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Las ideas sobre la educación de la mujer en Juan Valera

María Remedios Sánchez García


Universidad de Granada



Son conocidas por la mayoría del público las novelas del prestigioso escritor egabrense del siglo XIX, D. Juan Valera y Alcalá Galiano (1824-1905); en casi todas ellas las protagonistas son mujeres de la incipiente clase media en la Andalucía rural, féminas con una cierta cultura tal y como se refleja en las intervenciones que tienen en los textos (cultura que en casi ningún caso está justificada, puesto que varias de estas mujeres han prosperado por casamiento y antes de contraerlo no tenían medios para obtener esa educación). Pepita, doña Luz, Juanita, doña Inés, etc., todas muestran interés por leer y se muestran como «peritísimas» y «doctísimas» en las artes que entonces se consideraban propias de las mujeres, esto es en la costura, el vestir y el aseo, devotas lectoras de libros religiosos y magníficas cocineras (las características de la mujer prototípica del momento histórico, la mujer que le gustaba a Valera, inteligente y sumisa a la vez, y obviamente dependiente del matrimonio con un hombre apropiado para consolidar o mantener su posición social).

Esta parte práctica que refleja en sus novelas es el producto de unas ideas teóricas que refleja en varios artículos (bastante poco conocidos, por desgracia) referidos a este asunto y que muestran su posición sobre la educación femenina. Los artículos a los que nos referimos se encuentran insertos en un compendio titulado Meditaciones utópicas sobre la educación humana1, probablemente uno de los menos conocidos del cordobés universal pese a su indudable interés. Es el deseo del presente trabajo mostrar cómo éstas ideas teóricas, escritas 15 años antes de empezar su periplo novelístico con Pepita Jiménez2, se reflejaron luego en las novelas de forma clara y fiel; eso nos muestra que Valera no varió su forma de entender a las mujeres y su posición en toda su larga vida, que ocupa los últimos tres cuartos del siglo XIX y un lustro del XX.

Es como mínimo curioso que un hombre coma Valera, que por sus cargos políticos viajó por todo el mundo, mantuviese esta forma de pensar más de sesenta años3; ¿es que la forma de ver a la mujer no varió en tanto tiempo? Pensamos que no, y que desafortunadamente, un hombre tan brillante como fue Valera se quedó un poco anticuado en este asunto del papel femenino en la sociedad.

Volviendo al texto base de este estudio, en el capítulo VIII4 hace referencia a la importancia de la educación corporal, complemento «de los estudios de primeras letras»5, haciendo mayor hincapié en la de las mujeres; entiende que lo fundamental para las mujeres es que «debe educarse a la mujer de suerte que pueda ser en lo futuro excelente madre de familia, hacendosa, económica y hábil en la costura y otras labores de manos y en el gobierno de la casa. De todo esto deben aprender las niñas en la amiga, tanto o más que de leer y escribir y de los otros estudios de primeras letras»6. En ese último pensamiento se resume mejor que en todo el texto la visión que de las funciones de la mujer en la sociedad tenía un hombre liberal de la época. Un hombre con tanta relevancia social como era D. Juan Valera. A pesar de esos fines para los que normalmente iba destinada la mujer, Valera entiende que debe recibir la educación apropiada, al igual que el hombre hasta los catorce o dieciséis años7 aunque luego muchos de sus conocimientos no los aplicase con fines prácticos. No es que discriminase a sabiendas a la mujer por considerarla un ser inferior; más al contrario, Valera consideraba que tan capacitada podía estar una mujer como un hombre, pero estimaba que las capacidades para desarrollar unas determinadas actividades frente a otras dependían del sexo del individuo8. Es en el alma, que para nuestro escritor no era neutra, donde estriba la diferencia que determina las destrezas de cada cual.

