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La sensibilidad cromática y estética del Inca Garcilaso

Sylvia-Lyn Hilton

Amancio Labandeira Fernández



En su ya célebre obrita sobre El viejo mundo y el nuevo, 1492-1650, el profesor Elliott comenta «los formidables obstáculos a la integración de América dentro del horizonte intelectual europeo», y enumera cuatro procesos diferentes relacionados con este esfuerzo, que serían la observación, la descripción, la diseminación y la comprensión. Ahora bien, el desafío de la diversidad natural y humana de América no parece haber inspirado ni siquiera interesado a la mayoría de los cronistas de los primeros contactos, y a los pocos observadores que intentaban abordarlo, la tarea descriptiva del entorno americano les pareció verdaderamente difícil1.

Sin embargo, la época de los grandes descubrimientos geográficos coincide con la gran eclosión de creatividad artística del Renacimiento, como señala Goldstein al sugerir que uno de los rasgos más destacados del Renacimiento es el impulso a satisfacer la elemental necesidad del hombre de relacionarse con su entorno a través de la percepción inmediata de sus sentidos, y por eso mismo «el acto de descubrimiento se convierte en la quintaesencia del Renacimiento», ya sea descubriendo nuevos mundos geográficos, ya sea descubriendo nuevos horizontes espirituales del ser humano2.

Ciertamente, muchos autores han destacado en los escritos de Colón una gran sensibilidad poética, para evocar con harta frecuencia la hermosura de lo que sus sentidos visual y auditivo percibían3, aunque también se ha cuestionado hasta qué punto sus descripciones se ajustaban a la realidad objetiva, ante la sospecha de que sus percepciones estuvieran excesivamente mediatizadas por una paisajística europea altamente idealizada, y por su propia asociación de la belleza con la riqueza, y en definitiva con el valor material, de sus descubrimientos4.

En efecto, para una mentalidad renacentista no estaban disociados los conceptos de bien y belleza. Ya en la tradición hebrea lo estético aparecía como una fuerza creadora y se produjo una equivalencia conceptual y lingüística entre lo bueno y lo bello5. La estética griega proponía esta misma asociación, que fue recogida por Platón en el Timeo, a partir del cual y al calor de la idea de una creación artística del mundo, se destila la idea de equivalencia entre Dios, amor y belleza; asociación que entrará a formar parte de la teología cristiana6. Así, el concepto abstracto o neutral de belleza no existía en la Biblia, pues todo lo bello iba unido a lo divino7.

Estas tradiciones se revitalizaron durante el Renacimiento, gracias en gran medida a una fuerte corriente neoplatónica. Según Dámaso Alonso uno de los principales rasgos renacentistas sería «la tendencia a la huida de la realidad y al acercamiento a la belleza como principio absoluto», lo cual produciría «una literatura aristocrática e idealista», uno de cuyos géneros serían los diálogos de amor y belleza8. Asimismo, según Sturtevant las consideraciones estéticas aún tomaban prioridad sobre la exactitud cuando los artistas europeos del siglo XVI trataban de dibujar gentes y cosas exóticas, pues la costumbre de trabajar a partir de modelos vivos y reales apenas se había iniciado9.

Estas consideraciones resultan muy pertinentes al enfocar la obra del Inca Garcilaso, pues como hombre del Renacimiento estaba muy particularmente imbuido del neoplatonismo por su cuidadosa traducción de los Diálogos de amor de León Hebreo, y mostraba tener una sensibilidad estética acorde con su cultura y su circunstancia personal10. Muchos autores han señalado la influencia de las ideas políticas de raíz platónica en la visión idealizada (algunos dicen arquetípica o utópica) del imperio incaico que da Garcilaso, pero pocos se han detenido a considerar sus ideas estéticas11. Ellas influyen en su concepción artística de la historiografía, pero además dan lugar a un importante tema secundario en sus obras americanas, como es la hermosura del Nuevo Mundo. Este es el tema que nos proponemos abordar aquí, comenzando con unos apuntes en torno a la percepción cromática de Garcilaso, íntimamente vinculada a su visión estética.






1. Los colores del Inca

Ya se fijó el profesor Elliott en este tema al hablar de las dificultades descriptivas con que tropezaban los primeros cronistas de América, y, afirmando que en ocasiones padecían crueles deficiencias de vocabulario, dice que «resulta particularmente evidente que la gama de colores identificables por los europeos del siglo XVI parece severamente limitada»12.

Evidentemente que Garcilaso no puede considerarse en la misma categoría con los primeros descubridores-cronistas, pero la autoridad de que gozaron sus obras y el propio interés de su persona inducen a pensar que merece la pena perseguir el tema en sus obras «americanas». El hecho de que sus descripciones se fundamentan sólo en parte en lo visto personalmente, y en mayor medida en los testimonios oídos a otras personas, no invalida los resultados obtenidos, pues se trata de perfilar la intencionalidad de su elaboración.

Siguiendo el uso de la época, para referirse al proceso de «describir», Garcilaso habitualmente utiliza el término «pintar», y con menos frecuencia el de «dibujar» (CR, I/3, XXIV; I/4, XV; I/5, XXII; I/6, XX; I/7, VIII; I/7, IX; I/7, XII; I/7, XXIX; I/8, XXII; I/9, XIII; I/9, XXVIII; II/1, X; II/1, XXIX; II/3, XXI; II/5, XXIV; II/6, XVII; II/8, I; Florida, 1, I; 2/I, VIII; 3, XXIX), lo cual sugiere sutilmente las estrechas relaciones existentes para las almas creadoras entre literatura y arte13.

En general, cabe decir que a pesar del carácter esencialmente narrativo de las obras que comentamos, Garcilaso tiene un evidente interés en describir el mundo americano para quien lo desconoce, y pese a sus repetidas lamentaciones sobre su propia falta de dotes y conocimientos literarios, queda patente que ni carece enteramente de ellos ni tampoco ignora el poder persuasorio de un estilo literario adornado ocasional y placenteramente con descripciones de fondo.

Una cuidadosa lectura de los Comentarios reales y de La Florida del Inca revela, pues, que Garcilaso maneja una paleta cromática de notable riqueza y variedad. Cinco colores aparecen con frecuencia, que son blanco, negro, amarillo, colorado y verde, mientras que otros, como castaño, prieto, azul, pardo, carmesí, morado, bermejo, grana, bayo y rucio aparecen varias veces, y por último hay una larga lista de colores mencionados al menos una vez, como son naranjado, encarnado, verdinegro, alazano, dorado, leonado, purpúreo, tinto, aloque, moreno, morcillo, zaino, zorruno, peceño, trigueño y rojo. Son, por lo tanto, treinta y un nombres de colores, sin contar otros tipos de descripción cromática que comentaremos más adelante14.

Garcilaso se detiene a matizar con esmero el carácter policromado del mundo, especialmente al describir animales, aves, plantas (es decir, el mundo natural), y objetos fabricados por el hombre como tejidos o canoas. Muy a menudo, sin especificar de qué tonos se trata, estimula la imaginación colorística del lector, hablando de «una semilla de diversos colores» (CR, I/2, XXVIII); tejidos indígenas «de todas colores» (CR, I/5, VI); piedras «de diversos colores, como el jaspe» (CR, I/6, XIV); una manta «tejida de diversos colores que hacían diversas labores» (CR, I/7, XV); plumas y plumajes «de diversos colores» (Florida, 1, IV; 2/I, XXII; 3, XV y XXII); «terciopelo de diversos colores» (CR, II/6, I y XVII); gamuza «teñida de diversas colores» (Florida, 3, XVI) o «blanca y teñida de todas colores» (Florida, 6, V), y «mantas de muchas colores» (CR, I/3, XVI); indios pintados «con tintas o betún de diversas colores» (CR, I/4, I); «pañetes de diversos colores» (Florida, 1, IV); «finas gamuzas de muchas y diversas colores» (Florida, 6, XVII) o «gamuzas finas de todas colores» (Florida, 6, XVIII), y arcos «hermosamente labrados y esmaltados de diversas colores» (Florida, 3, XVII).

Describiendo las picas puestas en una sala lateral del templo de Talomeco, explica que tenían «mangas de gamuza de colores y, a los remates de la gamuza, en ambas partes alta y baja, tenían fluecos de hilos de colores», mientras que las porras estaban adornadas «de rapacejos de hilo de colores puestos a trechos, de manera que el un color matizase con otro, y todos con las perlas», y lo mismo dice de las hachas, los palos y los bastones, y de los paveses y rodelas que «por el cerco tenían rapacejos de hilos de colores que los hermoseaban mucho» (Florida, 3, XVI).

