, por otra parte, la emergencia de las ideas emancipatorias de la mujer, a las que Clorinda se adhiere y que difunde junto con sus amigas Mercedes Cabello de Carbonera y la argentina Juana Manuela Gorriti, quien la acogería en su exilio en Buenos Aires. Esta militancia explícita a favor de los derechos femeninos la convierte en una precursora de los movimientos reformistas que madurarán en los años 20.

Se ha insistido que con la publicación de Aves sin nido nace la novela indigenista, pero hay que señalar que el indigenismo, entonces, surge de la pluma de una mujer que describe heroínas protagonistas activas de la novela de Matto. En este sentido, esta edición crítica de Aves sin nido de la mano de Dora Sales Salvador, recupera la vigencia de una obra que marcó un hito en el largo trayecto de la independencia de las mujeres latinoamericanas. La introducción que preside a la edición es un afinado recorrido sobre la personalidad y la pasión literaria de Clorinda, que abre al lector un trampolín inteligente para saltar al mundo de Aves sin nido.

Dora Sales hace hincapié en la preocupación por la situación de las mujeres de la autora, por ello acompaña a la novela un ensayo de Clorinda Matto, poco conocido, que la ratifica como precursora del feminismo moderno.

Aconsejo al lector de esta edición de Aves sin nido el ensayo «Las obreras del pensamiento en la América del Sud» (1895), que Dora Sales con criterio certero ha incluido en esta edición. En él Clorinda presenta un panorama de la creatividad de las escritoras de su entorno, en el que no falta la estacada contra la dominación masculina como este juicio que emite Clorinda de esta manera: «La enumeración, aunque incompleta, que he hecho, sirva de recuerdo agradecido para las obreras del pensamiento en América del Sur; verdaderas heroínas, repito, que no sólo tienen que luchar contra la calumnia, la rivalidad, el indiferentismo y toda clase de dificultades para obtener elementos de instrucción, sino hasta correr el peligro de quedarse para tías, porque, si algunos hombres de talento procuran acercarse a la mujer ilustrada, los tontos le tienen miedo».




Clorinda Matto: «El descolorido lápiz de una hermana»

«Si la historia es el espejo donde las generaciones por venir han de contemplar la imagen de las generaciones que fueron, la novela tiene que ser la fotografía que estereotipe los vicios y las virtudes de un pueblo, con la consiguiente moraleja correctiva para aquéllos y el homenaje de admiración para éstas. Es tal, por esto, la importancia de la novela de costumbres, que en sus hojas contiene muchas veces el secreto de la reforma de algunos tipos, cuando no su extinción», con estas palabras comenzaba Clorinda Matto de Turner su conocido y citado Proemio a Aves sin nido (1889)11. Su publicación le valió una intensa reacción conservadora que logró apartarla de la dirección del importante semanario El Perú ilustrado, revista excomulgada por el Arzobispo de Lima en 1889 e inició una serie de agresiones contra la autora que culminaron en 1895 con el saqueo de su casa, la quema de su imprenta, así como su exilio en Buenos Aires, donde residirá hasta su muerte en 190912.

Como señaló Cornejo Polar, la obra de Matto, como una buena parte de la literatura latinoamericana de fines del XIX, puede ser leída como una reflexión sobre la modernidad. Clorinda oscila entre los dos polos liberales que escinden a la nueva burguesía peruana: sus primeros textos, las Tradiciones cuzqueñas (1884-1886) siguen la estela de las de Ricardo Palma, con una visión hispanizante que desproblematiza el pasado colonial e intenta «restaurar los vínculos entre la República y los siglos coloniales, nacionalizando esa experiencia y haciéndola parte del proceso de gestación del país»13. Pero, posteriormente, la participación de Matto en el «Círculo literario», durante su estancia en Lima entre 1886 y 1895, la escora hacia el ideario reformista más radical, con tintes anarquistas, de González Prada que lo dirigía. Aves sin nido nace marcada por dos sucesos diversos: La derrota del Perú en la guerra con Chile que, a más de la derrota militar, produce un creciente malestar contra los terratenientes y oligarcas que la habían sostenido. La publicación, un año antes, del famoso «Discurso en el Politeama», en el cual González Prada, afirmaba que el «verdadero Perú» no eran los hijos de extranjeros y mestizos que ocupaban el Perú costeño, sino los indígenas del área andina que debían ser la base de refundación de la Nación, influyen claramente en el constructo ideológico de Matto14. Por otra parte, la firme adhesión de Clorinda a las tendencias emancipatorias de la mujer, fraguada en su amistad con Mercedes Cabello de Carbonera y con la argentina Juana Manuela Gorriti -a quien conoció en Lima y en cuyas Veladas Literarias participó15- quien luego la acogería en su exilio en Buenos Aires, la posiciona como precursora de los movimientos reformistas y de lucha por los derechos de las mujeres que madurarán en los años 2016.

