Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La topografía de la ambigüedad (Buenos Aires en Borges, Bianco y Bioy Casares)

María Luisa Bastos





En una nota de su Evaristo Carriego, Borges comentaba en 1929: «Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras y sí en Pampa y Triunvirato»1. En 1955, escribía Maurice Blanchot en L'espace littéraire: «el artista parece mirar de una manera diferente los objetos del mundo natural, neutralizarles el desgaste, tornarlos puros, elevarlos a través de una estilización sucesiva»2. Y agregaba más adelante, al hablar de las esculturas de Giacometti: «Se las ve absolutamente: ya no reducidas sino sustraídas a la reducción, irreductibles, y, en el espacio, dueñas del espacio por la fuerza que tienen para sustituir la profundidad no manejable, no viviente, por la de lo imaginario. Ese punto, desde donde las vemos irreductibles, que nos pone a nosotros mismos en el infinito, es el punto donde aquí coincide con ninguna parte [où ici coïncide avec nulle part]. Escribir es encontrar ese punto»3. La yuxtaposición de esos textos tan diferentes sintetiza la intención de estas páginas, cuyo punto de partida es el reconocimiento de Buenos Aires como determinante topográfico concreto de ciertos textos: lugar concreto que, paradójicamente, en cuanto determinación puramente espacial se transforma en elemento accesorio. Punto de partida: Buenos Aires es elemento fundamental en la textura de los escritos que analizaré; elemento accesorio: en cuanto objeto natural -para parafrasear a Blanchot-, Buenos Aires ha sufrido (o ha gozado), en esos escritos, de una estilización que convierte en imaginaria la referencia local. Esta es, por cierto, la percepción de Borges: captar el «liviano tiempo» en una esquina concreta de suburbio es trasladar esa esquina al orden de lo ficticio.

Los textos a que me referiré son totalmente inteligibles en cuanto piezas ficticias, imaginarias, poéticas, si se los encuadra teniendo en cuenta que las localizaciones topográficas han trascendido la topografía verificable. Para decirlo claramente: querría mostrar que -en textos por lo demás muy disímiles- Borges, José Bianco y Adolfo Bioy Casares han hecho de la ciudad de Buenos Aires, o de algunos sectores de la ciudad, un escenario estilizado como las esculturas de Giacometti mencionadas por Blanchot. Gracias a esa irreductibilidad lograda por un proceso de purificación, las vibraciones connotativas de significantes topográficos -dotados de la profundidad, de la riqueza significativa, de lo imaginario- arman, en esos textos, el escenario apto para movimientos eminentemente ambiguos.

Conviene aclarar que lo anterior no implica considerar que la ambigüedad es privativa de los tres escritores mencionados, ya que es evidente que -más allá de las fronteras de Buenos Aires, o del Río de la Plata- lo que relaciona con la impronta del Zeitgeist buena parte de la abigarrada producción literaria de este siglo en los países hispanoamericanos es precisamente la ambigüedad, que se da en los órdenes más variados, y en obras inconfundiblemente distintas en cuanto a asuntos o marcos referenciales. Por lo demás, aunque los textos elegidos tienen como denominador común el espacio literario estilizado, ambiguo, de Buenos Aires, muchas otras características los separan. Por empezar, aunque todos los textos tengan en común un deambular que configura la materia literaria, la calidad misma del deambular es diferente; además, las marcas diversas -la presencia- de Borges en Bianco y Bioy Casares podría ser tema de un trabajo aparte. Por cierto -y esto es deliberado-, son diferentes en cuanto género: poemas de Borges; nouvelle de Bianco: Sombras suele vestir; novela de Bioy Casares: El sueño de los héroes. Por fin, nada más alejado del cuidado estilo literario de Sombras suele vestir que el tono de El sueño de los héroes, que finge la espontaneidad de lo oral en una elaborada combinación de injertos paródicos obvios y casi secretas alusiones al habla de la baja clase media de Buenos Aires.