En este momento histórico trataba de formarse el movimiento feminista al que Valera atacó de manera despiadada en esta serie de artículos reputándolo «ridículo» y «risible». Para él pues, el papel principal de la mujer estaba en el hogar dirigiendo la casa y cuidando del esposo e hijos y la hembra no debía intervenir para nada en la vida pública, siempre destinada al varón. Eso no significaba (según él) que considerase a la mujer como un ser imperfecto frente al hombre; más al contrario, entendía que su labor era importantísima: «la mujer forma, cría y modela al hombre no sólo materialmente, concibiéndole y llevándole en sus entrañas, sino también moral e intelectualmente, influyendo en su espíritu»9. Por eso es muy importante cultivar su educación, incluso más que la del hombre, porque luego en su papel de madre tiene que educar a sus descendientes y en su labor de esposa, hermana o enamorada, aconsejar, animar y dar confianza y fe en sí mismos a los hombres de su familia para que logren las más difíciles empresas a las que sea posible aspirar cada uno, claro está, desde su posición social. Por lo tanto hay que educarla desde niña para «cumplir tan altos menesteres»; y ¿cómo debe ser esa educación, esa formación general para la mujer?; pasamos ahora a ello.

En primer lugar, debe ser el Estado como institución el que proporcione y pague esos años de enseñanza general (que los padres deben apoyar) porque, como ya hemos manifestado, pensaba que era necesaria paro el desarrollo del país, aunque no todos los alumnos alcanzasen el mismo nivel (por sus circunstancias, por sus capacidades etc.) aunque debían realizar algunos exámenes para acreditar, por lo menos, unos conocimientos básicos. Esa educación, según don Juan, no va encaminada a que la mujer ejerza tal y como decíamos antes una profesión sino a que sea «mujer cabal o todo lo perfecta de cuerpo y de alma que en su condición natural es factible»10, a que fuese una perfecta casada -que diría Fray Luis de León- y una madre amantísima.

Establece desde el principio las virtudes de la mujer: recato, honestidad y pudor; y que son diferentes a las del varón que debe destacarse por su valentía y entereza en codo momento. De lo dicho se deduce como debe ser el carácter de cada uno, no como persona sino como individuo de un determinado género, pues lo que son virtudes en el uno son corrupciones en la otra y viceversa.

Además de lo dicho nuestro autor insiste en que la mujer debe empezar a preocuparse por su aseo personal: en la época no era frecuente que las mujeres consideradas como «dignas» se lavasen y cuidasen su cuerpo con esmero; se consideraba una especie de perversión que la alejaba de la moral y la religiosidad. Valera opina lo contrario y reafirma la importancia del aseo para poder servir mejor a Dios y a los demás y para procurarse una buena higiene que prevenga las enfermedades.

Las faenas castras deben ser dominadas por las señoras a pesar de que por su posición económica no estén obligada a hacerlas. Hilar, tejer y coser son conocimientos fundamentales para las féminas, que deben dedicar su atención a estos menesteres pese a que la técnica (entonces había aparecido la máquina de coser) hiciese va innecesario tal preparación: de todas formas no todas las mujeres -solo una minoría- tenían acceso a estos adelantos técnicos y era imprescindible conocer la forma de cortar y coser la ropa amén de zurcirla cuando fuese necesario porque era una tarea cotidiana para una mayoría.

Entre las destrezas para los asuntos caseros, sobresale por la importancia que se le da, la habilidad culinaria. Toda mujer, cualquiera que sea su condición debe dominar las artes de la cocina; Valera se quejaba amargamente de que tales adiestramientos se estuviesen perdiendo y de que la cocina nacional -a la que él tan aficionado era- se estuviese olvidando, ya en las formas de prepararla y condimentarla, ya a la hora de preparar dulces y confites propios de nuestra tierra. Esos conocimientos consideraba que eran fundamentales porque los individuos bien alimentados podían prestar mejor servicio a la patria, cualquiera que fuese el oficio que desempeñasen: «Los que comen mal, sin gana y sin deleite, suelen digerir peor, contraen enfermedades y vivir acaso desmedrados, canijos y acaso cacoquimios»11, o sea, ser personas inservibles para el progreso de la nación que era lo que a él le preocupaba.

