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La revolución de las ideas: la generación romántica de 1837 en la cultura y en la política argentinas

Jorge Myers





La generación de escritores, publicistas y hombres de Estado que alcanzó su mayoría de edad en la década de 1830 -conocida como «Generación del 37» constituyó en la historia argentina el primer movimiento intelectual con un propósito de transformación cultural totalizador, centrado en la necesidad de construir una identidad nacional. Estuvo formada por algunos de los escritores más importantes del siglo diecinueve argentino, algunos de ellos, como Sarmiento y Mármol, de proyección continental. Las figuras principales del movimiento fueron pocas, y dominarían la vida cultural, argentina hasta los años 1880: Esteban Echeverría (1805-1851), Juan Bautista Alberdi (1810-1884), Juan María Gutiérrez (1809-1878), Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), Vicente Fidel López (1815-1904), Bartolomé Mitre (1821-1906), José Mármol (1807-1882), Félix Frías (1816-1881). Una pléyade de escritores menores engrosaba las filas del movimiento -Florencio Balcarce (1818-1839), Luis L. Domínguez, Miguel Cañé (padre) (1812-1859), José Rivera Indarte (1807-1845), Manuel José Quiroga Rosas, Juan Thompson, y otros, a los cuales debe agregarse un número importante de escritores extranjeros, algunos de ellos de gran capacidad literaria, que en diversos momentos de su vida participaron en el movimiento romántico difundido por los argentinos: Andrés Lamas, Adolfo Berro, Alejandro Magariños Cervantes, José Victorino Lastarria, Jacinto Chacón, Francisco Bilbao, Santiago Arcos, y otros. Por otra parte, al contrario de la generación literaria subsiguiente, la de 1845, los primeros románticos argentinos lograron en sus comienzos una cohesión grupal y un grado de institucionalización inusitados para la época y para la región: el Salón Literario de 1837, la Asociación de la Joven Argentina, la Asociación de Mayo, y las redacciones compartidas de un puñado de periódicos de ideas definieron un «partido» literario e intelectual, que se imaginaría con capacidad de reemplazar a los auténticos partidos que entonces se disputaban el poder.

La obra de los escritores románticos del 37 abarcó todos los géneros -filosofía, historia, economía, novela, drama, poesía, periodismo político, etc.-, pero en todos ellos aparecía una problemática común que los mancomunaba: el de la «nación», cuestión típicamente romántica que en un país nuevo como la Argentina se intensificaba por la indefinición propia de un Estado de creación reciente. Toda su obra, en cualquier género, acerca de cualquier tema, debía estar necesariamente supeditada a las necesidades que imponía un país nuevo, cuya tarea primordial era alcanzar un conocimiento adecuado de su propia realidad, para así poder definir su identidad nacional. «El estudio de lo nacional» -proclamado como meta primordial por Alberdi en su discurso del Salón Literario de 1837- se convertiría así en el leitmotiv de toda esa generación literaria. Al haber nacido, además, casi todos ellos entre 1805 y 1821, pudieron concebirse a sí mismos como hijos -e hijas- de la Revolución de Mayo, a quienes les era conferida una misión providencial: el desarrollo e implementación de la segunda fase de la Revolución, la renovación en las ideas que debía suceder a la revolución por las armas, y cuyo sentido central sería definir la nueva identidad nacional en términos de los valores revolucionarios.

Finalmente, si la importancia de la Generación del 37 y del momento romántico inaugurado por ella es indudable desde la perspectiva de la historia argentina, también lo es respecto de la historia intelectual de América latina, ya que marcó para ella el inicio absoluto del Romanticismo. Durante casi cinco décadas, los escritores y pensadores argentinos se arrogarían -no enteramente sin motivo- el título de los más modernos, los más radicales, y los más impacientes hombres de letras del continente sudamericano. Obligados por el gobierno dictatorial de Juan Manuel de Rosas a emprender el camino del exilio, harían de su peregrinación una empresa proselitista, esparciendo en los países que los albergaron las nuevas doctrinas del romanticismo y del «socialismo» literarios, del sansimonismo y del eclecticismo, de la filosofía de la historia y de la nueva filosofía histórica del derecho, y finalmente, de las posturas liberales más radicales junto con las posturas conservadoras más reaccionarias. Las opciones ideológicas escogidas por los integrantes de aquella generación fueron tan diversas y originales como sus personalidades, pero un rasgo las mancomunaba a todas ante los ojos muchas veces atónitos de sus interlocutores uruguayos, chilenos, o brasileños: el valor supremo que le asignaban a la novedad, el valor de estar «al tanto» de la última moda o de la última invención surgidas en los países europeos o en la «Gran República del Norte».


Orígenes de la «Nueva Generación»

Los miembros de la primera generación romántica fueron un producto de las condiciones imperantes en el Río de la Plata en los años inmediatamente posteriores a la Revolución de Mayo. Por un lado, habían hallado un espacio cultural en gran medida «vacío», que parecía homologar la imagen tan difundida entonces del territorio argentino como un «desierto». En abierto contraste con la situación cultural de otras regiones del antiguo imperio español, como México, Perú, o aun Chile, el desarrollo intelectual y artístico de las provincias ahora agrupadas en la nueva república rioplatense había sido casi nulo. Los grandes monumentos de una cultura barroca, católica y castiza estaban ausentes del territorio -si no se contaban las ruinas de las misiones jesuíticas-, y la continuidad de la única tradición que pudo quizás haber aportado algún prestigio cultural -el de la Compañía de Jesús- había sido bruscamente interrumpida antes de la creación del Virreinato. De esta forma, mientras que en México o en Chile el peso de una tradición intelectual de fuerte raigambre católica amortiguaba la incorporación de nuevas prácticas y creencias culturales, en la Argentina la primera constatación de la nueva generación romántica fue que esa tradición no existía a nivel local. De forma semejante, el prestigio local de la Ilustración era menor que en otras partes del imperio, y a pesar de la existencia de ciertas figuras como Manuel José de Lavardén o de Juan Baltazar Maziel, a los que la propia generación romántica se encargaría de elevar a la categoría de «antecesores de la prosapia», el único momento histórico que les presentaba una vida intelectual relativamente intensa y de cierta calidad era el de la generación inmediatamente anterior, enrolada en la experiencia rivadaviana de los años 1820. En este sentido, la revuelta contra la tradición proclamada por los románticos locales confluiría con una revuelta generacional hasta tornarse indistinguibles entre sí.

Los románticos argentinos encontraron, pues, un campo relativamente libre que les permitiría ocupar posiciones de cierta visibilidad a una edad muy temprana. Al margen de esta relativa ausencia de oposición, ellos pudieron combinar en el transcurso de la primera parte de su carrera los beneficios de un Estado «institucionalizador» con aquellos de un Estado «desinstitucionalizador», ya que su propia formación intelectual era en gran medida el producto de las reformas educativas promovidas por los gobiernos rivadavianos, mientras que su posibilidad de rápido ascenso en el medio cultural local derivaba de la ausencia de esas mismas instituciones -desmanteladas o desactivadas por el régimen rosista- que pudieron haber servido para frenar su avance al oponerles situaciones consolidadas de poder académico.

El Estado «institucionalizador» era aquel de las reformas rivadavianas, inspiradas en las doctrinas de la Ilustración tardía y en la práctica de un Estado confiado en su capacidad y en su derecho de incidir sobre todas las facetas de la vida social. En gran medida, la generación romántica se gestó en el seno de las instituciones educativas rivadavianas, en el Colegio de Ciencias Morales (1823-1830) primero, y en la Universidad de Buenos Aires después. Esa experiencia le imprimió a la nueva generación un carácter nacional, ya que una porción importante de los alumnos eran becarios provenientes de las provincias del interior. De esa forma, los porteños Juan María Gutiérrez, Vicente Fidel López, o José Mármol compartirían, al menos durante una porción de sus años formativos, una misma experiencia cultural con los tucumanos Juan Bautista Alberdi y Marco Avellaneda, con el sanjuanino Manuel José Quiroga Rosas, o con el salteño Benjamín Villafañe. Los egresados del Colegio y de la Universidad rivadavianas representaron la primera manifestación de una elite intelectual para la cual su pertenencia a una nación argentina era tan importante como su pertenencia a un entorno provincial. Tanto por sus lazos de sociabilidad como por la ideología explícita que se les inculcó en aquellas aulas, la generación romántica poseería una inquebrantable conciencia de expresar a «la Nación» en su conjunto.

En segundo término, la experiencia educativa de la primera generación romántica estuvo fuertemente marcada por las tendencias secularizadoras del régimen rivadaviano, que harían de ella no sólo una elite «nacional», sino también una elite cultural de procedencia y de configuración social laicas. Los escritores del movimiento de 1837, al igual que sus inmediatos antecesores, la carnada más joven de la militancia unitaria -que en muchos casos eran de casi la misma edad que los primeros-, constituyeron merced al proyecto pedagógico rivadaviano la primera promoción de intelectuales rioplatenses cuya identidad originaria no guardaba ningún lazo formal con las instituciones o las creencias de la religión católica. Ese desplazamiento secularizador tuvo dos manifestaciones principales: en el orden de lo social y en el orden de las ideas.

En cuanto al segundo de esos dos órdenes, los contenidos formales de la enseñanza rivadaviana moldearon el universo mental de los futuros escritores románticos, determinando de esa manera que el punto de partida de cualquier eventual pensamiento propio debería ser necesariamente la visión secular y laicista de su primer aprendizaje. Sin embargo la propuesta rivadaviana distaba mucho de la que luego se expresaría como paradigma de anticlericalismo laicista en los pensadores de la «Generación del Ochenta». En efecto, aunque reivindicaba el papel fundamental de los procesos políticos y sociales «seculares», relegando todo aquello relacionado con las creencias y las prácticas religiosas a un mero compartimiento menor de la vida colectiva, no por ello llegaba a constituir al «catolicismo» -entendido en términos globales- en enemigo absoluto a ser sometido desde el Estado. Dicho en otras palabras, el régimen rivadaviano, cuyo elenco político estaba integrado por una proporción desmedida de hombres de la Iglesia, a tal punto que sus enemigos pudieron enrostrarle su condición de «partido de los sacerdotes», distinguiría siempre entre los defectos o «escándalos» que aquejaban a la Iglesia local y la Iglesia entendida como una parte esencial, aunque subordinada, de la sociedad y del Estado: eran únicamente los «escándalos» los que debían ser corregidos por la acción reformista del Estado. De todas formas, la redefinición del rol de la Iglesia que se desarrollaba en el discurso formal de los rivadavianos, constituyendo los nuevos valores de la Ilustración y del «progreso del siglo» un patrón por el cual medir la legitimidad de las prácticas eclesiásticas, instauró una fuerte ruptura con la situación anterior que incidiría sobre la conformación mental de los jóvenes educandos del Estado.

Esa transformación operada en la forma de concebir el lugar de la Iglesia y la religión en la sociedad constituyó el necesario punto de arranque de los escritores de 1837. Si en gran medida sus opciones ideológicas, cualesquiera que fueran, propendieron a marcar unas disidencias fuertes o menores con respecto a dicha transformación, no podían sino estar condicionadas por ella. Muchos reivindicaron posiciones filosóficas abiertamente «espiritualistas» como reacción ante un «materialismo» juzgado demasiado evidente en las primeras lecciones escolares aprendidas en su infancia, y algunos, los menos, como Félix Frías o Juan Thompson, definieron su propio lugar en la nueva galaxia intelectual por su explícita adhesión a una religión católica cuya hegemonía legítima sobre los demás órdenes de la vida colectiva defendían. Pero el sentido de tales tomas de posición llevaría la marca ineludible del suelo intelectual «secularizado» sobre el que necesariamente tuvieron que alzarse. Indudablemente, y ésta era una evidencia que no escapaba a la mirada de los pensadores más agudos de entre ellos, no era lo mismo hablar como «católico» desde el interior de una cultura católica aceptada como condición -por así decirlo- «natural», que hacerlo desde una situación exterior. Esta segunda operación ya sólo podía concebirse en términos de «vuelta al seno» o de «restauración», reconociendo de ese modo -implícitamente- el carácter «no natural» de la posición asumida. El pensamiento de los escritores románticos nunca llegaría a poder borrar ese Rubicón atravesado tan decididamente por el régimen rivadaviano.

En el primero de aquellos dos órdenes -el de lo social-, el impacto de la formación rivadaviana sobre la primera generación romántica constituyó un hito en la historia de los escritores y publicistas argentinos. El hecho de recibir su educación en un establecimiento del Estado, que por su organización tanto como por su ideología rectora estaba netamente deslindado de cualquier relación orgánica con la religión oficial, hizo de esta generación intelectual la primera que pudo concebir su lugar en la sociedad y en la cultura en términos «modernos», en vez de hacerlo en los términos heredados del Antiguo Régimen. En la Argentina la instancia fundamental, la ruptura conceptual que instaura la figura social del «intelectual», se sitúa en el momento de emergencia de la Nueva Generación romántica. Este sería concebido en términos de su autonomía frente a los poderes constituidos de una sociedad como el Estado, la Iglesia, las corporaciones y clases tradicionales, en reemplazo del «letrado» colonial o del «clerc» de la tradición medieval, cuyo papel social estaba determinado por la exigencia constitutiva de servir al orden político establecido y de defender y propagar las «verdades reveladas» de la fe.

El proceso por el cual esa transformación se llevó a cabo fue excepcionalmente complejo, y no se completaría hasta las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, fue la primera generación romántica la que se constituyó en el vehículo de esa transición; si así lo hizo, fue tanto por la impronta «laica» de su primera formación rivadaviana cuanto por la ideología explícita asumida por ella.

Una tercera marca de esa formación recibida en las aulas del Estado rivadaviano, que ha sido señalada con insistencia por muchos historiadores, es la permanencia de una parte del programa ilustrado en el pensamiento romántico argentino, aun al precio de cierta radical contradicción interna. En los años 30, el profesor de filosofía Coriolano Alberini sintetizó esta relación en la Fórmula sucinta: «ilustración de los fines, historicismo de los medios», aplicada al pensamiento de Juan Bautista Alberdi, pero luego extendida a la generación en su conjunto. Efectivamente, el núcleo del currículum escolar rivadaviano estaba compuesto de las principales corrientes intelectuales pertenecientes al movimiento de la Ilustración del siglo XVIII y principios del XIX. La filosofía que se enseñaba en las aulas del Colegio y de la Universidad era la ideología promovida en Francia por escritores directamente vinculados con la experiencia revolucionaria, como A. L. C. Destutt de Tracy, Pierre-Jean-George Cabanis, o Constantin-François Volney. La enseñanza del derecho se impartía según las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, mientras que en las lecciones de economía política el libro de James (Santiago) Mill -seguidor de Bentham y padre de John Stuart Mill- servía de manual. Más aún, el clima intelectual de la época permeaba el ambiente escolar, y los postulados del liberalismo de Benjamin Constant y de su ocasional compañera, Germaine Necker, penetraron los recintos académicos en las hojas de los diarios y panfletos que en los años 1820 y 1830 discutían apasionadamente las cuestiones constitucionales y políticas que agitaban la región, en este sentido, la presencia de cierto «molde» ilustrado para el pensamiento romántico de la Generación del 37 parece una hipótesis irrecusable, y efectivamente la fórmula de Alberini -quizás por la propia vaguedad de sus términos- hallaría más de una confirmación en los hechos y debates de esa generación.

