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ArribaAbajoCapítulo II

Apenas fue expedida la carta cuando estuvo de regreso Lotario. Todos celebraban poder ver pronto arreglados y concluidos los importantes asuntos dispuestos, y Guillermo esperaba con ansiedad cómo se volverían a anudar en parte, y en parte serían cortados, tantos hilos de los que debían determinar su propia situación en lo porvenir. Lotario los saludó a todos del mejor modo; estaba completamente restablecido y alegre; tenía el aspecto de un hombre que sabe lo que debe realizar y a quien nada se opone en el camino de todo lo que quiere hacer.

Guillermo no pudo corresponder a su cordial saludo.

-Este es el amigo, el amado, el novio de Teresa, en cuyo puesto quieres tú suplantarlo -tuvo que decirse a sí mismo-. ¿Crees tú, pues, que nunca podrás extinguir o borrar la impresión que él ha dejado?

Si la carta no hubiera sido todavía enviada, acaso no se habría atrevido a remitirla. Pero, felizmente, el dado estaba ya echado; acaso Teresa estaba ya decidida, y sólo la distancia, con sus velos, cubría todavía una feliz terminación. Ganancia o pérdida, habían de resolverse prontamente. Trató de tranquilizarse mediante todas estas consideraciones, y, no obstante, los movimientos de su corazón eran casi febriles. Sólo podía conceder una escasa atención al importante asunto de que en cierto modo dependía el destino de toda su fortuna. ¡Ay, en momentos apasionados, qué insignificante le parece al ser humano todo lo que le rodea, todo lo que le pertenece!

Por dicha suya, Lotario trató en grande el asunto y Werner con facilidad. En su violento afán de ganancias, éste experimentaba una viva alegría por la adquisición de la hermosa propiedad que debía ser suya, o, más bien, de su amigo. Lotario, por su parte, parecía hacerse muy otras consideraciones.

-No me alegro tanto de la posesión -dijo- como de su legitimidad.

-¡Cómo! ¡En nombre del cielo! -exclamó Werner-. Esta propiedad nuestra, ¿no será bastante legítima?

-No del todo -respondió Lotario.

-¿No damos por ella nuestro buen dinero?

-Exacto -dijo Lotario-; y por ello acaso considere usted como vano escrúpulo lo que tengo que recordarle. A mí no me parece del todo legítima, del todo pura, ninguna propiedad que no contribuye a pagar al Estado su parte de deuda.

-¿Qué dice usted? -exclamó Werner-. ¿Preferiría usted, por tanto, que nuestras tierras, compradas como libres, estuvieran sometidas a impuestos?

-Sí, en cierto grado -respondió Lotario-; pues únicamente de esta igualdad con todas las restantes posesiones se origina la seguridad de la propiedad. En los tiempos nuevos, en que tantos conceptos tienen que vacilar, ¿dónde tiene el principal motivo el labrador para considerar la propiedad de la nobleza como menos fundamentada que la suya? Sólo en que aquélla no está gravada y ésta lo está.

-¿Pero qué ocurrirá entonces con las rentas de nuestro capital? -repuso Werner.

-Nada malo -dijo Lotario-, si el Estado, a cambio de un impuesto regular y equitativo, nos dispensa de nimiedades feudales y nos permite disponer a nuestro antojo de nuestros dominios de modo que no tengamos que agruparlos en tan grandes masas, y podamos repartirlos por igual entre nuestros hijos para asegurar a todos una viva y libre actividad, en lugar de legarles privilegios, restrictivos y restringidos, para disfrutar de los cuales siempre tenemos que evocar el espíritu de nuestros antepasados. ¡Cuánto más felices serían hombres y mujeres si miraran a su alrededor con libres ojos, y si, con su elección, sin otras consideraciones, pudieran elevar hasta su altura, ya a una digna muchacha, ya a un excelente mancebo! El Estado tendría más ciudadanos, y acaso mejores, y no carecería con tanta frecuencia de cabezas y manos.

-Puedo asegurarle -dijo Werner- que en mi vida entera jamás pensé en el Estado; sólo he pagado mis contribuciones, aduanas y derechos de escolta porque es así costumbre.

-Pues bien -dijo Lotario-; todavía espero hacer de usted un buen patriota; pues lo mismo que a la mesa un buen padre sirve siempre a sus hijos antes que a sí, igual ocurre con un buen ciudadano, el cual, antes de todos los otros gastos, pone aparte lo que tiene que tributar al Estado.

