La sensibilidad cromática y estética del Inca Garcilaso
Sylvia-Lyn Hilton
Amancio Labandeira Fernández
En su ya
célebre obrita sobre El viejo mundo y el nuevo,
1492-1650, el profesor Elliott comenta «los formidables obstáculos a la
integración de América dentro del horizonte
intelectual europeo»
, y enumera cuatro procesos
diferentes relacionados con este esfuerzo, que serían la
observación, la descripción, la diseminación y
la comprensión. Ahora bien, el desafío de la
diversidad natural y humana de América no parece haber
inspirado ni siquiera interesado a la mayoría de los
cronistas de los primeros contactos, y a los pocos observadores que
intentaban abordarlo, la tarea descriptiva del entorno americano
les pareció verdaderamente difícil1.
Sin embargo, la
época de los grandes descubrimientos geográficos
coincide con la gran eclosión de creatividad
artística del Renacimiento, como señala Goldstein al
sugerir que uno de los rasgos más destacados del
Renacimiento es el impulso a satisfacer la elemental necesidad del
hombre de relacionarse con su entorno a través de la
percepción inmediata de sus sentidos, y por eso mismo
«el acto de descubrimiento se convierte en
la quintaesencia del Renacimiento»
, ya sea descubriendo
nuevos mundos geográficos, ya sea descubriendo nuevos
horizontes espirituales del ser humano2.
Ciertamente, muchos autores han destacado en los escritos de Colón una gran sensibilidad poética, para evocar con harta frecuencia la hermosura de lo que sus sentidos visual y auditivo percibían3, aunque también se ha cuestionado hasta qué punto sus descripciones se ajustaban a la realidad objetiva, ante la sospecha de que sus percepciones estuvieran excesivamente mediatizadas por una paisajística europea altamente idealizada, y por su propia asociación de la belleza con la riqueza, y en definitiva con el valor material, de sus descubrimientos4.
En efecto, para una mentalidad renacentista no estaban disociados los conceptos de bien y belleza. Ya en la tradición hebrea lo estético aparecía como una fuerza creadora y se produjo una equivalencia conceptual y lingüística entre lo bueno y lo bello5. La estética griega proponía esta misma asociación, que fue recogida por Platón en el Timeo, a partir del cual y al calor de la idea de una creación artística del mundo, se destila la idea de equivalencia entre Dios, amor y belleza; asociación que entrará a formar parte de la teología cristiana6. Así, el concepto abstracto o neutral de belleza no existía en la Biblia, pues todo lo bello iba unido a lo divino7.
Estas tradiciones
se revitalizaron durante el Renacimiento, gracias en gran medida a
una fuerte corriente neoplatónica. Según
Dámaso Alonso uno de los principales rasgos renacentistas
sería «la tendencia a la huida de
la realidad y al acercamiento a la belleza como principio
absoluto»
, lo cual produciría «una literatura aristocrática e
idealista»
, uno de cuyos géneros serían los
diálogos de amor y belleza8.
Asimismo, según Sturtevant las consideraciones
estéticas aún tomaban prioridad sobre la exactitud
cuando los artistas europeos del siglo XVI trataban de dibujar
gentes y cosas exóticas, pues la costumbre de trabajar a
partir de modelos vivos y reales apenas se había
iniciado9.
Estas consideraciones resultan muy pertinentes al enfocar la obra del Inca Garcilaso, pues como hombre del Renacimiento estaba muy particularmente imbuido del neoplatonismo por su cuidadosa traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, y mostraba tener una sensibilidad estética acorde con su cultura y su circunstancia personal10. Muchos autores han señalado la influencia de las ideas políticas de raíz platónica en la visión idealizada (algunos dicen arquetípica o utópica) del imperio incaico que da Garcilaso, pero pocos se han detenido a considerar sus ideas estéticas11. Ellas influyen en su concepción artística de la historiografía, pero además dan lugar a un importante tema secundario en sus obras americanas, como es la hermosura del Nuevo Mundo. Este es el tema que nos proponemos abordar aquí, comenzando con unos apuntes en torno a la percepción cromática de Garcilaso, íntimamente vinculada a su visión estética.
Ya se fijó
el profesor Elliott en este tema al hablar de las dificultades
descriptivas con que tropezaban los primeros cronistas de
América, y, afirmando que en ocasiones padecían
crueles deficiencias de vocabulario, dice que «resulta particularmente evidente que la gama de
colores identificables por los europeos del siglo XVI parece
severamente limitada»
12.
Evidentemente que Garcilaso no puede considerarse en la misma categoría con los primeros descubridores-cronistas, pero la autoridad de que gozaron sus obras y el propio interés de su persona inducen a pensar que merece la pena perseguir el tema en sus obras «americanas». El hecho de que sus descripciones se fundamentan sólo en parte en lo visto personalmente, y en mayor medida en los testimonios oídos a otras personas, no invalida los resultados obtenidos, pues se trata de perfilar la intencionalidad de su elaboración.
Siguiendo el uso de la época, para referirse al proceso de «describir», Garcilaso habitualmente utiliza el término «pintar», y con menos frecuencia el de «dibujar» (CR, I/3, XXIV; I/4, XV; I/5, XXII; I/6, XX; I/7, VIII; I/7, IX; I/7, XII; I/7, XXIX; I/8, XXII; I/9, XIII; I/9, XXVIII; II/1, X; II/1, XXIX; II/3, XXI; II/5, XXIV; II/6, XVII; II/8, I; Florida, 1, I; 2/I, VIII; 3, XXIX), lo cual sugiere sutilmente las estrechas relaciones existentes para las almas creadoras entre literatura y arte13.
En general, cabe decir que a pesar del carácter esencialmente narrativo de las obras que comentamos, Garcilaso tiene un evidente interés en describir el mundo americano para quien lo desconoce, y pese a sus repetidas lamentaciones sobre su propia falta de dotes y conocimientos literarios, queda patente que ni carece enteramente de ellos ni tampoco ignora el poder persuasorio de un estilo literario adornado ocasional y placenteramente con descripciones de fondo.
Una cuidadosa lectura de los Comentarios reales y de La Florida del Inca revela, pues, que Garcilaso maneja una paleta cromática de notable riqueza y variedad. Cinco colores aparecen con frecuencia, que son blanco, negro, amarillo, colorado y verde, mientras que otros, como castaño, prieto, azul, pardo, carmesí, morado, bermejo, grana, bayo y rucio aparecen varias veces, y por último hay una larga lista de colores mencionados al menos una vez, como son naranjado, encarnado, verdinegro, alazano, dorado, leonado, purpúreo, tinto, aloque, moreno, morcillo, zaino, zorruno, peceño, trigueño y rojo. Son, por lo tanto, treinta y un nombres de colores, sin contar otros tipos de descripción cromática que comentaremos más adelante14.
Garcilaso se
detiene a matizar con esmero el carácter policromado del
mundo, especialmente al describir animales, aves, plantas (es
decir, el mundo natural), y objetos fabricados por el hombre como
tejidos o canoas. Muy a menudo, sin especificar de qué tonos
se trata, estimula la imaginación colorística del
lector, hablando de «una semilla de
diversos colores»
(CR, I/2, XXVIII); tejidos
indígenas «de todas
colores»
(CR, I/5, VI); piedras «de diversos colores, como el jaspe»
(CR, I/6, XIV); una manta «tejida de
diversos colores que hacían diversas labores»
(CR,
I/7, XV); plumas y plumajes «de diversos
colores»
(Florida, 1, IV; 2/I, XXII; 3, XV y XXII);
«terciopelo de diversos
colores»
(CR, II/6, I y XVII); gamuza «teñida de diversas colores»
(Florida, 3, XVI) o «blanca y
teñida de todas colores»
(Florida, 6, V), y
«mantas de muchas colores»
(CR,
I/3, XVI); indios pintados «con tintas o
betún de diversas colores»
(CR, I/4, I); «pañetes de diversos colores»
(Florida, 1, IV); «finas gamuzas de
muchas y diversas colores»
(Florida, 6, XVII) o «gamuzas finas de todas colores»
(Florida, 6, XVIII), y arcos «hermosamente labrados y esmaltados de diversas
colores»
(Florida, 3, XVII).
Describiendo las
picas puestas en una sala lateral del templo de Talomeco, explica
que tenían «mangas de gamuza de
colores y, a los remates de la gamuza, en ambas partes alta y baja,
tenían fluecos de hilos de colores»
, mientras que
las porras estaban adornadas «de
rapacejos de hilo de colores puestos a trechos, de manera que el un
color matizase con otro, y todos con las perlas»
, y lo
mismo dice de las hachas, los palos y los bastones, y de los
paveses y rodelas que «por el cerco
tenían rapacejos de hilos de colores que los hermoseaban
mucho»
(Florida, 3, XVI).