Sintetizaremos las ideas de Valera sobre en qué debe centrarse la educación femenina:

1.- Las competencias para ser capaz de hacer unos menesteres frente a otros dependían del sexo del individuo12. Es en el alma, que para nuestro escritor no era neutra, donde radica la diferencia que establece las habilidades de cada cual. Hay que preparar a la mujer fundamentalmente, aparte de enseñarle a leer y escribir, para que sepa controlar los menesteres domésticos; esto es:

a) Cocinar.

b) Coser y bordar.

c) En caso de estar en buena posición económica, saber controlar y supervisar a los criados.

2.- La mujer tiene que estar preparada para educar apropiadamente a los hijos y estimular al marido.

3.- La mujer debe aprender a influir, alentar y dar apoyo y fe en sí mismos a los varones de su casa para que sean capaces de rendir lo máximo para la sociedad.

4.- Determina que la fémina debe ser educada para poseer las virtudes determinadas por su sexo; éstas son comedimiento, honestidad y decencia, frente a las cualidades del varón, que debe señalarse por su bizarría y fuerte carácter.

5.- Influencia del aseo para poder servir mejor a Dios y a los demás y para procurarse una buena higiene.

Una vez delimitado el marco teórico en el que expresa sus ideas, veamos como aplica este marco teórico a una de sus novelas, la más famosa de ellas: Pepita Jiménez13.


Mujer: reina y señora del hogar

Lo primero es centrar el personaje en la obra: Pepita es una joven viuda de veintidós años, que tras haber estado casada con un anciano de 80 años y haber fallecido éste, se enamora de D. Luis, un joven seminarista, hijo del cacique local. El joven había venido a despedirse de su padre antes de tomar las órdenes, pero tras ver a Pepita se va enamorando progresivamente de ella hacia que finalmente el matrimonio se lleva a la práctica y él abandona su idea de ser misionero.

Pepita vive sola en una gran casa sólo acompañada por los criados que la sirven. De todas formas, aunque no sea ella la que acometa las tareas domésticas, se ve su mano detrás de la forma en que se realizan en su hogar, todo lleno de detalles y de distinción femenina que acredita su conocimiento de tales labores. Con esto gana muchos puntos en la estimación de D. Luis que observa todo lo que hay a su alrededor con gran minuciosidad tal y como delatan las descriptivas cartas que envía a su tío; en una de ellas precisamente alude a esto:

«Tiene la casa limpísima; y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo. Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos14 toda la casa»






Las actitudes de una buena madre y esposa

Ya antes hemos indicado que Pepita se había casado con D. Gumersindo teniendo éste 80 años y ella 16 y no tuvieron hijos. La diferencia de edad era amplia -más de 60 años- por lo que las formas de pensar y de entender el mundo debían ser forzosamente diferentes; todo esto amén de que el anciano debía tener unas costumbres adquiridas a lo largo de su vida, a las que Pepita, como buena esposa (aunque no estuviese enamorada de su viejo tío) tuvo que adaptarse. Y debió de hacerlo bastante bien y así lo demostró a todos:

«que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba y le regalaba con un esmero admirable, y quo en su última y penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto hasta que el viejo murió en sus brazos, dejándola heredera de una gran fortuna»15.



Ahora que ya es viuda sabemos que la pretende el padre del protagonista; D. Pedro, un hombre maduro también, aunque no tanto como su anterior esposo; ella parece no atender a sus ruegos amorosos, pero de todas maneras lo respeta profundamente y en un momento en que todavía no están muy claras las cosas para D. Luis respecto a un posible matrimonio de la joven con su padre, éste le indica a su tío que la joven se comporta con él con la corrección debida y propia de una mujer bien educada (aunque sabemos que como Pepita había sido pobre antes de casarse no había podido recibir esa educación; luego Valera trata de decir que este comportamiento es innato y no aprendido, lo que añade más valor a la actitud de la chica):

«Me trata con el afecto natural que debe tener al hijo de su pretendiente don Pedro de Vargas, y con la timidez y encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias, que no es sacerdote aún pero que pronto va a serlo16»