¿En qué habría consistido, sin embargo, esa actitud ilustrada en el interior del romanticismo local? En una aceptación de un esquema de valores universales cuya realización debía constituir una meta: el progreso económico, social, cultural y político, la instauración de patrones de racionalidad en el conjunto de la sociedad, mediante una eficaz acción del Estado sobre el cuerpo social y sus integrantes, y una creencia en la capacidad de la voluntad política para torcer el curso de los hechos -creencia que representaría una contradicción directa al postulado central del historicismo, según el cual los procesos históricos debían producirse siguiendo leyes inmanentes, providenciales o naturales, al margen de los deseos humanos. Es este contraste tan claro entre elementos ilustrados y románticos el que no parece estar comprobado por la evidencia histórica. Una impronta «ilustrada» acompañó indudablemente a los románticos argentinos durante todo el curso de sus carreras, pero la relación entre tópicos, creencias y actitudes ilustradas y románticas fue a la vez más densa y más esporádica que lo que la mayoría de las interpretaciones clásicas del tema darían lugar a suponer. Más densa, porque los componentes ilustrados y románticos en el pensamiento de la Generación del 37 no existieron aislados. Por el contrario, estuvieron permanentemente acompañados por nociones y actitudes heredadas o apropiadas de otras tradiciones de pensamiento más antiguas y más nuevas -como los incipientes socialismos «utópicos»- o por creencias más subterráneas respecto al Estado, la autoridad y el cambio social. La síntesis de la fórmula se disuelve, pues, en la complejidad del fenómeno real.

El bagaje cultural adquirido por la generación romántica en las escuelas rivadavianas la legitimó como elite intelectual aun antes de que ella cristalizara su perfil ideológico en un movimiento político-literario de contornos precisos. Sarmiento ha evocado con cruel exactitud en sus Recuerdos de provincia cuán significativo era, para la legitimidad de la propia pertenencia a esa nueva elite intelectual, el paso por la enseñanza rivadaviana. Aun en las provincias, los títulos del Colegio de Ciencias Morales y de la Universidad de Buenos Aires representaban ahora un capital simbólico de mucho mayor peso que las habituales destrezas literarias que en los años revolucionarios habían facilitado el camino del ascenso social a más de un periodista. Sarmiento viviría como una marca de bastardía intelectual esa exclusión del círculo de la minoría feliz cuyos títulos estaban en regla; y en una época de su vida cuando ya estaba sólidamente establecido su prestigio intelectual a nivel continental, seguiría manifestando una tendencia perversa de sacar a relucir las largas listas de «títulos» honorarios conferidos por diversas universidades como parte del protocolo diplomático regular -un gesto que traicionaba hasta qué punto seguía viviendo su exclusión de los ámbitos académicos rivadavianos como una falta.

Los efectos positivos que para la nueva generación tuvo esa legitimación cultural impulsada por un Estado que deseaba consolidar los mecanismos institucionales de reproducción del poder social se prolongaron en los primeros años de la etapa rosista, profundizándose en parte por efecto de la dispersión intelectual producida entonces, y en mayor medida por la ausencia de instituciones con capacidad de consolidar el carácter oficial de una corriente ideológica o estética. En este sentido, la Argentina de Pedro de Angelis distaba mucho de ser el Chile de Andrés Bello, ya que si en este segundo país, el gran intelectual venezolano pudo ejercer una suerte de dictadura intelectual durante casi medio siglo, ello se debió a la existencia de mecanismos institucionales de gran eficacia para la distribución de reconocimientos y prestigio. En la Argentina, en cambio, donde la Universidad rivadaviana había sido reducida al estado de un fantasma por la política de relegación seguida por Rosas, y donde no existían tampoco otros canales institucionales alternativos para la legitimación de los prestigios intelectuales, la supremacía de Pedro de Angelis y de los demás miembros de la anterior carnada intelectual debió ejercerse por la vía del debate público y principalmente por las discusiones desarrolladas en la prensa. Cuando finalmente «triunfa» la vieja guardia sobre la nueva corriente, no lo hará en el plano intelectual, sino en el de la política facciosa: el apoyo informal otorgado por Rosas a Pedro de Angelis y a otros publicistas de la vieja generación operará como instancia decisiva para la expulsión de los románticos de la arena pública y del país.

La mayoría de los análisis dedicados a la Generación del 37 han enfatizado las fuertes oposiciones que ella debió enfrentar para conquistar la hegemonía intelectual. Ello es cierto en el sentido de que la generación identificada con el neoclasicismo literario y cierto republicanismo ilustrado no deseaba verse reemplazada antes de tiempo por unos jóvenes a quienes ni admiraba ni comprendía, pero no lo es en cuanto a la legitimidad cultural otorgada al nuevo movimiento ni tampoco en cuanto al triunfo de las ideas promovidas por él. En realidad, resultan más llamativas la velocidad con que se naturalizó la nueva corriente romántica en el ambiente porteño, y la facilidad con que figuras muy jóvenes pudieron constituirse en acreedoras de cierto prestigio, que la tenacidad de la oposición intelectual dirigida contra el nuevo movimiento por la mayoría de los escritores públicos del rosismo.

Mientras que los relatos heroicos de los orígenes del romanticismo en la mayoría de los países europeos suelen enfatizar los largos años de lucha bajo condiciones adversas que fueron necesarios para que triunfara la nueva sensibilidad, en la Argentina ésta parece haberse impuesto casi sin dificultad. Ello se debió, principalmente, a la ausencia de mecanismos institucionales eficaces en el espacio de la cultura: la prensa era un arma de doble filo, ya que si podía colaborar en la deslegitimación del nuevo movimiento, podía también ser usada por éste para socavar la posición de sus enemigos. Casi de manera inevitable, la prensa tendía a insinuar una relación de igualdad entre los contrincantes, mientras que un sistema académico como el chileno propendía a producir la situación opuesta -un rígido y muy consolidado escalafón de prestigios y jerarquías intelectuales. Por esta razón, aunque los románticos pudieron eventualmente ser vencidos por medio de una represión política ejercida desde el Estado, en el orden intelectual ellos lograron consolidar muy velozmente su igualdad «de méritos» frente a los miembros de la generación anterior. De esta manera, Echeverría, Alberdi y Gutiérrez pudieron convertirse por un breve lapso, ante la opinión pública porteña de los años 1830, en referentes intelectuales alternativos a la «inteligencia» ya consagrada -De Angelis, Vicente López y Planes- o -exclusivamente en el plano estético y el privado- el emigrado unitario Juan Cruz Varela.




El periplo de una corriente intelectual: el movimiento romántico de la «Nueva Generación» de 1830 hasta su apogeo después de 1852

La historia del movimiento cultural identificado con la «Nueva Generación» o «Generación del 37» con el romanticismo se divide en cinco etapas. En primer lugar, entre 1830 y 1838-39, los escritores románticos publican sus primeros ensayos intelectuales, se organizan en un movimiento de perfiles relativamente nítidos, y definen, en los periódicos que redactan hacia el final de esos años, un temario de problemáticas centrales y un «programa» intelectual.

Una segunda etapa tiene su origen en las condiciones política del Río de la Plata de entonces: la del «romanticismo revolucionario», integrado ahora en su totalidad por exiliados, y concentrado casi exclusivamente en el propósito de derrocar al régimen rosista. Entre 1838-39 y 1842-44, la generación del 37 se compenetra plenamente de las prácticas de la política facciosa de entonces, articula en consecuencia un discurso público signado por la violencia de su lenguaje y por la supeditación de toda otra consideración intelectual a las necesidades de la lucha en curso, y abraza una postura ideológica que sólo puede denominarse como «guerra de exterminio».

La tercera etapa del movimiento abarca desde 1842-44 hasta 1852-54: en ese período el movimiento sigue manteniendo cierta identidad común, a pesar de la dispersión geográfica de sus miembros, mientras que al concentrarse sucesivamente la mayor parte de los románticos argentinos en Chile, las condiciones imperantes en ese país promoverán un desplazamiento hacia posiciones menos extremas que las del lustro anterior, y permitirán una renovada concentración en los debates y empresas intelectuales asociados con el programa romántico. Al amparo de ese relativo amortiguamiento de las peores consecuencias de la política facciosa fueron redactadas entonces varias de las obras más importantes de los miembros de la «Generación del 37»: entre otras, la América poética (1846-1847), de Juan María Gutiérrez, los Veinte días en Génova (1844), las Bases (1852), y La acción de Europa en América (1847), de Alberdi, el Facundo (1845), los Viajes (1847), y los Recuerdos de provincia (1851) de Sarmiento.

Las últimas etapas refieren al romanticismo más que a la «Generación del 37», ya que en los primeros años que siguieron a la caída de Rosas, ese grupo intelectual -cuya unidad ya estaba muy erosionada- se disolvió enteramente en la política de facciones del momento. Efectivamente, entre 1852-54 y sus respectivas muertes, la experiencia individual de los miembros de esa generación estuvo marcada por las diversas opciones políticas que parecían imponerse al país -Urquiza o los «liberales», Buenos Aires o la Confederación Argentina, mitrismo o alsinismo, probelicistas y antibelicistas, autonomistas o tejedoristas, etc. Paradójicamente, la «Generación del 37» se disolvía como corriente orgánica en el mismo instante en que el sistema literario y de ideas promovido por ella conquistaba una hegemonía indiscutida en todos los ámbitos de la cultura argentina.

Hubo dos últimas etapas en la carrera pública de esta generación intelectual, que exceden los límites cronológicos del presente tomo. De las dos, la primera fue sin duda la más significativa, ya que abarca los años transcurridos entre 1852-54 y 1880, años no sólo de plena madurez intelectual para los miembros de la Nueva Generación, sino también años en que sus ideas supieron concitar un consenso prácticamente total entre los sectores letrados de la población. La quinta etapa, por el contrario, es de lenta declinación y pérdida de protagonismo de los más longevos del movimiento. En ella transcurre no sólo la lenta senectud de los miembros de la «Generación del 37» sino también la de su ideología romántica. La relación de sus miembros con la «Generación del 80», que presentaba aristas muy distintas a las de la entablada con la segunda generación romántica (surgida entre 1845 y 1852), determinó el tono general de esta última etapa. Pese a las fuertes rivalidades entre las dos generaciones románticas, su confluencia luego de 1852 no había instigado a ningún cuestionamiento de fondo del ideario general ni de la visión del mundo de los escritores del 37. La aparición de los «dandys» del 80, en cambio, instauró una ruptura profunda con la sensibilidad y con los valores intelectuales y estéticos de la hegemonía romántica. En ese mundo configurado por otros anhelos y por otros valores, la «vejez de Sarmiento», evocada en tono de elegía por Aníbal Ponce, se generalizaba hasta abarcar a casi todos los escritores del 37 con su experiencia de soledad, de olvido y de irrelevancia creciente.


La organización del movimiento

El romanticismo irrumpió en la Argentina de la mano de Esteban Echeverría en una fecha muy precisa, 1830, cuando dio a conocer sus primeras producciones poéticas en la prensa porteña. Echeverría volvía de una residencia de cinco años en Francia, donde había seguido un régimen de estudios poco claro, pero cuyo principal beneficio parece haber consistido en permitirle seguir de cerca los debates que entonces agitaban el mundo literario francés -en cuyo interior se destacaba progresivamente la figura de Victor Hugo-. Echeverría, al asumir en su propia persona la figura emblemática del poeta romántico y -lo que es más importante aún- la figura del primer poeta romántico argentino, actuó como catalizador de la nueva corriente en un ambiente que ya estaba preparado para su aparición. Desde los últimos años de la política rivadaviana, publicaciones y noticias de las nuevas tendencias literarias, filosóficas y culturales, habían estado entrando a Buenos Aires, en un «torrente» que Vicente Fidel López más tarde vincularía con la «Feliz Experiencia» porteña de la primera mitad de esa década. En los periódicos que editó en Buenos Aires, Pedro de Angelis había contribuido a la difusión del nuevo ideario romántico con un esfuerzo importante de actualización bibliográfica, pudiéndose encontrar en sus páginas algunas de las primeras referencias a la obra de los hermanos Schlegel y a la renovación historiográfica entonces en curso en Francia e Inglaterra. Los indicios fragmentarios que existen sobre este tema muestran además una creciente lectura de autores que muy pronto serían identificados como típicos ejemplos de una sensibilidad «romántica», como Sir Walter Scott, Lord Byron, o un grupo cuya obra fue escrita antes de la aparición del romanticismo -Jean-Jacques Rousseau, Bernardin de Saint-Pierre, y Samuel Richardson-. En el momento de hacer su primera aparición en la escena pública porteña, Echeverría encontraría un espacio de referencias simbólicas diseñado de antemano por las expectativas de un público lector que se venía formando desde por lo menos un lustro atrás. En este sentido, antes que ser el iniciador -ex nihilo- del romanticismo en la Argentina, Echeverría es quien permitió que el romanticismo hasta entonces tácito, latente, tomara estado público.

Las primeras reacciones ante la nueva estética poética del futuro autor de La cautiva fueron cautelosamente favorables, y la recepción entusiasta del público -y en especial del público femenino más joven, según testimonios de la época- hizo de Los consuelos (1834) y de Las rimas (1837) libros de resonado éxito en la exigua plaza editorial de entonces. En consecuencia, Echeverría pudo convertirse rápidamente en la figura pública más prestigiosa de la incipiente renovación romántica, alrededor de la cual todos los demás escritores de esa corriente tenderían a gravitar. Si algunos de ellos también habían comenzado su vida literaria en la primera mitad de los años 1830, como Juan Bautista Alberdi o Juan María Gutiérrez, la «Generación del 37», como movimiento portador del romanticismo, sólo emergería plenamente en el bienio de intensa actividad, 1837-1838, con su centro de gravedad colocado en Echeverría. Esa corriente literaria y generacional alcanzaría su primera instancia de cohesión grupal formal en el «Salón Literario», institución patrocinada por el librero Marcos Sastre, aunque éste pertenece a la generación anterior.