Estas consideraciones generales no paralizaban la marcha de sus asuntos particulares, sino que más bien la aceleraban. Cuando estuvieron ya casi terminados, díjole Lotario a Guillermo:

-Tengo que enviarle a usted ahora a un lugar donde es más necesario que aquí: mi hermana le suplica que vaya junto a ella tan pronto como le sea posible; la pobre Mignon parece consumirse y se cree que quizá su presencia pueda todavía detener el mal. Mi hermana me ha enviado además esta esquela por la que puede ver usted cuánto le interesa el asunto.

Lotario le tendió un papel. Guillermo, que ya lo había escuchado con la mayor confusión, reconoció al instante en aquellos fugitivos trazos de lápiz la letra de la condesa y no supo lo que debía responder.

-Lleve usted consigo a Félix -dijo Lotario-, a fin de que los niños se diviertan mutuamente. Tendrá usted que salir mañana temprano; el coche de mi hermana, en el que han venido mis servidores, está aquí todavía; le daré a usted caballos hasta mitad de camino; después tómelos usted en la posta. Adiós, y dé usted muchos saludos de mi parte. Dígale a mi hermana que pronto volveré a verla, y que, en todo caso, debe prepararse para recibir algunos huéspedes. El amigo de nuestro tío abuelo, el marchese Cipriani, está en camino para venir a nuestro país; aún espera encontrar con vida al anciano y deberían divertirse juntos con el recuerdo de sus antiguas relaciones y gozar de su común afición al arte. El marqués es mucho más joven que mi tío y le debe la mejor parte de su educación; tenemos ahora que emplear todas nuestras fuerzas para llenar hasta cierto punto el vacío que habrá de encontrar, y sólo podremos conseguirlo del mejor modo apelando al recurso de reunir en torno suyo una gran sociedad.

Después de ello, Lotario se retiró a su habitación con el abate. Yarno se había marchado ya antes a caballo: Guillermo corrió a su cuarto; no tenía nadie a quien confiarse, nadie a quien hubiera podido dirigirse antes de dar un paso que le producía tanto temor. Entró el joven sirviente y solicitó permiso para hacer el equipaje porque querían cargar el coche aquella noche misma para ponerse en camino al romper el alba. Guillermo no sabía lo que resolver; por fin se dijo:

-Debes comenzar por salir de esta casa; ya deliberarás por el camino sobre lo que hay que hacer, y, en todo caso, te quedarás, o puedes quedarte, a mitad de camino, envías desde allí un mensajero, escribes lo que no te atreves a decir y ocurra después lo que quiera.

A pesar de esta resolución, pasó en vela la noche; sólo el contemplar a Félix, tan bellamente dormido, le dio algunos ánimos.

-¡Oh! -exclamó-. ¡Quién sabe qué pruebas me esperan todavía; quién sabe cuánto me atormentarán aún las faltas cometidas; cuántas veces habrán de salirme mal planes de porvenir buenos y sabios! Pero ¡consérvame este tesoro que por fin poseo, destino piadoso o despiadado! Si fuera posible que esta mejor parte de mí mismo fuera destruida antes de serlo yo, que este corazón de mi corazón me fuera arrebatado, entonces, adiós razón y prudencia, adiós cuidado y cautela, adiós instinto de conservación. Perdería todo lo que nos diferencia de los animales, y si no es permitido terminar voluntariamente nuestros tristes días, que una pronta locura me arrebate la conciencia, antes de que la muerte, que la destruye para siempre, traiga su larga noche.

Guillermo cogió al niño en sus brazos, lo besó, lo estrechó contra sí y vertió sobre él abundantes lágrimas. Despertose el niño. Sus serenos ojos, su apacible mirada conmovieron al padre hasta lo más hondo.

-Qué escena me espera -exclamó- si tengo que presentarte a la hermosa y desdichada condesa; si debe estrecharte ella contra su pecho, tan profundamente herido por tu padre. ¿No tengo que temer que te rechace de su lado con un grito, tan pronto como tu contacto renueve su dolor real e imaginario?

El cochero no le dejó tiempo para seguir reflexionando o eligiendo; obligole a montar en el coche antes del día. Envolvió bien en una capa a su Félix; la mañana era fría, pero alegre; el niño vio, por primera vez en su vida, la salida del sol. Su asombro ante los primeros arreboles de la mañana, ante la creciente fuerza de la luz; su alegría y sus singulares observaciones encantaron al padre y le permitieron lanzar una mirada dentro de aquel corazón, en cuya presencia el sol se elevaba y se cernía como sobre un puro y tranquilo lago.

En una pequeña ciudad, el cochero desenganchó los caballos y regresó con ellos. Guillermo tomó al punto habitación en la posada y se preguntó si debía permanecer allí o seguir adelante. En esta indecisión, osó volver a sacar la esquelita que hasta entonces aún no se había atrevido a contemplar. Contenía las siguientes palabras: «Envíame pronto a tu joven amigo; más bien ha empeorado Mignon en estos dos últimos días. Por triste que sea la ocasión, me alegraré de conocerlo».

