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Lo que ha de ser un rector en España. Conferencia leída en el Ateneo de Madrid el 25 de noviembre de 1914

Miguel de Unamuno





Me habéis llamado, señores y amigos míos, pidiéndome que os diga lo que a mi juicio debe ser un rector en la Universidad española, ya que se me ha destituido de tal cargo, después de haberlo ejercido cerca de catorce años en la vieja Universidad salmantina, y diciendo que lo he llenado de una manera detestable. Y no puedo deciros cómo creo que debe ser un rector, sin exponeros lo que como tal he querido ser, y mis esfuerzos para acomodar a ese ideal de la rectoría la realidad del oficio. Juzguen, pues, los que no conocen mi labor en el rectorado y hablan de ella sobre puras leyendas, a las veces fraguadas con insidia, con ligereza otras, como quisieren; ni lo que otros creen de mí, ni lo que yo de mí mismo creo, tiene valor alguno junto al hombre efectivo para la sociedad, que es el que se quiere ser.

Lo que he de deciros esta noche deseo que tenga un valor impersonal y social, objetivo; pero me es imposible exponéroslo sin referirme de continuo, como a base concreta, histórica, hasta anecdótica, a mi propia acción. Y así tengo que empezar por exponeros los antecedentes de la destitución, por su forma enteramente desusada y nada cortés, de que fui objeto. No precedió a ella, lo he dicho ya, ni aviso, ni amonestación o reconvención, ni rozamiento, ni petición de explicaciones o de dimisión. Y se esperó a que hubiese acabado el curso, y se tomaron precauciones para ahogar, aprovechándose del ambiente de cobardía y pordiosería, la más humilde y leve protesta que pudiera haberse alzado.

A fines del año pasado, cuando se preparaban las elecciones de diputados a Cortes y senadores, algunos de mis compañeros y amigos de claustro pensaron en mí para llevarme, como representante de la Universidad misma que regía, al Senado. Acepté la oferta, pero haciendo constar que ni pediría el voto a nadie ni iría al Senado uncido a ninguno de los partidos políticos con jefe reconocido, y no digo con programa, porque los más de ellos carecen de él. Frente a mí se hallaba como candidato el que venía siendo senador, un romanonista más. Más de una vez, por aquellos días, uno de mis compañeros me instó a que escribiese a su jefe político, sin duda recabando su exequatur, pero me negué a ello. Y aquí está el nudo del asunto. Vine a esta Corte a primeros de año, fui a ver al ministro, y lo primero que este me dijo es que iba a declarar incompatible el cargo de rector de una universidad cualquiera con el hecho de presentarse candidato a la senaduría por la misma universidad. Le dije que yo no me presentaba, sino me presentaban; pero que puesto a elegir, optaba por el rectorado y no por la senaduría, pues creía poder hacer más en aquel que en este cargo. Ofreciome compensación -no sé bien de qué- y hacer que se me sacara senador por otra universidad o por una provincia cualquiera -llegó a hablarme de Málaga-, añadiendo que no me pedía declaración alguna política, y hasta podía ser antiministerial. Bien comprendí entonces que esa era una manera sutil de pedirme la tal declaración, y no precisamente de ministerialismo. Hubiera yo entonces declarado que me debía políticamente al jefe aquel a quien mi compañero me instaba a que escribiese pidiéndole la bendición política y no apostólica, y a estas horas seguiría siendo rector y a la vez senador de la Universidad de Salamanca, mediante una combinación tan cínicamente ingeniosa como la que se empleó con el de Zaragoza. Pero supe conservar mi dignidad y no vender mi conciencia ingresando en una bandería cuyo único dogma es la jefatura de un hombre, del verdadero dueño de la actual situación política. Por aquellos mismos días tuve ocasión de cruzar unas palabras con ese hombre en esta misma sala en que os hablo, y después de decirme: «ya sabrá usted que fulano -aquí el nombre de su mesnadero exsenador por nuestra Universidad y aspirante a volver a serlo- es de los míos -¡así!-, ¿es romanonista?»; añadió: «¡por supuesto, frente a usted, nunca!». Y ya para entonces tenía tramado con el ministro -que acaso es también de los suyos, o ambos de una sola y misma camada- lo de la incompatibilidad. Es mucha la habilidad y listeza de los listos, sobre todo cuando los otros son... ¡lo que somos en España los no listos, los borregos!

No me presté a que la Universidad de Salamanca siguiera apareciendo como un colegio electoral, al albedrío de ese hombre, ni menos yo con la hierra de su mesnada sobre mi conciencia; no salí senador ni por mi Universidad ni por otra corporación alguna; pero tampoco triunfó en nuestra vieja Escuela, libre una vez siquiera de vergonzosos yugos, el que la venía, al parecer, representando, sino un miembro de su claustro, un compañero, político ciertamente y hasta ministerial. ¿Ministerial? Del Consejo de Ministros tal vez, pero no del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes. No, el ministro se debía en ese punto al hombre que os decía. Y se consumó el horrendo pecado político de que la vieja Universidad de Salamanca no siguiera apareciendo como un florón -así la habían llamado- de la electorería de esa partida, cuyo contenido doctrinal parece no ser otro que la jefatura de un hombre. Y yo seguí sin rendirme, empeñado en hacer a mi modo política liberal, muy liberal, verdaderamente liberal -y del liberalismo que dicen ser pecado, del verdadero, no del otro-; pero sin tolerar la hierra de la mesnada. Y entonces quedó decretada por ese hombre, a quien el actual Gobierno aparece rendido, mi destitución. Y os digo que ese acto lo fue de parte del ministro de debilidad y no de energía. Como casi todos los suyos.

Fui, pues, destituido, por haber dado ocasión a que saliera senador por la Universidad un ministerial del actual Gobierno conservador -¡y tan conservador!-, o por lo menos del actual presidente del Congreso; pero no del Ministerio de Instrucción Pública, es decir, de Romanones. Y buena prueba es que para nada se contó en ello, como en casos tales se acostumbra, con el senador ministerial de la Universidad.

¿Que es todo esto muy bajo? ¡Ah; bien quisiera, señores y amigos míos, haber sido víctima y mártir de más altos conflictos de ideas y pasiones, y poder hablaros del poderío de la reacción o de la plutocracia, pero las cosas son así! No faltará quien salga de aquí diciendo, estoy de ello seguro, que no elevo la cuestión, que me chapuzo en infectas pequeñeces pragmáticas de politiquilla de intriga y encrucijada. ¿A dónde queréis que me eleve, perdiendo tierra y contacto con la realidad? ¿Creéis que cabe elevar nada con la realidad política y social que nos envuelve, estruja y aplasta? Quien no quiera perder su tiempo y su esfuerzo cerniéndose sobre las nubes, tiene que bajar a la ciénaga y revolverla y hacer que su mefitis sacuda nuestra modorra aterradora. No; no quiero, no puedo, no debo elevar lo que es tan bajo. Al dragón no se le combate desde encima de las nubes, desde donde ni siquiera se le ve. El dragón vive en el fango y del fango. La hercúlea tarea hoy en España es la de limpiar el establo de Augias. El más urgente trabajo es un trabajo de higiene social.

