Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo XLI

De cómo el venerable fray Simón libró a un fraile de una gran tentación de salirse de la Orden


En los principios de la Orden de San Francisco, y viendo el santo Patriarca, vino a ella un joven de Asís que se llamaba fray Simón, al cual adornó y dotó Dios con tanta gracia y tanta contemplación y elevación de espíritu, que toda su vida fue espejo de santidad, según yo mismo oí de los que por largo tiempo le trataron. Rarísima vez se le veía fuera de la celda, y si en alguna ocasión estaba con los frailes, siempre hablaba con ellos de Dios. No había estudiado Gramática, y, sin embargo, hablaba con tanta profundidad y elevación de Dios y del amor de Cristo, que parecían sus palabras inspiradas   —103→   por el Espíritu Santo. Estando una tarde en la selva con fray Jacobo de Masa, para hablar de Dios lo hizo tan dulcemente, embriagándose en el divino amor, que pasaron toda la noche en contemplación, y a la mañana siguiente les pareció que habían estado poquísimo tiempo, según el mismo fray Jacobo me refirió. El mismo fray Simón tenía tanta suavidad y dulzura de espíritu cuando la divina luz del amor de Dios le iluminaba, que muchas veces, cuando la sentía venir, se tendía en su lecho, porque la tranquila suavidad del Espíritu Santo requería en él no solamente el descanso del alma, sino del cuerpo; y en tales visitas divinas, muchas veces era arrebatado por Dios, y quedaba completamente insensible para las cosas corporales. Un fraile, queriendo una vez hacer experiencia de esto y ver si, en efecto, era como parecía, fue y puso un carbón ardiendo sobre su pie desnudo. Fray Simón no sintió nada y el ascua no hizo señal alguna en el pie; y eso que la tuvo por tanto tiempo, que ella misma vino a consumirse. El dicho fray Simón, cuando se sentaba a la mesa, antes de tomar la comida, corporal, tomaba para sí y daba a los demás espiritual alimento hablando de Dios. Por sus devotas pláticas se convirtió en cierta ocasión un joven de San Severino, el cual había sido en el mundo muy vanidoso y disipado, y era de noble linaje y de cuerpo muy delicado. Fray Simón, al recibir al dicho joven en la Orden, guardó su traje secular en su celda, y el referido joven vivía con fray Simón para ser instruido por él en la observancia de la Regla. Sucedió, pues, que el demonio, que se complace en malograr todo bien, le incitó con fuerte estímulo y ardiente tentación mundana, de tal modo que le parecía imposible resistir, por lo cual se fue a ver a fray Simón y le dijo:

-Devuélveme mi vestido para tornarme al siglo, porque no puedo resistir la tentación carnal.

Y fray Simón, mirándole con ojos compasivos, le dijo:

-Siéntate, hijo, un poco conmigo.

Y comenzó a hablarle de Dios de tal modo, que se desvaneció la tentación; la cual, como volviese al poco tiempo y el joven reclamase su traje, fray Simón la ahuyentaba hablándole de Dios. Esto se repitió varias veces, hasta que una noche la tentación fue mayor de lo que acostumbraba, y creyendo el joven que el mal no tenía remedio, se fue a fray Simón y le reclamó a todo trance sus vestidos seculares, diciéndole que en manera alguna podía permanecer allí.   —104→   Entonces fray Simón, según acostumbraba hacerlo, mandó al joven que se sentase junto a él, y, hablándole de Dios, el joven reclinó su cabeza sobre el pecho de fray Simón, dando muestras de profunda melancolía y tristeza. Fray Simón, compadecido del joven, levantó los ojos al cielo e hizo oración, pidiendo a Dios devotamente por él. Dios escuchó la oración de su siervo, y volviendo en sí el desgraciado joven, se sintió completamente libre de aquella tentación, como si nunca jamás la hubiese experimentado, cambiándose así el fuego de la tentación en fuego del Espíritu Santo, por haberse acercado al carbón encendido, esto es, a fray Simón, todo inflamado en amor de Dios y del prójimo; y de tal modo creció en este amor, que habiendo apresado en aquella comarca un malhechor, a quien, por sentencia del juez, debían sacar los dos ojos, el referido joven, lleno de compasión, se fue inmediatamente al juez, y en pleno tribunal, con lágrimas y devotos ruegos, pidió que a él le sacasen un ojo y otro al malhechor, para que éste no quedase privado de la vista. Por lo que viendo el juez y sus consejeros tan gran fervor de caridad en este fraile, perdonaron al uno y al otro.

También de fray Simón se sabe que estando un día en oración en una selva, saboreando los consuelos espirituales del alma, una bandada de cornejas comenzó a gritar de tal manera, que le distraían de la oración. Entonces él les mandó, en nombre de Dios, que se fuesen de allí y no volviesen nunca; y yéndose, en efecto, estas aves, de allí en adelante no se las volvió a ver ni oír en toda la comarca. Este milagro fue patente en toda la jurisdicción de Fermo, donde el convento estaba establecido.




ArribaAbajoCapítulo XLII

De los hermosos milagros que hizo Dios por medio de los santos frailes Bentoviglia, Pedro de Monticelli y Conrado de Ofrida, y de cómo fray Bentoviglia transportó a un leproso 15 millas en poquísimo tiempo; al segundo habló San Miguel, y al tercero se le apareció la Virgen María y le puso al Hijo en sus brazos


La región de la Marca de Ancona estuvo antiguamente, como cielo estrellado, adornada de santos y de frailes ejemplares que, cual astros del cielo, han iluminado y adornado la Orden de San   —105→   Francisco y el resto del mundo con su ejemplo y su doctrina. Fueron notables, en primer lugar, fray Lucio Antico, el cual fue verdaderamente esplendoroso por su santidad y por la ardiente caridad que le inflamaba; su gloriosa lengua, movida por el Espíritu Santo, alcanzaba maravillosos frutos en la predicación; otro fue fray Bentoviglia, el cual fue visto por fray Maseo de San Severino levantado en el aire por largo espacio de tiempo, cuando se hallaba orando en la selva; y por este milagro, el devoto fray Maseo, siendo a la sazón párroco, dejó la parroquia y se hizo fraile menor; y fue tanta su santidad, que hizo muchos milagros en vida y en muerte, y su cuerpo descansa en Murro.

El antedicho fray Bentoviglia, hallándose una vez en Trave-Bonati sirviendo a un leproso, recibió orden de su prelado de salir e irse a otro lugar que distaba de aquél 15 millas; pero no queriendo abandonar al leproso, con gran fervor de caridad le tomó, se le puso al hombro y comenzó a andar antes de salir el sol para recorrer las 15 millas, trasladándose al lugar adonde se le había enviado, el cual se llamaba Monte Sacarino; y este viaje lo hizo con más rapidez que un águila hubiese podido hacerlo, y este divino milagro causó gran admiración y estupor en la comarca.

Otro fue fray Pedro de Monticelli, que fue visto por fray Servodeo de Urbino (a la sazón guardián en el convento antiguo de Ancona) levantado sobre el suelo cinco o seis codos junto al pie del crucifijo de la iglesia, ante cuya imagen estaba orando. Y este fray Pedro, ayunando una vez en la cuaresma de San Miguel Arcángel con gran devoción, el último día de aquella cuaresma se fue a orar a la iglesia, y fue oído por un fraile joven (que cuidadosamente se había puesto detrás del altar mayor para presenciar la oración de tan santo penitente) cuando conversaba con San Miguel Arcángel, y las palabras que decía eran éstas. Decía San Miguel:

-Fray Pedro: tú te has atormentado fielmente por mí y de muchas maneras has afligido tu cuerpo; aquí me tienes; vengo a consolarte y a que me pidas las gracias que quieras, y yo las alcanzaré de Dios.

Respondió fray Pedro:

-Santísimo príncipe de la milicia celestial y fidelísimo celador del amor divino y piadoso protector de las almas, yo te pido esta gracia: que me alcances de Dios el perdón de mis pecados.

Replicó San Miguel:

  —106→  

-Pide otra gracia, porque ésta me será muy fácil alcanzarla.