Esta institución, que sólo funcionaría durante algunos meses de 1837, reconocía un importante antecedente local en la «Sociedad Literaria» fundada por Rivadavia en 1822. Como aquella lejana precursora, el «Salón» se proponía naturalizar en suelo argentino prácticas de sociabilidad literaria que se suponían condición necesaria para una cultura moderna. Como ocurría en la fundación rivadaviana, la lectura individual debía ceder el lugar a una práctica compartida de lectura, donde las ideas aprendidas en los libros llegados de Europa debían ser objeto de intensa discusión por parte de los miembros de la asociación. Pero donde la nueva asociación superaba a sus antecesoras era en su concepción de los resultados de sus actividades: la creación de saberes enteramente nuevos, «originales», sobre la base de un aprendizaje sintético de las teorías, métodos y comprobaciones contenidos en los libros europeos de la bien surtida librería de Sastre. Por otra parte, y esto también marcaba una distancia con las concepciones culturales anteriores, la transformación cultural de la que el «Salón» proponía ser el instrumento, emergía del marco de una asociación surgida de la propia sociedad, iniciativa autónoma de la elite intelectual porteña, y no de una intervención específica del Estado. Por supuesto, en esta última innovación, las condiciones políticas imperantes jugaron un papel tan importante como las indicaciones de la teoría romántica en determinar esa marginación del Estado: al régimen presidido por Rosas, las actividades culturales sólo le interesaban en la medida en que ellas podían asumir el aspecto de un estorbo para su política, o de un peligro para su continuidad.

En el «Salón Literario», el movimiento romántico cristalizó su identidad. Echeverría, Alberdi y Juan María Gutiérrez ocupaban el centro de la escena, y en un lugar menos destacado también participaban muchos de los otros escritores más importantes de la corriente: Manuel José Quiroga Rosas, Félix Frías, Juan Thompson, Miguel Irigoyen, los hermanos Rodríguez Peña, José Mármol, Claudio Cuenca, Miguel Estévez Saguí, y el aún veinteañero Vicente Fidel López1. El clima ideológico predominante que imprimieron al «Salón» fue romántico, mientras que por su mera presencia hicieron de él una asociación de acendrado sentido juvenilista. Sin embargo, conviene destacar que el concepto original del «Salón» ideado por Sastre no era ni juvenilista, ni específicamente generacional; por este motivo, entre los asistentes regulares se encontraban en un comienzo muchas figuras renombradas de la generación anterior como Pedro de Angelis y Vicente López y Planes. Desde luego, en tanto algunos de los principales escritores de la nueva corriente -de los cuales Alberdi ha sido el más célebre, pero por cierto no el único- consideraban que su destino inmediato era la cooptación por el aparato estatal rosista en categoría de «intelectuales orgánicos» del régimen, esa promiscuidad entre jóvenes y viejos no debía ser motivo de mayor escándalo. Fue el alejamiento de estos últimos, y el desagrado manifestado por ellos ante una actitud de los más jóvenes que sólo podían interpretar en términos de soberbia y de desconocimiento aquello que marcaría la ruptura principal entre la vieja y la «Nueva Generación», y entre ésta y el régimen rosista con que los primeros se identificaban.

La confluencia de la ruptura romántica con una ruptura generacional sólo alcanzó un estado manifiesto a partir de la transformación del «Salón Literario» en la primera organización formal de la nueva corriente intelectual. Esa redefinición del movimiento -impulsada con energía por Echeverría- entró en una etapa superior de desarrollo con la creación de una sociedad político-literaria cuyo propósito era el unificar a toda la «juventud argentina» -es decir a la «Nueva Generación»- en un movimiento dedicado a la regeneración social, cultural y política de la nación argentina. La «Asociación de la Joven Argentina», como su nombre lo indica, constituía una adaptación argentina del modelo asociativo desarrollado por Giuseppe Mazzini: la «Giovine Italia» y la catarata de «Jóvenes Naciones» de Europa, la «Joven Francia», la «Joven Inglaterra», la «Joven Alemania», etc. Sus rituales, como en el arquetipo mazziniano, guardaban estrecha relación con el desarrollo de la masonería europea, mientras que su utilización del secreto y de la clandestinidad -ese vago tufillo conspirativo que la rodeaba- remitían, además de a las logias masónicas, al «carbonarismo» italiano: organizado para combatir los Estados policíacos de las monarquías restauradas de Italia. En la «Joven Argentina» entraban las modalidades «nacionalistas» -en un sentido que enfatizaba la unificación cultural de todo el territorio argentino- y juvenilistas de los modelos europeos, pero el sesgo «masónico-carbonario» representaba una respuesta directa a las condiciones difíciles que la ruptura con el régimen rosista le imponía a las actividades de todos los individuos asociados con el movimiento de renovación romántica.

Las «Palabras simbólicas», el «Juramento de la asociación» y el Dogma Socialista en su primera recensión de 1839, redactadas por Echeverría y Alberdi, se convertirían en un lazo eficaz de unión entre los miembros de la corriente romántica, que se verían obligados -uno tras otro- a emprender el duro camino del exilio. Fue a través de esta «Asociación» y de los periódicos editados por sus miembros -en especial El Iniciador (1838-1839)- que la corriente romántica porteña logró en un inicio expandir su radio de influencia: Manuel José Quiroga Rosas, retornado primero a la dictadura más «mansa» de su San Juan nativo, aprovecharía esas condiciones más favorables a la actividad proselitista para incorporar a Domingo Faustino Sarmiento, entre otros, a la corriente, antes de partir en su «Caravana Progresista» a la conquista de la inteligencia chilena para la causa. En Tucumán, el condiscípulo de Alberdi y futuro «mártir» de la lucha antirrosista, Marco Avellaneda, se dedicó en compañía de Benjamín Villafañe a expandir la nueva corriente, mientras que en Uruguay -principal sede de la primera emigración romántica, entonces convulsionado por la guerra civil entre Manuel Oribe y Fructuoso Rivera- Andrés Lamas y los argentinos Miguel Cañé, padre, José Mármol y Bartolomé Mitre -que en 1839 acababa de cumplir dieciocho años- se incorporaban también al movimiento.

La primera etapa argentina del movimiento romántico -que coincidió en términos generales con la década de 1830- terminaba así con un proyecto de mayor institucionalización que, para enfrentar la clausura del espacio bonaerense efectuada por Rosas, buscaría expandirse hacia el conjunto del territorio argentino -«nacionalizándose» de esa manera- y hacia las repúblicas limítrofes, Chile y Uruguay. Ésta no sería la única dirección en que avanzaría con cierto afán «sintetizador» el movimiento romántico. Antes de su partida al exilio, el esfuerzo hecho en el plano intelectual y literario por diferenciarse de todas las corrientes anteriores se había extendido también al plano político, uniendo en una misma recusación a «Federales» y «Unitarios». En esta etapa de exilio, esa recusación global debió suavizar su rigor respecto del segundo de esos dos partidos, ya que éste ahora se presentaba como un aliado natural en la lucha contra el enemigo común, Rosas. Esta actitud, que algunos de sus enemigos denominaron con el término poco elogioso de «oportunismo», no era nueva, por supuesto. Antes también Alberdi había justificado su acercamiento enfático a Rosas sobre la base de argumentos atentos a la coyuntura: el pragmatismo dictaba que si el de Rosas era el único régimen posible para la coyuntura, era legítimo colaborar con él mientras se aguardaba el advenimiento de una etapa superior de la historia.




El romanticismo convertido en facción

Entre 1839 y 1843-1844, la acción política absorberá progresivamente las energías de los emigrados románticos, y su propia identidad colectiva tenderá a diluirse en la de los unitarios, de mayor presencia y organización en el teatro montevideano. Alberdi, secundado por Juan María Gutiérrez, se convertirá en el principal gestor político del movimiento, desplazando a Echeverría, quien a pesar de sus esfuerzos en la segunda mitad de los años 1840 por recuperar el terreno perdido, nunca logró reconstruir su liderazgo ejercido entre 1837 y 1839. La política del grupo se definía por su antirrosismo implacable, exacerbado a veces hasta un paroxismo de violencia, como lo demuestra el progresivo acercamiento entre Gutiérrez y José Rivera Indarte, un periodista y poeta que a pesar de su amistad con Bartolomé Mitre, nunca fue considerado por los otros románticos como una figura respetable.

En cierto sentido, si la violencia verbal, el «amarillismo» -como se diría hoy- y aun cierta flexibilidad política no del todo principista, mancomunaba al «patrañero» Rivera Indarte con la elite más refinada del movimiento, ello se debió a que la presión de la política facciosa llevaba a disolver los fueros del pensamiento en la necesidad implacable y urgente de la acción. Los años de hegemonía alberdiana serán los de la aventura política, expresada en dos decisiones osadas: el apoyo a la intervención francesa y la alianza entre románticos, unitarios, y federales «disidentes» bajo el liderazgo militar de Lavalle. La corriente romántica, devenida facción política, contaría con un importante aval institucional en la figura de Andrés Lamas, cuyo padre Luis Lamas era el jefe político de Montevideo. Apoyado en la protección que le brindaba esa proximidad a las autoridades gobernantes, Alberdi buscaría capturar el liderazgo no sólo ideológico sino también político de la lucha antirrosista para el grupo romántico, y convertirse en «consejero del Príncipe», representado en esta instancia por el caudillo militar unitario, Juan Lavalle.

La secuela de derrotas que sufrió todo el movimiento antirrosista en esos años -la «revolución del Sur» en Buenos Aires en 1839, la invasión de Lavalle a esa provincia, la incursión malograda hacia las provincias del norte, y sucesivas campañas desde la última trinchera unitaria, Corrientes- junto con las maniobras oscuras de Rivera, que le permitieron a Oribe comenzar el «sitio de la Nueva Troya», prolongando la guerra civil uruguaya e intensificando sus consecuencias, impusieron el desaliento y finalmente la retirada de la política activa de una porción importante de la elite romántica. Quizás el golpe más duro fue la «Convención Mackau-Arana» que buscó poner fin al bloqueo francés; para quienes lo habían apoyado como una cruzada civilizatoria debió haber producido el mismo impacto que el sentido por tantos militantes de un movimiento político de nuestro propio siglo ante la traición ideológica consumada en el pacto Ribentropp-Molotov. El alejamiento de Alberdi y Gutiérrez fue el más escandaloso, y por eso mismo el más contundente, ya que la decisión de ambos de abandonar la plaza ahora sitiada, partiendo en excursión turística hacia Europa, tornaba evidente el desprecio que la política activa del Río de la Plata les provocaba.




La «flotante provincia argentina» en Montevideo

Los escritores y publicistas que optaron por permanecer en Montevideo fueron absorbidos por el medio político y periodístico local, perdiendo gradualmente las características ideológicas distintivas que antes los habían separado de sus aliados unitarios, federales y colorados. Además, con el correr de los años, la presencia abrumadora de los argentinos tendería a encarrilarse por canales más reconfortantes -desde la perspectiva uruguaya- y su participación activa en la política local quedaría progresivamente circunscripta al ámbito del periodismo. Las principales excepciones fueron José Mármol y Bartolomé Mitre. El primero eligió permanecer durante la mayor parte de su exilio en Montevideo -salvo una corta estadía en Río de Janeiro, donde Juana Manso de Noronha, su amiga, le facilitó contactos-, incrementando su presencia en las discusiones públicas a medida que los otros románticos abandonaban la lucha, y si la calidad estética e intelectual de su obra es despareja y en muchos casos inferior a la de los escritores del Iniciador y del Nacional, tampoco parece enteramente justo el epíteto que le aplicara Vicente Fidel López, de «ruin pedante de aldea».

Mitre, por su parte, alcanzaría la edad adulta en los años del sitio, y junto con la no demasiado onerosa actividad militar que imponía el exilio, maduraría su estilo intelectual, descubriéndose ya la profunda afición por los estudios históricos, que para fortuna de las letras nacionales desplazó su original veleidad poética. Activo en política, como sus amigos el asesinado Rivera Indarte y Andrés Lamas, participaría con este último en la experiencia semiparlamentaria de la «Sociedad Nacional» en 1847. La Nueva Era, el periódico de ideas con que Lamas y él buscaron acompañar los nuevos desarrollos políticos, permanece como un testimonio de la conducción romántica que ya entonces Mitre procuraba conquistar. Sin embargo, la posición de Mitre como argentino involucrado en política uruguaya era demasiado expuesta, y en el ajuste de cuentas hecho por Rivera contra el grupo de «los doctores» montevideanos, le cupo a Mitre el camino del exilio: experiencia que se le volvería familiar en sus ulteriores aventuras políticas en la Bolivia de Ballivián y el Chile de Bulnes y Montt.

Finalmente, entre los románticos residentes en Montevideo, es necesario mencionar a Esteban Echeverría y Vicente Fidel López. Este último recaló en Uruguay, como en todo lo que hacía, a contramano de la multitud. Cuando la mayoría de sus compañeros de filas se dirigían hacia Chile como el país más habitable de la región, o aceptaban resignadamente la perpetuidad de la dictadura rosista y volvían en silencio a Buenos Aires, él pasaba de Chile a Montevideo, donde a partir de 1847 conocería un relativo éxito en el foro local, como defensor de pobres y menores, y como experto jurisperito -aleccionado por su padre y por los amigos de su padre, es decir, por el Presidente del Tribunal Supremo de Buenos Aires y por algunos de los principales abogados de la Argentina-. La práctica forense de López probó ser una fuente de ingresos relativamente redituable y segura, a tal punto que luego de su resonante y honroso fracaso político de 1852 en Buenos Aires buscaría nuevamente el retiro de Montevideo.

Echeverría, en cambio, vivió su exilio oriental como un progresivo descenso a la marginalidad y la insignificancia. Casi enteramente ausente de los debates públicos desde 1839, confinado a su refugio de Colonia y encerrado en su enfermedad, buscaría intervenir más activamente como educador en 1844 -cuando el gobierno de Montevideo lo comisionó, a instancias de sus amigos argentinos, para que redactara un manual escolar- y en 1846 como líder de la «Asociación de la Joven Generación Argentina» (ahora rebautizada como «Asociación de Mayo»). En esos años veía cómo a ojos de muchos el título honorífico de principal poeta argentino le era arrebatado por José Mármol, y discernía oscuramente que la entidad político-ideológica inventada por él parecía haber dejado de existir. Por ese motivo, a la vez que emprendía una campaña entre sus amigos para recuperar su prestigio poético con «El ángel caído», decidió reimprimir el Dogma socialista, con algunos leves retoques y acompañado ahora de la «Ojeada retrospectiva» que buscaba dotar de un nuevo sentido a aquellos eventos y creencias que tan rápido habían envejecido. La indiferencia y la sorna con que esa propuesta fuera recibida por antiguos compañeros que aun antes de las revoluciones de 1848 habían aprendido a desconfiar de los programas que, a sus ojos, confundían ideas con acciones y palabras con hechos, provocaron una notable decepción en Echeverría. A pesar de sus ríspidas polémicas con De Angelis, o sus artículos bien recibidos sobre la Revolución de Febrero en Francia, a sus últimos años fueron de retraimiento, silencio y amargura. Quizás, desde la perspectiva de su propio lugar en la historia del movimiento, su decisión política más astuta haya sido la de morirse en 1851, en vísperas de la caída de Rosas, ya que de esa forma despejó el camino para que sus amigos -desembarazados de un fósil molesto y ambicioso- pudieran hacer de él uno de los «profetas» de la nueva Argentina que se levantaba.

