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Literatura y cautiverio: el caso de las embajadas madrileñas durante la Guerra Civil


José María Martínez Cachero


Universidad de Oviedo




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Literatura y cautiverio

Estamos ante una pareja no infrecuente en la historia literaria tal como lo probarían los abundantes ejemplos aducibles, españoles y extranjeros, famosos algunos de ellos; a las mientes acuden títulos como Mis prisiones (1832), del piamontés Silvio Pellico, testimonio de nueve largos años de prisión en la fortaleza de Spielberg (Moravia), o La casa de los muertos (1861), de Dostoievsky, confinado durante cuatro años en el presidio de Omsk después de haberle sido conmutada la pena de muerte ya en el cadalso; cuando ambos escritores recuerdan la experiencia no lo harán con ánimo resentido ni, tampoco, para exculparse, sino movidos por más altas miras: el primero de ellos expone su lucha íntima merced a la cual reconquista la fe religiosa, hecho que le permitirá mostrarse resignado a su suerte y contemplar bondadosamente a los hombres -sus prójimos-, sin excluir a nadie; por su parte, Dostoievsky, que no idealiza a sus ocasionales compañeros de presidio ni tampoco rehuye la presentación de cuadros sombríos, muestra haber ganado en comprensión humanitaria, especialmente hacia los seres más criminales y, por lo mismo, más desdichados. A que así sea, a que la serenidad del ánimo prevalezca sobre cualquier otra inclinación, ayuda decisivamente la distancia que medió entre los hechos y su relato por el protagonista, sin que pongamos en olvido el talante de cada cual. Dámaso Alonso1 ha reparado en la situación de humano desamparo que afligía a tres poetas españoles (Juan Ruiz, el canciller Ayala, fray Luis de León), víctimas de las querellas de los hombres, que, solos en la celda carcelaria, invocaban confiadamente a la Virgen María como a única y suprema valedora, dando entrada así a un elemento sobrenatural dentro de su realidad física y cotidiana. Cinco años duró el cautiverio argelino de Cervantes y tan penoso episodio dejó rastro no escaso en su obra, con mayor o menor carga autobiográfica según géneros y títulos. Un noventayochista menor, Manuel Ciges Aparicio (1873-1936), cuya literatura periodística y narrativa fue testimonio y denuncia de la realidad política y social contemporánea, contó en el primero de sus cuatro libros memoriales, titulado Del cautiverio (1903), la dura experiencia carcelaria que había vivido a finales del XIX, próximo el desastre del 98, en el castillo de La Cabaña (La Habana), cuando la inmediatez temporal era todavía apreciable.

Creo que basta de aducir antecedentes en esta introducción al asunto específico de mi trabajo, porque los invocados ofrecen claramente algunos de los elementos componentes de tal literatura, a saber: actitud comprensiva y hasta perdonadora para con el enemigo, cualquiera que sean su poder y acción -o, contrariamente, una hostilidad no decaída-; apelación, en busca de ayuda, a lo sobrenatural o religioso, hondamente sentido o fruto efímero, consecuencia de las circunstancias; oportunidad para el testimonio denunciatorio, politizado en algunos casos, de muy diversas realidades; mayor o menor carga autobiográfica que es tanto como decir predominio, respectivamente, de la realidad real o de la realidad inventada. Acaso no se agoten así los componentes de dicha literatura y a ellos habría que añadir algún otro, producido por inclinación personal del escritor, o por circunstancias ambientales de índole colectiva.




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Cautiverio y Literatura en la Guerra Civil

La casual repartición en dos zonas, enfrentadas a muerte, del territorio español desde el 18 de julio de 1936 al 1º de abril de 1939 supuso que -ideológicamente- hubiera bastantes ciudadanos fuera de la zona y bando que tenían por más suyos, situación inicial que sufrió modificaciones de acuerdo con la marcha de los acontecimientos bélicos; lo que de este modo se produjo fue una sensación de cautiverio en esos desplazados ideológicos que, en bastantes casos, se convirtió en prisión efectiva. Si nos atenemos ahora a los que llamaré desplazados nacionales en zona republicana, crecido número de personas sin duda, cabe decir en cuanto a consecuencias literarias (tomado el término Literatura con amplia y benévola generosidad) que se publicaron muchos testimonios memoriales lo cual, unido a que no pocos combatientes gustaron asimismo de contar sus peripecias como tales, produjo gran saturación y hasta cansancio por lo que se hizo expresión conversacional frecuente la de «no me cuente usted su caso»; un repaso a la bibliografía aparecida en la zona nacional durante los años de la contienda prueba cómo en los varios núcleos editoriales que en la misma existieron, sustitutorios improvisados de los hasta entonces casi únicos Madrid y Barcelona, vieron la luz desde muy temprano libros sobre el cautiverio «rojo» padecido por sus autores, deseosos de que se conocieran tales vicisitudes y de que su narración sirviese de ejemplar aleccionamiento -así ocurrió, obra de gentes muy diversas en cuanto a profesión y dotes literarias, en lugares como Zaragoza, Cádiz, Asturias (Gijón y Mieres), Granada, Sevilla o Valladolid.

