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Las leyendas geográficas del Perú de los Incas



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ArribaAbajoEl Dorado

La leyenda del Dorado nació de simples decires -como nacen las leyendas- durante los primeros viajes que los españoles llevaron a cabo a lo largo de la costa situada al Sur de Panamá.

Las naves de Andagoya en 1522 y las de Pizarro en 1524, después de tocar en Puerto Piñas, en el grupo de las Islas de las Perlas, y sucesivamente en la bahía de San Miguel, deslizábanse, rumbo al Sur, al reclamo persistente del oro, manteniéndose a la vista de una poderosa cordillera aurífera: la de Chocó.

Los cosmógrafos de la colonia aplicaban desde aquellos días a aquella sección del continente americano el nombre de Castilla del Oro.

Oro es choque en la lengua aimara, y ccori en la quechua.

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Nada más probable que Chocó derive del primero de tales nombres indianos.

Torcido el cabo Passao, ambos exploradores aportaron, cada cual en su debido tiempo, a la bahía y pueblo de Coaque, o Ccori-Hagqque, nombre que, vertido al castellano, expresa el Hombre de Oro, el Hombre Dorado, el Dorado; y allí cogieron, efectivamente, la primera cantidad apreciable del oro del que iban en busca, bajo la forma de idolillos, patenas y utensilios domésticos.

Inquiriendo acerca de la procedencia del codiciado metal, supieron que, hacia Oriente, multitud de ríos menores, afluentes de un río mayor -el Marañón-, acarreaban el tributo de sus arenas, saturadas de oro, hacia una comarca asombrosamente rica, cuyo régulo acostumbraba a revolcarse materialmente en oro, por determinadas fechas del año incaico, hasta relucir su cuerpo como un ascua.

De allí el nombre de El Dorado con que fué bautizado por los españoles aquel fantástico personaje.

La leyenda del Dorado, contemplada en sus elementos constitutivos, es la siguiente:

Al pie de la cordillera de los Andes, en cuyos ventisqueros tienen su naciente los ríos de mayor caudal del sistema amazónico, recatado entre ásperas selvas y rodeado de misterio, existió un reino, sobre el que Natura tuvo a bien derramar con pasmosa liberalidad sus dones, por lo que respecta al más preciado de los metales: el oro.

Las calles de sus ciudades estuvieron empedradas de oro, de oro fueron sus edificios, y de oro los utensilios más usuales empleados por sus afortunados moradores.

Su soberano tuvo por costumbre bañarse por determinadas fechas del año incaico en polvos de oro.

Dábase a aquel reino maravilloso el nombre de Paitití, y aun el de Omagua, y a su ciudad principal el de Manoa.

Han escrito acerca del Dorado, de sus régulos, de su laguna y de su oro el jesuita Bernabé Cobo; el obispo Lucas Fernández de Piedrahita, en su Historia general del Reino de la Nueva Granada; el bachiller Francisco Vásquez en su Vida   —311→   de Pedro de Urzúa; Ciro Vayo, en sus Caballeros del Dorado; el Marqués de Fuensanta del Valle, en su Relación de la jornada de Pedro de Urzúa a Omagua y El Dorado; Adolfo Bandelier, en su Gilded Man; Ricardo Palma, en sus Tradiciones peruanas; Jenaro Herrera, en sus Tradiciones de Loreto.

Para ese conjunto de escritores la leyenda del Dorado no pasó de ser una simple conseja, parto de la mente española, trastornada por la fiebre del oro, sin la menor base de realidad posible.

Nosotros opinamos de distinta manera.

Para nosotros, a orillas de los grandes ríos de la vertiente oriental de la Cordillera de los Andes, que llevan el tributo de sus aguas al poderoso Amazonas, se ha verificado durante siglos una concadenación de sucesos relacionados con la economia del Imperio de los Incas, sin la cual no habría podido formarse la leyenda del Dorado.

En otras palabras: el personaje Dorado «ha existido» y su baño periódico en polvos de oro ha sido cosa de realidad.

Indúcenos a pensar de esta suerte la voz manu, que hallamos vigente en los siguientes nombres de la región contemplada por la leyenda del Dorado: Manu, Mano, Manaos, Tahuamanu, Tahuantinmanu, Cuntamanu, Manuripe, etc.

Manu es voz de la lengua quechua que expresa deuda, tributo o cantidad de especies que una determinada comunidad estuvo obligada a pagar, dentro de determinados plazos, a los factores del Inca.

Es de creer que a orillas de los ríos de la hoya amazónica, en cuyo nombre repercute la voz manu, acostumbraron a citarse, por una parte los factores del Inca, y por otra las comunidades ribereñas sometidas al tributo conocido con el nombre de manu, el cual, tratándose de una región eminentemente aurífera, como la amazónica, ha debido consistir en determinada cantidad de polvo de oro.

En dichos parajes se practicó verosímilmente la operación de exigir y satisfacer el manu aurífero.