En 1969, en su libro sobre la entonces llamada Nueva narrativa hispanoamericana, Carlos Fuentes aseveraba que Borges es el primer gran narrador plenamente urbano de la América latina4, y agregaba: «Quien conoce Buenos Aires sabe que el más fantástico vuelo de Borges ha nacido de un patio, de un zaguán o de una esquina de la capital porteña. [...] Ciudad sin historia, factoría, urbe transitiva, Buenos Aires necesita nombrarse a sí misma para saber que existe, para inventarse un pasado, para imaginarse un porvenir: no le basta, como a la Ciudad de México o a Lima, una simple referencia visual a los signos del prestigio histórico»5. Más adelante, afirmaba Fuentes: «el lenguaje de los argentinos es una respuesta a la exigencia de una ciudad que quiere ser verbalizada para afirmar su ser fantasmal»6. La relación causa/efecto planteada por Fuentes me parece más efectista que convincente: falta de historia, ergo inexistencia de Buenos Aires, ergo presencia de Buenos Aires en la literatura. En cambio, es un hecho que Buenos Aires -que dicho sea de paso no es la única gran ciudad hispanoamericana desprovista de la historia en que piensa Fuentes- ha sido inscripta en textos acaso con más frecuencia que cualquier otra ciudad hispánica de América. Vale la pena recordar en forma sumaria algunas de esas inscripciones. Sarmiento caracterizó admirablemente a la desespañolizada Buenos Aires de las primeras décadas del siglo pasado7. Hacia 1840, en esa Buenos Aires sumida en la cotidianeidad terrible del régimen rosista los restos del afrancesamiento cultivados por sus habitantes sólo quedan en el interior de ciertas casas8, y la ciudad seguirá siendo una gran aldea aun años después de vencido Rosas9. Por fin, la aldea llegó a ser (o a ser vista como) Cosmópolis10, y Buenos Aires pasó a ser todo para todos, como el Apóstol. Barrio pendenciero en los versos de Carriego; mediocridad inocua en la poesía sencillista de Fernández Moreno; puntal de una ficción tambaleante e intuitiva en Roberto Arlt; telón de fondo de angustias existenciales en los libros de Eduardo Mallea, o de Ernesto Sábato; monstruo ominoso -La cabeza de Goliath- para Ezequiel Martínez Estrada; tramoya realista del intento alegórico de Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal.

Hacia 1950, Héctor Murena se lamentaba de que Borges, en sus poemas «Muertes de Buenos Aires», se hubiera detenido en lo simbólico de la muerte, «en lugar de fijar el sentimiento que arranca ese obstinado viento de muerte que circula por toda esta ciudad vacía»11. En esos mismos años de la desgarrada queja de Murena, el título de una revista de actualidades, París en América, resumía un optimismo rezagado muy semejante a la nostalgia. Documento, profecía, intento de color local, alegoría: podrían multiplicarse los ejemplos de los avatares literarios de Buenos Aires. La ciudad interviene de manera especialmente significativa en la contextura de los escritos de Borges, Bianco y Bioy Casares objeto de este trabajo.



Un perspicaz ensayo crítico ha señalado que «el lugar topográfico borgeano por excelencia es esa línea vaga que marca el límite entre la ciudad y el campo y que permite, por un lado la nostalgia de la ciudad y, por el otro, esa perspectiva segura -esa libertad- que brinda el alejamiento»12. Dos relatos de Borges descubren y explotan al grado máximo la carga de símbolo múltiple de esa línea vaga de los límites de Buenos Aires. En «La muerte y la brújula», esos confines -a la vez disimulados e inconfundibles- configuran una Buenos Aires arquetípica: lugar soñado, ámbito de pesadilla13. En «El Sur», el límite más viejo de la ciudad facilita el acceso a otro orden: allí, en el límite sur, se produce el tránsito irreversible, que llevará al protagonista a cumplir su destino. En esos relatos, Buenos Aires alcanza una estilización máxima, y es interesante indagar la prehistoria de esa estilización, que es, por lo demás, la prehistoria de la presencia plurivalente de Buenos Aires en la literatura del Río de la Plata en los últimos cincuenta años. Esa topografía ambigua, de esa Buenos Aires superlativamente ficticia -que conjuga tiempo y espacio-, empezó a plasmarse en la primera poesía de Borges: muchos de esos textos proveen elementos para una introducción a esa arqueología, son como etapas de la trasmutación del lugar urbano en un lugar otro, donde el aquí -el Buenos Aires del arrabal- termina por designar sobre todo un espacio imaginario. Retrospectivamente, se ve claro que ese espacio peculiar de «El Sur» o «La muerte y la brújula» -por un extremo, ligado firmemente a la precisión topográfica; por el otro, transformado en pura abstracción- no se logra de golpe sino que se organiza lentamente, como resultado de una especie de ahondamiento, de depuración, de un número escaso de significantes de los arrabales. Como se verá en los ejemplos que siguen, ese ahondamiento se inició en los primeros poemas de Borges.