Hablando de los guacamayos, Garcilaso explica que «son de todos colores y todos finísimos» (CR, I/8, XXI), con lo cual da indicios de apreciar incluso las distintas calidades en los tonos. Esto mismo se corrobora varias veces, como por ejemplo cuando describe ciertas flores de diferentes colores, diciendo ser «cada color de por sí en extremo fino» (CR, I/6, XXVII), cuando habla de la ropa que confeccionan los indios del Perú, empleando «colores finísimas, que los indios las saben dar muy bien, que nunca desdicen» (CR, I/8, XVI), o cuando describe las paredes interiores del templo de Talomeco, donde «para mayor hermosura, tenían a trechos rapacejos de hilo de colores finísimas, que a todo lo que estos indios quieren se les dan en extremo finas» (Florida, 3, XVI).

Ahora bien, algunos de los colores específicos mencionados por Garcilaso son de uso limitado a ciertos campos. Tinto y aloque (rojo claro, clarete) evidentemente sólo tienen aplicación al vino (CR, I/9, XXV). Moreno y trigueño se aplican solamente a la complexión humana (Florida, 5/I, VII; y CR, II/8, XI).

En cambio, una amplia gama de adjetivos se refiere a las capas de los caballos, mostrando claramente la familiaridad de Garcilaso con ese mundo ganadero y militar15. Alazano era el caballo que Vasco Porcallo dio a Juan Vego (CR, I/3, XXXIX), y Pedro de Arenas montó una yegua «remendada de blanco y alazano» en la batalla de Sacsahuana (CR, II/5, XXXV)16. «Bayo de cabos negros» era un caballo de Juan Julio de Hojeda (CR, II/7, XII), mientras que uno de Juan López Cacho era «bayo tostado, que llaman zorruno de cabos negros» (Florida, 2/I, XIV)17. El caballo que Diego de Guzmán perdió en el juego era morcillo (Florida, 5/I, I)18. En la batalla de Huarina Francisco de Ulloa montó un caballo «de color rucio» (CR, II/5, XX), y tanto Nuño Tovar como Hernando de Soto tuvieron caballos rucios rodados (Florida, 2/I, XIV y XXIV)19.

No obstante, la capa de caballo más veces indicada es la castaña (CR, I/9, III; II/5, XXXVI; y II/5, XLIII) o castaña oscura (CR, II/5, XXXV), y a esta capa dedica Garcilaso una descripción especialmente minuciosa, tratándose de un caballo de su buen amigo y testigo de vista de la entrada de Soto, Gonzalo Silvestre. Este caballo «de señales y color naturalmente era señalado para, en paz y en guerra, ser bueno en extremo, porque era castaño oscuro, peceño, calzado el pie izquierdo y lista en la frente, que bebía con ella: señales que en todas las colores de los caballos, ... prometen más bondad y lealtad que otras ningunas, y el color castaño, principalmente peceño, es sobre todos los colores bueno para veras y burlas, para lodos y polvos» (Florida, 2/I, XIV).

Curiosamente, no satisfecho con los adjetivos al uso para describir las capas de los animales, Garcilaso matiza que, estando en el Cuzco después de la batalla de Huarina, Gonzalo Pizarro se trasladaba de un lugar a otro montado «siempre en una mula crecida de color entre pardo y bermejo» (CR, II/5, XXVII), dando muestras aquí nuestro autor de un evidente afán de certificar su presencia personal en los hechos y la verdad de todo lo dicho mediante una atención puntual a este tipo de detalles. La mula la pudo ver Garcilaso por sus propios ojos, mientras que, por si hubiera alguna duda sobre la veracidad de su versión de la batalla de Huarina, afirma «todas estas particularidades oí, hasta los colores de los caballos» (CR, II/5, XX)20.

El afán de matizar perfectamente los tonos exactos se puede apreciar en su descripción de otros animales peruanos, diciendo de la vicuña «el color de su lana tira a castaño muy claro, que por otro nombre llaman leonado» (CR, I/8, XVII) y «el huanacu bravo no tiene más de un color que es castaño deslavado, bragado de castaño más claro» (CR, I/8, XVI), o en la de los vizcacha, cuyo color «es pardo claro, color de ceniza» (CR, I/8, XVII). Los avestruces o suri de Chile «tienen el color entre pardo y blanco» (CR, I/8, XX), mientras que las avecillas quenti «son del color azul dorado como lo más del cuello del pavo real» (CR, I/8, XIX). Asimismo ciertos palillos utilizados en la fiesta de Intip Raymi «son de color de canela» (CR, I/6, XXII), las piedras usadas como yunques por los plateros indígenas eran «de color entre verde y amarillo» (CR, I/2, XXVIII), ciertos mosquitos de la costa peruana «son amarillos como una gualda» (CR, II/2, XVII), mientras que algunos adornos de Talomeco colgaban de «unos hilos delgados y de color amortiguado, que no se divisaban» (Florida, 3, XV).

En fin, sobre una piedra extraña hallada en 1556, no sólo nos dice Garcilaso que «el color propiamente era color de bofes», sino que nos revela un aspecto de su sensibilidad dual de mestizo al comentar que en Cuzco los españoles miraban la piedra «por cosa maravillosa» y los indios «la llamaban huaca, ... es decir, admirable, cosa digna de admiración por ser linda, como también significa cosa abominable por ser fea», y termina diciendo «yo la miraba con los unos y con los otros» (CR, I/8, XXIV); es decir que, teniendo conciencia de que indios y españoles veían e interpretaban el mundo de distinta manera, él participaba de ambas.




2. Asociación de colores

Aparte de establecer la fina percepción cromática de Garcilaso como dato interesante en sí mismo para conocer mejor sus rasgos intelectuales, sus referencias a colores también sirven como vía de acercamiento tanto a la cultura renacentista como al mundo indígena peruano, concretamente en lo que se refiere a gustos, usos, y la asociación de ciertos colores con otros tantos conceptos, sin pretender por ello llegar a afirmar que se trata de simbolismos o significados plenamente desarrollados y exclusivos21.

No obstante, según Brusatin es cierto que las sociedades humanas dan significados y valores a los colores en función de sus propias necesidades y cultura en cada momento histórico, y alude al centenar de rojos percibidos por tribus maoríes y a los siete tipos de blanco de los esquimales22.

Brevemente, pues, se asocia el colorado al Inca reinante (CR, I/1, XXIII; I/6, XXVIII; I/7, XII) y a la gente de guerra (CR, I/6, VIII), el amarillo al príncipe heredero (CR, I/1, XXIII; I/6, XXVII), y al oro (CR, I/6, VIII), y ambos colores a la gente de sangre real (CR, I/4, II; I/6, XXVII). La asociación de la gama de los rojos intensos o purpúreos con la preeminencia social o religiosa no era desconocida en el mundo europeo desde la Antigüedad greco-romana23, y el propio Garcilaso afirma que «entonces se usaba mucho vestir la gente noble de grana» (CR, II/5, XXII).

Así como el amarillo representa el oro en los quipus, el blanco representa la plata, y por asimilación queda asociado a la luna y las estrellas (CR, I/3, XXI y XXII). Estas asociaciones también existían en la cultura europea. En cambio, el negro incaico es color de pureza y deidad, por lo que es el color habitual de la ropa de los Incas, mientras que el luto se asocia al vellorí o pardo24. Como explica Garcilaso: «Tomaban un cordero negro, que este color fue entre estos indios antepuesto a los demás por de mayor deidad. Porque decían que la res prieta era en todo prieta25, y que la blanca, aunque lo fuese en todo su cuerpo, siempre tenía el hocico prieto, lo cual era defecto, y por tanto era tenida en menos que la prieta. Y por esta razón los reyes lo más del tiempo vestían de negro, y el de luto de ellos era el vellorí, color pardo que llaman» (CR, I/6, XXI), y «El luto de aquellos reyes era el color pardo, que acá llaman vellorí» (CR, I/9, VI).