Presumo que algunos de vosotros, de los que me habéis llamado, os llamaréis a engaño, que no era esto que os digo lo que esperabais os dijese. Ni será la vez primera que esto me ocurra. ¡Triste sino el mío! Mas debo atenerme a él. Y ahora aquí hacer lo que creo más eficaz, no para la mía, sino para nuestra causa común, para nuestra causa ideal. Defiendo nuestras ideas, pero como hay que defenderlas en la presente realidad política española. ¡Porque lo que hago hoy aquí es política!

A la beocia politicista que nos desgobierna le importan poco las ideas; es más, las aborrece. Ve en ellas su enemigo. Yo no representé nunca para esa gente un valor ideal; nunca se preocuparon de mi obra en el mundo de las ideas. Las ideas y la inteligencia no existen para ellos. En nuestro Parlamento mismo asustan las ideas. El más despectivo insulto entre esos hombres, es el de idealista. Y poco que se reirían si yo me extraviase esta noche en idealismos. Sigo, pues, mi penosa excursión.

Vino la destitución, en la forma menos cortés y más grosera posible, a mansalva y con alevosía, como quien teme que, puesto yo en guardia, hubiese podido deshacer intrigas políticas y embustes. «Indudablemente -me escribía el 15 de setiembre mi amigo el señor Sánchez Guerra- ha habido en todo eso alguna mala inteligencia o alguna mala voluntad de las personas informadoras». A las que se oyó sin darme tiempo a deshacer pretextos. Mas os aseguro, puesta la mano sobre el corazón, que he sentido después en la conciencia una honda sensación de alivio. No que yo estuviera dispuesto a dimitir, ¡eso nunca!, aunque el rectorado me cohibiera algo, muy poco, y me trabara la libertad de ciertos movimientos espirituales. Necesitaba de él, necesitaba del prestigio que ante ciertas gentes infelices da un cargo así; necesitaba de aquella posición entonces -¡hoy ya no!-, y la necesitaba para mi obra, de que os hablaré. Y no estaba dispuesto a dejarlo. Es más; puesto a elegir entre él y la senaduría, opté por el rectorado, porque creía que mi obra estaba más allí que en el Senado. Y cien veces dije a todo el que me lo quiso oír, que llegaría a ser exrector destituido, mas no dimisionario. Y es que una destitución da prestigio y una dimisión lo quita.

¡Pero, os lo repito, fue sensación de alivio! Porque para conservar el puesto, no llegué nunca a vender mi conciencia ni a degradar mi dignidad; pero tuve que transigir, siquiera temporalmente, con hediondas miserias políticas. En las situaciones conservadoras todo iba bien, no se me exigía nada; pero cuando en una de esas ambiguas y picarescas situaciones, mal llamadas liberales, llegaban las elecciones senatoriales, llamada a Madrid por ese hombre y cínicos cabildeos y recuento y cata de votos, y hasta amenazas veladas. Tenía que responder de que el tristísimo colegio electoral a que para esos hombres se reduce un claustro universitario, no se desmandaría. A solas sufría verdaderas congojas, diciéndome: «¿y eres tú este?». Por supuesto, que ese hombre llegó, por tercera persona, a ofrecerme la senaduría, a mí, ¡claro que si iba mi nombre, mi nombre, señores, mi nombre inmaculado, mi nombre, no manchado con abyecciones políticas; si iba mi nombre a adornar la lista de sus mesnadas! Y tenía que aparecer yo, yo, ¡este yo que tan reciamente, tan locamente, he defendido; tenía que aparecer yo como un protegido suyo, como un protegido de ese hombre!

¡Ah!, señores; si aquel cándido y atropellado don José Canalejas, que fue mi buen amigo, y de quien recibí quejumbrosas confidencias la última vez que le viera; si aquel Canalejas, a quien acabó de matar un desgraciado, víctimas los dos del mismo hado nefasto de la patria; si Canalejas pudiese sacudir la tierra que para siempre le cubre piadosa, y pudiese hablar, algo os diría de cosas que le escribí y le dije cuando la vergüenza de sentirme amenazado, a la vez que protegido y convertido en agente del tinglado electoral, hacía que mi conciencia sufriese soportando humillaciones que creía inevitables para el mejor logro de mis propósitos más altos. Pero una vez que trastorné su casillero, encontró mano de tercero, de criado, con que vengarse.

¿Iba yo a correr el riesgo de que, despreciándome -¡él!, ¡y a mí!-, llegase a hablar de mí como le he oído hablar de algunos de sus más humildes secuaces? ¿Protegido de ese hombre? No, protegido, y no lo que en la innoble jerga político-picaresca se llama así, protegido... solo de mi patria, y como suprema representación de ella hoy, ¡de mi rey! Y si no he de ser rector así, por la gracia de Dios y la voluntad nacional, que el rey sanciona; si he de serlo bajo la égida y con el beneplácito de un hombre así, ¡bendita libertad!, ¡santa libertad la de mi conciencia de patriota redimido!

Únase a lo dicho que aquel candidato, ese de los suyos de que os decía, empezó su carrera pública, no sé bien de qué, al lado del ministro, en la hueste de aquel Bosch y Fustigueras, cuyo nombre, tristemente célebre en un tiempo, la Piedad Suprema va borrando de las memorias de los españoles, y que ese de los suyos no se hartaba de decir que el ministro le estaba obligadísimo, porque él, el mesnadero condal, había hecho catedrático por oposición a un hijo del abogado del Ministerio.

Claro es que hubo en mi destitución algo más que esto; pero de orden tan personal, que no he de declararlo aquí. En una de las oficinas del Ministerio funcionaba un negociado de recolección e invención de chismes, embustes, frases supuestas y quejas contra mí, y parte de eso tengo sobrado derecho para suponer que fue llevado hasta las más altas esferas, por si allí se me consideraba amistosamente. Y se llevaron otros pretextos. El ministro mismo, para explicar a un ilustre repúblico que le interrogaba en privado, mi destitución, tuvo la frescura de atribuirme, refiriéndose a mi campaña agraria, conceptos y frases que jamás he pronunciado.

El de los títulos de bachiller extranjeros a que se dio validez en la Secretaría de la Universidad de Salamanca, es, evidentemente, un mero achaque, y que por cierto no honra mucho la supuesta, y no más que supuesta, agudeza del rábula que lo inventó. Si siempre fue atribución de los ministros conceder esa validez con estas o aquellas condiciones, ¿a qué conducía que el señor Ruiz Jiménez, ahora mudo, dictase un real decreto declarando que en adelante serían válidos, cumplidos tales o cuales requisitos que allí se cumplieron? Y buena prueba de que se cumplieron es que, con aquel mismo expediente, incoado por los PP. Jesuitas de Deusto, verdaderos promotores de aquel reconocimiento, acaba el mismo ministro de declarar válidos en España aquellos mismos títulos. Cuestión de competencia, se dirá. ¿Fue ello nunca, díganlo quienes conocen nuestras costumbres, motivo de una destitución airada y grosera como la mía? Y la real orden invalidando aquello mismo a que acaba de volver a dar validez el ministro picapleitos, se dictó sin tener a la vista el expediente original, sobre una carta particular mía, a la que aún no se me ha contestado, y preguntaba algo en ella. No acabo de darme cuenta de cómo ciertos hombres logran fama de listos. Como no se llame listeza a la frescura y el desaprensivo desdén a la verdad.

