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Lengua, Literatura, Intimidad

(Entre Lope de Vega y Azorín)

Alonso Zamora Vicente



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[Indicaciones de paginación en nota. 1 ]





  —[9]→  

ArribaAbajo- I -


«Lo demás, preguntad a mi poesía,
que ella os dirá...»


(Tres momentos de un clásico.)                


  —[10]→     —11→  

ArribaAbajoEnvés de Lope

1962. Cuatro siglos de Lope de Vega, figura excepcional en el quehacer literario, sin parangón posible en parte alguna. Todo en Lope es desmesurado: su creación, su vivir, sus amores y rencores. Incluso detrás de él la desmesura se crece: no hay tarea entre la crítica moderna comparable a la que él nos legó: la de seguir queriéndole y admirándole, procurando entresacar de su caudalosa producción esa escondida resonancia -busquémosla, que, de seguro, aparece-, que nos le trae al lado, vivo, palpitante, cordial y vehemente compañía.

1962, año lleno de Lope. Por todas partes, sus comedias volverán a llenar los carteles de los teatros. Tornará a ser verdad la admirada sanción de Cervantes al decir que Lope «llenó el mundo de comedias propias, felices y bien razonadas»2. En Madrid, París, Buenos Aires, Moscú o Nueva York, sonarán otra vez los versos de El Caballero de Olmedo, de Fuenteovejuna, de Peribáñez. Los elogios cervantinos -por una vez no fue falaz la retórica- nos devolverán al gran monstruo de naturaleza, agigantada su gloria, serán verdad recién estrenada, presente Lope en sus encendidos versos, en sus situaciones enamoradas, en su enfervorizado vivir.

Porque todo en Lope es vida fluyente, arrebatada,   —12→   azar insospechado en perpetuo asombro, al que el autor se entrega sin limitaciones, faena incomparable y entusiasta. El vivir de Lope se trasmuta en muy corto plazo (a veces inmediatamente) en poesía. Se literatiza incluso el detalle más secundario, nimio, intrascendente, en agridulce revoltijo. Lo cierto es que nadie ha tenido como él esa facilidad de trascender en verso cualquier situación de su existencia (toda en conjunto: amor y odio, lo obsceno y lo engolado o pulcro, lo villano y lo cortesano, lo plebeyo y lo académico, lo próximo y lo lejano), relegada la verdad documental a una oscura aledañía, empujada por su portentosa capacidad de olvido. Lope se curaba de todo con un endecasílabo sangrante. Y, una vez curado, vuelta a empezar. Torbellino, hipérbole, riada incontenible, que le hicieron ser visto con inquina por muchos de sus contemporáneos y que todavía hoy orlan su recuerdo, entre gentes mojigatas o ñoñas, de un halo de escándalo, de estupor receloso.

Porque de Lope -al que resulta hoy casi imposible leer, por su descomunal obra- se dicen muchas cosas que se van repitiendo cómodamente, bobaliconamente, transmitidas de manual en manual y de charla en charla, comentándolas con un gesto de aquiescente complicidad apicarada. Se ha hecho demasiado «popular» la leyenda de sus amores, reducida, en el acervo cultural común, a unas cuantas anécdotas. Se repite machaconamente que abandonó a su primera mujer, Isabel de Urbina, a los ocho días de la boda, y que se fue a Inglaterra. Se cuenta cientos de veces -ya sus contemporáneos se lo censuraron mucho- que se casó con Juana de Guardo atraído por el dinero de la familia, capitaneada por un rico abastecedor de víveres de la Corte. Y, finalmente, con farisaico gesto de escándalo, se narran, como   —13→   al pasar, como no queriendo profundizar en ello, ya todos de vuelta del asunto, sus amores con Marta de Nevares, Lope sacerdote, compartidor diario de su ungido ministerio y del sacrilegio que tales relaciones implicaban. Lope corre así el riesgo de perpetuarse, por pura poltronería, en un temeroso almacén de pecados, vencedores casi de la intocable maravilla de su obra. De esa obra ante la que no cabe más reacción que la perplejidad por sus aristas innúmeras, el asombro por su calidad, la adhesión rendida por la efusión que derrama, generosamente, abiertamente, con limpia voluntad de ser, próxima primavera actual y compartida.