Si el colorado evoca la guerra, no resulta extraño que el bermejo se asocie también a la muerte y a la sangre. Con este color se nos ofrece un curioso ejemplo de cierta semejanza en la asociación de ideas y colores entre indios y europeos, pues, explicando Garcilaso la práctica de algunos indígenas de envenenar sus flechas con la carne podrida de sus enemigos, dice «y si acertaban a matar o prender algún español bermejo de los que llaman pelo de azafrán, hacían la ponzoña antes de ese que de otro, porque el color tan encendido y extraño les parecía que sería más ponzoñoso que el común. A esto se añadió que oyeron el común refrán que entre los españoles se usa decir que los tales bermejos son buenos para hacer de ellos rejalgar» (CR, II/4, XXXVII)26.

La asociación del color bermejo con la sangre surge al decir los indios que la mancha bermeja de la «piedra cansada» de Cuzco es el resultado de haber llorado sangre la piedra por las dificultades del camino hasta la fortaleza (CR, I/7, XXIX). Algo más pragmática resulta la costumbre de algunos españoles pendencieros en el Perú que, según Garcilaso, salían a pelear «con calzones y camisa de tafetán carmesí, porque la sangre que saliese de las heridas no los desmayase» (CR, II/6, XX). Asimismo el «color de sangre» se entiende como augurio de la guerra al interpretarse el significado del color de uno de los «tres cercos muy grandes» que tenía la luna una noche al final del reinado de Huayna Capac (CR, I/9, XIV)27.

En este mismo mal agüero, el segundo cerco, «de un color negro que tiraba a verde» se asocia con la muerte, la destrucción o alguna otra gran calamidad, lo mismo que una cometa «muy grande de color verde, muy espantosa», vista a la muerte de Huayna Capac (CR, I/9, XV), y la «gran cometa verdinegra» vista en el cielo, estando Atahualpa preso de los españoles (CR, II/1, XXIV). El verde cromo y el verde oliva se asociaban a menudo en las Biblias medievales con la miseria, la peste, la destrucción y la muerte (especialmente de un rey o persona santa)28; asimismo, el verde oscuro, mezcla de verde y negro, en los romances españoles (y en general en toda la literatura española de los siglos de oro) significaba la pérdida de esperanza, y por lo tanto era color asociado a la angustia29.

En fin, el conjunto de colores del arco iris, como fenómeno celestial que es, no podía faltar, y explica Garcilaso: «El mismo acatamiento hicieron al arco del cielo por la hermosura de sus colores, y porque alcanzaron que procedía del sol, y los reyes Incas lo pusieron en sus armas y divisa» (CR, I/2, XXIII), de la misma forma que sobre una pared del templo del sol en Cuzco «tenían pintado muy al natural el arco del cielo, tan grande que tomaba de una pared a otra, con todos sus colores al vivo» (CR, I/3, XXI). ¿Cómo no iban a recordar también los lectores de Garcilaso que Dios dijo a Noé que el arco iris era «la señal del pacto que yo establezco entre mí y vosotros y todo ser viviente que está con vosotros, por siglos perpetuos»?30.

Una última consideración sobre los colores se refiere a su aplicación no ya a fines artísticos y más o menos simbólicos, sino a usos más prácticos, y concretamente a los asuntos económicos y político-militares. Los colores constituían un elemento fundamental del sistema contable ideado por los Incas para el gobierno de su imperio, y Garcilaso ofrece algunas nociones básicas del funcionamiento de los quipus.

Estos eran, dice, «hilos de diversos colores, unos eran de un color solo, otros de dos colores, otros de tres y otros de más, porque los colores simples y los mezclados todos tenían su significación de por sí», y así «por los colores sacaban lo que se contenía en aquel tal hilo, como el oro por el amarillo, y la plata por el blanco, y por el colorado la gente de guerra» (CR, I/6, VIII). De la misma manera, «para poder tener cuenta con tanta multitud de ganado como tuvieron los Incas, lo tenían dividido por sus colores; que aquel ganado es de muchos y diversos colores, como los caballos de España, y tienen sus nombres para nombrar cada color. A los muy pintados de dos colores llaman murumuru ... Si algún cordero nacía de diferente color que sus padres, luego que se había criado lo pasaban con los de su color; y de esta manera con mucha facilidad daban cuenta y razón de aquel su ganado por sus ñudos, porque los hilos eran de los mismos colores del ganado» (CR, I/5, X)31.

Por otra parte, aunque los colores no eran los únicos elementos diferenciadores de pueblos y bandos, sí que representaban, tanto para los indígenas americanos como para los españoles, una forma de expresar la pertenencia individual a grupos sociales de diferentes categorías. La costumbre de algunos pueblos indígenas de pintarse o de llevar ropas, armas y sobre todo plumas de colores para indicar su condición guerrera o su pertenencia a un grupo determinado es comentada repetidas veces por Garcilaso (Florida, 1, IV; y 4, I; CR, I/1, XXII; I/6, X; I/8, I; I/9, VIII).

Dice, por ejemplo, que los indios de Passau «traían las caras embijadas a cuarteles de diversos colores, un cuarto de amarillo, otro de azul, otro de colorado, y otro de negro, variando cada uno los colores como más gusto le daban; ... yo los vi por mis ojos cuando vine a España el año de 1560» (CR, I/9, VIII), pero el gusto del guerrero por el colorido queda expresado con especial minuciosidad en la descripción que hace de la flota de canoas que persiguió a los hombres de Soto por el río Misisipí: «cada una de por sí venía teñida de dentro y de fuera, hasta los remos, de un color solo, como digamos de azul o amarillo, blanco o rojo, verde o encarnado, morado o negro, o de otro color si lo hay más que los dichos ... Y no solamente las canoas, mas también los remeros y remos y los soldados; hasta las plumas y las madejas que traen por tocado rodeados a la cabeza, y hasta los arcos y flechas, todo venía teñido de un color solo sin mezcla de otro» (Florida, 6, III).

Ahora bien, también los soldados españoles gustaban de vestir colores, a veces simplemente para indicar que eran militares, como era el caso de «Juan Vélez de Guevara, que ... aconteció ser nombrado por alcalde y hasta medio día andaba en hábito de letrado, honestamente compuesto, y hacía sus audiencias y libraba los negocios, y de medio día abajo se vestía en hábito de soldado con calzas y jubón de colores, recamado de oro y muy lucido y con pluma y cuera» (CR, II/3, XIII); o este otro ejemplo de Francisco de Carvajal, quien según Garcilaso, «preciándose de su soldadesca, traía casi de ordinario en lugar de capa, un albornoz morisco de color morado ... En la cabeza traía un sombrero aforrado de tafetán negro y un cordoncillo de seda muy llano, y en él puestas muchas plumas blancas y negras ... cruzadas unas con otras en derredor del sombrero, puestas en forma de X» (CR, II/5, XLI).

Otras veces, se trataba de destacar en una batalla, como el capitán Pedro Álvarez Holguín, muerto en la batalla de Chupas porque «iba tan señalado vestido de blanco» (CR, I/3, XVI y XVII), o como Hernando Pizarro, quien envió un desafío a un contrario diciendo que llevaría en la batalla «ropillas acuchilladas de terciopelo naranjado» si se le quería buscar (CR, II/2, XXXVI y XXXVII).

Nada mejor que los colores para pregonar las lealtades personales y militares. En la batalla de Chupas, dice Garcilaso que «Muchos de los de don Diego se salvaron quitándose con la oscuridad de la noche las bandas blancas que traían y poniéndose las coloradas que a los muertos de Vaca de Castro les quitaban» (CR, II/3, XVII).

Asimismo, para los festejos celebrados en Cuzco en honor de Francisco de Mendoza y su padre el virrey, cada bando llevaba su traje. «Las libreas todas fueron de terciopelo de diversos colores y muchas de ellas bordadas. Acuérdome de la de mi padre y sus compañeros, que fue de terciopelo negro, y por toda la marlota y capellar llevaban a trechos dos columnas bordadas de terciopelo amarillo junta la una de la otra espacio de un palmo y un lazo que las asía ambas con un letrero que decía: ‘Plus ultra’ y encima de las columnas iba una corona imperial del mismo terciopelo amarillo, lo uno y lo otro perfilado con un cordón hecho de oro hilado y seda azul que parecía muy bien32. Otras libreas hubo muy ricas y costosas que no me acuerdo bien de ellas para pintarlas, y de ésta sí porque se hizo en casa» (CR, II/6, XVII). Sin embargo se acordó de algunos otros trajes, pues dice: «Las cuadrillas de Juan Julio de Hojeda y Tomás Vázquez y Juan de Pancorvo y Francisco Rodríguez de Villafuerte ... sacaron la librea de terciopelo negro y las bordaduras de diversos follajes de terciopelo carmesí y de terciopelo blanco. En los turbantes sacaron tanta pedrería de esmeraldas y otras piedras finas que se apreciaron en más de trescientos mil pesos» (CR, II/6, XVII).

