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Acto tercero

La misma decoración



Escena I



ELVIRA y MIGUEL

     MIGUEL. -¡Jesús! ¡Jesús! me ha dejado sin saber lo que me sucede.

     ELVIRA. -¿No te dije que me parecía aventurado el recibirla en casa? ¡Yo sé lo que son las muchachas de hoy día!

     MIGUEL. -¿Pero qué va a ser de la infeliz sin nadie en el mundo a quien volver los ojos?

     ELVIRA. -Chico, nosotros ya hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano por evitar que nos dejase; pero ya has visto que todo ha sido inútil.

     MIGUEL. -¡Prefiere el hambre y la miseria a consentir en que seamos testigos de su deshonra! ¡Desgraciada! Por supuesto, que ahora más que nunca debemos procurar que no la falte nada.

     ELVIRA. -¡Indudablemente!

     MIGUEL. -Voy a escribirla haciéndola ver que las visitas de don Luis son accidentales, y de este modo acaso se decida a volver a nuestro lado.

     ELVIRA. -No; a eso sí que me opongo muy formalmente. Accedo a que sufraguemos cuantos gastos exijan su necesidades; a satisfacer hasta sus caprichos; pero a traermela a casa después de lo que nos ha revelado? ¡No, hijo, no! ¡eso es muy grave!

     MIGUEL. -Bien mirado, la responsabilidad. recaería sobre nosotros, porque acaso supusieran que por poca vigilancia de nuestra parte...

     ELVIRA. -Señor, y que ella ha dicho terminantemente que se moriría de vergüenza al lado nuestro, y que sólo confesaba su falta para justificar su determinación de abandonarnos.

     MIGUEL. -Ahí tienes una mujer perdida, y una pobre criatura que no podrá llamar padre a su padre.

     ELVIRA. -¡Es claro! porque cómo ha de descender don Luis de la posición que ocupa...

     MIGUEL. -¡Imposible! Pero esta bendita muchacha ¿cómo no se enteró de quién era él?

     ELVIRA. -¡Toma! Se conoce que es un seductor de oficio. La diría que sus fines eran los de un hombre honrado, y ella lo creyó sin más ni más.

     MIGUEL. -Por supuesto, que de todo nadie tiene la culpa sino su padre. Ese abandono en que la tenía, que tú recordarás que cuantas veces hemos ido a visitarlos estaba sola María.

     ELVIRA. -¿No ves que a Antonio le faltaba el tiempo para consagrarse al vicio? La pobre chica sin nadie que la aconsejara, vio a un hombre guapo que la interesó el corazón, y tanto por lo precario de su vida, cuanto por las demás circunstancias que la rodeaban, se fue dejando llevar insensiblemente hasta estrellarse.

     MIGUEL. -Dime tú si ese hombre, ni con cien vidas que tuviera pagaba el mal que ha hecho.

     ELVIRA. -Todos sois lo mismo.

     MIGUEL. -¡Pero es muy infame! ¡Por supuesto que en cuanto lo vea, se va a tapar los oídos para no oírme!

     ELVIRA. -Te guardarás muy bien.

     MIGUEL. -¡Ah! ¿quieres que permanezca insensible a la desgracia de la pobre María?

     ELVIRA. -No, siéntela cuanto quieras; pero a él no le digas una palabra, porque te contestará, y con razón, que no eres su padre para pedirle cuentas, y que ella ya tiene edad suficiente para haberse sabido guardar.

     MIGUEL. -¿Y quién le manda al muy bribón?... Yo le aseguro que no van a quedarle ganas de volver por aquí.

     ELVIRA. -Bueno, bueno, Tú harás lo que yo te diga y nada más. En este momento te domina esa idea, y no tienes presente que nos ha ofrecido catorce mil duros por hacer desaparecer un documento de una causa.

     MIGUEL. -¡Y qué! Doy yo los catorce mil duros por el gusto de...

     ELVIRA. -¿Que los das?

     MIGUEL. -¡Vaya!

     ELVIRA. -¡A ver! mírame para decirlo. ¡Qué los has de dar!

     MIGUEL. -(Sonriendo.) ¡Qué cosas tienes!

     ELVIRA. -Pues claro está. Mire usted de qué hija nuestra se trata para que tomemos con tanto furor una falta que... ¡Y si fuera este el único ejemplo! pero...