Pero -y no voy a intentar defender a Lope de nada, que no lo necesita, y sería, por añadidura, cosa absolutamente necia e inoportuna- hay otras facetas de su vivir, en torno a las citadas, que no suelen decirse. Y son como la forzosa melodía que los acaeceres conllevan. ¿Abandonó a Isabel de Urbina? Reconozcamos que, por lo menos, abandonar es un verbo algo fuerte. Abandonar encierra una idea demasiado rotunda y tajante para lo que en realidad fue. Se ciñe a su significado la frase entera, con su valor casi jurídico, de ruptura del vínculo, de entrega a una forma de vida diferente, con desdeño de la anterior, pero por razones solamente graves desde el lado de la vida familiar. Y no fue así. Lope abandona a Isabel de Urbina para alistarse en la Invencible. La expedición de la Gran Armada contra Inglaterra debió despertar entonces entusiasmos heroicos, hambre de prodigios, verdadera locura de santidades -en un país donde las fronteras de nación y las de creencia estaban confundidas, superpuestas-. Era una empresa alta y gloriosa ya antes de ser emprendida, en la que no podía faltar un hombre como Lope, entregado frenéticamente a la gran   —14→   artesanía de vivir la vida sin resquicios de sombra. Allá va nuestro joven poeta, mar adentro, dejando todo, incluso su matrimonio recién consumado. Pero no podemos seguir empleando la frase casera y alicorta «abandonó a su mujer». La buena de Isabel de Urbina, raptada y casada por poder a una distancia aún reconocible en el calendario y en la luz de los días, se quedó en Madrid, rodeada del pasmo de sus familiares (que se habían opuesto a la boda). Pero, ¿en qué casa hidalga española de 1588 no fue bien visto el alistamiento? No, Lope no abandona a su mujer. Lo prueban los hermosos romances de esa época y lo comprueba el regreso: Lope e Isabel se reúnen inmediatamente y se establecen en Valencia primero, en Alba de Tormes después. Y por si no había suficientes pruebas de que Isabel tiraba de su marido, ahí está el largo período de la enfermedad de ella, en el que Lope, el veleidoso e irreflexivo Lope, la cuida cariñosamente, celosamente, aun sabiendo que tan sólo la muerte llamará ya a su puerta:


   Belisa, señora mía,
hoy se cumple justo un año
que de tu temprana muerte
gusté aquel potaje amargo.
Un año te serví enferma,
ojalá fueran mil años,
que ansí enferma te quisiera,
contino aguardando el pago.
Sólo yo te acompañé
cuando todos te dejaron,
porque te quise en la vida
y muerta te adoro y amo.
Y sabe el cielo piadoso
a quien fiel testigo hago,
si te querrá también muerta
quien viva te quiso tanto3.



  —15→  

Desolación, soledad, la fiebre. Belisa murió, probablemente después de penosa enfermedad, y la rendida compañía del esposo no le faltó jamás. Y eso, esta dedicación callada, este reencuentro, esta limpieza conyugal no suele cacarearse tanto como el supuesto abandono. Y Lope escribía este delicado poema que acabo de citar un año después de muerta Belisa, la tierna y suave Isabel de Urbina, enterrada en Alba de Tormes, la ribera que cantó Garcilaso,


   verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío4.



Algo muy cercano ocurre con su matrimonio con Juana de Guardo. Es cierto que el suegro, un rico carnicero, disponía de buenos caudales, y que doña Juana tenía una dote respetable. Si nos dejamos llevar de los comentarios zahirientes de los contemporáneos, Lope se casó solamente por el interés. Parece que, en toda esta historia, pesaran más la envidia, el chisme, las apariencias, que la propia Juana. Y, sin embargo, ¡qué diferente la verdad! El suegro ricachón, que seguramente despreciaba los versos del yerno, y al yerno mismo, no ayudó nunca al matrimonio, ni siquiera en los momentos de mayor apuro. Juana de Guardo no cobró nunca su dote, y sabemos que Lope no la reclamó nunca. Al morir Juana, la situación económica de la familia era desastrosa. Y el orden sentimental estaba en bancarrota agravada: hacía cortos meses que había muerto Carlos Félix, el pequeño a quien Lope adoraba. Y el suegro no da señales de existencia. Esto cambia mucho el color del asunto. Lope fue feliz, rendidamente feliz, con Juana de Guardo, y creo que lo fue gracias al talento y a las cualidades de ella, Juana, tan olvidada por los biógrafos. En el primer período de matrimonio   —16→   (y largos años después), Lope trató y anduvo en relaciones íntimas con Micaela de Luján, la hermosa comediante que le dio varios hijos. El escándalo, las trampas, la prolongada mentira del Fénix, el compartir los dos hogares en Toledo, en Sevilla, etc., fueron demasiados avatares y demasiado notorios para que Juana los ignorase. Siempre en estos casos, hoy como ayer, la maledicencia o la «bondad» de los puros corretean, alegremente, detrás de la noticia y del disgusto. No faltaría quien, ademán compasivo, ojos bajos o falaz cólera, advirtiese a Juana de las andanzas de su marido. Y, sin embargo, Juana siguió fiel y entera, en su puesto, dentro de la norma del sacramento, segura de sí misma y de su esposo, al que logró atraer de nuevo a la vida matrimonial, en la madrileña calle de Francos. Allí Lope cantó, inigualablemente, el sosiego del hogar, sus ruidos, su perfume, la hora encendida y olorosa de la comida, el balbuceo inicial de los niños, el mimo exacto y tibio de la esposa. Indudablemente, esta Juana de Guardo que dejó leves huellas en los poemas, las dejó muy intensas en el vivir, con su tacto, su norma ética eficaz, su ejemplaridad y sacrificio.