En fin, la mayor o menor perfección en el color tenía también una aplicación crematística entre los europeos al tratarse del valor dado a las piedras preciosas. Garcilaso cuenta el caso de Pedro López, quien encontró una gran perla «redonda en toda perfección, y de color claro y resplandeciente, que, como no había sido sacada con fuego como las otras, no había recibido daño en su color y hermosura» (Florida, 3, XXI), o el de Juan Terrón, quien tiró algunas perlas muy valiosas pese a que «tenían su color perfecto» (Florida, 3, XX), y explica repetidamente que la mayoría de las perlas halladas en Florida se valoraban poco porque habían perdido «su buen color natural» (Florida, 3, XXI), su «color claro y hermoso» (Florida, 3, XVII), y «su hermosura y buen lustre» (Florida, 3, XVII).

La esmeralda que vio Garcilaso en Cuzco es otro ejemplo. De esta gema dice: «por la una cuarta parte estaba hermosísima, porque tenía toda la perfección posible. Las otras dos cuartas partes de los lados no estaban tan perfectas, pero iban tomando su perfección y hermosura; estaban poco menos hermosas que la primera parte; la última, que estaba en opósito de la primera, estaba fea, porque había recibido muy poco del color verde, y las otras partes la afeaban más con su hermosura; parecía un pedazo de vidrio verde pegado a la esmeralda; por lo cual su dueño acordó quitar aquella parte, porque afeaba las otras, y así lo hizo» (CR, I/8, XXIII), regalando esa parte a Garcilaso, quien a su vez la conservó. Es otro ejemplo de la extrema atención que concede Garcilaso a los detalles de lo visto personalmente.




3. La hermosura

Muchas de las referencias dadas hasta aquí han puesto de manifiesto algunas relaciones entre color y hermosura, y entre ambas cosas y los diversos grados de estima a que podían dar lugar. Garcilaso indudablemente tenía una gran sensibilidad ante lo bello, pues da amplias muestras de ello a lo largo de sus obras, las cuales en sí mismas son prueba evidente y suficiente de sus preocupaciones estético-literarias33.

Para expresar una apreciación estética utiliza con preferencia los términos hermoso, lindo y galano, y pocas veces, elegante y vistoso, o variantes de ellos. El calificativo de «elegante» se reserva para el latín de Valera (CR, I/1, V; y II/1, XVIII) y la corrección en el habla de la lengua indígena peruana (Florida, 2/I, VI). «Vistosos» son los adornos de la techumbre del templo de Talomeco (Florida, 3, XV), la fortaleza del Cuzco (CR, I/7, XXVII), los árboles de los jardines reales de los Incas (CR, I/6, II), y una gran pintura de dos cóndores (CR, I/5, XXIII).

Ahora bien, «galanos» podían ser no solamente jubones, calzas (Florida, 6, XVIII), jaeces (CR, II/3, XXI), alpargatas (CR, I/6, XXVI), plumas (CR, I/8, XX y XXI), flechas (Florida, 2/I, XXII), banderas (CR, II/7, IV), cotas de malla (Florida, 2/II, XVIII), pellejinas (Florida, 6, XVII), una celada de hierro (CR, II/1, XI), una camisa (CR, II/7, III), y una yegua (CR, II/5, XXXV), junto con obras pictóricas (CR, I/6, XXXIII), una labor de cantería (CR, I/7, XXVII), y relojes (CR, II/7, XXII), sino también otros productos del ingenio humano cuya apreciación requería un esfuerzo o una preparación intelectual algo más inusual, como por ejemplo una de las Elegías de Juan de Castellanos (CR, II/8, XIV), el latín (CR, I/1, V), o la lengua indígena del Perú (CR, Advertencias), los versos de Ercilla (CR, I/1, XXVI) o las obras de Guicciardini (CR, II/1, II), un discurso (CR, II/5, XI) o un ardid de guerra (CR, II/4, XXXVI; y 5, IX).

En cambio, los matices del término «lindo», además de ofrecer el significado de bonito o agradable a la vista, como al referirse al azul turquesa (CR, I/8, XXIII), al cristal (CR, I/8, XXIII), a un caballo (CR, II/5, XXXVI), a un vaso de vidrio veneciano (CR, II/1, XXXVIII), a flores (CR, I/6, XXVII), halconcillos (CR, I/9, XIV), colores (CR, II/5, XXVII), riendas (CR, I/8, XVI), pieles (Florida, 6, XVII), flechas (Florida, 3, XII), hombres a caballo y los aires o andares de uno y otro (Florida, 2/I, XIV; CR, II/2, I; II/3, XVIII; y II/5, XLIII), también sugieren cualidades como saludable, bueno y delicioso, como cuando se refiere a la carne sana de encías (CR, I/2, XXV), al aceite indicado para algunas enfermedades (CR, I/8, X), a cierta bebida (CR, I/8, XII), a algunas aguas (CR, I/5, XXVII; I/7, VIII; y II/5, XXXI), a la miel (CR, I/8, XII y XX), al vinagre (CR, I/8, XII), al carbón (CR, I/8, XII), y al clima (CR, II/2, XVII), y naturalmente cuando habla de lindos oficiales, ya sea músico (CR, II/6, VIII), sastre (CR, II/7, V) o carpintero (CR, II/7, XIII), se refiere al buen arte con que realizan sus respectivas obras y a la belleza de los resultados. La lindeza, pues, ofrece claras asociaciones de lo bueno y lo bello, según comentamos en la introducción.

Algo nos dice Garcilaso acerca de los conceptos de lo bello que tenían los indígenas del Perú. Las menciones que hace acerca de la percepción estética de los indios peruanos se refieren a diversos aspectos de la naturaleza, como son el sol (CR, I/2, I y XIX), la luna y Venus (CR, I/2, XXI y XXIII), las estrellas, el arco iris y el cielo (CR, I/4, XIX), determinados cerros (CR, I/3, II y IX), Sierra Nevada (CR, I/5, XXIII), algunas piedras (CR, I/1, IX) y metales preciosos (CR, I/5, VII), flores, frutas, los ojos del búho (CR, I/1, IX) y el pez dorado (CR, I/1, X).

Empero, no se trataba simplemente de apreciar la belleza de algunos fenómenos naturales sino de llevar esa estima hasta el extremo de la veneración. «Adoraban la gran cordillera de la Sierra Nevada por su grandeza y hermosura», y en otra provincia «a este cerro, por ser solo y por su hermosura, tenían aquellos indios por cosa sagrada, y le adoraban». Hablando del «despoblado de Coropuna, donde hay una hermosísima y eminentísima pirámide de nieve», nos dice que «en su simplicidad antigua la adoraban sus comarcanos por su eminencia y hermosura que es admirabilísima» (CR, I/3, IX). Garcilaso aquí rechaza suavemente la idea de adorar un monte como una «simplicidad antigua», pero en cambio manifiesta que coincide plenamente en su admiración por la belleza de este pico.

Asimismo, la adoración indígena inspirada en la belleza se hace extensiva a otros objetos visibles. Algunos antiguos peruanos adoraban «al buho por la hermosura de sus ojos y cabeza», o «por su hermosura, al dorado». Del sol los Incas procuraban persuadir a los pueblos vencidos que «merecía ser adorado por su hermosura y excelencia» (CR, I/2, XIX), arguyendo a los antiguos que «advirtiesen la diferencia que había del resplandor y hermosura del sol a la suciedad y fealdad del sapo, lagartija y escuerzo, y las demás sabandijas que tenían por dioses» (CR, I/2, I).