Hablando de los
guacamayos, Garcilaso explica que «son de
todos colores y todos finísimos»
(CR, I/8, XXI),
con lo cual da indicios de apreciar incluso las distintas calidades
en los tonos. Esto mismo se corrobora varias veces, como por
ejemplo cuando describe ciertas flores de diferentes colores,
diciendo ser «cada color de por sí
en extremo fino»
(CR, I/6, XXVII), cuando habla de la
ropa que confeccionan los indios del Perú, empleando
«colores finísimas, que los indios
las saben dar muy bien, que nunca desdicen»
(CR, I/8,
XVI), o cuando describe las paredes interiores del templo de
Talomeco, donde «para mayor hermosura,
tenían a trechos rapacejos de hilo de colores
finísimas, que a todo lo que estos indios quieren se les dan
en extremo finas»
(Florida, 3, XVI).
Ahora bien, algunos de los colores específicos mencionados por Garcilaso son de uso limitado a ciertos campos. Tinto y aloque (rojo claro, clarete) evidentemente sólo tienen aplicación al vino (CR, I/9, XXV). Moreno y trigueño se aplican solamente a la complexión humana (Florida, 5/I, VII; y CR, II/8, XI).
En cambio, una
amplia gama de adjetivos se refiere a las capas de los caballos,
mostrando claramente la familiaridad de Garcilaso con ese mundo
ganadero y militar15.
Alazano era el caballo que Vasco Porcallo dio a Juan Vego (CR, I/3,
XXXIX), y Pedro de Arenas montó una yegua «remendada de blanco y alazano»
en la
batalla de Sacsahuana (CR, II/5, XXXV)16.
«Bayo de cabos negros»
era un
caballo de Juan Julio de Hojeda (CR, II/7, XII), mientras que uno
de Juan López Cacho era «bayo
tostado, que llaman zorruno de cabos negros»
(Florida,
2/I, XIV)17.
El caballo que Diego de Guzmán perdió en el juego era
morcillo (Florida, 5/I, I)18.
En la batalla de Huarina Francisco de Ulloa montó un caballo
«de color rucio»
(CR, II/5,
XX), y tanto Nuño Tovar como Hernando de Soto tuvieron
caballos rucios rodados (Florida, 2/I, XIV y XXIV)19.
No obstante, la
capa de caballo más veces indicada es la castaña (CR,
I/9, III; II/5, XXXVI; y II/5, XLIII) o castaña oscura (CR,
II/5, XXXV), y a esta capa dedica Garcilaso una descripción
especialmente minuciosa, tratándose de un caballo de su buen
amigo y testigo de vista de la entrada de Soto, Gonzalo Silvestre.
Este caballo «de señales y color
naturalmente era señalado para, en paz y en guerra, ser
bueno en extremo, porque era castaño oscuro, peceño,
calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con
ella: señales que en todas las colores de los caballos, ...
prometen más bondad y lealtad que otras ningunas, y el color
castaño, principalmente peceño, es sobre todos los
colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos»
(Florida, 2/I, XIV).
Curiosamente, no
satisfecho con los adjetivos al uso para describir las capas de los
animales, Garcilaso matiza que, estando en el Cuzco después
de la batalla de Huarina, Gonzalo Pizarro se trasladaba de un lugar
a otro montado «siempre en una mula
crecida de color entre pardo y bermejo»
(CR, II/5,
XXVII), dando muestras aquí nuestro autor de un evidente
afán de certificar su presencia personal en los hechos y la
verdad de todo lo dicho mediante una atención puntual a este
tipo de detalles. La mula la pudo ver Garcilaso por sus propios
ojos, mientras que, por si hubiera alguna duda sobre la veracidad
de su versión de la batalla de Huarina, afirma «todas estas particularidades oí, hasta
los colores de los caballos»
(CR, II/5, XX)20.
El afán de
matizar perfectamente los tonos exactos se puede apreciar en su
descripción de otros animales peruanos, diciendo de la
vicuña «el color de su lana tira a
castaño muy claro, que por otro nombre llaman
leonado»
(CR, I/8, XVII) y «el
huanacu bravo
no tiene más de un color que es castaño deslavado,
bragado de castaño más claro»
(CR, I/8,
XVI), o en la de los vizcacha, cuyo color «es
pardo claro, color de ceniza»
(CR, I/8, XVII). Los
avestruces o suri de Chile «tienen el
color entre pardo y blanco»
(CR, I/8, XX), mientras que
las avecillas quenti «son del color
azul dorado como lo más del cuello del pavo real»
(CR, I/8, XIX). Asimismo ciertos palillos utilizados en la fiesta
de Intip Raymi «son de color de
canela»
(CR, I/6, XXII), las piedras usadas como yunques
por los plateros indígenas eran «de color entre verde y amarillo»
(CR,
I/2, XXVIII), ciertos mosquitos de la costa peruana «son amarillos como una gualda»
(CR,
II/2, XVII), mientras que algunos adornos de Talomeco colgaban de
«unos hilos delgados y de color
amortiguado, que no se divisaban»
(Florida, 3, XV).
En fin, sobre una
piedra extraña hallada en 1556, no sólo nos dice
Garcilaso que «el color propiamente era
color de bofes»
, sino que nos revela un aspecto de su
sensibilidad dual de mestizo al comentar que en Cuzco los
españoles miraban la piedra «por
cosa maravillosa»
y los indios «la llamaban huaca, ... es decir, admirable, cosa digna de
admiración por ser linda, como también significa cosa
abominable por ser fea»
, y termina diciendo «yo la miraba con los unos y con los
otros»
(CR, I/8, XXIV); es decir que, teniendo conciencia
de que indios y españoles veían e interpretaban el
mundo de distinta manera, él participaba de ambas.
Aparte de establecer la fina percepción cromática de Garcilaso como dato interesante en sí mismo para conocer mejor sus rasgos intelectuales, sus referencias a colores también sirven como vía de acercamiento tanto a la cultura renacentista como al mundo indígena peruano, concretamente en lo que se refiere a gustos, usos, y la asociación de ciertos colores con otros tantos conceptos, sin pretender por ello llegar a afirmar que se trata de simbolismos o significados plenamente desarrollados y exclusivos21.
No obstante, según Brusatin es cierto que las sociedades humanas dan significados y valores a los colores en función de sus propias necesidades y cultura en cada momento histórico, y alude al centenar de rojos percibidos por tribus maoríes y a los siete tipos de blanco de los esquimales22.
Brevemente, pues,
se asocia el colorado al Inca reinante (CR, I/1, XXIII; I/6,
XXVIII; I/7, XII) y a la gente de guerra (CR, I/6, VIII), el
amarillo al príncipe heredero (CR, I/1, XXIII; I/6, XXVII),
y al oro (CR, I/6, VIII), y ambos colores a la gente de sangre real
(CR, I/4, II; I/6, XXVII). La asociación de la gama de los
rojos intensos o purpúreos con la preeminencia social o
religiosa no era desconocida en el mundo europeo desde la
Antigüedad greco-romana23,
y el propio Garcilaso afirma que «entonces se usaba mucho vestir la gente noble de
grana»
(CR, II/5, XXII).
Así como el
amarillo representa el oro en los quipus, el blanco representa la plata, y por
asimilación queda asociado a la luna y las estrellas (CR,
I/3, XXI y XXII). Estas asociaciones también existían
en la cultura europea. En cambio, el negro incaico es color de
pureza y deidad, por lo que es el color habitual de la ropa de los
Incas, mientras que el luto se asocia al vellorí o
pardo24.
Como explica Garcilaso: «Tomaban un
cordero negro, que este color fue entre estos indios antepuesto a
los demás por de mayor deidad. Porque decían que la
res prieta era en todo prieta25,
y que la blanca, aunque lo fuese en todo su cuerpo, siempre
tenía el hocico prieto, lo cual era defecto, y por tanto era
tenida en menos que la prieta. Y por esta razón los reyes lo
más del tiempo vestían de negro, y el de luto de
ellos era el vellorí, color pardo que llaman»
(CR,
I/6, XXI), y «El luto de aquellos reyes
era el color pardo, que acá llaman vellorí»
(CR, I/9, VI).
Si el colorado
evoca la guerra, no resulta extraño que el bermejo se asocie
también a la muerte y a la sangre. Con este color se nos
ofrece un curioso ejemplo de cierta semejanza en la
asociación de ideas y colores entre indios y europeos, pues,
explicando Garcilaso la práctica de algunos indígenas
de envenenar sus flechas con la carne podrida de sus enemigos, dice
«y si acertaban a matar o prender
algún español bermejo de los que llaman pelo de
azafrán, hacían la ponzoña antes de ese que de
otro, porque el color tan encendido y extraño les
parecía que sería más ponzoñoso que el
común. A esto se añadió que oyeron el
común refrán que entre los españoles se usa
decir que los tales bermejos son buenos para hacer de ellos
rejalgar»
(CR, II/4, XXXVII)26.