Aunque haya casos de poesía de cautiverio, creo que la forma más utilizada de esa literatura es la prosa narrativa y las memorias, que pueden tener como base documental y ordenadora de la materia ofrecida, un diario. El punto de partida es la propia experiencia que, por ingrata y reciente, produce obras panfletarias o libelos; se trata de meros desahogos testimoniales o denunciatorios, quizá con la intención de provocar en los posibles lectores adhesión (o identificación con las ideas del autor y del bando nacional) y repulsa (respecto de la actitud o comportamiento del enemigo), y no ha de extrañar que la exageración, deformación o manipulación de la realidad los presida; es mucha verdad la enunciada por Joaquín A. Bonet en 19382 al decir que «en esta hora no actúan sino los sentimientos. Para hoy, el corazón. El pensamiento, para mañana».

El enemigo es mostrado así como incapaz de merecer alguna indulgencia o comprensión; frente a ello está la bondad e inocencia de sus víctimas -el protagonista-autor del relato, en primer término, y, posiblemente, más gente-, cualidades proclamadas una y otra vez; de este modo, la distinción maniquea entre malos y buenos (o rojos y azules) resulta marcadísima para el lector coetáneo, pero se convierte (o se convertirá andando los años) en motivo de sospecha, cuando no de rechazo, para un lector no comprometido que desea información veraz y no quiere ser objeto de engaño. Literatura de signo realista que, más o menos declaradamente, llega a ser doctrinal y apologética por cuanto, ya los hechos por sí mismos, ya los comentarios explícitos acerca de ellos, suponen una prédica a favor de y contra determinadas posturas ideológicas, absolutas, además, porque diríase que abarcan todos los aspectos de la realidad humana e histórica sin exclusión; podría hacerse un estudio de la técnica empleada que llevaría a reparar en, por ejemplo: a) delimitación de algunos asuntos tópicos que, sin novedad alguna, se repiten libro tras libro -la oposición España/Moscú, o Tradición/Marxismo; b) la expresión denigratoria sin ambages para el enemigo, cuyos integrantes son nombrados con palabras como horda, bestia, esbirros, sicarios, etc. La recientez (o aproximación en el tiempo a los hechos referidos) es todavía mayor que la supuesta por el libro, si se piensa que no pocos de tales testimonios fueron publicados con anterioridad en la prensa diaria y dirigidos a un público lector más amplio y manejable emocionalmente.

Dentro de este nutrido conjunto quiero aislar una especie que guarda afinidades con él -en cuanto literatura de cautiverio- y ofrece asimismo una no pequeña diferencia, pues el lugar de cautiverio no es una prisión convencional sino el recinto de una embajada o edificio anejo a ella.




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El caso de las embajadas madrileñas

Bastantes países extranjeros -con la excepción, alegando motivos diversos, de Rusia, EE.UU. e Inglaterra- con embajadas y consulados en España decidieron prestar acogida a algunas personas amenazadas o perseguidas en Madrid a causa de su ideología (no siempre derechista) y cuyo destino iba a ser la cárcel y/o la muerte violenta; el chileno Aurelio Núñez Morgado, decano del cuerpo diplomático, fue el principal valedor de la humanitaria iniciativa que salvó muchas vidas y que, con altibajos diversos -pues hubo, por ejemplo, violación de la inmunidad diplomática en el asalto que sufrieron legaciones como las de Finlandia, Perú y Turquía-, se mantuvo hasta el final de la guerra; en todo ese tiempo fue realizada asimismo la evacuación de algunos grupos de refugiados al extranjero3 y hubo también canjes de personas significadas de una y otra zona (el falangista Raimundo Fernández Cuesta por el republicano Justino de Azcárate, por ejemplo)4.