Por su parte, siempre mediante los ojos de la memoria (propia o ajena), Garcilaso se refiere muy a menudo a la hermosura del entorno natural. Determinados valles (Florida, 2/I, XV y XIX; CR, I/3, I, XXIV y XVIII; I/6, XXX y XXXII; I/8, III; II/2, XXXIII; II/4, V), llanos (Florida, 3, XXV; CR, I/4, XI), montes (CR, I/6, XI), sierras, el cerro de Potosí (CR, I/8, XXIV), provincias (Florida, 3, IX; CR, I/3, IX, X y XIV; I/4, XI; I/6, X, XVIII, XIX y XXIX; I/8, IV), dehesas (Florida, 4, VII; CR, I/4, XX), fincas (CR, I/9, XXVII y XXVIII), lagos (CR, I/5, XXVI; II/2, XXVII), fuentes (CR, I/5, XXIII; II/2, XXXVI), puertos (Florida, 2/II, XXII), árboles (Florida, 6, III y XIX; CR, I/3, III), plantas, flores (CR, I/6, XXVII), aves (CR, I/8, XIX y XXI), plumas (CR, I/8, XXI), caballos (Florida, 2/I, XXIV; CR, I/9, XVI; II/4, XLI; II/5, XXXV) e incluso uvas (CR, I/9, XXV y XXVI) y espárragos (CR, I/9, XXVIII), son hermosos o incluso hermosísimos para Garcilaso.

También queda impresionada la sensibilidad estética de nuestro autor al imaginar las vistas panorámicas de particular belleza que ofrece la Naturaleza. Cuando el río Misisipí desbordó sus orillas «era cosa hermosísima ver hecho mar lo que antes era montes y campos, porque a cada banda de su ribera se extendió el río más de veinte leguas de tierra, ... y no se veía otra cosa sino las aljumas y copas de los árboles más altos» (Florida, 5/II, XII). En los caminos reales peruanos se construían miradores en las cumbres altas para que «el Inca gozase de tender la vista a todas partes por aquellas sierras altas y bajas, nevadas o por nevar, que cierto es una hermosísima vista» (CR, I/9, XIII). Las aves marinas también le llaman la atención, y comenta «cierto es cosa maravillosa ser la multitud de ellos», así como se entrega con evidente placer a la descripción de cómo pescan los alcatraces, diciendo «es cosa de mucho gusto ver» (CR, I/8, XIX). Este placer que siente Garcilaso en la contemplación de la Naturaleza es, en todo caso, plenamente expresivo de su mentalidad renacentista, pues en esta época se está produciendo un nuevo descubrimiento de la hermosura del entorno paisajístico34.

Ahora bien, cuando entra en el terreno de las creaciones del hombre, se hace mucho más interesante observar el tratamiento dado por Garcilaso. En sus descripciones de manufacturas y edificios indígenas, presta mayor atención a la riqueza de los materiales usados y la forma primorosa de labrarlos, que a su aspecto estético terminado. Esto, según Elliott, es característico de los europeos del siglo XVI. Por otra parte, la percepción europea de la belleza de las obras artísticas indígenas se ve muy dificultada en este momento por la prioridad concedida a la imposición del cristianismo, lo cual lleva a la destrucción de objetos y edificios dedicados a cultos religiosos indígenas, sin dar lugar a su valoración estética35. Las primeras crónicas indianas, escritas al calor de las acciones de descubrimientos, conquistas, y evangelización, y explotación, apenas si conceden alguna consideración a la contemplación estética36, en cambio Garcilaso ofrece descripciones y alusiones a una belleza exótica pero accesible a la estima europea, y con ello realza el impacto literario de sus obras.

De objetos fabricados por los españoles menciona sólo varias embarcaciones (Florida, 1, VI, IX y XIII; CR, II/1, XXXIV), «una sortija de oro con un muy hermoso rubí» (Florida, 3, XI), y una cruz de madera que Soto mandó erigir en Casquin (Florida, 4, VI), sin contar los trajes y arreos militares que ya hemos comentado arriba.

Entre las obras arquitectónicas españolas destaca «aquella hermosísima torre» de la iglesia mayor de Sevilla (CR, II/2, I), pero sus comentarios sobre la ciudad de Lima resultan un tanto ambiguos, pues dice: «Trazáronla hermosamente, con una plaza muy grande, si no es tacha que lo sea tan grande; las calles muy anchas y muy derechas que /desde/ cualquiera de las encrucijadas se ven las cuatro partes del campo», pero añade que la ciudad «mirada de lejos es fea, porque no tiene tejados de teja», teniéndolos de paja y barro (CR, II/2, XVII).

Sin embargo, a las artes fabriles y constructoras de los indios Garcilaso dedica numerosos elogios. Destaca la hermosura de las canoas (Florida, 5/I, III; y 6, XIX), los arcos triunfales de flores (CR, II/4, V), las mantas de pieles (Florida, 3, V y XXVI; 5/I, IV), y los arcos y flechas (Florida, 3, XI), comentando respecto de estas armas que los antiguos representaban a sus dioses Apolo, Diana y Cupido con ellas porque «son de mucha hermosura y aumentan gracia y donaire al que las trae» (Florida, 1, IV). En esta cita se evidencia no sólo el placer estético que evoca en Garcilaso semejante imagen (aunque sea con los ojos de la mente), sino su aprecio renacentista por la Antigüedad clásica, y más aun, su deseo de establecer la comparación (y por lo tanto la asociación) entre esas raíces culturales europeas y las culturas amerindias.

Deteniéndose asimismo en la contemplación de las flechas con ocasión de narrar la trágica muerte del joven indio embajador de Cofachiqui, dice que «cada una tenía nueva y diferente curiosidad que la hermoseaba de por sí», con los casquillos «labrados en grandísima perfección», algunos hechos de «espinas de pescados maravillosamente labradas», y todas las flechas «convidaban ... a que ... las gozasen mirándolas de cerca» (Florida, 3, XII).

El placer de contemplar un objeto de bella factura lo comprendía Garcilaso perfectamente. Cita al padre Acosta al afirmar que bajo el imperio incaico, en todos los oficios artesanales «había maestros para obra prima, y de quien se servían los señores» (CR, I/5, IX). Ensalza especialmente el talento de los orfebres quienes, pese a disponer de pocas herramientas, «con todas estas inhabilidades hacían obras maravillosas, principalmente en vaciar unas cosas por otras, dejándolas huecas, sin otras admirables, como adelante veremos» (CR, I/2, XXVIII). Explica que el oro y la plata «tenían por cosa superflua, porque ni era de comer ni para comprar de comer; solamente los estimaban por su hermosura y resplandor, para ornato y servicio de las casas reales y templos del sol, y casas de las vírgenes» (CR, I/5, VII), y así hacían figuras de personas, animales, insectos, aves, y plantas (CR, I/6, I). También comenta las chaquira37 o «cuentas de oro muy menudas, más que el aljófar muy menudo, que las hacen los indios con tanto primor y sutileza, que los mejores plateros que en Sevilla conocí me preguntaban cómo las hacían; ... yo traje una poca a España, y la miraban por gran maravilla» (CR, I/8, V).

Por otra parte, también se detiene Garcilaso en la belleza de las obras de construcción. La casa del cacique de Ochile era «hermosísima» (Florida, 2/I, XIX) como lo eran las de Mauvila (Florida, 3, XXV); a la empalizada de la fortaleza de Mauvila se habían incorporado muchos árboles vivos «los cuales hermoseaban grandemente la cerca» (Florida, 3, XXIX); y había «una hermosa plaza» en medio del pueblo de Anilco (Florida, 5/I, III). La descripción del templo de Talomeco deja bien claro no solamente el valor que el propio Garcilaso concede a la capacidad humana de apreciar y de crear belleza, sino el interés que tiene en ponerlo de manifiesto para sus lectores.

En parte por esa razón sus descripciones elogiosas de las construcciones incaicas son detalladas y numerosas. Según Garcilaso las conquistas incaicas siempre conllevaban el embellecimiento de los pueblos y provincias. «Maravillosos edificios hicieron los Incas, reyes del Perú, en fortalezas, en templos, en casas reales, en jardines, en pósitos y en caminos» (CR, I/7, XXVII), como en el caso de Hatun Colla, donde «ennoblecieron el tiempo adelante aquel pueblo con grandes y hermosos edificios, demás de templo del sol y casa de las vírgenes que en él fundaron» (CR, I/2, XIX). En Tampu «hubo edificios muy grandes y soberbios de cantería» (CR, I/6, V), en Llanos había «una hermosísima acequia» para el regadío (CR, I/6, XVII), y otra que salía de la laguna Chinchiru (CR, II/2, XXVII), en Tumbez se construyó «una hermosa fortaleza» (CR, I/9, III), y en Cacha se edificó un templo que debió de ser muy bello: «Era de cantería pulida, de piedra hermosamente labrada, como es toda la que labran aquellos indios ... El suelo del sobrado estaba enlosado de unas losas negras muy lustrosas que parecían de azabache, ... había una capilla de doce pies de hueco en cuadro cubierta de las mismas losas negras encajadas unas en otras, levantadas en forma de chapitel de cuatro aguas; era lo más admirable de toda la obra» (CR, I/5, XXII).

