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Las estructuras narrativas en «El niño de la bola», de Pedro Antonio de Alarcón

Enrique Rubio Cremades





Pedro A. de Alarcón, considerado por la crítica como romántico rezagado o novelista puente entre el costumbrismo y el realismo, se hace merecedor de tales definiciones una vez analizado tanto su corpus novelístico como el resto de su producción literaria. El Niño de la Bola1 sigue en gran medida esta directriz anteriormente apuntada, actuando la novela como marco receptor de rasgos o recursos estilísticos tanto típicos del romanticismo como de la novela de la segunda mitad del XIX. El análisis que se desprende una vez establecidas las estructuras narrativas de la novela, demuestra la presencia de un costumbrismo romántico hilvanado por una peripecia argumental, una caracterización del héroe novelesco típicamente romántico y la posible sustentación de una tesis al hacernos ver lo que de irracional hay en el hombre como consecuencia de la pérdida de la fe. De estas tres coordenadas emanan sucesivas directrices que se complementan y encajan con total perfección en el transcurso de la narración.

En la primera estructura -En lo alto de la sierra- ya califica el autor a su novela de «drama romántico de chaqueta y rigurosamente histórico»2, situando tanto la acción como el marco geográfico en estas páginas. Alarcón concede gran importancia a la temporalidad en la totalidad de las estructuras, de tal forma que registra minuciosamente la fecha de los sucesos a fin de que el lector tenga cumplida noticia de la personalidad de los héroes novelescos. De ahí los saltos en el tiempo que se producen en la novela y que permiten enlazar la estructura primera con la tercera -La vuelta del ausente- y cuarta -La batalla-, quedando, por el contrario, la segunda -Antecedentes- como repertorio explicativo de la actitud del protagonista.

Si la novela merece por parte del autor la calificación de «drama romántico», no menos romántica es la presentación del personaje central, Manuel Venegas. No pocas especulaciones acerca de su personalidad, origen, ascendencia, surgen en la mente del lector al leer estas primeras páginas. Aureola de misterio típicamente romántica que aparece indistintamente en los dramas románticos y en las novelas históricas. Incluso en novelas de corte folletinesco consideradas por la crítica como producto subliterario o infraliterario. Alarcón entronca así con esta tradición romántica de presentar a su personaje envuelto en una aureola misteriosa que sugestiona al impaciente lector, ávido ya de conocer en los sucesivos capítulos noticias sobre su personalidad. En idéntica tonalidad estaría la descripción del personaje, descripción que corresponde a los moldes arquetípicos del romanticismo, dejándose entrever una majestuosidad en el porte que delata una ascendencia nobiliaria como tendremos ocasión de comprobar en los capítulos siguientes, rasgo que también encaja con el del héroe romántico y circunstancia que no se revela hasta una vez transcurridos varios capítulos. En idéntica actitud estaría el desenlace de la novela en donde el héroe novelesco lejos de seguir toda lógica o razonamiento a la manera de la comedia neoclásica se comportará como un Don Álvaro, guiado más por el ímpetu y la irracionalidad que por la mesura y razón. El funesto y trágico desenlace no es otro que el fatal sino que guía y persigue a nuestros héroes desde el principio hasta el fin, de ahí que dicha novela sea calificada por Montesinos como la mejor novela romántica y «preciosa muestra del arte narrativo, muy a tono con la tensión romántica que trata de captar»3.

Se cierra esta primera estructura con el capítulo Habla el coro, capítulo en el que el «coro» tiene el objetivo de informar y proporcionar datos al lector de este misterioso personaje que no es otro que M. Venegas. A partir de este preciso momento se ofrecen deshilvanadas noticias acerca de nuestro héroe por parte de una comitiva itinerante que identifica al misterioso personaje como al hijo del noble Rodrigo Venegas. Toda suerte de especulaciones surgen por boca de dicha comitiva, de suerte que Alarcón interrumpe tales disquisiciones y se ofrece él mismo como narrador verídico y objetivo del pasado histórico de nuestro personaje, estableciéndose así una comunicación entre el autor-lector, rasgo típicamente decimonónico y dando paso a la siguiente estructura.