Posteriormente y una vez que se ha consumado el matrimonio con D. Luis vuelve a tratar el tema de la buena esposa, que consuela y apoya a su marido en los momentos difíciles que pasa éste a nivel espiritual (ya sabemos que su economía estaba bastante saneada, luego no tenían problemas económicos que le pudiesen quitar el sueño). Valera explica así una anécdota que se produce tras la muerte del padre Vicario en loor de santidad: es entonces cuando D. Luis vuelve a pensar en cómo hubiese sido su vida si se hubiese convertido en sacerdote, pero su abnegada esposa consigue consolarle:

«Luis se compara con el Vicario y dice que se siente humillado. Esto ha traído cierta amarga melancolía a su corazón; pero Pepita, que sabe mucho, la disipa con sonrisas y cariño.»17



Para finalizar el texto y remachar la importancia que tiene un matrimonio bien avenido, no sólo en beneficio de los esposos sino en el de la sociedad, indica:

«Así con el afecto que se tienen y la ternura y cordialidad con que se tratan y tratan a todo el mundo ejerce aquí benéfica influencia en las costumbres»18






Las estrategias de influencia femenina

Al enviudar, Pepita no ha nombrado un hombre que maneje sus bienes y sus fincas, sino que es ella la que se ocupa de ello; son sorprendentes los conocimientos que posee sobre cómo aumentar su caudal y hacer producir a las propiedades (recordemos de nuevo que no había tenido instrucción alguna para ello). De todas formas, como ella es consciente de que el rol social de una mujer le impide saber del tema más que los hombres, no alardea de sus conocimientos sino que es muy comedida para expresarlos para que éstos no se sientan ofendidos:

«Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida; se habló de flores, de frutas, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en competencia conmigo, con mi padre y con el señor Vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita y jura que en los setenta y pico años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda Andalucía, no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice.»19



Hasta este momento Pepita Jiménez ha tenido buen cuidado en utilizar sus conocimientos para hacerse notar por «el curita», pero no ha hecho más que empezar; así durante algún tiempo más va penetrando en la mente y en el corazón de D. Luis lentamente, como si no tuviese ninguna intención de simpatizarle más de lo común, aunque nosotros podamos pensar que sí:

«No se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie, ni de atraer a nadie con lo dulce de su mirada. Se diría que cree que los ojos sirven para ver, y nada más que pera ver. Lo contrario de lo que yo, según he oído decir, presumo que creen la mayor parte de las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen de sus ojos un arma de combate y como un aparato eléctrico o fulmíneo, para rendir corazones y cautivarlos»20.



Parece una bonísima mujer que se preocupa por ellos porque considera a D. Pedro su amigo, y aprecia a Luis por añadidura, como hijo de un caballero al que respeta y aprecia; nunca intenta directamente hacerse obedecer en sus deseos por el padre y tampoco por el hijo, sino que con sutileza intenta persuadirles de lo que ella cree que es mejor, pero recalcamos: nunca como imposición. Eso, a ojos de Luis, le sorprende e impresiona a la vez, porque su padre no es precisamente un hombre dócil:

«El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en verdad mucho de raro»21



Poco después y con las mismas maneras que utiliza con el padre (y que tan buen resultado le dan) intenta convencer a nuestro D. Luis de la importancia de aprender a montar a caballo «para su futuro como misionero y sacerdote»; de nuevo no utiliza la imposición, sólo la sugerencia mediante reflexiones que convencen más que las ordenanzas. Ella no ordena, sólo «sugiere» y se supone que es el hombre el que finalmente decide lo que es mejor (y obviamente hace lo que ella dice):

«Estos y otros razonamientos más adujo Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo y quedé tan convencido de lo útil que es la equitación para un misionero, que le prometí aprender enseguida, tomando a mi padre por maestro [...] Aquella noche dije a mi padre mi deseo de aprender a montar. No quise ocultarle que Pepita me había excitado a ello»22.



Y como todo esfuerzo tiene su premio, Pepita premió a Luis por haber aprendido a montar a caballo tan rápido:

«La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibió entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a hacer conmigo: me alargó la mano»23.