Empero, Garcilaso reserva sus más sentidos encarecimientos para la belleza de su Cuzco natal. «La ennoblecieron aquellos reyes lo más que pudieron con edificios suntuosos y casas reales ... y en la que más se esmeraron fue la casa y templo del sol, que la adornaron de increíbles riquezas» (CR, I/3, XX). Algunas obras dignas de elogio en Cuzco eran los «hermosísimos» andenes (CR, I/7, XI; y I/9, XVII), y «un caño de muy hermosa cantería» que corría desde un tinajón de oro situado en la plaza mayor hasta el templo del sol (CR, I/6, XXI).

Cuando Hernando de Soto y Pedro del Barco viajaron al Cuzco como enviados de Pizarro, se quedaron impresionados: «dende lo alto de Carmenca estuvieron mirando aquella imperial ciudad, admirados de tan hermosa poblazón» (CR, II/1, XXXII). En repetidas ocasiones ensalza la hermosura del edificio donde se alojaron estos dos visitantes: «Aposentáronlos en una de las casas reales, que llamaban Amarucancha ... Era un hermosísimo cubo redondo que estaba de por sí antes de entrar en la casa /principal/. Yo le alcancé ... en lugar de mostrador del viento ... tenía una pica muy alta y gruesa, que acrecentaba su altura y hermosura» ( CR, II/1, XXXII. También I/7, X; y II/2, XXIV).

De la casa real llamada Cassana dice: «alcancé mucha parte de las paredes, que eran de cantería ricamente labrada, que mostraban haber sido aposentos reales, y un hermosísimo galpón» (CR, I/7, X), y explica «se llamaba Cassana, que quiere decir cosa para helar. Pusiéronle este nombre por admiración, dando a entender que tenía tan grandes y tan hermosos edificios, que habían de helar y pasmar al que los mirase con atención» (CR, I/7, X).

Ahora bien, «la obra mayor y más soberbia ... fue la fortaleza del Cozco, cuyas grandezas son increíbles a quien no las ha visto, y al que las ha visto y mirado con atención, le hacen imaginar y aun creer, que son hechos por vía de encantamiento» (CR, I/7, XXVII). Todo «aquel bravo edificio» estaba construido «de cantería pulida y cantería tosca, ricamente labrada con mucho primor, donde mostraron los Incas lo que supieron y pudieron, con deseo que la obra se aventajase en artificio y grandeza a todas las demás ... y para que fuese trofeo de sus trofeos» (CR, I/7, XXIX).

Quizás porque toda esta ciudad fue concebida por los Incas como «trofeo de sus trofeos», se muestra Garcilaso tan apenado a causa de su destrucción. El Inca Yupanqui, dice, «lo acabó de adornar y poner en la riqueza y majestad que los españoles lo hallaron» (CR, I/3, XX), pero de todos los edificios del Cuzco él sólo pudo ver en pie la Cassana: «No alcancé otra cosa que aquella casa real, toda la demás estaba por el suelo» (CR, I/7, IX). Si estos pasajes no hacen más que insinuar levemente su tristeza ante los destrozos cometidos, ésta se aprecia más claramente cuando habla del derribo del «hermosísimo cubo redondo» de Amarucancha (CR, II/1, XXXII), y ya con gran sentimiento expresa su dolor e indignación ante la destrucción de la fortaleza, lamentando que los españoles «echaron por tierra aquella gran majestad, indigna de tal estrago, que eternamente hará lástima a los que la miraren con atención de lo que fue. Derribáronla con tanta prisa, que aun yo no alcancé de ella sino las pocas reliquias que he dicho» (CR, I/7, XXIX).

Evidentemente, a Garcilaso lo que más le entristece es la destrucción de los testimonios arquitectónicos de la grandeza del imperio incaico, habida cuenta de la admiración renacentista por los monumentos clásicos y la comparación que Garcilaso quiere establecer entre Cuzco y Roma38. Empero también es cierto que, según él, una función primordial de estas obras era el ennoblecer, embellecer o adornar los pueblos, por lo que su pérdida representa también una importante merma en el patrimonio artístico de la humanidad. Así, refiriéndose a la fortaleza construida en el valle de Parmunca, comenta: «Hiciéronla fuerte y admirable en el edificio y muy galana en pinturas y otras curiosidades reales. Mas los extranjeros no respetaron lo uno ni lo otro» (CR, I/6, XXXIII). Es decir, que no apreciaron debidamente en su opinión no ya la funcionalidad militar sino la belleza de este fuerte.

No se trata tampoco de descalificar únicamente a los españoles como agentes destructores, puesto que también lamenta Garcilaso que «los indios en el general levantamiento que hicieron contra los españoles ... quemaron otros muchos edificios hermosísimos que en aquel valle había, cuyas paredes yo alcancé» (CR, I/6, IV).

En fin, de la representación «galana y vistosa» de los dos cóndores que hizo pintar Viracocha, dice con evidente tristeza Garcilaso: «Esta pintura vivía en todo su buen ser el año de mil y quinientos y ochenta; y el de noventa y cinco pregunté a un sacerdote criollo que vino del Perú a España, si la había visto, y cómo estaba. Díjome que estaba muy gastada, que casi no se divisaba nada de ella; porque el tiempo, con sus aguas, y el descuido de la perpetuidad de aquella y otras semejantes antiguallas la habían arruinado» (CR, I/5, XXIII). Y valga como último y más sentido comentario de Garcilaso sobre todas las pérdidas irreparables, éste referido a una hermosa acequia que atravesaba la provincia de Cuntisuyu: «cierto son obras tan grandes y admirables, que exceden a toda pintura y encarecimiento que de ellas se pueda hacer. Los españoles, como extranjeros, no han hecho caso de semejantes grandezas, ni para sustentarlas, ni para estimarlas, ni aun para haber hecho mención de ellas en sus historias» (CR, I/5, XXIII).

En otro orden de consideraciones estéticas, Garcilaso también presta atención a las actividades colectivas humanas que podían dar lugar a panorámicas de gran atractivo visual. En su descripción de las fiestas de Corpus Cristi en Cuzco explica cómo los diversos pueblos indígenas llevaban diferentes trajes, adornos y máscaras, «que bien entendían que la variedad de las cosas deleitaba la vista y añadía gusto y contento a los ánimos» (CR, II/8, I), lo cual también expresa sin lugar a dudas la opinión del propio Garcilaso.

La belleza de las formaciones militares llama su atención invariablemente, como por ejemplo al presentarse los casi diez mil guerreros de Vitachuco, «puestos en tan buena orden que, cierto, era cosa hermosa a la vista» (Florida, 2/I, XXIV); o los más de mil hombres que salieron al encuentro de Soto en Coza (Coosa), los cuales «puestos por su orden en forma de escuadrón de veinte por hilera, hacían una hermosa y agradable vista a los ojos» (Florida, 3, XXII); o la «hermosísima flota de más de mil canoas» que apareció un amanecer en el río Misisipí, que, «como fuesen muchas y de tantos colores, y con el buen orden y concierto que traían, y como el río fuese muy ancho, que a todas partes podían extenderse sin salir del orden, hacían una hermosísima vista a los ojos. Con esta belleza y grandeza siguieron los indios a los españoles ... para que ... pudiesen ver y considerar mejor la hermosura y pujanza de su armada» (Florida, 6, III).

Tampoco olvida reseñar las bellas escenas protagonizadas por españoles. Cuenta que camino de América la nao capitana de Soto estuvo a punto de chocar con otra, y sólo se pudo evitar una catástrofe empujando con picas, de las cuales se rompieron más de trescientas «que pareció una hermosísima folla de torneo de a pie» (Florida, 1, VII). A menudo se recuerda la vistosidad de los soldados españoles reunidos para desfilar o pelear, «hermosamente aderezados» (Florida, 2/I, XXIV), formando «tan hermosa y lucida banda de gente» (Florida, 6, XXI), con sus «lanzas y picas y petos que relumbraban con el sol hermosamente» (CR, I/7, XV), o «hermosamente armados, con grandes penachos en sus cabezas y en las de sus caballos, y con muchos pretales de cascabeles» (CR, I/7, XXII), o, en fin, cuando Valdivia y Villalva «pusieron el escuadrón con muy hermosas mangas de arcabuceros» antes de la batalla de las Salinas (CR, II/2, XXXVII).