La facilona moralina aún se exhibe más al acercarnos al episodio (turbulento episodio) de Marta de Nevares. Nunca peor empleadas nuestras normas morales de hoy, como al enjuiciar este amorío. El primer gesto disgustado brota de la ordenación de Lope. Lope de Vega se ordenó, sería estúpido negarlo, con auténtica vocación y seriedad. Es verdad que el sacerdocio en la España del siglo XVII era, en líneas generales, la culminación de unos estudios universitarios, o la solución para los segundones de las familias hidalgas: O iglesia o mar, o casa real. La institución del mayorazgo empujaba a la vida religiosa   —17→   a muchas gentes a las que la penuria económica no dejaba lugar en la gran máquina social del Imperio. Pero en Lope no cabe pensar en un recurso de circunstancias. Abundan las huellas en su obra de una preocupación religiosa, alguna lograda tan redondamente que no se puede hacer la historia de la lírica religiosa sin contar con ella. Así ocurre con las Rimas sacras, o con la piedad popular milagrera y honda de Los pastores de Belén. La Oración funeral del Padre Peralta nos habla de cómo Lope, muchas veces, se veía obligado a interrumpir la misa, anegado en lágrimas, en congojas de amor purísimo y de arrepentimiento5. Y, sin embargo, este sacerdote anciano, ya con achaques, después de esta misa en las Trinitarias, va a vivir sus amores sacrílegos con Marta de Nevares, a muy pocos pasos de la iglesia.

Marta era hermosa e inteligente. Poseía dones naturales y los había sabido cultivar. Además, era la típica malcasada, incomprendida, una de tantas mujeres condenadas, por decisiones familiares, a la infelicidad, a una vida triste y desgajada. Más de cincuenta años tenía aquel sacerdote que logró enamorarla; pocos más de veinte tenía Marta. El amor, irrefrenable, hizo su aparición, saltando por encima de todos los frenos sociales. No voy a contar ahora los altibajos de la pasión, y menos aún el ingenuo chilloteo, casi adolescente, con que Lope pregonaba sus relaciones. Lo cierto es que la comprensión, la identificación entre ambos fue extraordinaria. Lope jamás estuvo tan enamorado y jamás tuvo tanta conciencia y tan clara de que lo estaba. Todo hace pensar que Marta habría sido la esposa ideal, compañera de amor y de quehaceres. Desgraciadamente, todo llegó algo tarde, desde el punto de vista de las normas   —18→   y del vecindario. Todo parecía confluir para su felicidad y entendimiento, menos el hábito de Lope.

Marta influyó poderosamente en la obra del ya maduro y experimentado escritor, dándole nuevos entusiasmos, renovados afanes. Sí, es verdad también que Lope se fue demasiado de la lengua, exaltado por su conquista, por el amor de aquella jovencita que le devolvía sus bríos y sus ansias de creación, que le borraba de la cabeza las ya muy abundantes pesadumbres. Pero se barajan hipócritamente conceptos y voces que son de hoy y, por lo tanto, no válidas en la sociedad de los Felipes. En cambio, yo prefiero poner el acento más alto en la historia del enamoramiento. Marta tenía unos ojos grandes, verdes, radiante luz en la sonrisa y la mirada. Múltiples poemas y dedicatorias dan fe de esta belleza que pronto fue un puro espectro:


   Dos vivas esmeraldas, que, mirando,
hablaban a las almas al oído,
sobre cándido esmalte trasladando
la suya hermosa al exterior sentido,
y con risueño espíritu templando
el grave ceño, alguna vez dormido,
para guerra de amor de cuanto vían
en dulce paz el reino dividían6.



Marta hacía versos, danzaba primorosamente, cantaba con admirable voz, tocaba con gracia algún instrumento: «Si vuesa merced hace versos, se rinden Laura, terracina; Ana Bins, alemana; Safo, griega; Valeria, latina, y Argentaria, española. Si toma en las manos algún instrumento, a su divina voz e incomparable destreza, el padre de esta música, Vicente Espinel, se suspendiera atónito; si escribe un papel, la lengua castellana compite con la mejor, la pureza del hablar cortesano cobra arrogancia, el   —19→   donaire iguala a la gravedad y lo grave a la dulzura. Si danza, parece que con el aire se lleva tras sí los ojos, y que con los chapines pisa los deseos»7. Para Lope, todo estaba concentrado en la presencia de Marta. El silencio huérfano de la calle de Francos fue sustituido por un calor de vida excepcional, como Lope, inmenso niño siempre, lo necesitaba. Pues bien, al poco tiempo (¿qué suponen los años ante la felicidad?), Marta se quedó ciega. Son los años de la máxima popularidad de Lope, traído, llevado, universalmente conocido y alabado. Y en su casa, la extinguida luz de aquellos ojos le recordaba lo transitorio y fugaz de la existencia, la gran mentira de las complacencias humanas:


las bellas luces, donde yo me vía,
y en los hermosos ojos respetaba
de Amarilis el sol, cegó de suerte
que se pudo vengar de amor la muerte8.



Los manuales de historia literaria y las gentes pacatas, empadronadas en el escándalo, no se detienen, sobrecogidas, ante el inmenso dolor de Lope, ante la caricia derramada, ya limpia y sin linderos, con que Lope, viejo, cuidaba de Marta. En muy pocos sitios se lee el desasosegado caminar de Lope, que tan pronto trae un médico inglés famoso, para que dictamine ante los ojos ciegos, como recurre a brujerías y conjuros:


   Cuando yo vi mis luces eclipsarse,
cuando yo vi mi sol escurecerse,
mis verdes esmeraldas enlutarse
y mis puras estrellas esconderse,
no puede mi desdicha ponderarse
ni mi grave dolor encarecerse,
ni puede aquí sin lágrimas decirse
cómo se fue mi sol al despedirse.
—20→
    Los ojos de los dos tanto sintieron
que no sé cuáles más se lastimaron:
los que en ella cegaron o en mí vieron,
ni aun sabe el mismo amor los que cegaron
aunque sola su luz escurecieron9.



