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Las tres lepras de «El obispo leproso»

Francisco Márquez Villanueva





Todo estudioso de la obra de Gabriel Miró puede dar fe de la incrédula reacción que el título de El obispo leproso suscita en quienes lo escuchan por primera vez. Los estudiantes en especial creen no haber entendido bien, según les resulta extraña la idea de un obispo como paciente de aquella dolencia. El profesor avisado se apresurará a confirmar cómo el tema de la lepra ha servido de paréntesis al grueso de la obra del gran levantino, iniciada en 1904 con Del vivir. Apuntes de parajes leprosos y casi concluida en 1926 con la citada gran novela. De paso, podrá glosar también la extraña contingencia para desmentir el pertinaz error orteguiano acerca de Miró como un autor en cuya novelística «no pasa nada». Porque donde un obispo comience por morirse de lepra, ¿quién duda que habrán de ocurrir las cosas más inauditas?

No menos oportuno sería, a continuación, el aclarar cómo aquella idea de Miró reviste un acusado sabor de época y no es tan anómala como a primera vista parece. La lepra había alcanzado ya cierto rango en la novelística de finales de siglo, por no mencionar el peso adicional de la Biblia, tan amada siempre del gran levantino. En 1890, doña Emilia Pardo Bazán hacía de aquélla un elemento básico de su novela en dos partes Una cristiana y La prueba. Bajo un enfoque apologético y antisemita contrae allí la lepra un odioso cacique gallego de remoto linaje judeoconverso. El terrible morbo hace cumplida justicia poética a la repugnante maldad del personaje y actúa a la vez como piedra de toque para la abnegada virtud de su joven esposa1. En 1897 Galdós recurría al mismo concepto de la lepra como enfermedad «semítica», al sufrirla también el mendigo Almudena en el desenlace de Misericordia. Y en 1883 el francés Villiers de l'Isle-Adam había contado el caso no de un obispo, pero sí de un duque leproso en uno de sus Contes cruels bajo el título Duke of Portland2. En el curso de un viaje por Oriente, un lord de perfil byroniano, siente curiosidad de visitar a un leproso moribundo, cuya mano llega a estrechar generosamente. Es la consabida heroicidad de tantos paladines medievales (incluido nuestro Cid Campeador) y a los que no buscan sino glorioso aumento de su fama. Pero tratándose ahora del siglo XIX, el noble gesto resulta esta vez en inexorable contagio. A su regreso a Inglaterra el duque lleva una inexplicable vida de absoluto retiro, mientras recorre sus dominios, todo entrapajado, en una lujosísima carroza. En previsión de su fin convoca a sus amigos a una suntuosa fiesta que se celebra en su ausencia, mientras el desdichado aristócrata muere en una playa solitaria al lado de su prometida, que se retira pocos días después al claustro. Nada de todo esto, en su efectismo mecánico, se relaciona directa ni decisivamente con Gabriel Miró. La oportunidad de su recuerdo se justifica, sin embargo, como contraste para la inédita función trascendente y unificadora que la lepra asume en la obra de éste.

No cabría decir lo mismo de la novelita-diálogo del conde Xavier de Maistre Le lépreux de la cité d'Aoste (1811). Basada, según ciertas noticias, en su encuentro con un personaje real, hay en aquellas páginas un intento de mirar más allá de la enfermedad para ver en la lepra un destino humano, resuelto dentro de una versión romántica del providencialismo tradicional. Cercano en opinión de Saint Beuve3 a hacer de su leproso un Vicaire Savoyard católico, se ha superado allí por vez primera el tema elemental del horror, básico hasta entonces en la tradición literaria de dicha dolencia. Ésta sirve, en cambio, como pretexto para recuperar en el seno de una abstracción sicológica el sentido cristiano de la desgracia sufrida en total soledad. La lepra es allí foco de un intenso esfuerzo introspectivo: «Pour faire mon histoire du Lépreux, j'ai eu la lèpre pendant deux mois»4, dijo una vez su autor. Es obvio que Del vivir y su planteamiento casi exigen una lectura previa de Le lépreux de la cité d'Aoste, en cuanto único previo y muy visible abordaje del tema desde un digno ángulo filosófico. Hasta el mismo Obispo leproso acusa, como se verá más adelante, algún recuerdo identificable de este otro digno antecesor literario. Ambas obras de Miró parecen entablar, incluso, un desafío intertextual con Xavier de Maistre, aceptando el sicologismo de su punto de partida pero no la solución ortodoxa en la llegada. Prueba de ello es que los leprosos de Parcent se rebelan hasta donde pueden contra su destino y el obispo de Oleza se abraza nihilísticamente con el mismo, fuera en ambos casos de ningún contexto religioso ni aun de inmediato heroico. Bajo el peso del aislamiento la naturaleza se tiñe para el prelado de una belleza franciscana, igual que para el personaje de Xavier de Maistre toma un matiz russoniano. Pero ningún leproso de Miró se consuela, como el de Aosta, con la lectura de ningún libro, y menos aún el libro de Job.

El tema eterno de la lepra ha revestido de este modo un carácter sucesivamente filosófico, romántico y naturalista para la literatura del siglo XIX. Lo más importante es que en ningún momento ha dejado de perder, sin embargo, su milenario sello como una enfermedad distinta de todas las otras. La lepra tiende a llevar siempre consigo su acento bíblico-medieval como simbolismo o manifestación externa de la enfermedad del alma y de expiación por la culpa5, según es tan manifiesto en el planteamiento mostrenco y casi absurdo de la Pardo Bazán. Dicha tradición de siempre ha pesado de un modo obsesivo tanto sobre el joven Miró como sobre el maduro autor de El obispo leproso. La lepra no es en él menos fundamental que la epilepsia para Galdós o la degeneración mental para Zola, y su amplio replanteo polémico ha de estudiarse como uno de los discursos básicos de toda la obra del levantino.

En 1903 Miró ha iniciado su carrera con su estremecedor documento acerca de la vida en el «foco leproso» de Parcent. Las miserias sociales del siglo XIX han recrudecido en toda Europa el azote de la lepra6, sin que a esto se hayan hurtado las regiones más pobres de España, sobre todo Galicia, Andalucía y Levante. La virulencia de este último foco ha sido estadísticamente pavorosa y desde el primer momento ha puesto a los médicos de la región a la cabeza de una extensa bibliografía médica sobre el terrible mal7. Del vivir corresponde a la realidad de un problema de máxima urgencia colectiva y puede considerarse de primera intención como un logro perfecto conforme al modelo naturalista de la novela-reportaje. De acuerdo con las reglas de ésta, se ve que Miró pisa sobre una preparación bastante firme. Debería hallarse al tanto de toda la controversia previa y no es probable que desconociera, al menos en esencia, las memorias médicas publicadas en 1878-1879 por don Juan Bautista Poquet, médico titular de Parcent8 y cuyo hijo don Hermenegildo aparece como figura redentora en las páginas finales de la obra.