     MIGUEL. -¡La verdad es que hoy las niñas nacen con unos instintos que... ya, ya; y luego... que con catorce mil duros se puede tener una casa de recreo magnifica!

     ELVIRA. -Vamos, bien; así te quiero yo; razonable. ¡No es este siglo de enderezar entuertos!

     MIGUEL. -¡Si este pícaro mundo es así!

     ELVIRA. -Para cuatro días que vive uno... Y cómo se desarrollan los niños en el campo...

     MIGUEL. -Los aires... el ejercicio...

     ELVIRA. -Y también en los mayores produce magníficos resultados.

     MIGUEL. -El ejercicio... los aires... ¡pobre María!...

     ELVIRA. -¿Pero has notado qué mal se aviene uno cuando tiene dinero con perderlo?

     MIGUEL. -¡Calla, calla! que el susto que yo pasé...

     ELVIRA. -¿Y es que por quitarte el expediente en que estaba la carta tomó el otro?

     MIGUEL. -¡Sin duda! como yo me negué tan terminantemente.

     ELVIRA. -Déjale, que él lo pagará todo junto. ¡Doscientos ochenta mil reales!

     MIGUEL. -Es casi una fortuna. No vendrán mal.

     ELVIRA. -Me los das para alfileres, y...

     MIGUEL. -¡No, todo no, deja algo para horquillas! ¡pues habla para cegar el Océano!

     ELVIRA. -¡Mira, yo voy a disponer algo, porque con tanto incidente nos hemos quedado sin almorzar, y me siento débil!

     MIGUEL. -Sí, mujer; que lo arreglen pronto.

     ELVIRA. -En seguida. (Vase.)



Escena II



MIGUEL

¡Este demonio de Elvira ve las cosas tan claras! Al momento la encuentra su compensación. Abandonado a mis propios sentimientos, estoy persuadido de que yo hubiera tenido disgusto para días; y gracias a sus reflexiones, lo siento, sí, claro es que lo siento; pero conozco que no hay por qué extralimitarse. ¿Así se ganan catorce mil duros sin más ni más? ¡Pobre chica!



Escena III



MIGUEL y DON LUIS

     DON LUIS. -¿Se puede?

     MIGUEL. -(¡Ah, prudencia!) Adelante, siéntese usted. (Lo hacen.)

     DON LUIS. -¡Heme aquí dispuesto a que usted me juzgue!

     MIGUEL. -Verdaderamente debería proceder con el mayor rigor, si sólo me atuviese a la primera parte de los hechos.

     DON LUIS. -Estaba usted tan intransigente; la situación para mí era tan crítica, y las circunstancias se me presentaban tan favorables, que atropellando por todo traté de salvar el honor de mi familia a toda costa.

     MIGUEL. -Pues bien: como quiera que posteriormente me ha prestado usted un inmenso beneficio devolviéndome un dinero que se me habla confiado en calidad de depósito, me veo en el caso de prescindir de su conducta punible y apreciar solo la meritoria.

     DON LUIS. -¡Que creo deba estimarse en algo!

     MIGUEL. -No en tanto como usted supone. Si se refiere a haber evitado la tentación de apropiárselo, puesto que ni esos pueden ser los instintos de usted, ni la impuuidad de su delito era tan palmaria que se resolviese a cometerlo: pero en fin concedamos que en algo debe galardonarse; y pues los antecedentes nos son ya conocidos pongámonos de acuerdo sobre el cuánto.

     DON LUIS. -No cabe en mí el apreciar...

     MIGUEL. -Pues yo lo haré y me parece que no ha de quedar usted descontento. ¿Será suficiente con que desaparezca de los autos la consabida carta?

     DON LUIS. -(En el colmo de la alegría.) ¡Oh! ¡Gracias, gracias! No sabe usted el inmenso beneficio que envuelve su proceder.

     MIGUEL. -Lo supongo, y esto lo probará a usted lo mucho en que estimo el suyo.

     DON LUIS. -Es verdad.

     MIGUEL. -Pues nada; puede usted decirla a su hermana que viva tranquila, y que deseo su felicidad aún a costa de mi perjuicio.

     DON LUIS. -¡Va a enloquecer de alegría!

     MIGUEL. -Yo, naturalmente, me expongo a un grave riesgo.