Estas últimas palabras no las había visto Guillermo a la primera ojeada. Espantose de ellas y al instante resolvió que no quería ir adelante.

-¿Cómo? -exclamó-. Lotario, que conoce la situación, ¿no le ha descubierto quién soy yo? No es que espere, con ánimo tranquilo, a un conocido a quien preferiría no volver a ver; aguarda a un extraño y me presentaré yo en su lugar. La veo retroceder espantada, la veo ruborizarse. No; me es imposible afrontar tal escena.

Acababan precisamente de sacar los caballos y de engancharlos; Guillermo estaba decidido a descargar sus equipajes y a quedarse allí. Hallábase en la mayor agitación. Al oír a una moza que subía la escalera para decirle que todo estaba dispuesto, buscó rápidamente una causa que la obligara a quedarse y sus miradas se posaron distraídamente en la esquela que tenía en la mano.

-¡Cielo santo! ¿Qué es esto? -exclamó-. ¡Esta no es la letra de la condesa! ¡Es la letra de la amazona!

Entró la moza, rogole que bajara y llevó a Félix consigo.

-¿Es esto posible? -exclamó Guillermo-. ¿Es verdad esto? ¿Qué debo hacer? ¿Quedarme y esperar las explicaciones, o correr, correr cuanto pueda y precipitarme hacia un desenlace? Te encuentras en camino para ir a su lado, y ¿puedes vacilar? Debes verla esta noche y ¿quieres encerrarte voluntariamente en esta prisión? ¡Es su letra, sí, lo es! Esta mano te llama; su coche está enganchado para conducirte a ella; ahora se resuelve el enigma. Lotario tiene dos hermanas. Sabe mis relaciones con la una; es desconocido para él de cuánto soy deudor a la otra. Tampoco ella sabe que el vagabundo herido que la debe, si no su vida, por lo menos la salud, ha sido admitido bondadosamente en casa de su hermano y de modo tan inmerecido.

Félix, que se balanceaba abajo en el coche, exclamó:

-¡Ven ven, padre! Mira las hermosas nubes, los bellos colores.

-Sí, ya voy -exclamó Guillermo, bajando a saltos la escalera-; y todas las maravillas del cielo que tú, buen niño, todavía admiras tanto, no son nada al lado del espectáculo que yo espero.

Sentándose en el coche, evocó en su memoria todas las circunstancias.

-Por tanto, ésta es también la Natalia amiga de Teresa. ¡Qué descubrimiento! ¡Qué esperanza y qué perspectiva! ¡Qué extraño que el temor de oír hablar de una hermana haya podido ocultarme por completo la existencia de la otra!

Con qué alegría miró a su Félix; esperaba la mejor acogida tanto para el niño como para sí.

Acercábase la noche, el sol se había puesto, el camino no era de los mejores, el postillón avanzaba lentamente. Félix se había dormido y nuevas dudas y cuidados se suscitaron en el pecho de nuestro amigo.

-¿Qué locuras, qué ilusiones te han dominado? -se dijo-. Una incierta semejanza de la letra te tranquiliza de repente y te da ocasión para imaginar la fábula más maravillosa.

Volvió a sacar la esquela y a la menguante luz del día creyó volver a reconocer la escritura de la condesa; sus ojos no podían ya encontrar en detalle lo que su corazón le había revelado de repente ante el conjunto.

-Por tanto, estos caballos te llevan hacia una escena espantosa. ¿Quién sabe si dentro de pocas horas no volverán a traerte de nuevo? Y ¡aún menos mal si la encontraras sola!; pero acaso esté presente el marido, acaso lo esté la baronesa. ¡Qué cambiada la encontraré! ¿Podré sostenerme en pie ante ella?

Sólo una débil esperanza de ir al encuentro de su amazona podía aún brillar a veces en medio de sus sombrías imaginaciones. Había anochecido; el coche hizo ruido al rodar sobre el pavimento de un patio y se detuvo; un criado con un gran cirio salió de un magnífico portal y descendió la ancha escalinata hasta el coche.

-Hace ya mucho que se le espera -dijo al abrir el cuero de la portezuela.

Guillermo, después de haberse apeado, cogió en brazos al dormido Félix, y el primer sirviente gritole a un segundo, que se hallaba con una luz a la puerta:

-Conduce al punto al señor junto a la baronesa.

