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Capítulo VII

Primer resultado de los matrimonios que endilgan las señoritas de hogaño

     Quedáronse pues los dos esposos en absoluta libertad; y no hallándose reprimidos por las trabas que ante los demás les imponía la necesidad de no divulgar su secreto, hubo entre ellos la conversación siguiente:

     -Siento mucho, señorita -dijo Perceval mirando de través la tristeza de su esposa- haber venido a interrumpir un coloquio que según todas las apariencias había de ser sentimental y dulcísimo. Sepa usted, sin embargo, que ese señor brigadier, cuyo mérito no disputo, tiene entre sus muchos talentos el de fastidiarme completamente.

     - Qué es lo que dices? -exclamó sorprendida la hija de don Alberto.

     -Que antes eras de mi propio dictamen, y que de repente has mudado de parecer, y que todo esto me desplace y me seca de un modo muy particular.

     -¿Y así ultrajas, amigo mío, al más noble y generoso de los hombres?

     -Ni pruebas tengo de su nobleza ni de su generosidad; observo sí, que desde que aboga por su propia causa no hay quien le profese aversión ni repugnancia, antes bien procuran todos halagarle y complacerle.

     -¿Y qué quiere usted decir con esto? -opuso algo enojada Matilde.

     -Que cuando se ama con el calor y la vehemencia con que yo te quiero, todo nos hace sombra, nos parece un monte, y la acción menos culpable desasosiega y desazona como se aparte algún tanto de la línea natural.

     -Pues ¿qué pruebas tiene usted?

     -Positivas, señorita, ninguna; indirectas, muchísimas. Más que nunca me he estado fastidiando en el salón para deslumbrar a todos con mi pretendido amor a la Leonorcilla... Yo mismo la he servido el té, le he batido la manteca, echádole leche en la taza con esas manos pecadoras, y luego hágame usted el favor de aquel libro... tráigame aquel pañuelo... sírvase decir a Margarita que vaya a por las cartas del tío, y...

     -Pues hasta ahora sufrías con gusto esas bagatelas.

     -Cómo que no podía pasar por otro punto; pero es lo más gracioso del cuento, que tras de haberme perniquebrado y molido con los sobredichos recados, sin otros mil de que ahora no hago mérito, me ha llamado aparte el señor don Alberto, y con razones muy corteses, con palabras muy blandas y medidas me ha insinuado... ¿estamos?... me ha intimado, repito, que era fuerza saliese de la quinta en razón a que venían otros parientes a ocuparla.

     -¡Válgame Dios! ¿A tanto llegaron sus sospechas?

     -Y en esto, señorita, podrá usted reconocer otro de los muchos favores que debemos a ese primo tan noble, tan generoso y tan franco. Hasta ahora era yo el brazo derecho de mi suegro, y para decir verdad no dejaba de costarme algún sacrificio; pero desde que ese conde de nuevo cuño amaneció en la quinta, todo se ha volcado patas arriba, sin que de maldita la cosa me valga arrimarle el sillón, correr por el sombrero, presentarle el peluquín, tocar la tecla del antiguo comercio con Buenos Aires, y la manoseada relación de aquel viaje a Canarias con su huracancito al canto, y...

     - ¡Señor don Federico! ¿Olvida usted que estamos hablando de mi propio padre?

     -Ya: pero al fin y a la postre, como decía, me echa de casa sin que sepa más porqué que el de las venenosas directas o indirectas que le habrá estado soplando nuestro muy hidalgo y muy angélico primo. Con que tómese usted la molestia de considerar si podrán ser de mi gusto esos coloquios, esas alabanzas, ese repentino paso del desdén a la confianza, de la oposición a la amistad, y si me hará buen estómago dejar a usted en su compañía mientras divague yo por esos mundos llevando a cuestas la maldición paternal. En resumidas cuentas, amiga mía: no hay que andarnos con paños calientes, sino que hoy mismo le plantas una banderilla al primito, declarando nuestro enlace a mi cachazudo suegro.

     -¡Yo!... ¡Ah! No tengo valor para ello... antes prefiero morir...

     -¡Qué disparate! No se mueren las gentes por tan poca cosa... Habrá aquello de ¡hija ingrata! ¡padre amado! con su poquito de lloro, y su muchito de arrullo, y al fin se acaba la fiesta con una bendición y una comida. ¡Estaríamos frescos si se pasara fastidiosamente la vida sin alguno de estos lances!... Ellos la hacen amable, la varían, la amenizan, sobre todo los viejos se mueren por que los envuelvan en semejantes morisquetas.

     -Yo estoy loca, o sueño lo que por mí está pasando: oigo hablar a usted con tal ligereza de las cosas que más respeto merecen, que no dudo ya que el carácter manifestado hasta ahora no fuese más que un medio de alucinarme y comprometerme.