     DON LUIS. -¡Pero devuelve usted la paz a una familia entera!

     MIGUEL. -En vano busco modo de disculparme con el juez; no le hay.

     DON LUIS. -Su reputación de usted le pone a cubierto de todo.

     MIGUEL. -De todo no, porque lo lógico es que me priven de mi ejercicio.

     DON LUIS. -¿Sí?

     MIGUEL. -Por supuesto. Y la ve usted, yo que no cuento con más recursos que con mi trabajo... Tengo un hijo y una esposa... y si les faltara algun día la subsistencia...

     DON LUIS. -¡Es horrible!

     MIGUEL. -¿Verdad?

     DON LUIS. -¡Mucho!

     MIGUEL. -(Temeroso.) En ese caso no extrañará usted si... al acceder a su desea, no con la mira de una retribución, sino... como un paliativo a la calamitosa vida que me espera... me resuelvo, aunque con repugnancia, a aceptar la oferta que usted me hizo.

     DON LUIS. -¡Ah! ¡Yo creí!...

     MIGUEL. -No, porque ya ve usted que una vez recuperado mi dinero, podía ya muy bien insistir en mi negativa, y cuando por el contrario, desisto...

     DON LUIS. -¡Es verdad!

     MIGUEL. -De modo que...

     DON LUIS. -Acepto: nada más justo en usted que precaver y evitar una contingencia... Cuando usted guste le entregaré los...

     MIGUEL. -Catorce mil...

     DON LUIS. -¡Justo! Los catorce mil duros.

     MIGUEL. -Pues ahora, un pagaré...

     DON LUIS. -Corriente. Puede usted darme la carta.

     MIGUEL. -(Desconcertado.) ¿La carta?

     DON LUIS. -¡Sí!

     MIGUEL. -La... carta... no puedo entregársela a usted, pero le aseguro que desaparecerá del expediente.

     DON LUIS. -No dude usted del crédito que me inspiran sus palabras, pero usted conocerá que sin esa garantia yo no puedo desprenderme de una cantidad tan considerable, porque ¿quién me asegura que ese documento no cae mañana en otras manos que traten de explotarme nuevamente?

     MIGUEL. -(Confuso.) No, no; yo se lo garantizo a usted.

     DON LUIS. -No basta...

     MIGUEL. -Es que...

     DON LUIS. -Puede usted perderlo.

     MIGUEL. -¡No!

     DON LUIS. -Pueden robárselo a usted.

     MIGUEL, -¡Vamos! Para que usted se tranquilice le haré una confesión. La carta la he quemado...

     DON LUIS. -pues amigo, yo lo siento mucho... pero a no ser por medio del canje indicado...

     MIGUEL. -¿Dudaría usted acaso de mí?

     DON LUIS. -No: pero ya ve usted que yo expongo una cantidad que merece la pena.

     MIGUEL. -¿Y mi palabra?... ¿No basta a satisfacer sus exigencias?

     DON LUIS. -Palabras nada más...

     MIGUEL. -(Sin salida.) Eso es pisotear el buen concepto de que gozo... Usted me insulta.

     DON LUIS. -No tal.

     MIGUEL. -¡Sí señor! Duda usted de mi probidad, y no tolero...

     DON LUIS. -Pues bien: ya que usted me obliga a ello, sí señor, dudo.

     MIGUEL. -¡Cómo!

     DON LUIS. -Y usted me da derecho a dudar desde el instante en que accede a ser cómplice conmigo en un hecho tal punible.

     MIGUEL. -(Ciego de cólera) ¡Infame!

     DON LUIS. -(Poniéndose sobre sí.) ¿Eh?

     MIGUEL. -¡Es decir que llevo el castigo en mi propio crimen! No debía sorprenderme una acción tan grosera en un hombre que no reconoce limites a sus demasías.

     DON LUIS. -Le suplico a usted que se reporte y no abuse de la inviolabilidad de su domicilio. Soy un hombre de honor.

     MIGUEL. -¡Sí, del que roba usted al prójimo!

     DON LUIS. -¿Qué?

     MIGUEL. -Registre usted su conciencia, a. ver si le responde al nombre de María.

     DON LUIS. -¡Oh! No tengo que dar a usted cuentas de mi conducta.

     MIGUEL. -¡Es usted un malvado!

     DON LUIS. -¡Basta!