Como un relámpago surcó este pensamiento por el alma de Guillermo:

-¡Qué dicha! Ya intencionadamente o ya por casualidad, hállase aquí la baronesa. La veré a ella primero. Probablemente duerme ya la condesa. ¡Socorredme, espíritus benévolos, para que pase de modo tolerable estos instantes de gran confusión!

Penetró en la casa y se encontró, a su parecer, en el lugar más severo y santo que jamás hubiera pisado. Una deslumbradora lámpara colgante iluminaba una ancha y suave escalera que se tendía ante él, y que, en lo alto, se dividía en dos brazos. Estatuas y bustos de mármol hallábanse colocados en pedestales y nichos; algunos le parecieron conocidos. Las impresiones de la niñez no se extinguen ni aun en sus más pequeños detalles. Reconoció una musa que había pertenecido a su abuelo, cierto que no por su figura ni por su mérito, sino por un brazo restaurado y ciertos trozos añadidos en el ropaje. Era como si viviera en una fábula. El niño le pesaba; ronceó en los escalones y se arrodilló como si quisiera colocarlo de modo más cómodo, pero en realidad era que necesitaba de un instante para reponer su ánimo. Apenas pudo volver a levantarse. El criado, que le alumbraba, quiso cogerle al niño, pero Guillermo no fue capaz de apartarlo de sí. Después entró en la antesala, y, con asombro cada vez mayor, descubrió en la pared el tan conocido cuadro del príncipe enfermo. Apenas había tenido tiempo para lanzarle una mirada, cuando el criado le obligó a cruzar por algunas habitaciones y lo llevó a un gabinete. Allí, tras de una pantalla que le hacía sombra, estaba sentada y leyendo una dama.

-¡Oh, si fuera ella! -díjose Guillermo en aquel momento decisivo.

Puso en pie al niño, que parecía despertar, y quiso acercarse a la dama, pero el niño se cayó al suelo borracho de sueño y la dama se alzó y vino a su encuentro. ¡Era la amazona! No pudo mantenerse en pie Guillermo, postrose de hinojos y exclamó:

-¡Es ella! -cogiéndole la mano y besándosela con indecible encanto.

El niño estaba tendido sobre la alfombra entre ambos y dormía dulcemente.

Félix fue llevado al canapé; Natalia se sentó a su lado; díjole a Guillermo que ocupara un asiento que estaba allí vecino. Ofreciole algunos refrigerios, que él rechazó, ocupándose solamente en asegurarse de que era ella y en volver a contemplar detenidamente los rasgos de su semblante a la sombra de la pantalla y acabar de reconocerla por completo. Hablole ella, en general, de la enfermedad de Mignon, diciéndole que la niña iba, lentamente, siendo consumida por algunos sentimientos profundos; los cuales, al reprimirlos, dada su gran excitabilidad, hacían que su pobre corazón padeciera con frecuencia violentas y peligrosas convulsiones; que, algunas veces, aquel primer órgano vital se detenía de repente, por desconocidos movimientos del ánimo, y que no se podía advertir en el pecho de la buena niña ni la menor huella de un saludable latido vital; al pasar aquel congojoso desmayo, la vuelta de las fuerzas de la naturaleza exteriorizábase por medio de violentas pulsaciones que atormentaban por su exceso a la niña como antes había sufrido por su falta.

Acordose Guillermo de una escena análoga de convulsiones y Natalia se remitió a las palabras del médico, que hablaría más con él acerca del asunto y le expondría circunstanciadamente por qué se había hecho llamar al amigo y bienhechor de la niña.

-Encontrará usted en ella un extraño cambio -prosiguió diciendo Natalia-; ahora lleva traje de mujer, hacia el cual parece haber sentido tan gran horror en otro tiempo.

-¿Cómo logró usted eso? -dijo Guillermo.