Alberdi y Gutiérrez abandonaron Montevideo para visitar Europa, desde donde volverían a Sudamérica, pero esta vez al país que desde los años 1830 se había convertido en el refugio más seguro de los exiliados de las provincias del interior argentino: Chile. Al llegar a esa república en 1844 encontraron una nutrida comunidad argentina, integrada por antiguos próceres de la Independencia como el general Juan Gregorio de Las Heras, emigrados políticos de todas las provincias argentinas -aunque el contingente cuyano, por razones que tenían mucho que ver con la geografía, era uno de los más importantes-, y emigrados «económicos» que, como el «hombre frío y clásico» denunciado por López, Gabriel Ocampo, habían cruzado la Cordillera en procura de mejores condiciones para sus emprendimientos personales. La figura más visible de aquella emigración era Domingo Faustino Sarmiento, quien había avanzado desde su original colocación distante y marginal respecto de los líderes de la «Asociación de la Joven Generación Argentina» para convertirse en un personaje de cuya importancia nadie dudaba ya. Amigo del líder del incipiente partido liberal chileno, José Victorino Lastarria, y seguidor de Manuel Montt, el líder de una de las más importantes facciones «peluconas» -en vías de transformarse en partido conservador por obra de la «fusión Montt-Varas»-, Sarmiento ocupó la misma posición de «enlace» entre los emigrados románticos y la elite política local que Andrés Lamas en Uruguay. Sin embargo, si Sarmiento había logrado convertirse, desde su exilio definitivo en 1841, en uno de los argentinos más exitosos en el país trasandino, ello había sido únicamente a fuerza de una lucha incesante contra enemigos que eran siempre más. En consecuencia, la protección que podía brindar a sus compatriotas podía resultar muchas veces más dañina que benéfica, como lo descubriría a su pesar Vicente Fidel López luego de su arribo a Chile en 1842. A lo largo de la década de 1840, la mayoría de los principales escritores románticos iría concentrándose en Santiago y Valparaíso: a Sarmiento, Alberdi, Gutiérrez y López se sumarían eventualmente Félix Frías (por temporadas cortas), Bartolomé Mitre, y algunos otros. Uno de los primeros en llegar, Manuel José Quiroga Rosas -autotitulado líder de la «Caravana Progresista»- hallaría un destino romántico en su temprana muerte por causa de una pulmonía, evocada por Vicente Fidel López en una carta plena de patetismo y citas apropiadas.

En Chile, las condiciones imperantes contribuyeron a reforzar y a consolidar la retirada de la lucha facciosa comenzada en Montevideo, ya que la característica más destacada del medio era su alto grado de institucionalización. Por poseer una vida institucional tan consolidada, los argentinos no encontraron ninguna brecha por donde inmiscuirse en la política local, como sí lo habían hecho en Uruguay. Por un lado, las disensiones internas de los partidos chilenos se mantuvieron dentro de límites institucionales prudentes, hasta la crisis provocada primero por la «Sociedad de la Igualdad» y después por la rebelión militar impulsada por los liberales en 1851. Por otro lado, Chile no era una sociedad «abierta» como lo era Montevideo entonces: si bien recibía importantes contingentes inmigrantes de Europa y de los países vecinos, el peso demográfico de los mismos no guardaba ningún parangón con la situación montevideano, donde posiblemente haya sido minoría la población nativa en el momento más duro del sitio. Finalmente, los argentinos trasplantados tendieron a ser absorbidos en ocupaciones burocráticas, donde su experiencia y educación podían servir para la modernización del Estado chileno, pero desde las cuales les sería muy difícil convertirse en actores políticos significativos, ya que su dependencia del Estado les impedía tener iniciativa autónoma. La cautela de la elite gobernante chilena era perfectamente razonable, ya que desde la perspectiva de los emigrados su mejor estrategia para el futuro hubiera sido favorecer un partido dispuesto a involucrar a Chile en las guerras civiles argentinas. La arrogancia turbulenta de los emigrados -unitario y románticos- suscitaba abundante recelo, a la vez que su capacidad intelectual y su formación más «aggiornada» provocaban envidia y admiración.

De esta forma, los escritores románticos se vieron forzosamente «recluidos», por así decirlo, en un espacio de producción intelectual completamente aislado de las presiones de la política facciosa. El Estado chileno les ofreció un ambiente de paz y algunos medios materiales para proseguir con sus investigaciones y con su escritura, pero a cambio de ello les vedó el camino de la política práctica -la única excepción a esa regla fue Sarmiento-. En tanto periodistas, Sarmiento, Alberdi, López o Gutiérrez pudieron escribir sobre política chilena siempre y cuando lo hicieran dentro de un marco que puede definirse a grandes rasgos como «oficialista». El disenso con algunas de las políticas del gobierno podía tolerarse, entendido como rasgo de independencia, pero no se admitía el apoyo abierto a las facciones opositoras. En cierto sentido, puede decirse que este aspecto de la vida de los emigrados en Chile determinó su «profesionalización» como periodistas, que se reflejaba en el perfeccionamiento de la destreza técnica de su escritura -puesta muchas veces al servicio de causas que apenas podían considerar suyas-; en la adopción de un estilo «editorialista», más pausado, olímpico quizás, y purificado de excesos pasionales; y en la «despolitización» de su discurso público no referido a la política argentina. Estas técnicas, estos rasgos estilísticos, aunque deliberadamente eludidos por Sarmiento, incidirían fuertemente en la concepción que la mayoría de ellos tenía acerca de lo que era hacer periodismo «serio»: Mitre y Gutiérrez son quizás los ejemplos más evidentes.

Si la permanencia en Chile contribuyó a redefinir su rol de periodistas, también aportó cambios a su rol de intelectuales. En primer lugar, su sentimiento de pertenencia a una elite intelectual -no ya únicamente a escala argentina, sino a escala continental- se vio reforzada por los profundos desfasajes que existían entre el estilo cultural chileno y el de los emigrados argentinos. Mientras que en Chile la cultura intelectual seguía fuertemente apegada a modos y estilos «tradicionales», cuya expresión más evidente era la omnipresencia del catolicismo como elemento aglutinador de todo el universo de creencias o como referencia obligada para cualquier propuesta de disidencia, los argentinos poseían una experiencia cultural marcada por la secularización. Esa marca se manifestaba en sus preferencias con respecto a toda la gama de ofertas culturales, desde la novela hasta la música, pasando por las artes plásticas y la filosofía. Por añadidura, en un ambiente más autosuficiente -o más «provinciano»- que el porteño, la modernidad y la amplitud de las lecturas reales o imaginarias que podían invocar los argentinos operaba también como factor de diferenciación.

Esta condición de «modernos» inspiró la política del Estado chileno hacia ellos; éste percibió en los escritores una elite «tecnocrática» perfecta, desvinculada por su extranjería de los conflictos políticos internos, y dotada de recursos técnicos en una cantidad de áreas que podían ser de gran utilidad para su propio proyecto modernizador. Muchos encontrarían pronta colocación en la administración pública nacional y municipal -la Municipalidad de Concepción, por ejemplo, incorporó a numerosos exiliados argentinos a su plantel, entre ellos, en calidad de secretario, a Juan Bautista Alberdi (1845-1846)-, mientras que muchos -entre ellos la mayoría del grupo romántico- recibieron nombramientos en el sistema educativo chileno, que el Ministerio de Manuel Montt (1841-1845) deseaba mejorar.

Sarmiento, partidario y amigo de Montt, fue nombrado por éste primer director de la Escuela Normal de Chile, creada en 18 mientras que sus esfuerzos por crear algún colegio privado -como el frustrado «Liceo de Santiago»- gozaron de cierto apoyo del gobierno. El Instituto Nacional, y sobre todo la Universidad, también emplearon los talentos de los emigrados románticos: López ejerció diversos cargos docentes allí -de bellas letras y de historia-, como también lo hizo Sarmiento. Juan María Gutiérrez fue nombrado, sobre la base de su título de ingeniero, primer director de la Escuela Naval chilena en 1847, cargo que asumió luego de que en 1845 Alberdi lo rechazara. Sarmiento, por otra parte, efectuó por encargo del gobierno chileno los «viajes» luego consignados en el libro de ese título, a fin de estudiar los sistemas educativos europeos para poder luego aplicar ese conocimiento al sistema escolar chileno. De esta manera, los emigrados románticos, amparados y utilizados por el Estado, se constituyeron en un vehículo de la modernización cultural chilena. Ese papel de «modernizadores» también lo ejercieron en el espacio más expuesto de la discusión pública -endeble y poco desarrollado aún-, donde las novedades literarias que aportaban, su forma de argumentación y aun cierto estilo nuevo -signado por el desparpajo- que hallaría una pronta respuesta local en el costumbrista «Jotabeche», provocaron simultáneamente la admiración, la envidia y el recelo de sus anfitriones.

Es cierto que hubo mucha incomprensión entre las dos comunidades intelectuales obligadas a convivir por causa de la emigración de los argentinos a Chile, pero no lo es menos que la comprensión plena de sus respectivas actitudes e intenciones constituía también una fuente permanente de tensiones y conflictos. Vicente Fidel López, por ejemplo, ofreció amplios motivos de escándalo a esa sociedad tan profundamente católica y tradicional, al difundir a autores como Edgard Quinet y Felicité de Lamennais entre su alumnado -dejando constancia uno de ellos, el deísta radicalizado Francisco Bilbao, de su profundo agradecimiento hacia su «mentor» en las tareas de la crítica social y política-. De mayor escándalo aún resultó su decisión de publicar en El Progreso una serie de artículos redactados por él que retrataron la vida de «Jorge Sand» (sic) como un modelo para todas las mujeres chilenas que desearan ser realmente modernas. Los argentinos, por su parte, miraban con sorna los escrúpulos religiosos de sus pares chilenos, y -con alguna injusticia- no veían en la Revista Católica más que una suerte de esperpento de la Contrarreforma. La historia de la emigración contiene, por otra parte, múltiples ejemplos de las típicas triquiñuelas utilizadas por formaciones intelectuales que se disputan la legitimidad de un mismo campo. Así los argentinos -conscientes de su mayor legitimidad desde el punto de vista de la cultura europea moderna- transformaron la acusación de «románticos» que le hacían los chilenos en objeto de mofa al explicarles a sus interlocutores que tal término estaba desactualizado, que evidentemente no se habían enterado de que ahora la última moda en Europa era la «escuela socialista o progresista». Asimismo, los importantes esfuerzos hechos por los modernizadores entre el sector intelectual chileno -sobre todo el grupo que rodeaba a José Victorino Lastarria- serían a su vez sometidos a escarnio como débiles imitaciones de experiencias de las cuales los argentinos ya estaban «de vuelta», una actitud por cierto no demasiado diplomática hacia quienes se presentaban como los únicos aliados del grupo argentino en Santiago y Valparaíso. Estos desencuentros cimentaron de todas formas la conciencia que tenían los románticos de pertenecer a una elite intelectual superior, y reforzarían uno de los rasgos identitarios más destacados en esta corriente de pensadores, que desde la represión rosista de 1838 se había desdibujado: la creencia en el poder legitimador del saber, de la inteligencia, de la originalidad intelectuales, al margen de toda consideración de orden social, institucional o político.

Finalmente, en Chile alcanzó plena madurez un proceso que se venía gestando desde los comienzos del exilio de los románticos: la emergencia de un sentimiento de nacionalidad cuya referencia principal era «la nación argentina» en lugar de una identidad americana o hispanoamericana, de aceptación ampliamente generalizada y acrítica hasta entonces. La corriente romántica argentina había proclamado desde sus inicios la importancia de ejercer una función intelectual volcada hacia el estudio de lo propio -de «lo nuestro»- que sin renunciar a la necesaria tutela intelectual europea debía de todas formas tomar como elemento primordial de su propia experiencia la pertenencia a una cultura americana. En este sentido, a pesar de que animaría al gobierno francés a que interviniera como portador de civilización en el medio «bárbaro» americano, aceptaba implícitamente la figura dotada de sentido «geopolítico» por Rosas en su proclamado «Sistema Americano»: la identidad primordial que debía expresar la Nueva Generación era la americana, aunque en la permanente oscilación que en sus escritos manifestaba entre este último vocablo y otros afines como «argentino», «porteño» o «rioplatense» delataba la imprecisión de su referencia. El viaje a otros lugares, el contacto íntimo con realidades sociales, políticas y culturales que parecían ser las propias pero que, al fin de cuentas, no lo eran, obraría lentamente en la conciencia de este grupo de intelectuales hasta convertir la «Nación Argentina» en su referencia exclusiva. En Montevideo, el permanente roce entre los «porteños» y los orientales había tomado estado público en numerosas ocasiones, aunque por las particulares condiciones imperantes allí, síntoma temprano quizás de la gran capacidad «amortiguadora» de la sociedad uruguaya, nunca llegó a mayores. Durante su residencia en Chile, en cambio, la repetición del fenómeno daría lugar a un profundo fortalecimiento reactivo de una identidad argentina sentida como específica, como propia, en la medida en que se diferenciaba de la chilena, y que además obraría oscura y continuadamente contra las divisiones de provincia, hasta hacer que el sentimiento de «argentinidad» reemplazara -al menos en ciertos registros muy acotados- al hasta entonces igualmente importante de cuyanos, cordobeses, porteños o correntinos.

Este proceso fue lento y en cierto grado oculto, pero puede observarse con cierta claridad en la historia personal de Sarmiento. Su mayor facilidad para integrarse en la sociedad y la política chilenas provenía sin duda de su condición de cuyano: las elites comerciales, mineras y burocráticas de San Juan como de todo Cuyo y de Chile permanecían muy fuertemente vinculadas a pesar de la antigua ruptura del vínculo político formal que en la época colonial había unido a la provincia y al reino. Los lazos comerciales, financieros y aun matrimoniales eran comunes entre ambas comunidades, y es legítima la sospecha de que, sobre todo luego de la profundización de la apertura del mercado rioplatense impulsada por Rivadavia en desmedro de las protestas de las autoridades mendocinas, pudo ser más lo que identificaba a Cuyo con su vecino inmediato que con el territorio porteño -lejano y percibido como fuente directa de su reciente desastre económico.

En el caso de Sarmiento, las condiciones impuestas por el exilio, junto con su rápido ascenso en la sociedad política chilena, introdujeron una fuerte ambivalencia en su identidad pública, hasta el punto que en sus primeros años de residencia permanente allí parece haberse identificado a sí mismo en alguna medida como chileno. Lastarria seguiría considerando años más tarde que Sarmiento pudo haber llegado a la presidencia chilena -con mayores esfuerzos, luego de una lucha muy ardua, quizás- tanto como lo hizo a la presidencia argentina. Sin embargo, en las enconadas discusiones entre «románticos» y «clásicos», entre «argentinos» y «chilenos», el permanente vituperio de que fue objeto Sarmiento -transgresor de demasiadas fronteras ideológicas, estéticas, políticas y nacionales- obró sobre su personalidad hasta definir fuertemente su opción por ser, antes que nada, «argentino». Es cierto que la primigenia identidad sanjuanina, siempre reivindicada en las reconstrucciones autobiográficas de Sarmiento, no desapareció de su «imaginario» personal, pero pasó a ocupar un lugar subordinado, ya que la diferencia identitaria que insinuaba era menor respecto a la que se vislumbraba entre argentinos y chilenos.