Antecedentes, vendría a ser, pues, la segunda estructura narrativa, abarcando un total de diez capítulos y desgajándose de cada uno de ellos páginas que perfilan poco a poco la personalidad de nuestro héroe, víctima de tristes acciones que impulsaron a Venegas a salir de su contexto geográfico. Surgen entonces amplias descripciones de los progenitores de Manuel Venegas y de Soledad, personaje, este último, causante de los desvelos y fatigas de Venegas. Su boda con Soledad será en su largo peregrinaje por tierras extrañas su única obsesión. La necesidad de acumular una gran fortuna para poder así cumplir lo prometido ante el pueblo -hacer de Soledad su esposa y pagar una deuda se verá truncada por el inesperado casamiento de Soledad con Antonio Arregui.

La segunda estructura se nos presenta como un amplio espectro en donde tienen cabida todos los personajes de El Niño de la Bola. El mundo novelesco aparece claramente dividido desde un principio en dos bandos antagónicos; por un lado, los personajes con un alto concepto del honor, dadivosos hasta la saciedad; por otro, aquellos que no hacen gala, precisamente, de este código, actuando como seres perversos. Esta clara división del mundo novelesco alarconiano guardaría estrecho parentesco con la literatura romántica, en especial con la novela, en donde narraciones como Los bandos de Castilla, Sancho Saldaña, El doncel de don Enrique el Doliente o El señor de Bembibre, por citar los más significativos, ofrecen esta galería de personajes con un alto concepto del honor y personajes que no hacen gala de la virtud, actuando de forma antónima con respecto a los primeros. Otro tanto sucedería con los dramas románticos y la novela por entregas y de folletín, género y subgéneros, respectivamente, que utilizan con no poca frecuencia la clasificación ofrecida por Alarcón en su novela.

Hay en esta segunda estructura una mirada retrospectiva que nos introduce en el año 1808, explicándonos el propio autor la ascendencia y genealogía del padre de M. Venegas -don Rodrigo-, Alarcón no puede ser más condescendiente con este personaje, pese a que su mala administración y dilapidación que de su fortuna hace en la lucha contra el francés en la guerra de la Independencia le llevarán a la más absoluta ruina, quedando preso en las garras del usurero Elías, alias «Caifás», por las deudas contraídas. Como contrapunto, Alarcón ofrecerá el retrato del avaro, cargando las tintas sobre este riojano afincado en Andalucía y que con su comportamiento y actitud va a adueñarse poco a poco del pueblo. Representa en cierto modo el ascenso social de la clase adinerada en la sociedad de mediados del XIX, mesocracia que irá sustituyendo con el poder del dinero a la aristocracia de antiguo cuño. Ambas familias pudieran ser reflejo social de la época en la que le correspondió vivir a Alarcón. Es precisamente de esta forma como el usurero «Caifás» tomará posesión de no pocos latifundios y de la casa solariega de los Rodrigo, circunstancia que por estar protagonizada por lances nada honrosos provocará al instante la animadversión de los personajes novelescos y de los propios lectores.

Hay un episodio ciertamente significativo al final del capítulo titulado La mosca y la araña en el que don Rodrigo salva las pertenencias del usurero a punto de desaparecer a causa de un incendio, pertenencias entre las cuales figuraban los documentos que el mismo don Rodrigo había firmado, aun sabiendo que el fuego podría saldar las deudas contraídas y librarle ya de todo pago, no duda en perder su vida con tal de rescatar del fuego los documentos acreditativos de la deuda. A partir de aquí aparece otro tópico de la novela de los años cuarenta -en este caso de la novela de folletín-, la orfandad. Una vez muerto Rodrigo ante los ojos atónitos del pequeño Manuel Venegas, éste se encontrará completamente solo y desposeído de sus bienes. Su única herencia será las fuertes sumas adeudadas por su padre, circunstancia que provoca con el correr de los años su ausencia del pueblo y la búsqueda, fuera de este marco geográfico, de nuevas riquezas que puedan borrar todo tipo de obstáculos, incluido el casamiento con Soledad.