Inventose también el pretexto de no sé qué irregularidades en el funcionamiento de la Facultad de Medicina de Salamanca. Y debo decir en defensa de esa pobre Facultad vilipendiada, y sobre la cual, como si fuese poco su precario y triste estado, corre una calumniosa leyenda, que ni esas irregularidades son distintas de las que en las demás Facultades de Medicina y otras se cometen, ni nadie ha denunciado, más que yo, al ministerio -y testigos de excepción son mis buenos amigos don Santiago Alba y don Amós Salvador-, las deficiencias de ese centro, debidas, en su mayor parte, a la sistemática indefensión en que el Estado la tiene. Pues que se la escatiman medios y no se quiere afrontar la anómala situación en que el Hospital de Salamanca, que debía ser clínico, está para con ella. Y encima se la calumnia, como ha hecho el ministro en el Senado, afirmando a su respecto algo que es falso. Se la tiene bajo una continua amenaza, entre insultos y caricias, para que sea buena chica y no se desmande, y rinda pleitesía al que se supone su restaurador.

Como que esa Facultad, que hoy vive vilipendiosamente bajo un triste sambenito, del que no se atreve a sacudir por temor a ser suprimida, no se declaró oficial sino para utilizarla como arma política, como ciudadela de un partido, de una bandería personal más bien, dentro del lamentable colegio electoral universitario. Era además, y es, el principal comedero dentro de la Universidad. Y por él, por el comedero, por triste pordiosería de profesionales de la cátedra, llegó a la tristeza -¡y bien se lo han reprochado luego, pobrecilla!- de conceder un título de licenciado a un prócer, hermano del hombre que os decía, después de haberle apuntado acaso -tengo motivos para creerlo- los trabajos escritos con que tuvo que probar su insuficiencia. Fechoría que se ha cometido en facultades de otras universidades, y hasta con el mismo sujeto, sin que el rumor de ignominia haya tomado cuerpo.

En el Senado, después de llevar a él a los próceres -condes, marqueses, duques...- despobladores de la región salmantina, a los que echan a los hombres para poder cazar a los conejos u obtener más altas rentas, inventó el ministro el pretexto, honrosísimo para mí, de la campaña agraria que con algunos compañeros de claustro he llevado a cabo. Ni cuando vi al ministro me dijo nada de ella, ni antes ni después de verlo, ni he llevado a cabo acto alguno de esa campaña durante el tiempo todo en que ha sido ministro el que hoy lo es. Y respecto a la campaña misma, demostró el ministro no tener apenas noticia segura de su sentido y tendencia. Bien es cierto que hizo gala de sus profundos desconocimientos del problema, llegando a confundir a Lloyd George con Henry George. Y un abogado así, que no sabe callar lo que ignora -lo elemental de la discreción-, pasa por polemista -entre otros que saben menos que él, por supuesto, y si ello es posible- ¡y llega a ministro de... Instrucción!

Dice el ministro que el cargo de rector es de su confianza. Conviene entendernos. El cargo de rector, que es y debe ser técnico y exige una cierta continuidad, no puede ni debe estar subordinado al ministro de Instrucción Pública, como el de un gobernador está al del ministro de la Gobernación. A menos que no se considere al rector sino como el apernador máximo del colegio electoral universitario. ¿Que un catedrático puede expresar sus ideas políticas y sociales como quiera y un rector no? ¿Es que el rector no puede pensar y expresar su pensamiento? ¿Es que ha de pensar como el ministro? ¿Y cuando el ministro, como ahora sucedía, no piensa nada? Porque, señores, la característica del Gobierno actual, de este Gobierno de la neutralidad en todos sentidos y para todos los problemas, es precisamente esta: no pensar nada, y carecer de ideas hasta odiarlas. ¿Y están obligados los que bajo de él ejercen cargos técnicos a profesar la insignificancia, acaso el beotismo?

Más atribuciones que un rector tiene el presidente del Instituto de Reformas Sociales y el de la Junta de Ampliación de Estudios. ¿Es que a ningún ministro se le ha ocurrido destituir a aquel por manifestar ideas mucho más heterodoxas para cualquier Gobierno monárquico que las por mí manifestadas?

Pero no se trata de ideas. Y recuerdo haber oído a un director de Instituto de Segunda Enseñanza, político profesional y diputado provincial perpetuo y de oficio, que como tal director, se creía en la obligación de votar siempre, en las elecciones senatoriales universitarias, con el Gobierno, fuere este el que fuere. ¡Qué idea de la obligación, que parece debía ser una categoría del orden moral!

¿Iba yo a decir cómo mi pobre sucesor en el cargo se complace en repetirlo de sí, que no era más que un criado del ministro? No, no ha llegado nunca mi necesidad a tanto.

Se ha dicho que apenas hubo protesta por mi destitución. De mis compañeros jamás la esperé. Nadie les consultó cuando se me nombró; nadie tampoco cuando se me destituyó. Los conozco además; conozco sus pasiones y conozco su cobardía. Cuidose también de amenazarlos con burda habilidad, amagando a aquella pobre Facultad precaria y vilipendiosa que os decía. De la prensa nada diré. Estábamos y estamos en época de neutralidad; la guerra -y ello es natural y justo- agota casi todo el interés público, y, además, todos sabéis que esa administradora del silencio y el semisilencio forma, con los políticos profesionales, una asociación, a la que no deben ser gratos los que rechazan las hierras de las mesnadas que asaltan el presupuesto de empleos y de subvenciones directas e indirectas.



Y bien, me diréis: ¿cómo crees que debe ser hoy un rector de una universidad española?

Mas antes que a ello os conteste, permitidme un momento, queridos amigos, que me sincere de haber tenido que descubriros las vergonzosas desnudeces que acabáis de ver. Cuando el Dante bajó a los círculos del Infierno e hizo con ello una obra inmortal, de valor universal y eterno, no fue disertando sobre la culpa y la pena, el pecado y la justicia divina, sino mostrándonos una serie de trágicas anécdotas de dolor y de infamia, que supo elevar a valor transcendente. Era necesaria esa excursión mía por el tétrico campo infernal de nuestro picarismo político que tanto divierte -¡desgraciados!- a no pocos españoles. Porque es terrible la admiración, el culto que se rinde al que llaman hábil, listo o travieso. ¡Sucede que hasta al ver aparecer en un cine los contornos trágicos del personaje fúnebre, el público, inconsciente, lo celebra riéndose! ¡Horas antes se había extasiado beatíficamente viendo estoquear al Belmonte, otro fenómeno!