Este proceso no fue vivido del mismo modo por todos los emigrados. Algunos, como Vicente Fidel López, orgullosos de su origen porteño hasta la exaltación, nunca lograrían en toda su plenitud esa subordinación al sentimiento nacional -argentino- del afecto ofrendado al pago chico. Efectivamente, para López principal su experiencia de definición «étnica» -por así decir- ocurrió en el transcurso de su visita a Córdoba; en sus cartas a «tatita» aparece representada como una sociedad absolutamente ajena a la porteña, atrasada, apocada, anonadada en el estanco que más tarde Sarmiento convertiría en topos de la literatura nacional. En Chile, a pesar de su íntima amistad con Sarmiento, esa aversión hacia los «provincianos» se evidencia constantemente, como queda de manifiesto en las descripciones que de su amigo le hacía al padre, donde enfatizaba que a pesar de ser cuyano, era una persona de bien, respetable, valiosa. La antipatía hacia los chilenos fue para López simplemente una extensión de esa actitud arraigadamente porteñista, así como su mayor empatía respecto a los montevideanos quizás se haya debido también a la semejanza -siempre tan presta a ser invocada cuanto recusada- entre los rioplatenses de ambas orillas. Ese sentimiento de identidad primaria parece haber acompañado a López durante toda su carrera, y como ha señalado Tulio Halperín Donghi, en la bifurcación entre las dos visiones historiográficas de López y Mitre, aparecía la huella de las distintas concepciones de lo «nacional» suscriptas por ellos.

Este último, conocedor de todas las comarcas de la parte sur del continente sudamericano, exiliado en el interior del exilio, revolucionario liberal y aun «socialista» en la caracterización probablemente algo sesgada hecha por Alberdi, recorre, en cuanto a su concepción de la identidad nacional, un periplo más afín al de Sarmiento. Con mayor fuerza incluso que el sanjuanino, Mitre haría explícita la voluntad de constituir en identidad no sólo primordial, sino exclusiva, de todos los habitantes de los territorios de la Confederación: la nacionalidad argentina. Como momento álgido de una experiencia andina comenzada en Bolivia y seguida en Perú, Chile parece haber representado para él, como para la mayor parte de los otros integrantes de la corriente romántica, una instancia decisiva, el momento de catarsis en el pasaje de un tipo de sentimiento de identidad.

Los escritores del romanticismo argentino adquirieron una idea clara de la referencia nacional que proponían colocar en el centro de su programa intelectual recién como consecuencia de su experiencia cultural chilena. Los saldos de esa experiencia no se limitaron, sin embargo, únicamente a su contribución a la cristalización de una conciencia nacional argentina. También ofreció a los pensadores románticos un modelo de república y un modelo de sociedad, los cuales en el contexto de la indeterminación constitucional que aun imperaba en Argentina, supieron calar hondo en el pensamiento de la «provincia flotante argentina». Chile era la república del orden, la única quizás en todo el continente americano a excepción de los Estados Unidos, y configuraba por ende un arquetipo poderoso en el pensamiento romántico posterior a Caseros, cuya importancia no siempre ha sido debidamente reconocida. Dos rasgos llamaron poderosamente la atención de casi todos los emigrados románticos. Primero, la eficacia de la vida institucional chilena en todos los órdenes, desde el régimen regular de elecciones periódicas, con una división de poderes respetada más plenamente que en cualquiera de los otros países que ellos conocían, hasta una universidad -nueva, ya que su fundación data de 1843- que constituía un dispositivo de legitimación de los saberes en el campo intelectual local, y que gozaba de una generosa protección estatal. Segundo, la profunda escisión clasista que recorría la sociedad chilena, dividiéndola en una masa de «rotos» y una pequeña minoría de «aristócratas», términos éstos manejados con frecuencia por observadores argentinos como López, Alberdi o Gutiérrez.

López se convirtió en uno de los testigos más impresionados por aquella formación social, quizás en parte porque él se consideraba una de sus víctimas, discriminado en su carrera por extranjero y en su vida social por pobre. Sus cartas, infundidas todavía de cierta grandilocuencia profética aprendida en Pierre Leroux y la Revue Encyclopédique, volvían una y otra vez sobre los temblores amenazadores que se sentían bajo el suelo apacible de la sociedad chilena, y en más de una de ellas predecía una revolución social más radical y destructiva que cualquiera conocida por el mundo americano hasta entonces. Escribiendo al desde Santiago el 26 de marzo de 1841, López exclamaba:

Chile nos parece una gran cosa mirada desde allá; pero ¡qué diferencia! Santiago como ciudad es infinitamente inferior; como sociedad lo es también. Valparaíso es un buen puerto, pero se conoce que no es el puerto de un país rico; todo está allí en una escala reducida: sin embargo, la prosperidad material de que se goza acumula la población. [...] Me he convencido de que la República Argentina es en la América del Sud Hércules en la cuna. No obstante aquí disfrutan las primeras clases de mucho bienestar. Las masas son infelicísimas y se oye a lo lejos un murmullo amenazante para el que sabe ver2.



Y así como señalaba la pregnancia revolucionaria de los «rotos», también denunciaba los efectos de la aristocracia:

Como este es un país de tantos mayorazgos y rentados ociosos, ignorantes y atrasados, ocupan su tiempo en tirar lo que no les cuesta adquirir y así es como la mala constitución de la propiedad fomenta este infame vicio [el juego] y ahoga la industria; es imposible concebir una cosa más infame e injusta que el modo con que aquí está constituida la propiedad; la servidumbre en toda su fuerza y la feudalidad en pie; sin armaduras de hierro, pero con murallas de plata3.



Tales apreciaciones, si bien pueden haber sido especialmente motivadas en el caso de López por la serie ininterrumpida de traspiés que padeció en sus intentos por labrarse una carrera redituable en Chile, se reiteraban en los testimonios de otros argentinos. La división social era percibida como más desigual, menos justa, y de efectos más funestos, en Chile que en Argentina.

De igual modo, la experiencia de la paz portaliana que reinó sin interrupción hasta casi finalizada la década de los 40, serviría de insumo tácito en la elaboración de sus concepciones respecto al Estado, la sociedad y la historia argentinas, pero la imagen que la mayoría de ellos escogió privilegiar fue la de un país inmóvil, tan ordenado, tan disciplinado, que le estaba vedado el progreso. Alberdi manifestó una particular predilección por esta representación, ya que al formular su retrato del sistema constitucional chileno, parecía por momentos suscribir la boutade jeffersoniana respecto al valor positivo de «un poco de rebelión de vez en cuando». Chile ofrecía un modelo de orden que ellos nunca habían conocido: un orden legalista como la dictadura presidida por Rosas, pero sin necesidad de ejercer una represión constante y generalizada, ya que la presión de la guerra civil permanente también estaba ausente. Sólo en el último tramo de su residencia, cuando la breve y relativamente incruenta «guerra civil» provocada por la victoria de Manuel Montt en la elección presidencial de 1851 turbó el remanso chileno, pudieron comprobar -como lo hizo Mitre en carne propia- la capacidad represiva que ese Estado también se supo reservar. Pero no era esta última faceta la que más preocupaba a los románticos argentinos, sino la constricción a la espontaneidad, al dinamismo, que un orden demasiado fuerte instauraba. En alguna carta, Alberdi supo expresar esa noción con entera claridad al decir que Chile era el país de la paz, pero de la paz de los cementerios.






La construcción de un nuevo universo intelectual: las ideas de la «Nueva Generación» entre Echeverría y Sarmiento

Puede decirse, parafraseando el juicio de Carlos Real de Azúa sobre los románticos uruguayos, que el romanticismo argentino tomó todas sus ideas del acervo romántico europeo, pero que no todas las ideas del romanticismo europeo estuvieron contenidas en él. El romanticismo argentino abarcó una estructura de experiencia no tan completa como la de los escritores europeos y menos profundamente sentida. Ello es así no sólo por los azares de la selección ni por la pobreza del medio intelectual local, sin las condiciones determinantes de ese medio que hallaban expresión en disposiciones de sentimiento, en patrones de sensibilidad, en una organización de la percepción intelectual distinta a la que había producido los romanticismos europeos, y que pueden resumirse en el hecho de la revolución. El romanticismo que llegó a las playas argentinas era menos rico que el europeo, pero además sus contenidos ideológicos y estéticos experimentaron una transformación a veces profunda, a veces sutil, en sus significados, por efecto del tamiz que oponía la organización cultural predominante. La sociedad rioplatense era una sociedad republicana, producto de una revolución política que había modificado los principios de legitimidad sobre los que reposaba el orden político y social local, mientras que la mayoría de los romanticismos europeos, en su origen, eran expresión de una sensibilidad de Antiguo Régimen, articulada deliberadamente en oposición a la revolución y a la república.

El tamiz fue, por otra parte, triple, ya que, pese a los desmentidos de los escritores de la Nueva Generación, la cultura española heredada de los largos años de vida colonial no podía sino operar como dispositivo generador de un sistema de valores -estéticos pero también sociales- que determinaba los límites posibles de la selección hecha en los romanticismos europeos; mientras que por otra parte la permanente utilización de Francia como periscopio para mirar las demás culturas europeas implicaba que la selección efectuada por los argentinos debía necesariamente hacerse sobre otra ya preparada por la sensibilidad, por el gusto, por el buen tono franceses. España, Francia y la república revolucionaria eran las tres estaciones que debían atravesar los romanticismos europeos antes de naturalizarse en el Río de la Plata, como forma de pensamiento autóctona. Es por ello que, pese a las invocaciones rituales formuladas por Alberdi o por Echeverría, la filosofía alemana hoy denominada por algunos «romántica», cuyos mayores representantes eran los idealistas Fichte, Schelling y Hegel, no tuvo ninguna presencia real en el pensamiento «Nueva Generación Argentina», como tampoco la tuvieron la filología ni el folklore de esa misma procedencia -encarnada en las obras de los hermanos Schlegel y de los hermanos Grimm, respectivamente.

En el concierto de voces que produjo el volcán romántico europeo, tampoco se discernirían desde el Río de la Plata aquellas demasiado violentas, demasiado conscientes del desgarramiento irreparable que la modernidad parecía introducir en el espíritu y en la naturaleza de los hombres. Sometidos a la exigente disciplina de un gusto que privilegiaba el decoro y la politesse ante todo, gusto profundamente latino por vía francesa y por vía española, no tendrían cabida en el universo de referencia de los románticos locales las exploraciones de la locura de un Novalis, de un Hölderlin, de un William Blake, como tampoco la tendrían los escritos demasiado celebratorios de las cosas humildes, al estilo de William Wordsworth o de Samuel Taylor Coleridge.

El canon romántico argentino fue en este sentido enteramente francés. En él se destacan como figuras colosales, Lord Byron y Victor Hugo, seguidos por una pléyade de escritores menores, de entre los cuales Mariano José de Larra merecería especial consideración por representar una posibilidad concreta de radicación en suelo español -y por extensión en suelo español americano- de la nueva sensibilidad, de la nueva ideología. En su centro estaban la poesía y el drama modernos, pero no fueron éstas, por otra parte, las principales fuentes de la sensibilidad ni del ideario romántico locales. El romanticismo argentino, pese a sus propias y permanentemente declamadas ambiciones, no fue un movimiento literario tanto cuanto un movimiento de pensamiento social -entendido este último término en su acepción más amplia-. Por ello, las principales figuras que integran el canon romántico rioplatense, el diario de lecturas de casi todos los escritores de este movimiento, fueron historiadores, filósofos, críticos literarios, reformadores políticos y sociales, y ensayistas varios.

En la década de 1830, Victor Cousin primero, y luego Pierre Leroux, ambos hoy en gran medida olvidados, ocuparon el centro del sistema local de lecturas, al que muy pronto se añadiría la obra del abate radicalizado, Hugues-Felicité-Robert de Lamennais. Junto con ellos, historiadores como François Guizot, críticos como Villemain, filósofos del derecho como Eugéne-François-Marie Lerminier, aparecen citados con frecuencia. Hacia fines de la década irrumpiría en el ámbito local la obra de los historiadores «humanitaristas» de la segunda generación romántica francesa -Jules Michelet y, sobre todo, Edgard Quinet-, y el escritor que serviría de piedra de toque para todos los debates de la década de 1840, Alexis de Tocqueville -fragmentos de Democracia en América aparecen traducidos, quizás de la mano de Alberdi, en el Talismán (1840), periódico de Montevideo redactado por los emigrados románticos. Este imperio de la reflexión conceptual por encima de la reflexión estética determinó que aun las obras de ficción que aquí se leían, fueran leídas como obras de otra índole, donde la imaginación le cedía el lugar al aporte constructivo. Es de esta manera cómo las novelas de James Fenimore Cooper pudieron llegar a ser objeto de una lectura que veía en ellas -como ha señalado Raúl Orgaz al discutir su impacto en el pensamiento de Sarmiento- descripciones históricas y sociológicas ante todo. Sir Walter Scott también se convertía del mismo modo en un historiador y filósofo de la historia, mientras que el Cromwell de Hugo nutría la polémica política entre las facciones locales de nuevos conocimientos utilizables en la brega. En la organización general del pensamiento romántico argentino, la «literatura de imaginación» debió convertirse en «obra de pensamiento» o correr el riesgo de ser enteramente ignorada.

En un principio, el romanticismo argentino se definió principalmente por aquello que rechazaba. En las primeras declaraciones programáticas de Echeverría, relacionadas con los objetivos y los medios de la poesía; en las discusiones entabladas entre «clásicos» y «románticos»; en la abundante producción de artículos periodísticos de reflexión literaria, un temario de recusaciones fundamentales pronto emergió: el neoclasicismo, la influencia literaria española, y la filosofía «materialista» de la generación anterior. La nueva escritura romántica debía encarnar un ideal de originalidad en la producción artística, y por ello la estética neoclásica se le presentaba como inaceptable -ya que enfatizaba el valor de la imitación de los modelos literarios de la antigüedad griega y romana, y porque concebía al arte como actividad portadora de una clara función social, la de reforzar y expandir sus ideales de decoro y moralidad-. Ese rechazo al neoclasicismo en su versión local venía acompañado de un gran desprecio por la literatura latina que en la Argentina, donde la enseñanza del griego estaba mucho menos expandida que en los principales países de Europa, constituía la base de esa estética. Para los románticos, esa literatura representaba lo antiguo, lo perimido, lo muerto; como lo ha señalado Alberdi en uno de sus escritos autobiográficos al relatar cómo leía a escondidas del maestro La Nueva Heloísa de Rousseau durante las lecciones de latín. En este sentido, la originalidad proclamada por los defensores rioplatenses del romanticismo se definía más por el sistema de exclusiones que establecía que por cualquier contenido específico propio.

