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Esa concepción que -a juzgar por la etimología del vocablo psicagogía («evocación de las almas»)- otorgaba al logos, a la palabra convertida en conjuro (epodé), el poder sobrenatural de la evocación del alma de los muertos. El retruécano puede llegar a constituir una técnica operativa: el juego de palabras constituye un mecanismo capaz de manipular indirectamente a los mismos seres. Esta concepción impone un esmerado respeto en el uso y en el manejo de los nombres y, sobre todo un cuidado escrupuloso para que los nombres de seres y de objetos dignos de amor y de respeto no caigan en el poder de quienes puedan profanarlos. Por esta razón, los dioses están sometidos a la potencia de los que invocan su nombre, y, para evitar un uso desconsiderado, los nombres verdaderos, salvaguardados por los ritos y misterios de iniciación, quedarán reservados para las operaciones mágicas y religiosas, y confiados a los especialistas, hechiceros o sacerdotes.

 

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La palabra es interpretada como propiedad divina con poder de creación. El mundo es producto de la palabra de Dios y el mismo hombre aparece en medio de la naturaleza tras la llamada -vocación- divina. La palabra humana es gracia, regalo gratuito de Dios, y posee valores mágicos y religiosos con capacidad de dar nombre a los demás seres y demostrar con gesto dominador su puesto central en la creación.

 

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Estas afirmaciones sobre el origen del lenguaje no contradicen su origen natural. Todo lo natural del hombre era considerado un regalo de Dios. Sin embargo, es precisamente el lenguaje la facultad humana que con mayor persistencia y vehemencia ha sido defendida como gracia directa de Dios.

 

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Recordemos cómo explicaban y aplicaban los conjuros inductores de placer y ahuyentadores de penas, similares a los ensalmos de los encantadores y cómo pretendían sanar con ellos a los enfermos, cómo se aprovechaban de la fuerza emocional de los seres humanos para mover y conmover a los oyentes. A la palabra retóricamente empleada se le adjudicaba fuerza psicagógica, o sea «arrastradora de almas». Entre los primitivos, la significación del nombre es expresión de la naturaleza íntima del ser nombrado. El vocablo no es como una etiqueta más o menos arbitrariamente añadida a la cosa, sino que revela su constitución esencial. Esta convicción está en el fundamento de prácticas curanderas que emplean plantas cuyos nombres manifiestan cierta relación o analogía con los órganos corporales que se pretenden sanar.

 

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El análisis científico de las emociones proporciona, incluso, nuevas claves para identificar, para calibrar y para evitar las tentaciones a las que puede sucumbir el persuasor forzando al persuadido, mediante el arma mágicamente compulsiva de la elocuencia, a una conducta determinada.

 

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De esta manera, el discurso retórico, aprovechando las potencialidades emotivas de la palabra, se comportaría como un soberano despótico capaz de llevar a cabo divinísimas obras con un cuerpo pequeñísimo y del todo insignificante. Recordemos, a este respeto, cómo para Gorgias, la Retórica, arrastra el viejo lastre del «mágico poder de la palabra», y cómo su orientación fundamental es hasta tal punto psicológica, que define el contenido lógico del discurso y su efecto estético como el mero soporte y como la simple manifestación de su atractivo emocional.

El discurso retórico, según este sofista de Leontinos, posee el mismo poder de arrastre de almas que la poesía; ésta, en su opinión, se diferencia sólo por su sometimiento a metro, al ritmo y a la melodía, es decir, a una especial recurrencia externa basada en la secuencia de sílabas breves y largas. Pero, según Gorgias, la poesía es tan psicagógica, tan cautivadora de los espíritus, tan emocional como el discurso retórico cuya finalidad es la persuasión mediante la seducción.

 

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Por eso Platón, tras proponer en el Fedro por boca de Sócrates, un modelo retórico de contenido psicagógico en el que describe los diferentes tipos temperamentales y sus respectivas formas de discurso, muestra su preocupación, su desconfianza y, finalmente, su rechazo de una Retórica psicagógica que ofrece unas fórmulas que pueden servir de medicina o de veneno, que pueden curar (Platón sabía que los primitivos médicos curaban las enfermedades y aplacaban los dolores con ensalmos), como hacen los médicos con las beneficiosas pócimas que recetan al enfermo, o, por el contrario, pueden dañar halagando, como los cocineros que aderezan viandas insanas con el único propósito de complacer momentáneamente los paladares de quienes las degustan, aunque ese deleite instantáneo más tarde les redunde en detrimento de la salud.

 

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La magia de las palabras es un fenómeno cultural que abarca un dominio muy amplio en la geografía y en la historia humanas. Podemos afirmar que se extiende a la humanidad primitiva en su conjunto y se repite en los orígenes de la vida personal, Hasta cierto punto, la infancia del hombre repite la infancia de la humanidad. Jean Piaget ha descrito un período de «realismo personal» durante el cual el niño que acaba de acceder a la palabra concede a este instrumento un valor trascendente. Saber el nombre es captar la esencia del objeto y poseer capacidad de actuar sobre él.

 

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Aristóteles dibuja con precisión las tres vías por las que el orador llega a la meta de la persuasión: docere, delectare y movere (Lausberg, 1966-1968: 257; García Berrio, 1977: 331-410; 1980: 423-481; 1984: 34-42); traza tres caminos que, no sólo son complementarios, sino que están entre sí jerarquizados. El orador ofrece conocimientos y proporciona deleite a los oyentes para conseguir conmoverlos y moverlos, y así influir en sus actitudes y en sus comportamientos.

Aristóteles recomienda que no se olvide la importancia del carácter psicológico del orador, cuya intención persuasiva se cumplirá más fácilmente, si su probidad ética, lo hace digno de ser creído (Aristóteles, Retórica, 1356a 5-14).

Merece la pena que releamos sus explicaciones sobre la manera de provocar los affectus de los oyentes mediante los diversos procedimientos destinados a «moverlos» (Breuer, 1974: 143-144), y que nos fijemos cómo advierte que el orador que pretenda estimular los afectos del receptor debería activar previamente los propios sentimientos, cómo debería poseer el «arte de despertar fuertes emociones en su propia alma» (Lausberg, 1966-1968: 257; Albaladejo, 1993: 52)

 

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«Pensar es sentir, sentir es apercibirnos de nuestra existencia de un modo o de otro: no hay otro medio de percibir que existimos; y así el que nada sintiese, sería para lo mismo que no existir. Una sensación no es pues más que un modo de ser o de existir, y todas nuestras sensaciones son diferentes modificaciones de nuestra existencia, y de consiguiente son una cosa que pasa únicamente en nosotros». (Juan Justo García, 1821, Elementos de verdadera Lógica. Compendio o sea estracto de los Elementos de Ideología del senador Destutt-Tracy, Madrid, Imprenta de don Mateo Repullés: 45.)

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