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La Universidad de Salamanca


Juan Valera





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La presencia en esta corte de dos catedráticos dignísimos de la mencionada Universidad y el propósito formado por aquel claustro, y que deben cumplir ellos, de presentar a la Reina una exposición, suplicándole se digne restaurar y acrecentar tan célebres estudios, nos mueven a tomar la pluma para coadyuvar en lo que nos sea posible a este buen deseo, procurando excitar en su favor la opinión pública, el celo del señor Ministro de Fomento y su amor a las glorias literarias de España.

La Universidad de Salamanca, decaída de su esplendorosa elevación, no por culpa de sus maestros, sino por incuria y abandono de nuestros gobernantes, apenas se puede decir que tenga en el día de hoy una sola facultad completa, la de derecho, y en vez del sinnúmero de estudiantes que en lo antiguo frecuentaba sus aulas, sólo cuenta ya de ciento a ciento cincuenta matriculados. En tal extremo de abatimiento ha venido a caer la escuela que tantos Papas y tantos Concilios generales han declarado una de las cuatro principales del   -256-   orbe, sin competidora y sin par, fuera de las Universidades de Oxford, París y Bolonia.

Aun prescindiendo de la utilidad que traería a esta nación el que se conservase en todo su brillo la Universidad de Salamanca, y en ella las tradiciones, el recuerdo vivo y el fuego sagrado de la inspiración científica propia de los españoles, todavía debiera desvelarse el Gobierno en bien de esta Universidad, como quien conserva un glorioso monumento. Aun suponiendo que nuestra propia inspiración científica y literaria ha muerto ya, que las nacionalidades se funden en espíritu, ya que no materialmente, y que el saber y el arte y la poesía en España no pueden ni deben ser sino una faz, o quizás un reflejo del saber, del arte y de la poesía del resto de Europa, todavía debiera el Gobierno levantar de su postración a la Universidad de Salamanca, como testimonio de una época de originalidad y de espontaneidad que ya ha pasado. Por muy cosmopolita que el hombre sea, no se complace, con tal de que tenga corazón, en borrar los más nobles signos y caracteres que distinguen o han distinguido a su patria.

Por otra parte, no es sólo la literatura, no son sólo la poesía y las demás creaciones artísticas las que, a pesar del trato y comercio más frecuente y más íntimo de las naciones, en el día, deben guardar su forma y su condición nacionales, y un sello peculiar que de las otras las diferencie, sino que hasta la ciencia misma, ya que no en sus principios, que son idénticos por donde quiera, en su proceder y en su método ha de   -257-   ser varia, ha de llevar el signo del pueblo de donde procede, si este pueblo no quiere desaparecer del mapa espiritual, no quiere que se escriba la historia de la civilización del mundo, haciendo caso omiso de su existencia. Importa, pues, vivificar el pensamiento español, no sólo con el sustento que viene de fuera, e iluminarle, no sólo con la luz de una ciencia más adelantada que Francia y Alemania principalmente nos trasmiten, sino que importa vivificarle e iluminarle también con la propia luz y con las antiguas doctrinas, para que se eleve como un árbol robusto y fructífero, que tiene sanas y hondas raíces en este suelo, y no como planta parásita, estéril y pobre, que vive sólo y se nutre del aire que aspira.

Ningún suelo está más probado y es más generoso que el de Salamanca para el cultivo del espíritu nacional. Allí nació gigante y desde allí se dilató por el mundo todo, llevando a los más remotos climas nuestra nobilísima, y en los siglos XV y XVI, elevada y superior cultura. Allí estudiaron los jurisconsultos que redactaron las Partidas, los astrónomos que formaron las Tablas, y muchos de los sabios hebraístas que publicaron la Biblia Complutense. Allí se educaron Jiménez de Cisneros, Bartolomé de las Casas, el Tostado, D. Diego Hurtado de Mendoza, Fernán Pérez de Oliva, Arias Montano, Antonio Agustín, Victoria, Soto, Melchor Cano, Morales, Francisco de la Torre, Fr. Luis de León, Nebrija, Acosta, el Pinciano, Salinas y otra infinidad de filósofos, teólogos, jurisconsultos, poetas, hombres de Estado, médicos, músicos, humanistas,   -258-   oradores y eruditos, que honraron a España en el siglo de oro de nuestra civilización y en el mayor auge de nuestra grandeza y de nuestro predominio en el mundo.

La Universidad de Salamanca fue, en aquella dichosa edad, consultada por los Reyes y por los Pontífices, y hasta por un hombre más grande que todos los Reyes y los Emperadores todos; por el inmortal Colón, a quien fueron favorables sus decisiones. De la Universidad de Salamanca salieron los más sabios y profundos doctores que brillaron en Trento; notables filósofos que dieron lecciones en París; grandes artistas que enseñaron la música en Italia. A la Universidad de Salamanca acudía entonces a instruirse la juventud estudiosa de Flandes, de Alemania y de más remotas regiones. La civilización española estaba dotada entonces de un carácter propio; brillaba con luz clarísima, y tenía por centro y foco de esta clarísima luz a la Universidad de Salamanca.