Ello se aprecia con mayor claridad aun en relación a una de las derivas de esa exigencia de originalidad, como es la demanda -formulada en fecha muy temprana por Echeverría- de una literatura que expresara la nueva nacionalidad. En aras de esta exigencia, se restó toda legitimidad al legado literario español en su conjunto. Tanto la literatura española clásica cuanto aquella que los contemporáneos de la Nueva Generación estaban en proceso de escribir, eran representadas como profundamente ajenas a la realidad argentina -antitéticas al espíritu de nacionalidad- y además deficientes desde la perspectiva de los valores estéticos del romanticismo. Juan María Gutiérrez adquirió notoriedad como escritor principalmente debido a su «Lectura» ante el Salón Literario, «Fisonomía del saber español», donde proclamaba la necesidad de que los americanos se «emanciparan» de las tradiciones peninsulares, cuya nulidad absoluta representaba bajo la figura de un «lago monótono y sin profundidad».

La necesidad de crear una literatura nacional exigía que se rompiera el vínculo con la literatura de la antigua metrópoli; y la necesidad de crear una literatura original, portadora de conocimientos y formas de expresión nuevos, imponía también la ruptura con una tradición literaria que, en el pensamiento de los románticos argentinos, era incapaz de pensar nada novedoso4.

Finalmente, haciéndose eco de un tópico ampliamente difundido en las discusiones literarias y filosóficas europeas de la época, los propulsores de la nueva concepción romántica consideraban que la «filosofía» de la época rivadaviana era una prolongación de la filosofía «materialista» del siglo XVIII que debía ser recusada. En escritores tan distintos entre sí como Villemain, Pierre Leroux, Victor Cousin, o el Conde de Saint-Simon, la oposición entre el siglo anterior y el actual -el XVIII y el XIX- se retrataba en términos de una antítesis. El siglo XVIII habría sido el de la filosofía «materialista» o «sensualista», que por renunciar deliberadamente a toda consideración de las cosas del espíritu, sólo pudo dar una visión demasiado mecánica, empobrecida, del hombre. Para algunos de estos escritores, la Revolución Francesa, juzgada desde la perspectiva conservadora de la Restauración como una catástrofe, era la consecuencia ineluctable de tales concepciones. En el siglo XIX, en cambio, el progreso venía a consistir justamente en un redescubrimiento de los fueros del «espíritu», que en su versión más estética se presentaba bajo el aspecto del «idealismo» de mucha poesía romántica, mientras que en sus versiones más filosóficas abarcaba desde el pensamiento social del catolicismo ultramontano hasta la vaga espiritualidad del «Eclecticismo» de Victor Cousin.

En la Argentina, este tópico fue repetido ad nauseam por Echeverría, por Alberdi, por Gutiérrez, etc., en casi los mismos términos utilizados por sus modelos europeos. Sin embargo, la función que adquirió esta transposición cultural fue muy específica y distinta de la que había ejercido en Francia y otros países europeos. Para muchos de los antiguos alumnos del colegio y de la universidad rivadavianos, la filosofía que ellos habían aprendido -el «Utilitarismo» de Bentham, la «Ideología» de Destutt de Tracy, de Cabanis, de Volney- representaba una corriente de pensamiento perniciosa no tanto por su oposición explícita a una visión teocéntrica del mundo (aunque para algunos románticos, como Félix Frías, éste era todo el problema) cuanto por su articulación de una visión calculadora, fría, o cínica del mundo.

Al desechar esa filosofía «materialista», los románticos argentinos no recusaban la revolución -como sí lo hacían sus arquetipos europeos-, sino que creían estar deshaciéndose de uno de los mayores estorbos para su plena realización: el egoísmo cínico de los «utilitarios» argentinos. En su lugar, proponían colocar el Ideal, la «creencia» social, la generosidad revolucionaria que -únicamente- podía recuperar el rumbo interrumpido por Rosas. Sin lugar a dudas, semejante representación guardaba poca relación con los hechos, pero entonces como ahora la verosimilitud no es un valor necesario para la eficacia de una creencia; la elevación del Ideal al rango de concepto rector de todo su accionar no sólo produciría el giro «idealista» o «platonizante» de gran parte de su poesía, sino que además ofrecería un vínculo imaginario de enorme eficacia en la consolidación de un movimiento de oposición, a la vez política y estética, a las situaciones consolidadas en el Río de la Plata de esa época.

Ese conjunto no siempre compatible de definiciones que se articulaban «por oposición» -el triple rechazo a «clásicos», «españoles» y «materialistas»- dio inicio a un camino de elaboración doctrinaria que hacia fines de los años 30 alcanzó mayor sistematicidad, sobre todo en los escritos que Alberdi y Echeverría publicaron entre 1837 y 1839. El programa romántico enunciado por Alberdi en su «Discurso en el Salón Literario sobre la Doble armonía entre el objeto de esta institución, con una exigencia de nuestro desarrollo social; y de esta exigencia con otra general del espíritu humano» (1837) resumía en gran medida los temas y problemáticas que ocuparon el centro de reflexión de la Nueva Generación hasta mucho después de Caseros.

En primer lugar, el movimiento romántico local se concebía como portador de un pensamiento revolucionario. Esta idea ya había sido deslizada en algunos textos fragmentarios publicados por Echeverría un par de años antes, donde el romanticismo era representado como una revolución en la literatura nacional. En este escrito de Alberdi aparecía vinculada en cambio a la experiencia de la Revolución de Independencia, y extendida hasta abarcar el conjunto de la experiencia colectiva argentina. Para Alberdi la revolución argentina no había terminado, sino que había entrado en una etapa superior de su desarrollo, donde la tarea más urgente era la de dotarla de un pensamiento propio. Como repetiría con leves variantes en múltiples escritos durante los próximos siete años, la revolución por las armas habría llegado a su fin -un fin exitoso, ya que la Argentina había conquistado efectivamente su independencia de España-, pero la revolución de las ideas estaba aún por comenzar. Ésta era la tarea asignada a la Nueva Generación. Ella debía formular un pensamiento revolucionario que acompañara la nueva sociedad revolucionaria y explicara su sentido.

Esa revolución, por otra parte, no se circunscribía únicamente al Río de la Plata. Compenetrados de las enseñanzas de la nueva «filosofía de la historia» desarrollada por la escuela histórica francesa, los escritores de la Nueva Generación aceptaban que la Revolución argentina era una manifestación local de un proceso revolucionario más amplio: la Revolución universal iniciada en tiempos de la Reforma Protestante, continuada y profundizada por la Revolución Francesa y por el ciclo revolucionario europeo que ésta inauguró, cuyo curso no se agotaba aún, ya que el surgimiento de la modernidad decimonónica se les presentaba, a su vez, como otro síntoma de esa «larga revolución». Para la Generación de 1837, la «revolución permanente» no era un anhelo, era un hecho. La revolución argentina debía liberar su sentido, en consecuencia, en función de la relación entre los dos niveles habitados por la revolución, el local y el universal. Además, el pleno sentido de la revolución no se podría aprehender hasta que ella no hubiera completado su curso: cualquier conocimiento de la misma debía ser por ende provisorio. Es en razón de esta última concepción que se vuelve comprensible por qué el pensamiento romántico argentino osciló permanentemente entre dos definiciones de su tarea intelectual: la de investigar la propia realidad para descubrir su sentido o, en cambio, para «inventar» -es decir, construir, elaborar- el mismo.

De esta manera, la «nacionalidad» como problema recibía su articulación explícita -en el centro del programa romántico- en clave revolucionaria. La nación debía ser objeto privilegiado de todos los estudios, de toda la reflexión de los jóvenes románticos, no porque contuviera algún valor en sí misma, sino como parte de la tarea más significativa de continuar y profundizar la Revolución. Para esta concepción, la «nación» no era algo dado de antemano, ni dotado de una existencia atemporal, sino que era el resultado del proceso revolucionario. En abierto contraste con la visión de la nación desarrollada por los «nacionalistas» del siglo XX -visión que enfatizaba las características esencialistas, intransferibles, arquetípicas de la nacionalidad-, los escritores románticos concebían la identidad nacional como creación nueva, reñida en todos sus aspectos con el legado ofrecido por la historia, es decir, con el legado de España y de la vida colonial.

En consecuencia, la nación era para ellos una entidad móvil, cambiante. Su naturaleza no se definía únicamente por lo que era entonces, sino por lo que podría devenir. El sentido de la «nación» permanecía suspendido en las amarras de una teleología oculta, la de la revolución que fatalmente iba desenvolviendo sus consecuencias. Debía ser por ello objeto de un trabajo de interpretación. Alberdi proponía, pues, en 1837, «interrogar a la filosofía la senda de la nación argentina». La «filosofía» invocada era, como lo explicitaba en su Fragmento preliminar al estudio del derecho (1837), la «filosofía de la historia». El sentido de la nueva nacionalidad debía articularse sobre la base de una experiencia específica, la del Nuevo Mundo -con sus paisajes representativos, con sus tipos humanos autóctonos, con sus formas de vida adaptadas a la particular realidad que estas comarcas se suponía encerraban- pero debía también expresarse en términos de su relación con un sistema de valores juzgados universales, de los cuales el supremo era -en el momento de formular esta visión- la «democracia»: vocablo cuyo significado era extremadamente ambiguo entonces, y sólo en parte igual al que hoy le asignamos.

Echeverría en el Dogma Socialista, Miguel Cañé (padre), Andrés Lamas y el propio Alberdi en las páginas de El Iniciador, precisarían el significado de ese ideal democrático en termine que distaban mucho de las concepciones fundamentales del liberalismo clásico. Efectivamente, a pesar de las fuertes negativas proferidas por muchos de ellos en años posteriores, los siete u ocho años transcurridos entre mediados de la década de 1830 y mediados de la siguiente, fueron los años «socialistas» de la Nueva Generación. Este socialismo no era, por supuesto, el que luego se conoció por ese nombre -cuya especificidad derivaba de la doctrina marxista-, pero no por ello dejaba de pertenecer a la familia más amplia de corrientes socialistas del siglo XIX, entre las cuales los diversos socialismos «utópicos» -término peyorativo aplicado por Marx y Engels a esas formaciones intelectuales- ocuparon un lugar fundamental hasta el último tercio de ese siglo. En el Dogma Socialista, cuyo carácter irrecuperablemente ecléctico ha sido reconocido por todos los comentaristas, la impronta de algunas de esas concepciones «utópicas» es evidente: la teoría del desarrollo histórico del Conde de Saint-Simon, la interpretación del cristianismo en clave socialrevolucionaria y populista del Abate de Lamennais, y sobre todo la doctrina igualitarista radical del artesano y filósofo francés, Pierre Leroux.

En consonancia con estas concepciones, la interpretación de la revolución, de la nación y de la democracia desarrollada por los escritores de la Nueva Generación privilegió durante esta etapa -como centro de su reflexión- la existencia colectiva en contraposición a la existencia individual. La posibilidad de una oposición entre «igualdad» y «libertad» no era aún sospechada siquiera por ellos. Sólo a partir de la difusión de la obra clásica de Tocqueville, De la democracia en América, cuya segunda parte se conoció en 1840, pudo instalarse esa dicotomía como una noción de sentido común. En los años en que la Nueva Generación cristalizaba su ideario, «igualdad» y «libertad» eran concepciones que se presuponían mutuamente: conquistar la una equivalía a conquistar la otra. Su «socialismo», que aceptaba como propio el sistema de libertades individuales legado por la Revolución de Mayo, al que defendía con creciente empeño ante el progresivo cercenamiento de las mismas por el régimen rosista, no por ello era «liberal». No lo era, en efecto, porque el individualismo, la palanca fundamental del liberalismo clásico, estaba en gran medida ausente de su reflexión. Siguiendo de cerca los argumentos de Leroux, de Lamennais, de Fortoul, los escritores románticos aceptaban que la igualdad debía realizarse en la sociedad mediante la derrota del «individualismo», cuyo aspecto «moral» era el «egoísmo».

Su ideario colocaba por ende la solidaridad colectiva en un plano principal, hacía de los intereses del grupo -de la nación, del pueblo, de la propia Nueva Generación- un valor superior a los intereses del individuo. La existencia primordial de los seres humanos, su identidad originaria, sólo podía ser, desde esta perspectiva, colectiva, social, nacional. Ellos insistirían, siguiendo también en este punto a Leroux, Fortoul, Bastiat y otros, en que la concepción moderna no aniquilaba al individuo como lo habría hecho el republicanismo de Grecia y Roma, sino que lo colocaba en una situación de armonía con el conjunto social -consecuencia directa de la revolución moral que, para esta visión, había representado el advenimiento del cristianismo-. De todas maneras, este «individualismo» armónico no era el de la lucha de intereses entre individuos absolutamente aislados entre sí, ya que el ideal de «armonía» presuponía la supremacía de lo colectivo, de lo social, por sobre lo individual. El sujeto de «la libertad» conquistada por la «gesta de Mayo» no era, entonces, el individuo -como en la teoría liberal clásica suscripta por Alberdi quince años más tarde en El Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina-, sino la colectividad en su conjunto: la nación.

¿En qué consistió, entonces, este ideario «socialista»? Principalmente en los siguientes aspectos: 1) la articulación de una interpretación crítica cuyo término central era, como ya se ha visto, la sociedad, antes que el individuo; 2) una defensa de la igualdad como valor social supremo; y 3) la combinación de esas nociones con cierta esperanza escatológica en una revolución que impulsara una «regeneración» de toda la sociedad argentina -la «palingenesia» anhelada por Echeverría- cuya esfera de acción debía ser, más que material, moral e intelectual. El segundo aspecto tuvo como característica determinante su profunda imprecisión. No siempre puede saberse cuál es la «igualdad» de la que hablan los escritores románticos, si se trata de la «igualdad ante la ley», de la igualdad de derechos políticos -es decir, de una noción republicana de ciudadanía- o de algún tipo de igualdad «social». La reacción de Alberdi ante las formas de discriminación que padecían los mulatos en el Uruguay es síntoma de esta última deriva, como lo son también las reiteradas denuncias de los argentinos contra el sistema clasista chileno. Sin embargo, como prueba la anécdota contada por Benjamín Villafañe en sus Reminiscencias históricas, esa pasión igualitaria no siempre conciliaba la teoría con la práctica. De visita a San Juan en 1839, con el propósito de reclutar adeptos para la Asociación de la Joven Generación Argentina, asistió en compañía de algunos sanjuaninos -entre ellos, Sarmiento- a un banquete patriótico. Los brindis, calcados sobre las «palabras simbólicas» del Dogma Socialista -y en especial sobre aquellas expresivas del ideal igualitarista- se hicieron más efusivos al ritmo del vino que se bebía, al punto que los mozos, entusiasmados a su vez, sintieron que se les autorizaba para que unieran sus voces al coro de «vivas» a la igualdad. La reacción de los comensales fue la atendible: indignación contra el atrevimiento de la servidumbre, que con tanta facilidad se «descolocaba». Villafañe cierra su anécdota enfatizando que el único de los presentes que comprendió la relación entre la teoría y práctica fue Sarmiento, quien convenció finalmente a los demás «Jóvenes Argentinos» de la legitimidad de la acción de sus servidores.