Y ahora paso a deciros algo de mi labor administrativa desde el rectorado de la Universidad de Salamanca, pues entiendo que es el mejor modo de responder a vuestra pregunta de lo que debe ser un rector hoy en España.

Si de algo se me puede culpar, es de haber acaso exagerado mi estatismo, mi respeto escrupuloso a la ley, mi noción de lo que debe ser el estricto cumplimiento del deber profesional. Los que se crean que yo he sido un rector durmiente, distraído en otras funciones o en quehaceres literarios personales, atento solo a firmar expedientes y a dejar correr las cosas, se equivocan. Tal vez no fui en alguna ocasión lo anarquista que se debe ser en un país en que el Estado se halla por hacer. El ministro mismo, explotando esa leyenda, me ha dirigido elogios, sin derecho a ello y sin conocer mi labor, y ha hablado de mi extravagancia. ¡Qué honor el de pasar por extravagante entre los bergamines!

Llevé con un rigor, que, puedo decirlo muy alto, no se ha llevado en ninguna otra universidad española, el hacer que cada cual cumpliese siquiera con lo más externo de su deber. Negaba peticiones abusivas de licencia; informaba en verdad y justicia las que por mi conducto se dirigían al ministro, diciendo alguna vez no ser cierta, a pesar del certificado médico, la dolencia que se alegaba; hice volver de su pueblo, a donde sin la debida licencia habíase ido, como de tapadillo, un catedrático, y teniendo que invertir casi un día en el viaje -y como se trataba, por cierto, de un perfecto caballero y de un pundonorosísimo profesor, comprendió mi conducta y quedamos aún más amigos que habíamos sido-; hice que un mes se devolviese la paga de otro catedrático que abusaba de las ausencias, y no justificó una de ellas a su tiempo. Y en cambio, puedo decir que en los catorce años que he sido rector, solo una vez, una vez solo, se me advirtió del ministerio, podréis figuraros quién era el ministro, que negase entonces una licencia breve, de quince días, si me la pedía uno de los catedráticos más cumplidores de su deber -el actual senador por nuestra Universidad-, y ello porque la iba a pedir para ir a trabajar su elección de diputado a Cortes por uno de los distritos de la provincia. ¡Esta parece ser la única causa por la que no se puede pedir licencia! Y hay un catedrático que, dejando vacante su cátedra en la universidad a que está adscrito y por la que cobra, se halla agregado en comisión a otra universidad, la de su pueblo natal, donde no ejerce función alguna docente. Verdad es que, renunciando a la lucha, dejó libre un distrito en las últimas elecciones a Cortes. Y el ministro electorero que decreta esas y otras... irregularidades -en su estricto sentido-, ¡me niega dotes de administración y gobierno!

Yo inicié para los maestros de primera enseñanza el suprimir un artificioso expediente en los evidentes casos de abandono de destino, sistema que luego adoptó celoso el ministerio.

No sé a cuántos catedráticos de universidad se habrá jubilado en España, y no a petición suya, por el expediente de capacidad que han de incoar al cumplir los setenta años; solo sé que, de esos, cuatro lo han sido por la Universidad de Salamanca. Y lo fueron porque me negué a decir lo que no fuese verdad, e hice que apareciese su verdadero estado físico y mental -uno de ellos ciego-. Y entre tanto, se declara aptos para continuar en sus cargos a pobres ancianos totalmente incapaces, a alguno incapaz de nacimiento y no por deterioro de edad, y se respeta a locos, a verdaderos locos, haciendo completamente inútil ese expediente. Y si alguna vez se llegase a jubilar a alguno contra su deseo, sería, no lo dudéis, por motivos políticos o porque se necesitaba para algún paniaguado su vacante.

Esto de la asistencia, esto de la capacidad física, es, bien lo sé, lo más externo; puede llegar a ser algo farisaico. En no pocos casos es una evidente ventaja para la enseñanza que un catedrático falte a clase. Mas yo creo que esa externidad del deber puede llegar a obrar en su mayor intimidad.

Alguna vez dije, y ello se hizo público, con metáfora algo ruda, lo confieso -pero ya fue publicada-, que en aquella Universidad que yo regía no había ni mayor ni menor proporción de burros que en otra cualquiera; pero que los de allí daban vueltas a la noria. Y creo más: y es que es más fácil y más provechoso aprovechar al tonto -cuando no es de remate-, que no al que llaman listo. Hay quien no solo se perfecciona con el trabajo, sino que hasta llega a fraguarse una inteligencia. Cien veces mejor el corto de alcances que se mata a estudiar y trabajar, que el que, creyéndose despejado, se pasa la tarde toda en el casino mano a las cartas o a las fichas del dominó.

Lo grave, lo verdaderamente grave de nuestra enseñanza pública, es que no está inspeccionada ni garantida debidamente la competencia técnica del catedrático. Dentro de su cátedra, cada uno de nosotros hace lo que quiere, explica o no explica, cuenta cuentos, dice tonterías, enseña verdaderas atrocidades... Y de esto he de contar algún día cosas que, a los que tengan conciencia de patria, compunción de patria y de cultura, han de horrorizar. Corren por ahí libros de texto, reveladores algunos de verdadera vesania -como el de un ya célebre profesor de uno de los doctorados de Ciencias-, que eran lo bastante para que a sus desgraciados autores, ya que no se les ponga en cura, se les obligue a que se jubilen. ¡Porque el catedrático no tiene derecho a ser tonto, loco o ignorante! Y los hay que son el hazmerreír de sus discípulos, y hasta el bufonesco juguete de la ciudad en que viven. Con rubor en las mejillas, y tristeza, hondísima tristeza en el corazón patriota, he presenciado, mientras los demás se reían, una burlesca ovación a uno de esos pobres bufones de toga y birrete. Y solo se llega a medidas extremas en el caso de un Moliner. ¡Pobre amigo Moliner, víctima de sus locos ensueños generosos!

Y nadie inspecciona nada. Se parte de la tremenda y vergonzosísima ficción de que todo catedrático es competente. ¿Y por qué si se inspecciona, aunque mal, muy mal, la labor docente de un maestro de escuela, no ha de inspeccionarse la de un catedrático? Me diréis que porque se haría, como aquella otra inspección, mal, muy mal. Mas esa no es razón.

Nada se inspecciona técnicamente. Yo no sé si en el Ministerio de Guerra se sabe de las dotes militares de los coroneles, o de la aptitud para el gobierno de un buque de los marinos en el de Marina, o en el de Gracia y Justicia de la competencia y rectitud de los jueces y magistrados; pero os aseguro que en ese páramo espiritual del Ministerio de Instrucción Pública, mazorca de covachuelas en que se barajan reales órdenes, reales decretos, reglamentos y escalafones, nada se sabe de la competencia o incompetencia técnica de un catedrático. ¡Ni eso importa allí! ¡Y se da el caso de un auxiliar por haber estado haciendo como que explica una cátedra, y haciéndolo mal, rematadamente mal, tantos o cuantos años, pasa, por méritos, a poder hacerlo peor aún! Yo conocí un catedrático de Derecho Civil que hace veinticuatro años no quiso enterarse del Código, y decía, refiriéndose a él: «¡Ese librito que ha hecho Alonso Martínez...!». Y se murió cargado de años y de... ¡servicios!

