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Libros en libertad

Antonio Rodríguez Almodóvar





La tarea de recomendar libros para el verano es tentadora. Por eso mismo, peligrosa. ¿Cómo ha de ser esos libros? ¿Ligeros, superficiales, refrescantes? No sé por qué, pero es tontería inmediata la asociación con un tiempo de perezas, de dispersión. Los libros de invierno, por el contrario, habrían de ser obligatorios, pesados, profundos... En materia infantil y juvenil, la cosa se complica más: libros del cole/ libros de la playa. Forzosos/ libres.

Libros en libertad. Me gusta. Del marasmo que hay en mi mesa, elijo tres, desde más niños a un poco mayores: Cuentos del fondo del mar, de Silvia Duboboy, una escritora mejicana muy versada en lides de animación lectora. Durante años condujo un programa a ese propósito en la televisión de su país. Luego se hizo submarinista, entre otras aventuras. Y de ahí, de las profundidades de la experiencia con lo más fantástico de la realidad que apenas vemos, salió este libro hermoso, contagioso. No tiene más añadiduras al relato que los de un tratamiento gráfico que parece salido del caracol donde duermen todos los colores, de las anémonas del sueño. Relatos para dejarse llevar por las olas de la imaginación con el problema de la tortuga verde acosada por «el Niño», el pingüino en las tormentas del Antártico, el niño verdadero que se enamoró del sonido del mar.

De imaginación pura, pero decantada por las tradiciones orales de todo el mundo: Mil años de cuentos. Mitologías. Casi nunca damos con la manera de que nuestros aprendices se informen debidamente de lo que la humanidad ha fabricado con urdimbre de símbolos, los sentidos que reposan en la hondura del ser humano. Aquí tenemos una posibilidad. Están bien contadas las historias de Zeus y Dánae, de las Manzanas de la Inmortalidad, del Diluvio (presente en todas partes), de los dioses de Oriente y de Occidente... Y de los intermedios, como Astarté, la bella diosa enjoyada (como la Dama de Baza, o la de Elche, por ejemplo), que bajó a los Infiernos a rescatar el amor y luego, como tributo, se hizo adorar en Primavera por todas las orillas del Mediterráneo. No está dicho en el libro, pero seguramente cuando el adolescente lea, comprenderá algo mejor la fiesta sin fin de las Marismas, el ajetreo de los romeros cuando bulle la sangre. Pero estas cosas es mejor dejarlas a la libertad del lector, a sus secretos. Por eso a este libro le sobran, creo, los aditamentos pedagógicos. Óbviense, sobre todo en verano, y ya está.

Por último, para los más mayores: Un pájaro despeinado, del sevillano Manuel Jurado, en la colección «Meridianos», de Algaida, que no hace más que crecer. Este relato, que fue premio de narrativa juvenil «Los Pedroches», es recomendable por varios motivos. Primero de todos, por lo bien escrito que está, con el respeto debido a los jóvenes lectores. (Hay editoriales que rechazan libros juveniles que estén «demasiado bien escritos». Créanselo). Luego, porque presenta el punto de vista narrativo en la primera persona de una adolescente, Maravillas, en trance de pubertad, con buen aprovechamiento, por parte de este profesor de Instituto, de la observación y el trato cotidianos con chicas. En tercer lugar, porque lleva a los muchachos de hoy a un mundo perdido pero próximo, del que a menudo nada saben: el de la vida rural en los pueblos andaluces hasta ayer mismo. Una excelente manera de evitar que se imponga la cultura unilateral del presente globalizado, como si no viniéramos de ninguna parte y nada importe adonde vayamos, o nos lleven. Una historia también de intriga emocional, con regusto al lluvioso paisaje de Macondo y a la luz incierta de Comala.





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