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Las cartas sobre la mesa

Ricardo Gullón





La Correspondencia de André Gide y Paul Claudel1, recientemente publicada, constituye un documento precioso para el conocimiento de estas dos personalidades de la literatura francesa, cuya oposición podemos seguir a la largo de 171 cartas. La relación epistolar se inicia en agosto de 1899 y dura hasta julio de 1926, fecha de la ruptura definitiva (en realidad desde 1914 la correspondencia está interrumpida y sólo de vez en cuando se reanuda circunstancialmente).

Dos antagonistas natos: Claudel, hombre de fe, dogmático, torrencial, autoritario; Gide, inquieto, espíritu crítico, evasivo y tolerante. El diálogo entre ellos es apasionante y noble. Claudel al acoso; Gide a la defensiva. Claudel desde la firmeza de su fe, como mar revuelto que uno y otro día bate la roca, incansablemente, porque su combate es en servicio de Dios y a este servicio debe subordinarse todo; Gide fluctuante, buscando siempre, inclinándose unas veces a la fe y después al agnosticismo, cediendo, como cede el arbusto al viento, para erguirse luego con más fuerza. Vigor en el ataque del creyente; pujanza en la resistencia del negador. ¿Pero, Gide, es propiamente un negador? En esta correspondencia más bien es un hombre renuente a dejarse conducir, que un contradictor.

Al consentir en la publicación de sus cartas íntegras, sin mutilaciones ni supresiones, Gide y Claudel dejan ver con detalle las incidencias del combate espiritual que les uniera durante más de un cuarto de siglo. En la intimidad del diálogo, las almas despliegan su más secreta seducción, tan atrayente en la robusta perseverancia de Claudel como en la tersa obstinación de Gide. Las figuras de ambos adversarios destacan sobre el horizonte de la cultura como símbolos de las dos posiciones adoptadas por el hombre occidental en el primer tercio de este siglo. De ahí la importancia y el alcance de un debate, que al aclarar las actitudes de los interlocutores, ilumina también las de cuantos se encuentran -o se encontraron- en análogo estado de espíritu. En uno y otro es clara la reacción contra cierto tipo de literatura y contra cierto tipo de pensamiento predominante en su juventud (nótese la común antipatía por el escepticismo de Remy de Gourmont, por la retórica de Barrés, por el pensamiento de Maurras...); en los dos el siglo XIX queda sometido a examen y en bastantes aspectos sobrepasado.

Aun siendo considerables las diferencias entre Claudel y Gide, es obvio que sin un fondo de coincidencias el diálogo habría sido imposible. Tales coincidencias no son siempre negaciones. Claudel creyó ver en Gide un alma religiosa, una aspiración a la fe, y creyó que las resistencias provendrían sobre todo de la educación protestante del autor de La puerta estrecha. La conversión de Francis Jammes, conseguida por él, le animaba a perseverar en su labor proselitista. ¡Cuánta habilidad en este impetuoso! ¡Cuánta mesura y cuánta tenacidad en el ímpetu! Durante años labora pacientemente la roca, confundido por la gentileza de un Gide escurridizo, de un Gide atento a no dejarse arrastrar; a veces le engaña la aparente no resistencia. Desde pronto comienza Claudel su presión, frontal a menudo, pues cuando ataca está tan seguro de dirigirse contra el Mal, que cualquier reserva le parece pecaminosa, en cuanto entraña una especie de pacto con el Enemigo.

A Claudel, según confiesa, le impresionó siempre esa «cualidad de distinción a la cual los niños son tan sensibles y que tiene una acción especial sobre una naturaleza bastante pesada y plebeya, como es la mía»; la distinción gideana, influye en él, moderando su ardor proselitista. En la correspondencia, mantenida mucho tiempo en límites literarios y estéticos, surgen con frecuencia chispas, «motivos» (como dicen los músicos) que sugieren y presagian el tema que posteriormente va a desarrollarse con amplitud; frases inequívocas, directísimas invitaciones, ceden el paso -de mala gana- a preocupaciones subalternas, a asuntos menores. Claudel confió tanto en la victoria que se permitió algunas demoras; esa confianza no era tan ingenua como pudiera pensar cualquier profeta de lo pasado, pues Gide, deseando conocer todos los caminos, siguió también el que Claudel le señalaba. Pero en lugar de ceder definitivamente, como Jammes, Gheon, o Rivière, por uno de esos virajes propios de su espíritu, abandonó la senda para marchar por vías diferentes.

Lo esencial de esta Correspondencia es la oposición de los corresponsales. Oposición matizada y sólo al final tajante. El espíritu de Gide es demasiado complejo y si se resiste a ceder, se resiste lo mismo a la posibilidad de no hacerlo. En un libro de Charles Du Bos, titulado precisamente El diálogo con André Gide, se especifican las razones -las buenas razones- que algún tiempo hubo para considerar posible y aun probable la conversión (en la época del Numquid et tu, tal acontecimiento pareció consumado); pero Gide se esquiva y busca para otro lado, negándose al fin a buscar el dogma. Su fuerza no es menor que la de Claudel, siquiera se emplee de manera más sinuosa y con táctica diversa. Claudel avanza siempre; Gide retrocede en ciertas coyunturas, pero el retroceso no debe nunca interpretarse como rendición.