Volviendo al citado Proemio, una torsión lo encabeza: Si la vocación referencialista de la novela realista era ser el espejo de la vida, según el mandato sthendaliano, Matto distribuye las funciones: otorga a la historia la función de conservar la memoria y reserva para la novela un papel didáctico y reformador. El valor que otorga a la «novela de costumbres» se sustenta en dos elementos ejercitados en la composición de su novela: la introducción de la fidelidad referencial, para la cual reivindica su condición de escritora testigo, y el de la estereotipia para conformar el mundo ficcional. Fórmulas que la autora ejercita jugando entre la novela de tesis y el decálogo de la novela experimental a lo Zola.

La figura del escritor que emerge del Proemio se autoriza en la convivencia con sus personajes que Clorinda resume en una perfilada síntesis de estereotipos: «Amo con amor de ternura a la raza indígena, por lo mismo que he observado de cerca sus costumbres, encantadoras por su sencillez, y la abyección a que someten esa raza los mandones de villorrio que, si varían de nombre, no degeneran el epíteto de tiranos. No otra cosa son, en lo general, los curas, gobernadores, caciques y alcaldes» (pp. 3-4).

Es, justamente, esa experiencia de testigo la que autoriza a la voz narrativa a introducir comentarios y juicios morales, políticos y religiosos, a escindir el mundo narrativo en un juego de enfrentamiento de tipos en el espacio de un pueblo de los Andes: los malos -que presiden la sociedad y la política civil, pertenecientes a las castas asociadas a la explotación lanar y agrícola en las zonas interiores y el clero- y los buenos que incluye no sólo a los indios, sino también a los liberales representados por los ingenieros y la burguesía minera, formados en una cultura industrial y urbana, representan el ideal de educación y progreso. Estos últimos, ejemplarizados por dos familias -los Yupanqui y los Marín- encabeza el enfrentamiento contra la arbitrariedad y el abuso de los gamonales.

Matto focaliza el enfrentamiento sobre dos protagonistas mujeres, las dos madres de familia: la dulce, inteligente y culta Lucía Marín y la emprendedora india Marcela Yupanqui. Aliadas llevan adelante una acción de denuncia y resistencia en las que enganchan a sus maridos -el ingeniero y el indio agricultor. Marcela y su marido morirán en el enfrentamiento, y los Marín adoptarán a las hijas de los indios y se los llevarán a la ciudad, donde el relato se desplaza hacia una historia de amor entre Manuel -hijo legítimo de una familia de los Andes- y Margarita -hija de los indios.

Amor imposible en el que despunta el incesto y la bastardía, ambos son hermanos ilegítimos del mismo padre, y esta es la finta folletinesca: Manuel no es, como se creía, hijo del Gobernador, ni Margarita del indio Juan Yupanqui, sino del párroco de Killac, don Pedro Miranda. Ambos, «dos aves sin nido», que completan un desdichado círculo.

En cuanto a la construcción del otro, en esta novela Matto se hace cargo de las imágenes tópicas que, a lo largo del XVIII escinden la figura del salvaje: el buen salvaje rousseauniano, adscrito a un ideal de comunión con la naturaleza e integración social armónica (los indios) y el salvaje hobbesiano, definido por los códigos de la codicia y la violencia (la «trinidad embrutecedora del indio», frase de González Prada, de jueces, gobernadores y curas). Tal escisión se adensa con el positivismo, a fines del XIX, como un determinismo social y biológico que Matto explorará de manera crítica en sus dos novelas siguientes, Índole y Herencia.

La representación del otro, entonces, se divide: el otro indígena aparece como 'inocente', «de costumbres encantadoras por su sencillez» y los 'otros' opresores, definidos como 'ignorantes', 'violentos', 'lascivos', 'sucios', 'borrachos', «codiciosos». La identificación con el 'otro' oprimido y la distancia condenatoria hacia el 'otro' opresor abre un espacio de legitimidad al reformador social. La voz narrativa parte de la legitimación de la escritora que, desde el Proemio, reivindica su verdad partiendo de la experiencia vivida: «Para manifestar esta esperanza me inspiro en la exactitud con que he tomado los cuadros, del natural presentando al lector la copia para que él la juzgue y falle» (p. 4). La voz narrativa, entonces, propone un movimiento en el mundo novelesco que parte del denunciar -que construye dos representaciones de la otredad- y apunta al reformar. Surge así, un narrador que asume la voz del testigo testimonial y, al tiempo, se propone como representante de un nosotros político reformador.

Pero, a más de esta ubicación que convierte a Aves sin nido en una novela antecesora de las novelas indigenistas y testimoniales posteriores, que juegan con la autorización del letrado para asumir la voz en nombre del 'otro ' desvalido y saqueado por el poder, señalo dos aspectos que, creo, particularizan la novela de Clorinda: por una parte, su heterogeneidad formal que la desmarca de sus propias propuestas -la novela de costumbres- y, por otra, el escoramiento del punto de vista narrativo hacia el universo femenino que difumina al otro masculino y se focaliza sobre 'las otras' mujeres. Ambos transgreden la voluntad de referencialidad y la esterotipia.