Y fray Pedro no pidió ninguna otra cosa, y el Arcángel concluyó:

-Por la fe y devoción que me tienes, te he alcanzado la gracia que me has pedido y otras muchas.

Terminada la plática, que duró mucho tiempo, el Arcángel San Miguel se fue, dejando al penitente muy consolado.

Coetáneo de este santo fray Pedro, fue el santo fray Conrado de Ofrida, el cual, hallándose en la comunidad del convento de Forcino, en la Marca de Ancona, se fue un día a un bosque a meditar en Dios, y fray Pedro secretamente se fue detrás de él para observar lo que sucedía. Fray Conrado se puso en oración y comenzó a rogar devotamente a la Virgen María con gran piedad que le concediese de su bendito Hijo la gracia de sentir un poco de aquella dulzura que sintió San Simeón el día de la Purificación, cuando llevó en brazos a Jesucristo bendito. Y hecha la oración, la Virgen María le oyó, apareciéndose esta Reina del Cielo con su Hijo bendito en los brazos, con grandísima claridad que deslumbraba, y se acercó a fray Conrado y puso en sus brazos a su bendito Hijo. El fraile lo recibió devotamente, abrazándole, besándole y estrechándole contra su pecho y experimentando así las dulzuras del amor divino con inexplicable consuelo. Y fray Pedro, del mismo modo, sólo presenciando aquella escena sentía en el alma grandísima dulzura y consolación. Al apartarse la Virgen de fray Conrado, fray Pedro se volvió inmediatamente al convento para no ser visto de él; pero luego, cuando fray Conrado regresó al convento muy alegre y gozoso, le salió al encuentro fray Pedro y le dijo:

-¡Oh, criatura celestial, gran consuelo has tenido hoy!

A lo que dijo fray Conrado:

-¿Qué es lo que dices, fray Pedro? ¿Qué sabes tú lo que a mí me ha pasado?

-Yo sé, y lo sé muy bien -dijo fray Pedro-, que la Virgen María, con su bendito Hijo, te ha visitado.

Entonces fray Conrado, que como hombre verdaderamente humilde deseaba guardar el secreto de la gracia de Dios, le rogó que no se lo dijese a nadie; y desde entonces fue tan grande el amor que unió a los dos, que parecían tener en todas las cosas un mismo corazón y una misma alma.

El dicho fray Conrado una vez, en el convento de Sorolo, con   —107→   sus oraciones libró a una mujer endemoniada, orando por ella todo el día y apareciéndose a su madre; pero a la mañana siguiente se ausentó de allí para no ser encontrado y honrado por todo el pueblo.




ArribaAbajoCapítulo XLIII

De cómo fray Conrado de Offida convirtió a un joven fraile que molestaba a los otros. Y de cómo el dicho fraile joven, a punto de morir, apareció a fray Conrado, rogándole que orase por él; y de cómo le libró con sus oraciones de las penas grandísimas del Purgatorio


El dicho fray Conrado de Offida, admirable celador de la pobreza evangélica y de la Regla de San Francisco, fue por su piadosa vida y por sus grandes merecimientos tan querido de Dios, que Cristo bendito le honró en vida y en muerte con muchos milagros, entre los cuales se refiere que, habiendo llegado al convento de Offida unos frailes forasteros, los hermanos le rogaron por amor de Dios que amonestase a un fraile joven que allí había, el cual se conducía tan pueril, disoluta y desordenadamente, que a los viejos y jóvenes de la comunidad perturbaba, y del divino Oficio y otras observaciones de la Regla poco o nada se ocupaba. Fray Conrado, por los ruegos de los compañeros y por compasión hacia el joven, le llamó un día a un lugar retirado, y con fervor de caridad le dirigió tan eficaces y devotas amonestaciones, que, ayudado por la divina gracia, súbitamente se cambió de niño en prudente anciano, y fue tan obediente, benigno, solícito y devoto, tan pacífico y servicial, y para las cosas de virtud tan estudioso, que si antes toda la comunidad estaba turbada por él, después de su conversión el referido joven murió; de lo cual se dolieron mucho todos los frailes, y poco después de su muerte su alma se apareció a fray Conrado, estando devotamente en oración delante del altar de dicho convento, saludándole con tanta devoción como a su padre. Fray Conrado preguntó:

-¿Quién eres tú?

Respondió:

-Soy el alma de aquel fraile joven que murió hace pocos días. Fray Conrado replicó:

  —108→  

-¡Oh, hijo carísimo! ¿Qué es de ti?

A lo que contestó el aparecido:

-Por la gracia de Dios y por vuestra doctrina, bien estoy, porque no me he condenado; pero por ciertos pecados míos que no tuve bastante tiempo de purgar en el mundo, padezco ahora las penas del purgatorio; y te ruego, padre, que así como por tu piedad me socorriste cuando estaba vivo, así también ahora me socorras en mis penas, diciéndome algún Pater Noster, porque tu oración es muy aceptable ante la presencia de Dios. Entonces fray Conrado, accediendo benignamente a su ruego, recitó una vez por él un Pater Noster con un requiem aeternam, y dijo aquella alma:

-¡Oh, padre carísimo, cuánto bien y qué alivio siento! Ahora te ruego que lo recites otra vez.

Así lo hizo fray Conrado, y cuando lo hubo dicho, añadió el alma:

-Santo padre, cuanto más oras por mí, más aliviado me siento; por eso te ruego que no dejes de orar por mí. Entonces fray Conrado, viendo que aquella alma se aliviaba con sus oraciones, repitió cien veces el Pater Noster, y cuando los hubo rezado, añadió el alma:

-Te agradezco, padre carísimo, en nombre de Dios, la caridad que has tenido conmigo, porque tus oraciones me han librado de todas las penas y me voy al reino celestial. Dicho esto, desapareció el alma. Entonces fray Conrado, para infundir alegría y valor a los frailes, les refirió por su orden toda aquella visión.




ArribaAbajoCapítulo XLIV

De cómo apareció a fray Conrado la Madre de Cristo y San Juan Evangelista, diciéndole cuál de los dos sintió mayor dolor en la Pasión de Cristo


Vivían juntos en la provincia de Ancona, en el convento de Forano, los dichos fray Conrado y fray Pedro, como dos estrellas resplandecientes de la provincia de la Marca y dos hombres celestiales; porque era tanto su amor y tan ardiente su caridad, que parecían tener un mismo corazón y una misma alma; y así fue que se ligaron los dos con este pacto: que toda consolación que de la misericordia   —109→   de Dios recibiesen habían por caridad de revelársela el uno al otro.

Cerrado este pacto, sucedió que estando un día fray Pedro en oración, pensando devotísimamente en la Pasión de Cristo, y como la Madre de Dios Beatísima y San Juan Evangelista, discípulo amantísimo, y San Francisco, pintados al pie de la cruz, por su dolor mental estaban crucificados con Cristo, le entró deseo de saber cuál de aquellos tres había tenido mayor dolor por la Pasión de Cristo: si la Madre, que le había engendrado, o el discípulo, que había dormido sobre su pecho, o San Francisco, que había sido con Cristo crucificado. Y estando en esta devota meditación, se le aparecieron la Virgen María, con San Juan Evangelista y San Francisco, vestidos con hermosos trajes de gloria beatífica; pero San Francisco parecía vestido con túnica más bella que la de San Juan. Y hallándose fray Pedro asombrado de esta visión, San Juan le confortó y le dijo:

-No temas, carísimo hermano, porque hemos venido a sacarte de tu duda. Has de saber que la Madre de Cristo y yo sentimos la Pasión de Cristo más que ninguna otra criatura; pero, después de nosotros, San Francisco tuvo mayor dolor que nadie, y por eso lo ves resplandecer en tanta gloria.

Y fray Pedro le preguntó:

-Santísimo Apóstol de Cristo, ¿por qué el vestido de San Francisco aparece más bello que el tuyo?

A lo que contestó San Juan:

-La razón es ésta: porque cuando él estuvo en el mundo, llevó sobre sus hombros un vestido más vil y despreciable que el mío.