La
asociación del color bermejo con la sangre surge al decir
los indios que la mancha bermeja de la «piedra cansada»
de Cuzco es el
resultado de haber llorado sangre la piedra por las dificultades
del camino hasta la fortaleza (CR, I/7, XXIX). Algo más
pragmática resulta la costumbre de algunos españoles
pendencieros en el Perú que, según Garcilaso,
salían a pelear «con calzones y
camisa de tafetán carmesí, porque la sangre que
saliese de las heridas no los desmayase»
(CR, II/6, XX).
Asimismo el «color de sangre»
se entiende como augurio de la guerra al interpretarse el
significado del color de uno de los «tres
cercos muy grandes»
que tenía la luna una noche al
final del reinado de Huayna Capac (CR, I/9, XIV)27.
En este mismo mal
agüero, el segundo cerco, «de un
color negro que tiraba a verde»
se asocia con la muerte,
la destrucción o alguna otra gran calamidad, lo mismo que
una cometa «muy grande de color verde,
muy espantosa»
, vista a la muerte de Huayna Capac (CR,
I/9, XV), y la «gran cometa
verdinegra»
vista en el cielo, estando Atahualpa preso de
los españoles (CR, II/1, XXIV). El verde cromo y el verde
oliva se asociaban a menudo en las Biblias medievales con la
miseria, la peste, la destrucción y la muerte (especialmente
de un rey o persona santa)28;
asimismo, el verde oscuro, mezcla de verde y negro, en los romances
españoles (y en general en toda la literatura
española de los siglos de oro) significaba la pérdida
de esperanza, y por lo tanto era color asociado a la
angustia29.
En fin, el
conjunto de colores del arco iris, como fenómeno celestial
que es, no podía faltar, y explica Garcilaso: «El mismo acatamiento hicieron al arco del cielo
por la hermosura de sus colores, y porque alcanzaron que
procedía del sol, y los reyes Incas lo pusieron en sus armas
y divisa»
(CR, I/2, XXIII), de la misma forma que sobre
una pared del templo del sol en Cuzco «tenían pintado muy al natural el arco del
cielo, tan grande que tomaba de una pared a otra, con todos sus
colores al vivo»
(CR, I/3, XXI). ¿Cómo no
iban a recordar también los lectores de Garcilaso que Dios
dijo a Noé que el arco iris era «la señal del pacto que yo establezco
entre mí y vosotros y todo ser viviente que está con
vosotros, por siglos perpetuos»
?30.
Una última consideración sobre los colores se refiere a su aplicación no ya a fines artísticos y más o menos simbólicos, sino a usos más prácticos, y concretamente a los asuntos económicos y político-militares. Los colores constituían un elemento fundamental del sistema contable ideado por los Incas para el gobierno de su imperio, y Garcilaso ofrece algunas nociones básicas del funcionamiento de los quipus.
Estos eran, dice,
«hilos de diversos colores, unos eran de
un color solo, otros de dos colores, otros de tres y otros de
más, porque los colores simples y los mezclados todos
tenían su significación de por sí»
,
y así «por los colores sacaban lo
que se contenía en aquel tal hilo, como el oro por el
amarillo, y la plata por el blanco, y por el colorado la gente de
guerra»
(CR, I/6, VIII). De la misma manera, «para poder tener cuenta con tanta multitud de
ganado como tuvieron los Incas, lo tenían dividido por sus
colores; que aquel ganado es de muchos y diversos colores, como los
caballos de España, y tienen sus nombres para nombrar cada
color. A los muy pintados de dos colores llaman murumuru ... Si algún
cordero nacía de diferente color que sus padres, luego que
se había criado lo pasaban con los de su color; y de esta
manera con mucha facilidad daban cuenta y razón de aquel su
ganado por sus ñudos, porque los hilos eran de los mismos
colores del ganado»
(CR, I/5, X)31.
Por otra parte, aunque los colores no eran los únicos elementos diferenciadores de pueblos y bandos, sí que representaban, tanto para los indígenas americanos como para los españoles, una forma de expresar la pertenencia individual a grupos sociales de diferentes categorías. La costumbre de algunos pueblos indígenas de pintarse o de llevar ropas, armas y sobre todo plumas de colores para indicar su condición guerrera o su pertenencia a un grupo determinado es comentada repetidas veces por Garcilaso (Florida, 1, IV; y 4, I; CR, I/1, XXII; I/6, X; I/8, I; I/9, VIII).
Dice, por ejemplo,
que los indios de Passau «traían
las caras embijadas a cuarteles de diversos colores, un cuarto de
amarillo, otro de azul, otro de colorado, y otro de negro, variando
cada uno los colores como más gusto le daban; ... yo los vi
por mis ojos cuando vine a España el año de
1560»
(CR, I/9, VIII), pero el gusto del guerrero por el
colorido queda expresado con especial minuciosidad en la
descripción que hace de la flota de canoas que
persiguió a los hombres de Soto por el río
Misisipí: «cada una de por
sí venía teñida de dentro y de fuera, hasta
los remos, de un color solo, como digamos de azul o amarillo,
blanco o rojo, verde o encarnado, morado o negro, o de otro color
si lo hay más que los dichos ... Y no solamente las canoas,
mas también los remeros y remos y los soldados; hasta las
plumas y las madejas que traen por tocado rodeados a la cabeza, y
hasta los arcos y flechas, todo venía teñido de un
color solo sin mezcla de otro»
(Florida, 6, III).
Ahora bien,
también los soldados españoles gustaban de vestir
colores, a veces simplemente para indicar que eran militares, como
era el caso de «Juan Vélez de
Guevara, que ... aconteció ser nombrado por alcalde y hasta
medio día andaba en hábito de letrado, honestamente
compuesto, y hacía sus audiencias y libraba los negocios, y
de medio día abajo se vestía en hábito de
soldado con calzas y jubón de colores, recamado de oro y muy
lucido y con pluma y cuera»
(CR, II/3, XIII); o este otro
ejemplo de Francisco de Carvajal, quien según Garcilaso,
«preciándose de su soldadesca,
traía casi de ordinario en lugar de capa, un albornoz
morisco de color morado ... En la cabeza traía un sombrero
aforrado de tafetán negro y un cordoncillo de seda muy
llano, y en él puestas muchas plumas blancas y negras ...
cruzadas unas con otras en derredor del sombrero, puestas en forma
de X»
(CR, II/5, XLI).
Otras veces, se
trataba de destacar en una batalla, como el capitán Pedro
Álvarez Holguín, muerto en la batalla de Chupas
porque «iba tan señalado vestido
de blanco»
(CR, I/3, XVI y XVII), o como Hernando
Pizarro, quien envió un desafío a un contrario
diciendo que llevaría en la batalla «ropillas acuchilladas de terciopelo
naranjado»
si se le quería buscar (CR, II/2, XXXVI
y XXXVII).
Nada mejor que los
colores para pregonar las lealtades personales y militares. En la
batalla de Chupas, dice Garcilaso que «Muchos de los de don Diego se salvaron
quitándose con la oscuridad de la noche las bandas blancas
que traían y poniéndose las coloradas que a los
muertos de Vaca de Castro les quitaban»
(CR, II/3,
XVII).
Asimismo, para los
festejos celebrados en Cuzco en honor de Francisco de Mendoza y su
padre el virrey, cada bando llevaba su traje. «Las libreas todas fueron de terciopelo de
diversos colores y muchas de ellas bordadas. Acuérdome de la
de mi padre y sus compañeros, que fue de terciopelo negro, y
por toda la marlota y capellar llevaban a trechos dos columnas
bordadas de terciopelo amarillo junta la una de la otra espacio de
un palmo y un lazo que las asía ambas con un letrero que
decía: ‘Plus ultra’ y encima de las columnas iba
una corona imperial del mismo terciopelo amarillo, lo uno y lo otro
perfilado con un cordón hecho de oro hilado y seda azul que
parecía muy bien32.
Otras libreas hubo muy ricas y costosas que no me acuerdo bien de
ellas para pintarlas, y de ésta sí porque se hizo en
casa»
(CR, II/6, XVII). Sin embargo se acordó de
algunos otros trajes, pues dice: «Las
cuadrillas de Juan Julio de Hojeda y Tomás Vázquez y
Juan de Pancorvo y Francisco Rodríguez de Villafuerte ...
sacaron la librea de terciopelo negro y las bordaduras de diversos
follajes de terciopelo carmesí y de terciopelo blanco. En
los turbantes sacaron tanta pedrería de esmeraldas y otras
piedras finas que se apreciaron en más de trescientos mil
pesos»
(CR, II/6, XVII).