Fervor de Buenos Aires refleja un discurrir persistente por los barrios anónimos, por «Las calles» «desganadas del barrio/ casi invisibles de habituales»14. Esas calles, con sus casas indescriptibles en su monotonía carente de imaginación, se agrupan «cuadriculadas en manzanas/ diferentes e iguales/ como si fueran todas ellas/ monótonos recuerdos repetidos de una sola manzana» (32). «Calles elementales como recuerdos», se reitera en «La noche que en el sur lo velaron», de Cuaderno San Martín (88). La insistencia en la repetición -habituales; recuerdos- parecería indicar no sólo que los barrios son réplicas ínfimas de modestos modelos platónicos; el hecho de ser ajenos a la fanfarria histórica les da el carácter de abstracciones, sustentadas únicamente por la escritura que les cuadra: una escritura desguarnecida, sin aditamentos. O para decirlo de otra manera, en esos barrios de la poesía temprana de Borges la historia se experimenta en su faz menos prestigiosa: la del puro ayer elemental. Porque carecen de abolengo, las calles por una parte «recuerdan/ que fueron campo un día» (44), por la otra, el atardecer las exalta «hacia cualquier azar» (48).

Borges, en 1969, calificó de «ostentosa» la Buenos Aires de Luna de enfrente, su segundo libro, oponiéndola a la Buenos Aires «íntima» de Fervor (55). Sin embargo, en ese segundo libro el arrabal sigue estando determinado sobre todo por signos diáfanos, que ignoran los accesorios pintorescos. Más aún: el último poema de Luna de enfrente a la vez resume y justifica la visión despejada y despojada del poeta-flâneur:


Yo presentí la entraña de la voz las orillas,
palabra que en la tierra pone el azar del agua
y que da a las afueras su aventura infinita
y a los vagos campitos un sentido de playa.


(73; bastardilla del autor).                


Recordemos que la intuición enunciada en el poema se resuelve en aserción reflexiva en Evaristo Carriego: «El término las orillas cuadra con sobrenatural precisión a esas puntas ralas, en que la tierra asume lo indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua» (109; bastardilla del autor).

«Para una calle del oeste», penúltimo poema de Luna de enfrente, empieza con un verso donde el tiempo puro -que despuntaba en los recorridos borgeanos anteriores- irrumpe de pronto, como hendiendo y profundizando el espacio sin alcurnia de los barrios modestos. El «Me darás una ajena inmortalidad, calle sola» (72) que inicia el poema es, también, como tantas veces ocurre en Borges, germen de textos futuros: anticipa, en síntesis premonitoria, la experiencia consignada en «Sentirse en muerte», escrito de 1928 insertado posteriormente en «Nueva refutación del tiempo»; en ese pasaje crucial de Borges la contemplación de una calle de suburbio se trueca en «captación del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad» (765).

El significante Buenos Aires como centro de una experiencia unificadora, como signo totalizador de un espacio eterno, arquetípico, reaparece en «La noche cíclica», poema fechado en 1940. A la esencia de ese Buenos Aires/ lugar del arrabal/ lugar del mundo se llega mediante una mutación que para ese entonces aparece como habitual en Borges:



[...] una oscura rotación pitagórica
Noche a noche me deja en un lugar del mundo.

Que es de los arrabales. Una esquina remota
Que puede ser del norte, del sur o del oeste,
Pero que tiene siempre una tapia celeste,
Una higuera sombría y una vereda rota.

Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
Trae el amor o el oro, a mí apenas me deja
Esta rosa apagada, esta vana madeja
De calles que repiten los pretéritos nombres

De mi sangre [...].