Dichas estas palabras, San Juan dio a fray Pedro un vestido glorioso que llevaba en la mano, y le dijo:

-Toma este vestido que yo he adornado para dártelo.

Y queriendo San Juan ponerle el vestido a fray Pedro, cayó éste estupefacto en tierra y comenzó a gritar:

-¡Fray Conrado! ¡Fray Conrado, queridísimo, socórreme pronto; ven a ver cosas maravillosas!

Y al decir estas palabras, la visión santa desapareció. Cuando después llegó fray Conrado, su compañero le refirió por su orden todo lo sucedido, y juntos dieron gracias a Dios. Amén.



  —110→  

ArribaAbajoCapítulo XLV

De la conversión, vida y milagros y muerte del santo fray Juan de Penna


Siendo muchacho y estudiante en la provincia de la Marca fray Juan de Penna, una noche se le apareció un joven bellísimo y le llamó, diciendo:

-Juan: vete a San Esteban, donde predica uno de mis frailes menores; cree en su doctrina y atiende a sus palabras, porque yo te lo mando. Hecho esto, habrás de hacer un gran viaje, después del cual nos veremos otra vez.

Al oír esto Juan, se levantó enseguida y sintiose muy mudado en su corazón. Inmediatamente fue a San Esteban, y encontró allí gran multitud de hombres y mujeres que estaban esperando el sermón. El que debía predicar era llamado fray Felipe, uno de los primeros frailes que habían venido a la Marca de Ancona cuando fundaron conventos en la dicha Marca. Subió el dicho fray Felipe a predicar, y predicó devotísimamente, no con palabras de sabiduría humana, sino con la virtud del espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida eterna. Terminada la plática, el referido joven se fue a fray Felipe y le dijo:

-Padre, si te dignas recibirme en la Orden, con mucho gusto haré penitencia y serviré en ella a Nuestro Señor Jesucristo.

Viendo fray Felipe la maravillosa inocencia del muchacho y su pronta voluntad de servir a Dios, le dijo:

-Ven conmigo un día a Recanati, que allí haré que te reciban en el Capítulo provincial que va a celebrarse. Con esto, el joven, que era purísimo, pensó que aquél sería el viaje que debía hacer según la revelación que había tenido, y que después se iría al Paraíso; esto era lo que esperaba tan pronto como fuese recibido en la Orden. Fue, pues, a Recanati, y le admitieron; pero viendo que sus pensamientos no se cumplían, al oír decir al ministro en el Capítulo que si alguno quería ir a la provincia de Provenza, por mérito de obediencia santa, le sería con mucho gusto otorgada la licencia, le entró grandísimo deseo de ir, pensando que aquél sería el gran viaje que debía de hacer antes de entrar en el Paraíso. Avergonzado, sin embargo, de decirlo, confió su pensamiento a fray Felipe, por el   —111→   cual había entrado en la Orden, y le suplicó encarecidamente que le obtuviese aquella gracia de trasladarse a Provenza. Entonces fray Felipe, viendo la pureza y santidad de su intención, le alcanzó la licencia, por lo que fray Juan, con gran alegría, se puso en camino, pensando siempre que, terminado aquel viaje, se iría al Paraíso. Pero, por voluntad de Dios, estuvo allí veinticinco años con la misma esperanza y deseo, viviendo con grandísima pureza, santidad y ejemplo, creciendo siempre en virtud y gracia de Dios, y siendo muy amado de los frailes y del pueblo. Estando un día devotamente en oración, llorando y lamentándose de que no se cumplía su deseo, sino que, por el contrario, se prolongaba mucho su peregrinación en esta vida, se le apareció Cristo bendito, ante cuya presencia se regocijó su alma, y le dijo:

-Hijo mío, fray Juan, pídeme lo que quieras.

Y él contestó:

-Señor mío, yo no sé qué pedirte sino a Ti mismo, porque yo no deseo ninguna otra cosa; por eso sólo te ruego que perdones todos mis pecados y me concedas la gracia de que yo te vuelva a ver cuando me halle en gran necesidad.

A lo que dijo Jesucristo:

-Tu oración ha sido atendida.

Y dicho esto se partió, quedando fray Juan muy consolado. Por último, oyendo los frailes de la Marca la fama de su santidad, hicieron que el general le mandase por obediencia que volviese a la Marca. Con mucha alegría se puso en camino, pensando que al terminar el viaje se iría al Cielo, conforme a la promesa de Cristo. Pero devuelto a la provincia de la Marca, vivió en ella treinta años y no era conocido por ninguno de sus parientes, y todos los días esperaba de la misericordia de Dios que le cumpliese la promesa. Por este tiempo ejerció varias veces el oficio de guardián con gran discreción, y Dios obró por él muchos milagros. Y entre otros dones de que estaba adornado, tenía espíritu de profecía; así que una vez, hallándose fuera del convento, uno de sus novicios fue combatido por el demonio y tan fuertemente tentado, que consintiendo en sus malos deseos, pensó interiormente salirse de la Orden tan pronto como fray Juan volviese de fuera. Esta tentación y pensamiento conoció fray Juan por espíritu y profecía, y volviendo inmediatamente a su casa, llamó a su presencia al dicho novicio, y le dijo que quería que se confesase; pero antes de hacerlo le refirió por su orden   —112→   toda la tentación, según que Dios le había revelado, y después añadió:

-Hijo: porque tú me has esperado y no has querido irte sin mi bendición, Dios te ha concedido esta gracia: que jamás salgas de esta Orden, sino que mueras en ella con la divina gracia.

Entonces el dicho novicio fue confirmado en la buena voluntad y, permaneciendo en la Orden, llegó a ser un santo fraile. Todas estas cosas me las refirió a mí fray Ugolino.

El dicho fray Juan, aunque era de ánimo alegre y tranquilo, rara vez hablaba, y era hombre de gran devoción y oración; y se cuenta que después de Maitines nunca volvía a la celda, sino que se estaba en la iglesia hasta que amanecía en oración. Una noche que después de Maitines estaba orando según su costumbre, se le apareció el Ángel de Dios, y le dijo:

-Hermano Juan: por fin ha llegado el término de tu viaje que por tanto tiempo has esperado; por eso, en nombre de Dios te encargo que pidas la gracia que quieras. Y también te anuncio que elijas lo que quieras: o un día en el purgatorio, o siete días de penas en el mundo.

Y eligiendo fray Juan con más gusto los siete días de pena en este mundo, inmediatamente fue acometido por varias enfermedades; se apoderó de él la fiebre; paralizó sus pies y manos la gota; le acometió el dolor de costado y otros muchos males; pero lo que más pena le causaba era un demonio que se le puso delante, y tenía en la mano una gran carta en la que estaban escritos todos los pecados que él jamás había cometido, y le decía:

-Por estos pecados que tú has cometido por pensamiento, palabra y obra, mereces ser hundido en lo profundo de los infiernos.

Y él no recordaba ningún bien que hubiese hecho, ni aun el haber pertenecido a la Orden ni estar en ella; sólo pensaba que se había condenado, según el demonio le decía. Por eso, cuando alguno le preguntaba cómo se sentía, contestaba:

-Mal, mal, porque estoy condenado.

Viendo esto los frailes, se admiraron y enviaron a llamar a un fraile antiguo que se llamaba fray Mateo de Monte Rubiano, el cual era un hombre muy santo y muy amigo de fray Juan. Cuando hubo llegado, se hallaba aquél en el séptimo día de tribulación; le saludó el recién venido y le preguntó cómo estaba. Respondió el enfermo que estaba mal, porque estaba condenado. Entonces dijo fray Mateo:

  —113→  

-¿No te acuerdas de que te has confesado muchas veces conmigo y yo te he absuelto enteramente de todos los pecados? ¿No te acuerdas, además, de que has servido siempre a Dios en esta Santa Orden por muchos años? Además de esto, ¿no te acuerdas de que la misericordia de Dios excede a todos los pecados del mundo y que Cristo bendito, Nuestro Señor, pagó para rescatarnos un precio infinito? Pensando en esto debes sentir esperanzas de que al fin de esta vida serás salvo.

Y diciendo esto, por haberse cumplido el término de su expiación, la tentación se desvaneció y vino el consuelo.