No, no todo era pura frivolidad en la casa de la calle de Francos. El amorío tenía otra cara. Cara y cruz de la moneda, en la que Lope se nos crece.

Y aún fue mayor el cupo de la amargura: poco tiempo después, Marta enloqueció. La que era modelo de discreción y de dotes espirituales, la compañía tranquila y eficaz, se deshizo en vanas inflexiones. Sufría períodos de honda depresión y melancolía, alternados con otros de furiosos arrebatos en los que hacía pedazos los vestidos:


   ...cruel intenta fiera
del alma escurecer la lumbre clara;
es el entendimiento la primera
luz que la entiende, y voz que la declara
es su vista y sus ojos; pues, ¿qué intento
más fiero que cegar su entendimiento?
    Cuando a Amarilis vi sin él, pastores,
pues que no le perdí, no os encarezca
mis lágrimas, mis penas, mis dolores...
   ¿Quién creyera que tanta mansedumbre
en tan súbita furia prorrumpiera?
Pero faltando la una y la otra lumbre
de cuerpo y alma, ¿qué otro bien se espera?
Que en no habiendo razón que el alma alumbre,
ni vista al cuerpo en una y otra esfera,
sólo pudo quedar lo que se nombra
de viviente mortal cadáver sombra.
   Aquella que de gallarda se prendía
y de tan ricas galas se preciaba,
que a la Aurora de espejo le servía
y en la luz de sus ojos se tocaba,
furiosa los vestidos deshacía,
y otras veces estúpida imitaba,
el cuerpo en hielo, en éxtasis la mente,
un bello mármol de escultor valiente10.



  —21→  

Lope, sin igual enfermero, a su lado, fugaces escapadas a sus obligaciones religiosas y sociales, sintiendo crecerle en las manos la compasión y el arrepentimiento. No, no suelen insistir los tópicos al uso sobre esta realidad casera del que parecía gran embaucador y atrevido perjuro. En Lope, todo es excepcional: sus caídas y sus ademanes de hombría. Marta murió en 1632. Lope ya andaba por los setenta años y aún pudo escribir mucho, recordándola. Ante el mundo, ni siquiera figuró como sufragante de los funerales, que fueron costeados por un librero, íntimo amigo del poeta. Quizá encerrado en su casa, mientras las campanas funerales acompañaban, transitoria voz en el aire, al cadáver de Marta, él, en su rincón otra vez vacío de la calle de Francos, pudo dar también al viento su voz, pero no fugaz, sino bien tañida y perdurable:


   Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa,
sin dejarme vivir, vive serena
aquella luz que fue mi gloria y pena,
y me hace guerra, cuando en paz reposa.
    Tan vivo está el jazmín, la pura rosa,
que blandamente ardiendo en azucena,
me abrasa el alma de memorias llena,
ceniza de su Fénix amorosa.
¡Oh, memoria cruel de mis enojos!
¿Qué horror te puede dar mi sentimiento,
en polvo convertidos sus despojos?
    Permíteme callar sólo un momento,
que ya no tienen lágrimas mis ojos
ni conceptos de amor mi pensamiento11.



1962, cuatro siglos de Lope de Vega. Recordémosle enteramente, en su vivir y en su crear, y veamos en él un símbolo de la colectividad española, también vivido en arrebato, con evidente vocación de permanencia. Lope de Vega, poeta del cielo y de la tierra, representó la más adecuada relación entre el   —22→   crear individual y la vida colectiva, dentro de una coyuntura histórica también orillada de prodigios. Y lo hizo como nadie, en ningún sitio ni antes ni después de él, lo ha hecho. Reconozcámoselo, agradezcámoselo.



  —23→  

ArribaAbajoCalle de Francos, N.º 11

En el verano de 1610, Lope de Vega decide establecerse definitivamente en Madrid. Ha pasado varios años errante por la Península: Valencia, Toledo, Alba de Tormes. Los últimos los ha gastado en ajetreado vaivén entre Madrid, Toledo y Sevilla, dividiéndose entre los dos hogares: el legítimo, llevado por Juana de Guardo, y el ilegítimo, conviviendo con Micaela de Luján, Camila Lucinda. Al llegar 1610 la sombra de Micaela se ha esfumado. Seguramente el momento cumbre de este amorío ha sido entre 1602 y 1604. Lope vivió esta pasión por Micaela enteramente, arrebatadamente, sin recato alguno. En 1604 anteponía a su firma la inicial de Micaela, incluso en documentos públicos. Todavía en 1607, al nacer Lopito, el hijo que murió, ya adulto, en la isla Margarita, en las costas de Venezuela, se le inscribe en el acta bautismal como «hijo de Lope de Vega Carpio y Micaela de Luján»12. A tal extremo llegaba la rotunda, ceñida verdad con que Lope envolvía sus amores. Pero, a partir de esta fecha, van faltando los testimonios del trato entre los dos amantes. Parece que el contacto se enfrió y terminó, o quizá Micaela muriera13. Sea lo que fuere, lo cierto es que Lope, nuevo pródigo, va volviendo sus ojos al hogar legítimo, donde Juana de Guardo   —24→   ha seguido fiel y entera, esperándole, regreso a veces transitorio, devanando día a día los celos, la amargura, el desvío, el infinito amor. Con Juana está Carlos Félix, el niño que nació en Toledo en 1606.