En fin, la mayor o
menor perfección en el color tenía también una
aplicación crematística entre los europeos al
tratarse del valor dado a las piedras preciosas. Garcilaso cuenta
el caso de Pedro López, quien encontró una gran perla
«redonda en toda perfección, y de
color claro y resplandeciente, que, como no había sido
sacada con fuego como las otras, no había recibido
daño en su color y hermosura»
(Florida, 3, XXI), o
el de Juan Terrón, quien tiró algunas perlas muy
valiosas pese a que «tenían su
color perfecto»
(Florida, 3, XX), y explica repetidamente
que la mayoría de las perlas halladas en Florida se
valoraban poco porque habían perdido «su buen color natural»
(Florida, 3,
XXI), su «color claro y
hermoso»
(Florida, 3, XVII), y «su hermosura y buen lustre»
(Florida,
3, XVII).
La esmeralda que
vio Garcilaso en Cuzco es otro ejemplo. De esta gema dice: «por la una cuarta parte estaba
hermosísima, porque tenía toda la perfección
posible. Las otras dos cuartas partes de los lados no estaban tan
perfectas, pero iban tomando su perfección y hermosura;
estaban poco menos hermosas que la primera parte; la última,
que estaba en opósito de la primera, estaba fea, porque
había recibido muy poco del color verde, y las otras partes
la afeaban más con su hermosura; parecía un pedazo de
vidrio verde pegado a la esmeralda; por lo cual su dueño
acordó quitar aquella parte, porque afeaba las otras, y
así lo hizo»
(CR, I/8, XXIII), regalando esa parte
a Garcilaso, quien a su vez la conservó. Es otro ejemplo de
la extrema atención que concede Garcilaso a los detalles de
lo visto personalmente.
Muchas de las referencias dadas hasta aquí han puesto de manifiesto algunas relaciones entre color y hermosura, y entre ambas cosas y los diversos grados de estima a que podían dar lugar. Garcilaso indudablemente tenía una gran sensibilidad ante lo bello, pues da amplias muestras de ello a lo largo de sus obras, las cuales en sí mismas son prueba evidente y suficiente de sus preocupaciones estético-literarias33.
Para expresar una
apreciación estética utiliza con preferencia los
términos hermoso, lindo y galano, y pocas veces, elegante y
vistoso, o variantes de ellos. El calificativo de «elegante»
se reserva para el
latín de Valera (CR, I/1, V; y II/1, XVIII) y la
corrección en el habla de la lengua indígena peruana
(Florida, 2/I, VI). «Vistosos»
son los adornos de la techumbre del templo de Talomeco (Florida, 3,
XV), la fortaleza del Cuzco (CR, I/7, XXVII), los árboles de
los jardines reales de los Incas (CR, I/6, II), y una gran pintura
de dos cóndores (CR, I/5, XXIII).
Ahora bien,
«galanos»
podían ser no
solamente jubones, calzas (Florida, 6, XVIII), jaeces (CR, II/3,
XXI), alpargatas (CR, I/6, XXVI), plumas (CR, I/8, XX y XXI),
flechas (Florida, 2/I, XXII), banderas (CR, II/7, IV), cotas de
malla (Florida, 2/II, XVIII), pellejinas (Florida, 6, XVII), una
celada de hierro (CR, II/1, XI), una camisa (CR, II/7, III), y una
yegua (CR, II/5, XXXV), junto con obras pictóricas (CR, I/6,
XXXIII), una labor de cantería (CR, I/7, XXVII), y relojes
(CR, II/7, XXII), sino también otros productos del ingenio
humano cuya apreciación requería un esfuerzo o una
preparación intelectual algo más inusual, como por
ejemplo una de las Elegías de Juan de Castellanos
(CR, II/8, XIV), el latín (CR, I/1, V), o la lengua
indígena del Perú (CR, Advertencias), los versos de
Ercilla (CR, I/1, XXVI) o las obras de Guicciardini (CR, II/1, II),
un discurso (CR, II/5, XI) o un ardid de guerra (CR, II/4, XXXVI; y
5, IX).
En cambio, los
matices del término «lindo»
, además de ofrecer el
significado de bonito o agradable a la vista, como al referirse al
azul turquesa (CR, I/8, XXIII), al cristal (CR, I/8, XXIII), a un
caballo (CR, II/5, XXXVI), a un vaso de vidrio veneciano (CR, II/1,
XXXVIII), a flores (CR, I/6, XXVII), halconcillos (CR, I/9, XIV),
colores (CR, II/5, XXVII), riendas (CR, I/8, XVI), pieles (Florida,
6, XVII), flechas (Florida, 3, XII), hombres a caballo y los aires
o andares de uno y otro (Florida, 2/I, XIV; CR, II/2, I; II/3,
XVIII; y II/5, XLIII), también sugieren cualidades como
saludable, bueno y delicioso, como cuando se refiere a la carne
sana de encías (CR, I/2, XXV), al aceite indicado para
algunas enfermedades (CR, I/8, X), a cierta bebida (CR, I/8, XII),
a algunas aguas (CR, I/5, XXVII; I/7, VIII; y II/5, XXXI), a la
miel (CR, I/8, XII y XX), al vinagre (CR, I/8, XII), al
carbón (CR, I/8, XII), y al clima (CR, II/2, XVII), y
naturalmente cuando habla de lindos oficiales, ya sea músico
(CR, II/6, VIII), sastre (CR, II/7, V) o carpintero (CR, II/7,
XIII), se refiere al buen arte con que realizan sus respectivas
obras y a la belleza de los resultados. La lindeza, pues, ofrece
claras asociaciones de lo bueno y lo bello, según comentamos
en la introducción.
Algo nos dice Garcilaso acerca de los conceptos de lo bello que tenían los indígenas del Perú. Las menciones que hace acerca de la percepción estética de los indios peruanos se refieren a diversos aspectos de la naturaleza, como son el sol (CR, I/2, I y XIX), la luna y Venus (CR, I/2, XXI y XXIII), las estrellas, el arco iris y el cielo (CR, I/4, XIX), determinados cerros (CR, I/3, II y IX), Sierra Nevada (CR, I/5, XXIII), algunas piedras (CR, I/1, IX) y metales preciosos (CR, I/5, VII), flores, frutas, los ojos del búho (CR, I/1, IX) y el pez dorado (CR, I/1, X).
Empero, no se
trataba simplemente de apreciar la belleza de algunos
fenómenos naturales sino de llevar esa estima hasta el
extremo de la veneración. «Adoraban la gran cordillera de la Sierra Nevada
por su grandeza y hermosura»
, y en otra provincia
«a este cerro, por ser solo y por su
hermosura, tenían aquellos indios por cosa sagrada, y le
adoraban»
. Hablando del «despoblado de Coropuna, donde hay una
hermosísima y eminentísima pirámide de
nieve»
, nos dice que «en su
simplicidad antigua la adoraban sus comarcanos por su eminencia y
hermosura que es admirabilísima»
(CR, I/3, IX).
Garcilaso aquí rechaza suavemente la idea de adorar un monte
como una «simplicidad
antigua»
, pero en cambio manifiesta que coincide
plenamente en su admiración por la belleza de este pico.
Asimismo, la
adoración indígena inspirada en la belleza se hace
extensiva a otros objetos visibles. Algunos antiguos peruanos
adoraban «al buho por la hermosura de
sus ojos y cabeza»
, o «por su
hermosura, al dorado»
. Del sol los Incas procuraban
persuadir a los pueblos vencidos que «merecía ser adorado por su hermosura y
excelencia»
(CR, I/2, XIX), arguyendo a los antiguos que
«advirtiesen la diferencia que
había del resplandor y hermosura del sol a la suciedad y
fealdad del sapo, lagartija y escuerzo, y las demás
sabandijas que tenían por dioses»
(CR, I/2,
I).
Por su parte, siempre mediante los ojos de la memoria (propia o ajena), Garcilaso se refiere muy a menudo a la hermosura del entorno natural. Determinados valles (Florida, 2/I, XV y XIX; CR, I/3, I, XXIV y XVIII; I/6, XXX y XXXII; I/8, III; II/2, XXXIII; II/4, V), llanos (Florida, 3, XXV; CR, I/4, XI), montes (CR, I/6, XI), sierras, el cerro de Potosí (CR, I/8, XXIV), provincias (Florida, 3, IX; CR, I/3, IX, X y XIV; I/4, XI; I/6, X, XVIII, XIX y XXIX; I/8, IV), dehesas (Florida, 4, VII; CR, I/4, XX), fincas (CR, I/9, XXVII y XXVIII), lagos (CR, I/5, XXVI; II/2, XXVII), fuentes (CR, I/5, XXIII; II/2, XXXVI), puertos (Florida, 2/II, XXII), árboles (Florida, 6, III y XIX; CR, I/3, III), plantas, flores (CR, I/6, XXVII), aves (CR, I/8, XIX y XXI), plumas (CR, I/8, XXI), caballos (Florida, 2/I, XXIV; CR, I/9, XVI; II/4, XLI; II/5, XXXV) e incluso uvas (CR, I/9, XXV y XXVI) y espárragos (CR, I/9, XXVIII), son hermosos o incluso hermosísimos para Garcilaso.