Entonces, con gran alegría, dijo fray Juan a fray Mateo:

-Veo que estás fatigado, y como la hora de mi tránsito se retarda, te ruego que te vayas a descansar.

Fray Mateo no quería dejarlo; pero al fin, cediendo a sus instancias, se marchó de allí y se fue a descansar, quedándose solo fray Juan con el hermano que le servía. En esto se apareció Cristo bendito con grandísimo esplendor y con suavísima fragancia, según le había prometido en la primera aparición que volvería a verle cuando tuviese mayor necesidad, y lo sanó perfectamente de todas sus enfermedades.

Entonces fray Juan, con las manos juntas, dio gracias a Dios de que con óptimo fin había terminado el gran viaje de la presente miserable vida. Y en manos de Cristo entregó su alma a Dios, pasando de esta vida mortal a la eterna, como tanto tiempo había deseado. Y fue enterrado dicho fray Juan en el convento de Penna de San Juan.




ArribaAbajoCapítulo XLVI

De cómo fray Pacífico, estando en oración, vio el alma de fray Humilde, su hermano, subiendo al Cielo


En la dicha provincia de la Marca, después de la muerte de San Francisco, hubo dos hermanos en la Orden, el uno llamado fray Humilde y el otro fray Pacífico, los cuales fueron hombres de gran santidad y perfección. Fray Humilde estaba en el convento de Sofiano y allí murió, y el otro estaba en la comunidad de otro convento bastante apartado. Quiso Dios que estando un día fray Pacífico en oración en un lugar solitario, fuese arrebatado en éxtasis, y   —114→   vio el alma de fray Humilde subir al Cielo derechamente sin ninguna detención ni impedimento, al salir del cuerpo del mortal. Sucedió que al cabo de muchos años fray Pacífico, que sobrevivió, fue trasladado a la comunidad del convento de Sofiano. En este tiempo los frailes, a petición del señor de Brunforte, mudaron el convento a otro lugar, por lo que, entre otras cosas, trasladaron las reliquias de los santos del convento que dejaban; y viniendo a la sepultura de fray Humilde, su hermano fray Pacífico tomó sus huesos, los lavó en buen vino, los envolvió en una toalla blanca, y con gran deferencia y devoción los besaba y los regaba con sus lágrimas; viendo lo cual los demás frailes se maravillaban mucho y no creían que fray Pacífico les daba buen ejemplo, porque siendo hombre de tanta santidad, parecía que lloraba a su hermano con amor sensual y mundano, y porque demostraba más devoción a aquellas reliquias que a las de otros frailes de no menor santidad que fray Humilde y dignas, por tanto, de igual reverencia. Conociendo fray Pacífico el pensamiento siniestro de sus hermanos, les satisfizo humildemente, diciendo:

-Hermanos míos queridísimos: no debéis maravillaros porque tribute tantos homenajes a los huesos de mi hermano, mayores que los que tributo a los demás; porque, bendito sea Dios, no hago esto, como vosotros creéis, con amor carnal, sino porque cuando mi hermano pasó de esta vida a la eterna, orando yo en lugar desierto y alejado de él, vi a su alma camino derecho del Cielo, y por eso estoy seguro de que sus huesos son santos y debieran estar en el Paraíso. Y si Dios me hubiese concedido tanta certeza respecto de los demás frailes, la misma reverencia tendría a sus huesos.

Por lo cual, los frailes, viendo tan santa y devota intención, se sintieron edificados con su ejemplo y alabaron a Dios, que tales maravillas obraba en sus santos.




ArribaAbajoCapítulo XLVII

De aquel santo fraile al cual la Madre de Cristo apareció estando enfermo, entregándole tres botecillos de medicina


En el dicho convento de Sofiano hubo antiguamente un fraile menor de tanta santidad y gracia, que todo en él parecía divino, y muchas veces era arrebatado en Dios. Estando una vez este santo   —115→   fraile elevado y absorto en la contemplación de Dios, gracia que en alto grado poseía, vinieron a él diversas clases de pajarillos y familiarmente se posaron sobre su espalda, sobre la cabeza, sobre los brazos y en las manos, y cantaban a maravilla. Era muy amante de la soledad y rara vez hablaba; pero cuando era interrogado sobre alguna cosa, respondía tan graciosa y sabiamente, que más parecía ángel que hombre; y por esto, así como por su fervorosa oración y contemplación, los frailes le tenían gran reverencia. Cuando hubo cumplido este fraile el curso de su santa vida, según la divina disposición, enfermó de muerte, sin que pudiese recibir alivio ninguno, ni quería admitir tampoco las medicinas materiales, porque toda su confianza estaba en el médico celestial, Jesucristo, y su bendita Madre; por lo cual mereció de la divina clemencia ser misericordiosamente visitado y medicinado. Sucedió, pues, que estando una vez en su lecho disponiéndose para morir con todo su corazón y con devoción humildísima, se le apareció la gloriosa Virgen María, Madre de Cristo, con grandísima multitud de ángeles y de santas vírgenes, esparciendo maravilloso resplandor, y se acercó a su lecho. El enfermo, mirándola, se sintió contento y confortado, así en el alma como en el cuerpo, y comenzó a rogar humildemente alcanzase de su divino Hijo que por sus méritos le sacase de la miserable cárcel del cuerpo. Y perseverando en este ruego con muchas lágrimas, la Virgen María, llamándole por su nombre, le dijo:

-No dudes, hijo mío, porque tu oración ha sido oída, y yo he venido para confortarte un poco hasta el momento en que dejes esta vida.

Venían al lado de la Virgen tres santas vírgenes, las cuales llevaban en la mano tres vasos con bálsamo de exquisito olor y suavidad. Entonces la gloriosa Virgen tomó y abrió uno de aquellos vasos, y toda la casa se llenó de aroma; tomó la Virgen con una cuchara de aquel bálsamo y se lo dio al enfermo, el cual tan pronto como lo hubo probado sintió tanta y tan exquisita dulzura, que su alma no parecía poder subsistir en el cuerpo, por lo que comenzó a decir:

-No puedo más, ¡oh, santísima Madre Virgen bendita!, ¡oh, médica bendita y salvadora del humano linaje!; no puedo más, no puedo soportar tanta suavidad y dulzura.

Pero la piadosa y benigna Madre, tomando nuevamente aquel bálsamo, se lo hizo tomar todo al enfermo. Vaciado el primer vasito,   —116→   la Virgen tomó el segundo y metió dentro la cucharita para darle al enfermo; pero éste, lamentándose, dijo:

-¡Oh, beatísima Madre de Dios!, si mi alma casi toda se ha derretido por el ardor y suavidad del primer bálsamo, ¿cómo podré soportar el segundo? Te ruego, bendita sobre todos los santos y sobre todos los ángeles, que no me hagas probar el nuevo bálsamo.

A lo que contestó la gloriosa Virgen María:

-Es preciso, hijo mío, que pruebes un poco del contenido de este vaso.

Y dándole un poco, añadió:

-Hoy más que nunca, hijo mío, te conviene confortarte, porque pronto vendré por ti y te llevaré al reino de mi Hijo, que tú siempre has buscado y deseado.

Y dicho esto se alejó, dejando tan confortado y consolado por la dulzura de estos bálsamos al enfermo, que pudo sobrevivir bastantes días sin ningún alimento corporal. Y después de ellos, hablando alegremente con sus hermanos y resplandeciendo su rostro de júbilo y alegría, pasó de la vida temporal a la eterna.




ArribaAbajoCapítulo XLVIII

De cómo fray Jacobo de Masa vio a todos los frailes menores como en un árbol, y conoció las virtudes, méritos y vicios de cada uno de ellos


Dios había revelado a fray Jacobo de Masa muchos secretos, dándole la perfecta ciencia y conocimientos de la Escritura; porque era un hombre de tanta Santidad, que fray Egidio, fray Marcos, fray Junípero y fray Lucio decían de él que no habían conocido en el mundo varón más unido a Dios.