-Si fuera una cosa deseable, sólo se la deberíamos a la casualidad. Oiga usted lo que ha ocurrido: Acaso sepa usted ya que siempre tengo a mi alrededor cierto número de muchachas cuyos ánimos trato de formar para lo bueno y lo justo mientras crecen a mi lado. De mi boca no oyen nada sino lo que yo misma tengo por verdadero, pero no puedo ni quiero impedir que aprendan también diversas cosas de otras personas, que, aunque sean errores y prejuicios, gozan de curso y crédito en el mundo. Si me preguntan sobre tales cuestiones, siempre procuro, en cuanto sea posible, relacionar aquellas ideas, extrañas y falsas, con alguna justa, para de este modo hacerlas, si no útiles, por lo menos indiferentes. Hace ya algún tiempo que mis muchachas habían oído decir a los chicos de la aldea que los ángeles, el siervo Ruprecht y el Niño Jesús se presentaban en persona, en ciertos momentos, y traían regalos a los niños buenos y castigaban a los malos. Sospechaban que debían ser personas disfrazadas, idea que fortalecí en ellas, y sin meterme en muchas explicaciones, me propuse, en la ocasión primera, proporcionarles tal espectáculo. Ocurrió precisamente que se acercaba el cumpleaños de dos hermanas mellizas que siempre se habían conducido muy bien; prometí que aquella vez un ángel les traería un pequeño obsequio, cosa que tan bien merecida tenían. Estaban muy intrigadas con tal aparición. Había escogido a Mignon para representar aquel papel, y, en el día debido, fue dignamente vestida con una túnica larga, ligera y blanca No faltaba un dorado cinturón alrededor de su pecho ni una diadema análoga en los cabellos. Al principio quise prescindir de las alas; pero insistieron las doncellas que la vestían en ponerle un par de alas grandes, doradas, en las que querían mostrar toda su habilidad. Presentose, pues, de este modo esta maravillosa aparición en medio de las muchachas con una azucena en una mano y una cestita en la otra, y me sorprendió hasta a mí misma. «¡Ahí viene el ángel!» -les dije. Todas las niñas se hicieron atrás; por fin exclamaron: «¡Es Mignon!»; y, no obstante, no se atrevían a acercarse a la maravillosa figura. «Aquí están vuestros presentes» -dijo ella, tendiéndoles la canastilla. Reuniéronse a su alrededor, la observaban, la tocaban, la interrogaban. «¿Eres un ángel?» -preguntole una niña. «Quisiera serlo» -respondió Mignon. «¿Por qué llevas una azucena?» «¡Oh, si mi corazón fuera tan abierto y puro como ella, entonces sería dichosa!» «¿Cómo están hechas tus alas? Déjanos verlas». «Representan unas más hermosas todavía que aún no están desplegadas». Y de este modo respondía significativamente a las más inocentes y frívolas cuestiones. Cuando estuvo satisfecha la curiosidad de la reunión y comenzaba a debilitarse el efecto de aquella aparición quisieron volver a desnudarla. Ella no lo consintió, cogió su cítara, sentose aquí, en lo alto de esta mesa de escribir, y cantó una canción, con increíble suavidad.

Dejad que lo parezca hasta que lo sea; no me quitéis las blancas vestiduras. Huyo de la hermosa tierra y desciendo hacia aquella firme morada.

Descanso allí por breve tiempo; luego vuelven a abrirse mis renovadas pupilas, abandono entonces los puros velos, el cinturón y la guirnalda.

Y aquellas figuras celestiales no preguntan si soy hombre o mujer, y ningún vestido, ningún pliegue envuelve el cuerpo glorioso.

Cierto que viví sin cuidados ni trabajos, mas sentí dolores harto profundos; de pura pena envejecí temprano: haced que para siempre vuelva otra vez a ser joven.

-Resolvime en seguida -prosiguió Natalia- a dejarle el vestido y a proporcionarle además otros análogos con los que anda ahora, y, según me parece, imprimen a su ser una expresión muy diferente.

Como ya era tarde, Natalia despidió al recién llegado, que no se apartó de ella sin alguna perplejidad.

-¿Está casada o no? -pensaba entre sí mismo.

Cada vez que oía algún movimiento había temido que se abriera la puerta y entrara el marido. El sirviente que lo llevó a su habitación alejose con demasiada rapidez para que hubiera él podido tener la presencia de ánimo suficiente para preguntarle por aquella cuestión. La inquietud túvolo aún en vela durante cierto tiempo y se ocupó en comparar la imagen de la amazona con la de su nueva amiga presente. Todavía no coincidían una con otra; la primera, en cierto modo, había sido creada por él y ésta casi parecía querer transformarla.




ArribaAbajoCapítulo III

A la otra mañana, cuando todo estaba todavía silencioso y tranquilo, salió de su cuarto para examinar la casa. Era la edificación más pura, hermosa y noble que había visto jamás.

-Ocurre con el arte verdadero como con la buena sociedad -exclamó-; del modo más agradable nos obliga a reconocer el canon según el cual y por el cual nuestro ser interior fue formado.

Indeciblemente agradable fue la impresión que sobre él hicieron las estatuas y bustos de su abuelo. Lleno de ansiedad se dirigió rápidamente hacia la imagen del príncipe enfermo y siempre la encontró encantadora y emocionante. El criado le abrió otras diversas salas; encontró una biblioteca, una colección de historia natural, un gabinete de física. Sentíase muy ajeno a todos aquellos objetos. Mientras tanto, Félix se había despertado y corría tras él; preocupábale a Guillermo el pensamiento de cómo y cuándo recibiría carta de Teresa; temía el encuentro con Mignon y hasta cierto punto el de Natalia. ¡Qué distinta era su situación presente de la del momento en que había cerrado la carta de Teresa, y, con alegre ánimo, se había consagrado por completo a aquel noble ser!