También
queda impresionada la sensibilidad estética de nuestro autor
al imaginar las vistas panorámicas de particular belleza que
ofrece la Naturaleza. Cuando el río Misisipí
desbordó sus orillas «era cosa
hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos,
porque a cada banda de su ribera se extendió el río
más de veinte leguas de tierra, ... y no se veía otra
cosa sino las aljumas y copas de los árboles más
altos»
(Florida, 5/II, XII). En los caminos reales
peruanos se construían miradores en las cumbres altas para
que «el Inca gozase de tender la vista a
todas partes por aquellas sierras altas y bajas, nevadas o por
nevar, que cierto es una hermosísima vista»
(CR,
I/9, XIII). Las aves marinas también le llaman la
atención, y comenta «cierto es
cosa maravillosa ser la multitud de ellos»
, así
como se entrega con evidente placer a la descripción de
cómo pescan los alcatraces, diciendo «es cosa de mucho gusto ver»
(CR, I/8,
XIX). Este placer que siente Garcilaso en la contemplación
de la Naturaleza es, en todo caso, plenamente expresivo de su
mentalidad renacentista, pues en esta época se está
produciendo un nuevo descubrimiento de la hermosura del entorno
paisajístico34.
Ahora bien, cuando entra en el terreno de las creaciones del hombre, se hace mucho más interesante observar el tratamiento dado por Garcilaso. En sus descripciones de manufacturas y edificios indígenas, presta mayor atención a la riqueza de los materiales usados y la forma primorosa de labrarlos, que a su aspecto estético terminado. Esto, según Elliott, es característico de los europeos del siglo XVI. Por otra parte, la percepción europea de la belleza de las obras artísticas indígenas se ve muy dificultada en este momento por la prioridad concedida a la imposición del cristianismo, lo cual lleva a la destrucción de objetos y edificios dedicados a cultos religiosos indígenas, sin dar lugar a su valoración estética35. Las primeras crónicas indianas, escritas al calor de las acciones de descubrimientos, conquistas, y evangelización, y explotación, apenas si conceden alguna consideración a la contemplación estética36, en cambio Garcilaso ofrece descripciones y alusiones a una belleza exótica pero accesible a la estima europea, y con ello realza el impacto literario de sus obras.
De objetos
fabricados por los españoles menciona sólo varias
embarcaciones (Florida, 1, VI, IX y XIII; CR, II/1, XXXIV),
«una sortija de oro con un muy hermoso
rubí»
(Florida, 3, XI), y una cruz de madera que
Soto mandó erigir en Casquin (Florida, 4, VI), sin contar
los trajes y arreos militares que ya hemos comentado arriba.
Entre las obras
arquitectónicas españolas destaca «aquella hermosísima torre»
de
la iglesia mayor de Sevilla (CR, II/2, I), pero sus comentarios
sobre la ciudad de Lima resultan un tanto ambiguos, pues dice:
«Trazáronla hermosamente, con una
plaza muy grande, si no es tacha que lo sea tan grande; las calles
muy anchas y muy derechas que /desde/ cualquiera de las
encrucijadas se ven las cuatro partes del campo»
, pero
añade que la ciudad «mirada de
lejos es fea, porque no tiene tejados de teja»
,
teniéndolos de paja y barro (CR, II/2, XVII).
Sin embargo, a las
artes fabriles y constructoras de los indios Garcilaso dedica
numerosos elogios. Destaca la hermosura de las canoas (Florida,
5/I, III; y 6, XIX), los arcos triunfales de flores (CR, II/4, V),
las mantas de pieles (Florida, 3, V y XXVI; 5/I, IV), y los arcos y
flechas (Florida, 3, XI), comentando respecto de estas armas que
los antiguos representaban a sus dioses Apolo, Diana y Cupido con
ellas porque «son de mucha hermosura y
aumentan gracia y donaire al que las trae»
(Florida, 1,
IV). En esta cita se evidencia no sólo el placer
estético que evoca en Garcilaso semejante imagen (aunque sea
con los ojos de la mente), sino su aprecio renacentista por la
Antigüedad clásica, y más aun, su deseo de
establecer la comparación (y por lo tanto la
asociación) entre esas raíces culturales europeas y
las culturas amerindias.
Deteniéndose asimismo en la contemplación de las
flechas con ocasión de narrar la trágica muerte del
joven indio embajador de Cofachiqui, dice que «cada una tenía nueva y diferente
curiosidad que la hermoseaba de por sí»
, con los
casquillos «labrados en
grandísima perfección»
, algunos hechos de
«espinas de pescados maravillosamente
labradas»
, y todas las flechas «convidaban ... a que ... las gozasen
mirándolas de cerca»
(Florida, 3, XII).
El placer de
contemplar un objeto de bella factura lo comprendía
Garcilaso perfectamente. Cita al padre Acosta al afirmar que bajo
el imperio incaico, en todos los oficios artesanales «había maestros para obra prima, y de
quien se servían los señores»
(CR, I/5,
IX). Ensalza especialmente el talento de los orfebres quienes, pese
a disponer de pocas herramientas, «con
todas estas inhabilidades hacían obras maravillosas,
principalmente en vaciar unas cosas por otras, dejándolas
huecas, sin otras admirables, como adelante veremos»
(CR,
I/2, XXVIII). Explica que el oro y la plata «tenían por cosa superflua, porque ni era
de comer ni para comprar de comer; solamente los estimaban por su
hermosura y resplandor, para ornato y servicio de las casas reales
y templos del sol, y casas de las vírgenes»
(CR,
I/5, VII), y así hacían figuras de personas,
animales, insectos, aves, y plantas (CR, I/6, I). También
comenta las chaquira37
o «cuentas de oro muy menudas,
más que el aljófar muy menudo, que las hacen los
indios con tanto primor y sutileza, que los mejores plateros que en
Sevilla conocí me preguntaban cómo las hacían;
... yo traje una poca a España, y la miraban por gran
maravilla»
(CR, I/8, V).
Por otra parte,
también se detiene Garcilaso en la belleza de las obras de
construcción. La casa del cacique de Ochile era «hermosísima»
(Florida, 2/I,
XIX) como lo eran las de Mauvila (Florida, 3, XXV); a la empalizada
de la fortaleza de Mauvila se habían incorporado muchos
árboles vivos «los cuales
hermoseaban grandemente la cerca»
(Florida, 3, XXIX); y
había «una hermosa
plaza»
en medio del pueblo de Anilco (Florida, 5/I, III).
La descripción del templo de Talomeco deja bien claro no
solamente el valor que el propio Garcilaso concede a la capacidad
humana de apreciar y de crear belleza, sino el interés que
tiene en ponerlo de manifiesto para sus lectores.
En parte por esa
razón sus descripciones elogiosas de las construcciones
incaicas son detalladas y numerosas. Según Garcilaso las
conquistas incaicas siempre conllevaban el embellecimiento de los
pueblos y provincias. «Maravillosos
edificios hicieron los Incas, reyes del Perú, en fortalezas,
en templos, en casas reales, en jardines, en pósitos y en
caminos»
(CR, I/7, XXVII), como en el caso de Hatun
Colla, donde «ennoblecieron el tiempo
adelante aquel pueblo con grandes y hermosos edificios,
demás de templo del sol y casa de las vírgenes que en
él fundaron»
(CR, I/2, XIX). En Tampu «hubo edificios muy grandes y soberbios de
cantería»
(CR, I/6, V), en Llanos había
«una hermosísima
acequia»
para el regadío (CR, I/6, XVII), y otra
que salía de la laguna Chinchiru (CR, II/2, XXVII), en
Tumbez se construyó «una hermosa
fortaleza»
(CR, I/9, III), y en Cacha se edificó
un templo que debió de ser muy bello: «Era de cantería pulida, de piedra
hermosamente labrada, como es toda la que labran aquellos indios
... El suelo del sobrado estaba enlosado de unas losas negras muy
lustrosas que parecían de azabache, ... había una
capilla de doce pies de hueco en cuadro cubierta de las mismas
losas negras encajadas unas en otras, levantadas en forma de
chapitel de cuatro aguas; era lo más admirable de toda la
obra»
(CR, I/5, XXII).