En Manu, nombre de río, se alude verosímilmente a que en cierto trecho de sus orillas determinadas comunidades pagaron   —312→   el tributo aurífero; en Tahuamanu (literalmente «cuatro manus»), a que en sus orillas pagaron el manu aurífero cuatro comunidades.

En los nombres Manuripe y Cuntamanu, el afijo cunta y el sufijo ripe modifican la idea de manu.

Juntadas las arenas auríferas del manu en los parajes que decimos, puede que sobre mantas primorosamente tejidas, llamadas cumbis, imponíase la necesidad de mezclar, para borrar las trazas de lo tuyo y de lo mío, las entregas de las diferentes comunidades que en ello intervinieron, hecho lo cual, el entero pasaba a ser de propiedad imperial.

Parece ser que aquello se efectuó mediante el «revuelco», el cual fué una forma de toma de posesión, genuinamente peruana, no del todo olvidada en las Repúblicas del Perú y Bolivia de nuestros días.

«Hecho lo cual -se lee en multitud de testimonios de compraventa de la época colonial, y aun de la republicana-, el comprador arrancó yerbas, tiró piedras y se revolcó en señal de toma de posesión de lo comprado.»

Se ve por ello que así en los tiempos incaicos como en los coloniales, la formalidad del «revuelco» perfeccionó el traspaso de una propiedad de una a otra mano.

Antójasenos que esto es lo que ocurriría a orillas de los ríos del sistema amazónico relacionados con la percepción del oro destinado al Inca, y en Manoa, lugar donde los diferentes manus pagados por las comunidades tributarias, fué reunido.

Reunido el oro de los manus sobre mantas de «cumbi», el factor del monarca se revolcaría sobre él, en forma de toma de posesión, por cuenta de su amo imperial, en medio de las muestras de aprobación de quienes presenciaron aquel curioso espectáculo, con lo cual el cuerpo de aquél, cubierto de partículas de oro, reluciría como un ascua bajo la acción de los rayos del sol.

Queda explicada en esta forma, según nosotros, con el auxilio de la filología, la no dilucidada hasta hoy leyenda del Dorado.

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ArribaAbajo Las Amazonas

La leyenda de las Amazonas nació, según nuestro entender, al aportar los españoles a aquel trecho del territorio peruano que denominaron «dominio de las Capullanas», el cual comprendió las que en nuestros días llamamos provincias de Piura, Sechura, Lambayeque y Trujillo.

La capullana, o, con más propiedad la «apu-illana» -voz en que apu tiene el valor de «juez», e illana el de «hija del trueno»-, fué la mujer juez, la mandona, la cacica de un territorio cuyo gobierno conservaba, por la época de la venida de los españoles, las modalidades de los antiguos matriarcados, propios de las sociedades en formación, en los que mandó la madre y, por extensión, la mujer, a diferencia de los patriarcados de épocas posteriores, en que mandó el padre, y, por extensión, el hombre.

La voz capullana, modificada según lugares, como capullina, caplina, illana, tallana, illapoma, yapoma y tallita, tuvo el valor específico de «hija del Trueno».

Fué ardid de las capullanas madres el llamar «hija del Trueno» a la hija designada para sucederles en el gobierno de la comunidad, en el sentido de haber sido engendrada por el Trueno, o buenamente por haber sido parida durante un día de recio tronar.

El dios Trueno ungía en aquella forma a la futura gobernadora, y la convertía en superior a los hombres que habían de ser gobernados por ella.

«En algunas provincias de los Yungas -escribe Las Casas en su obra Antiguas gentes del Perú-, que se llaman de las Capullanas, ciertas naciones tenían por costumbre que no heredasen varones, sino mujeres, y las señoras se llamaban Capullanas

Juan López de Velasco, en su Geografía y descripción universal de las Indias, refiriéndose a la provincia de Loja, al interior de Fumbes, refiere que «hay entre las naturales de esta comarca una provincia donde las mujeres, que llaman las Capullanas, son las señoras y tienen el gobierno de los hombres».

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Léese en una Antigualla peruana, publicada por don Marcos Jiménez de la Espada: «Fué la gente de la costa que llaman Yungas gente muy débil; en la mayor parte de la costa nandaban mujeres, a quienes llamaban Illapomas, y en otras partes las llamaban Capullanas

«Eran éstas muy respetadas, aunque había curacas de mucho respeto.»

«Estos acudían a las chácaras y a otros oficios que se ofrecían, porque lo demás se remitía a las Capullanas o Illapomas

«Y esta costumbre guardaban en todos los llanos de la costa, como por ley; y estas mujeres eran mujeres de los curacas, que eran las mandonas.»

La vista de aquella sociedad, en la que la mujer disfrutaba de las prerrogativas que de ordinario corresponden al hombre, no pudo sino traer a la memoria de los españoles a las Amazonas de la mitología griega; noción que Francisco de Orellana había de elevar a potencia de folklore, al hallar vigente en la cuenca amazónica la institución de las mujeres mandonas, y al lado de éstas a los garañones -o ¿marañones?-, zánganos que fueron de la colmena de la que fué reina la mujer.