Entre las 7.500 personas que se calcula beneficiadas por la operación embajada figuraron algunos escritores: junto a quienes firman los libros que van a ocuparnos, un Tomás Borrás -el autor de la novela Chekas de Madrid, que se refugió en la legación de Checoslovaquia y que, tiempo después, consiguió embarcar como evacuado en Valencia-; Fernando Vela -el secretario de la Revista de Occidente que, pese a su condición inequívoca de republicano y liberal, estimó conveniente refugiarse en el consulado de Haití, donde estuvo un año y de donde salió para Francia (noviembre de 1937); en el raro librito titulado Poesía en asilo (Tánger, 1939) reunió Vela algunos «versos escritos por un asilado en el refugio del Consulado de Haití en Madrid durante la revolución», poemas de circunstancias que se refieren a aspectos de semejante experiencia -cama en el duro suelo, partidas de ajedrez, solitarios con la baraja, compañeros allí conocidos, etc.-; o Rafael Sánchez Mazas -cuya Rosa Krüger5 es una novela compuesta en 1937, en el anejo que la embajada de Chile había establecido en un palacete de la Castellana (esquina a Marqués de Riscal), como evasión para el autor y, también, para algunos de sus compañeros, a quienes, día tras día, en agradable reunión, iba leyéndoles lo escrito horas antes, «rato de lectura [que] significaba una ruptura, una evasión, del ambiente que nos rodeaba, ingrato y a nivel de supervivencia», recuerda uno de aquellos tertulios6.




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Examen de cuatro libros

Nuestro examen va a reducirse a cuatro libros, unificados, sí, por la condición de literatura de cautiverio (o de embajadas), pero bastante diferenciados habida cuenta del género a que pertenecen -un reportaje testimonial (Miquelarena), una novela corta (Samuel Ros) y una extensa (Wenceslao Fernández Flórez), una comedia (Joaquín Calvo Sotelo)- y de la generación y estética de los respectivos autores -mayor en edad, Fernández Flórez, que fue adscrito7 a la llamada «promoción de El Cuento Semanal»; más jóvenes e innovadores, sus ocasionales compañeros, cronológicamente al menos, incluibles en la generación del 278. Uno y otros tenían obra hecha y publicada (estrenada, en el caso del dramaturgo) que les había merecido renombre -grande en el caso de Fernández Flórez, más por las colaboraciones en ABC que por sus novelas-, era conocida e inequívoca su filiación política en los años inmediatamente anteriores a la Guerra Civil -derechista Wenceslao, monárquico Calvo Sotelo, falangistas de la primera hora Miquelarena y Ros- por lo que su permanencia después del 18 de julio en el revuelto Madrid gubernamental iba a resultarles peligrosa en extremo.

El lunes 20 de julio de 1936 JACINTO MIQUELARENA, reservado ya su billete de avión, debía viajar a Berlín, donde iba a celebrarse la Olimpiada internacional en la que estaba acreditado como periodista, pero los acontecimientos españoles de los días anteriores (18 y 19) le impidieron salir de Madrid, y desde entonces hasta enero de 1937 corre su cautiverio en la zona republicana, del que da cuenta en El otro mundo9, libro de 1938, a medias entre el reportaje y las memorias, pareja del titulado Cómo fui ejecutado en Madrid. Miquelarena, a quien llamaríamos atrapado en la ratonera de Madrid, logra finalmente -día 27 de agosto de 1936- entrar en un albergue salvador (la embajada argentina), y no otra es la materia argumental de los dos primeros capítulos de este libro; al término de los mismos comienza la vuelta atrás en el tiempo y surge en la memoria del protagonista-autor el recuerdo del café Lyon y de la tertulia de «La Ballena Alegre», de su trabajo en el diario ABC, o de fechas y sucesos más recientes, para volver de nuevo -capítulo VIII-, tras una especie de sobresaltado despertar, al momento y a la situación de partida: asilo en la embajada. Sin más retrocesos temporales ya, con perfecta linealidad, lo que llamaremos acción avanza hacia su deseado término: la libertad.

Escasas y reiteradas situaciones deparan el encierro y la inmovilidad propia del reducido espacio utilizable como lugar de la acción; esta es narrada por quien la vivió o contempló en un pasado bien reciente: peripecias suyas o de otras personas alternan y dan al conjunto una relativa variedad. Entonces aquello no era sino «prisión» (palabra que se repite más de una vez) o «cárcel» («la embajada no era más que una cárcel; una cárcel pequeña dentro de la espantosa prisión de Madrid», pág. 57) y, también (pág. 165), una «isla»; desde ahora, cuando la pesadilla es recordada, resulta algo dolorosamente distinto y venturosamente desaparecido: «el otro mundo». Las escenas que se traen del recuerdo al libro son ofrecidas como meras impresiones, sin especial ahondamiento meditativo o psicológico y con gran brevedad de extensión, pues quien las escribió -el periodista Jacinto Miquelarena- tal vez no se propuso más cosa que el personal testimonio denunciador.