(863)                


Por cierto: ahí está Buenos Aires, en cualquier punto cardinal, o en ninguno. Como la calle solitaria del oeste del poema de 1925; como el sur de «Sentirse en muerte» -o el de «La noche que en el sur lo velaron», hacia donde camina el yo poético «por las calles elementales como recuerdos»-, el suburbio de «La noche cíclica» ha sobrepasado su espacialidad. Sobrepasar la espacialidad es ser -sobre todo- lugar de tiempo: lugar hecho de tiempo, por donde trascurre el tiempo. Por un lado, la falta de ataduras prestigiosas permite la vivencia homogeneizadora: un suburbio es igual a otro. Pero además, la misma percepción unificadora despeja prolijamente los significantes y prepara, por así decirlo, a los componentes mínimos de la arquetípica Buenos Aires como lugares oníricos de elección:


Las plazas agravadas por la noche sin dueño
Son los patios profundos de un árido palacio
Y las calles unánimes que engendran el espacio
Son corredores de vago miedo y de sueño.


(863-864)                


No parece necesario subrayar que este cuarteto ensambla tanto la evocada Buenos Aires de Evaristo Carriego como la de Fervor de Buenos Aires y la de Luna de enfrente con el espacio pesadillesco, con calles como «corredores de vago miedo y sueño», que comparten «La muerte y la brújula» y «El Sur». Por cierto, en «El Sur», la sonámbula Buenos Aires de las siete de la mañana tiene calles «como largos zaguanes» y «plazas como patios», que el protagonista atraviesa rumbo a su muerte (526).

Todavía ha quedado algo sin mencionar: privadas de referencias individualizadoras, captadas en su anonimato esencial, las topografías intercambiables del primer Borges generan, además, otra ambigüedad. Generan la ambigüedad del arrabal mítico borgeano, mediante el cual se procura recuperar -o crear- «Una región en que el Ayer pudiera/ Ser el Hoy, el Aún y el Todavía» (888).

Un desarme y un ensamble como el practicado arriba con unos pocos textos de Borges se podría reiterar casi interminablemente. La reiteración sería posible porque en innumerables textos borgeanos perdura ese Buenos Aires cuya energía expresiva emana de su condición de espacio del tiempo o de espacio del sueño. Pero, sobre todo, el ensamble es factible por la calidad particular de la obra borgeana, especie de continuum cuyos elementos principales, no excesivamente numerosos («Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono» [1022]), se amoldan casi milagrosamente a contextos variados, en poemas, narraciones, ensayos.

El Buenos Aires que se detecta en los relatos de José Bianco y Adolfo Bioy Casares que comentaré es, si se quiere, más concreto que el de Borges, como que en esos relatos la letra parece más apegada a los referentes. Pero esa apariencia realista es engañosa, ya que en definitiva en la nouvelle de Bianco y en la novela de Bioy la topografía pertenece al mismo orden que los acontecimientos: lugar y hechos ficticios son homólogos, comparten la dimensión particular de lo imaginario.

La nouvelle Sombras suele vestir -que José Bianco publicó en Sur en 1941 y reeditó en 1973- es un relato para releer, si los hay, no para contar, porque uno de sus atractivos mayores es su trabajada sintaxis narrativa, especie de mosaico de equívocos. Esa sintaxis -que opera con distintos núcleos narrativos básicos: subestructuras que se comunican tangencialmente, a veces en más de un punto- exige lecturas entrecruzadas o divergentes. De ahí que el dinamismo del relato no se agote al concluir una primera, ni aun una segunda, lectura.

