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En anécdota narrada por el maestro Arbós.

 

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Las danzas sagradas en Babilonia, Egipto y Asiria eran danzas plurales, pero David danzó solo delante del arca, desnudándose ante el pueblo. (Segundo Libro de Samuel, Cap. VI, v. 20.)

 

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Puede verse su similar egipcia, juntamente con las bailarinas cheirónomas y mujeres que baten palmas en Kinsky, Op. Cit., p. 4 (pintura en una tumba de Daschour, Cuarta dinastía 2825 a. C.)

 

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Que servía para la resonancia. A veces se reducía a dimensiones mínimas, produciendo ya una especie de laúd. Véase la ilustración de Kinsky, Op. cit., pp. 11 y 21.

 

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En estos casos los musicólogos denominan lira al instrumento más parecido a la cítara griega. Vid., Kinsky, Op. cit., pp. 5 y 6.

 

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El coro en el teatro latino sube a la escena agrandada con ese objeto y entonces denominada pulpitum. Poco a poco interviene en el juego de los actores y de este modo termina por desaparecer en el sentido que tenía en el teatro griego para acercarse al tipo moderno de coro de la comedia, menos solemne y antiguo que el coro de la ópera. Respecto al significado del coro en la tragedia griega y particularmente en Eurípides es utilísimo leer el capítulo final del ensayo sobre ese trágico de Gilbert Murray: Euripides and his Age. (The Home University Library. Londres y Nueva York.)

 

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La máscara obedece al principio de la magia imitativa según el cual se opera sobre un objeto (persona o animal) imitando su forma exterior o sus movimientos. Así en las danzas mágicas con disfraces de animales o en las danzas sagradas en las que los sacerdotes-danzarines van ataviados fastuosamente (según la idea de lo suntuario en cada lugar y según los medios de que se dispone) en figuras frecuentemente monstruosas que representan a las divinidades. Los ejemplos que todos conocemos procedentes de pueblos primitivos (remotos o actualmente vivos) me excusan de mayores detalles. Diré únicamente que esa monstruosidad es, en su origen, ajena a toda idea de burla o risa; al contrario, es una manera de imponer, de asombrar a la muchedumbre, manera que en los pueblos primitivos está lejos de ser amable, como no lo eran las apariciones de Jehová ni de sus contrincantes en los países vecinos, ni en los primeros tiempos griegos o etruscos, fenicios o chipriotas. Los dioses egipcios tienen formas monstruosas de animales (los animales sagrados que les estaban dedicados por sus virtudes domésticas, su capacidad felina u otra simbolización, en ciertos casos, meteorológica). En el cortejo de Dionysos los sátiros que danzan con falos descomunales, aunque lleguen a provocar la algazara de las gentes ya en plena época de los ritos oficiales, tenían esa respetable procedencia: el histrión posterior, sin embargo, el comicastro bufo de los arrabales, no fue sino una degeneración de aquellos honorables y prepotentes cortejadores del dios vitícola. Si este era hermoso, como los dioses del Olimpo griego y, después, del romano es ya por otras razones. El Cristo ario de barbita rubia y ojos azules, esa imagen del Corazón de Jesús, es una mixtificación ridícula. Ha existido una polémica sobre el Cristo guapo y el Cristo feo: Jesús, campesino arameo, fue, inequívocamente, un semita flaco, de rasgos afilados, nariz aguileña, pelo crespo muy negro, tez olivácea y barba rala: siguen existiendo hoy paisanos suyos.

Los museos europeos y americanos abundan en máscaras rituales y totémicas de países extraeuropeos. Las máscaras del teatro griego consistían en unos armatostes de madera o de tela encerada o enyesada sobre la que se colocaba fenomenal peluca, rubia si se trataba de personajes jóvenes; gris, cuando de ancianos; roja si se simbolizaba la ira o la perfidia y así en otros casos hasta un total de veintiocho caracteres en la tragedia (hombres, mujeres, personajes nobles, esclavos, etc.) El drama satírico, más simple, solamente necesitaba tres máscaras diferentes. Los dramas simbólicos exigían máscaras a propósito para figurar ciervos, sierpes en la testa de las Euménides, perros, etc. Todos los actores, a más de los coristas, llevaban máscaras, y, algunas veces, los músicos. Un forro de fieltro las ajustaba a sus cabezas. La voz salía por un agujero en pabellón que remataba en una boca abierta. Otros dos agujeros correspondían a los ojos.

 

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La afición musical de los romanos fue creciendo desde los Gracos a Nerón y Vespasiano, pero siempre en un sentido de virtuosismo instrumental (sobre la cítara, principalmente), sin progreso propiamente dicho en su sentido estético.