Incluso encuentra Garcilaso plasmadas en su imaginación bellas estampas de otra índole. Trae a la mente la visión nocturna de las minas de plata de Potosí y, resucitando aquella imagen, dice: «Era cosa hermosa ver en aquellos tiempos ocho, diez, doce, quince mil hornillos arder por aquellos cerros y alturas» (CR, I/8, XXV). Asimismo explica cómo los indios peruanos periódicamente formaban un gran círculo humano para acorralar y cazar miles de animales, «cosa hermosa de ver y de mucho regocijo» (CR, I/6, VI).




4. La belleza humana

Sobre la belleza física de las personas, Garcilaso no se retrae en ofrecer sus impresiones. La provincia de Naguatex, dice, estaba «llena de gente muy hermosa y bien dispuesta» (Florida, 4, XVI), y destaca «la hermosura y buena disposición que en común los naturales de la Florida tienen» (Florida, 6, XIX). La opinión de Gonzalo Silvestre, principal fuente de Garcilaso sobre la expedición de Soto, viene corroborada por Alonso de Carmona (citado por Garcilaso) pues dice: «son muy bien agestados aquellos indios y asimismo las mujeres» (Florida, 3, XXV). Igualmente, la población de la provincia de Rucana en el Perú «es de gente hermosa y bien dispuesta» (CR, I/3, XVIII), lo mismo que en la provincia de Chachapuya, donde son «los nombres muy bien dispuestos y las mujeres hermosas en extremo» (CR, I/8, I).

No faltan tampoco algunas pinceladas de personas concretas, como el joven indio que acompañó a los españoles desde la provincia de Guachoya, «gentil hombre de cuerpo y hermoso de rostro, como lo son en común los naturales de aquella provincia» (Florida, 5/II, II), o el cacique Mucozo, «de edad de veintiseis o veintisiete años, lindo hombre de cuerpo y rostro», y «de buena disposición de cuerpo y hermosura de rostro» (Florida, 2/I, VIII y XVI). El jefe de los guerreros de Cofaqui, Patofa, «era de muy gentil persona y rostro» (Florida, 3, V), y el embajador que la cacica de Cofachiqui envió a su madre viuda «era hermoso de cara y gentil hombre de cuerpo, de edad de veinte a veintiun años» (Florida, 3, XI). La descripción más detallada, sin embargo, corresponde al cacique Tascaluza: «era hermoso de cara ... Tenía las espaldas conforme a su altura, y por la cintura tenía poco más de dos tercias de pretina: los brazos y piernas, derechas y bien sacadas, proporcionadas con el cuerpo. En suma, fue el indio más alto de cuerpo y más lindo de talle que estos castellanos vieron en ... la Florida» (Florida, 3, XXIV).

De los indios peruanos, Garcilaso nos ofrece un retrato de Atahualpa, diciendo de su aspecto físico que era «gentil hombre de cuerpo y hermoso de rostro, como lo eran comúnmente todos los Incas y Pallas» (CR, I/9, XII). Uno de sus capitanes se llamaba Zumac Yupanqui, que «quiere decir el hermoso Yupanqui, porque este indio cuando mozo fue muy hermoso de rostro y gentil hombre de cuerpo» (CR, II/2, IX). De entre los españoles, Garcilaso elige al joven Carlos Enríquez, muerto en la batalla de Mauvila, para comentar que «era gentil hombre de persona y hermoso de rostro cuanto lo podía ser hombre humano» (Florida, 6, VI).

En cambio, de la fealdad humana habla poco Garcilaso. Los indios de la provincia de Tula merecieron que se detuviese en sus deformaciones. «Son, así hombres como mujeres, feos de rostro y, aunque son bien dispuestos, se afean con invenciones que hacen en sus personas. Tienen las cabezas increíblemente largas y ahusadas para arriba, que las ponen así con artificio ... Lábranse las caras con puntas de pedernal, particularmente los bezos por de dentro y de fuera, y los ponen con tinta negros, con que se hacen feísimos y abominables» (Florida, 4, XIII), y continúa «decían sus vecinos que lo hacían por hacerse más feos de lo que de suyo lo son, porque igualase la fealdad de sus rostros con la maldad de sus ánimos y la fiereza de su condición, que en toda cosa eran inhumanísimos» (Florida, 4, XV). En suma, los mexicanos «abominaron la monstruosa fealdad que los de Tula artificiosamente en sus cabezas y rostros hacen» (Florida, 6, XIX).

Este mismo fenómeno, dice, se daba en la provincia incaica de Palta: «Esta nación traía por divisa la cabeza tableada, ... sacaban las cabezas feísimas, y así por oprobio, a cualquiera indio que tenía la frente más ancha que lo ordinario, o el cogote llano, le decían palta-uma, que es cabeza de palta» (CR, I/8, V). También en la provincia de Caranque dice Garcilaso que los indios eran feos porque «hombres y mujeres se labraban las caras con puntas de pedernal; deformaban las cabezas a los niños ... trasquilaban el cabello que hay en la mollera, corona y colodrillo, y dejaban de los lados»; dejando los pelos restantes «crespos y levantados, por aumentar la monstruosidad de sus rostros» (CR, I/9, VIII).

Entre los españoles, aparte del comentario sobre Lope de Aguirre, a quien describe como «de ruin talle, pequeño de cuerpo y de perversa condición» (CR, II/8, XIV), sólo menciona la fealdad de Pedro de la Gasca, de quien dice: «era muy pequeño de cuerpo, con extraña hechura, que de la cintura abajo tenía tanto cuerpo como cualquiera hombre alto, y de la cintura al hombro no tenía una tercia ... de rostro era muy feo» (CR, II/5, II). Dice también que en Nombre de Dios «muchos soldados se desvergonzaban a decir palabras feas y desacatadas, motejándole la pequeñez de su persona y la fealdad de su rostro» (CR, II/5, II), lo cual no deja de tener cierta gracia si se piensa que los conquistadores del Perú seguramente no tenían mucho mejor aspecto que los de México, de quienes comentó con sorna una dama en casa de Pedro de Alvarado: «Parece que escaparon del infierno según están estropeados; unos cojos y otros mancos, otros sin orejas, otros con un ojo, otros con media cara, y el mejor librado la tiene cruzada una y dos y más veces» (CR, II/2, I).

Naturalmente que las mujeres participan de los elogios generales que hace Garcilaso acerca de la belleza física, pero con todo, se preocupa de destacarla en algunas ocasiones. De la joven cacica de Cofachiqui, por ejemplo, afirma que los españoles quedaron «muy satisfechos y enamorados así de su buena discreción como de su mucha hermosura, que la tenía muy en extremo perfecta» (Florida, 3, XI)39.

Aduce el testimonio de Carmona al contar que en Mauvila «salió otro baile de mujeres hermosísimas a maravilla», y que Moscoso se llevó a México «una india de esta provincia de Mauvila que era muy hermosa y muy gentil mujer, que podía competir en hermosura con la más gentil de España que había en todo México» (Florida, 3, XXV). También cuenta el caso de las «dos hermosísimas mozas, mujeres de Capaha», cautivadas por los indios de Casquín que acompañaban a Soto, a quienes Capaha no quiso volver a recibir por sospechar que habían sido violadas, a pesar de que «ellas eran hermosas en extremo» (Florida, 4, VII y X). En fin, la decisión de Diego de Guzmán de quedarse a vivir con los indios de Naguatex pudo deberse a varios motivos, pero una poderosa razón podía ser el amor que sentía por la hija adolescente del cacique, mujer «hermosa en extremo» (Florida, 5/I, I).

En el Perú, Garcilaso explica repetidas veces que en los templos del sol y casas reales se recogían muchas mujeres, bien por su linaje, bien por su belleza (CR, I/2, X y XV; I/4, I, II, y IV). De señalada hermosura, según Garcilaso, era la mujer de don Felipe Inca, hijo de Huayna Capac, asesinado por otro indio, movido de su pasión por esta mujer (CR, II/2, XXVI). Mujeres españolas merecedoras de cumplidos por su belleza eran Leonor de Bobadilla (Florida, 1, VIII), Francisca de Zúñiga (CR, II/7, IV), y Mencía de Almaraz (CR, II/6, XV; y II/7, XXX).