Durante el siglo XVII y primera mitad del XVIII, cuando la estrella de nuestra prosperidad declinó y se eclipsó, viciada nuestra civilización y agonizante con la gangrena del más horrible y necio fanatismo, todavía supo la Universidad de Salamanca conservar el riquísimo tesoro de sus glorias científicas, y aumentarle con otras nuevas. Es innumerable el catálogo de escritores y de otros hombres ilustres que produjo en esta época aquella Universidad, y de los cuales hace honrosa muestra el catedrático Sr. Dávila, en su Reseña Histórica pocos años ha publicada. «Mas a pesar   -259-   de tantos escritores, añade, como aparecen en este siglo, la Universidad no hace ya el mismo papel en Europa; va decayendo con la monarquía; no se conserva en sus hombres aquella originalidad, aquel vigor de pensamiento que en el siglo anterior manifestaron. El impulso que a la libertad de la ciencia diera la protesta, fue perdido para nosotros; no entramos como contendientes de primera línea en las cuestiones vitales que se promovieron; la Inquisición nos mandaba callar, en vez de dejarnos discutir, siquiera en favor del catolicismo; las plumas de Victoria, de Soto, de Melchor Cano, de Fr. Luis de León y del Brocense se rompieron, quedando reducidos nuestros literatos a copistas, a eruditos, a tratar cuestiones escolásticas, que no tenían ya aplicación en el mundo real, porque la autoridad nos había separado del teatro de la guerra. Estos fueron los efectos de la intolerancia, como si debiéramos estar solos fuera del mundo de la inteligencia; como si las cuestiones, por peligrosas que sean, que toman vida en la sociedad humana, no la vivificasen al mismo tiempo; como si la experiencia no hubiese demostrado que quien muere es el que pretende matar con las persecuciones y el terror; como si no se supiera bien que el pueblo, que no arrostra los conflictos de la marcha del pensamiento social, es un pueblo que se condena a un suicidio lento, sin interés, sin dignidad y sin nobleza».

Con estas sentidas palabras, y con tan fundadas razones, explica y lamenta el moderno catedrático de la Universidad de Salamanca la caída de aquellos estudios,   -260-   caída que coincidió con el hundimiento de la civilización y de la grandeza españolas, ahogadas por la más grosera y estúpida superstición, cada día más intolerante y más fuerte.

La Universidad de Salamanca guardó, con todo, aún en aquella época lastimosa, el fuego de la inspiración, que había sabido comunicar a sus hijos, y bien se puede afirmar que aquella escuela, así como fue la cuna de nuestra cultura, fue también el lugar predestinado de su renacimiento.

En el último tercio del pasado siglo, cuando, reinando Carlos III, empezó a despertarse nuevamente el ingenio español, hubo alguna libertad de pensar y de escribir, y se abrieron las puertas y las fronteras a las ideas modernas y a los recientes progresos de Europa, la Universidad de Salamanca tuvo la gloria de adelantarse a las demás en ver la nueva luz que venía de país extraño, y en valerse de ella, y en encender en ella la antorcha del saber, que la intolerancia y la ridícula tiranía de los Reyes austríacos habían casi extinguido. Entonces se puede decir que hubo como una especie de resurrección general de los estudios de Salamanca, que dio origen al movimiento literario que todavía dura. De Salamanca se puede decir que salió Jovellanos, el cual dio a la prosa castellana la flexibilidad conveniente a expresar las nuevas ideas de política, de economía y de administración. En Salamanca volvió a estudiarse la filosofía y brillaron notables filósofos. Y en Salamanca apareció, por último, la nueva y grande escuela poética, en la que se han formado   -261-   nuestros novísimos líricos y dramáticos. A ella pertenecen Fr. Diego González, Cienfuegos, Nicasio Gallego, García de la Huerta, Iglesias y Meléndez Valdés, de quien proceden Sánchez Barbero, Arriaza, los Moratines y el gran Quintana, y a ella perteneció asimismo el filósofo Forner, fundador de la nueva escuela de Sevilla, aún ahora floreciente, y que se honra con tantos elegantes poetas y prosistas, desde Reinoso, Lista, Arjona y Blanco, hasta Rodríguez Zapata, Tassara, Cañete y Campillo.

A pesar de esta gloriosísima vida de la Universidad de Salamanca, vida no terminada hace siglos, sino vigorosa y fecunda a principios del presente, dicha Universidad decae y muere. La vida que las persecuciones y el fanatismo del siglo XVII no le pudieron quitar, se la van a quitar ahora el abandono, el descuido y el injusto olvido de los gobernantes. En este caso extremo, el claustro de aquella Universidad, los Diputados y Senadores de la provincia, y algunas otras personas interesadas en la prosperidad de escuela tan famosa, deben elevar hoy una exposición a las augustas manos de la Reina doña Isabel II, para que ampare aquellos estudios, donde se educó la maestra y el principal ministro de doña Isabel I, doña Beatriz de Galindo y el cardenal Jiménez de Cisneros. No dudamos de que el noble corazón de nuestra soberana y su ánimo verdaderamente real y aficionado a todo lo que es patriótico y grande ha de acoger con amor súplicas tan razonables y peticiones tan fundadas.








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