Natalia hízole llamar para el almuerzo. Entró en una habitación, en la que diversas mozuelas, limpiamente vestidas, y todas, según parecía, de menos de diez años, ponían la mesa, mientras una persona de más edad traía diversas clases de manjares y bebidas.

Guillermo contempló atentamente un retrato que pendía sobre el canapé, y tuvo que reconocerlo como un retrato de Natalia, por muy poco que le satisfaciera. Acercose Natalia, y el parecido semejó desaparecer por completo.

Felizmente, la imagen tenía una cruz de canonesa sobre el pecho y otra igual se veía en el de Natalia.

-He contemplado este retrato -díjole Guillermo-, y me asombro de que un pintor pueda ser al mismo tiempo tan verdadero y tan falso. El retrato, en general, se le parece a usted mucho, y, no obstante, no son ni sus rasgos ni su expresión.

-Más bien hay que asombrarse -repuso Natalia- de que tenga tanta semejanza, pues no es retrato mío; es el retrato de una tía mía a quien ya me parecía, siendo ella de edad, cuando era yo una niña. Fue pintado, aproximadamente, cuando tenía mis años actuales, y en el primer momento todos creen verme a mí. Hubiera usted debido conocer a esta excelente persona. Le debo muchas cosas. Una salud muy débil, acaso demasiada inclinación a concentrarse en sí misma, y junto con ello, preocupaciones morales y religiosas, no le permitieron ser para el mundo lo que hubiera podido ser en otras circunstancias. Era una luz que sólo resplandecía para unos pocos amigos y para mí.

-¿Sería posible -repuso Guillermo después de haber reflexionado un momento, pareciendo hacerse cargo de pronto del concurso de tan diversas circunstancias-, sería posible que fuera tía suya aquella hermosa alma egregia, cuyas pacíficas confesiones también a mí me fueron comunicadas?

-¿Ha leído usted el cuaderno? -preguntó Natalia.

-Sí -repuso Guillermo-, con el mayor interés y no sin provecho para la totalidad de mi vida. Lo que más me sorprendió en ese escrito fue, por decirlo así, la pulcritud de existencia, no sólo suya, sino de todo lo que la rodeaba; aquella independencia de su carácter y la imposibilidad de admitir en sí cosa alguna que no estuviera en armonía con su ánimo noble y afectuoso.

-Pues es usted más equitativo -respondió Natalia-, y hasta debo decir que más justo, hacia aquel hermoso carácter que muchos otros a quienes también fue comunicado ese manuscrito. Todo hombre cultivado sabe cuánto tiene que luchar con ciertas rudezas en sí mismo y en los otros; cuánto le ha costado su educación, y cómo, sin embargo, en ciertos casos sólo piensan en sí mismo, olvidando lo que debe a los otros. Cuántas veces se reprocha al hombre bueno por no haber procedido con suficiente delicadeza, y, no obstante, cuando un hermoso carácter le inspira excesiva ternura, excesivos escrúpulos de conciencia y, hasta si se quiere, lo sobreeduca, ya no parece haber en el mundo ninguna indulgencia ni ninguna tolerancia para esta persona. Sin embargo, las gentes de esta especie son, fuera de nosotros, lo que son los ideales en nuestro interior: modelos, no para imitados, sino para que nos esforcemos por lograr nuestra perfección. Se ríe uno de la limpieza de las holandesas; pero ¿sería lo que es nuestra amiga Teresa si en su gobierno doméstico no flotara siempre ante su espíritu una idea semejante?

-Por tanto -exclamó Guillermo-, en la amiga de Teresa hallo ante mí a aquella Natalia tan cara al corazón de su valiosa pariente; a aquella Natalia que, desde su niñez, era tan compasiva, tan bondadosa y caritativa. Sólo en una familia como ésta podría haberse originado tal carácter. ¡Qué perspectivas se abren ante mí, ya que pude contemplar de una ojeada a sus antepasados y a todo el círculo a que usted pertenece!

-Sí -respondió Natalia-; en cierto sentido, no podría usted estar mejor informado de nuestra familia que por el relato de nuestra tía. Cierto que su cariño hacia mí le ha hecho hablar demasiado bien de aquella niña. Cuando se habla de un niño, nunca se expresa lo que realmente es, sino lo que de él se espera.