Del mundo exterior a la embajada llegan a esta, por muy diversos conductos, noticias de Madrid y del curso de la guerra; la entrada de un nuevo refugiado le sirve a Miquelarena para (págs. 145-147) recordar al poeta bohemio y modernista Pedro Luis de Gálvez, convertido por la fuerza de las circunstancias en temible y sanguinario asesino, digno de ser colocado en esa «galería de monstruos» que con irritado y comprensible apasionamiento fabricaba nuestro escritor.

La «elegancia» que Miquelarena quiso presidiera éste su relato testimonial y que actúa como eficaz ocultadora del miedo y de otras debilidades no menos naturales, sentidas quizá por las gentes de El otro mundo y posiblemente rebajadoras de la dignidad humana, se sirve por medio del humor, que distancia de los sucesos y atenúa la extremosidad casi límite de algunas situaciones; así la triste suerte corrida por los campesinos sacados forzosamente de sus pueblos y trasladados a Madrid ante el avance arrollador de los nacionales; su desordenada instalación en los pisos confiscados del barrio de Salamanca, descargan alguna parte de su fuerza dolorosa cuando el narrador, serio y circunspecto hasta entonces, se permite la siguiente politizada ocurrencia: «No se puede negar en absoluto que el marxismo conduzca al paraíso. Cuando menos, se sabe de algún cerdo y de algunas gallinas de carretera que han vivido durante algunos meses en una maravillosa sala isabelina, rodeados de viejos grabados, de espejos y de cornucopias» (pág. 86). A ello debe añadirse lo que siempre fue proclividad de Miquelarena hacia el juego expresivo y la ingeniosidad nada tópica. (Miquelarena, embarcado en el «Tucumán» rumbo a Marsella, no tardará en incorporarse a la zona nacional donde realizaría, por ejemplo, un importante trabajo en la recién fundada Radio Nacional de España, Salamanca10).

Durante siete meses, después de varios escondites en Madrid, estuvo refugiado SAMUEL ROS en la embajada chilena, de la que salió el 14 de abril de 1937 para embarcar en Valencia con destino a Chile; al cabo de algún tiempo, y tras una intensa y entusiasta propaganda a favor del bando nacional, regresó a España y se estableció en San Sebastián hasta el final de la contienda; ya en Madrid, con fecha 21-X-1939 vio la luz en la serie «La Novela del Sábado» (número 23) su novela corta Meses de esperanza y de lentejas.

Por sus libros anteriores a 1936 Ros había sentado plaza de narrador humorista, más bien en la línea de Ramón Gómez de la Serna, como colaborador de la «Colección de Grandes Novelas Humorísticas» (publicada por la editorial madrileña Biblioteca Nueva), y los dolorosos acontecimientos españoles no le hicieron abjurar de su condición de tal, que asoma acá y allá -ocurrencias como la de unos tapices que «temblaban de miedo, como todas las obras de arte que existían en Madrid, y por su revés se sonreían de la Sociedad de Naciones» (pág. 24), o comparaciones como la protagonizada por Juanito, un muchacho que «era de constitución tan débil como la republicana» (pág. 41) -en su novela por lo que se ruega, al término de ella, que se le «perdonen ciertas bromas» y confiesa: «no me ha animado al trazar estas páginas la menor cantidad de frivolidad» (pág. 61). Ros escribe Meses... cuando no había terminado la Guerra Civil y en la embajada chilena, su refugio de antaño, quedaban todavía refugiados; los otros dos sustantivos del título aluden a la actitud anímica si no más frecuente, sí más dilecta -la esperanza- del autor y de sus compañeros, y al que fue alimento más habitual en el Madrid sitiado -las lentejas (llamadas «píldoras del doctor Negrín»).

