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Capítulo V

Amistad y desinterés

     Casi consideramos inútil decir al lector que don Luis quedó como deslumbrado de la incomparable belleza de Matilde. Consecuente, sin embargo, a la ingenuidad que brillaba siempre en su conducta, quiso tratarla con la franqueza de parientes y de personas que se habían criado juntas; pero la muchacha mantuvo a raya esas naturales demostraciones guardando con él cierta circunspección y ceremonia. Lo que es don Alberto no veía en esta frialdad mas que un resultado de las costumbres de Francia; y como notó la impresión producida por la belleza de Matilde, no dudaba que sus proyectos de enlace iban a las mil maravillas. Don Luis no quiso formar parte de la nueva cacería dispuesta por esta joven, cosa que al parecer debía herir su natural amor propio. Así se lo dijo su tío; pero viendo que Matilde por un efecto de esta especie de desaire tampoco quería salir de la quinta, arguyó que era por deseo de hablar al joven brigadier, cuyo mérito no podía dejar de hacer en ella una sensación igualmente favorable. Así se pasaron algunos días: Matilde ceremoniosa y reservada, Leonor pensativa y melancólica, y don Alberto siempre atento a la felicidad de los que miraba como hijos, formando de todo risueñas y agradables conjeturas.

     Pero semejante situación no podía durar largo tiempo.

     Era indispensable que hubiese serias explicaciones de una parte y otra, o que se llevasen rápidamente a efecto los planes desde mucho antes trazados por don Alberto Ludueña. Disgustado de todo aquel aparato, paseábase una mañana don Luis por el jardín fraguando en su mente proyectos de una próxima partida. Por un lado se le presentaba Leonor prendada, según opinión de don Alberto, del elegante forastero tan íntimo de la casa; contemplaba por otro a Matilde enteramente dedicada a guardar los usos y a cultivar los primores aprendidos en París; en el tío veía a un bondadoso anciano arrimado a su dictamen e incapaz de resignarse a dar otro giro al plan concebido por él en orden al arreglo de la familia; y en Perceval uno de esos hombres cuyo brillante exterior y buena parla se granjean donde quiera la más favorable opinión, tal vez sólo debida al mérito verdadero, aunque por lo mismo, desconfiado, pusilánime y modesto.

     -Al fin -decía para sí- no hago más que sembrar rencillas y tristezas en esta respetable familia; parece que antes de mi llegada la paz y la jovialidad reinaban en la quinta; ahora empero todos huyen, disimulan, recelan, cual si mi presencia los mantuviese en continua sospecha, o si temieran el fatal término de unir su suerte con la mía. No, no: veo que, a pesar de la rectitud de mis intenciones y de la sobrada sencillez de mis palabras, el mismo destino que me ha hecho más capaz de sacrificarme en el campo de batalla que de brillar en el salón, me persigue con igual encarnizamiento en medio de unos parientes cuya memoria me era aún más grata que la celebridad de mis triunfos.

     Metióse despechado en un cenador de jazmines, donde permaneció como embebido en estos melancólicos pensamientos, pero distrájolo a poco rato el leve ropaje de alguna persona que muy ligeramente se acercaba; volvió la cabeza, y viendo entrar en el mismo aposento a su prima Matilde, púsose en pie extrañando en aquel retirado sitio tan inesperada visita. Sin embargo, ambos guardaron por algunos minutos absoluto silencio; don Luis esperaba saber la causa de aquella aparición imprevista, y Matilde no hallaba expresiones que le pareciesen bastante propias para declarársela.

     -Adivino -díjole al fin- cuán extraña parece a usted mi presencia; pero tengo precisión de hablarle, y aprovecho para hacerlo el momento en que todos andan distraídos por la casa.

     -No obstante, amable prima, antes de meternos en explicación alguna quisiera que desechásemos ese triste ceremonial que nos mantiene a irregular distancia. Nos parecemos más bien a dos enemigos que se acechan, que a dos parientes que se aman; y puesto que son inseparables de nuestra memoria los recreos inocentes de la infancia, así como de nuestra genealogía las conexiones de parentesco que nos unen, soy de parecer que empezásemos por desterrar el usted, y siguiésemos con la ingenua franqueza, que ya debiera haber establecido entre los dos una correspondencia amistosa.

     -Esto, primo don Luis, dependerá de usted mismo. Creo que mi padre le ha hablado varias veces de sus planes con absoluta confianza.

     -Porque siempre me habla de usted, querida Matilde, siempre de la hija en quien vive, y en cuyo hermoso semblante...

     -Luego no le son a usted desconocidos sus proyectos -interrumpió Matilde.

     -En efecto...

     -¿Y qué dice usted acerca de ellos?