Convencido de que sin la inspección técnica la constitución de nuestras universidades será imposible, en cuanto unos alumnos, provocando una huelga, llegaron a poner formalmente en tela de juicio la competencia de su profesor, sin prejuzgar nada respecto a esta, pedí visita técnica de inspección. Y, en efecto, la tal visita fue algo ridículo, soberanamente ridículo. El inspector, un pobrecito consejero de Instrucción Pública, y practicón rutinario que debería ser técnicamente inspeccionado, según me dicen los verdaderos competentes, y es conocido por las amenidades que en su clase suelta, me manifestó que era imposible sentar el precedente de que se revisara la competencia de un profesor que acababa de obtener su cátedra por oposición, y para denuncia de... ¡los alumnos! Y yo creo, señores, que si los alumnos, que si los estudiantes españoles, no empiezan a ejercer a su modo esa inspección, con todos los peligros a ello inherentes -bien los conozco-, nuestra enseñanza pública no tiene remedio. Y fundado en ello escribí a mi amigo don Santiago Alba, ministro a la sazón, que urgía declarar la asistencia a clase voluntaria, restablecer los exámenes por tribunal y tomar medidas para que el profesor inepto no se vengase de aquellos que, por no soportar su inepcia, se negasen a ir a oírle. A ello obedeció una consulta que se hizo a los claustros, y de que ha sido fruto la reciente legislación sobre asistencia voluntaria, bien que los catedráticos camastrones, los temerosos de quedarse justamente sin alumnos, han sabido, en gran parte, burlarla, volviendo a las peores prácticas y a la velada amenaza, y bien que en esa disposición gubernativa se transige en gran parte con viejos vicios. Añádase que al catedrático, cuya característica es hartas veces la haraganería, le molesta tener que examinar.

Y la disciplina escolar, no lo dudéis, depende del espíritu universitario. A un cuerpo sin alma no hay por qué obedecerle. Y si los obreros se aplican más que los estudiantes, es porque ellos eligen sus maestros y creen que van a aprender algo de ellos.

Por todo lo cual he aconsejado cien veces a los estudiantes españoles que no soporten el que se les obligue a ir a escuchar evidentes necedades, tal vez química anterior a Lavoisier, astronomía ptolemaica, lógica del siglo VIII, ética con infierno, historia de España con Tubal y Tarsis -¡hay cátedra en que se dice el día del mes y del año antes de Cristo en que fue creado el mundo!-, excesos, en fin, que son un baldón para nuestra cultura. Porque no hay idea de los límites a que en esto se llega; y si un día os leyese las notas que al objeto tengo recolectadas, muchos, es decir, los menos conscientes, se reirían a mandíbula batiente; pero los otros bajarían la cara, encendida de vergüenza, al santo suelo que nutre tanta ignominia.

Y todo eso lo hacía luchando por el prestigio de nuestra Universidad; por eso de que nada se cuidan los ministros. Pensaba en una revolución, en una verdadera revolución en la enseñanza; pero una revolución legal, desde arriba, y que detuviese el merecido desprestigio en que, como clase, vamos cayendo los jornaleros de las fábricas de licenciados y doctores.

Y aún hice más. Quise borrar de la Universidad, a cuyo frente me puso mi patria, aquel terrible anatema de fortaleza de la ignorancia, que le puso Carlyle, y Universidad fantasma, Remy de Gourmont. Poco antes que yo llegara a ella, hace veinticuatro años, se vio agitada, porque al morir uno de sus maestros fuera del seno de la Iglesia católica, no se le rindieron los honores fúnebres no eclesiásticos que aquella Universidad acostumbra rendir. Ni siquiera el rector, su íntimo amigo, asistió al entierro. Y siendo rector yo, presidí el sepelio civil de un doctor del claustro, con medalla y bastón académico, y llevaron las cintas del féretro doctores, un decano de Facultad entre ellos, de toga y birrete. Y no ocurrió nada. Se prefirió hacer que pasara como inadvertido.

Y he defendido desde mi puesto a una celosa e intachable maestra de escuela, fiel cumplidora de su deber, a la que se trataba de removerla con especiosos y mal amañados pretextos, no más que por ser cristiana protestante, en cuya confesión fue educada desde niña. Y tuve que defender otra vez la legalísima apertura de una escuela, también cristiana protestante, contando con el apoyo del entonces ministro, señor Rodríguez Sampedro, otro de los que me han soportado y honrado con su amistad. Y por cierto, a los ocho días de caer este en pleno gobierno... liberal, se mandó cerrar la tal escuela, bien que para volver a abrirla luego.

Y aquí debo recordaros el escándalo que produjo en una Asamblea universitaria de Barcelona el que yo enviase a ella una ponencia pidiendo que pidiéramos los catedráticos que se derogue aquel artículo de la Ley de Instrucción Pública, aún vigente, dígase lo que se quiera y nunca formal y taxativamente derogado, que establece, de acuerdo con el Concordato, la inspección de la enseñanza por los obispos. Procedimiento que no mucho antes de entrar yo en el rectorado de la Universidad de Salamanca, se trató de remozar en ella. Decíanme que eso está derogado de hecho. Temo a tales derogaciones por desuso. Cuando se ve en un rincón un arma, hay que cogerla y hacer fuego, a ver si está cargada o no, y en todo caso retirarla. Nada más peligroso que ciertas leyes en desuso, pero no formalmente derogadas. Y tuve la satisfacción de que aquella mi ponencia provocase el que se dieran de baja en la Asamblea no pocos profesores, entre ellos el actual senador por la Universidad de Barcelona, expendedor de bacalao y de metafísica, que obtuvo su cátedra en unas oposiciones en que entramos catorce, y él fue el número primero y el número decimocuarto... yo. ¡Lo digo con orgullo!



Ya veis, señores, que si de algo he pecado en el ejercicio de mi cargo de rector, ha sido de estatismo, de un culto fervoroso a la acción del Estado y a la de la ley. He querido renovar las leyes enmohecidas. Y digo que he pecado porque, os lo debo confesar, acaso el estatismo es un grave error cuando, como entre nosotros pasa y más en asuntos de enseñanza, no hay verdadero Estado, Estado civil, Estado de justicia. Usurpa sus funciones entre nosotros lo que se llama Gobierno, y este no suele pasar de una miserable máquina electoral y de reparto de prebendas.