Y Lope decide establecerse en Madrid definitivamente, ya ligado en obligaciones y caprichos al duque de Sessa. En 1610 Lope busca casa en Madrid, un rincón donde vivir, soñar, sentir el calor y el aliento de la vida. Y encontró ese hueco en la calle de Francos (hoy llamada de Cervantes, porque en la esquina de su comienzo, en la calle del León, murió el novelista sin par). Una calle estrecha y empinada, cuesta abajo hacia el Prado de San Jerónimo. Lope de Vega compró allí una casa a un tal Juan Ambrosio de Leyva, en nueve mil reales. No nos podemos hoy, ni tampoco importa mucho, dar una idea justa de lo que esos nueve mil reales debieron suponer en la economía del Fénix, pero de seguro que se llevaban en sus cuños largas horas de tarea, de versos fluidos y rápidamente llevados a las tablas, apenas sin un descanso intermedio, sin dar lugar a la sosegada relectura. Lope tiene cuarenta y ocho años y centenares de comedias, y un ligero regusto desengañado va escoltando su andar. Lope decide hacerse su propio hueco en la complicada maraña del Madrid de Felipe III. Para ello, una ilusionada alegría orillando el rutinario estilo notarial, Lope se compró una casa (tres plantas, cuatro balcones, un jardincillo trasero) en la calle de Francos, en pleno barrio de representantes, a dos pasos del monasterio de las Trinitarias.

Y esa casa existe. Una casa de anchos balcones generosos, contraventanas de cuarterones, buhardillas inclinadas, escalera irregular y lugareña y un jardín interior. En el dintel de la entrada, de noble granito del Guadarrama, Lope hizo grabar una inscripción   —25→   latina, verdadero acto de posesión: PARVA PROPRIA MAGNA / MAGNA ALIENA PARVA, palabras que acusan el paladeo, el sabor detenido y contento de lo conseguido con el esfuerzo cabal y continuado: lo pequeño, si es nuestro, es grande; lo ajeno, por grande que sea, resulta pequeño. Y ahí está la casa, cariñosamente restaurada (la mitad de la piedra del dintel apareció sumergida en el pozo), la casa donde Lope amó, sufrió, creó, donde tuvo gozos y calamidades, donde pensó y escribió sus más hermosas comedias; donde la soledad le fue acosando hora tras hora, minuto tras minuto; donde, al fin, murió. Casa de Lope de Vega, en las rampas del Madrid austríaco, llenas sus habitaciones de recuerdos silenciosos, humilde casa donde se fraguó la más honda transformación de la escena europea del Renacimiento.

Lope colmó de mimo esa casa de la Cuesta de Francos. Reunió allí una copiosa biblioteca, algunos cuadros valiosos, esculturas de calidad y, sobre todo, volcó su ternura por los rincones del jardín, eligiendo las plantas con cuidado, a veces sin tener en cuenta los fríos de Madrid:


   Mas tengo un bien en tantos disfavores
que no es posible que la envidia mire:
dos libros, tres pinturas, cuatro flores14.



Sí, ese era su afán. Las flores, la tibieza cobarde de febrero subiendo desde el Prado, Lope regando o escogiendo alguna hortaliza para la propia comida, o acariciando el naranjo, el naranjo empeñado en helarse sin remedio:


   Que mi jardín, más breve que cometa,
tiene sólo dos árboles, diez flores,
dos parras, un naranjo, una mosqueta.
—26→
   Aquí son dos muchachos ruiseñores
y dos calderos de agua forman fuente
por dos piedras o conchas de colores15.



Tenemos hoy muchos de los auténticos objetos con que Lope aderezó su casa, ya que, depositados durante siglos en el convento de las Trinitarias, donde murió Micaela (hija de Lope y de Micaela de Luján, que los heredó) han regresado a los salones y paredes para donde Lope, un aire preocupado en el gesto, los destinó. Un naranjo sigue desafiando las amanecidas congeladas, innumerablemente repetido y trasplantado. Y el silencio de las salas nos devuelve la vida del Fénix en esta temporada, 1610-1635, en que la habitó.

Ya queda dicho que Lope se trajo a esa casa su familia legítima, Juana de Guardo y Carlos Félix. El refugio seguro, la solicitud de la esposa y del niño surgen, decidido gesto cariñoso, aquí y allá, poderosos, sublimando en avergonzada nostalgia los anteriores trapicheos:


   Ya en efecto pasaron las fortunas
de tanto mar de amor...