Guillermo había reflexionado rápidamente que también estaba enterado de la ascendencia y de la niñez de Lotario. La hermosa condesa presentósela como la niña que llevaba al cuello las perlas de su tía; también él había estado cerca de aquellas perlas cuando los tiernos labios amorosos de la dama se habían posado en los suyos; trató de alejar este hermoso recuerdo por medio de otros pensamientos. Pasó revista a los otros conocimientos de persona que lo había proporcionado aquel escrito.

-Por tanto -exclamó-, estoy en casa del venerable tío. No es una casa, es un templo, y usted es la digna sacerdotisa, y hasta, por decirlo así, el genio del lugar; en toda mi vida no olvidaré la impresión de ayer noche, cuando, al entrar, volvieron a alzarse ante mi vista las antiguas obras de arte de mi primera infancia. Me acordé de las compasivas estatuas de mármol de la canción de Mignon; pero estas figuras no tenían que dolerse de mi suerte; me contemplaban con la más alta gravedad y enlazaban directamente mi edad más temprana con el actual momento. Este antiguo tesoro de nuestra familia, esta fuente de placeres que llenó la vida de mi abuelo encontrábalo aquí, entre tantas otras nobles obras de arte, y yo, hecho por la Naturaleza para ser el favorito de aquel buen anciano, yo, aunque indigno, me encontraba también en medio de ellas. ¡Oh, Dios mío, y en qué relaciones y en qué sociedad!

Las niñas habían ido abandonando la estancia poco a poco para vacar a sus pequeñas ocupaciones. Guillermo, que había quedado solo con Natalia, tuvo que explicarle más claramente sus últimas palabras. El descubrimiento de que una valiosa parte de las obras de arte de la colección había pertenecido a su abuelo dio un tono muy alegre a su conversación. Lo mismo que Guillermo había entrado en relaciones con la familia a través de aquel manuscrito, volvía a encontrarse ahora, por decirlo así, con su herencia. Entonces deseó ver a Mignon; la amiga le rogó que tuviera aún paciencia hasta que regresara el médico, que había sido llamado a las cercanías. Puede pensarse fácilmente que era aquel mismo activo hombrecillo a quien ya conocemos, y que también es citado en las Confesiones de un alma hermosa.

-Ya que vengo a encontrarme en medio de aquel círculo familiar -prosiguió diciendo Guillermo-, el abate que menciona aquel escrito también será, sin duda, el hombre extraño e inexplicable a quien he vuelto a encontrar en casa de su hermano de usted, después de los más singulares acontecimientos. ¿Acaso podrá usted darme algunas explicaciones sobre su persona?

Respondió Natalia:

Habría mucho que decir acerca de él; de lo que estoy más al detalle enterada es de la influencia que tuvo en nuestra educación. Estuvo convencido, por lo menos durante algún tiempo, de que la educación tiene que fundarse en las tendencias naturales; no puedo decir lo que ahora piense. Afirmaba que, en el hombre, lo primero y lo último es la actividad, y que no se puede hacer nada sin tener disposición para ello, sin que el instinto nos impulse a realizarlo. Conviénese que se nace poeta -solía decir-; lo mismo hay que conceder para las restantes artes, porque es preciso reconocerlo así y porque esas obras de la naturaleza humana apenas pueden ser falsificadas; pero si se observa detenidamente, también habrá que reconocer como innata en nosotros hasta nuestra mínima capacidad, y que no hay capacidades indeterminadas. Sólo nuestra educación, equívoca y dispersa, hace indecisos a los hombres; despierta en ellos deseos en vez de suscitar impulsos, y en vez de ayudar a las disposiciones reales, dirige su aspiración hacia objetos que frecuentemente no concuerdan con el carácter natural de quien se esfuerza por alcanzarlos. Prefiero ver un niño o un joven que marchen equivocadamente por su propio camino, que otros que caminen rectamente por ajena vía. Cuando los primeros, ya por sí mismos o ya por indicaciones que se les hagan, encuentren el recto sendero que les ha designado su naturaleza, no lo abandonarán jamás, mientras que los otros están a cada momento en peligro de sacudir de sí un extraño yugo y entregarse a una ilimitada libertad.

-Es extraño -dijo Guillermo- que ese hombre importante se haya interesado también por mí, y, según me parece, si no me dirigió, con su modo de proceder, por lo menos me fortaleció durante algún tiempo en mis errores. Cómo podrá justificarse en lo futuro por haberse, en cierto modo, burlado de mí junto con otros varios, es problema cuya solución tengo que esperar con paciencia.