De la Universidad española actual no cabe decir que es una ruina, porque no existe. Esas miserables fábricas de licenciados y colegios electorales, no merecen semejante nombre. Y no hablemos de su autonomía, y menos de la administrativa. Con claustros que no están hechos ni por universidades autónomas, ni para ellas la autonomía universitaria, sería un desastre. Según la amplitud que a esa autonomía se le diera, podríamos ver restablecido el índice inquisitorial para alguna Biblioteca Universitaria, o que en adelante no fuesen catedráticos sino los yernos, hijos y sobrinos de los que hoy lo somos. Baste recordar el vergonzosísimo espectáculo que dieron los claustros cuando se estableció lo de los premios a los catedráticos, echándose estos sobre aquellos a la rebatiña, inventando méritos fantásticos o estableciendo un turno para el momio. Como que las tres principales preocupaciones del catedrático suelen ser el escalafón, el libro de texto y las vacaciones. Y cuando no toma la cátedra de cómodo y nada trabajoso trampolín, para saltar a puestos de más lucro o de mayor brillantez social, lo que ocurre con más frecuencia que debiera, y sin vocación se resigna a ella, ya por necesidad, por ganapanería o codicia, ya por hábito o prurito de minúscula prestancia provinciana, corre gravísimo riesgo de parar en melancólico caballo de noria de la rutina de la enseñanza oficial. Y aun suele pedir aumento de sueldo, como si tomada la clase en conjunto, en término medio, ¡ganáramos hoy el que se nos da! Nadie puede ni debe pedir más de lo que se le da, mientras por su parte no dé más de lo que se le pide, no haga obra de supererogación. Y como pedir... ¡se nos pide tan poco! A lo sumo, que votemos sumisamente un senador...

Y aquí me parece deber deciros que, dada nuestra triste situación moral y nuestra falta de independencia, debíamos los catedráticos celosos de nuestra función docente, pedir que se les quite a nuestras nominales universidades esa facultad funestísima y ridícula de poder elegir un senador, y que busquen los Gobiernos, para llenar los diez puestos que vacarían así en el Senado, cualquier otro medio que, por más cínico y menos hipócrita, fuese más decoroso. Y hasta hay una cosa que llaman doctores del claustro, cuya única función doctoral es la de votar, la de ser electores, cuando a la vez no son aspirantes a cualquier destinillo.

¡Y cómo se nutren en general nuestras universidades! ¿Quién no conoce los caciquismos que se albergan en el tenebroso Consejo de Instrucción Pública, principal cobertera de la irresponsabilidad ministerial? No hace mucho que la mayoría de un Tribunal, presidido por un señor obispo, a quien sin duda el Gobierno de su diócesis -¡y una diócesis como la de Madrid!- le deja tiempo para esos menesteres tan poco episcopales y tan caciquiles, según entre nosotros se los ejerce, consumaba uno de los más deplorables atropellos contra la cultura española. ¡Y hay que ver esos a que se llama competentes! Como tal figura en un tribunal de oposiciones a una cátedra de Medicina, próximo a actuar, un catedrático de Matemáticas de un Instituto, que no cree en la inconmensurabilidad, y que a existir la debida inspección técnica, hace tiempo que no estaría desbarrando ante sus alumnos.

Y con todo y sus males, la oposición es aún lo menos malo, lo menos sujeto al caprichoso y anárquico albedrío ministerial. Mi amigo don Amós Salvador puede atestiguar cómo siendo él ministro de Instrucción Pública, le denuncié que en una ausencia veraniega mía se dio por una Facultad una certificación torpemente amañada, de donde resultó que entró en el profesorado, protegido por un caciquillo del Consejo, un auxiliar a quien le faltaba el primer requisito que la ley -¡desgraciada ley aquella!- exigía.

A pesar de estas y de otras lamentabilísimas irregularidades, tuve siempre, lo repito, una profunda fe en el Estado y en su acción. He sido y soy decidido partidario del Estado docente.

Sé que si el Estado abandonara la docencia, caería esta en manos de instituciones que la ejercerían peor aún que él la ejerce. Porque he de decirlo una vez más, y sobre todo ahora en que no ejerzo ya autoridad administrativa en la enseñanza pública; la enseñanza oficial pública, siendo, como es, mala, muy mala, es no ya la mejor, sino la única que merece el nombre de enseñanza. La otra es cien veces peor. La otra tiende a engañar, a hacer que enseña, no enseñando nada.

Pero lo triste, lo terrible, lo pavoroso para el porvenir de nuestra patria, es que aquí, en España, no hay ya, o no hay todavía, Estado. Y he aquí por qué se busca crear instituciones de enseñanza superior y técnica, no dentro de la Universidad, sino fuera de ella, y en rigor contra ella. Los planes de enseñanza de nuestros Gobiernos, primeros y principales enemigos del Estado, acaban por reducirse a crear unas cuantas nuevas plazas para disponer de unas cuantas credenciales de apernamiento.

¿Qué es hoy entre nosotros el Estado? Acaso nadie le ha definido mejor que aquel alcalde de Santiago de la Puebla, que al oír en un rosario público que el párroco pedía un padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado, exclamó: «Del Estado no, ¡que el Estado son ellos!». Y ellos, en efecto, los caciquillos, los vividores, los grandes y los pequeños terratenientes abusivos, ellos, los verdaderos anarquistas, son hoy aquí el Estado. Y tiene a su servicio una magistratura, parte de él, de ese Estado que son ellos, que pone la ley sobre la justicia, y sobre la ley la voluntad del Gobierno. Ante las razones de gobierno, que suelen ser sinrazones, dóblase como la caña al viento.

Y para rectificar ese erróneo concepto del Estado; para dar a los pueblos, abatidos por su ninguna fe en la acción oficial, confianza en la justicia de la ley que brote del pueblo, para esto emprendí, ayudado por compañeros del claustro universitario, la campaña agraria a que sin conocerla se ha referido el ministro en el Senado. Fue una labor de humanidad y de respeto y culto al Estado; no sé si gubernamental o no, ni me importa saberlo. Porque suele llamarse actitud gubernamental, no pocas veces, a la más anárquica, a la más destructiva de los íntimos fundamentos del Estado.

He creído, y sigo creyendo, que una de las obligaciones morales, religiosas más bien, del rector de una universidad, es empujar a esta a que tome el aire de la calle y de los campos, y lleve al pueblo, sediento de verdad y de justicia, la voz del saber desinteresado y noble. Si la conciencia de la patria no se fragua en sus institutos de suprema investigación científica, ¿dónde va a fraguarse? ¿Si el saber desinteresado, el que no se pliega vilmente a intereses de secta, de bandería o de clase social, no se encuentra en las universidades, dónde va a encontrarse? ¿Han de ser ellas, repito, sórdidas fábricas de licenciados, y más sórdidos aún colegios electorales y no otra cosa?

¿No ha de educarse y formarse en ellas el carácter de las generaciones de las futuras clases dirigentes? ¿Han de pasar por ellas nuestros jóvenes, a la caza del título, sin recibir de sus maestros lecciones de dignidad y libertad de conciencia, de austera dedicación al estudio de la vida en la vida misma, y viviendo los goces y las penas del pueblo? ¿Quién más que la Universidad está obligada, religiosamente obligada, a estudiar los males de la patria, metiendo para ello sus dedos en las llagas, y a emprender la educación política del pueblo? ¿Vamos a prescindir de ello, rindiéndonos a los solapados sofismas de los que, al hablar de la majestad y pureza de la ciencia, no hacen sino defender la servidumbre del espíritu a una tradición que nunca fue viva? Poneos en guardia cuando oigáis hablar de neutralidad a ciertas gentes; quieren decir muy otra cosa.