Sombras suele vestir se divide en tres secuencias; en cada una de ellas la relación de los hechos, referida por el narrador, se enfoca desde el punto de vista de uno de los tres personajes principales: Jacinta Vélez, su amante Bernardo Stocker, Julio Sweitzer, socio de Stocker. En las dos primeras secuencias los deambulares de Jacinta por las calles de Buenos Aires dibujan trayectorias plausibles y equívocas. El personaje se mueve dentro de un perímetro delimitado por calles o lugares que se nombran o a que se alude con claridad suficiente, como el cementerio de la Recoleta, que no se menciona pero cuyas adyacencias se caracterizan en forma inconfundible. Son importantes las connotaciones de calles y barrios; el hecho de que Jacinta viva con su madre y su hermano Raúl -un bello adolescente débil mental- en un inquilinato de la calle Paso indica claramente el desplazamiento hacia abajo en la escala social padecido por la familia Vélez. Por otra parte, ese desplazamiento, previo al relato, es uno de los motores de la narración: sin él no habría habido relación clandestina -ni, posiblemente, dé ninguna otra especie- entre Jacinta, fijada a prejuicios de su clase de origen precisamente por su condición de venida a menos, y Bernardo Stocker, argentino de primera generación. Por otra parte, la superioridad económica del corredor de bolsa Bernardo Stocker es también motor del relato porque su relación con Jacinta no sólo está secretamente determinada por la atracción que Raúl ejerce sobre ambos amantes: el dinero de Bernardo ha hecho posible su acercamiento a Jacinta. Evidencia de la posición económica de Bernardo es la localización de su -departamento: en la zona de la plaza Vicente López sólo vivían familias distinguidas o extranjeros ricos. Una primera lectura de las idas y venidas de Jacinta desde el departamento de Stocker -al que se nos dice explícitamente que Jacinta se había mudado y desde el cual volvía a la calle Paso a visitar a Raúl- parecería indicar que la muchacha había tomado una decisión que implicaría un progreso. En un sentido engañosamente literal, irse del inquilinato y vivir en un departamento confortable ha determinado hábitos de vida despreocupada, antítesis de la sórdida actividad previa de Jacinta, dedicada a la prostitución en una casa próxima al inquilinato, regenteada por una amiga de doña Carmen, la encargada y «protectora» oblicua de la familia Vélez. Esos hábitos se manifiestan ostensiblemente en recorridos rutinarios. Casi a diario, Jacinta se traslada a ver a Raúl desde la plaza Vicente López y al volver se desvía: atraviesa lentamente la ciudad pasando por un «barrio propicio y modesto, de veredas sombreadas»15. En sentido estricto, ese barrio no podía ser propicio para la Jacinta viva cuya aversión por las «llamadas clases bajas» -expresión que le atribuye el narrador- se concentra en uno de los motivos de la nouvelle: su antagonismo hacia doña Carmen. El barrio es propicio por contagio metonímico: el atractivo es el cementerio de la Recoleta, en donde termina la calle por donde vuelve Jacinta. Dice el narrador que Jacinta «se resistía al llamamiento de las bóvedas terminadas en cruces o desaforados ángeles marmóreos» (122). Esta es una de las claves del relato: esas idas de un lugar concreto -el departamento de Stocker- a otro lugar concreto -el inquilinato- cobran su dimensión ficticia en ese tránsito por una suerte de zona de nadie: el barrio «propicio y modesto» media entre el orden no terrestre y la realidad. Esas calles de veredas sombreadas, que desembocan en una plaza sombría, aluden por cierto al título de la nouvelle y a la condición de Jacinta, ya muerta al comienzo del relato. Además, las características de esa zona: anonimato, falta de jerarquía -otra vez, como en los barrios borgeanos, se trata de una zona despojada de señales prestigiosas- establecen la solución de continuidad entre lugar y tiempo, o, mejor dicho, entre lugar geográfico reconocible y más allá indefinible. Una especie de dialéctica entre los detalles que denotan realistamente el espacio y la elocución cuidadosamente ambigua recalca, al referir las recorridas de Jacinta, la condición fantasmal del personaje. Así, al aproximarse a la casa de Stocker, una penetrante mirada de Jacinta capta las formas de los árboles y todo el ámbito de la plaza Vicente López: «Jacinta hacía suya la plaza con una mirada que abarcaba césped, chicos, ramas, cielo» (123). De inmediato, con notoria ambigüedad, se consignan las acciones de Jacinta: «Cuando Jacinta subía al tercer piso observaba de cerca el dibujo alternado de las hojitas verdes. Entonces abría las ventanas y dejaba que el aire puro enfriara el dormitorio» (122-123). Enunciado que tiene dos lecturas posibles: «cuando subía» puede significar tanto 'una vez que había subido' como 'mientras subía', como sombra, por el aire.