Lope, a sus cuarenta y ocho años, ha decidido sentar la cabeza y trabajar. Todo parece anunciar el desenvuelto sosiego de la madurez, dorándose en frutos. En ese estudio de la calle de Francos, hoy agobiado de ausencias, Lope trabajó incansablemente. En la mesita del rincón, escribanía de Talavera, un terciopelo verde protegiendo el brasero perfumado en las mañanas invernizas, pregones en la calle, trajín apaciguado en la cocina y en las conversaciones, Lope escribió sus obras más densas: La dama boba, El perro del hortelano, El acero de Madrid. Tras una luz delgada, la luz de los atardeceres madrileños, mientras el fárrago del bullicio cortesano   —27→   se desliza, calle abajo, hacia el Prado o el Buen Retiro, Lope habrá estado afilando las rimas de El caballero de Olmedo, de Fuenteovejuna, de El castigo sin venganza. Muy poco antes de morir, Lope ha oído en esa habitación los primeros suspiros enamorados de Las bizarrías de Belisa. Detrás de esos balcones anchurosos, de modesta barandilla y grandes bolas de azófar en los ángulos, han nacido los dramas que han significado la más vigorosa y trascendente innovación en la escena renacentista, innovación tan violenta y desligada de la tradición culta anterior, que han tenido que pasar siglos para que nos demos cuenta certera de su valía, de su sentido, tanto literario como nacional. A esa casa de la calle de Francos llegaron, en peregrinación de intelectual pleitesía, personalidades de toda Europa, deseosas de comprobar si era verdad que Lope vivía, si no serían alucinación o superchería su presencia y su fecundidad. En esa casa fue Lope envejeciendo, transformando en ahilada verdad poética, al sentarse ante la mesa de su estudio, todas las anécdotas de su vivir: alegrías y desengaños, ausencias y gozos, amor y rencores, desaliento y esperanzas, para que todo, una vez escrito, quedase limpiamente, súbitamente olvidado y trascendido.

En esa casa, Lope de Vega conoció la felicidad, la vio de cerca. La impalpable dicha apoyó su cara en los cristales, se agazapó entre las ramas pobretonas del huertecillo. La Epístola a Matías de Porras, presidente de Audiencia en el Perú, nos ha legado este Lope vuelto hacia adentro, convirtiendo en delgado temblor lírico el habla coloquial y cotidiana, sin más esfuerzo que reducir su timbre a voz baja, a la sobrecogida, la asombrada intimidad doméstica:


      ... vi mi estado
tan libre de sus iras importunas,
—28→
    cuando amorosa amaneció a mi lado
la honesta cara de mi dulce esposa,
sin tener de la puerta algún cuidado;
    cuando Carlillos, de azucena y rosa
vestido el rostro, el alma me traía
cantando por donaire alguna cosa.
    Con este sol y aurora me vestía;
retozaba el muchacho como en prado
cordero tierno al prólogo del día.
    Cualquiera desatino mal formado
de aquella media lengua era sentencia
y el niño a besos de los dos traslado...
    Y contento de ver tales mañanas
después de tantas noches tan escuras,
lloré tal vez mis esperanzas vanas.
    Y teniendo las horas más seguras,
no de la vida, mas de haber llegado
a estado de lograr tales venturas,
    íbame desde allí con el cuidado
de alguna línea más, donde escribía
después de haber los libros consultado.
    Llamábanme a comer; tal vez decía
que me dejasen, con algún despecho;
así el estudio vence, así porfía.
    Pero de flores y de perlas hecho,
entraba Carlos a llamarme, y daba
luz a mis ojos, brazos a mi pecho.
    Tal vez que de la mano me llevaba,
me tiraba del alma, y a la mesa
al lado de su madre me sentaba16.



¡Con qué despreocupación, con qué inmediatez clara vamos a la mesa, olorosa, bien dispuesta, de la mano de Carlillos, balbuceante, media lengua, asombrado descubridor del mundo! ¡Qué nuevos hálitos para el trabajo, hormiguillo satisfecho y orgulloso! Y, sin embargo, cuando todo parecía sonreírle a Lope, la casa y los versos creciendo, el verano de 1613, tres años justos en la nueva casa, Carlos Félix enfermó de calenturas. Una carta al duque de Sessa nos refleja la angustia del padre. Días después   —29→   de la carta, se pierde el rastro del niño, presente siempre en la estremecida elegía de Lope:


   Yo para vos los pajarillos nuevos,
diversos en el canto y los colores,
encerraba, gozoso de alegraros;
yo plantaba los fértiles renuevos
de los árboles verdes, yo las flores
en quien mejor pudiera contemplaros.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
    ¡Oh, qué divinos pájaros agora,
Carlos, gozáis, que con pintadas alas
discurren por los campos celestiales
en el jardín eterno...!17



Muy poco después que Carlitos moría Juana de Guardo, la madre. La casa madrileña se ha anegado de silencios.