Y me asocié, con queridos amigos y compañeros míos de claustro que sentían como yo la responsabilidad moral de su oficio, a manifestaciones varias del llamado movimiento obrero, y unas veces fuimos a su casa, a la del pueblo, y otras vinieron ellos a la universidad, y más de una vez ocupó la tribuna de su Paraninfo -¡oh profanación!- algún hijo del pueblo, obrero manual que ni bachiller en artes fuera. Y no era ello, ¡no!, una teatral extensión universitaria de doctrinas neutras, con proyecciones o sin ellas. Y por ello, últimamente las diversas sociedades obreras de Salamanca me han nombrado presidente honorario de ellas.

¿Cómo podía yo olvidar que mi verdadera carrera pública, social, la de apostolado, empezó de publicista socialista, de asiduo colaborador de La Lucha de Clases, de Bilbao, de que fui socio fundador? ¿Cómo podía olvidar que, aunque distanciado de esa brava conciencia socialista del pueblo, por nuestras sendas maneras de encarar el final destino humano y el pavoroso problema de ultratumba -que para ellos parece no existir-, por lo que hace a la vida en esta santa madre Tierra, mis aspiraciones se funden con las suyas? ¡Pero es muy grave que un rector sea socialista! ¡Si fuese beocio o filisteo...! ¡Y lo más grave es que un rector sea intelectual! ¡Mi sucesor nos llamó intelectuales con desdén! ¡En un claustro universitario, señores, empleando la noble palabra intelectual en el sentido que toma en la boca de los bárbaros ignorantes que se crían junto al peor arroyo! ¡Hasta eso hemos llegado!

Creíame obligado por el cargo a un apostolado moral. Sentíame como un padre mayor de los estudiantes, celoso de que en la ciudad en que vivían no respirasen una atmósfera espiritual viciada. Tenía, además, con ellos, un lazo de sangre. Anduve entre balas cuando me mataron a dos pobrecitos estudiantes. Llevé en un leve destrozo de mi traje huellas de la pedrea. Y jamás olvidaré la noche, memorabilísima para mí, en que respondiendo a una invitación de la sociedad de dependientes de comercio, fui a inaugurar su constitución, tronando, lleno el pecho de amargura, contra las miserias mentales y morales que infestaban aquella, como las demás ciudades españolas. Me dolía muy dentro, me dolía ver a mis estudiantes formándose en un ambiente de cobardía y pordiosería y penuria de ideales; dolíame verlos llegar a tristes ignominias por obra de los garitos. Y fulminé contra ese estúpido vicio del juego, amodorrador de las inteligencias. ¡Acción bien poco gubernamental, lo sé! ¡Una autoridad, siquiera académica, denunciando indiscretamente en público, y con acento de indignación, el juego! ¡Nada gubernamental, sin duda! Porque de los subsidios de ese vicio se saca para recompensar a los funcionarios gubernativos a quienes no puede pagar lo debido el Estado o para otros menesteres, y además las asociaciones de juego son una fuerza electoral y las protegen los caciques.

Un acto muy poco gubernamental ese, y otros como él, un acto indiscreto. Y es que la indiscreción fue siempre mi flaco. Me ha faltado siempre la debida prudencia, y eso que suelo a las veces -¡petulante presunción pura!- envanecerme de mi zorrería. ¿No es indiscreto, decidme, no es imprudente lo que estoy haciendo aquí esta tarde? Un político lo creerá así, y me dirá que con ello me cierro yo no sé qué caminos de no sé qué satisfacciones. Pero me abro el camino de mi libertad, que es el camino de la libertad de todos.

Sí; creí siempre que nuestra Universidad tiene sobre sí el deber de un apostolado moral e intelectual, y no entendí nunca, como mi sucesor entiende, que el rector no es sino un criado del ministro. Y temblé de tristeza y de vergüenza al ver la horrible modorra en que sestean, rumiando su amargo y seco pasto -¡pura paja fermentada!- nuestras universidades tibetanas. ¿No os deprime el ánimo el ver que cuando todo el mundo culto se conmueve por algún hecho que marca hito en la historia del espíritu -un nuevo descubrimiento, una discusión de hondos problemas, un centenario, una conmemoración, una protesta del mundo culto contra algún acto de barbarie-, permanecen ciegas, sordas y mudas nuestras universidades tibetanas? Como un ejemplo, os diré que en España solo los estudiantes de la de Valencia celebraron el centenario de Darwin con una fiesta a que me llamaron a presidir. ¿Existe acaso Europa, el mundo, para nuestra Universidad? ¡No! Y así tampoco existe nuestra Universidad para Europa. Ni para España. Ni para sí misma. No existe.

¿Cuál es, en general, la acción de nuestros profesores hacia fuera? ¿Es que creen que con dar su cátedra cumplen? Es, en parte, por holgazanería; es por ineptitud tal vez; mas es, sobre todo, por una grotesca vanidad. El catedrático no quiere ser discutido. La excelsitud de la función docente padece. No puede exponerse a que su prestigio sea analizado en la calle. Y yo aspiré siempre, he aspirado siempre, a que se nos discuta. ¡Ay, si no se nos discute!

Y aspiré, dentro de los limitados, de los limitadísimos medios que la tutela gubernamental me permitía, luchando a las veces contra los solapados obstáculos que ella pone, bordeando el escándalo de los fariseos y escribas, que constituyen, por lo general, la casta gobernante, aspiré a preparar siquiera una Universidad digna de un Estado docente, de un verdadero Estado, porque si este no enseña y enseña con desinterés y nobleza, no es Estado, tal como yo lo entiendo, como la conciencia jurídica de la patria.

¡Estado docente, sí! Y acaso intentando enseñar, y claro está, para poder enseñar, aprender; intentando aprender para enseñar, es como se ha de hacer entre nosotros, y para España, el Estado. La política ha de ser, ante todo y sobre todo, pedagogía, demagogia más bien, aunque esta voz haya sido injustamente mancillada. Mas las desgraciadas banderías electoreras que nos desgobiernan carecen de política pedagógica o de pedagogía política, es decir, carecen de política por carecer de ideales a falta de ideas. Y el que carece de ideas, de verdaderas ideas, generales, centrales, normales, contrastadas por la razón, carece de dignidad y de conciencia. Ningún hombre que sin esas ideas se lance a querer dirigir y gobernar a sus compatriotas, puede ser moral. El beocio es un criminal. La más profunda inmoralidad de un político estriba en carecer de ideas, en no tener un concepto normativo y claro de lo que ha de ser el Estado, y de su finalidad y destino. Para un político llega a ser mucho más inmoral que robar del tesoro público, supeditarlo todo a allegar votos, a lograr el poder o la jefatura -¡y a las veces, por qué medios!-, como lo que degrada moralmente, lo que envilece a concejales, diputados provinciales y a Cortes, senadores y funcionarios públicos; lo que les hace abyectos y miserables es no pensar en otra cosa que en la reelección o en sostenerse en sus puestos o en volver a ellos, sea como fuere. Eso es vender el alma a un poder más tenebroso que el mismísimo Demonio. Mejor que eso... ¡robar! ¡Antes robar que caer en esa pordiosería!