Lo que Ros ofrece son anécdotas e historias a cargo de algunos refugiados, objeto de la atención y de la memoria de quien los contempla con sólo externa curiosidad puesto que no hay en la narración espacio para otra cosa, que por eso el autor promete volver sobre el asunto (promesa incumplida) y escribir «no desde fuera del refugiado [como ahora se ha hecho], sino desde dentro del mismo refugiado» (pág. 61). El breve relato, dedicado «al excelentísimo señor don Aurelio Núñez Morgado, embajador de Chile en Madrid, que me hizo recién nacido a los treinta y dos años de edad», tiene como lugar de la acción el edificio de la embajada chilena y como tiempo, el transcurrido entre octubre del 36 y abril del 37. Unas sesenta páginas a cuya mitad, aproximadamente, comienza la última de las dos partes en que está dividida la novela, cuya estructura -suma de breves apartados, cada uno con su noticioso título- e índole del contenido permanecen invariables: el amor de Marta y Gustavo, que se conocieron en la embajada y para quienes no importa que la forzosa reclusión dure, pues «la tragedia -decía Marta- la hemos de sufrir cuando salgamos de aquí» (pág. 14), más la historia de don Braulio, extraño filósofo que se congracia con la vida y con los seres humanos, luego de tanto absurdo y crueldad, cuando se le revela el amor de esa pareja como un desquite de la felicidad (en la primera parte); el personaje llamado Eduardo, cuya llegada supone por unos días novedad y hasta alegría en el ambiente aburrido y triste del cautiverio, llena la segunda parte. El recuento de la limitadísima actividad de estas personas encerradas se parece, como una gota de agua a otra gota, al que cabe hacer en los restantes libros que considero: sus personajes leen, juegan, rezan; oyen a sus horas la radio nacional de Salamanca; duermen y sueñan hermosos y disparatados sueños con exquisitos manjares, con jardines soleados y abiertos, con la libertad; la conversación y el paseo por los pasillos y salones de la embajada; las comidas, de ordinario exiguas y poco apetitosas, salvo el turno extraordinario del almuerzo con el embajador (cinco o seis refugiados cada día). Era la embajada «un estado provisional» (pág. 5) en la vida del refugiado -un recién nacido, como se denomina Ros, como es considerado Eduardo-, que no tardando daría fin y, mientras, la confianza en Franco, nombre reiterado fervorosamente, anima la espera de quien ha conocido lo que hay fuera de los muros protectores -el terror generalizado en «una ciudad [Madrid] sin aliento, con extraños estertores» (pág. 44)- y sabe cuáles son las probables o indeseables salidas de tal situación -evacuar, morir de enfermedad, morir de miliciano.

En ABC de Sevilla (número del 19-IX-1937) se da la noticia de la liberación de WENCESLAO FERNÁNDEZ FLÓREZ y se comenta11 «No nos extraña la persecución de los rojos a nuestro compañero, pues ha sido uno de los escritores españoles que con más saña y justicia ha combatido desde estas mismas páginas a los trágicos personajillos del Frente Popular, provocadores de la tragedia española. Los atacó con un arma que no le perdonarán nunca: poniéndolos en ridículo»; el escritor reanudaría no tardando su actividad periodística y literaria: colaboraciones en la prensa diaria y semanal abren marcha y tiempo después vendrá el libro Una isla en el mar rojo12, uno de los grandes éxitos de la postguerra ya que en el espacio de meses se agotaron varias ediciones (aunque el precio de 10 pesetas era algo subido y poco normal a la sazón); abundaron los comentarios elogiosos, congratulándose los firmantes de la vuelta de Fernández Flórez y, también, de su postura comprometida a favor del bando nacional; Nicolás González Ruiz, crítico entonces muy en candelero, elogió ésta que llama «novela de la angustia», en la que destaca una cierta renovación del estilo de su autor, que «ha ganado en elocuencia y en pasión», en tanto que en los diálogos el escritor «acaso desfallezca»13.