Escena IV



DICHOS y MARIANO

     MARIANO. -Señorito, un comisionado del Banco de España quiere hablar con usted a propósito de la carta que le llevé hace poco.

     MIGUEL. -¡Ah! sí, ya es inútil.

     MARIANO. -Le acompañan un señor juez y un escribano.

     MIGUEL. -¡Querrán llenar alguna formalidad! Que pasen a la sala. Voy al momento. (Abre el cajón del pupitre, que luego cierra, y saca el expediente recuperado. MARIANO se va.)



Escena V



MIGUEL y DON LUIS

     MIGUEL. -Usted me hará el favor de no pisar en su vida mi casa; y si le queda a usted un átomo de delicadeza; si en la perversidad de su conducta hay un pequeño descanso, recuerde usted que una pobre huérfana ha rechazado mi hospitalidad, como rechazaría sus dádivas de usted, y acaso vague errante sin más compañero que los remordimientos y la vergüenza. (MIGUEL va conmoviéndose.) Piense usted en que Dios la castiga de un modo horrible; y que así como ella compartió su crimen con usted, usted tendrá necesariamente que compartir con ella su expiación. Y si algún día desafiando el hambre, luchando con el frío, y con la mancha del pecado de sus padres en la frente, ve usted a una tierna criaturita que suplicante le pide una limosna, abra usted su mano y medite que a quien pudo con un puñado de oro echar un remiendo al honor de su hermana, no le bastarán todas las riquezas del universo para impedir que caiga sobre su cabeza la maldición eterna de su hijo! (Vase por el foro.)



Escena VI



LUIS

¿Qué es esto? ¿qué pasa por mí? ¡Ese hombre me ha llenado de dicterios y no he ahogado su voz entre mis manos! María abandonada, huérfana, madre, y sobre mi frente el anatema de mi hijo. ¡Oh! ¡qué horroroso! ¡qué cosa tan horrible son los remordimientos! ¡Nunca se habían despertado en mí, y hoy, hoy me martirizan de un modo inhumano! Que ella me rechazaría; que mi hijo... ¡un hijo! ¡tener un hijo a quien no poder estrechar entre mis brazos ni colmarle de caricias! ¡Saber que mientras yo nado en la opulencia, él ha de sucumbir al hambre y al frío, y que mi recuerdo sólo se ha de agitar en su memoria para ser maldecido! Yo me ahogo... ¡Las lágrimas escaldan mis mejillas! ¡y mi corazón se rompe al golpe de sus latidos! ¿Qué importan las preocupaciones mundanas? ¿Y mi conciencia? ¿Y Dios? (Llorando.) ¡Oh! sí, sí; la madre de mi hijo debe llamarse mi esposa! (Vase precipitadamente.)



Escena VII



MIGUEL a poco de irse DON LUIS. No tras el expediente. Su manera de presentarse no se puede explicar; es preciso que el actor se identifique completamente con la situación.

     MIGUEL. -¡Es la horrible, la desnuda realidad! ¡Sobre mi familia pesando la mancha del más ignominioso de los delitos! Elvi... (Queriendo llamarla.) ¡Oh! No tengo fuerzas para decírselo. ¡La escribiré, sí! (Se sienta al pupitre ocupando el sitio que mira a la chimenea, a fin de estar vuelto de espaldas el lado izquierdo de la escena.) La pluma se me cae de las manos. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Cuán grande, cuán omnipotente eres! (Sollozando.) ¡Acabemos! Si los veo va a faltarme el valor. ¡Señor! ¿Y hay quien dude de ti? ¡Mundo miserable, yo te desprecio! (Se pone a escribir.)



Escena VIII



MIGUEL y ELVIRA

     ELVIRA. -(Por la puerta primera izquierda.) ¡Ah! está trabajando. Apuesto cualquier cosa a que le escribe a María suplicándole que vuelva a casa. Voy a verlo. (Se acerca de puntillas hasta colocarse detrás de su marido, en cuya disposición va leyendo lo que él escribe.) «¡Elvira mía!» ¡Calle! ¡Pues es a mí a quien escribe! ¡Y qué cariñosamente! ¿Qué saldrá de aquí?

     MIGUEL. -(Leyendo a medida que escribe y sollozando al par que lee. ELVIRA jugando la fisonomía según el texto.) «Cuando nuestro hijo empiece a balbucear, exijo que lo primero que aprenda a decir sea «Creo en Dios.»