Los tres primeros capítulos de la segunda estructura -La mosca y la araña, Finiquito y De cómo un niño dejó de serlo- no hacen sino acentuar las notas trágicas que provocan la orfandad de Manuel Venegas, presa fácil de los acontecimientos y testigo mudo de las iniquidades. Cuando este cúmulo de desdichas parece acumularse irremisiblemente, hasta presagiarse lo peor, surge un personaje -el padre Trinidad Muley- que hará gala a lo largo de toda la novela de una inconmensurable bondad. Se abre, pues, el cuarto capítulo con el título Un cura de misa y olla, título suficientemente expresivo y que nos indica que ya no se trata de un religioso ilustrado -recuérdese el caso del padre Manrique en El escándalo- sino de un clérigo que lejos de inspirar respeto por sus conocimientos inspira admiración y devoción por sus hechos humanos. No es, pues, un personaje ilustrado, como el jesuita Manrique, sino un sacerdote que ejerce la filantropía como único medio de acercarse a Dios. Ni siquiera la política parece interesar a nuestro buen Trinidad Muley, inmerso en las obligaciones propias de su parroquia. La crítica ha querido ver un cierto paralelismo entre Trinidad Muley y Alarcón, el mismo Montesinos se referirá a don Trinidad como «el cura que hizo aquel sacrificio que no pudo hacer Alarcón: abrazar el sacerdocio para librar del hambre a su familia»4. En efecto, en la estructura cuarta, La batalla, el propio Muley nos revela que se sintió atraído por una mujer pero que tuvo que abrazar el sacerdocio para ayudar a su familia, ya que él era el mayor de ocho hermanos5.

La denominación de «cura de misa y olla» no adquiere en la novela matices despectivos, ni siquiera observamos rasgos anticlericales que pudieran entroncar al autor con los manifiestos o libelos de su primera época, en concordancia con la línea editorial de La Redención y El Látigo6, periódicos que lanzaron fuertes diatribas contra el ejército, la monarquía y el clero. No observamos en este representante eclesiástico una censura agria y sí, en muy pocas ocasiones, un sanchopancismo clerical que no empaña en absoluto la trayectoria honrosa de este buen clérigo; sería, por ejemplo, el final del capítulo VIII de la segunda estructura cuando don Trinidad interrumpe tajantemente la conversación con su interlocutor para ir al encuentro de un buen plato de comida7, su única debilidad. Debilidad que dicho sea de paso llega a vencer con tal de que Dios ayude a Manuel Venegas en los momentos más difíciles:

«-¡Acuérdese usted de que tiene dos perdices estofadas..., que tanto le gustan!

-Ya las huelo... y, en medio de estos sinsabores, estaba soñando con ellas!... -¡Perdóneme Dios; pero es mi único vicio: cenar bien los días clásicos!

-Sin embargo, quiero demostrar con un ejemplo a este cobarde, que el hombre es dueño de sus pasiones, de sus apetitos, de su voluntad...-Dile a la criada que lleve ahora mismo ese par de perdices, y mi pan, y mi almíbar de cabello de ángel; en fin, todo lo que ibas a darme de cenar esta noche a la pobre viuda del albañil que se mató el otro día...-¡Así celebrará con sus hijos la fiesta del Niño Jesús, mientras que a mí me servirá de alimento el pensar en la alegría de esas infelices criaturas!8.