El propio Fernández Flórez duda acerca del género al que pertenece su libro, a medias entre la historia -«es más bien hijo de mi memoria que [de] mi fantasía»- y la novela (palabra que consta en la portada) -«pero hay un hilo irreal con que van unidos los sucesos, y una armadura artificiosa para soportarlos; una fábula, en fin [...]»-, que se mezclan a lo largo de trescientas páginas, diez capítulos en total; a la altura de la página 133 (capítulo IV) entra el protagonista, Ricardo Garcés, en una embajada de la que sale en la página 242 (capítulo VIII) para, tras diversas peripecias, alcanzar la frontera francesa y con ella, la libertad, lo que sucede a fines de agosto, coincidiendo en fecha con la liberación del escritor. Poco más de cien páginas constituyen, por tanto, el núcleo «Embajada», precedido en el libro por lo que podría llamarse vísperas -tanto de la Guerra Civil (capítulo I), como del refugio definitivo del protagonista, que anda perseguido por el Madrid republicano, dominio del terror y del azar, circunstancia que el escritor reitera en sus párrafos de comentario (capítulos II, III y IV)-, y seguido por un desenlace (últimas páginas del capítulo VIII y capítulos IX y X), estrictamente individual, que culmina con la escena del autobús, camino de la España nacional, entre Ricardo y un alto funcionario público. Tal escena es precisamente uno de los ejemplos más ilustradores acerca del tono que prepondera en Una isla..., no pocas veces alejado de exaltaciones triunfalistas y atenido a la cruda y sucia realidad, lo que acaso se correspondiera con el pensamiento íntimo del autor aunque haya, como para compensar, alegatos discursivos de sentido harto distinto (así la soflama que Erna, enamorada antaño de Ricardo, le endilga respecto a las virtudes y excelencias que ella ha visto de cerca en la España nacional (págs. 300-301). En otra ocasión escribí que resulta evidente el pesimismo vital de Fernández Flórez, desengañado y sin ilusiones, a quien sólo parecen interesar las maldades y cobardías del ser humano (y las circunstancias eran suministradoras abundantes de todo ello), en tanto diríase no tiene ojos para otros movimientos del ánimo y otras acciones de sus congéneres y compatriotas. Así pues no hay sino execración, insulto, esquematización fácil para vilipendiar una y otra vez al enemigo, y no hay en las gentes del bando propio nada que pueda compensar. Y aunque dada la situación del protagonista -inmovilizado en el refugio- sobre el tiempo para pensar y recordar, en ningún momento se dedica el novelista a estudiar las causas de tan terribles efectos, con lo que su relato resulta nada más que de superficie, si bien alguna vez escribe párrafos, más o menos filosóficos, acerca de condiciones del género humano y de los individuos en particular, caracterización de la que no queda excluido el núcleo «Embajada».

El lugar físico embajada -su edificio- adquiere significación simbólica pues «estaba como en una isla perdida en un mar de sangre» (pág. 137) -de ahí, el título-; los refugiados resultaban entonces equivalentes a náufragos bajo techo y cautivos, ignorantes obligados de lo que estaba ocurriendo lejos de ellos (pero no tan lejos, a veces). A lo largo de estos días el ánimo del protagonista fluctúa (al igual que lo hace el de sus ocasionales compañeros): la inquietud ante casi todo; la tristeza; la soledad (no siempre ingrata); las varias formas de evasión y, entre ellas, «recuerdos de viajes, reminiscencias de mi paso por lejanos países [...]» (pág. 145); la espera esperanzada y, también, la desesperanza; la confianza en Dios, no poco interesada, a la que acudían «hasta los que antes eran indiferentes, hasta los incrédulos» (pág. 204); con el paso de los días la forzosa convivencia entre extraños se cuartea, pese a la unanimidad política y a la situación de riesgo compartido, porque «iban brotando todos los defectos y se acentuaban todos los motivos que ocasionan en ambientes más amplios la separación de los hombres» (pág. 220), en tanto que el abandono y la ruina física van enseñoreándose de las cosas materiales: «todo perecía lentamente bajo nuestra indiferencia y nuestro descuido y nuestra incapacidad para cuidar la casa» (pág. 196); hace su aparición el hambre (o casi) y, con ella, la lucha egoísta pero muy comprensible para conseguir algún complemento de la ración diaria -«enflaquecíamos» (pág. 216)- que, por ejemplo, es causa del robo en el depósito de provisiones de unas latas de conservas y de chocolate; también la muerte por enfermedad acecha y, en el transcurso de jornadas tan dolorosas, muere una de las mujeres refugiadas.

Junto al protagonista comparecen otras gentes, a las que el autor ha convertido en personajes, eligiéndolas y destacándolas entre ese conjunto de treinta y cinco refugiados que había a mediados de agosto de 1936 y que iría aumentando; un optimista como Federico, militar de profesión, que espera siempre la entrada de la Legión en las calles de Madrid, convive y contrasta con un pesimista como Lloret, ingeniero, que no duda de la victoria de Franco, pero sí de que él alcance a verla hasta que el amor de Florencia, una refugiada fea y generosísima con el prójimo, conforta su ánimo; a Antequera, recaudador de impuestos, la celotipia le perturba su vida en la embajada no menos que la situación padecida por mor de la guerra; el barón de Moliesca y el llamado «Patata» forman inseparable pareja en la que el último pone el buen humor, que nunca le falta, y su compañero se procura para ambos bebida, cigarros y alimentos. Afuera está el mundo, indiferente, representado por una calle próxima que vigilan los milicianos; dentro, unas habitaciones con aspecto de campamento, un obligado régimen de vida y, en él, jugar, leer, charlar, oír la radio, que era «nuestra ventana sobre el mundo, la torre desde donde oteábamos los cuatro puntos cardinales de la esperanza» (pág. 151). Escasean las indicaciones históricas, a manera de señales indicadoras: «El 2 de noviembre [1936] llegó por primera vez a Madrid el eco de los cañones» (pág. 139), como si esto fuera una consecuencia de la incomunicación con el mundo exterior; hay, en cambio, las relativas a la vida del refugiado Ricardo: ingreso en la embajada, evacuación, salida a Francia, entrada en la España nacional.