Tanto este fundarse en lo patológico como la glorificación de la ciencia abnegada del médico suponen un sello literario de la época, conforme al módulo naturalista y a la mentalidad de «ideas avanzadas» de fines del siglo XIX. Del vivir, sin embargo, supera dicho marco al desentenderse de problemas médicos y sociales en favor de un concepto antitradicional de la lepra no como castigo ni estigma, sino como módulo de la crueldad que los seres humanos son capaces de infligirse unos a otros. El problema no es allí el morbo, sino la condición humana, abordada en aquel caso desde el ángulo de su incapacidad de reacción ante el trato aceptado como normal para los leprosos. Dicho ángulo de visión alinea en realidad a Miró entre los más precoces observadores de la banalidad del mal, ese máximo y desalentador descubrimiento moral de nuestro siglo. Su inmediata consecuencia ha sido el invertir el sentido de la idea tradicional de la lepra, signo ahora del definitivo interrogante moral de la vida del hombre en el mundo. Porque la verdadera y peor «lepra» no es para Miró sino la invisible corrupción de los seres humanos, en su indiferencia cruel hacia el sufrimiento de sus semejantes, y no el mal de San Lázaro en cuanto dicha realidad patológica. Su foco acusador no tiene nada que ver con la enfermedad en sí misma, ni tampoco con aspectos polémicos cual la falta de higiene y asistencia médica, sino con la idea egoísta e insensible que infinitos seres humanos se forjan acerca «del vivir», y no de nada de orden más metafísico. Lejos ya del naturalismo, la lepra no es problema sanitario ni social, sino una inmensa metáfora existencial9.

El pueblo de Parcent rebosa de toda clase de «leprosos», pero los verdaderamente repugnantes no son los desdichados «mauros», sino los sanos capaces de darse al goce de la vida en la más absoluta indiferencia al dolor que les rodea. La insensibilidad y actitudes de los tales añaden al inevitable padecimiento de los enfermos una nueva tortura espiritual que es, en realidad, la peor de todas:

«Pero el sufrir tan sólo oprime y corroe un haz de hombres. Los otros ríen, sufren, se aman, se aborrecen, viven el vivir de todos. A él se asoman los leprosos y se apartan lacerándose si piensan en sí mismos, envidiando si imaginan a los sanos»10.


Las cartas están así boca arriba. Nada en esto más impuro que aquella figura del huésped o posadero, «molletudo y rapado» y su esposa «joven, menuda, donosa, limpia» que alojan a Sigüenza en el ojo del «foco leproso». Mientras que la descripción de los miembros llagados por la lepra física transpira en Miró, con su implacable exactitud, una patética belleza, es la buena salud y la piel fresca y saludable de semejantes monstruos morales lo que llega a infundir en el lector una profunda revulsión. Imposible imaginar nada más obscenamente asqueroso que aquella fotografía del huésped recién rasurado:

«Habíase afeitado y sus carrillos limpios, lustrosos, mostraban pliegues nuevos y eminencias rojizas y azuladas y huellas sangrientas de navaja».


(p. 43, DV)                


El traumático encuentro mironiano con la realidad de la lepra levantina no se desvanecerá nunca en su obra y da origen en ella a un discurso independiente en cuanto tal del simple hecho nosológico. Es esta otra horrible «lepra» de los sanos la que en Del vivir da pie a Miró para su memorable teorización de la «falta de amor»11 como piedra angular no ya de aquel libro, sino de toda la problemática humana de su magno edificio literario. Para Miró vale por verdadero «leproso» todo ser incapaz de amor y sin que, como se sabe, él distinga en este punto entre Eros olímpico y Ágape cristiano. La lepra, que en el país levantino suelen llamar «el mal», pasa en su discurso a ser signo absoluto del Mal que esclaviza a la humanidad. El leproso físico vale en su obra como figura de la alienación integral, es decir, otra maldición de los tiempos modernos, en sentido no previsto por la Biblia y en cierto modo contrario a ella. El leproso supone, además, el nuevo y espinoso problema moral del hombre que podría justificadamente envidiar y odiar a sus semejantes (recuérdese a Batiste y su «al que venga le escupo»), Y ni aun el visitante Sigüenza, con toda su ternura literaria a cuestas, es capaz de un verdadero, eficaz acto de amor hacia los leprosos de Parcent.

¿Y qué ha ocurrido con la lepra del obispo, veintidós años después? Es posible ver en ella cierta rectificación de Miró en lo relativo al papel del clero en Del vivir, donde se le acusa de la más crasa falta de caridad hacia los leprosos, bajo la transparente alegoría de unos odiosos pavos12. No era cierto, y la publicidad que en el mismo año de 1904 se hace en torno a la fundación de la colonia-sanatorio de San Francisco de Borja de Fontilles, debida en parte a los esfuerzos de un jesuita, divulga el caso de varios sacerdotes que contrajeron el incurable mal en su callado ministerio a los leprosos13. Incluso en la parcial rectificación de unas páginas semiepilogales pone Miró todavía por delante al médico como ministro del gran sacramento del amor humano:

«... sólo con el señor Poquet hablan y se muestran confiadamente. Reciben su visita y depositan en él sus ansias y sus quejas. Son santas confesiones. Y cuando la lepra les acaba, en su agonía le llaman. Y don Hermenegildo el sacerdote, o don Hermenegildo y los hermanos de mal del moribundo le ayudan, le acompañan y consuelan, diciéndole de un vivir eterno en la compañía de almas amorosas...».


(p. 132)                


Pero en aquellas mismas páginas, Miró se ve forzado a rendir por fin su tributo a los heroicos sacerdotes y no niega que expresamente lo hace a causa de nueva información14, muy probablemente de última hora y relacionada con los primeros pasos de la leprosería en Fontilles:

«El señor Poquet muestra a Sigüenza un libro lujoso donde se historia la lepra regional; cómo apareció en Parcent y va brotando; cuántos y quiénes la padecieron y tienen; sus retratos; entre éstos el de un párroco del pueblo, varón excelso y abnegado y heroico que contagiose entregándose a los enfermos, dando alivio a la desolación de sus espíritus».


(p. 133)                


No es de extrañar que Miró quedase insatisfecho, con algo de remordimiento, tanto ante la frustrada oportunidad artística como por la relativa injusticia cometida en Del vivir con el sacerdote leproso. El caso es que iba a hacer de éste el personaje central de su magna obra de madurez. Se llamará en ella don Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, ex-arcipreste de Tarazona y obispo de Oleza. Está llamado a encarnar en Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso la figura y destino de un completo outsider, nombrado obispo para la hostil ciudad levítica bajo los términos de estrecho entendimiento Madrid-Vaticano característicos de la Restauración15.