Pero Lope vive, sigue viviendo. Él no tenía otra faena que vivir. Mira a su alrededor y procura atraer calor para todo aquello tan amorosamente acarreado. Y se trae a esa casa de la calle de Francos a Marcelica y Lope Félix, los dos hijos más pequeños de Micaela de Luján. Y está, además, la pequeña Feliciana, la niña que, al nacer, dio muerte a su madre, Juana de Guardo. Marcela tiene entonces ocho años. Permanecerá con su padre hasta 1622, fecha en que profesará en las Trinitarias. Andando el tiempo, Lope irá a decir misa ante la hija monja, ya cansado, y aún volverá a cobrar nuevos bríos cuando el amor con Marta de Nevares le desborde el sentimiento (1616-1632). Mientras tanto, esa casa de la calle de Francos es su querencia y su arrimo. De allí salió un día Lope Félix camino de las Indias, para no volver más; en esa casa habrá pasado su ceguera y su locura Marta de Nevares; de esa casa raptaron a Antonia Clara, la última hija de Lope; en esa casa   —30→   vio el Fénix pasar morosamente el olvido de los antiguos admiradores, la defección de los amigos, y apuró el largo camino hacia la total soledad. En esa casa, agosto de 1635, todo el calor de Madrid en el aire, Lope moría. Su fama había sido tan enorme y extendida que, para encarecer cualquier mercancía, oro, plata, cuadros, manjares, se decía que «eran de Lope». Hagamos nuestra esa creencia, asociándola a su casa de Madrid, donde flota lo mejor y más auténticamente suyo que nos queda: su personal recuerdo, creciente en la gracia de sus versos, vivo en la voz de sus infinitos personajes. Presencia de Lope, acogida al reposo de este viejo caserón del Madrid austríaco, cuestas del Prado abajo, donde toda la efusión vital del hombre Lope de Vega quedó para siempre trascendida en poesía.



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ArribaAbajoFrancisco A. de Icaza y Lope de Vega

La crítica sobre Lope de Vega ha pasado por muy diversos estadios. Me refiero a la crítica que podríamos llamar científica, la que ha operado ya con documentos y meditado análisis. Frente a la tradicional postura encomiástica, admirada y deificante, vino luego la verdad que nacía de los documentos, de la sosegada compulsa de las fuentes y los datos. Situación excepcional en esta evolución fue, sin duda, la de los críticos o admiradores fervorosos de Lope que coincidieron en el tiempo con la transformación de la mirada sobre la vida lopesca. Este fue el caso de Francisco A. de Icaza, mexicano, rendido lector del Fénix.

Francisco A. de Icaza nació en México, en 1863. Hace ya, pues, un siglo largo. Educado en la placidez del México porfiriano, y dotado de gran curiosidad por la literatura, era natural que cayera, como casi todos los intelectuales de su tiempo, bajo la fascinación de Lope de Vega. Era, diríamos, casi inevitable. Francisco A. de Icaza se habrá tropezado muchas veces con Lope durante los años de aprendizaje. Los poemas de las Rimas, lo mismo las Sacras que las Humanas, los dramas más reiterados habrán llegado en más de una ocasión a los ojos del joven Icaza. Habrá podido releerlos en las ediciones entonces   —34→   más frecuentes: la Colección de obras sueltas, de Sancha, o en los tomos, aún frescos, del Rivadeneira, ambas series muy abundantes entonces por todas partes. Tanto en el México natal como en cualquier otro lugar de Europa, y especialmente en España esos tomos caerían en sus manos. Y detrás del hondo placer de la lectura surgiría, inevitablemente, la curiosidad humana por el escritor, por su vida, sus desvelos, sus preocupaciones. Icaza ha tenido que satisfacer esa curiosidad sirviéndose de los medios de que disponía. A lo largo de su formación se habrá ido incorporando la visión de un Lope posromántico, el mismo Lope que sobrenadó a su propia existencia terrena en los numerosos elogios funerales y en la Fama póstuma de Montalbán. Difícilmente encontraremos, en parte alguna, escritor que haya alcanzado mayor serie de unánimes, clamorosos elogios. Lope de Vega, considerado como el poeta del Imperio y representante excelso de una circunstancia histórica de asombrosa grandeza, se convirtió en una quintaesencia de valores morales, éticos. Todo aficionado a la literatura española veía en Lope un símbolo de las virtudes de la Historia nacional, representadas en él como en nadie. Esta sería también la imagen que Francisco A. de Icaza se iría haciendo en sus años mozos. Más de una vez habrá leído las líneas de Montalbán, que nos cuenta las últimas palabras de Lope, deseoso de trocar «cuantos aplausos había tenido por haber hecho un acto más de virtud en esta vida». Y habrá leído también las afirmaciones del embajador de Módena, Fulvio Testi, quien, en un poema recogido en las Essechie poetiche de Fabio Franchi (Venecia, 1636)18, admiraba sobre todo la honestidad del drama lopesco, honestidad que se ponía como ejemplo a imitar por el teatro italiano, teatro caído   —35→   en profunda lascivia. Fulvio Testi se propone a sí mismo, como misión a cumplir en Madrid, honrar la tumba de Lope, cubrir de flores -cito textualmente- los púdicos huesos del poeta, sus castas cenizas.