Este bondadoso sacerdote será a raíz de la muerte de don Rodrigo el auténtico progenitor, preocupándose de la educación de Manuel y aconsejándole con la mejor voluntad posible en las resoluciones más difíciles. Por desgracia Venegas lejos de escuchar la voz del clérigo al final de la novela, se revuelve contra el religioso y provoca el triste lance, cumpliéndose así los fatales designios del mal, fuerza representada por Vitriolo. Como si Alarcón quisiera hacernos ver lo que de bestia hay en el hombre sino escucha la voz de la religión y se mueve por instintos.

La doctrina del padre Muley no puede ser más simple y sencilla, exponiéndola al joven Manuel en los momentos más difíciles. Lejos de ofrecernos un amplio repertorio bibliográfico sobre textos teológicos se limita a exponer su filosofía de la vida:

«-Malo... es todo lo que se hace sin alegría en el fondo del alma. Malo... es querer gozar o lucirse a costa de la dicha ajena. Malo... es temerle al dolor hasta el punto de causárselo al prójimo. Malo... es amarse uno a sí mismo más que a los que lloran demandando piedad. Malo... es preferir vengarse a complacer a un sacerdote. ¡Malo... es lo que tú haces conmigo en este instante! -¡Y bueno... es... lo bueno! La misma palabra lo dice-. Bueno... es, por ejemplo, padecer con gusto, para que los demás no padezcan; llorar de alegría cuando se ha quitado uno el pan de la boca para dárselo a otro; sacrificarse generosamente; perdonar..., vencerse, huir, morirse para que otros vivan... -En fin, yo me entiendo, y tú me entiendes-.»9



La segunda estructura narrativa no solo se limita a la descripción de los personajes que de una forma u otra tienen su engranaje en la peripecia argumental, sino que se detiene en el estudio del personaje central, Venegas, en distintas etapas de su vida. Es de esta forma como el lector se va informando de los sucesivos lances que provocan la ausencia del héroe del marco geográfico andaluz. La primera ausencia, capítulo titulado Operaciones estratégicas, se prolonga por un periodo de ocho años. Durante este lapsus de tiempo Venegas se convierte en auténtico héroe ante las gentes de su entorno social. Es en cierto modo la proyección literaria del héroe romántico; de ahí que las connotaciones que del prototipo romántico se desprenden sean fáciles de entender: carácter aventurero que le lleva a practicar una serie de oficios que por lo arriesgado de su empresa solo está reservado para los héroes románticos. Todo ello conllevará, como es lógico, el signo de la admiración por parte de las gentes, siendo admirado y respetado por todos, salvo la triste excepción del usurero «Caifas» que impide con su actitud todo viso de felicidad.

Soledad, por el contrario, se nos presenta a lo largo de la novela como personaje ensimismado y pasivo. Expuesta a los designios de su padre y acatando su voluntad sin presentar oposición. Solo al final de la novela rompe este mutismo, irrumpiendo brutalmente la pasión ahogada durante tantos años y confesando su amor y pasión por Venegas. Papel que guarda cierta concomitancia con el de las heroínas románticas, obligadas a sufrir calladamente y a obedecer ciegamente los mandatos de su progenitor. No existen diferencias ideológicas o políticas como en Sancho Saldaña o en Los bandos de Castilla, ni problemas nobiliarios como en El señor de Bembibre, pero sí un parecido con el personaje de Larra, Macías, en la resolución final. La eclosión de sentimientos por parte de los protagonistas nos recuerda los dramas románticos de la primera época, no solo por la muerte de los héroes sino también por el lenguaje apasionado y vehemente de los amantes.