     -No se trata aquí de alucinamientos ni de compromisos, señorita, sino de hacer pública una boda que no puede permanecer clandestina. De lo contrario, ¿parécele a usted que podía gustarme andar como un trotaconventos por la comarca, mientras el primito y los parientes se estuviesen holgando acá en la quinta?

     -¡Es posible! ¡Dios mío...! -dijo Matilde como si cada palabra de su esposo atravesase su pecho con un agudo puñal- ¡Es posible...! Pues bien -añadió volviéndose a don Federico- mi deber es acompañar a usted en su destierro; y por lo mismo, si don Alberto persiste en que salga de su casa, todo lo abandonaré para seguir al que ya es único dueño de mi albedrío.

     -¿Y daríamos pábulo a los maldicientes con aquello de rapto, seducción y fuga? Muy bueno, muy agradable, muy novelesco, muy cuco; pero muy aéreo, muy secator y muy incómodo. Esto de echar a correr sin llevar una blanca en el bolsillo es perjudicial a la salud, y muy contrario por consiguiente al amor.

     -¿Al amor?

     -Al amor, sí señora, porque no estamos en edad de suministrar un argumento a un autorcillo de comedias, sino de disfrutar, de pasarlo bien y de vivir.

     -Pues no es esto lo que me aseguraba usted cuando no hacía más que ponderar el absoluto desprecio con que miraba la riqueza, y la heroica resolución que le haría sepultarse conmigo en un árido desierto.

     -Sí, no hay duda, lo dije, lo repito aún, y aténgome no obstante a lo cómodo y a lo positivo, en vez de apelar a lo miserable y a lo aéreo. Conozco que un desierto será muy bueno cuando no se puede uno querer en otra parte; pero feo y así algo desapacible y desabrigadillo siempre que se encuentre medio de verificarlo en una casa de campo, por ejemplo como esta, rodeada de estanques, situada en medio de jardines, y socorrida con diez mil pesos de renta bien ensayados y limpios.

     -¡Infeliz de mí! Ahora veo el hondo precipicio en que he caído, ahora el desgraciado destino con que me persigue la suerte. Pero no crea usted triunfar tan fácilmente de mi carácter como de mi necia credulidad... Por más que mi padre esté justamente enojado de mi desobediencia, no dejará de proteger la malograda suerte de su hija. Sepa usted que a nadie alucinan ya esos aires de grandeza, esos peregrinos modales con que supo darse al principio desconocida importancia...

     -¡Hola! Parece que su merced se propasa, parece que olvida el respeto a que someten las leyes...

     -Lo que desearía olvidar -prosiguió la joven- es que soy víctima de un falso halago, y que mi necia conducta va a causar la muerte de una anciano harto generoso con usted.

     -Yo he sido, señora mía, el que se ha portado respecto de él con una generosidad poco común, hija de mi escrupuloso pundonor.

     -Hija, dirá usted, de su espíritu calculista y de la precisión absoluta de buscar un modo de hacer fortuna sin tener que luchar con los inconvenientes de prolongada carrera.

     -Está bien, Matilde; quiere decir, que soy un miserable, un embustero, un seductor, pero ¿dejarás por esto de hallarte bajo de mi autoridad y eternamente sujeta a las leyes conyugales? Piénsalo bien, amiga mía; vale más que vivamos en paz que echarnos a cada momento en cara nuestros disimulables deslices. Ea, pelillos a la mar, y dame una prueba de tu franqueza diciendo quién diablos ha olfateado el asunto de mi alcurnia.

     -Mi padre ha recibido cartas que le instruyen de ello en contestación a los varios informes que había pedido.

     -Ello tarde o temprano se había de descubrir, y aunque me aburre que ese primo de mal agüero haya de ser testigo de las reprensiones con que el suegro nos aturda, al fin es fuerza pasar por tan áspero barranco y hacer rostro a la secatora descarga. Supongo que se halla todavía completamente en ayunas acerca de nuestro enlace.

     -No sé qué decir a esto, porque lo he confiado al brigadier a fin de tener junto a don Alberto un defensor y un amigo.

     -Pues dígole a usted, señorita, que no quiero deberle el más mínimo favor. Veamos cómo se ha de arreglar esto, y que hoy mismo salga yo de tanta indecisión y embeleco. Lléveme Barrabás como esta noche no me acueste públicamente con usted: veremos si se le antoja al padre arrojarme entonces de la quinta, y si ese indigesto conde se atreve a hacer pinitos en mi presencia.

     Dijo, y cerrando la puerta con enojado ímpetu desapareció de la estancia. Matilde, empero, la crédula y desdichada Matilde, permaneció allí largo rato llorando su desventura, y maldiciendo en su interior ese humor sentimental y novelesco que, apoderándose de las jóvenes de nuestro siglo, las hace caer en las garras del primer descabellado espadachín que se propone seducirlas.

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