Dada la intensidad del foco epidémico levantino, la incidencia del morbo en persona tan socialmente encumbrada como un prelado no debe suscitar por lo pronto ningún problema en el plano de la verosimilitud aristotélica16. Aunque la lepra constituya una terrible igualadora en su ignorar distinciones artificiales, ha existido siempre una ocultación eufemística de la misma en favor paliativo para sus pacientes de alta categoría. Si se sabe muy poco acerca de los estragos del mal fuera del proletariado levantino, es sin duda por la clase de complicidad que en La prueba delataba doña Emilia acerca de la situación en Galicia:

«En Marín te enseñaría yo más de cinco pobretes leprosos; y esos no la ocultan. Lo que sucede es que en los señores se llama siempre erisipela o humor herpético. Ni en el potro confiesan la verdad: ¡buena gana! Y nosotros debemos hacer lo mismo porque es una mancha muy grande para la familia y una vergüenza horrorosa»17.


Lo mismo que en Del vivir, el cuadro clínico de la enfermedad del obispo se desarrolla dentro de sus características implacables. Las descripciones y sintomatologías del mal claramente prolongan la misma espléndida vena de aquella otra obra:

«Su ilustrísima se desnudó las manos. Don Magín fue descogiéndole los vendajes, y apareció el metacarpo, acortezado de racimillos de vesículas; las palmas estaban limpias y tersas. Su ilustrísima se miraba su carne llagada como si no fuese suya, y al hablar encogía apretadamente la boca».


(p. 34, OL)                


Al observar los primeros y, como de ordinario, confusos síntomas, busca consulta el prelado con el sabio médico don Vicente Grifol, hombre de «cráneo desnudo y luminoso» (p. 219, NP). Es un nuevo desafío a la bandería integrista, que odia a éste por descreído y prefiere al lerdo homeópata18 Monera, pues la Oleza reaccionaria se halla dispuesta a perdonar la heterodoxia científica, pero jamás la religiosa. Previamente y en recurso a sus conocimientos de experto biblista, el obispo ha intentado autodiagnosticarse conforme a las instrucciones del Levítico, que en su caso desmentirían la existencia de ninguna clase de lepra. Pero como bien sabe el discreto Grifol y han de aprender allí todos para su daño, la Biblia es un completo fracaso como texto de medicina.

Esto por lo que hace a una presencia explícita de aquel mal en las novelas de Oleza. Pero el cuadro de la misma se halla muy lejos, sin embargo, de agotarse en este plano de puro orden patológico, pues dentro de un peculiar discurso, la lepra no se limita en ellas a la figura del obispo. En especial Nuestro Padre San Daniel establece un claro diálogo intertextual con Del vivir, cuyo peculiar concepto del morbo es puesto a contribución como base o punto de partida. Veamos si no el episodio en que Cara-rajada intenta prevenir a Paulina en el campo contra su boda con don Álvaro: «-¡Si la pilla sola, la besa!», murmura una labradora19. «¡Besándolo, está besándolo!» (p. 27, DV), dice una vieja escandalizada de que una leprosa de Parcent bese a su hijito. El triste exguerrillero «proyectaba una sensación de humanidad viscosa» (p. 97, NP) y con «una piel de cera sudada» (p. 98, NP) ha vagado por el mundo como «perro tiñoso» (p. 98, NP). En perfecta equivalencia con un lazarino, infunde a Paulina simultáneo «asco y piedad» (p. 100, NP). Para quien viene de la otra novela le es fácil reconocer un motivo ya familiar en las cruentas rasuraciones del P. Bellod:

«Luego de misa volvía a la casa rectoral, sacaba de su desnudo pupitre una vieja navaja de barbero y se rasuraba sin espejo ni jabón. Muchas veces le pidieron los coadjutores que siquiera se bañase la piel, bronca como de peña volcánica, y el siervo de Dios sonreía enjugándose las gotas de sangre que le caían por el duro collarín».


(p. 30, NP)                


«Estábase rasurando entonces el P. Bellod, y se sangró dos veces en la misma raedura».


(p. 54, NP)                


«El P. Bellod no quiso mirarlas. Apretaba tan fuertemente las mandíbulas, que comenzó a sangrarle una herida de su navaja barbera».


(p. 178, NP)                


Es fundamental en ambas novelas la continua presencia de las más horribles dolencias llagantes y destructoras de la carne. Su catálogo es interminable: las viruelas del P. Bellod, la postema que Grifol cura a la mujer del «Miseria», el capitán devorado de bubas, los «zaratones horrendos» (p. 87, NP) que Monera cura a una monja, los polvoristas del arrabal, «llagados como leprosos» (p. 105, NP), la viruela, carbunco y otros morbos lacerantes que bajan con las aguas del arrabal de San Ginés, el cáncer en los párpados que sufría un idiota del hospital, un esquilador con el cuello cuajado de bubas. En El obispo leproso, cosas como el seminarista de ojos podridos por la quemadura solar o la llaga «callosa y verde» (p. 196, OL), causada en la palma de la mano del obispo Salom por su continuo crisparse sobre la imagencita de bronce. Toda esta patología no es sólo una amplificada equivalencia leprosa, sino que en su mayor parte habría sido reconocida como tal bajo los criterios bíblicos o tradicionales. La lepra del obispo sólo viene a coronar la visión nosológica de Oleza, que de esta manera es todo lo «foco leproso» a que podía aspirar sin convertirse en un cuento fantástico a lo Hoffmann.

En prolongación natural de la misma línea expresiva, existe en ambas novelas una exacerbada sensibilidad hacia la materialidad del factor dérmico, cuya calificación actúa a modo de un continuo manantial de imágenes. Con profunda lógica unificadora, la metáfora habrá de girar también con frecuencia en torno al mismo eje de la referencia «leprosa» o su claro equivalente:

«Una llaga ardiente le devoraba hasta los huesos, imaginando a Paulina casada con hombre joven, apasionado y hermoso».


(p. 214, NP)                


«... se agusanó la peña de menadores, de lañadores, de cordoneros, de polvoristas, de mendigos».


(p. 242, NP)                


«... las mejillas, devoradas por la barba crecida».


(p. 257, NP)                


«Su lengua iba descubriendo todas las intimidades de la ciudad como si soltara los vendajes de un cuerpo llagado»20.