Empero, Garcilaso
reserva sus más sentidos encarecimientos para la belleza de
su Cuzco natal. «La ennoblecieron
aquellos reyes lo más que pudieron con edificios suntuosos y
casas reales ... y en la que más se esmeraron fue la casa y
templo del sol, que la adornaron de increíbles
riquezas»
(CR, I/3, XX). Algunas obras dignas de elogio
en Cuzco eran los «hermosísimos»
andenes (CR, I/7, XI; y I/9, XVII)
, y «un caño de muy hermosa
cantería»
que corría desde un
tinajón de oro situado en la plaza mayor hasta el templo del
sol (CR, I/6, XXI).
Cuando Hernando de
Soto y Pedro del Barco viajaron al Cuzco como enviados de Pizarro,
se quedaron impresionados: «dende lo
alto de Carmenca estuvieron mirando aquella imperial ciudad,
admirados de tan hermosa poblazón»
(CR, II/1,
XXXII). En repetidas ocasiones ensalza la hermosura del edificio
donde se alojaron estos dos visitantes: «Aposentáronlos en una de las casas
reales, que llamaban Amarucancha ... Era un hermosísimo cubo
redondo que estaba de por sí antes de entrar en la casa
/principal/. Yo le alcancé ... en lugar de mostrador del
viento ... tenía una pica muy alta y gruesa, que acrecentaba
su altura y hermosura»
( CR, II/1, XXXII. También
I/7, X; y II/2, XXIV).
De la casa real
llamada Cassana dice: «alcancé
mucha parte de las paredes, que eran de cantería ricamente
labrada, que mostraban haber sido aposentos reales, y un
hermosísimo galpón»
(CR, I/7, X), y explica
«se llamaba Cassana, que quiere decir cosa para
helar. Pusiéronle este nombre por admiración, dando a
entender que tenía tan grandes y tan hermosos edificios, que
habían de helar y pasmar al que los mirase con
atención»
(CR, I/7, X).
Ahora bien,
«la obra mayor y más soberbia ...
fue la fortaleza del Cozco, cuyas grandezas son increíbles a
quien no las ha visto, y al que las ha visto y mirado con
atención, le hacen imaginar y aun creer, que son hechos por
vía de encantamiento»
(CR, I/7, XXVII). Todo
«aquel bravo edificio»
estaba
construido «de cantería pulida y
cantería tosca, ricamente labrada con mucho primor, donde
mostraron los Incas lo que supieron y pudieron, con deseo que la
obra se aventajase en artificio y grandeza a todas las demás
... y para que fuese trofeo de sus trofeos»
(CR, I/7,
XXIX).
Quizás
porque toda esta ciudad fue concebida por los Incas como «trofeo de sus trofeos»
, se muestra
Garcilaso tan apenado a causa de su destrucción. El Inca
Yupanqui, dice, «lo acabó de
adornar y poner en la riqueza y majestad que los españoles
lo hallaron»
(CR, I/3, XX), pero de todos los edificios
del Cuzco él sólo pudo ver en pie la Cassana: «No alcancé otra cosa que aquella casa
real, toda la demás estaba por el suelo»
(CR, I/7,
IX). Si estos pasajes no hacen más que insinuar levemente su
tristeza ante los destrozos cometidos, ésta se aprecia
más claramente cuando habla del derribo del «hermosísimo cubo redondo»
de
Amarucancha
(CR, II/1, XXXII), y ya con gran sentimiento expresa su dolor e
indignación ante la destrucción de la fortaleza,
lamentando que los españoles «echaron por tierra aquella gran majestad,
indigna de tal estrago, que eternamente hará lástima
a los que la miraren con atención de lo que fue.
Derribáronla con tanta prisa, que aun yo no alcancé
de ella sino las pocas reliquias que he dicho»
(CR, I/7,
XXIX).
Evidentemente, a
Garcilaso lo que más le entristece es la destrucción
de los testimonios arquitectónicos de la grandeza del
imperio incaico, habida cuenta de la admiración renacentista
por los monumentos clásicos y la comparación que
Garcilaso quiere establecer entre Cuzco y Roma38.
Empero también es cierto que, según él, una
función primordial de estas obras era el ennoblecer,
embellecer o adornar los pueblos, por lo que su pérdida
representa también una importante merma en el patrimonio
artístico de la humanidad. Así, refiriéndose a
la fortaleza construida en el valle de Parmunca, comenta: «Hiciéronla fuerte y admirable en el
edificio y muy galana en pinturas y otras curiosidades reales. Mas
los extranjeros no respetaron lo uno ni lo otro»
(CR,
I/6, XXXIII). Es decir, que no apreciaron debidamente en su
opinión no ya la funcionalidad militar sino la belleza de
este fuerte.
No se trata
tampoco de descalificar únicamente a los españoles
como agentes destructores, puesto que también lamenta
Garcilaso que «los indios en el general
levantamiento que hicieron contra los españoles ... quemaron
otros muchos edificios hermosísimos que en aquel valle
había, cuyas paredes yo alcancé»
(CR, I/6,
IV).
En fin, de la
representación «galana y
vistosa»
de los dos cóndores que hizo pintar
Viracocha, dice con evidente tristeza Garcilaso: «Esta pintura vivía en todo su buen ser
el año de mil y quinientos y ochenta; y el de noventa y
cinco pregunté a un sacerdote criollo que vino del
Perú a España, si la había visto, y
cómo estaba. Díjome que estaba muy gastada, que casi
no se divisaba nada de ella; porque el tiempo, con sus aguas, y el
descuido de la perpetuidad de aquella y otras semejantes
antiguallas la habían arruinado»
(CR, I/5, XXIII).
Y valga como último y más sentido comentario de
Garcilaso sobre todas las pérdidas irreparables, éste
referido a una hermosa acequia que atravesaba la provincia de
Cuntisuyu: «cierto son obras tan grandes
y admirables, que exceden a toda pintura y encarecimiento que de
ellas se pueda hacer. Los españoles, como extranjeros, no
han hecho caso de semejantes grandezas, ni para sustentarlas, ni
para estimarlas, ni aun para haber hecho mención de ellas en
sus historias»
(CR, I/5, XXIII).
En otro orden de
consideraciones estéticas, Garcilaso también presta
atención a las actividades colectivas humanas que
podían dar lugar a panorámicas de gran atractivo
visual. En su descripción de las fiestas de Corpus Cristi en
Cuzco explica cómo los diversos pueblos indígenas
llevaban diferentes trajes, adornos y máscaras, «que bien entendían que la variedad de
las cosas deleitaba la vista y añadía gusto y
contento a los ánimos»
(CR, II/8, I), lo cual
también expresa sin lugar a dudas la opinión del
propio Garcilaso.
La belleza de las
formaciones militares llama su atención invariablemente,
como por ejemplo al presentarse los casi diez mil guerreros de
Vitachuco, «puestos en tan buena orden
que, cierto, era cosa hermosa a la vista»
(Florida, 2/I,
XXIV); o los más de mil hombres que salieron al encuentro de
Soto en Coza (Coosa), los cuales «puestos por su orden en forma de
escuadrón de veinte por hilera, hacían una hermosa y
agradable vista a los ojos»
(Florida, 3, XXII); o la
«hermosísima flota de más
de mil canoas»
que apareció un amanecer en el
río Misisipí, que, «como
fuesen muchas y de tantos colores, y con el buen orden y concierto
que traían, y como el río fuese muy ancho, que a
todas partes podían extenderse sin salir del orden,
hacían una hermosísima vista a los ojos. Con esta
belleza y grandeza siguieron los indios a los españoles ...
para que ... pudiesen ver y considerar mejor la hermosura y pujanza
de su armada»
(Florida, 6, III).
Tampoco olvida
reseñar las bellas escenas protagonizadas por
españoles. Cuenta que camino de América la nao
capitana de Soto estuvo a punto de chocar con otra, y sólo
se pudo evitar una catástrofe empujando con picas, de las
cuales se rompieron más de trescientas «que pareció una hermosísima folla
de torneo de a pie»
(Florida, 1, VII). A menudo se
recuerda la vistosidad de los soldados españoles reunidos
para desfilar o pelear, «hermosamente
aderezados»
(Florida, 2/I, XXIV), formando «tan hermosa y lucida banda de gente»
(Florida, 6, XXI), con sus «lanzas y
picas y petos que relumbraban con el sol hermosamente»
(CR, I/7, XV), o «hermosamente armados,
con grandes penachos en sus cabezas y en las de sus caballos, y con
muchos pretales de cascabeles»
(CR, I/7, XXII), o, en
fin, cuando Valdivia y Villalva «pusieron el escuadrón con muy hermosas
mangas de arcabuceros»
antes de la batalla de las Salinas
(CR, II/2, XXXVII).