Vengamos ahora a nuestro joven Francisco A. de Icaza. También él, como el italiano del siglo XVII, viene a Madrid a desempeñar un puesto diplomático. También él viene lleno de fervor por Lope. También él llega a España enamorado del poeta máximo, del genio sembrador de estupores y alabanzas. Icaza llega a Madrid, a ese Madrid donde todo le habla de Lope: las calles, las iglesias, los nombres locales, la vida misma. Allí están en pie, envejeciendo, las iglesias de San Andrés y de San Sebastián, y el colegio de los jesuitas, y la casa de la calle de Francos, y el convento de las Trinitarias, y el Carmen descalzo, y el Prado, y sobreviven, transformados, los viejos teatros, y todavía el corto callejón del infante, donde vivía Marta de Nevares, lleva su mismo nombre, y quizá la Puerta de Guadalajara tenía todavía su aire rural, casi de extramuros, de barrio súbitamente encaramado a centro de ciudad. Sí, Lope andaba en el aire. Y es entonces cuando se produce el gran cambio en la relación Lope-Icaza. En 1890, cuando el embajador mexicano se está acercando a la treintena, en esa época de la vida en que la plasticidad receptora aparece sobreaguzada, concretándose ya todas las curiosidades, Icaza se ha tropezado con un libro demoledor: la Nueva biografía de Lope de Vega, de Cayetano Alberto de la Barrera, con la que la Real Academia Española estrenaba su gran edición del teatro lopesco. Ese libro era verdaderamente desconsolador para los ciegos enamorados de Lope, del hombre Lope. La erudición moderna, apoyándose en documentos importantísimos, destruía ruidosamente aquella visión gloriosa, deificada, que   —36→   existía como mercancía corriente en materia de Lope. Icaza se encontró, de manos a boca, con un hombre de carne y hueso, bastante lejano del que le habían enseñado sus libros y sus maestros. A ese Lope le seguían cuadrando muchos adjetivos, si se nos aprieta, casi todos los adjetivos. Pero aquellos que Fulvio Testi empleaba -púdicos huesos, castas cenizas- no eran los más oportunos. Un serio conflicto en el alma de Icaza, devoto de Lope. Yo me quiero suponer a Francisco A. de Icaza luchando a brazo partido con la Nueva biografía, libro que tantas ilusiones adolescentes venía a aniquilar, tantas admiraciones a disolver. Y, por si fuera poco, los años subsiguientes han remachado ese Lope distinto, ese Lope que había estado escondido durante dos siglos y medio. En 1901, Icaza habrá leído el proceso por libelos contra Elena Osorio y los suyos, publicado por Pérez Pastor. De 1904 data la primera edición de la biografía de Rennert. Entre 1914 y 1918 tomará cuerpo Micaela de Luján a través de las investigaciones de Rodríguez Marín. ¡Qué extraño, qué turbio Lope retratan los documentos sevillanos! Y aún pudo Icaza conocer el proceso por amancebamiento con doña Antonia de Trillo, y el testamento de Antonia Clara, donde ésta se declara «hija legítima de Lope de Vega y de Marta de Nevares, su mujer»19. En fin, el Lope de la juventud de Icaza había desaparecido.

Icaza publicó en 1923 su libro Lope de Vega, sus amores y sus odios, que alcanzó el Premio Nacional de Literatura. Yo encuentro la justificación de este libro, a la vez que la explicación de sus puntos de mira, en la fricción espiritual que vengo señalando. De una parte, el Lope idealizado; y, de otra, la necesidad de poner orden en el nuevo concepto que los documentos habían dejado al desnudo. De ahí el extraordinario calor con que Icaza trata todo aquello   —37→   que aún se le salvaba, agregado a la vertiente noble de Lope: sus versos líricos, su amor por la casilla de la calle de Francos, sus dotes para convertir en delgada poesía cuanto le ocurría, la real condición humana de Antonia Clara. Y de ahí también su no intelección de los valores de La Dorotea. La erudición había puesto en claro, definitivamente, la enorme verdad autobiográfica de La Dorotea. Y había en esos años demasiado respeto, mítico respeto, por el dato, por la erudición. No es que Icaza no entendiera el libro excepcional, sino que simplemente lo miró con criterios extraartísticos. Le aplicó el análisis positivista que entonces se hacía, desmenuzando las citas literarias, el refranero, los parentescos. En La Dorotea, Icaza no vio más que la prueba, quizá algo cínica por parte de Lope, de que cuanto la investigación había destacado era intocable verdad. Por eso, desencantado y dolido en su amor por Lope, no la analizó como podía hacerlo. Como observó lo demás con resultados aún válidos en sus líneas generales.

El libro de Icaza se encargó, por vez primera, de llevar al gran público un Lope verdadero, papel que la biografía de Rennert y Castro no cumplió, ya que se limitó a círculos estrechamente universitarios, como sigue estando hoy. En su libro, Icaza nos dio la lección más estimable y valiosa que un investigador puede dar: la de una radical humildad frente a su tarea, la de no dolerse en prendas ante el desencanto o ante la verdad nueva, que anula la previa. Cada página que Icaza escribe en su Lope de Vega es una vieja ilusión menos, de la que se va despojando. Con ello, Icaza construyó el primer escalón importante en la sobrecogedora tarea que Lope nos legó: la empresa de seguir queriéndole y admirándole. Hoy sabemos de Lope mucho, muchísimo más   —38→   de lo que Icaza supo, sobre todo después de los trabajos de Francisco San Román, Morley, Bruerton, Montesinos y Agustín González de Amezúa. Pero la relación entre algunos hechos históricos y su trasunto en verso, claramente vista por Icaza, sigue en pie. Y sigue en pie, sobre todo, su dedicación, su ejemplaridad de investigador certero y honrado. En estos tiempos en que quizá estas virtudes no son moneda cotizable, tenemos la obligación de recordarle.





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