     ELVIRA. -(Riendo.) (¡Jesús! ¡qué ascetismo!)

     MIGUEL. -«Presida esta santa creencia todos tus actos, y no olvides que el más oculto crimen recibe su condigno castigo.»

     ELVIRA. -(Pues la cosa es seria.)

     MIGUEL. -«Cuando las circunstancias te brinden con su mentido halago, recházalas enérgicamente; sus promesas son falaces; no te rijas nunca más que por ese perfecto código que se llama la conciencia. No tengo valor para verte, y te escribo; así recibirás las lágrimas de arrepentimiento que humedecen este papel, y que son fiel trasunto de la pena que me devora. ¡Mi más tierno abrazo para ti: para mi Enrique el beso más cariñoso que darle puedas; y hazlo ver, para que aborrezca el delito, que su pobre padre va a expiar su falta el lado de los más repugnantes malhechores!»

     ELVIRA. -¡Qué dice! (Ahogada por la emoción.)

     MIGUEL. -«Yo cometí un crimen, y cuando los hombres lo ignoraban, cuando el misterio más impenetrable ofrecíame seguro abrigo, Dios, desgarrando el denso velo que le cubría, me exhibe al mundo deshonrado, nos separa, y os sume en la más espantosa de las miserias para despertar nuestro arrepentimiento. (Pausa.) Sí, Elvira; ¡terrible expiación! ¡Los billetes son falsos!...» (Dando suelta al llanto.)

     ELVIRA. -¡Ah! (Dando un horroroso grito, al que se vuelve MIGUEL levantándose asustado, y entrambos sin dar tiempo ni aún a mirarse, se arrojan mutuamente en los brazos diciendo al par la frase.)

     MIGUEL. -¡Elvira de mi alma!

     ELVIRA. -¡Miguel mío! (Telón rapidísimo.)



FIN DE LA OBRA



     Examinada esta comedia no hallo inconveniente en que su representación se autorice, cubriendo D. Luis el honor de doña María.

     Remítase para su aprobación el ejemplar arreglado.

     Madrid 7 de Noviembre de 1867.

El Censor de Teatros,                   

NARCISO S. SERRA.               



     Habiéndose corregido la obra por el autor para dejar salvado el honor de doña María, y remitido nuevamente a la censura el ejemplar arreglado, recayó la siguiente:



     Examinadas las enmiendas hechas no hallo inconveniente en que su representación se autorice. Madrid 17 de Noviembre de 1867.

El Censor de Teatros,                    

NARCISO S. SERRA.               



OBRAS DEL MISMO AUTOR

                          CORREGIR AL QUE YERRA. Comedia en un acto, original en verso.
EL ONCENO NO ESTORBAR. Íd. en un acto, íd. íd.
LA ESCALA DEL MATRIMONIO. Íd. en tres actos, íd, íd.
CANDIDITO. Íd. en un acto, íd. íd.
NO LO QUIERO SABER. Íd. en un acto, íd. íd.
¡POBRES MUJERES! Íd. en un acto, íd. íd. (Segunda edición)
EL PIANO PARLANTE. Íd. en tres actos, íd. íd.
EL SUEÑO DE UN SOLTERO. Íd. en un acto, íd. íd.
MONEDA CORRIENTE. Íd. en tres actos, íd. íd.
CUESTIÓN DE FORMA. Íd. en tres actos, íd. íd.
EL JUGADOR DE MANOS. Comedia es tres actos arreglada del francés.
LAS CIRCUNSTANCIAS. Íd. en tres actos y en prosa.



APÉNDICE

     Al pensar y escribir esta obra, jamás entró en mi idea que la falta del más sagrado deber sirviese a María de escaló para el tálamo, y al efecto presenté a D. Luis casado, dejándole al final con los remordimientos de su conciencia, mientras María expiaba con la vergüenza y el abandono su vergonzoso crimen.

     Razones especiales que mi buen amigo el Sr. Serra adujo, me decidieron a respetar su dictamen como censor, dando lugar a las variantes consiguientes en el acto tercero, que si bien insignificantes en cuanto a la forma, son de suma importancia para la intención filosófica de la comedia, intención que en mi deseo de que sea conocida tal y como la concebí, me obliga a hacer la historia de este episodio.

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