A partir de ese momento los disimulos fueron menores; creemos que ella ya estaba absolutamente enamorada y ya le era imposible ocultarlo por más tiempo, sabiendo que si no conseguía enamorarle. Luis se haría cura prontamente. De todas formas no actúa de forma directa (hablando con él sobre el tema) sino que sólo se insinúa; ¿cómo?: mediante miradas:

«... yo he creído notar dos o tres veces un resplandor instantáneo, un relámpago, una llamarada fugaz devoradora en aquellos ojos que se posaban en mí»



El chico, que no es tonto del todo, comienza a darse cuenta de esto y le da que pensar (y en este caso que escribir, porque todo se lo cuenta a su tío el deán) aunque no se atreve casi ni a cavilarlo por temor a que su conciencia respondiese como la de la joven y él se creía llamado al sacerdocio y, no quería que nadie ni nada lo apartase de esa idea; sin embargo no puede evitar especular algo sobre esto:

«... Según mi padre la mujer es quien se declara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde a su propia conciencia, y de las cuales, más que leer logra el hombre a quien van dirigidas adivinar su significado».24



Lo que en principio pensó que no era más que producto de su pensamiento, se va confirmando: las miradas de Pepita se hacen más insistentes para lograr llamar su atención; indudablemente lo consigue:

«No era sueño, no era locura: era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a usted. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. [...] Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga cuya fascinación es ineluctable»25



Don Luis ya está hechizado por los ojos de la dama (verdes como los de Circe) y asustado por tan terrible pecado que poco a poco le está haciendo olvidar su vocación, decide marcharse rápidamente del lugar y olvidarla porque cree que todavía está a tiempo; sin embargo, Pepita no se rinde. Fracasada su anterior estrategia (aunque como hemos visto no falló realmente del todo) aplica otra también muy femenina; no impone, no recrimina nada (a pesar de que Luis la había mirado con igual intensidad que ella a él y le había hecho concebir esperanzas), simplemente con su actitud pudibunda, con un fingido encogimiento aplica otra maniobra:

«De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía... Dos lágrimas trotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas... Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso»26



Ahora comienza la verdadera tensión narrativa en el texto como muestra de la desesperación de ambos enamorados: ni él quiere renunciar a su vocación a pesar de que tampoco es capaz de decírselo a ella, ni ella quiere renunciar al amor que siente por primera vez por un hombre joven y soltero con el que ahora puede contraer matrimonio por amor y no por interés como el primero. Él persiste, ahora desesperadamente en la idea de marcharse del lugar, de huir de ese amor, y Pepita, sabiendo que sólo le queda una oportunidad para no perderlo (él se marchaba al día siguiente) decide aprovecharla y llegar hasta el final, pase lo que pase:

«El carácter de Pepita , en quien los obstáculos recrudecían y avivaban más los anhelos; en quien una determinación, una vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse cumplida, se mostró entonces con notable violencia y rompiendo todo freno. Era menester morir o vencer en la demanda»27



Y venció cuando ya se creía perdida, cuando D. Luis había desbaratado todas las razones que le había dado para que se quedase y se marchaba irremisiblemente; la última estrategia de Pepita, la aplicación llevada al grado sumo de sus armas de mujer (cuando desesperada por no conseguir que D. Luis la quiera se marcha a la alcoba y él la sigue); de todas formas, después de consumado el acto de amor supremo, se arrepiente de lo acaecido porque sabe que así D. Luis no puede quererla realmente. Tiene que conseguir ahora para rematar que él olvide ese «desliz de la alcoba» para que la crea pura y se quede a su lado como marido; así se justifica:

«Nada tengo que decir en mi abono; mas no quiero que me creas más perversa de lo que soy. Mira, no pienses que ha habido en mí artificio ni cálculo ni plan para perderte»28



Y él, después de pensarlo unos instantes; se abraza a ella y le promete que abandonará su vocación que se acaba de dar cuenta que no es auténtica, por el amor de Pepita. Es consciente de lo que debe haber significado para Pepita permitirle entrar en el aposento porque ella no es una meretriz, sino una mujer que lo ha dado todo par un amor verdadero.