El final de la segunda estructura narrativa lo protagoniza el capítulo X -El emplazamiento-. Como telón de fondo Alarcón escoge una escena costumbrista, el Baile de Rifa, reuniendo en ella a todos los personajes de la novela, dotándoles con tal fuerza emotiva que destaca por su tensión y emoción de los capítulos anteriores. El capítulo lejos de ser un eslabón aislado de la peripecia argumental, se introduce como feliz cuña en el entramado novelesco. Bajo este escenario costumbrista se desarrolla la puja de M. Venegas para poder bailar con Soledad, dinero que más tarde entraría en las arcas destinadas al culto del Niño de la Bola. La puja de Venegas llega hasta los quinientos duros, sin embargo, el padre de Soledad ofrece dos mil para impedir el baile de Manuel con Soledad. La astucia del viejo usurero no termina con este ofrecimiento sino que incluso se las ingenia para no pagar y convertir en deudor al propio Venegas, al recordarle que la deuda de su padre alcanza la impresionante cifra de un millón de reales. Desde este preciso instante Manuel Venegas realiza la segunda y última salida de este marco geográfico, resolviendo ir al extranjero y jurando ante los presentes que en un plazo indefinido de años pagará la deuda y que Soledad será su esposa.

El escenario del citado capítulo se repetirá al final de la obra, ocupando el protagonismo una vez más Soledad y Venegas, desapareciendo otros -el caso de don Elías- que no han podido sobrevivir al paso del tiempo. La elección del citado escenario tiene claros precedentes costumbristas, no olvidemos las Escenas andaluzas de Estébanez Calderón y, en concreto, La rifa andaluza que presenta idéntica ambientación a la descrita por Alarcón. Este trasvase del costumbrismo romántico a la novela se produce con gran insistencia entre los novelistas de la segunda mitad del XIX, incidiendo en ellos de manera especial los maestros del género -Larra, Mesonero Romanos y Estébanez Calderón-. Tampoco hay que olvidar que gran parte de ellos, incluido Alarcón, colaboran tanto en la prensa del momento como en conocidas colecciones costumbristas de la época con artículos de costumbres. Recuérdese la colaboración de Alarcón en la colección Las mujeres españolas, portuguesas y americanas con su artículo La mujer de Granada, coincidiendo en la citada colección con Valera que a su vez participó con el cuadro La mujer de Córdoba. En idéntico caso estaría Galdós, Pereda, E. Pardo Bazán y otros tantos escritores costumbristas, intentando emular a los colaboradores de Los españoles pintados por sí mismos. El trasvase de tipos costumbristas es otro de los rasgos más característicos de la época. El mismo M. Venegas podría personificar perfectamente la figura del indiano tan estudiada y tratada por los costumbristas10 e incluso el capítulo dedicado al padre Muley, titulado «Un clérigo de misa y olla», corresponde al enunciado típico del cuadro de costumbres. Recuérdese, por ejemplo, el cuadro aparecido en la obra Ayer, hoy y mañana, de Antonio Flores en el que trata el sanchopancismo clerical a través del mismo enunciado.

En lo concerniente al escenario sucede otro tanto, de suerte que la novela realista recoge la escena costumbrista dotándola de una peripecia argumental. Rasgo en verdad interesante y que incide en la mayor parte de los novelistas de la época11. Dentro de esta línea estaría Alarcón ofreciendo una escena andaluza que lejos de actuar como desmayo literario nos introduce en un rico entramado pintoresco. Como si de una breve digresión se tratara, nos dice:

«Porque es de advertir (y nos urge decirlo, y no añadiremos ni quitaremos nada a la estricta verdad de lo que todavía sucede en aquella y otras comarcas de la Península española), que, en tales bailes celebrados enfrente de un altar portátil donde se ve la Efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar por medio de la puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar..., -dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, cuya danza termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja...- Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar a la Cofradía, o sea al necesitado Santo, mayor cantidad de dinero; y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada Imagen...

-¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto Corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!»12.