Las diferencias entre esa perspectiva «socialista» de la Nueva Generación y otras alternativas fueron, es cierto, en algunos casos muy sutiles o borrosas. La revolución, exaltada por ellos tanto como principio cuanto como experiencia real, podía ser concebida en forma semejante desde una perspectiva republicana desde una «liberal-radical» (como la sostenida por algunos unitarios). En efecto, la impronta del republicanismo, cuyos tópicos circulaban entonces profusamente en el Río de la Plata, se superpuso a la del «socialismo» de la Nueva Generación, para otorgale un lugar de privilegio al ideal revolucionario. Si el republicanismo de los rivadavianos manifestó esencialmente una expresión matizada por el liberalismo doctrinario y el radicalismo filosófico inglés y francés, y si asimismo el republicanismo de los rosistas se plasmó en un molde esencialmente clásico, el republicanismo de la Nueva Generación adoptó en cambio como vehículo el «socialismo» humanitarista de la escuela de Pierre Leroux. Aunque las fuentes posibles de sus distintas concepciones políticas, sociales y estéticas pudieron ser muchas y de muy diversa procedencia ideológica, la referencia explícita de la Nueva Generación es en este período siempre el «socialismo», y no tales otras corrientes de pensamiento.

Después de las revoluciones europeas de 1848 -que en Francia suscitaron un intenso conflicto social acompañado de diversos experimentos «socialistas» como el de los «Talleres nacionales» diseñado por Louis Blanc- la retirada de esa temprana postura se convirtió en un franco repudio. Alberdi, quien ya desde su «giro absolutista» de 1843 (en ocasión de su viaje a Genova, que entonces formaba parte del Reino de Cerdeña) no compartía el ideario «socialista», formuló en 1851 la versión de esa etapa de su desarrollo intelectual que se ha hecho canónica: el «socialismo» endilgado a la «Generación del 37» por sus enemigos nunca había sido tal, sino que era fruto de un equívoco provocado por la profunda ignorancia de esos adversarios. Para Alberdi, «socialista» se refería no a un ideal «comunista» -de colectivización de la propiedad privada-, sino a un interés por la «sociedad» que a su juicio era enteramente compatible con una postura liberal. Sin embargo, si la primera parte de aquella descripción alberdiana es correcta, la segunda no lo es tanto. Su perpetuación como marco interpretativo de este período del pensamiento de la «Nueva Generación» ha servido para desdibujar los contornos originales del mismo, ya que si luego de 1848 el «liberalismo» de muchos miembros de esa generación se iría acentuando como marco ideológico de su reflexión, las características del mismo -en muchos casos contradictorias o sorprendentes- sólo se podrán explicar por su origen en un sistema de pensamiento que no era liberal, sino romántico, republicano, y «socialista».

El romanticismo constituyó un movimiento definido por su postura estética, y no casualmente es en esta zona de su reflexión donde se percibe con mayor claridad el sentido de la opción «socialista» seguida por la Nueva Generación. Efectivamente, en los artículos publicados en El Iniciador y en El Nacional de Montevideo, como también más tarde en el largo debate entre «clásicos» y «románticos» en Chile, los miembros de la Nueva Generación supieron contraponer el arte «socialista» al arte «romántico». Siguiendo las indicaciones de Pierre Leroux, los miembros de la Nueva Generación aceptaban que el arte romántico -que para ellos había recibido su formulación filosófica más profunda en el «Prefacio a Cromwell» de Victor Hugo (1827)- pertenecía ya al pasado, debiendo ser reemplazado por un «arte socialista». En el sentido expresado por Leroux -que también podía encontrar en diversos escritos sansimonianos, o en los de Hyppolite Fortoul-, la misión del arte ya no era puramente la expresión estética -«l'art pur» que anhelaba Hugo, y que sólo podía surgir de la libertad absoluta del «genio»-, sino eminentemente la expresión social. El arte debía colaborar en la misión urgente de regeneración de la humanidad, incumbiéndole, en consecuencia, someterse a las necesidades que al margen de toda voluntad estética le impusieran las cambiantes contingencias del movimiento social.

Para esta concepción, el arte era «social» en un doble sentido. Primero, porque expresaba a la sociedad de la cual era el producto; contrariamente a lo sostenido por los escritores románticos europeos de la década anterior, los «socialistas» argumentaban que el arte debía entenderse exclusivamente en clave historicista: si se modificaba la sociedad, también debería modificarse el arte5.

En otras palabras, la creación artística no podía ser nunca la expresión aislada de un genio individual; sólo podía ser expresión de la sociedad en su conjunto, con sus valores, sus anhelos y sus creencias compartidos. Pero si no podía ser expresión libre de los individuos, tampoco debía serlo, ya que la expresión idiosincrática se percibía en exceso frívola, despreocupada del conjunto social, y en su manifestación extrema «enfermiza». La tarea socialista era la transformación social. Para alcanzar ese fin, imponía a sus servidores una atención constante y excluyente de toda otra consideración. En tanto el proyecto socialista implicaba una transformación en todos los órdenes de la existencia humana, debía operar a través de todos los medios disponibles, entre ellos el arte: de esta forma la creación artística era reinterpretada en términos de militancia.

Traducida esta noción al contexto argentino, la misión del arte se definiría por su obligación de servir a la Revolución, entendida como regeneración total de las sociedades rioplatenses tarea revolucionaria hallaba a su vez un campo de acción bien delimitado: el de la expresión de la «nación» y del «pueblo», términos que en algunos de esos tempranos escritos tienden a fusionarse. De esa manera, el autor del artículo «Literatura» publicó El Iniciador en mayo de 1838, se sentía autorizado para declarar:

Nosotros concebimos que la literatura en una nación joven, es uno de los más eficaces instrumentos de que puede valerse la educación pública. Sin duda que no entendemos por esta palabra, lo mismo que con ella significaban los antiguos; ni tampoco lo que, en los tiempos de la insurrección romántica, se quiso expresar por medio de ella. Para nosotros su definición debe ser más social, más útil, más del caso: será el retrato de la individualidad nacional.



En esta concepción el imperativo estético y el imperativo revolucionario -social, político, ideológico- aparecían fusionados. La literatura debía expresar «la individualidad nacional» porque sólo de esa forma podría alcanzar realmente su plenitud artística -«debe contener la expresión de nuestra vida, sin esto, sería un plagio, una ficción de más»-, pero también debía hacerlo para avanzar la causa de la revolución, cuya finalidad en el Río de la Plata era la creación de una nueva nacionalidad, cuyas características sociales serían también nuevas, modernas, «progresistas». El mismo articulista enfatizaba la subordinación de la tarea literaria a ese segundo imperativo:

Nosotros, digo, no debemos ocuparnos de esa literatura de lo bello, que para los antiguos era todo, sino como uno de los accesorios que puede dar más valor a la obra. Ante todo, la verdad, la justicia, la mejora de nuestra pobre condición humana, en fin, todo lo que, aun sacrificando la perfección nos dé un progreso moral e intelectual6.



La misión del artista que preconizaba esta teoría debía ser esencialmente colectiva. Si no renunciaban los escritores del 37 a la principal conquista romántica -la libertad del artista respecto a las convenciones tradicionales-, esta libertad debía someterse ahora a la misión revolucionaria que definía el único sentido legítimo del arte. En otro artículo de El Iniciador, «Sobre el arte socialista» (atribuido a Alberdi), se declaraba que:

Así, caminando a la democracia que es la última forma de la sociabilidad, el poeta social y democrático debe cuidar siempre de atizar el fuego de aquellos sentimientos de igualdad, de atacar fuertemente las preocupaciones que se oponen al progreso democrático, de concluir con las reliquias de las edades bárbaras. [...] la poesía democrática debe cuidar de dar a las ideas, a las costumbres, a los sentimientos del pueblo una dirección enteramente democrática7.



En otras palabras, el artista debía subordinar las exigencias puramente estéticas de su obra a las necesidades utilitarias (término usado por Leroux y por los románticos argentinos) nacidas del proceso revolucionario.

En el registro de las prácticas literarias, esta concepción ejerció una profunda influencia en los años 1830 y 1840. Por un lado, llevó a que se privilegiaran los géneros de difusión más pública, como el teatro o la poesía cívica. Alberdi, Bartolomé Mitre, José Mármol y otros miembros de la Nueva Generación escribieron durante estos años obras de teatro cuyo contenido estético se desvanece casi por completo ante su fuerte intencionalidad propagandística. Cuatro épocas, de Mitre, por ejemplo, tematizaba el conflicto entre el amor pasional y el deber patriótico, y mostraba la supremacía necesaria del segundo sobre el primero. Ambientada en la Buenos Aires rosista, el personaje central, Eduardo, un patriota que lee los periódicos publicados en Montevideo por la Nueva Generación, debe asumir la responsabilidad que implica la lucha por la libertad contra el «Tirano». Los diálogos entre él y su amada esposa, Delfina, tenían una función esencialmente didáctica, la de exponer ante el público los argumentos en apoyo de la lucha antirrosista. De esa forma, Eduardo, en una escena culminante, le declaraba a Delfina:

Si tengo en la vida algunos momentos felices son los que paso a tu lado, querida mía, pero quieres que esté alegre oyendo las descargas de la Plaza del Retiro, contemplando la servil cadena que rodea el cuello del pueblo argentino, y que un miserable sin glorias, un infame, más infame que todos los Tiranos del mundo obscurece nuestras glorias [...] Ángel mío, llora sobre los infortunios de nuestra Patria, pero los hombres que tienen su brazo fuerte capaz de sacudir un hombre por el aire, ¿por qué han de llorar? Por ventura, ¿no hemos sufrido ya bastante?



Tales escenas debían operar sobre el ánimo de los espectadores hasta producir una suerte de catarsis patriótica, pero debían además servir -como los antiguos dramas religiosos- para ilustrar, para comunicar el mensaje de la Nueva Generación a un público cuyo carácter iletrado hacía presuponer su carácter popular. En el drama el ideal de un arte esencialmente social parecía realizarse. Es por ello que esta obra de Mitre, desprovista de cualquier mérito artístico real -y consignada por el propio Mitre a un decoroso olvido-, mereció sin embargo los elogios de Alberdi -precisamente desde el punto de vista del «arte socialista»- en tanto constituía un dispositivo eminentemente «utilitario».

Los múltiples ensayos -todos fallidos- en el arte dramático, que hicieron los miembros del movimiento romántico en estos años, aparecieron acompañados de un universo de teoría que enfatizaba siempre el carácter social del arte, y la necesidad de que toda obra se convirtiera en un instrumento de comunicación pública. Los relatos de las puestas en escena que se realizaban en Montevideo subrayan el carácter mixto del público, que incluía un considerable contingente popular, y sugieren la importancia que se le daba a este género como forma de propaganda en un medio cultural marcado por una altísima tasa de analfabetismo. De igual modo, la poesía tendió a privilegiar las formas dramáticas antes que las líricas, y a abandonar la temática sentimental, intimista, que en los inicios del movimiento romántico se había insinuado como un quiebre con la estética neoclásica -desarrollo evidente en la primera escritura poética de Echeverría y Gutiérrez- reemplazándola con otra esencialmente cívica. Poemas como «El Avellaneda» (1849) o «La insurrección del Sud» (1849) asumían la tarea de construir un imaginario antirrosista, en cuyo interior los valores revolucionarios debían disponer tanto de los personajes como de la trama, ya que el tema verdadero de tales composiciones era aquellos valores y no estos últimos.

Esa poesía se publicaba en los diarios -«La insurrección del Sud» apareció por primera vez en El Comercio del Plata, el periódico fundado por el malogrado Florencio Varela- o era leída en sesiones públicas como los dos certámenes poéticos que tuvieron lugar en Montevideo en los años 1840. La poesía, como el teatro, debía contribuir a la causa revolucionaria, que en las condiciones imperantes entre 1838 y 1844 era equivalente a la causa de la lucha facciosa de unitarios y románticos contra Rosas y su sistema. Como lo manifestaron los dos certámenes poéticos organizados en Montevideo -en 1841 y 1844-, romanticismo, «socialismo» y civismo se unían en un solo movimiento para hacer del arte literario esencialmente un arte de representación pública. Miguel Cané, en su descripción del segundo certamen, señalaría la unidad del «pueblo» en torno a sus poetas, el carácter representativo de estos últimos, capaces en su poesía de expresar un sentimiento que era común a todos:

El pueblo escuchaba las palabras de sus vates, como si estuvieran en el templo de Dios; sólo cuando alguna de esas ardientes y eléctricas palabras que no le es dado pronunciar sino al genio, venía a herirla en el corazón, se exaltaba y hacía resonar con sus aplausos de entusiasmo el amplio recinto que ocupaba8.



El concepto central que permitió a los románticos acariciar la posibilidad de integrar su voluntad de transformación «socialista» con su actividad literaria fue el historicismo. Presente en casi todas las corrientes intelectuales que florecieron en las primeras décadas del siglo XIX, tanto en las que condenaban la Revolución Francesa por su carácter de brusca ruptura con el desarrollo histórico anterior, cuanto en las que veían en esa misma ruptura una confirmación de las leyes que suponían habían presidido ese desarrollo, el historicismo -como actitud y como dispositivo intelectual- habitó el pensamiento de los románticos rioplatenses en todas sus etapas. Ese historicismo fue más que un mero interés por la dimensión histórica de la experiencia argentina, aunque una de sus consecuencias más evidentes terminara siendo la publicación de una cantidad nutrida de obras de historia, algunas de las cuales sentarían las bases de esa disciplina en la Argentina, como la Historia de Belgrano y la Historia de San Martín, de Mitre, o la Historia de la República Argentina, de Vicente Fidel López. Pareció ofrecer a los escritores románticos, cualquiera fuera el género de escritura que prefirieran cultivar, un instrumento conceptual de amplia utilidad para dar cuenta del significado presente y probable devenir de la sociedad argentina y de sus actividades culturales. Este instrumento recibió el nombre de «filosofía de la historia», que, a pesar de su semejanza con la terminología hegeliana, guardaba sin embargo un parentesco muy lejano con la filosofía idealista alemana. Ella se articulaba más bien sobre la base de un «utilaje» conceptual ampliamente difundido en las obras de los escritores sansimonianos, de los «socialistas» y «humanitaristas» como Pierre Leroux, Jules Michelet y Edgard Quinet, y aun en aquellas de ciertos escritores de la reacción, como Pierre-Simon Ballanche o -con importantes matices- el conde de Bonald. El filósofo «ecléctico», Victor Cousin, vulgarizador de Kant, Hegel y toda la nueva filosofía alemana en Francia, quien en su afán por lograr la armonía entre todos los sistemas filosóficos los simplificó hasta distorsionarlos irrecuperablemente, constituyó sin embargo la fuente más directa de este dispositivo conceptual, del cual luego se apropió Leroux -exclusión expresa hecha del odiado giro «ecléctico»- para construir el aparato filosófico de su «socialismo».