Ahora bien, la tensión existente entre lo ideal y lo real en Garcilaso, tan evidente en la temática misma de sus obras y en la forma heroica de presentarla, también se impone en lo estético. Ciertamente, si en muchos casos coincide la belleza externa de las personas con una bondad espiritual, como en los ejemplos de Mencía de Almaraz, Francisca de Zúñiga, y Carlos Enríguez, la hija de Hirrihigua quien salvó a Ortiz, el cacique Mucozo, la señora de Cofachiqui y su embajador, existen otros casos en los cuales falla el esquema: el feo Lagasca «era hombre de muy mejor entendimiento que disposición» (CR, II/5, II), mientras que Zumac Yupanqui era hermoso pero cruel, y los bellos Atahualpa y Tascaluza, aunque inteligentes, no ajustan su comportamiento al ideal. De esta manera, la imperfección hiere y contradice la visión estética de Garcilaso.

Una cita particularmente reveladora del gusto estético de Garcilaso aplicado a las mujeres es la descripción que hace de Cusi Huarcay, mujer del príncipe heredero Sairi Tupac, a quienes vio nuestro autor en Cuzco en 1558. Con sus dieciséis años, «era hermosísima mujer, y fuéralo mucho más si el color trigueño no le quitara parte de la hermosura, como lo hace a las mujeres de aquella tierra, que por la mayor parte son de buenos rostros» (CR, II/8, XI).

Este es un comentario bastante usual entre los cronistas españoles, a cuyos ojos renacentistas el ideal de belleza femenina venía marcado por la escuela pictórica de Venecia, la cual encumbró a la mujer rubia, de tez transparente, cabellos de oro y ojos claros40. Garcilaso, imbuido como está de influencias italianas, parece acatar, incluso en este rasgo del más íntimo gusto, los cánones de la ortodoxia estética renacentista.

Con estas observaciones, volvemos a considerar las relaciones existentes entre color y belleza, en este caso referidas a las personas. Son escasos y neutros los comentarios de Garcilaso a este respecto (quitada la cita anterior), pues se reducen a decir que Soto era «de color moreno» (Florida, 5/I, VII); que cerca de la desembocadura del río Misisipí apareció un indio «negro como un etíope, bien diferente en color y aspecto de los que la tierra adentro habían dejado», explicando que los indios de la costa tenían la piel tan oscura por el efecto de su continuo contacto con el agua salada bajo el sol (Florida, 6, X); o que el nombre de la mujer del Inca Viracocha fue Mama Runtu, y que «quiere decir Madre huevo; llamáronla así porque esta Coya fue más blanca de color que lo son en común todas las indias; y por vía de comparación la llamaron Madre huevo, que es gala y manera de hablar de aquel lenguaje; quisieron decir: Madre blanca como el huevo» (CR, I/5, XXVIII).

Ahora bien, las mujeres del mundo entero gustan de lucir un cutis limpio y terso, para lo cual suelen aplicarse algún tipo de mascarilla. Garcilaso se había fijado en la que empleaban las mujeres peruanas y explica: «Verdad es que las que presumían de su hermosura y buena tez de rostro, porque no se les estragase se ponían una lechecilla blanca, que hacían no sé de qué, en lugar de mudas, y la dejaban estar nueve días; al cabo de ellos se alzaba la leche y se despegaba del rostro, y se dejaba quitar del un cabo al otro como un hollejo, y dejaba la tez de la cara mejorada» (CR, I/8, XXV).

Además, y quizás para conseguir el mayor contraste de colores entre el cutis y el cabello, estas mujeres eran «amicísimas del cabello muy negro», el cual llevaban largo y suelto. Para conseguirlo, «cuando se les pone de color castaño, o se les ahorquilla, o se les cae al peinar, lo cuecen al fuego en una caldera de agua con yerbas dentro. La una de las yerbas debía de ser la raíz del chuchau, que el P. Blas Valera dice, que según yo lo vi hacer algunas veces, más de una echaban». Tumbadas de espaldas, las indias cocían así su pelo un rato largo, y después, «habiendo hecho otros lavatorios para quitar las orruras del cocimiento, sacaban sus cabellos más negros y más lustrosos que las plumas del cuervo recién mudado». Comenta Garcilaso: «no dejé de admirarme del hecho por parecerme riguroso contra las mismas que lo hacían. Pero en España he perdido la admiración, viendo lo que muchas damas hacen para enturbiar sus cabellos, que perfuman con azufre, y los mojan con agua fuerte de dorar, y los ponen al sol en medio del día por los caniculares, y hacen otros condumios que ellas se saben, que no sé cuál es peor y más dañoso para la salud si esto o aquello». Concluye, pues, que «tanto como esto y mucho más puede el deseo de la hermosura» (CR, I/8, XIII).

La última ayuda cosmética que menciona Garcilaso es el maquillaje de ojos. «Lo que usaron los Incas, y permitieron que usasen los vasallos, fue del color carmesí, finísimo sobre todo encarecimiento, que en los minerales del azogue se cría en polvo, que los indios llaman ychma, que el nombre llimpi, que el P. Acosta dice, es de otro color purpúreo menos fino que sacan de otros mineros, que en aquella tierra los hay de todas las colores». Sin embargo, hubo que prohibir a la gente común el uso de este maquillaje, reservándoselo a las mujeres de sangre real «porque los indios, aficionados de la hermosura del color ychma (que cierto es para aficionar apasionadamente) se desmandaban en sacarlo». Así pues, «las mujeres que usaban de él eran mozas, y hermosas, y no las mayores de edad, que más era gala de gente moza que ornamento de gente madura, y aun las mozas no la ponían por las mejillas, como acá el arrebol, sino desde las puntas de los ojos hasta las sienes con un palillo a semejanza del alcohol41; la raya que hacían era del ancho de una paja de trigo, y estábales bien; no usaron de otro afeite las pallas sino del ychma en polvo, ... y aun no era cada día, sino de cuando en cuando, por vía de fiesta» (CR, I/8, XXV).

Los comentarios sobre el uso del ychma de que «cierto es para aficionar apasionadamente» y «estábales bien» revelan claramente que el Inca no era ajeno a los efectos de los afeites femeninos.






Consideraciones finales

Está claro que en la obra del Inca Garcilaso se dan la mano la historia y la literatura, la ciencia y el arte, pero, a nuestro modo de ver, su visión estética tiene una doble función.

Por un lado, y de manera más evidente, sus referencias a color y belleza forman parte de su estrategia literaria. Aquí está en juego el profundo deseo de Garcilaso de ser reconocido como autor literario. Su función consiste en prestar vivacidad a las obras, haciéndolas en sí mismas más atractivas y por tanto más persuasivas cara al lector. Más atractivas, desde luego, pues, como dice Marichal de su obra peruana, «sigue destacando como monumento artístico del Renacimiento»42.

Pero, ¿persuasivas, en qué sentido? Garcilaso quiere rescatar verdades históricas del olvido sin duda, pero también quiere conmover y, sobre todo, quiere lanzar un mensaje43.

Todos los datos y comentarios de Garcilaso sobre color y belleza tienden a sugerir que por encima de la aparente diversidad del mundo, existe una armonía, una belleza, un amor, en una palabra un solo Dios. Inducen a pensar en comparaciones, semejanzas y conexiones. Proponen que el mundo es variopinto, pero que eso contribuye a su belleza, y que la hermosura surge en todas partes, porque todos los países y pueblos son obra de Dios.

La clave está en Los diálogos de amor de León Hebreo. Su base esencial es platónica, pero busca la armonía, la reconciliación con otras corrientes de pensamiento, como Dios desea y promueve la unión de su mundo creado, mediante el amor. Allí están los conceptos de bien y belleza, sugiriendo (según las antiguas tradiciones hebrea y griega recogidas en la Biblia) la identificación entre ambas nociones y Dios. La relación entre esta base filosófica, cristiana e integradora, y la visión de Garcilaso de una unión hispano-americana ideal, mediante la cristianización y la civilización amorosa, ya ha sido señalada44. El modesto objeto de este trabajo ha sido abundar en ello, prestando atención a los aspectos estéticos, pues sin duda ellos refuerzan poderosamente el mensaje de toda la labor literaria e historiográfica de Garcilaso. Partiendo de la base de que el amor y la belleza son fuerzas creadoras, que pueden llevar a nuevas soluciones, propone la búsqueda de una nueva armonía, amorosa, hermosa, e integradora de lo europeo y lo americano.



 
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