En carta de enero de 1911, dice Gide: «Il est bon d'avoir de beaux ennemis». Ese hermoso enemigo es el lirismo, reconocido como tal por Claudel, pero la frase va más lejos y es aplicable al antagonismo que une y separa a los dos escritores. Durante los veinticinco años de su correspondencia, fueron «beaux ennemis»; la simpatía y atracción mutuas ponían sordina a las discrepancias. Claudel, dominando su impaciencia, prolonga el diálogo y suspende las tentativas de conversión, pero sin poder evitar que bruscamente aflore su inquietud, y en un párrafo, en un aparte, en una frase, diga su íntimo torcedor. El apremio no es constante, pero se le advierte subyacente, dispuesto a entrar en juego aprovechando cualquier debilidad de su corresponsal, y a explotarla a fondo.

Según avanza la correspondencia, la generosidad y la exaltación de Claudel, su pasión por salvar al amigo son más sinceras y más puras. Gide no resulta aplastado por esta fuerza vigilante; en la evasión, en la voluntad de mantenerse lejos del alcance del cordial adversario, aparece tan tenaz como éste. Quieren mantener la relación, seguir hablando, pero si Claudel teme que su apresuramiento y su celo ahuyenten a Gide, éste vacila entre el temor a un asedio demasiado estrecho y el deseo de continuar una comunicación que en otros aspectos le complace.

Surgen discrepancias y momentos de tensión, solventados sin dificultad grave; mas el ambiente paulatinamente se enrarece, preparando la crisis. Claudel explica, sin disculparlas, las contradicciones entre la conducta y la fe -la fe oficial, externa- de ciertos católicos, con quienes él tiene poca cosa en común. Una laguna en las cartas de Gide (destruidas con ocasión del terremoto de Tokio, en 1923, causa del incendio de la Embajada de Francia servida entonces por Claudel), nos impide conocer su estado de espíritu en los años 1912 y 1913, pero juzgándolo por las de su oponente, lícito es pensar que las objeciones de Gide se referían a ese linaje de gentes a las cuales el poeta llama despectivamente «chrétiens amateurs» y católicos nominales, que «no quieren ver en la religión sino una autoridad y una disciplina y que desearían conservar el Cristianismo sin Cristo». Pero, si Claudel coincide con su amigo en la hostilidad contra los malos creyentes, la pide a su vez que la Nouvelle Revue Française, inspirada por Gide, asuma la defensa de un arte no separado «de eso que llaman neciamente la Moral y que yo llamo la Vida, el Camino y la Verdad».

La ruptura sobreviene al conocer Claudel la inclinación homosexual de Gide, harto transparente en los escritos de éste, pero no advertida por aquél hasta la publicación de Las Cuevas del Vaticano. En ese instante el coloquio alcanza intenso dramatismo; Gide abandonando su reserva escribe una auténtica confesión, escuchada y comprendida por Claudel, que exige el arrepentimiento y el retorno a la normalidad. A la negativa sucede el distanciamiento; la correspondencia no cesa por completo, todavía realiza Claudel nuevos intentos, resistiéndose a abandonar al enemigo un alma tan querida. La ruptura es triste para los dos y después de consumada, después que Gide figura definitivamente (definitivamente, no; Mauriac lo ha recordado: ¿quién puede predecir el final?) entre los irreductibles, Claudel se aparta y, considerándolo perdido, lo fulmina con acre violencia.

Es preciso leer esta Correspondencia inapreciable, este documento acaso único. La pasión del creyente y la pasión del agnóstico en cartas impecables, en piezas de sinceridad nunca superada, que son, al propio tiempo, de singular calidad literaria. En los vanos del gran problema objeto del diálogo, hay espacio para cuestiones menores; los golosos de noticias literarias encontrarán detalles acerca de cómo sé crea y mantiene una revista literaria; de la generosidad y el sacrificio con que un grupo de escritores de primer orden pusieron en pie una revista independiente, posponiendo consideraciones de amistad o simpatía (Gide rechaza un original de la cuñada de Claudel, por creerlo inadecuado al espíritu de la N. R. F.). Todo esto es de interés y se lee con deleite, aunque resulte disminuido al lado de las cuestiones vitales en cuya discusión descubrimos el alma de los interlocutores.

Claudel

Paul Claudel

Arquetipos de vidas agónicas (según la acepción unamuniana del término), de buscadores de una verdad que les importa por encima de todo. Algunos se asombran de que estas cartas hayan sido reveladas al público ¡y en vida de los autores! Octogenarios, conservan lucidez y capacidad creadora. ¿Por qué creerles imprudentes o precipitados? El lector de Gide no aprenderá en ellas nada que le sorprenda. Sí encontrará testimonios del permanente conflicto en que se ha debatido este alma, sin cesar preocupada por la búsqueda de la verdad, por el relieve de sus alternativas y la significación de las obras suscitadas por ellas. Los adversarios son ahora enemigos. Las últimas palabras de Claudel respecto a Gide mezclan ásperamente la aversión y el desprecio.

Robert Mallet, colector de esta Correspondencia, desempeñó su misión con pulcra objetividad, aportando los materiales necesarios para el total esclarecimiento de los temas tratados. Un extenso prólogo y ciento cincuenta páginas de notas y comentarios completan el volumen, sin que el discreto compilador abandone su posición imparcial y serena. Es justo decir que pocas veces se habrá conseguido un equilibrio tan firme y seguro como el logrado por el señor Mallet en su ponderado trabajo.





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