La heterogeneidad de esta novela fue apuntada ya por Várela Jácome: «la novelista parte de unas realidades observadas y de la situación política proyectada sobre el ámbito provinciano. Pero en la exploración de estos contextos se mezclan elementos costumbristas, enfoques realistas, huellas románticas y funciones folletinescas que contrastan radicalmente con ciertos alardes biologistas del naturalismo»17. Clorinda misma adelanta en su Proemio una intención formal híbrida que, por una parte, afirma: «En los países en que como el nuestro la Literatura aún se halla en su cuna, tiene la novela que ejercer mayor influjo en la morigeración de las costumbres»; y, al tiempo, aspira a presentar una «obra con tendencias levantadas a regiones superiores, aquellas en que nace y vive la novela cuya trama es puramente amorosa o recreativa, bien puede implorar la atención de su público para que extendiéndole la mano la entregue al pueblo» (p. 4).

Doble filiación entonces: una novela de denuncia, pedagógica, reformista, y una novela de «regiones superiores», de trama amorosa y recreativa. ¿Una novela sentimental?, ¿una novela que traza el dibujo de afectos y pasiones?

A partir de esta matización de su proyecto Matto propone dos preguntas desiderativas que apuntan una denuncia a diferente nivel: «¿Quién sabe si después de doblar la última página de este libro se conocerá la importancia de observar atentamente al personal de las autoridades, eclesiásticas y civiles, que vayan a regir los destinos de los que viven en las apartadas poblaciones del interior del Perú? ¿Quién sabe si se reconocerá la necesidad del matrimonio de los curas como una exigencia social?» (p. 4).

La imbricación de ambas produce un doble fondo de la denuncia: el atraso económico de las provincias andinas frente a las de la costa, la explotación y violencia contra los indios; y, en la trastienda, el exacerbamiento de esa violencia, ejercido sobre los cuerpos de las mujeres indígenas. La primera señaliza la necesidad de una articulación del poder político y de la construcción nacional extendiéndola a las regiones interiores menos integradas en el proceso modernizador del Estado nacional, para la cual provee un modelo civilizatorio de cohesión basado en la educación y el acriollamiento, semejante al que propondrán, décadas más tarde, las novelas indigenistas y regionalistas. La segunda, apunta al forzamiento y abuso de las mujeres indígenas y la no institucionalización de sus familias, que se mantienen en el concubinato; y a las consecuencias de la violencia sexual con un llamativo efecto social: la bastardía. Aves sin nido denuncia los abusos de los representantes de la oligarquía rural y sus aliados sobre el cuerpo de las mujeres indias. Así lo explicita de manera expresiva y sucinta la india Marcela: «Ahora tengo que entrar en la mita a la casa parroquial dejando mi choza y mis hijas, y mientras voy ¿quién sabe si Juan delira y muere? ¡Quien sabe también la muerte que a mí me espera, porque las mujeres que entran de mita entran con la cabeza alta y salen... mirando al suelo!» (p. 8). Frase que evidencia la prolongación de una institución colonial -la mita- en el entramado republicano, continuada en la política de abuso sexual sobre las mujeres indígenas que el estado republicano no ha logrado erradicar.

Aves sin nido establece una particular alianza entre Lucía, la mujer ilustrada de la nueva burguesía urbana que reivindica la equiparación de derechos -a la educación, a la participación social- y la india subalterna que padece, entre todos los abusos, además, el sexual: Lucía paga la deuda de la india y con eso la salva de la mita; pero este acto no se presenta como un acto simplemente caritativo, sino como una insubordinación contra los atropellos de las autoridades provinciales. Acto que desencadena la reacción violenta, represiva y mortífera, central de la trama narrativa en las primeras partes de la novela.

Si el proyecto modernizador de las nuevas burguesías identifica alegóricamente la construcción nacional con la familiar y, en el caso del Perú, una fluidez mayor en el trato interétnico, metaforizada por la adopción de las hijas de la pareja india asesinada que pasan de apellidarse Yupanqui a Marín18; Matto introduce una cuña especial, la de alianza de género que pone en evidencia una falla en dicho proyecto y postula una nueva vertiente del proyecto civilizatorio liberal exigiendo una racionalización de las políticas del cuerpo y de la sexualidad, cuya desarticulación atenta contra el proceso mismo de cohesión nacional. Alianza entre las mujeres de las clases burguesas -críticas con su condición de exclusión pública- y las subalternas de los estratos populares -indias, negras o criadas- que la escritura de mujeres posterior escenificará profusamente y que aparece ya consolidada en novelistas en los años 20 y 30 como Teresa de la Parra y María Luisa Bombai entre otras.

Esta alianza señaliza un específico posicionamiento de la letrada frente al imaginario de construcción nacional: la autorización a sí misma para unir a dos clases de mujeres en un conflicto común. Alianza que Clorinda explicita en su Proemio y delinea como un especial lugar de enunciación: su denuncia es escrita «por el descolorido lápiz de una hermana» (p. 4).





 
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