Yo tuve un gran deseo de verle porque, rogando a fray Juan, compañero de fray Egidio, que me declarase ciertas cosas del espíritu, me había dicho:

-Si quieres informarte bien de la vida espiritual, procura hablar con fray Jacobo de Masa, a cuyas palabras no se puede añadir ni quitar nada, pues su entendimiento ha penetrado los arcanos celestiales y sus palabras son palabras del Espíritu Santo; ni hay hombre sobre la haz de la tierra que yo tenga tantos deseos de ver.

  —117→  

Este fray Jacobo, en el principio del generalato de fray Juan de Parma, orando cierta vez, fue arrebatado en espíritu y permaneció tres días en éxtasis, tan insensible, que sus hermanos no sabían si estaba muerto o vivo. En este rapto le fue revelado por Dios lo que debía suceder respecto a nuestra religión. Por lo cual, oyendo esto, se acrecentó más en mí el deseo de oírle y de hablar con él. Y Dios quiso concederme esta suerte, y al verle, le dije:

-Si es verdad lo que he oído decir de ti, te ruego que no me lo ocultes. He oído que cuando estuviste tres días como muerto, entre las cosas que Dios te reveló, fue una lo que debía suceder a nuestra religión; esto es lo que ha dicho fray Mateo, ministro de la marca, a quien tú lo revelaste por obediencia.

Entonces fray Jacobo me declaró con muchísima humildad que, en efecto, era cierto lo que fray Mateo decía. Y lo que fray Mateo había dicho era lo siguiente:

-Conozco yo a un fraile a quien Dios ha revelado lo que sucederá a nuestra religión; porque fray Jacobo de Masa me ha manifestado y dicho que, después de muchas cosas que Dios le reveló sobre la Iglesia militante, vio un árbol muy bello y muy grande cuyas raíces eran de oro; los frutos, hombres, y todos, frailes menores; sus principales ramas eran diferentes según el número de provincias de la Orden, y cada rama tenía tantos frailes cuantos había en la provincia representada por ella. Y entonces supe el número de todos los frailes de la Orden y los de cada provincia, y el nombre de cada uno de ellos, y su condición, y su oficio, y su dignidad, y las gracias y culpas de todos; y vio a fray Juan de Parma en lo más alto de la rama del medio del árbol, y en los vástagos de las ramas que había alrededor de la de en medio, que estaban los ministros de todas las provincias. Y después de esto vio a Cristo sentarse en un trono grandísimo y blanco, y llamando a San Francisco le daba un cáliz lleno de vida y lo enviaba diciéndole: «Ve y visita a tus frailes y dales de beber en este cáliz del espíritu de vida, porque el espíritu de Satanás se levantará contra ellos y los perseguirá, y muchos de ellos caerán para no levantarse». Y dio Cristo a San Francisco dos ángeles para que le acompañasen.

Luego San Francisco fue a llevar el cáliz de vida a sus frailes, y comenzó por alargárselo a fray Juan de Parma, el cual lo tomó y devotamente bebió de lo que contenía, haciéndose su cuerpo de repente tan luminoso como el sol. Después San Francisco fue alargando   —118→   el cáliz a los demás, y fueron pocos los que no lo tomaron con la debida reverencia y devoción y no bebieron de aquel espíritu. Los que así lo hicieron y lo bebieron todo, súbitamente se convirtieron en otros tantos soles; pero los que lo derramaron o no lo bebieron con devoción, se pusieron tan negros, tan oscuros y tan deformes, que era cosa horrible verlos; y aquellos otros que en parte bebieron y en parte derramaron, se hicieron en parte refulgentes y en parte tenebrosos, más o menos, según la cantidad bebida o derramada.

Pero sobre todos los demás resplandecía el susodicho fray Juan, el cual había bebido completamente el cáliz de la vida, disfrutando así con mayor intensidad de la infinita gracia de la luz divina y fortaleciéndose más que ninguno contra la adversidad y la tormenta que debía levantarse contra aquel árbol hasta desgajar y conmover sus ramas. Por lo cual, el dicho fray Juan dejó la cima de la rama en que estaba y, descendiendo él solo de rama en rama, se escondió en un hueco del tronco del árbol y allí estaba muy pensativo; y fray Buenaventura, que había bebido en parte del cáliz y parte había derramado, se subió a la misma rama y en el mismo lugar en que había estado fray Juan. Y estando allí se le volvieron las uñas de las manos de hierro agudo y cortante como navajas; al sentir esto, dejó el lugar que había ocupado, y con ímpetu y furor quiso arrojarse contra el dicho fray Juan para dañarle; pero viendo esto fray Juan, gritó fuertemente y se encomendó a Cristo, que estaba sentado en el trono; y Cristo, al oírlo, llamó a San Francisco y le dio un pedernal cortante, diciéndole a la vez: «Ve con esta piedra y córtale las uñas a fray Buenaventura, que quiere arañar a fray Juan, para que no pueda lastimarle». Entonces San Francisco fue y ejecutó lo que Cristo le había mandado. Y hecho esto, se levantó una tempestad de viento que, sacudiendo fuertemente el árbol, hizo caer a muchos frailes en tierra; y cayeron primero todos aquellos que habían derramado todo el cáliz del espíritu de la vida, y eran llevados por los demonios a lugares de angustias y de tinieblas. Pero fray Juan, junto con los otros frailes que habían bebido del cáliz, fueron transportados por los ángeles a un lugar de vida, de luz eterna y de resplandor bienaventurado. Y entendía y discernía el dicho fray Jacobo que tenía la visión, y en particular distintamente conocía los nombres, condiciones y estado de cada uno. Y fue tan violento aquel huracán contra el árbol, que le hizo caer, y el viento lo arrebató.   —119→   Pero tan pronto como cesó la tempestad, de las raíces de aquel árbol, que eran de oro, salió otro árbol nuevo, que era todo de oro; de manera que las hojas, las flores y los frutos que producía eran dorados. De aquel árbol y de su altura, profundidad, aroma y virtudes más vale callar que decirlo al presente.




ArribaAbajoCapítulo XLIX

De cómo Cristo apareció a fray Juan de Auvernia


Entre otros sabios y santos frailes hijos de San Francisco, los cuales, según dice Salomón, son la gloria del padre, vivió en nuestros tiempos en la citada provincia de la Marca el venerable y santo fray Juan de Fermo, el cual, por el mucho tiempo que permaneció en el santo convento de Auvernia, donde acabó su vida, se le llamaba sencillamente fray Juan de Auvernia, y fue hombre de singular vida y de gran santidad. Este fray Juan, cuando era muchacho en el mundo, deseaba con todo su corazón hacer vida de penitencia para lavar el cuerpo y el alma de la inmundicia del pecado; y así, desde muy pequeño, comenzó a llevar cota de malla y cilicio de hierro pegado a la carne y hacer grandísima abstinencia, y dio con esto singular ejemplo cuando vivió con los canónigos de San Pedro de Fermo, los cuales vivían espléndidamente; huía él de los regalos corporales y maceraba su cuerpo con grandes rigores y abstinencias; pero hallándose en esto contrariado por sus compañeros, los cuales le despojaban del cilicio y por diversos medios impedían su abstinencia, inspirado por Dios pensó dejar el mundo con sus amadores y ofrecerse todo en los brazos del Crucificado con el hábito del crucificado San Francisco; y así lo hizo. Y habiendo sido recibido en la Orden siendo todavía joven, y encomendado a la vigilancia del maestro de novicios, llegó a hacerse tan espiritual y devoto, que alguna vez, oyendo al dicho maestro hablar de Dios, se le derretía el corazón como la cera junto al fuego, y con gran suavidad de gracia se recreaba en el amor divino; y cuando no podía estar de rodillas, se levantaba y, como ebrio de amor, se echaba a correr por la huerta, por la selva y por la iglesia, siguiendo como la llama el impulso del espíritu que le impelía.