Los aspectos centrales de la «filosofía de la historia» invocada por los escritores de la Nueva Generación fueron: 1) la creencia en ciertas leyes generales que gobernaban el desarrollo histórico de todas las sociedades, por separado y en su conjunto; 2) la aceptación de una teoría del progreso rudimentaria, que postulaba un movimiento ascendente de las etapas históricas, en contraposición a visiones cíclicas o decadentistas -teoría del progreso, por otra parte, que tendió a ser «providencialista» antes que «naturalista»; 3) la utilización de un esquema tripartito de «etapas» o «eras» históricas que permitían imprimir un sentido general a los fenómenos contingentes de un momento dado de la historia, relacionándolos a todos entre sí; 4) el deslizamiento de esta visión «triádica» de la historia (o «trinitaria» -ambos términos fueron empleados por escritores de este período-) hacia una concepción holista, que postulaba el vínculo necesario entre todos los hechos y procesos ocurridos en un mismo período; 5) la identificación de ese holismo, al menos en la mayoría de las interpretaciones románticas, con alguna noción de «espíritu de la época», del cual todos los fenómenos serían otras tantas manifestaciones o epifanías; y 6) la condensación de los procesos históricos generales -gobernados por leyes que también eran generales- en un sujeto histórico particular, la «nación», cuyo desarrollo estaría gobernado por variaciones particularistas de esas leyes universales. No siempre aparecen todos estos elementos juntos en la obra de los escritores del 37, pero el esquema conceptual general que ellos esbozan sí puede encontrarse en casi todos sus escritos de los años abordados aquí.

Aplicado al estudio de la realidad argentina por Alberdi en su polémico Fragmento preliminar al estudio del derecho y utilizado de manera menos explícita en su periódico La moda (1838), el desarrollo inicialmente más sistemático del dispositivo historicista apareció en los escritos «socialistas» de la Nueva Generación. Asociada al proyecto de transformación alentado por ellos, la «filosofía de la historia» se volvió virtualmente un saber de sentido común, cuyo funcionamiento de «sobreentendido» compartido por el escritor y sus lectores se podía presumir. Es por ese motivo que cuando los emigrados argentinos que residían en Chile se vieron tangencialmente involucrados en la polémica que en 1844 -y otra vez en 1848- enfrentó entre sí a defensores de la «filosofía de la historia» y a defensores de la historia fáctica o narrativa, no dudaron a cuál de los dos campos se debían unir. Sarmiento y López aparecieron de ese modo defendiendo las posiciones sostenidas por Lastarria y Jacinto Chacón -ambos liberales en política- contra la posición más «clásica» de Andrés Bello. Si para este último, todo el conflicto se resumía en una disputa entre los que preferían precisar los hechos sobre una base documental firme antes de interpretarlos -los cultores de la historia ad narrandum-, y aquellos otros que pensaban que era posible formular una interpretación general sin antes haberse tomado el trabajo de verificar si aquello que interpretaban había realmente ocurrido o no -los practicantes de la historia ad probandum-, para Lastarria y los argentinos aquello que estaba en juego era una visión general del mundo.

Para estos últimos, la posibilidad misma de desentrañar el sentido del pasado nacional quedaría descartada si no se aceptaba la acción interpretativa como premisa y finalidad de la tarea histórica.

Fuertemente críticos de Bello en ese debate -en sus referencias privadas, López lo caracterizaba alternadamente de «mandarín» y de «gran follón»-, tanto López como Sarmiento aceptarían el desafío de probar en su propia obra la superioridad de la historia filosófica con respecto a la crónica seca alentada por el venezolano. López, en su Memoria histórica sobre la contribución que los pueblos de la antigüedad han hecho a la historia universal de 1843, como también en su Manual de historia chilena de 1845, buscó ilustrar los méritos de la historia interpretativa. El primero de esos textos, que en gran medida constituyó una glosa -y en algunos pasajes una traducción lisa y llana- a algunos de los textos sobre «Philosophie de l'histoire» de Théodore Jouffroy, adoleció de la poca adecuación de un texto tan breve a la amplitud del tema escogido, mientras que el segundo, por su forma de manual tampoco cumplió con el cometido polémico que en parte subyacía a su escritura. Sólo luego de un largo proceso de maduración -uno de cuyos hitos fundamentales fueron sus dos novelas históricas, La loca de la guardia (1849) y La novia del hereje (1854)- llegaría López a articular una interpretación general donde la filosofía de la historia -dispositivo conceptual que él seguiría defendiendo mucho tiempo después de que fuera abandonado por su gran rival en el campo historiográfico argentino, Mitre- pudiera servir de soporte relevante a su reconstrucción de los hechos ocurridos.

En el contexto de los debates históricos chilenos, la gran obra que sirvió, en cambio, para demostrar los beneficios de la «filosofía de la historia», fue sin duda el Facundo de Sarmiento. Síntesis brillante de todas las corrientes de reflexión que habían integrado el acervo romántico hasta el momento de su escritura, combinatoria ecléctica de elementos conceptuales y unidad estilística a la vez, transgresora, como denunciaran sus primeros críticos, de las reglas del género a que pertenecía, la obra de Sarmiento constituyó en cierto sentido una réplica argentina al ensayo de Lastarria, cuya publicación el año anterior había desencadenado todo el debate histórico. Así como la Memoria histórica de Lastarria había partido de las nociones de Herder -interpretadas por Quinet- y de Vico -reescritas por Michelet- para bucear en el sentido profundo de la historia chilena, la que era interpretada como producto de los tres siglos de dominación española, de la guerra permanente contra los pueblos indígenas, de la hegemonía de los mayorazgos y de la influencia ubicua y perniciosa del catolicismo de la Contrarreforma, Sarmiento explicaba la historia argentina en términos de una constante interacción de los hombres -condensados en tipos humanos específicos, cada uno con sus propias características particulares- con el medio geográfico local, y de ambos con el proceso de cambio desencadenado por la Revolución de Mayo.

La interpretación de Sarmiento iba, sin embargo, más lejos que la de Lastarria en su utilización libre de la «filosofía de la historia» para discernir leyes y procesos ocultos en la trama concreta de los hechos, a la vez que emblematizaba una inflexión conceptual referida a la propia «filosofía de la historia» que ya denunciaba la superación de la etapa «socialista» del pensamiento de toda la generación a la que pertenecía -la incorporación del aporte intelectual de Alexis de Tocqueville-. Esa inflexión, sólo en apariencia sutil, representó un giro fundamental en la perspectiva intelectual del movimiento romántico: el pasaje de un proyecto «socialista» a otro liberal o republicano cívico.

Efectivamente, al reinterpretar las nociones tan difundidas de la «filosofía de la historia» en términos de una dialéctica entre la igualdad (o democracia) y la libertad, Tocqueville daba por tierra con el presupuesto central del «socialismo» de Leroux: no sólo que la igualdad y la libertad siempre deberían ser compatibles, sino que la conquista de la una no sería posible sin la conquista de la otra. Tocqueville en cambio, sugería que la lucha entre esos dos principios constituía el motor del cambio histórico moderno, y que si ello era así, también era posible que esa lucha no desembocara en ninguna etapa superior de síntesis, sino en la victoria plena del más poderoso de los dos principios -la igualdad-, que al aniquilar la libertad, implicaría la consolidación de un despotismo nuevo en el mundo. Para quienes aceptaban tal interpretación, la esperanza en un cambio revolucionario -que se justificaba precisamente por conducir a una armonía progresivamente mayor entre todos los elementos que componían la civilización moderna- no podía sino desvanecerse. Es más, para los escritores románticos rioplatenses la presencia enigmática de la dictadura de Rosas -producto monstruoso de una revolución que se quería democrática y libertaria- parecía ahora hallar una explicación demasiado verosímil como para que se pudiera pensar en ignorarla. Sarmiento, al aplicar tan exitosamente al estudio «filosófico» de la historia argentina el modelo tocquevilleano difundido por Alberdi, terminó -quizás sin haberlo buscado realmente- de enterrar el momento «socialista» de la Nueva Generación.

De allí en más, los caminos intelectuales de cada uno de los miembros de la Nueva Generación se fueron separando. Algunos, como Alberdi, enfatizaron la conclusión «liberal» a que conducía la dialéctica histórica postulada por Tocqueville, plasmándola en sus tres principales obras de la década de 1850 -las Bases, Derecho público provincial, y el Sistema económico y rentístico nacional. Esa opción liberal, típica de su pensamiento maduro, fluctuaría intensamente, sin embargo, de acuerdo con los cambiantes escenarios de la política rioplatense y argentina, y así como durante un par de años en los 40 pudo defender el absolutismo, en años posteriores no dudaría en alguna ocasión en defender un Estado fuerte, cuya expresión posible se le presentaba ora bajo el aspecto de una monarquía, ora bajo el de una dictadura. López, por su parte, prosiguió su camino también por una senda liberal, aunque su liberalismo tendió a ser más político que económico, y más sistemáticamente «conservador» que el de Alberdi. Uniendo la «filosofía de la historia» -enriquecida por décadas de lecturas en los mejores historiadores clásicos y modernos- a una visión política que privilegiaba la jerarquía por encima de la igualdad, le fue posible a López articular lo más parecido a una versión vernácula del «whiggismo» inglés que se conociera en el Río de la Plata.

Sarmiento y Mitre, en cambio, realizaron un periplo intelectual y político en el que la voluntad republicana sirvió para morigerar las consecuencias de un ideario liberal en estado puro como el de Alberdi. La visión histórica de ambos pareció mantener vigente la tensión entre los dos polos de la fórmula tocquevilleana, que en su práctica política tendió a resolverse en un estilo pragmático destinado a preservar simultáneamente la eficacia de ambos principios, cuya incompatibilidad última se reconocía. Podría argumentarse que en el pensamiento de Sarmiento, la igualdad pudo manifestarse siempre como (levemente) de mayor peso que la libertad, mientras que para Mitre la relación habría sido la inversa. En ambos casos, sin embargo, el saldo del historicismo tocquevilleano desplegado por Sarmiento implicó la clausura de toda posibilidad «socialista», ya que la eventualidad de una síntesis armónica parecía haber quedado para siempre descartada. A excepción de Frías, quien por su parte siguió aferrado a su casi solitaria obsesión con el valor político-ideológico de un catolicismo que se le presentaba como portador de la única posibilidad de un orden democrático en la Argentina, casi todos los demás miembros del movimiento romántico tendieron a distribuirse entre estas tres posiciones, aunque introdujeran en ellas cierto énfasis o argumentos personales.

Mención aparte merece también Juan María Gutiérrez, ya que tampoco corresponde plenamente a ninguna de las grandes líneas ideológicas en que se astilló el movimiento fundado por Echeverría. Su ulterior desarrolló intelectual ya estaba prefigurado en sus primeros escritos, organizados en torno a su profundo interés por las actividades literarias y la historia de la literatura. En ellos, ya aparecía in nuce una noción que también fuera enunciada -aunque en términos mucho más imprecisos o difusos- por los otros miembros de la Nueva Generación: la ideología de la «libertad de los intelectuales». En su obra la idea de libertad adquirió contornos precisos en tanto se la refería a la actividad intelectual, o a la creación artística. Esa «libertad» tendió a coincidir -en sus primeros escritos, redactados a la sombra de las persecuciones rosistas- con el problema de la coacción directa ejercida por los Estados contra los escritores. Es así cómo una galería de célebres perseguidos desfiló por sus páginas: Silvio Pellico, Juan Meléndez Valdés, «Plácido» (el poeta afrocubano fusilado por el ejército español en Cuba).

En los años de consolidación intelectual que siguieron a su residencia en Chile, esa caracterización del problema de la libertad tendió a desplazarse hacia otro más amplio y más profundo a la vez: la autonomía radical de la tarea intelectual -la escritura, la producción estética, la reflexión conceptual- respecto a todas las fuerzas -religiosas, sociales o políticas- que pudieran imponerle consideraciones externas a su propia modalidad. La «libertad de los escritores» se transformó insensiblemente en «autonomía del arte», que a pesar de estar siempre cercenado por las demandas contradictorias que el propio Gutiérrez le seguía dirigiendo -como la necesidad de que ese arte «autónomo» se legitimara por la expresión que le diera a la nacionalidad, a lo americano, a lo argentino- marcó un giro intenso respecto a la noción de «arte socialista», alentada por la Nueva Generación en sus primeros años. El liberalismo desarrollado en la obra de Gutiérrez -más sistemáticamente republicano que el de Alberdi, próximo en este sentido al pensamiento de Mitre o de Sarmiento- fue esencialmente un liberalismo literario. La idea de una autonomía radical del arte, apoyada en consideraciones referidas a las exigencias individuales del artista, propendió a restaurar al individuo como centro de la reflexión social, donde antes esa preeminencia había correspondido a la sociedad, a la existencia colectiva.

Estas nociones nunca fueron formuladas con la contundencia que este resumen podría sugerir, pero ejercieron a pesar de ello una influencia importante en la recomposición del campo literario argentino luego de la caída de Rosas. Si en una novela como Amalia (1851), de José Mármol, la tarea política inmediata incide todavía claramente en la organización de los materiales que integran la trama, y hace de los personajes semisímbolos de los valores éticos y políticos en pugna, disolviendo de esa manera el espacio de la domesticidad, de lo privado, en aquel otro considerado de mayor importancia para la constitución de la personalidad rioplatense, el de lo público, el de la acción republicana, los años posteriores a Caseros presenciarán la emergencia de una literatura más «autónoma», menos marcada por la ideología de la necesaria utilidad socialista o republicana del arte. La presión permanente de la política facciosa llevaría a contrarrestar esa nueva dinámica, pero el cambio tanto en las formas de concebir la literatura, como en las formas de hacer literatura, es de todas maneras evidente. Lucio V. Mansilla, en sus relatos de viaje, en sus causeries precursoras de la literatura «liviana» de la Generación del Ochenta, Vicente G. Quesada en sus reconstrucciones morosas de la vida colonial en el Alto Perú -novelas que en su mayoría carecen de tesis político -ideológicas de inmediata aplicabilidad al contexto argentino- y otros escritores de esa segunda generación romántica, pudieron manifestar una mayor voluntad estetizante (o al menos «literaturizante»), porque eran deudores de Gutiérrez. Los argumentos desarrollados por este último parecieron ofrecer una vía por la cual recuperar el elemento central de la sensibilidad liberal -la autonomía de las distintas actividades entre sí- sin por ello tener que renunciar a la creencia «socialista» en la necesaria y provechosa existencia de una sociedad, en cuyo interior los individuos nunca podrían ser libres si como entidad colectiva no alcanzaba también esa libertad -noción de sociedad que en el caso de Gutiérrez asumió la forma de un historicismo «americanista», de una búsqueda de la autenticidad americana en las obras literarias estudiadas por él-. Esta vía alternativa, vislumbrada oscuramente por los escritores de las dos generaciones románticas durante los años posteriores a la caída de Rosas, también revelaría demasiado pronto cuan irresolubles eran sus tensiones, sus contradicciones internas, y habría de ser abandonada. Cuando ello ocurriera, el derrotero de la Nueva Generación también habría llegado a su fin.








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