Para el sábado 18 de julio de 1936 estaba anunciado el estreno en Barcelona de El alba sin luz, comedia de JOAQUÍN CALVO SOTELO, pero los acontecimientos españoles lo impidieron; hasta entrado 1939, próximo ya el final de la contienda, no hubo otros estrenos suyos y, entremedias, nuestro escritor, perseguido en el Madrid republicano, hubo de refugiarse en la embajada de Turquía, primero, y en la de Chile, después, de la cual sería evacuado para embarcar en el «Tucumán» rumbo a Chile; regresado a España, estrenó con buen éxito (en San Sebastián) La vida inmóvil y la publicó, precedida de extenso y elocuente preámbulo (treinta y una páginas), poco más tarde14. Era la cuarta que estrenaba el entonces joven y prometedor dramaturgo, a quien le estaba destinada una larga y brillante carrera en la escena.

La vida inmóvil es una comedia en tres actos (dividido el primero en dos cuadros), en prosa, y tuvo a su estreno una crítica satisfactoria y comprensiva, tal como reconoció el autor: «la mayor satisfacción que la crítica me ha deparado ha sido la de reconocerme una objetiva dignidad y la de proclamar qué distante del latiguillo patriotero y de la sensiblería me he hallado siempre» (Preámbulo, XXXVIII). Son diez y seis personajes (cuatro mujeres y doce hombres), jóvenes todos ellos salvo Juana (50 años) y don Javier (55 años); hay unidad de acción -lo que les ocurre a los integrantes del grupo refugiado en la embajada, cada cual con su historia a cuestas-, unidad de lugar en el edificio de la embajada, -«un salón amplio y lujoso» sirve para los tres actos, con alguna modificación de uno a otro-, y en cuanto a la unidad de tiempo ha de tenerse en cuenta el paso del mismo a lo largo de algunos meses, lo cual trae novedades -se escapa Alberto, nace una niña, Anita, y se muere su madre, Ana, etc.-; agosto 1936 es la datación correspondiente al cuadro primero del acto I (comienza la acción) y febrero 1937, la del segundo cuadro del mismo acto, marzo 1937 (acto II) y noviembre 1937 (acto III). La acción está hecha de las pequeñas cosas que afectan al grupo de los diez y seis personajes, o a parte del grupo, o a sólo un personaje. La relación sentimental Alberto-Julia, que venía de atrás, de la calle, parece que ahora no se mantiene con intensidad, habida cuenta de la preocupación (obsesión casi) de él por salir del refugio y pasarse al frente nacional, donde estarán sin duda sus compañeros de armas (es artillero); en la página 92 (acto II) Alberto llega a enfrentarse con su novia y pone antes de ella, primero que su amor, lo que las circunstancias españolas piden a los buenos patriotas. Otra relación sentimental nace durante el tiempo de reclusión: la de Alicia-Esteban; ella está casada con un militar que combate con los republicanos, pero en la embajada Alicia pasa como su viuda. Avanza esta relación por sus pasos contados, hábilmente conducida por el autor: apasionamiento de Esteban y respuesta distanciada de ella; enamoramiento de Alicia, dispuesta a romper con lo que sea, y sensato consejo de don Javier quien, para resolver el conflicto producido, recomienda a los interesados dar tiempo al tiempo, hasta que la normalidad anterior a la embajada se restaure y las circunstancias nuevas les ayuden a decidir.