 

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«En cuanto a saber por quiénes estaban creados los cantos populares, y sobre todo quiénes los difundían, basta volver el rostro a esos artistas ambulantes que se denominó primero histriones, después juglares, mimos y ministriles. Al persistir, por la razón precisa de su ínfima condición y de su papel de sembrador de diversiones, al través de las revoluciones, las invasiones, los cataclismos y las luchas que trastornaron el Occidente hasta el siglo V, el histrión es el depositario de las fórmulas populares. Su presencia está señalada por todas partes: unas veces para alabarle, como testimonia la carta conservada por Casiodoro (Paleografía Latina, de Migne, 69 col. 642) en la que, por añadidura, nos enteramos del empleo de la música instrumental de la pantomima; o bien, la correspondencia cambiada entre Clovis y Teodorico, en la que el rey franco pide y obtiene un citarista hábil en el arte de cantar acompañándose (Ibid., col. 571 y 574). Otras veces se le menciona con reservas, como Sidonio Appolinaire, quien nos enseña, además, que la representación escénica comprendía en su momento, no solamente un órgano hidráulico, sino un Phonascus (siglo VI. Dict. Arch. chrétienne, art. Chartres), un messochorus o jefe de coro, choraules que dirigían las danzas al son de la flauta, tocadores de lira, de timpanón y de salterio. (P. L. 58). Más lejos, este autor habla de las bufonadas de los histriones, pero éstos encontraban jueces más severos que él en ciertos eclesiásticos: Arnobio (Ibid., II, col. 881) nos hace una descripción muy viva de los bailarines y bailarinas, asemejando estas a las cortesanas. A fines del siglo VIII o comienzos del IX, el reformista Agobardus se arma de un texto de San Jerónimo (Ibid., CIV, col. 335) para incriminar no sólo el canto de los instrumentos, sino incluso las inflexiones seductoras y afeminadas de la voz de los poetas, comediantes y mimos. Los histriones se introducen en la Iglesia y aún en casa de los eclesiásticos (Baluze, Monum. I, col. 597) y son objeto de textos prohibitivos de ciertos concilios, por lo demás inoperantes. (Vid., Du Change: Dissertation sur l'histoire de Saint Louis.) Nada prevaleció contra el favor de que gozaban estos trotamundos: existían aún en los siglos XII, XIII y XIV y fueron los grandes propagadores de la música de los troveros y de los trovadores». A. Machabey: Histoire et Evolution des Formules Musicales. París, 1928, pp. 33-35. Véase también: R. Menéndez Pidal: Poesía juglaresca y juglares. Madrid, 1925.

 

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«En la tragedia (latina), se mantiene al coro con su doble función normal de canto y de danza... En la comedia no hay ya coro, pero hay canto o algo que se le parece. En los manuscritos de Plauto se encuentra a la cabeza de ciertas escenas las mayúsculas indicadoras D, V y C. Las letras D V indican el parlato, el declamado (diverbium) de los personajes. La C es abreviatura de la palabra canticum, canto. Estas cantica denominaban las escenas de carácter lírico, por lo menos en su origen, de lo cual no existe duda. Donato nos informa de que el nombre del compositor estaba mencionado en el título de la pieza junto a los del Poeta y del actor principal. Sabemos que en las Atelanas y en los mimos, forma primitiva de las representaciones dramáticas, había cantos; pero es muy posible que esta palabra canticum haya ido perdiendo poco a poco su sentido etimológico terminando por indicar un simple cambio en la versificación, en la que no siempre estaba implicada la idea de una música real. Así dice Virgilio: Arma virumque cano..., canto los hechos de un héroe, cuando lo que en realidad estaba haciendo era escribir en lugar de cantar. J. Combarieu: Histoire de la Musique. Vol. I. Cap. XIII). Véase lo anteriormente dicho acerca de la poesía escrita en los tiempos de la llamada decadencia griega, que heredan los latinos para llevarla a su punto extremo, al final de un mundo cultural que sustituyeron tanto las nuevas ideas sobre el hombre y la sociedad (aportadas por el cristianismo de las colonias de esclavos griegos en Roma, después convertidas en nueva forma de religión de Estado o sea de política, tras San Pablo) y por la entrada de considerables raudales de sangre exótica, bárbara o sarracena. Sobre el sentido del canto como tonillo en la declamación de los oradores romanos, que se mezcla en los primeros cristianos a la salmodia de procedencia oriental, véase: A. Machabey: «Études de musicologie pré-medievale» en la Revue de Musicologie, París, 1935-36. He recogido lo sustancial en los primeros capítulos de mi libro próximo a publicarse La Música en la Sociedad Europea (desde comienzos de la época cristiana hasta fines del siglo XVIII).

Los latinos conservaron el aulos griego (y oriental) en la tragedia, (con el nombre de tribia) pero aumentando su número. Su carácter plañidero sigue reconociéndose como tal y se le emplea sobre todo en los entierros (como en el treno).