El carácter apropiado de una mujer

Dos rasgos marcan el carácter de Pepita: uno es la inteligencia discreta y apropiada para una mujer (aunque Valera la llame de otra forma) y otro la religiosidad; empecemos comentando el primero, que podríamos haber incluido también en el apartado titulado «Las estrategias de influencia femenina», pero que creemos oportuno remarcar aquí, porque no sólo es una estrategia, también forma parte de su carácter y de la actitud que, según don Juan, debían tener las féminas.

La inteligencia se le reconoce desde el principio, pero como es una mujer no se le llama inteligencia sino que se sustituye por «despejo natural» y así dice:

«es de gran despejo natural»29



Además se comporta como una mujer bien educada frente al sacerdote en ciernes y da la impresión de tener una instrucción, que como hemos dicho anteriormente, es imposible que tuviese por la estrechez en la que vivió hasta su matrimonio. Parece como si realmente hubiese tenido esa formación teórica que consideraba Valera que era fundamental para la mujer; nada más conocerla y antes de desencadenarse el enamoramiento, Pepita se muestra así a los ojos de Luis:

«no se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación [...] Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.»30



De nuevo se refiere a la modestia y a la naturalidad, al no darse importancia por conocer los avatares del campo y dirigir su hacienda (en este caso en concreto) que es oficio de hombres para no humillar a éstos con una ilustración en esos menesteres que no eran propios de su sexo.

El otro rasgo fundamental de una mujer adecuada del siglo XIX es la religiosidad y en Pepita se da en grado sumo:

«... se supone que tiene llena el alma de la más ardiente devoción, y que su constante pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad religiosa»31



Su casa está llena de objetos religiosos, incluido un niño Jesús de talla que no es un objeto de adorno, sino que ella siente profunda devoción por él; sólo en las casas de los pudientes se podían encontrar imaginería de la calidad de la que aquí se describe:

«En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un Niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo [...] El altarito en que está el Niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor, macetas de brusco y laureola»32.



Entre sus virtudes destacan la caridad y la compasión cristiana, que como ya dijo Valera debían relucir siempre en el carácter femenino; así lo explica Luis:

«El señor Vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo, en suma me dijo que era una santa»33.






El aseo de la mujer

En un siglo en el que hemos dicho que no estaba bien visto que las mujeres se lavasen y cuidasen su estética, Valera, tal y como antes había expresado en sus escritos teóricos nos muestra a una mujer que sí se interesa por estos asuntos y que intenta estar lo más bella posible aunque intenta no demostrarlo demasiado:

«Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que pudiera creerse en otra persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo»34



Valera, consciente de que esto era algo que le iban a criticar a su personaje, lo justifica así:

«¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea?»35



Este aseo colabora, como parte de la estrategia femenina para conquistar de una vez al desconcertado seminarista; la última noche antes de que marchase D. Luis y la abandonase para hacerse cura, hizo el último esfuerzo aunque con pocas esperanzas (como ya hemos dicho antes). A las palabras unió la belleza estética como forma de seducción:

«A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir, y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar, y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y en arreglarse para recibir a don Luis [...] En suma, miró instintivamente a que todos los pormenores del tocador concurriesen a hacerla más bonita y aseada, sin que trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo y del tiempo gastados en aquellos perfiles, sino que todo resplandeciera como obra natural y don gratuito»36.



Ya lo hemos visto: toda su teoría es aplicable en esta novela, piro es que si hacemos lo mismo con cualquier otra novela de tinte costumbrista, por ejemplo, Juanita la Larga escrita veinte años después que Pepita Jiménez y más de treinta con respecto a los textos teóricos, el resultado es el mismo. Queda demostrado con esto que no hay mucha evolución en la forma de pensar del magnífico polígrafo con respecto a la educación femenina y su plasmación en la realidad, o lo que él entendía que era la realidad que reflejaba en sus textos. Valera siempre fue Valera; siempre fue fiel a sí mismo y a sus ideas y eso es lo que engrandece su prosa y lo convierte en uno de los genios de la literatura universal.







 
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