Las diversas situaciones costumbristas y anímicas posibles en el caso colectivo presentado aparecen con la fuerza que les corresponde en diferentes pasajes de la comedia: el optimismo, que no desfallece, de Juan, pareja del escepticismo de Antonio, quien, vencido por la espera y la inmovilidad y casi el hambre, roba a Julia un bote de leche destinado para Anita; la emoción del parte de guerra nacional y la atención al mapa de España, tan mirado a lo largo del acto I por los personajes que salen de la escena, en el que unas banderitas señalan la posición cambiante de cada bando. Pese a lo ingrato de la situación-límite vivida no falta la presencia del humor, un humor de nuevo cuño dada la edad de Calvo Sotelo y su condición de colaborador por entonces de Miguel Mihura; hay así ocurrencias como la del funerario Sebastián (págs. 40, 44 y 45), o las cosas de don Javier -su salvación en el Madrid de los primeros días de la guerra por la lectura en la Biblioteca Nacional de El capital15; las «tres clases de seres humanos que los rojos quieren extirpar a toda costa»: abonados al tendido dos, directivos de los círculos de recreo, estrenistas-. Concluye La vida inmóvil con la liberación de los personajes para ser evacuados; don Javier, que inició la acción con su llegada a la embajada y su extraña conversación con el embajador, la cierra con su negativa a marcharse: no tiene inquietudes e ilusiones por el estilo de las de sus compañeros, sino el deseo de estar en Madrid el día de su liberación y presenciar así el espectáculo de la llegada de los vencedores, los suyos (asomado discretamente al ventanal del salón piensa en «¡cuando vea desde aquí mi bandera!»).






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Final

Llegados al término de nuestro recorrido es ocasión de recapitular lo que hemos visto en esos cuatro libros convertidos en representantes de la especie a que pertenecen.

Se trata de literatura comprometida políticamente y de manera radical, cuyos autores dividen el concreto universo acotado -España en Guerra Civil- maniqueamente en buenos (los nacionales: su bando) y malos (los republicanos, en cuyo territorio se encuentran cautivos los refugiados); exaltaciones y denuestos hacen acto de presencia en sus páginas, lo cual es más patente en Fernández Flórez y Miquelarena y menos en los otros dos escritores, acaso en razón de la vena humorística de Ros y de que La vida inmóvil no es un testimonio tan directo e inmediato de la experiencia sufrida sino que la utiliza como base de la fabulación, pues Calvo Sotelo ha procurado huir del riesgo que corren a este respecto las obras llamadas de circunstancias, lo cual no supone que la suya esté horra de ideología política.

El tiempo que dura la forzosa estancia en una embajada, definida (entre real y alegóricamente) como una cárcel -«una cárcel en la que se apeteciera entrar, angustiosamente [...]» (XIV, Calvo Sotelo)-, como una sala de espera -«[...] varios centenares de personas aguardaban a que se conquistase Madrid [...]» (XVIII, idem.)-, como una aldea («aislada del mundo», XX), o como una almadía («fijada a una boya en un mar hostil», XX), como un islote («rodeado de bayonetas y de odios [...]», 158, Calvo Sotelo) o una isla, significa cambio sustancial en la vida de los refugiados cuya costumbre se altera, y esto sirve de inestimable prueba para conocer hasta dónde llegan su resistencia física y su bondad -ejemplos de una y otra, positivos y negativos, abundan en los libros examinados-; significa algo así como una maduración personal enriquecedora -«la Embajada me ha madurado mucho», confiesa Alberto en el acto I de La vida inmóvil-; da motivo para planes y proyectos varios una vez conseguida la libertad. Por lo común, el balance resulta desfavorable porque, a un lado ilusiones y exaltaciones, lo que prevalece en semejante situación-límite es, salvo excepciones, la mezquina condición humana, tal como se advierte en diferentes pasajes de nuestros escritores (acaso más notoriamente en Fernández Flórez); quizá una fe política -la confianza en el triunfo de los nacionales- y la fe religiosa atenúen, más en el ámbito individual que colectivamente, la ingrata vicisitud.

Existen algunas coincidencias de pormenor en el curso de la acción de estos libros, debidas sin duda a la observación por sus autores de realidades idénticas -muerte de Ninfa (Una isla...), de Dayo y de Ana (La vida inmóvil), junto al nacimiento de una vida nueva (Anituca, también en La vida...), o la fuerza del amor surgido entre Marta y Gustavo (en Meses...)- más que a préstamo literario. Federico (en Una isla...) reacciona como don Javier (en La vida...) y se niega a entrar en el grupo de los evacuados, ya que desea estar en Madrid para ser testigo directo del «día en que se vea pasar por estas calles a las tropas de Franco [...]. El momento está próximo, y yo no quiero prescindir de él». El término de la acción es asimismo coincidente y lo señala el momento en que se prepara -lo mismo en Meses... que en La vida... y en Una isla...- la salida hacia la libertad sin que -salvo en Una isla..., dado su más abarcador contenido temático- se informe de lo sucedido en adelante.



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