Con el tiempo, la divina gracia hizo crecer a este hombre angelical, de virtud en virtud y en dones celestiales, y en los raptos y éxtasis   —120→   divinos, tanto, que alguna vez su mente era elevada al esplendor de los querubines, otras al ardor de los serafines, alguna al gozo de los bienaventurados, y otras a los amorosos y tiernos abrazos de Cristo, no sólo con gustos espirituales interiores, sino aun con manifiestas señales exteriores en el cuerpo; y singularmente una vez sintió con tal exceso en su corazón la llama del divino amor, que le duró el fuego más de tres años, en cuyo tiempo recibió maravillosos consuelos y visitas divinas, y muchas veces era arrebatado por Dios y parecía estar como ahogado y abrasado del amor de Cristo; lo cual sucedió en el monte santo de Auvernia. Pero como Dios tiene singular cuidado de sus hijos y les da, según los tiempos, ora consuelo, ora adversidades, según Él ve que necesita para mantenerse en la humildad y para acrisolar más y más su deseo de las cosas celestiales, plugo a la Divina Bondad, después de los tres años, privar al dicho fray Juan de los ardientes rayos del amor divino y de todo consuelo y alegría espiritual. Por lo cual fray Juan quedó sin amor de Dios, muy desconsolado, afligido y apenado.

En los momentos de su mayor angustia iba fray Juan discurriendo por el bosque de aquí para allá, llamando con voces, con llantos y con suspiros, al amantísimo Esposo de su alma, que se había alejado y huido de él, sin cuya presencia su alma no hallaba descanso ni reposo; pero ni en lugar alguno ni en nada podía recobrar al dulce Jesús, ni saborear aquellos suavísimos gustos espirituales del amor de Cristo de que antes, con tanta abundancia, había disfrutado.

Duró esta tribulación muchos días, en los cuales no dejó de llorar, ni de suspirar, ni de rogar a Dios que, por su piedad, le devolviese al amantísimo Esposo de su alma. Por último, cuando plugo a Dios dar por terminada la prueba de su paciencia y encendido su deseo, un día que fray Juan discurría por la selva todo afligido y atribulado, agobiado por la fatiga se sentó, recostando la cabeza sobre un haya: con toda la cara bañada en lágrimas, mirando al Cielo, se le apareció Jesucristo, viniendo por la misma senda que él había seguido; pero estando ya muy cerca, no le decía nada. Viéndolo fray Juan, y reconociendo claramente que era Jesucristo, inmediatamente se echó a sus pies, y con llanto copiosísimo le rogó humildemente, diciendo:

-Socórreme, Señor mío, porque sin Ti, dulcísimo Salvador, ando en tinieblas y llanto; sin Ti, mansísimo Cordero, camino   —121→   entre angustias y penas; sin Ti, Hijo de Dios Altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin Ti, siéntome desposeído de todo bien y ciego, porque Tú eres, mi Señor Jesucristo, la verdadera luz de las almas; sin Ti estoy perdido y condenado, porque Tú eres vida del alma y vida de la vida; sin Ti estoy estéril y árido, porque Tú eres la fuente de todos los dones y de todas las gracias; sin Ti me veo desconsolado, porque Tú eres, Jesús, nuestra redención, nuestro amor y nuestro deseo, pan confortativo y vino que alegra los corazones de los ángeles y los santos; ilumíname, Maestro misericordiosísimo y Pastor celoso e infatigable, porque yo, aunque indigno, soy ovejuela de tu rebaño.

Pero como el deseo de los varones santos, cuando Dios retarda el satisfacerlo, más y más se acrecienta en mérito y en amor, Cristo bendito se fue sin oírle ni hablarle nada, volviéndose por la misma senda que había venido. Entonces fray Juan se puso en pie y le siguió, y deteniéndole en su camino, con santa importunidad se echó a sus pies, y gimiendo y llorando le dijo:

-¡Oh, Jesucristo dulcísimo! Ten misericordia de mí, que estoy tan atribulado; escúchame por la multitud de tus misericordias y por la verdad de tus doctrinas, y devuélveme la alegría de tu semblante y la suavidad de tu palabra, puesto que toda la tierra está llena de tu misericordia.

Y Cristo, siguiendo su camino, ni le hablaba ni le daba consuelo alguno, haciendo como una madre con su hijo cuando le hace desear el pecho y le obliga a pedirlo llorando, para que luego lo tome con más gusto. Así que fray Juan, cada vez con mayor fervor y deseo, seguía a Cristo, hasta que, por último, Jesús se volvió a él y, mirándole con semblante alegre y gracioso y abriendo sus santísimos y misericordiosos brazos, le estrechó dulcísimamente contra su seno. Y al abrir los brazos, vio fray Juan salir del sacratísimo pecho del Salvador rayos de esplendente luz, que alumbraron toda la selva y también toda su alma y su cuerpo. Entonces fray Juan se arrodilló a los pies de Cristo, y Jesús bendito, lo mismo que a la Magdalena, le dio bondadosamente a besar su pie, y fray Juan, tomándolo con suma reverencia, lo bañó con tantas lágrimas, que parecía otra Magdalena, diciendo devotamente:

-Te ruego, Señor mío, que me libres de todos mis pecados, y por los méritos de tu santísima Pasión, y con el riesgo de tu santísima Sangre preciosísima, resucites mi alma a la gracia de tu divino   —122→   amor. Así podré seguir tus mandamientos, que yo amo con todo mi corazón y mi afecto, porque sin tu ayuda nadie podrá cumplirlos dignamente. Ayúdame, pues, amantísimo Hijo de Dios, porque yo te amo con todo mi corazón y con todas mis fuerzas.

Y estando así fray Juan repitiendo estas súplicas a los pies de Cristo, logró ser escuchado y recibió de nuevo la gracia, esto es, la llama del divino amor, y se sintió todo consolado y renovado. Al conocer que había recobrado el don de la divina gracia, comenzó a demostrar su gratitud a Cristo bendito, abrazando y besando devotamente sus pies. Y después, levantándose para mirar al Salvador cara a cara, Cristo extendió sus manos sacratísimas y se las dio a besar; y después que fray Juan las besó, se acercó y arrimó el pecho de Jesús y lo abrazó y besó su sacratísimo pecho; y Cristo abrazó y besó a fray Juan; y en estos abrazos y ósculos sintió fray Juan tanto aroma divino, que si todas las especies y aromas del mundo estuviesen reunidos en un punto, parecieran hediondo comparados con aquel aroma; y no sólo quedó fray Juan consolado e iluminado de aquella gracia, sino que el perfume en su alma duró muchos meses; y desde entonces de su boca, que había bebido de la divina sabiduría, en el sagrado pecho del Salvador, salían palabras maravillosas y celestiales que mudaban los corazones y alcanzaban grandísimo fruto en el alma del que las oía. Y en la senda del bosque, y a gran trecho alrededor de donde Cristo estampó las huellas de sus benditos pies, sintió fray Juan por mucho tiempo el aroma celestial y percibió el esplendor admirable de la luz divina. Y tornando en sí fray Juan después de aquel éxtasis, y desapareciendo la presencia corporal de Cristo, quedó su alma tan iluminada en las cosas divinas, que, no siendo hombre docto por el estudio humano, resolvía y aclaraba sutil y maravillosamente las más altas cuestiones de la Trinidad divina y los profundos misterios de la Santa Escritura. Y muchas veces después, hablando delante del Papa y de los cardenales, de los reyes y barones, de los maestros y de los doctores, todos se quedaban estupefactos escuchando las sublimes palabras y las profundísimas sentencias que fluían de sus labios.



  —123→  

ArribaAbajoCapítulo L

De cómo estando diciendo misa, el Día de Difuntos, fray Juan de Auvernia vio librarse muchas almas del Purgatorio


Diciendo misa una vez el dicho fray Juan, el día siguiente de Todos los Santos, por el alma de todos los difuntos, según ordena la Iglesia, ofreció con tanto fervor de caridad y con tanta piedad de compasión aquel altísimo Sacramento (que es, por su eficacia, el que las almas de los muertos desean, sobre todos los demás sufragios que les puedan aplicar), que parecía derretirse por la dulzura de la piedad y por la caridad fraterna. Y sucedió que en aquella Misa, levantando devotamente el cuerpo de Cristo y ofreciéndoselo a Dios Padre, y rogándole que por amor de su bendito Hijo Jesucristo, el cual, para rescatar las almas, había muerto en la cruz, se dignase librar de las penas del purgatorio las almas de los difuntos que habían creído en Él; y vio de pronto una infinidad de almas salir del purgatorio, a modo de las innumerables chispas de fuego que salen de una gran lumbre, y las vio entrar en el Cielo, por los méritos de la Pasión de Cristo, el cual todos los días se ofrece por los vivos y por los muertos en la Hostia sacratísima, digna de ser adorada por los siglos de los siglos. Amén.