Una valoración poética de la piel se incorpora funcionalmente a la caracterología de los personajes o exterioriza, mediante artificios que cabría llamar «luminotécnicos», el impacto emocional de las situaciones. Cabe decir que en las novelas de Oleza el personaje es él y su piel. Hasta objeto tan inanimado como una campana ha de tener «su piel con callos y todo» (p. 7, OL). Igual ocurre con el reino animal, y por eso la graja del Círculo de Labradores muestra «el pellejo roído de miseria» (p. 258, OL). La nimiedad llega en esto hasta la graciosa conversación entre don Magín y el conde de Lóriz acerca de un lunar que, con el paso de los años, le ha nacido a éste en el pómulo. Se trata de un sello narrativo que no deja de incluir, con un conato de humor, a los personajes secundarios. A don Jeromillo se le presentará «moreno y pecoso... la piel de la frente en un renovado oleaje de perplejidad» (p. 45, NP), el jefe de la Zona, «de piel bronca, de cráneo largo, vertical» (p. 163, OL), mientras que el obispo Salom queda maravillosamente retratado por «su piel de breña, sus barbas, de crin» (p. 194, OL). Y por supuesto, el dermatólogo que viene de Madrid para asegurar al obispo que la lepra no es enfermedad particularmente temible gozaba de una piel «magnífica» (p. 88, OL). Hay también una multitud de referencias al afeitado masculino, en inconfundible asociación (igual que en la Edad Media) con las ascéticas renuncias del estado clerical:

«¡Y después de todo, qué convites de galanía les deparaba Oleza si casi toda la juventud iba afeitada, y con alzacuello y pecherín negro de seminarista!».


(pp. 28-29, NP)                


Esta atención exacerbada a lo dérmico, con sus correlativas implicaciones de orden táctil, se muestra particularmente idónea a la realidad profunda de Oleza. Cual corresponde a su frustrador ambiente, a la vez represor y reprimido, la ciudad es un verdadero volcán de lujuria pronto a entrar en erupción en cualquier momento, como en parte llega a ocurrir con el caso de Elvira. La piel humana está hecha para el tacto y éste, quintaesencialmente, para el goce sexual. Es por eso la misma Elvira quien, en su ardiente malicia, tiende un puente explícito entre ambas significaciones:

«-¿Que don Magín, no? ¿Es que ni siquiera ha reparado usted cómo don Magín tiende su mano para que se la besen? ¡Se le eriza toda la piel!... Fíjese cuando lleve la mano a la boca de una mujer».


(p. 197, NP)                


Es cierto que el sentido del tacto se desgobierna fácilmente en Oleza y la piel sólo requiere allí para erizarse la más mínima sugestión. En el caso de las solteronas Catalanas dicho efecto se logra sólo con imaginar la pompa y circunstancia que pregonan el esperado parto de la reina:

«... ¡Lo estoy diciendo, y mírenme la piel cómo se me eriza!

-La hermana también mostró su piel erizada...».


(p. 98, OL)                


Pero sobre todo, Miró ha forjado una gigantesca imagen dérmica que, actuando como nexo natural entre prosografía y etopeya, separa con nitidez a los dos encontrados rebaños de Oleza21. La serie se origina en la misma escultura de San Daniel, a quien, tras su rescate de las aguas «quédale, para siempre, una morada color, una mueca amarga de asfixia, y el apodo de "el Ahogao"» (p. 7, NP). El sello de la piel enfermiza se repite, bajo formulaciones proteicas, en toda su desdichada grey. Monera, con su «piel aceitosa» (p. 62, NP). Elvira es foco de un particular racimo de referencias a la carátula de su no menos «leproso» maquillaje, con sus «mejillas de polvos agrietados» (p. 150, NP), de «rostro enyesado y duro» (p. 161, NP) y su «pómulo grietoso» (p. 220, OL), «crispada, rápida, con los pómulos de cal» (136, OL), «ardiéndole los ojos socavados en su máscara de yeso» (p. 179, NP)22, con «su piel más verde entre las grietas de su yeso de arroz» (p. 138, OL), proclamada bíblicamente de «¡Carne azul que morirás intacta!» (p. 11, OL). También el ridículo erudito Alba Longa, que «parecía haberse fajado las secas mejillas con piel apócrifa» (p. 256, OL). La clavaria, una monja antipática, con «moradas ojeras que le ponían un antifaz de sombra en sus mejillas granadas de herpes» (p. 63, OL). El don Álvaro del desenlace «tenía la mirada húmeda, los pómulos azules, su barba comenzaba a envejecer» (p. 306, OL). Máximamente el P. Bellod, párroco del desollado San Bartolomé, atormentando a navaja seca su piel y desintegrándose a pedazos en la dura servidumbre a San Daniel:

«Se rascaba la pintura y el yeso de sus uñas, las cortezas de argamasa de su hábito; mostró un codo rasgado. Se iba descarnando como una carroña».


(p. 210, NP)                


Y puesto a hacer además una figura espantable, con su cara siempre desollada y su ojo terrorífico, conspicuamente mencionado al comienzo y al final de Nuestro Padre San Daniel:

«Ordenado de Epístola, tuvo viruelas el P. Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa».


(p. 27, NP)                


«En la puerta del claustro apareció el P. Bellod con un farol de aceite que le devoraba de amarillo las viruelas y el ojo blanco calcinado».


(p. 272, NP)                


El mismo tipo de imagen que habría de llamar «caco-» o «nosodérmica» invade también a pinturas y retratos. El del pedantesco letrado Espuch y Loriga eterniza «su faz de lacerado pergamino» (p. 5, NP). Los abuelos paternos hablan a Pablo «desde las cortezas de óleo de sus lienzos» (p. 283, OL), siempre con expresa mención de los significativos apellidos Galindo (torcido, engarabitado) y Serrallonga (de inevitable asociación con bandidaje). Figuradamente, la madre de don Álvaro y de Elvira se ha visto también contagiada, con ciertos visos de justicia poética, por las espantosas endemias de Oleza:

«El óleo del difunto Galindo era el espejo de la sonrisa dura y lívida de la hija. La señora Serrallonga se agrietaba espantosamente en el brasil de los pómulos. Un cáncer abierto por el verano de Oleza en la pintura de la muerta».


(p. 266, NP)                


Las mismas sagradas imágenes ceden a la sugestión de carne «leprosa» en cruce o engarce con el rico símil icónico que constituye, siempre en torno al básico San Daniel, el otro gran eje o sistema expresivo de las novelas de Oleza:

«Y dentro de la bóveda de los altares, en la noche anticipada de las hornacinas y de los niños de los retablos, les quedaba a las imágenes una palidez amarga, gelatinosa, recogida por el barniz de sus rostros y de sus manos».


(p. 268, NP)                


«Pasó la Soledad, hueca y rígida de terciopelo negro; la faz de cera goteada de lágrimas; las manos de difunta sosteniendo un enorme corazón de plata erizado de puñales que se estremecían».