Otro recorrido realista -u otro destino de recorrido- también forma parte de esos aparentes hábitos de vida despreocupada en el sentido más absoluto. A veces se reúne Jacinta con Stocker a almorzar en un restaurante que no se nombra pero del que se dan datos suficientes como para que quien conoce Buenos Aires reconozca el London Grill (126). Significativamente, esos datos se dan al consignar que Jacinta se reunió con Bernardo por última vez. Otro traslado, doble, y no de ella, ocurrirá después de ese movimiento final de Jacinta. Bernardo internará al hermano de la muchacha, Raúl -que se ha quedado solo porque Jacinta se ha suicidado el mismo día de la muerte de la madre- en un sanatorio situado en el extremo opuesto del barrio del cementerio de la Recoleta y de la plaza Vicente López. El barrio de Flores, donde está el sanatorio, era todavía remoto en la década de 1930, época en que se puede situar el relato. Stocker mismo se instala en el sanatorio a esperar en vano que Jacinta acuda a buscar a Raúl. Físicamente junto al muchacho, Bernardo Stocker está irremediablemente alejado de él: Raúl lo elude. El aquietamiento del fantasma de Jacinta -que se traduce en la desaparición del personaje- corresponde al aquietamiento de la parte activa, diríase, de la obsesión de Stocker. Y a esta altura de la narración se hace claro que los discurrires habituales de Jacinta reclaman una lectura metafórica. Obsesionado con la muchacha y sin duda con su suicidio, Stocker «vive» metafóricamente con ella: en sentido figurado se ha trasladado Jacinta al departamento de la plaza Vicente López. Las claras coordenadas geográficas proporcionan un espacio (una ilusión de espacio) reconocible a un discurrir inespacial, inasible: Jacinta sólo se mueve en la imaginación de Stocker.

El título de esta novela breve de José Bianco es un verso de este terceto de Góngora, que sirve de epígrafe:


El sueño, autor de representaciones,
en su teatro sobre el viento armado,
sombras suele vestir de bulto bello.


La ciudad de Buenos Aires -algunos sectores precisos de la ciudad- funciona como «el teatro sobre el viento armado», escenario para que el sueño de Stocker vistiera sombras. La importancia de las determinaciones topológicas está en que son tangenciales con respecto a los hilos del relato: los mueven, y modifican la narración con un mínimo de presencia, como se rozan apenas todos los actantes de Sombras suele vestir, en parcelas de zonas permanentemente ambiguas.



Como las lecturas precedentes, la de El sueño de los héroes (1954) de Adolfo Bioy Casares será excluyentemente parcial. Sin embargo, dada la función que el espacio de Buenos Aires cumple en el desarrollo de una anécdota riquísima, creo que ese enfoque limitado puede contribuir a aclarar el sentido más hondo de la novela.

Por así decirlo, la trama de El sueño de los héroes despliega paulatinamente el significado de las etapas de un trayecto que tuvo como punto de partida un traslado inicial cumplido antes de empezar el relato. En efecto, al comienzo, el narrador informa que el protagonista, Emilio Gauna, había sido llevado por sus parientes desde su nativo Tapalqué, pueblo de la provincia de Buenos Aires, a Villa Urquiza, de donde más tarde se mudó a Saavedra16. Contrapuestos a las andanzas de Gauna en la novela entera -especialmente a los dos largos trayectos por los barrios de Buenos Aires en los carnavales de 1927 y 1930-, esos traslados anteriores a la anécdota aparecen como estadios inmóviles, emblemáticos de los que decidieron el destino del protagonista, que constituyen las coordenadas narrativas más evidentes de El sueño de los héroes. Estadios inmóviles porque, en rigor, no hay progreso en esos cambios: los tres lugares comparten una especie de patético desprestigio; emblemáticos, porque en última instancia los hiperbólicos movimientos de Gauna sólo lograrán unir dos momentos del tiempo.