La tercera estructura narrativa la protagonizaría el corpus novelístico titulado La vuelta del ausente, formada a su vez por cinco capítulos que entroncan con la primera estructura. Son escasas ya las miradas retrospectivas, en ocasiones breves bocetos del pasado para explicar la presencia de nuevos personajes que incidirán de forma directa en el fatal desenlace. El tiempo a partir de esta tercera estructura se nos ofrecerá de forma ralentizada, temporalidad que no abandonará Alarcón hasta el final de la novela. En un breve lapsus de tiempo -un día-, M. Venegas tendrá ocasión de comprobar la cruel y fatal realidad del momento presente. El mundo novelesco que dejó a su partida ya no es el mismo y los ocho años de ausencia han provocado nuevos problemas que son ya imposibles de salvar. El triste destino del héroe romántico parece cumplirse una vez más, presintiéndose el funesto desenlace al conocer el lector que Soledad se ha casado con el joven Arregui. El capítulo titulado La realidad es lo suficientemente expresivo como para indicarnos que las circunstancias ya no son las mismas, que los sucesos han cambiado y por lo tanto la resolución inicial de M. Venegas -pago de la deuda y casamiento con Soledad- no puede llevarse a cabo.

Alarcón introduce en esta estructura nuevos personajes que analizan desde su perspectiva las hipotéticas reacciones de Venegas cuando comprenda que Soledad no puede casarse con él, al tener por esposo a A. Arregui y ser madre de un niño. Alarcón ha actuado como fiel narrador en la estructura segunda, e incluso en los dos primeros capítulos de la primera, sin embargo, al igual que confiara en el «coro» para que éste opinara sobre la figura de Venegas, en la tercera será un personaje novelesco quien sustituya al propio Alarcón y se convierta así en el informador-narrador de ciertos lances hasta ahora desconocidos por nosotros. Aludimos con ello a la figura de don Trajano Pericles de Mirabel y Salmerón, noble que relata a una dama de Madrid los lances que provocaron el casamiento de Soledad con Arregui. Del mismo modo, resume sucintamente lo ocurrido en la segunda estructura a esta dama madrileña para que de esta forma tuviera suficientes elementos de juicio y especulara sobre un posible desenlace. Este nuevo narrador, don Trajano, al informar a los asistentes de la tertulia reunida en su casa, especulará sobre la situación del conflicto, contrastando en ocasiones con la de los contertulios. Admirador del espíritu ilustrado del XVIII formará parte de la Sociedad Secreta de Jovellanos, actuando siempre en esta coordenada ilustrada y granjeándose la simpatía de los lectores. En contrapartida, aparecerá otra tertulia, la capitaneada por Vitriolo, que lanzará los más tremendos denuestos y ataques furibundos contra la figura de Soledad. Este personaje, representante del anticlericalismo y movido por un odio atroz al verse rechazado por la familia de Soledad, desafiará el juramento de Venegas, moviendo las piezas de este entramado novelesco a fin de que el desenlace final se convierta en auténtica tragedia. Es en cierto modo el contrapunto del buen padre Muley al encarnar las fuerzas del mal, tanto por su actitud como por su reiterativa postura de atacar a los representantes eclesiásticos y a la propia Iglesia. Vitriolo tendrá parte vital en el fatal desenlace de los hechos al final de la novela, provocando un cambio de actitud en el comportamiento de Venegas que le hará desembocar en la muerte.