Incluso encuentra
Garcilaso plasmadas en su imaginación bellas estampas de
otra índole. Trae a la mente la visión nocturna de
las minas de plata de Potosí y, resucitando aquella imagen,
dice: «Era cosa hermosa ver en aquellos
tiempos ocho, diez, doce, quince mil hornillos arder por aquellos
cerros y alturas»
(CR, I/8, XXV). Asimismo explica
cómo los indios peruanos periódicamente formaban un
gran círculo humano para acorralar y cazar miles de
animales, «cosa hermosa de ver y de
mucho regocijo»
(CR, I/6, VI).
Sobre la belleza
física de las personas, Garcilaso no se retrae en ofrecer
sus impresiones. La provincia de Naguatex, dice, estaba «llena de gente muy hermosa y bien
dispuesta»
(Florida, 4, XVI), y destaca «la hermosura y buena disposición que en
común los naturales de la Florida tienen»
(Florida, 6, XIX). La opinión de Gonzalo Silvestre,
principal fuente de Garcilaso sobre la expedición de Soto,
viene corroborada por Alonso de Carmona (citado por Garcilaso) pues
dice: «son muy bien agestados aquellos
indios y asimismo las mujeres»
(Florida, 3, XXV).
Igualmente, la población de la provincia de Rucana en el
Perú «es de gente hermosa y bien
dispuesta»
(CR, I/3, XVIII), lo mismo que en la provincia
de Chachapuya, donde son «los nombres
muy bien dispuestos y las mujeres hermosas en extremo»
(CR, I/8, I).
No faltan tampoco
algunas pinceladas de personas concretas, como el joven indio que
acompañó a los españoles desde la provincia de
Guachoya, «gentil hombre de cuerpo y
hermoso de rostro, como lo son en común los naturales de
aquella provincia»
(Florida, 5/II, II), o el cacique
Mucozo, «de edad de veintiseis o
veintisiete años, lindo hombre de cuerpo y
rostro»
, y «de buena
disposición de cuerpo y hermosura de rostro»
(Florida, 2/I, VIII y XVI). El jefe de los guerreros de Cofaqui,
Patofa, «era de muy gentil persona y
rostro»
(Florida, 3, V), y el embajador que la cacica de
Cofachiqui envió a su madre viuda «era hermoso de cara y gentil hombre de cuerpo,
de edad de veinte a veintiun años»
(Florida, 3,
XI). La descripción más detallada, sin embargo,
corresponde al cacique Tascaluza: «era
hermoso de cara ... Tenía las espaldas conforme a su altura,
y por la cintura tenía poco más de dos tercias de
pretina: los brazos y piernas, derechas y bien sacadas,
proporcionadas con el cuerpo. En suma, fue el indio más alto
de cuerpo y más lindo de talle que estos castellanos vieron
en ... la Florida»
(Florida, 3, XXIV).
De los indios
peruanos, Garcilaso nos ofrece un retrato de Atahualpa, diciendo de
su aspecto físico que era «gentil
hombre de cuerpo y hermoso de rostro, como lo eran
comúnmente todos los Incas y Pallas»
(CR, I/9,
XII). Uno de sus capitanes se llamaba Zumac Yupanqui, que «quiere decir el hermoso Yupanqui, porque este
indio cuando mozo fue muy hermoso de rostro y gentil hombre de
cuerpo»
(CR, II/2, IX). De entre los españoles,
Garcilaso elige al joven Carlos Enríquez, muerto en la
batalla de Mauvila, para comentar que «era gentil hombre de persona y hermoso de
rostro cuanto lo podía ser hombre humano»
(Florida, 6, VI).
En cambio, de la
fealdad humana habla poco Garcilaso. Los indios de la provincia de
Tula merecieron que se detuviese en sus deformaciones. «Son, así hombres como mujeres, feos de
rostro y, aunque son bien dispuestos, se afean con invenciones que
hacen en sus personas. Tienen las cabezas increíblemente
largas y ahusadas para arriba, que las ponen así con
artificio ... Lábranse las caras con puntas de pedernal,
particularmente los bezos por de dentro y de fuera, y los ponen con
tinta negros, con que se hacen feísimos y
abominables»
(Florida, 4, XIII), y continúa
«decían sus vecinos que lo
hacían por hacerse más feos de lo que de suyo lo son,
porque igualase la fealdad de sus rostros con la maldad de sus
ánimos y la fiereza de su condición, que en toda cosa
eran inhumanísimos»
(Florida, 4, XV). En suma, los
mexicanos «abominaron la monstruosa
fealdad que los de Tula artificiosamente en sus cabezas y rostros
hacen»
(Florida, 6, XIX).
Este mismo
fenómeno, dice, se daba en la provincia incaica de Palta:
«Esta nación traía por
divisa la cabeza tableada, ... sacaban las cabezas feísimas,
y así por oprobio, a cualquiera indio que tenía la
frente más ancha que lo ordinario, o el cogote llano, le
decían palta-uma, que es cabeza de palta»
(CR,
I/8, V). También en la provincia de Caranque dice Garcilaso
que los indios eran feos porque «hombres
y mujeres se labraban las caras con puntas de pedernal; deformaban
las cabezas a los niños ... trasquilaban el cabello que hay
en la mollera, corona y colodrillo, y dejaban de los
lados»
; dejando los pelos restantes «crespos y levantados, por aumentar la
monstruosidad de sus rostros»
(CR, I/9, VIII).
Entre los
españoles, aparte del comentario sobre Lope de Aguirre, a
quien describe como «de ruin talle,
pequeño de cuerpo y de perversa condición»
(CR, II/8, XIV), sólo menciona la fealdad de Pedro de la
Gasca, de quien dice: «era muy
pequeño de cuerpo, con extraña hechura, que de la
cintura abajo tenía tanto cuerpo como cualquiera hombre
alto, y de la cintura al hombro no tenía una tercia ... de
rostro era muy feo»
(CR, II/5, II). Dice también
que en Nombre de Dios «muchos soldados
se desvergonzaban a decir palabras feas y desacatadas,
motejándole la pequeñez de su persona y la fealdad de
su rostro»
(CR, II/5, II), lo cual no deja de tener
cierta gracia si se piensa que los conquistadores del Perú
seguramente no tenían mucho mejor aspecto que los de
México, de quienes comentó con sorna una dama en casa
de Pedro de Alvarado: «Parece que
escaparon del infierno según están estropeados; unos
cojos y otros mancos, otros sin orejas, otros con un ojo, otros con
media cara, y el mejor librado la tiene cruzada una y dos y
más veces»
(CR, II/2, I).
Naturalmente que
las mujeres participan de los elogios generales que hace Garcilaso
acerca de la belleza física, pero con todo, se preocupa de
destacarla en algunas ocasiones. De la joven cacica de Cofachiqui,
por ejemplo, afirma que los españoles quedaron «muy satisfechos y enamorados así de su
buena discreción como de su mucha hermosura, que la
tenía muy en extremo perfecta»
(Florida, 3,
XI)39.
Aduce el
testimonio de Carmona al contar que en Mauvila «salió otro baile de mujeres
hermosísimas a maravilla»
, y que Moscoso se
llevó a México «una india
de esta provincia de Mauvila que era muy hermosa y muy gentil
mujer, que podía competir en hermosura con la más
gentil de España que había en todo
México»
(Florida, 3, XXV). También cuenta
el caso de las «dos hermosísimas
mozas, mujeres de Capaha»
, cautivadas por los indios de
Casquín que acompañaban a Soto, a quienes Capaha no
quiso volver a recibir por sospechar que habían sido
violadas, a pesar de que «ellas eran
hermosas en extremo»
(Florida, 4, VII y X). En fin, la
decisión de Diego de Guzmán de quedarse a vivir con
los indios de Naguatex pudo deberse a varios motivos, pero una
poderosa razón podía ser el amor que sentía
por la hija adolescente del cacique, mujer «hermosa en extremo»
(Florida, 5/I,
I).
En el Perú, Garcilaso explica repetidas veces que en los templos del sol y casas reales se recogían muchas mujeres, bien por su linaje, bien por su belleza (CR, I/2, X y XV; I/4, I, II, y IV). De señalada hermosura, según Garcilaso, era la mujer de don Felipe Inca, hijo de Huayna Capac, asesinado por otro indio, movido de su pasión por esta mujer (CR, II/2, XXVI). Mujeres españolas merecedoras de cumplidos por su belleza eran Leonor de Bobadilla (Florida, 1, VIII), Francisca de Zúñiga (CR, II/7, IV), y Mencía de Almaraz (CR, II/6, XV; y II/7, XXX).