(p. 162, OL)                


El brío creador de Gabriel Miró estigmatiza a través de este mundo de imágenes nosológicas a todos aquellos horrendos «leprosos» de la Oleza falta de amor. Al otro lado hay, por el contrario, el mundo de lozana belleza supuesto por el femenino ramillete de Paulina, Purita, María Fulgencia y la condesa de Lóriz, infinitamente enaltecido en términos de su casta sensualidad. Con toda claridad, la misma doña Purita contrapone «las flacas, las feas, las de piel verdosa y ardiente como las Elviras» a las «blancas y hermosas» como ella (p. 107, OL). Paulina ha sido anteriormente contrastada frente a Elvira en las «suavidades de su piel frutal» (p. 151, NP) y en tantas otras celebraciones de sus blancas formas venustas. La dulce viuda doña Corazón desarrolla, en perfecto correlato, una blanda encarnadura:

«... porque de las manos primorosas y gordezuelas de doña Corazón, que se iba embarneciendo y lozaneando en su viudez, semejaba producirse la generosidad de la cera y de las mieles de sus alacenas y vasares».


(p. 44, NP)                


A la vez que tez y manos se le van contagiando con «la blancura intensa y devota de las hostias de su cerería» (p. 221, NP. De María Fulgencia se encarece «¡Ese dulce sofoco de su piel tan fina, ese temblor de su pecho!» (p. 122, OL). Forma también parte de este grupo el adolescente Pablo, quien en perfecta continuidad «angélica» de su madre, «recibía en su piel el unto de la lámpara, el tacto de los exvotos, la sensación de las imágenes» (p. 261, OL). Don Magín, cuya sotana es a la letra una segunda piel de lo más elegante y bien llevada:

«-Sí, querido conde; llevé siempre la sotana sin sentirla, pero ajustada como si fuese mi piel, porque Dios me ha librado de que me pese como las vestiduras de plomo de los hipócritas de Dante».


(p. 79, OL)                


Al mismo obispo, imagen de masculinidad y de salud vigorosa el día de su solemne entrada en Oleza, «le relumbraba de sudor el hueso de bronce de sus sienes, y, al sonreír, en lo moreno de su piel, resaltaba el mármol de sus dientes» (p. 64, NP). Hasta el Crucificado icónico encaja sin discontinuidad ni problema en este desfile de salud y belleza, distanciándose polémicamente al otro extremo de San Daniel con su carne limpia y no mortificada:

«Y su ilustrísima se distrajo mirando un crucifijo de marfil que adquiría una carne tibia, descansada y joven bajo la caricia del sol».


(p. 178, NP)                


Para trágica ironía, la pequeña ciudad de Oleza es una verdadera metrópolis por lo que hace a una vasta, integral realización de la típica «falta de amor» mironiana23. Sus habitantes son en gran parte un desfile de tarados o impotentes espirituales para experimentar ninguna clase de amor, con don Álvaro conspicuamente en cabeza. El anticlericalismo seminal del tema de la ciudad levítica (eje Orbajosa-Vetusta-Oleza) se canaliza allí por entero hacia los jesuitas y queda, a la vez, desmentido en su elementalidad por las mismas figuras amables del obispo y de su fiel don Magín. Las novelas de Oleza guardan su filo cortante para un alegato contra la capacidad deformadora no del hecho religioso, sino de cierto catolicismo conforme al espíritu de San Daniel. «¡Si es que allí no se quiere nadie!» (p. 311, OL), exclama, enjuiciando a la ciudad, la al fin clarividente María Fulgencia. No caben palabras más duras para la clave desarrollada ya en Del vivir, y con ellas de nuevo se proclama como irremediables «leprosos» a los pétreos desamorados de la ciudad episcopal.

Más de un párroco levantino había sido víctima, como se sabe, del apostolado a los leprosos. ¿Qué habría, pues, de extraño en que el pastor de Oleza se contagiara, abnegadamente, de la roña de sus ovejas? Nada, salvo que el mundo de la representación poética es distinto, o mera sombra, del plano real, y que el único que allí sufre la lepra del cuerpo es el obispo y nadie más que el obispo, para notable desilusión de la crítica. No han faltado en esto las insuficientes explicaciones de orden externo, fundadas en casos históricos o en el juego banal a los «modelos vivos». Se ha recordado cómo Miró no podía desconocer el caso del oriolano don Fernando de Loaces, obispo de Lérida fallecido en 1568. Enfermo al parecer de lepra, fue curado de la misma por unos dominicos de Orihuela y ello le condujo a erigir como acción de gracias el colegio de Santo Domingo donde Miró estudió con los jesuitas24. Menos capacidad de explicación ofrece la tesis según la cual el obispo sería un trasunto del obispo de Orihuela, don Juan Maura Gelabert25, distinguido prelado que, aunque de ideas relativamente liberales, no se sabe que afrontara nunca graves problemas de esta clase26. No parece que Miró mencionara nunca su nombre, aunque sí mantuvo excelentes relaciones con un pariente de aquél, el estadista don Antorio Maura.

Mayor atención merecen las interpretaciones que pretenden ver en aquel morbo una alegoría moral del destino humano27, la caducidad del poder de la Iglesia28, el reflejo de dudas atormentadas por pactar con el liberalismo y el ferrocarril29, una dolencia redentora de Oleza30 o la víctima expiatoria por las culpas de la misma31. Exégesis ajenas todas ellas, como apostilla Ian MacDonald32, a la recia individualidad del personaje y particularmente inadecuadas, en su giro de posible edificación religiosa, a las ideas más básicas de Miró. ¿Y qué culpas ni qué necesidad de tan costosa «redención» tendrán Paulina, don Magín o Purita? Es preciso añadir a esto que la base textual de tales interpretaciones es para colmo mínima, cuando no expresamente desmentida. «Porque con un obispo enfermo, y un enfermo como ése, iba pudriéndose la diócesis» (p. 95, OL) no representa sino una más entre las insidiosas y, como de ordinario, estúpidas murmuraciones de Elvira (aunque en otro plano para ella incomprensible pueda acertar a pesar suyo). La idea alternativa de que la lepra del obispo represente una expiación por los pecados de la ciudad es puesta igualmente en boca de una monja sin sustancia: «¿Y es lepra, lepra de verdad la que aflige a su ilustrísima? ¡Y dicen que por los pecados de la diócesis!» (pp. 238-239, OL). Miró ha considerado la vacuidad devota de dicha muletilla como un peligroso escollo contra el que era necesario prevenir al lector y por ello espera a un momento clave para desautorizarla expresamente:

«Paulina le habló del Obispo. Y Pablo volvió sus ojos, ocultándose sus remordimientos. En todas las iglesias de la diócesis se rezaba por el llagado. El señor le había elegido para salvar a Oleza. Y Oleza ya se cansaba de decirlo y oírlo. Oleza recordaba que el anterior prelado, de una mundana actividad de agente de negocios espirituales, no necesitó sufrir para obtenerlos bienes de su apostolado. Pues el otro pobre obispo de Alepo siquiera padecía por su perfección de santidad y no por redimir a nadie. ¿Ni redimir a estas horas de qué? Los hombres rubios pecadores, los extranjeros del ferrocarril, ya no estaban; y para los pecadores del lugar no era menester una víctima propiciatoria».