Y el hombre que como político se sirva de ciertos recursos y estratagemas, y nefandos contubernios, y lo supedite todo al logro de personalísimas y egoístas ambiciones, y comente lo que de la política no tiene entrañas, o diga -y a algún amigo mío se lo han dicho- que eso de las ideas es como el lastre, y hay que irlas echando para subir, o aquello de: «¡yo no le pregunto a usted cómo piensa, lo que yo quiero es amigos!» el que así obre y así se exprese -dejémonos de esa repugnante distinción entre el hombre político y el privado-, ¡no es persona honrada, no es persona honrada, no es persona honrada! El hombre no es otra cosa que el ciudadano. La razón, que es social, es política, es civil, y quien tenga viciada la razón política, es decir, la razón práctica, la verdadera razón práctica -que es siempre, lo repito, política o civil-, tiene corrompida hasta el cogollo el alma.

Y esto, que he dicho cien veces, siquiera en tesis general y sin concretarlo, desde encima de las nubes, ¿creéis que pueden perdonármelo los políticos profesionales, viles y abyectos ciudadanos que venden, no las ideas, que no las tienen, sino lo que en ellos hace a las veces, las veces del alma, al logro del poder, los que solo sueñan en la reelección o la reposición y desprecian al que estiman caído, porque perdió el favor del que distribuye las mercedes, o acaso del que modera los poderes?

Siempre me preocupó la falta de Estado. Y no hay Estado porque no hay democracia. Sin democracia no cabe Estado digno de ese nombre. Y no hay democracia donde no hay conciencia pública, ni hay conciencia pública donde no hay ideas. ¿Cómo, si no, a través de ideas, de ideas generales, racionales, no de expedientes políticos, puede un pueblo conocer y sentir sus males? Al que no piensa ni le duele. Solo nos duele España, nos duele de veras, a los que la pensamos. Y el pueblo no se revuelve contra sus males, porque no le duelen, y no le duelen, porque no le hemos enseñado a pensar en ellos.

Y yo, respetando las inevitables diferencias entre las diversas opiniones humanas, y deseando que su lucha y mutuo contraste vivificara a la vieja Universidad a que he regido durante catorce años, me esforcé por sacarla, en una u otra forma, de su modorra faquiresca. ¿Lo conseguí, siquiera en parte, y por mínima que esta fuese? Eso otros, no yo, han de decirlo.

Ved, pues, mis culpas; ved, sobre todo, la culpa mayor de este exrector estatista y acaso, a las veces, rayano en ordenancista. ¡Como que la primera hoja de parra de que se ha servido el triquiñuelista picapleitos, que inventa nuevas asignaturas para nuevas credenciales, para encubrir las vergüenzas de haberme echado de mi cargo, como se le echa de un puntapié a un perro importuno, fue el que yo, no abogado, defendí al saberla, y di por buena, la aplicación estricta y a la letra que por la Secretaría de la Universidad de mi cargo se hizo de un real decreto clarísimo en su articulado! Pero la desdicha, la verdadera desdicha de mi gestión, consistió en no considerar a los catedráticos como electores, sino como maestros; en preocuparme de que cumplieran con su deber -al que rarísima vez, ¡y tan rara!, justo es decirlo, faltan allí, en aquella mal conocida Universidad, la más disciplinada y laboriosa de las de España-, y en cuidarme de nuestra dignidad.

Al volver de un reciente viaje a la ciudad de Salamanca el actual director general de Primera Enseñanza, y de una oficina o negociado de chismes y comadrerías, dícenme que dijo que volvía de visitar mis ruinas. ¡Mis ruinas! Aquí las tenéis; lo que os he expuesto es la sombra de las ruinas de un impenitente fiel del Estado... futuro, de ese Estado español, conciencia jurídica y pedagógica de la patria que está aún, a falta de ideas, por nacer. Mas las ruinas aún pueden albergar a alguien; hacen nido en ella los pájaros, y crecen, a su arrimo, yedra y madreselva, y florecen las ruinas. Lo que no florece es el desierto pétreo, ni en un negociado de Dirección General. Y si lo que acabo de deciros os moviese a trabajar conmigo porque ese Estado surja de un demo construido con ideas, no habrá sido mi labor de esta tarde perdida. Y os lo repito, al dragón que se revuelve y revuelca en fango, no puede combatírsele desde encima de las nubes.

Y nosotros, los motejados de idealistas y de intelectuales; nosotros, los despreciados por los practicones y empíricos del profesionalismo político, por los beocios y filisteos, por los aventureros que dicen que tienen que vivir su vida, por los adoradores del Dragón del ciénago, nosotros, tenemos que bajar de sobre las nubes, de la región clara de la luz desnuda, y venir a pelear entre grasas tinieblas acaso. Y para esa obra de higiene moral, de instauración de la dignidad, de poner a la santa Idea en el trono que se le debe, para esa obra de política, contad con esta ruina de un rector que fue enamorado del futuro Estado, y no Imperio español. Imperio... ¡jamás! ¡Un demo con alma de idea! Y ahora que liberté del todo mi conciencia, tomad para España una conciencia libre con hambre y sed de ideas eternas, ¡que son la justicia!

Y si queremos levantar la vista de las tristes miserias que os he mostrado, ¿a dónde hemos de alzarla sino a esa guerra noblemente trágica, solemnemente transcendental, que hoy arde ante el altar de la cultura en lo más íntimo de Europa? Ella ha servido para que se trame aquí una tregua política, so capa de la cual ejercen sus hazañas picarescas los aprovechados, y casi se suspenda la acción civil pública. Pero ella traerá, estad seguros, una sacudida espiritual, no solo a los pueblos beligerantes, sino a los al parecer neutros, a nuestra pobre España entre ellos. Ya ha empezado por revolver aquí el poso de nuestras pasiones políticas menos mezquinas e innobles, nuestros sendos fanatismos, y por dividirnos, en lo que a su juicio hace, en algo que no son los miserables partidos parlamentarios personales y electoreros. Y si, como es de esperar y de desear, triunfa en ella la democracia de la justicia sobre el imperio de la fuerza, o perecemos como nación -como pueblo con misión en la historia de la humanidad-, o habremos de construir el Estado a base de pedagogía libre, libre de la mala educación de nuestra pseudopolítica cabileña, y sobre el demo, sobre el pueblo con alma de ideas, y no solo con pan negro, y toros, y catecismo y diputados. Mas para ello, otra vez más os lo repito, ¡hay que bajar, con égida de armiño, a la ciénaga del Dragón!





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