Según don Jenaro Herrera, en sus Leyendas y tradiciones de Loreto, las Amazonas que conoció Francisco de Orellana, el descubridor del río de ese nombre, fueron conocidas en la región amazónica con el nombre de Icamiavas, nombre en que la raíz iqui de la lengua aimara, equivalente de dormir, parece denotar a la mujer que tuvo la facultad de dormir con el marido que le vino en gana, sin estar sujeta al imperio de un consorte determinado.

El marido de la Icamiava de los tiempos de Francisco de Orellana fué conocido con el nombre de aguaruna o ahuaruna.

Ahua es telar en la lengua quechua, y runa es hombre; en resumen: hombre consagrado a la tarea mujeril del tejer.

«El templo que las Icamiavas tuvieron para practicar, al cabo de cada año -escribe don Jenaro Herrea, ya citado-, sus expiaciones y demás prácticas religiosas, fué el hermoso lago de Yasiguara, o Espejo de la Luna.»

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«Aquel fué el tiempo prescrito para recibir en forma marital a los hombres de las comunidades vecinas.»

«Fué aquél una suerte de noviazgo de las Sabinas.»

«Vencido el plazo de aquella fiesta de la concupiscencia, que debió ser más pasionalmente intensa que las bacanales griegas y priapeyas romanas, los hombres eran obligados, so pena de muerte, a regresar a sus lares», después -agregaremos nosotros- de llenar aquellas funciones ardorosamente amatorias que les valieron el nombre de garañones, o si se quiere de marañones, nombre que, en boca de los españoles que se enteraron de aquellas antiguas costumbres, acabó por transmitirse al río a cuyas orillas tuvieron su morada y su reino las Icamiavas famosas.

Cabe pensar desde luego que las Icamiavas o Amazonas que Francisco de Orellana y Lope de Aguirre elevaron a potencia de folklore, fueron una sola y única cosa con las Capullanas o Illapomas que Andagoya y Pizarro trataron en tierras Yungas, a este lado de la Cordillera de los Andes.




Arriba Jauja

El nombre Jauja ha conocido las siguientes alternativas idiomáticas: Xaxay, Sausa, Xexeg, Jauja.

Al pasar de Indias y de España a Francia e Italia, Jauja, pronunciado a la italiana, se convirtió en Cáuca, y, a la francesa, en Cocá, de donde provinieron las locuciones de «pays de Coccagne» y «paese di Cuccagna», a tiempo que tomaba consistencia en ambos países la leyenda de un Jauja «cuyos ríos fueron de leche, de miel y de vino, y de las ramas de cuyos árboles colgaban en forma de floración pantagruélica lechones asados...».

Con ello, la mente europea, harta de las austeridades exageradas de la Edad Media, pareció querer hacer revivir en nuestro continente virgen la nunca olvidada Edad de Oro de los tiempos mitológicos.

Pero es el caso que debajo de las apariencias de aquella fábula, adaptada al medio incaico, hubo un fondo de verdad que al crítico le corresponde dilucidar.

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Saxay, razón de ser filológica de Xauxa y de jauja, es verbo de la lengua quechua que expresa hartarse, saciar el hambre y la sed, locupretarse.

Participan de la radical sacs los siguientes nombres geográficos de la sección del continente de Sudamérica que estuvo sometido a influencia quechua: Xauxa, Cauca (en Colombia), Caricato (en la provincia de Chincha, en el Perú), Xaixahuaman (en el Cuzco), Saxama (en Tacna), Sejsej (en Arequipa) y veinte otros.

Y es que en las diferentes provincias del Perú incaico hubo verdaderamente saciaderos, o sea asientos de extraordinaria abundancia en los renglones del comer, el beber y el vestir.

En ellos se repartía, con nunca vista liberalidad a vecinos y forasteros, los mantenimientos y ropas que hubo almacenados en los Tambos Reales, a medida que los nuevos aportes de las comunidades sometidas a tributación llenaban el vacío producido por aquellas reparticiones.

Sabido es que bajo el gobierno de los Incas, cuanto produjo el país por el trabajo de sus individuos se repartió en tres partes iguales: la una para el Inca, la otra para el Sacerdocio y la restante para el común de súbditos; y que la parte destinada al Inca se almacenó en los Tambos Reales que hubo en las diferentes provincias, y sirvió para el mantenimiento de los ejércitos en marcha y de los individuos incapacitados para el trabajo.

Mas como fué menor la cantidad de mantenimientos y ropa que se sacaba de aquel acervo y mayor la que se metía en él, resultó un sobrante que fué del caso repartir con suma liberalidad entre los que lo solicitaban por épocas determinadas del año incaico.

Cuando en España se inventó la expresión «rico como un Perú», se quiso recordar, no tanto el rendimiento de sus ricas minas, cuyo rendimiento, al fin, demandaba trabajo personal, cuanto la bienandanza de que fueron teatro los antiguos «saciaderos incaicos»: las antiguas Jaujas.

RÓMULO CUNEO-VIDAL.

Del Instituto Histórico del Perú y Correspondiente
de la Real Academia de la Historia.





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