(p. 291, OL)                


No hay respuesta alguna ante tanta perplejidad, ni hace aquí ningún sentido formular preguntas que no tienen respuesta. El obispo no ha muerto por nada ni por nadie, sino por haberle llegado la hora de sucumbir como cualquier otro al lento asedio de la lepra. El prelado no es ningún Redentor. Humana y religiosamente su sacrificio es puro vacío, relegado una vez más a un obvio planteamiento existencial33. El hecho de su muerte no difiere en sí de la del semianónimo hortelano Ranea, que le precede por unos cuantos meses. Ni los males ni la eventual salvación de Oleza se deben a un solo individuo, sino a la acción compleja e inevitable de los tiempos, que de un modo u otro hubieran traído el ferrocarril lo mismo que antes trajeron la carlistada (aunque importante, el ferrocarril no es «temático» en la obra). El obispo no pudo impedir la desgracia final de Paulina y de Pablo, los seres que sin duda más amaba. En plano aún más modesto, ni siquiera logra evitar que la magnífica finca del Olivar se vea escamoteada a la hija y al nieto de don Daniel por las cábalas políticas del funesto don Álvaro. Al borde de la muerte regalará al joven lo único que puede ya darle, y es el perdón sacramental de sus culpas. La última acción del obispo leproso es este absolver a Pablo por puro cariño y con muy escaso sentido teológico, pues no hay en él la menor actitud penitencial y parece recibir más bien una bendición de su pecado con María Fulgencia. Cuando, por fin, Paulina viene a llamar a su puerta, conforme al ofrecimiento del día de su promesa, el obispo se encuentra ya irremisiblemente a las puertas de la Nada.

«No se curará: tiene su mal en las entrañas»34, fue desde el primer momento el acertado diagnóstico de Grifol, que sin duda calaba certeramente en el mundo interior del obispo. Aunque se trate de una enfermedad cutánea, su arraigo resulta arcanamente visceral. Es lo mismo que, con insufrible pedantería, el especialista madrileño atribuyó a vagas y recónditas causas sicosomáticas:

«Ese mal de la piel era como el mandato y la muestra de otro más recóndito, de una etiología callada. Habló de sobresaltos y trastornos de emoción que predisponen a padecimientos que si no significan un peligro pueden ir fermentándolo».


(88, OL)                


La novela, llevando a una altura casi sibilina el arte de «decir las cosas por insinuación»35, se centra realmente sobre una justificación poética de ese nexo misterioso, que el naturalismo clásico habría buscado en el medio, la herencia o en alguna otra causa ya exterior, ya biológica. Ni pará el obispo ni para Miró hay explicación médica que haga ningún sentido al lado de su dolor de «enfermo sin familia, con un pudor adusto en sus tristezas» (p. 89, OL). Su verdadera heroicidad (y Miró preferiría aquí «santidad») no ha sido otra que la muy dificultosa de mantener viva en medio de las hosquedades de Oleza una alta y silenciosa llama de amor puro. Se comprende que, lejos de una simple pasividad, su quijotesco heroísmo no haya sido otro que el haber esperado sin cejar allí la muerte. El precio es muy alto, porque, superior a fuerzas humanas, la tensión del sacrificio ha corroído su soporte físico y termina por dar al traste con la deleznable fábrica del cuerpo.

Llega con esto el momento de hablar sin tapujos del martirio sentimental del ilustre enfermo, porque tanto jerárquica como estéticamente culmina en éste el gran tema decimonónico del sacerdote enamorado. Miró lo había abordado en su novela de 1909 El hijo santo36 que eliminó después del canon definitivo de sus obras, insatisfecho tal vez de lo elemental y directo de su planteamiento. El obispo de las novelas de Oleza ama desde el día en que Paulina, aún soltera, le pidió su compasión generosa para un anciano sacerdote. El hecho irrumpe narrativamente, con la delicada urgencia que en todo momento ha de marcarlo, a través de la presencia no invitada del obispo en el acto de la petición de mano en la finca del Olivar. Por encima de toda dimensión espiritual, o de sus apariencias, se trata de un atrevido acto de retadora rivalidad contra don Álvaro y sus amigos, cuyo momento de triunfo estropea. El obispo se ha personado allí para hacer, frente a aquél, su alternativa «promesa» de amor muy de otra clase, la única que le es posible empeñar. Su inviolable, ardiente secreto es el corazón que late agobiado en lo más hondo de la vida de Oleza y calladamente lo han sabido allí todos. Entiéndase «todos» los que por necesidad estructural del relato debían saberlo. Lo sabe sin duda Grifol y no puede ignorarlo don Magín, que recibe a Paulina a la puerta de la alcoba del moribundo. Lo sabía también ella misma cuando se dispone a reclamar la promesa del obispo leproso para aquella imposible «salvación» de su hijo y de todos. Lo saben, mejor que nadie, los sutilísimos jesuitas, que no desconocen la tecla que han de pulsar cuando la Mitra se dispone a ejercer sus derechos sobre el inmueble que aloja al colegio. Menos aún podrán críticos y lectores permitirse el lujo de ignorarlo.

Tras el Serge Mouret de Zola, el Amaro de Eça de Queiroz, don Fermín de Pas de Clarín, el don Julián de doña Emilia y el Padre Enrique de Valera37, Miró se independiza con su obispo de cualquier planteamiento de signo ideológico. El leer allí ninguna convencional expiación por haber dejado entrar en su pecho un amor de mujer carecería de todo sentido en Miró, para quien resulta aberrante que nada que de veras sea amor pueda llamarse nunca pecado. La idea del eventual castigo providencial por la transgresión supuesta por un amor humano, aun de la naturaleza más pura, constituiría para Miró la más inimaginable blasfemia. Su lector avezado entiende, por el contrario, la cruel ironía de que sea precisamente esa, y no otra enfermedad, la que se encienda en la carne del obispo, mártir del más casto amor a Paulina. Es el mismo Miró-narrador el que, en una de sus intervenciones de narrador directo, se toma el trabajo de apostillar con omnisciencia tajante el más bello momento38 de la vida del prelado:

«Subió el obispo sus manos para perfumárselas en las hojas tiernas del limón; y las vio llagadas, y no quiso tocar la hermosura del árbol; y después, sin acercarlas, puso su bendición sobre la frente del hijo de la mujer en quien pensaba tantos años sin sonrojarse de ninguno de sus pensamientos».


(294-195, OL)                


Se ha destilado en estas sobrias palabras una larga tradición de cultura, que sólo consideraba el Amor como potencia ennoblecedora de los seres humanos y a la que el novelista ofrenda ahora sus últimos granos de incienso. Dicho «no sonrojarse» del amante no se mide, desde luego, por la moral cristiana, sino por la «filografía»39 platonizante que Miró absorbiera en su juventud con tanto regusto y que predicaba la naturaleza indivisible del Amor como principio filosófico.