ArribaAbajoCapítulo LI

Del santo fraile Jacobo de Falerone, y de cómo, después de muerto, apareció a fray Juan de Auvernia


En tiempos que fray Jacobo de Falerone, hombre de gran santidad, estaba gravemente enfermo en el convento de Mogliano, de la jurisdicción de Fermo, fray Juan de Auvernia, que vivía a la sazón en el convento de la Masa, al tener noticia de su enfermedad, como le amaba con filial cariño, se puso en oración por él, rogando a Dios devotamente con oración mental que diese al referido fray Jacobo la salud del cuerpo, si era conveniente para la del alma. Y estando en tan devota oración, fue arrebatado en éxtasis, y vio en el aire un gran ejército de ángeles y de santos sobre su celda, que estaba en el bosque, con tanto esplendor, que toda la comarca se hallaba iluminada;   —124→   y entre estos ángeles vio a fray Jacobo, el enfermo por quien rogaba, vestido con hábitos blancos y resplandecientes. Y vio también entre ellos al bienaventurado San Francisco, adornado con las sagradas llagas de Cristo y con mucha gloria; vio también, y reconoció, al santo fray Lucio, y a fray Mateo de Monte Rubiano, y a muchos otros frailes a los cuales no había visto nunca ni conocido en esta vida. Y contemplando así fray Juan con gran alegría aquel bienaventurado escuadrón de santos, le fue revelado a ciencia cierta la salvación del alma del dicho fraile enfermo, y que de aquella enfermedad debía morir; pero que no iría súbitamente después de morir al Paraíso, sino que tendría que pasar algún tiempo en el purgatorio. Y de esta revelación sintió fray Juan mucha alegría, considerando la salud del alma de su amigo, porque de la muerte del cuerpo no se cuidaba nada; pero con gran dulzura de espíritu le llamaba, diciéndole:

-Fray Jacobo, dulce padre mío; fray Jacobo, dulce hermano mío; fray Jacobo, fidelísimo siervo y amigo de Dios; fray Jacobo, compañero de los ángeles y de los santos...

Y con esta certeza y alegría volvió en sí, y saliendo del convento fue a visitar al dicho fray Jacobo en Mogliano, y le encontró tan grave, que apenas podía hablar; pero le anunció la muerte del cuerpo y la gloria y la salud de su alma, según la certeza que tenía por divina revelación, lo que recibió fray Jacobo con gran alegría de su alma, que se traslucía claramente en la sonrisa de su semblante; le dio gracias por la buena nueva que le traía, y se encomendó devotamente a sus oraciones. Entonces fray Juan le recomendó encarecidamente que después de la muerte volviese a hablar con él para saber cuál era su estado, y fray Jacobo se lo prometió, si se lo consentía la voluntad de Dios. Dichas estas palabras, como se acercase la hora de su tránsito, fray Jacobo comenzó a recitar devotamente aquel versículo del salmo: En paz y en vida eterna me dormiré y descansaré.

Y dicho este versículo con rostro alegre, pasó de esta vida a la otra. Luego que fue enterrado, fray Juan se volvió al convento de la Masa y esperó la promesa de fray Jacobo de que volviese a él, conforme le había prometido. Pero el mismo día, hallándose en oración, se le apareció Cristo con gran compañía de ángeles y santos, entre los cuales no estaba fray Jacobo; por lo que, maravillándose fray Juan, se lo recomendó a Cristo devotamente.

  —125→  

Al día siguiente, orando fray Juan en la selva, se, le apareció fray Jacobo acompañado de los ángeles, todo glorioso y alegre y le dijo fray Juan:

-¡Oh, padre queridísimo! ¿Por qué no volviste a mí el día que me prometiste?

Contestó fray Jacobo:

-Porque tenía necesidad de alguna expiación; pero en la hora misma en que Cristo se te apareció y tú me recomendaste, Cristo te oyó y me libró de todas las penas, y entonces me aparecí a fray Jacobo de Masa, Santo lego, el cual servía a la mesa; vio la Hostia consagrada cuando el sacerdote la levantó, convertida y transformada en forma de un bellísimo niño, y le dije:

-Hoy con aquel Niño me voy al reino de la vida eterna, donde nadie puede llegar sin Él.

Y dichas estas palabras, fray Jacobo desapareció, subiendo al Cielo con toda aquella bienaventurada compañía de los ángeles, y fray Juan se quedó muy consolado. Murió el dicho fray Jacobo de Falerone en la vigilia de San Jaime Apóstol, en el mes de julio y en el mencionado convento de Mogliano, en el cual obró la Divina Bondad por sus méritos, después de su muerte, muchos milagros.




ArribaAbajoCapítulo LII

De la visión que tuvo fray Juan de Auvernia, en la cual conoció toda la Orden de San Francisco


El citado fray Juan de Auvernia, por haber renunciado todo placer y consuelo mundano temporal, y puesto toda su esperanza y deseo en Dios, recibía de la Divina Bondad maravillosos consuelos y revelaciones, y especialmente en las festividades de Cristo; por lo que, aproximándose una vez la de la Natividad de Cristo, en la cual esperaba ciertas consolaciones de Dios sobre la dulce humanidad de Jesús, el Espíritu Santo le infundió en el alma tan grande y excesivo amor y fervor de la caridad de Cristo, por lo que Él se humilló hasta tomar nuestra humanidad, que verdaderamente parecía querer salírsele el alma del cuerpo y arder como una hoguera; y no pudiendo sufrir tanto ardor, se angustiaba y derretía y gritaba en alta voz, pues era tan fuerte el impulso del Espíritu Santo y tan   —126→   viva la llama de su amor, que no podía menos de gritar. Cuando el fervor era más vivo, le entraba tan cierta y clara esperanza de salvación, que no podía creer que, de morir entonces, hubiera de pasar por las penas del purgatorio; y le duró este amor más de seis meses, aunque el excesivo fervor no lo tenía de continuo, sino a determinadas horas del día. Después recibió maravillosas visitas y consuelos de Dios, y más de una vez fue arrebatado en éxtasis, como pudo observar el fraile que por primera vez escribió estas cosas. Entre otras ocasiones, una noche fue elevado en Dios y vio en él todas las cosas creadas, celestiales y terrenas, y todas sus perfecciones, grados y órdenes distintos; y conoció claramente que todas las cosas criadas se refieren a su Criador, y que Dios está dentro, fuera, encima y al lado de todas las cosas criadas. Al mismo tiempo conoció un Dios en Tres Personas, y Tres Personas en un Dios, y la infinita caridad, la cual hizo al Hijo de Dios encarnarse por obedecer al Padre. Y, finalmente, conoció en aquella visión, que no hay otro camino por el cual pueda el alma dirigirse a Dios y alcanzar la vida eterna sino Cristo bendito, que es el camino, la verdad y la vida del alma. Amén.




ArribaAbajoCapítulo LIII

De cómo estando diciendo Misa fray Juan de Auvernia, cayó como muerto


Al mencionado fray Juan, en el citado convento de Mogliano, según refirieron varios frailes que estaban presentes, le sucedió una vez un caso admirable: que la primera noche después de la octava de San Lorenzo, y antes de la Asunción de Nuestra Señora, habiendo rezado Maitines con los demás frailes en la iglesia del convento, se sintió poseído de la unción de la divina gracia, y se fue al huerto a meditar en la Pasión de Cristo y a prepararse con toda su devoción para celebrar la Misa que le tocaba cantar al día siguiente. Y cuando meditaba en las palabras de la consagración del Cuerpo de Cristo, esto es, Hoc est Corpus meum, y considerando la infinita caridad de Cristo, por la cual Él quiso no solamente rescatarnos con su preciosísima Sangre, sino también dejarnos para alimento del alma su Cuerpo y Sangre preciosísima, comenzó a aumentar en tanto grado su fervor y la suavidad del amor del dulce   —127→   Jesús, que ya no podía soportar su alma tanta dulzura, y gritando muy fuerte, como ebrio de amor, entre sí mismo no dejaba de decir:

-Hoc est Corpus meum.