Ahora bien, la
tensión existente entre lo ideal y lo real en Garcilaso, tan
evidente en la temática misma de sus obras y en la forma
heroica de presentarla, también se impone en lo
estético. Ciertamente, si en muchos casos coincide la
belleza externa de las personas con una bondad espiritual, como en
los ejemplos de Mencía de Almaraz, Francisca de
Zúñiga, y Carlos Enríguez, la hija de
Hirrihigua quien salvó a Ortiz, el cacique Mucozo, la
señora de Cofachiqui y su embajador, existen otros casos en
los cuales falla el esquema: el feo Lagasca «era hombre de muy mejor entendimiento que
disposición»
(CR, II/5, II), mientras que Zumac
Yupanqui era hermoso pero cruel, y los bellos Atahualpa y
Tascaluza, aunque inteligentes, no ajustan su comportamiento al
ideal. De esta manera, la imperfección hiere y contradice la
visión estética de Garcilaso.
Una cita
particularmente reveladora del gusto estético de Garcilaso
aplicado a las mujeres es la descripción que hace de Cusi
Huarcay, mujer del príncipe heredero Sairi Tupac, a quienes
vio nuestro autor en Cuzco en 1558. Con sus dieciséis
años, «era hermosísima
mujer, y fuéralo mucho más si el color
trigueño no le quitara parte de la hermosura, como lo hace a
las mujeres de aquella tierra, que por la mayor parte son de buenos
rostros»
(CR, II/8, XI).
Este es un comentario bastante usual entre los cronistas españoles, a cuyos ojos renacentistas el ideal de belleza femenina venía marcado por la escuela pictórica de Venecia, la cual encumbró a la mujer rubia, de tez transparente, cabellos de oro y ojos claros40. Garcilaso, imbuido como está de influencias italianas, parece acatar, incluso en este rasgo del más íntimo gusto, los cánones de la ortodoxia estética renacentista.
Con estas
observaciones, volvemos a considerar las relaciones existentes
entre color y belleza, en este caso referidas a las personas. Son
escasos y neutros los comentarios de Garcilaso a este respecto
(quitada la cita anterior), pues se reducen a decir que Soto era
«de color moreno»
(Florida,
5/I, VII); que cerca de la desembocadura del río
Misisipí apareció un indio «negro como un etíope, bien diferente en
color y aspecto de los que la tierra adentro habían
dejado»
, explicando que los indios de la costa
tenían la piel tan oscura por el efecto de su continuo
contacto con el agua salada bajo el sol (Florida, 6, X); o que el
nombre de la mujer del Inca Viracocha fue Mama Runtu, y que
«quiere decir Madre huevo;
llamáronla así porque esta Coya fue más blanca
de color que lo son en común todas las indias; y por
vía de comparación la llamaron Madre huevo,
que es gala y manera de hablar de aquel lenguaje; quisieron decir:
Madre blanca como el huevo»
(CR, I/5, XXVIII).
Ahora bien, las
mujeres del mundo entero gustan de lucir un cutis limpio y terso,
para lo cual suelen aplicarse algún tipo de mascarilla.
Garcilaso se había fijado en la que empleaban las mujeres
peruanas y explica: «Verdad es que las
que presumían de su hermosura y buena tez de rostro, porque
no se les estragase se ponían una lechecilla blanca, que
hacían no sé de qué, en lugar de mudas, y la
dejaban estar nueve días; al cabo de ellos se alzaba la
leche y se despegaba del rostro, y se dejaba quitar del un cabo al
otro como un hollejo, y dejaba la tez de la cara
mejorada»
(CR, I/8, XXV).
Además, y
quizás para conseguir el mayor contraste de colores entre el
cutis y el cabello, estas mujeres eran «amicísimas del cabello muy
negro»
, el cual llevaban largo y suelto. Para
conseguirlo, «cuando se les pone de
color castaño, o se les ahorquilla, o se les cae al peinar,
lo cuecen al fuego en una caldera de agua con yerbas dentro. La una
de las yerbas debía de ser la raíz del chuchau, que
el P. Blas Valera dice, que según
yo lo vi hacer algunas veces, más de una echaban»
.
Tumbadas de espaldas, las indias cocían así su pelo
un rato largo, y después, «habiendo hecho otros lavatorios para quitar las
orruras del cocimiento, sacaban sus cabellos más negros y
más lustrosos que las plumas del cuervo recién
mudado»
. Comenta Garcilaso: «no dejé de admirarme del hecho por
parecerme riguroso contra las mismas que lo hacían. Pero en
España he perdido la admiración, viendo lo que muchas
damas hacen para enturbiar sus cabellos, que perfuman con azufre, y
los mojan con agua fuerte de dorar, y los ponen al sol en medio del
día por los caniculares, y hacen otros condumios que ellas
se saben, que no sé cuál es peor y más
dañoso para la salud si esto o aquello»
. Concluye,
pues, que «tanto como esto y mucho
más puede el deseo de la hermosura»
(CR, I/8,
XIII).
La última
ayuda cosmética que menciona Garcilaso es el maquillaje de
ojos. «Lo que usaron los Incas, y
permitieron que usasen los vasallos, fue del color carmesí,
finísimo sobre todo encarecimiento, que en los minerales del
azogue se cría en polvo, que los indios llaman ychma, que el nombre
llimpi, que el
P. Acosta dice, es de otro color
purpúreo menos fino que sacan de otros mineros, que en
aquella tierra los hay de todas las colores»
. Sin
embargo, hubo que prohibir a la gente común el uso de este
maquillaje, reservándoselo a las mujeres de sangre real
«porque los indios, aficionados de la
hermosura del color ychma (que cierto es para aficionar
apasionadamente) se desmandaban en sacarlo»
. Así
pues, «las mujeres que usaban de
él eran mozas, y hermosas, y no las mayores de edad, que
más era gala de gente moza que ornamento de gente madura, y
aun las mozas no la ponían por las mejillas, como acá
el arrebol, sino desde las puntas de los ojos hasta las sienes con
un palillo a semejanza del alcohol41;
la raya que hacían era del ancho de una paja de trigo, y
estábales bien; no usaron de otro afeite las pallas sino del ychma en polvo, ... y aun
no era cada día, sino de cuando en cuando, por vía de
fiesta»
(CR, I/8, XXV).
Los comentarios
sobre el uso del ychma de que «cierto es
para aficionar apasionadamente»
y «estábales bien»
revelan
claramente que el Inca no era ajeno a los efectos de los afeites
femeninos.
Está claro que en la obra del Inca Garcilaso se dan la mano la historia y la literatura, la ciencia y el arte, pero, a nuestro modo de ver, su visión estética tiene una doble función.
Por un lado, y de
manera más evidente, sus referencias a color y belleza
forman parte de su estrategia literaria. Aquí está en
juego el profundo deseo de Garcilaso de ser reconocido como autor
literario. Su función consiste en prestar vivacidad a las
obras, haciéndolas en sí mismas más atractivas
y por tanto más persuasivas cara al lector. Más
atractivas, desde luego, pues, como dice Marichal de su obra
peruana, «sigue destacando como
monumento artístico del Renacimiento»
42.
Pero, ¿persuasivas, en qué sentido? Garcilaso quiere rescatar verdades históricas del olvido sin duda, pero también quiere conmover y, sobre todo, quiere lanzar un mensaje43.
Todos los datos y comentarios de Garcilaso sobre color y belleza tienden a sugerir que por encima de la aparente diversidad del mundo, existe una armonía, una belleza, un amor, en una palabra un solo Dios. Inducen a pensar en comparaciones, semejanzas y conexiones. Proponen que el mundo es variopinto, pero que eso contribuye a su belleza, y que la hermosura surge en todas partes, porque todos los países y pueblos son obra de Dios.
La clave está en Los diálogos de amor de León Hebreo. Su base esencial es platónica, pero busca la armonía, la reconciliación con otras corrientes de pensamiento, como Dios desea y promueve la unión de su mundo creado, mediante el amor. Allí están los conceptos de bien y belleza, sugiriendo (según las antiguas tradiciones hebrea y griega recogidas en la Biblia) la identificación entre ambas nociones y Dios. La relación entre esta base filosófica, cristiana e integradora, y la visión de Garcilaso de una unión hispano-americana ideal, mediante la cristianización y la civilización amorosa, ya ha sido señalada44. El modesto objeto de este trabajo ha sido abundar en ello, prestando atención a los aspectos estéticos, pues sin duda ellos refuerzan poderosamente el mensaje de toda la labor literaria e historiográfica de Garcilaso. Partiendo de la base de que el amor y la belleza son fuerzas creadoras, que pueden llevar a nuevas soluciones, propone la búsqueda de una nueva armonía, amorosa, hermosa, e integradora de lo europeo y lo americano.