Existe en la tercera estructura un capítulo titulado Dos retratos, por vía de entremés, subtitulado Capítulo inútil, que pueden dejar de leer los impacientes, que supone un alto en el camino en el acontecer de los hechos. Alarcón detiene la acción para ofrecernos la descripción detallada de dos personajes que participan con sus opiniones en la conocida tertulia de don Trajano. Ambos ofrecen una gran concomitancia con los tipos costumbristas descritos en las colecciones costumbristas anteriores y de la época. El primero de ellos corresponde a una dama aristocrática, pariente de don Trajano, afincada en Madrid y que pasa unos días en este marco geográfico andaluz, coincidiendo así con la llegada de M. Venegas. Su descripción, porte y maneras están en perfecta consonancia con los retratos aparecidos en las colecciones costumbristas del XIX, presentando idéntico parecido con el contenido de los cuadros que tienen como misión el reflejar el comportamiento de la dama de gran tono. Otro tanto sucede con el joven Pepito, segundo retrato ofrecido por Alarcón, prototipo de lechugino o petimetre al uso. Sus ademanes, porte y pedantería hacen que identifiquemos a dicho personaje con aquellos otros idénticos en su hacer y obrar. Recuérdese, por ejemplo, el capítulo titulado Los petimetres y lindos, de Torres Villarroel, pertenecientes a las Visiones y visitas de Torres con don Francisco de Quevedo, por Madrid, o aquel artículo aparecido en el Correo Literario y Mercantil de Mariano de Rementería sobre el lechugino. Ya en el XIX la casi totalidad de escritores costumbristas y colecciones estudian este tipo que lejos de desaparecer surge como elemento imprescindible en las reuniones de buen tono. La admiración que el joven Pepito siente por la dama aristocrática va in crescendo a lo largo de la novela, convirtiéndose en sublime adoración.

Como ya habíamos dicho la inclusión de este capítulo detiene el hilo de la acción, tal vez porque Alarcón se sintiera atraído por la descripción de estos tipos y los ofreciera a manera de boceto o tipo costumbrista; incluso, esta actitud está en la misma línea que las novelas románticas, aunque en éstas la intención es crear un «suspense» o suspensión para captar la atención del lector. Estos capítulos que nada tienen que ver con el desarrollo de la peripecia argumental aparecen con cierta insistencia en los escritores que todavía no han sabido desprenderse de la deuda costumbrista y es tal su incidencia que más de un autor teje una historia novelesca plagada de escenas y tipos costumbristas -recuérdese el caso de «Fernán Caballero»-. En lo concerniente a Alarcón, no creemos que se deba a desmayos literarios, pues tal vez lo más afortunado en él sea la elección de un escenario típicamente andaluz el que actúe como perfecto marco para el desarrollo de sus personajes.

La cuarta estructura, titulada La batalla, podría considerarse también como una subestructura de la tercera, pues enlaza directamente con los hechos ocurridos. Si acaso decir que ya no existen miradas retrospectivas, ni personajes encargados de aportar el suficiente material noticioso como para comprender el comportamiento de Venegas en los primeros años de su mocedad. A partir de ahora la acción correrá vertiginosamente, precipitada por nuevos lances que darán emoción y tensión al relato.

La estructura se inicia con el capítulo El cuartel general de Vitriolo, título suficientemente expresivo que se refiere a la tertulia que tiene lugar en la botica regentada por Vitriolo. La elección del patronímico denota ya cual va a ser el comportamiento de este personaje. Desde la botica el perverso personaje moverá los hilos de la acción con la mayor perversidad posible. Estamos de nuevo en esa clara división que del mundo novelesco llevan a cabo las novelas de folletín, e incluso las novelas históricas. La incidencia del folletín en los escritores de la segunda mitad del XIX es hoy materia probada, apareciendo muchos tópicos de este subgénero en escritores de indiscutible calidad literaria -véase el caso de Galdós-13. En este mundo novelesco aparecerá la perfidia y maldad de Vitriolo, sustituto ya del desaparecido usurero «Caifás». En la facción contraria surgirá de nuevo Venegas que tras sucesivas mutaciones en su actitud de pensar, optará, finalmente, por la más humanitaria congratulándose con el padre Muley y olvidando la venganza final. He aquí la disparidad de comportamientos y actitudes en la proyección de estos personajes; sin embargo, Alarcón no busca el final feliz sino un final cruento, en el que la perversidad y el mal vencen al bien.

La presentación que Alarcón hace de dicho personaje se aproxima a los tonos caricaturescos, deformación y fealdad en total comunión con sus sentimientos y actos:

«Vitriolo tenía veintiocho años; pero manifestaba cuarenta: tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista. Sin rayar en monstruo (lo cual hubiera excitado compasión); sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando procuraba ser cariñosa; causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, aun prescindiendo de su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito»14.