     -Nada por ahora.

     -¿Pues...?

     -Aguardo algún indicio de la decisión de usted. Me conozco, me hago justicia, Matilde; y cuanto más admiro las brillantes calidades que a usted distinguen, tanto menos espero que suscriba a la voluntad de don Alberto. Júzgome sin embargo digno de la amistad de usted, y la suplico por lo mismo que nunca deje de ver en mí a un fiel amigo y a un cariñoso hermano.

     -¡Don Luis! ¡Generoso don Luis! -exclamó la joven tendiéndole la diestra y conmovida hasta lo sumo con tan blandas y persuasivas palabras.

     -¡Bendito sea Dios! -repuso el brigadier- Paréceme que empieza usted a hacerme justicia. He aquí el medio de que nos entendamos y nos apreciemos en lo justo. Ahora bien, a pesar del plan de don Alberto y de la felicidad que a su ver nos promete, sospecho que a usted no place semejante matrimonio.

     -¿A mí?

     -A usted, Matilde; que de ello dimana su frialdad al recibirme y la dificultad en concederme una razonable franqueza. ¡Ah! Si hubiera podido imaginar tal desgracia, desde el mismo umbral de la puerta hubiese dicho a usted que me abrazase sin recelo de que quisiera tiranizar su albedrío.

     -¡Dios mío! ¿Se puede ser más generoso -dijo Matilde y a la par mostrarse menos engreído de tanta generosidad?

     -Nada de elogios, prima; hállome acostumbrado a tales contratiempos y a desprenderme de mis derechos en beneficio de los demás. Conozco que no he nacido para inspirar pasiones... todo lo que puedo hacer es amar las gentes, sacrificarme por ellas, moverlas a que me profesen una sincera amistad, y no para obligarlas a que me quieran, sino a que por lo menos no me odien. Voy pues en busca de don Alberto a fin de enterarle, persuadirle, y...

     -Deténgase usted... ¡Ah! Mi padre cifra toda su dicha en este enlace, y así que conozca mi repugnancia me colmará de dicterios, me maldecirá tal vez.

     -¡Sería posible!

     -Y sin embargo, ¿qué hacer?

     -No hay que precipitarse; buscar un medio...

     -Es en balde, querido don Luis.

     -Por ejemplo, ¿si el desaire, si la repugnancia salían de mí mismo...?

     -¡Qué dice usted!

     -Lo que nadie podrá persuadirse, pero lo que pone a cubierto la desobediencia de una doncella.

     -¿Y arrostraría usted -repuso con singular ternura Matilde- arrostraría usted, amigo mío, la cólera de un anciano que le ama por favorecer a una infeliz que lo desdeña?

     -Esa interpretación es injusta; diga usted más bien que haría un sacrificio para granjearme la amistad de una persona que aprecio.

     -¡Dios mío! -exclamó Matilde singularmente enternecida- ¡Cuán poco conocía el generoso espíritu que a usted anima! ¡Ah! Sólo a usted he de revelar el secreto de mi vida, porque sólo en su hidalgo pecho puedo hallar reunidas la virtud y la prudencia. Pero es fuerza enjugar las lágrimas, reprimir los gemidos, y... siento pasos... ¡Ay de mí!... Acaso esa misma ternura levantaría sospechas contrarias a nuestro reposo.

     La gente que se acercaba al pabellón eran nada menos que Leonor y don Alberto. La muchacha llevaba un pliego en la mano con muestras de ir en busca de su primo, hablando al mismo tiempo al padre de Matilde con mucha solicitud y calor.

     -Sí, sí, tío; dígole a usted que era un mozo muy bien plantado, un gallardo lancero, y que traía estos pliegos para el brigadier don Luis de Ludueña, conde de Almanza.

     -¡Cómo! -dijo Matilde- ¿El conde de Almanza? ¿El mismo cuyos altos hechos de armas leímos con tanto entusiasmo en los periódicos?

     -El mismo sin género de dudas -respondió Leonor.

     -Con que, ¿además de brigadier te han hecho conde? -preguntóle complacido don Alberto.

     -No por mis méritos, tío -respondió don Luis- sino en fuerza de la bondad de un monarca sobrado magnánimo y generoso.

     -¡Vaya, vaya! -prosiguió el anciano- ¡Y sin decirnos nada! y teniendo cerrado su pico como si se tratase de ocultar alguna picardigüela...

     -¿Y para qué publicarlo? No era el conde de Almanza el que venía a visitar a tan honrada familia, sino un afectuoso sobrino de don Alberto Ludueña.