Porque diciendo estas palabras le parecía ver a Cristo bendito con la Virgen María y con multitud de ángeles; y al decir esto, era iluminado por el Espíritu Santo en la profundidad y elevación de los misterios de aquel venerable Sacramento. Y cuando llegó la aurora, entró en la iglesia con aquel fervor de espíritu y con aquella ansiedad, repitiendo las referidas palabras, no creyendo ser oído ni visto de nadie. Pero había en el coro algunos frailes en oración, que lo vieron y oyeron todo. Y no pudiendo en aquel fervor contenerse por la abundancia de la divina gracia, gritaba; y así permaneció hasta la hora de decir Misa, en que, preparado, se dirigió al altar. Comenzada la Misa, el amor que sentía se hizo mayor, y crecía en intensidad a medida que avanzaban las ceremonias; y temiendo que aquel fervor y sentimiento de Dios le impidiese terminar la Misa, entró en gran perplejidad sobre si debía dejar que otro la celebrase o continuar él mismo la augusta ceremonia. Pero como otra vez le había sucedido cosa semejante y el Señor había moderado aquel fervor de modo que pudiese continuar la Misa, confiando en esto, no sin gran temor continuó celebrando el sacrificio; y al llegar al prefacio de Nuestra Señora, le comenzó a crecer tanto la divina ilustración y la suavidad celestial del amor de Dios, que al llegar al Qui Pridie, apenas podía soportar tan gran suavidad y dulzura. Llegado, finalmente, al acto de la consagración, y dichas la mitad de las palabras sobre la Hostia, es decir, Hoc est, en manera ninguna podía continuar adelante, sino que volvía a repetir las mismas palabras: Hoc est. La causa de no poder seguir adelante era el sentir y el ver la presencia de Cristo con multitud de ángeles, cuya majestad le anonadaba, y veía que Cristo no entraba en la Hostia, y la Hostia no se transustanciaba en el Cuerpo de Cristo, si él no profería la otra mitad de las palabras, esto es, Corpus meum. Y hallándose en esta ansiedad y no siguiendo adelante, el guardián y los demás hermanos y otros muchos más seglares que estaban oyendo Misa en la iglesia, se acercaron al altar y se quedaron maravillados de ver y considerar la actitud de fray Juan, por lo que muchos lloraban devotamente. Al cabo de algún tiempo, cuando por fin plugo a Dios, fray Juan profirió en alta voz: Corpus meum. Y súbitamente la forma de pan desapareció, y se vio en la Hostia a Jesucristo   —128→   bendito encarnado y glorificado, mostrando la Humildad y la Caridad, por las cuales se encarnó en la Virgen María, y todos los días baja a las manos del sacerdote que consagra la Hostia. Al llegar a este punto de la elevación, la dulzura de fray Juan tocó a su colmo. Acababa de levantar la Hostia y el cáliz consagrado, cuando fue arrebatado de sí mismo y privado de los sentidos corporales, y hubiera caído al suelo de espaldas, si el guardián, que estaba detrás, no le hubiese sostenido. Luego, cogiéndole los frailes y seglares que estaban en la iglesia, hombres y mujeres le llevaron a la sacristía como muerto, porque tenía el cuerpo helado y las manos tan rígidas, que apenas podía moverlas o extenderlas. De este modo estuvo casi muerto hasta la hora de tercia, arrebatado en éxtasis divino. Y como yo, que me hallaba presente a todo esto, deseaba saber vivamente lo que Dios le había deparado en este tiempo, tan pronto como volvió en sí me fui a él y le rogué por caridad de Dios que me dijese todas las cosas; y como él se fiaba mucho de mí, me lo refirió todo por orden, y, entre otras cosas, me dijo que, considerando que tenía delante el Cuerpo y Sangre de Cristo, su corazón se derritió como la cera al fuego, y su carne parecía no tener huesos: de modo que casi no podía levantar los brazos ni las manos, ni hacer la señal de la cruz sobre la Hostia ni el cáliz. También me dijo que antes de ser sacerdote, Dios le había revelado que debía desmayarse celebrando Misa, y como había celebrado muchas y aquello no sucedía, pensaba que la revelación de Dios no se cumplía. Y cincuenta días antes de la Asunción de Nuestra Señora, en que sucedió el referido caso, también le había sido revelado por Dios que esto sucedería próximamente alrededor de la Asunción; pero de la última visión no se acordaba, ni de la revelación que en ella el Señor le había concedido.

Aquí termina la parte primera de Las florecillas de N. P. San Francisco, a mayor gloria de Dios. Amén.



  —129→  

ArribaAbajoApéndice

Los dos siguientes capítulos hállanse en el Códice Fiorentino únicamente.

De cómo San Francisco apareció a fray León


Una vez, habiendo ya dejado San Francisco esta presente vida, deseó fray León ver de nuevo al dulce padre a quien amaba tan tiernamente mientras vivía, e impulsado por este deseo, rogaba a Dios con gran fervor que lo atendiese. Y así, concedido por su oración, le apareció San Francisco todo glorioso, con alas y uñas doradas, como el águila. Y estando fray León harto recreado y consolado con tan maravillosa aparición, lleno de admiración dijo:

-¿Por qué, padre mío reverendísimo, me has aparecido bajo una tan admirable figura?

Respondió San Francisco:

-Entre otras gracias que la divina piedad me ha dado y concedido, son estas alas, para que en cuanto sea invocado socorra a los devotos de esta santa religión en sus tribulaciones y necesidades, y su alma y las de mis frailes, como volando, las lleve a la suprema gloria; las uñas, tan grandes y fuertes y doradas, me son dadas contra el demonio, contra los perseguidores de mi religión, contra los frailes reprobados de esta santa Orden, para que los castigue con duros y ásperos zarpazos y amargos castigos. A loor de Cristo. Amén.



  —130→  
De cómo fray León tuvo en sueños una visión terrible


Vio fray León cierta vez en una visión y en sueños, que se preparaba el divino juicio. Vio a los ángeles sonando las trompas y diversos instrumentos, convocando maravillosamente a la gente en un prado. Y en una parte de la pradera fue puesta una escalera toda encarnada que llegaba desde la tierra hasta el cielo, y en la otra parte de la pradera fue puesta una escalera toda blanca que desde el cielo bajaba hasta la tierra. Encima de la escalera encarnada apareció Cristo como señor ofendido e irritado. Y San Francisco hallábase unos escalones más abajo, junto a Cristo, y, bajando unos escalones más, decía y exclamaba:

-Venid, hermanos míos; venid con confianza; no temáis; venid, presentaos al Señor, que os llama.

A la voz de San Francisco y a su imprecación iban los frailes y subían por la escala encarnada con gran confianza. Y habiendo subido todos, alguno caía desde la tercera grada, alguno desde la cuarta, otros de la quinta y de la sexta; y así caían todos, de modo que ninguno quedaba arriba sobre la escala. San Francisco, movido a compasión ante la ruina de sus frailes, rogaba, como piadoso padre por sus hijos, al Juez para que los recibiese con misericordia. Y Cristo señalaba sus llagas sangrientas y a San Francisco decía:

-Esto me han hecho tus frailes.

Y poco después, estando en estos ruegos, bajaba algunas gradas y llamaba a los frailes caídos de la escala encarnada, y decía:

-Venid, sed fuertes, hijitos y frailes míos; confiad y no desesperéis, corred a la escala blanca y subid por ella, y seréis recibidos en el reino de los cielos.

Y en la cúspide apareció la gloriosa Virgen María, Madre de Jesucristo, toda piadosa y clemente, y recibía a los frailes y, sin fatiga alguna, entraban en el reino eterno.

A loor de Cristo. Amén.







Anterior Indice Siguiente