La novela se allega a la vez, en paralelo avance, a la piedra de toque supuesta por la paternidad no carnal del hijo de la mujer inaccesiblemente amada. No es difícil entrever allí un último rescoldo del otro gran mito romántico de Las afinidades electivas40, devanado en torno al tema de Pablo. Oleza es incompatible con ninguna clase de espontánea inclinación amorosa, rechaza la sensualidad y cuenta con la frustración sexual como un hecho aceptado de antemano. No quiere decir, sin embargo, que sus hijos (o al menos los mejores) sean ciegos e insensibles ante la realidad de instintos y sentimientos. El continuo y universal espionaje que es segunda naturaleza de la ciudad los tiene al menos acostumbrados a una misteriosa comunicación sin palabras en el terreno de lo subliminal. Paulina y Máximo Lóriz siempre supieron de algún modo que estaban hechos la una para el otro: «Pude haber sido la mujer de ese hombre» (p. 139, OL)41, reflexiona con tranquila clarividencia Paulina. Madre e hijo quedan abrazados en un cierto momento por la misma mirada posesiva de Máximo Lóriz y la pregunta sin respuesta acerca de la inútil fatalidad de la lluvia sobre el mar reviste por eso una importancia central en relación con el último inexplicable sentido de lo humano en la obra:

«Y Paulina asomó más su cuerpo para seguir mirándole con obediencia, y sintió que la traspasaba como una luz la mirada de Máximo el pintor, que sonreía a Pablo con ternura. Recordó asustada, sin entenderla, la queja de ese hombre: "¡Por qué lloverá sobre el mar!". Entonces se miraron los dos, y ella se vio delante de todos, sola, iluminada calientemente, como si toda la procesión del Entierro de Cristo le hubiese acercado las velas para sorprenderle los pensamientos».


(p. 162, OL)                


Pablo, aunque mezcla fisionómica de sus progenitores, con la mirada dulce de la madre y el ceño duro del padre, a algunos mal intencionados les parece un Lóriz. Abordado desde su situación humana, el caso del obispo es distinto al de Elvira y mucho más doloroso: «Nunca pude haber sido el padre de ese hijo», podría pensar cada vez que, deshecho de cariño, se acerca a Pablo para darle el calor que no halla en el padre biológico. Y queda a cuenta del lector el reconstruir los sentimientos del prelado al ver llorar a madre e hijo desde lejos, en la tristeza inmensa de una tarde de Ánimas. No hay que olvidar que, entre perverso y pacato, don Juan Valera había engarzado en Doña Luz (1879) aquel topos goethiano de la afinidad electiva al tema militante del sacerdote enamorado42. Jugando a placer con el motivo sicosomático, se las arreglaba para que el Padre Enrique muriera allí en pocos días, a raíz de un común accidente cerebral, y lo hiciese además bajo la recompensa inefable de los besos de la amada. Pero en El obispo leproso no hay paliativos ni componendas y las cosas nada más que o son o no son. La tradición literaria se halla neutralizada y no marca ahora ningún rumbo.

En aras de un expresionismo mitoclasta, Miró se encarga de que, por el contrario, la lepra destruya en lenta tortura al mártir del amor puro y Paulina no pueda llegar siquiera a la cabecera del obispo agonizante.

Aparte de su ajuste a la problemática individualizadora del obispo como personaje central, la lepra actúa como exhaustivo principio estructurador y básica imagen narrativa de las novelas de Oleza. El obispo ha sido desde el primer momento un «leproso» para la mayor parte de sus diocesanos y compartirá dicho incurable sino con un breve puñado de seres tan amables como desamados. No hay para él, por lo mismo, otro fondo posible que no sea el de «sus soledades» (p. 87, OL) en medio de libros, plantas y animales, un reducido mundo franciscano del que brevemente emerge para las necesidades, nunca descuidadas, de su ministerio. Su entera dimensión vital se halla dominada desde siempre por el hecho de la ausencia retraída, que tan visiblemente se materializa en sus últimos días:

«De los santos queda el culto, la liturgia, la estampa y la crónica de su martirio. Del obispo leproso no se tenía más que su ausencia, su ausencia sin moverse ya de lo profundo de la ciudad, y el silencio y esquivez de su casa entornada. Y al pasar por sus portales, las gentes los miraban muy de prisa».


(291, OL)                


No hay por parte del obispo el menor esfuerzo por romper el punto muerto ni entablar una comunicación que sabe de antemano tan imposible como la misma curación de la lepra. Por eso no dialoga ni tampoco lucha ni con Dios ni con los hombres. Dificultando ciertas interpretaciones43, el obispo no es un Cristo ni tampoco un Job que se abra y autoafirme en un intercambio con Dios y con el mundo. Dios permanece silencioso, seguramente «muerto», conforme a una persuasión cardinal en Miró desde sus juveniles veleidades nietzscheanas. La fe religiosa del personaje constituye un arcano absoluto que, en cuanto ajeno al ámbito novelístico allí acotado, no aborda jamás Miró (que no es Miguel de Unamuno). El destino del obispo es el de un aislamiento huidizo que sólo alivia el contacto de la amistad con don Magín, otro ser casi tan «leproso» como él. Porque, irónicamente, son aquellos otros «leprosos» del espíritu los que en Oleza infligen su crueldad a los limpios capaces de amar, varios pasos más allá de lo planteado en Del vivir, donde la nota venía dada por la indiferencia y no por la agresividad. Enfrentado con un absoluto de incomunicación humana, el obispo dirige sus energías hacia el logro de un ferrocarril, en esto la más admirable contra-imagen que cabe oponer al aislamiento Del vivir leproso44. La imagen narrativa de la lepra se muestra así indirectamente capaz de ilustrar a la perfección el amargor de las luchas ideológicas de España en el siglo XIX, no muertas sino atreguadas en torno a Miró y sólo a diez años vista de su bárbara resurrección en julio de 1936. El mensaje no puede hallarse más claro: aquella sociedad al estilo olecense y aquella religión a lo San Daniel no son más que algo muy obvio: «lepra».