Conviene detenerse en las especificaciones topológicas de los trayectos de Gauna y sus compañeros porque, como ya he dicho, esos trayectos definen el significado más profundo de la novela de Bioy. En primer lugar, en los años finales de la década de 1920 Saavedra estaba prácticamente en el límite de la ciudad: «paisaje desgarrado en que termina la ciudad», lo llama Samuel Tesler, el filósofo de Adán Buenosayres, plagiando intencionalmente o con desenfado a Borges17. La recorrida de Gauna y sus compañeros por los corsos populares del carnaval de 1927; los intentos parciales, trabajosos, del personaje por reconstruir en los años siguientes su aventura de la tercera noche de ese carnaval son desplazamientos de norte a sur más allá de Saavedra, por la ancha faja anónima del oeste de Buenos Aires. Por lo demás -en uno de esos intentos solitarios y estériles de recuperar los acontecimientos del carnaval de 1927- Gauna incursiona en «barrios que no eran como el suyo» (69). El supuesto desdén de porteros posiblemente inexistentes desencadena el coraje de Gauna, como advertencia de que la consumación de la aventura -del coraje- del protagonista, tendrá lugar en un barrio que no es como el suyo. Los desplazamientos de Gauna culminan la tercera noche del carnaval de 1930 con la confirmación -definitiva, final- de la visión de tres años antes de su duelo con Valerga, su mentor, en un descampado de Palermo. Literalmente, a lo largo del texto, Emilio Gauna no descansa, y ese trasladarse incansable está subrayado por las numerosas referencias a su agotamiento que se hacen en la novela.

Como en la nouvelle de José Bianco, en El sueño de los héroes las andanzas del personaje connotan los posibles sentidos del relato. Difiere -además del tono de la escritura como anoté arriba-, la sintaxis narrativa. En El sueño de los héroes se da cuenta, maniáticamente, de los detalles de los desplazamientos de Emilio Gauna. Ese dar cuenta no tiene ritmo uniforme: a veces -las menos- resalta la morosidad precisa de menciones geográficas concretas; pero, en general, esas menciones detalladas son simples ilusiones realistas. En efecto, Gauna une con vértigo de cine mudo puntos de la ciudad cuya distancia real hace inverosímil la rapidez con que pasa de uno a otro. Esas andanzas vertiginosas -en tranvías; a pie, a paso acelerado-: plausibles en la geografía, fiel a la realidad, por donde se llevan a cabo y, a la vez, impracticables en el tiempo que se les asigna, indican que los traslados de Gauna reflejan un curso diferente del mero movimiento entre puntos distantes de la ciudad.