Vitriolo, mancebo de la mejor botica de la ciudad, cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo, se reúne en la trastienda con un variopinto mundo de personajes: un capitán, un diácono, el escribano, el enamorado Pepito, Paco Antúnez, discípulo aventajado de Vitriolo. En definitiva, una galería de personajes pertenecientes a distintos estamentos sociales que si en un principio ponen en duda la existencia de Dios, más tarde todos creen en El, dejando prácticamente aislado a Vitriolo.

Los últimos capítulos de dicha estructura dan a la novela un tinte patético y melodramático a la vez. Los diálogos existentes entre Venegas y el buen Trinidad Muley sintetizan los distintos enfoques y estados anímicos de los personajes. Venegas convertido en casi personaje satánico no encuentra la solución a sus padecimientos sino es con la venganza. Como contrapunto el padre Muley trata de inculcarle el amor a Dios, el amor que tantas veces había prodigado al Niño de la Bola. En estos diálogos apasionados Venegas se nos presenta como un ser escéptico, sin apoyaturas morales, como si su actitud ante la estatuilla del Niño de la Bola no tuviera connotaciones religiosas. El sacrificio que le pide el padre Muley -salir del presente contexto geográfico para no volver más- es una terrible prueba que anonada al héroe, sin saber qué hacer. Tras profunda meditación y teniendo como testigo mudo la efigie del Niño de la Bola, en un acto de contrición y de sumisión ante los hechos decide salir de la ciudad. Ante tal resolución el padre Muley y la madre de Soledad creen ver que el milagro se ha obrado, que Jesús, el Niño de la Bola, ha truncado todo deseo de venganza. La Marcha triunfal, capítulo VI de esta cuarta estructura narrativa, no puede ser más emotiva para el padre Muley que ve así cómo sus oraciones han tenido feliz acogida. No existe ningún destello de venganza en el ánimo de Venegas, saludando a Arregui entre los vítores de la gente, partiendo al día siguiente de su llegada - recuérdese que Venegas llega a la ciudad cinco de abril de 1840 y parte el día seis del mismo mes y año- como poniendo fin a sus terribles deseos de venganza.

Final feliz, como indicara Alarcón, de terminar los lances novelescos, pero el fatum, el destino trágico del héroe romántico persigue a nuestro personaje hasta el final de la novela. Este fatal destino hace que Soledad escriba una carta confesando su amor apasionado por Venegas, misiva que llega al poder de Vitriolo y que entrega a un contertulio y discípulo suyo para que llegue hasta Venegas. Vitriolo piensa que la lectura de la carta por parte de Venegas provocará más de un hecho luctuoso, única ambición en su proceder con tal de apagar la humillación que Soledad le hiciera al rechazarle como esposo.

El escenario del Baile de Rifa se repite por segunda vez, animación y bullicio invaden esta estampa costumbrista. Todos los personajes alarconianos están presentes en este escenario, la ausencia de Venegas ha truncado aparentemente los deseos de venganza que imaginaban algunos contertulios. Sin embargo, en el momento de la puja surge M. Venegas que tras bailar con Soledad la abraza con tal vehemencia que acaba con su vida. Venegas sin poner resistencia alguna, como deseando la muerte, cae también fatalmente herido al culminar Arregui su venganza.

Este patético final, muerte de los amantes, encajaría perfectamente en esa tendencia alarconiana de demostrar lo que de irracionalidad hay en el hombre sino permanece aferrado a los valores espirituales de la religión. La muerte de Venegas se convierte en cierto modo en un suicidio a la manera de Don Alvaro, suicidio provocado por todo ese cúmulo fatídico que Alarcón acumula página tras página en la figura de Venegas y que culmina con la pérdida de la fe -si alguna vez la sintió Venegas- y con el consiguiente desenlace fatal.





 
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