En su nivel más profundo, las novelas de Oleza marchan hacia la propia desintegración con un torturante ritmo lento45 que, de nuevo, representa una activa presencia del discurso unificador de la lepra. Corroe ésta todo el pequeño universo de la ciudad episcopal, cuyos habitantes van poco a poco carcomiéndose y quedando vacíos hasta el punto de agotar su viabilidad como tales entidades literarias. Únicamente don Magín, impostado sobre su sensualidad traspasada de anhelos de infinito, conserva indestructible vitalidad para seguir «siendo don Magín» (p. 325, OL), cuando hasta la dulce tertulia de doña Corazón perece por cansancio. Repitiendo el caso de la segunda parte del Quijote y el destino de Sancho Panza, es sólo este personaje inolvidable quien al llegar las últimas páginas conserva alguna posibilidad novelística por delante46. La maldiciente Elvira acaba por tener razón cuando murmura que la diócesis va pudriéndose al mismo tiempo que el obispo (y desde luego ella más que nadie). Por lo demás, el mero paso del tiempo trivializa los sufrimientos y frustraciones del pasado. La anacrónica virulencia de El clamor de la Verdad se ensaya ahora en insulsas defensas comerciales de los dulces de monjas. Tanto y tan atormentado «vivir» ha transcurrido sin otra ulterioridad que el haber hecho girar unos grados a la infinita rueda del tiempo47. Tanto el goce como el sufrimiento inciden sin ulterior sentido, como aquel magno absurdo de la lluvia sobre el mar que representa una de las formulaciones claves del existencialismo mironiano. No hay que olvidar que la dilatada acción novelística ha sido desde el primer momento un anticlímax que desciende en cascada del altar de San Daniel «el Ahogao» y caduca por sí sola en la estación del flamante ferrocarril (del santuario del fanatismo a la ermita del progreso).

Elvira habría acertado del todo si en lugar de referirse a la putrefacción de la diócesis lo dijera acerca de la obra misma. El relato va agonizando al lento e inexorable compás de la enfermedad del obispo. Con él se extingue también, carcomida desde dentro y sin violencia de nadie, la Oleza leprosa. La obra no finaliza, sino simplemente «muere» en un parón irremisible: su estructura novelística experimenta un colapso final, como si el «mal» nunca ausente acabara por apoderarse también de ella. El tiempo ejerce un efecto no mortal, sino paralizador sobre los personajes, camino todos ellos de resumir su naturaleza profunda de estatuas o, para ser exactos, «sagradas imágenes». No queda aliento para un paso más en busca del imposible «desenlace», porque la lepra por definición no afloja el abrazo de sus víctimas. La muerte, tan «física» y torturada del obispo, es también la que le corresponde en cuanto señor y proa de la acción. Las últimas fuerzas de los demás se agotan para buscar el definitivo reposo de un sepulcro en vida: Pablo y sus padres, retraídos en el hipotecado Olivar, María Fulgencia en su casa de Murcia, Purita camino del hogar vicario de su hermana en Valencia, Elvira con su vergüenza a cuestas, en busca de aquella Gandía que nunca debió dejar. Se trata, por supuesto, de la actitud más quintaesencialmente «leprosa» de encerrarse para morir en la oscuridad, conmovedoramente descrita en Del vivir. Miró titula La salvación y la felicidad el capítulo en que narra esta desbandada estática y no parece que lo haga con ningún dejo irónico. El «foco leproso» olezano se autodestruye inexorablemente. La vieja ciudad se desmorona a pedazos: «Todo se quebrantaba y aventaba en el ruejo y en la intemperie de los años» (p. 325, OL). Como habitantes del gran tema español de la ciudad levítica, la naturaleza de los personajes es integralmente diegética o tempoespacial48 y no pueden funcionar fuera de su ámbito. Todos son en esta última instancia «leprosos» que se inutilizan para el arte cuando una nueva Oleza comienza a integrarse a partir de la pequeña mancha de aceite de la estación legada por el celo episcopal. La lepra física del obispo constituye sólo la punta de una pirámide que se ensancha después al morbo moral de los incapaces de amar y envuelve por fin a todos y cada uno en este tercero y básico nivel narrativo o «diegético», tan visible en los capítulos finales de El obispo leproso. Son las tres «lepras» simultáneamente responsables de aquel gran universo novelístico.

Y desde luego no todo es aclarable ni se halla resuelto en lo relativo a Oleza y la figura de su obispo, en cuya creación juega funcionalmente una mayor o menor dosis de calculado hermetismo49. La fatalidad de la incomprensión deberá continuar pesando sobre el prelado aun después de su muerte. Más aún, en toda esta tragedia española claramente falta algo. El tema del obispo y su lepra dista de hallarse agotado en el momento de su último suspiro y se sucede una transición brusca al maravilloso capítulo o más bien epílogo final. Pero es necesario y se echa claramente de menos el momento en que la Oleza «leprosa» aparezca como un coro de muertos en pie, en torno al cadáver deshecho de su obispo. El autor vio la clara necesidad de este definitivo capítulo que sin ninguna duda sabemos existió. Nunca se ha ignorado50 que Miró, furioso ante la actitud del editor, que le exigía acortar la novela, destruyó un cierto número de páginas. Contenían éstas precisamente el episodio donde se narraban las exequias del obispo leproso y puedo aducir aquí el testimonio adicional de don Jorge Guillén, que tuvo la gentileza de asegurarme acerca del particular en carta escrita el 2 de abril de 1971:

«... le diré que de aquellas páginas sobre el entierro del Obispo, admirablemente leídas por Miró, no recuerdo más que una especie de ondulación colectiva: la ceremonia, los elementos oficiales, la multitud y el pueblo en torno, el atento a las exequias y el que proseguía su propia jornada. Miró leyó ese episodio, que no era breve, con ritmo rápido, como si quisiera reforzar una impresión conjunta de movimiento. (Y nada de "párrafo paralítico" -que dijo el otro)».


Es fácil reconocer aquí el punto final de una serie de suntuosos tableaux vivants (frenesí en la capilla de San Daniel, estragos de la riada, procesión del Santo Entierro y tantos otros) con cuyo repujado rinde Miró su homenaje a la mejor tradición del siglo XIX en el momento mismo de dejarla atrás. La clásica arquitectura de la obra requería que la entrada del obispo, presentada como un momento de plenitud física, se equilibrase con la estampa de su salida, reducido a miserable despojo. Pero ignoramos cómo se enfocaría este encuentro definitivo del leproso con la ciudad puesta bajo su cayado. La ciudad donde moría mártir sin causa, ni triunfador ni vencido, ni santo ni pecador, pero sí maestro de una inmensa lección del Amor que tan difícil y raro es entre los hombres.

El proceder de Miró fue también esta vez limpio y radical. Situado ante una imposición inaceptable, prefirió la violencia de la mutilación a la componenda del retoque: si así estaba destinado, que así fuera51. El hermetismo connatural de su obispo leproso halló por este camino un inesperado refuerzo. Miró que creaba, como él decía, «trabajosamente» y que nunca escribió una página de relleno, sin duda habría de refractar ciertas luces sobre el personaje central, al despedirse de él en unas páginas favoritas. Falta, pues, en la obra, el gran testimonio de la verdad ante el hecho supremo de la muerte, y es imposible saber cuántas claves se habrán perdido así para siempre. El elusivo protagonista, para colmo ahora truncado, ascendió tal vez con ello a nuevas alturas de complejidad que no disminuyen su atractivo para el lector, pero que ciertamente enfrentarán a la crítica con un eterno margen de fecundo problema.





 
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