     -Ya; tampoco doy mucho valor a las dignidades y a los títulos, pero un conde ensalza la familia, y sobre todo la joven con quien te cases será mi señora la condesa. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Harto columbraba que al fin, al fin, acabarían ustedes por entenderse... Ahora bien, hijos míos, ¿convenisteis en el día de la boda?

     Al oír esto escapóse una lágrima de los ojos de Leonor, y Matilde y su primo manifestaron dificultad en explicarse.

     -Por vida de... -prosiguió don Alberto- ¿Si estaréis todavía como dos chiquillos haciéndole cocos al dulce? Vaya, despachaos, porque como tardéis en darme un nieto me faltará tiempo para estrecharlo en mis brazos. Mucho sentiría, hijos míos, bajar al sepulcro sin haber logrado tan lisonjera dicha. ¡Pero calle! ¿Bajas los ojos? -prosiguió mirando a Matilde- ¿Lagrimitas...? ¿Suspiritos...? Digo que no hay flechas en la aljaba del rapazuelo, si no son esos claros indicios de estar muriéndote por el señor brigadier de los reales ejércitos, conde de Almanza, etcétera, etcétera...

     -¡Ah! Nadie conoce sus méritos como yo misma, ni puede haber persona que más lo aprecie. Lo quiero por lo mismo como un amigo y un hermano.

     -Como un esposo, majadera -replicó don Alberto- y acábense de una vez tantos arrumacos.

     -En efecto, tío -dijo don Luis- mi prima está pronta a obedecer las órdenes de usted.

     -Por supuesto -repuso don Alberto con viveza y júbilo.

     -Pero en cuanto a mí -prosiguió el conde- siento un obstáculo invencible a que se verifique esta alianza, y necesito acogerme a la indulgencia de una persona tan considerada como usted para...

     Estas palabras produjeron singular efecto en aquel corto número de personas: don Alberto se quedó estático; Matilde mirando a su primo con muestras de admiración y agradecimiento; y Leonor, como extrañando lo que oía, manifestaba a la vez una indefinible mezcla de alborozo y de tristeza.

     -¡Es posible! -exclamó después de un rato don Alberto- tú... mi sobrino... mi hijo adoptivo... darías a mis canas tan recia pesadumbre... tú desdeñarías la mano de Matilde, la amiga de tu infancia, la que te destinaba desde su lecho fúnebre el labio moribundo de tu padre...

     -Crean ustedes todos que semejante negativa cuesta mucho a mi felicidad... pero los militares jóvenes sin un padre que les aconseje, sin un amigo que nos dirija, solos y errantes por el mundo, indiscretamente nos comprometemos y...

     -No, no -exclamó el tío- eso no es más que un pretexto o una chanza... Aprobabas mis proyectos, suscribías a este enlace, ¿y de repente me anuncias obstáculos que no han existido hasta ahora? ¡Válgame Dios! ¿Dejarías de ser en un momento mi heredero, mi sobrino, y lo que es más un hombre pundonoroso y honrado?

     -Lo es, padre mío, lo es y lo será siempre -interrumpió Matilde incapaz ya de contenerse.

     En vano la hizo señas el conde, en vano trató por todos los medios imaginables de que no desmintiera sus palabras; pues preciada de cierta sublimidad de ánimo, que no le dejaba presenciar con calma el sobrado desinterés de don Luis, desentendióse de cuanto quiso significarla, y pronunció las siguientes singularmente agitada y ruborosa:

     -Déjeme usted, señor conde, déjeme llenar un deber sagrado, pues no es justo que mi pobre padre inocentemente ultraje a la generosidad y la virtud. Sí, yo soy la que rompe este himeneo, yo la que le obligaba a buscar pretextos para diferirlo, yo...

     -¡Hija ingrata! -exclamó el anciano- ¡Desdeñar a un joven de mérito! ¡Desatender el más próspero partido! No, no; hoy mismo te he de ver enlazada con mi querido Luis.

     -Por Dios escúcheme usted, tío...

     -Nada, nada escucho, Luis... digo y repito que sin más dilación se ha de celebrar esta misma noche el contrato.

     -Y yo me afirmo -repuso seriamente el conde- en que mi prima Matilde sea absolutamente libre para decidirse a favor mío, o de cualquiera otro a quien juzgue más digno de sus prendas. De lo contrario, con harto dolor de mi corazón desapareceré de la quinta, y nunca más me verán por su delicioso recinto.

     -¡Amigo mío, cuán generoso eres! -decía Leonor.

     -¡Amigo mío, cuán indigna soy de usted! -repetía Matilde.

     -¡Y tú también te amohínas, y te enojas, querido Luis! -exclamaba al propio tiempo don Alberto- ¡Válgame Dios! Todos os volvéis contra mí, todos contra el pobre anciano...¿y por qué?... porque se empeña en haceros eternamente felices.

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