El vértigo de los recorridos de Gauna dibuja un escenario vibrátil -como de sueño o de set cinematográfico no realista- donde el juego del doble sentido es coherente y hasta esperable. Con lo anterior queda dicho que en los barrios delimitados con detalle cartográfico del Buenos Aires de El sueño de los héroes tienen lugar acciones de sentido marcadamente ambiguo. En la tercera noche del carnaval de 1927, cuando Gauna en un impromptu ordena a un conductor de taxi que se dirija a Palermo, y él y sus compañeros penetran en el salón de baile del Armenonville, la parábola -geométrica, o geográfica- del relato pierde asidero con el mapa real de la ciudad y exige una lectura de otra dimensión. El Armenonville es lugar totalmente ajeno para los muchachos de Saavedra: a duras penas les franquean la entrada a Gauna y sus compañeros, no tanto porque es carnaval y no están disfrazados sino porque están vestidos de sí mismos (22), y no había cabida para los compadritos orilleros en un lugar frecuentado por clientes pertenecientes a las clases altas18. En 1930, cuando se repite la aventura y cuando Clara -ahora casada con Gauna- quiere repetir el rescate que lo salvó en 1927 de morir a manos de Valerga, Larsen, el único amigo fiel de Gauna, se niega a acompañarla «para evitarse una sola complicación: ir a un lugar como el Armenonville, que lo intimidaba por desconocido y por prestigioso» (166). Esa segunda vez, Gauna tiene que sobornar al portero para que los deje entrar. El Palermo donde estaba situado el verdadero Armenonville y el Palermo donde Bioy lo sitúa anacrónicamente en la novela está alejado no sólo en la geografía del barrio de donde proceden Gauna y sus compañeros, Saavedra. El Palermo próximo al bosque donde Gauna muere en duelo a cuchillo con Valerga fue lugar de palacetes y de lujosos petit hôtels en la década de 1920, y no había perdido su connotación de barrio de la clase alta o de gente muy rica en los años en que Bioy concibió y escribió la novela19. Es decir que esta última dimensión geográfica de la aventura de Gauna -cuyas implicaciones sociales habrían sido, en la realidad, insalvables- significa un traslado que va mucho más allá de los límites topográficos. Es posible ver en ese salto de Gauna y sus compañeros -en ese desembocar en un ámbito al que no pertenecen ni socialmente ni cronológicamente: el anacronismo no es gratuito- una alusión a los grupos populares peronistas omnipresentes en los años en que Bioy escribió la novela20. Pero aquí interesa señalar un solo aspecto de ese salto múltiple, de esa abrupta solución de continuidad: de barrios populares y aventuras sórdidas a un cabaret exclusivo y excluyente. En el Armenonville se extrema el carácter onírico del escenario de El sueño de los héroes; la atmósfera irreal del carnaval se acentúa en el recinto cerrado. Aquí también, como en la nouvelle de Bianco, hay claramente una tierra de nadie, una zona en que el referente realista cede paso a un código de otro orden21. Esa zona de nadie, el demimonde del cabaret -lugar de intercambio entre hombres más o menos encumbrados, de familias «decentes», y mujeres llamadas «libres»-, es adecuada etapa previa del tránsito de Gauna, quien pasará del Armenonville, ámbito que no es su lugar, al abra del bosque de Palermo, donde estará desguarnecido: definitivamente fuera de todo lugar. La primera vez, en 1927, sin puntos de referencia para describir el Armenonville, Emilio Gauna sólo pudo hacer comparaciones absurdas entre el salón de baile y el local del diario La Prensa, o el hall de la estación de ferrocarriles de Retiro (22). Es que el cabaret, por ser escenario inusitado para él, anula las coordenadas a las que podía aferrarse: ese espacio diferente, preanunciado en los «barrios que no eran como el suyo», se le esfuma gradualmente, y quedará reducido al mínimo en el abra del bosque. Es revelador que un texto cuyas localizaciones geográficas están exhaustivamente consignadas -con precisión obsesiva, como si el desenlace fuera a depender en buena parte de esas localizaciones- culmine en un descampado. Sin embargo, no falta, me parece, una críptica alusión a ese descampado en los tres movimientos de Gauna anteriores al relato: como ya señalé, para los años en que ocurre la novela, Tapalqué, Villa Urquiza, Saavedra son variaciones casi mínimas del descampado, barrios de extramuros. En la visión premonitoria del duelo con Valerga, Gauna se había recordado en el abra del bosque, «perdido en la inmensidad de su cansancio [...] finalmente en el remoto corazón de su cansancio, casi feliz» (23). La metáfora es iluminadora: la inmensidad del cansancio, el corazón remoto del cansancio no son designaciones de un lugar geográfico sino subjetivo, no localizable, donde pasado y presente pierden sentido, donde se superponen la premonición de 1927 y la realidad de 1930. El camino intrincado y riguroso de El sueño de los héroes, esa red de calles e intersecciones de calles trazada con fidelidad de cartógrafo, se resuelve en un espacio que es, sobre todo, conjugación -o anulación- del tiempo. Barrios, calles, edificios -familiares para el personaje, reconocibles (o imaginables) por el lector- han sido meras pantallas topográficas, impedimentos precarios como telones, que sólo traban provisoriamente los goznes del tiempo22.

Me parece que se puede extraer una conclusión de orden general de las reflexiones que anteceden. Pienso que se debe desconfiar de la categorización que se basa en lo urbano como característica determinante, excluyente, de un vasto sector de la producción literaria hispanoamericana de los últimos cincuenta o sesenta años. Porque las lecturas que sólo atienden a lo literal topográfico como criterio de clasificación no hacen justicia total a los textos. Es cierto que los textos tratados más arriba -como tantos otros que se podrían haber estudiado: de Onetti, o de Cortázar, por ejemplo- están tramados con abundancia de significantes de lo urbano. Pero esos significantes han sido cuidadosamente sometidos a una actualización semiótica, a una neutralización de lo literal, de lo limitadamente documental23. Esa actualización del sentido -ese trasponer lo topográfico de la topografía misma- transforma el referente urbano Buenos Aires en escenario engañoso, lo enriquece. Dicho de otra manera: los significantes de lo urbano, expandidos, apuntan simultáneamente a direcciones ambiguas, la versatilidad viene a ser su esencia misma. Esos significantes cuyos referentes se han esfumado por el «estremecimiento de lo irreal» (la expresión es de Blanchot), por el entrecruzamiento sutil de códigos, son -antes que nada, o además de todo- «cosas reales transformadas en pura ausencia, en pura ficción»24.





 
Indice