-En cuanto a mí -dijo Natalia-, no tengo que quejarme de su manía, si es tal, porque, entre todos mis hermanos, soy la que ha salido mejor librada. Tampoco veo cómo hubiera podido ser más bellamente educado mi hermano Lotario; sólo quizá hubiera debido ser tratada de otro modo mi buena hermana la condesa, y acaso hubiera podido infundirse en su carácter algo más de fortaleza y gravedad. No hay manera de imaginarse lo que será de mi hermano Federico; temo que va a ser la víctima de este ensayo pedagógico.

-¿Tiene usted otro hermano? -exclamó Guillermo.

-Sí -respondió Natalia-, y de un carácter muy divertido y ligero; y como no le han impedido correr mundo, no sé lo que llegará a ser de su persona frívola y traviesa. Hace mucho tiempo que no lo vi. Lo único que me tranquiliza es que el abate y, en general, la sociedad de mi hermano están siempre enterados de dónde se halla y lo que hace.

Guillermo estaba a punto, tanto de explorar las ideas de Natalia sobre aquellas paradojas, como de pedirle algunas explicaciones sobre la sociedad secreta, cuando entró el médico y, después de los primeros saludos, comenzó en seguida a hablar del estado de Mignon.

Natalia, que al instante cogió a Félix de la mano, dijo que quería llevárselo a Mignon para preparar a la niña a que volviera a ver a su amigo.

El médico se quedó entonces solo con Guillermo, y prosiguió hablando:

-Tengo que referirle extraños sucesos que usted apenas sospecha. Natalia nos deja lugar para que podamos hablar libremente de cosas que, aunque las haya sabido yo por ella misma, no podrían ser tratadas con tanta libertad en su presencia. El extraño carácter de la buena niña a quien nos referimos ahora consiste, casi únicamente, en una profunda nostalgia; el deseo de volver a ver su patria y su pasión por usted, amigo mío, constituyen, casi podría decirlo, lo único terrestre que hay en ella; ambas cosas actúan sobre ella desde una ilimitada lejanía, ambas son inalcanzables para esta alma selecta. Debe ser originaria de la región de Milán, y fue arrebatada a sus padres en niñez muy temprana por una compañía de saltimbanquis. No puede saberse de ella nada más detallado, ya porque era demasiado joven para poder indicar con precisión su nombre de familia y el lugar de su nacimiento, y ya, en especial, porque hizo juramento de no indicar con claridad a ningún viviente ni su ascendencia ni morada; pues precisamente aquellas gentes que la encontraron perdida, y a las que descubrió su mansión con el insistente ruego de que la condujeran a ella, con tanta mayor diligencia se la llevaron consigo, y por la noche, en la posada, cuando ya creían dormida a la niña, bromearon sobre la buena presa que habían hecho, asegurando que no volvería a encontrar el camino de regreso. Entonces la pobre criatura cayó en una espantosa desesperación, en la que, por último, se le apareció la Madre de Dios y le aseguró que quería tomarla bajo su protección. Pronunció entonces ante sí misma un juramento sagrado de que, en adelante, nunca más se confiaría a nadie, nunca referiría su historia y viviría y moriría en la esperanza de aquel directo auxilio divino. Aun esto mismo que le refiero no se lo confió expresamente a Natalia; nuestra digna amiga fue deduciéndolo de diversas palabras sueltas, de canciones e indiscreciones infantiles, que precisamente revelan lo que querrían callar.

Guillermo pudo explicarse entonces muchas canciones y muchas frases de aquella buena niña. Rogó a su amigo, del modo más insistente, que no le ocultara nada de cuanto les fuera conocido, gracias a las singulares canciones y confesiones de aquel extraordinario ser.

-¡Oh! -dijo el médico-, prepárese usted a oír una extraña confidencia, a escuchar una historia en la cual tiene usted mucha parte, sin acordarse de ello, y que, según temo, es decisiva para la vida o la muerte de esta buena criatura.

-Diga usted -replicó Guillermo-; estoy con la más extrema impaciencia.

-¿Se acuerda usted -dijo el médico- de una misteriosa visita nocturna que le hizo una mujer después de la representación del Hamlet?

-Sí, me acuerdo de ella -exclamó Guillermo, avergonzado-; pero en este momento no creía que se me hiciera recordarla.

-¿Sabe usted quién era?

-No. ¡Me espanta usted! ¡En nombre del cielo? ¿No era Mignon? ¿Quién, si no, entonces? ¡Dígamelo usted!

-No lo sé yo mismo.

-Pero, siquiera, ¿no era Mignon?

-No, no, sin duda. Pero Mignon estaba a punto de deslizarse en su cuarto, y con espanto tuvo que ver desde un rincón cómo se le adelantaba una rival.

-¡Una rival! -exclamó Guillermo-. Prosiga usted; me deja aturdido por completo.

-Alégrese usted -le dijo el médico- de que yo pueda darle cuenta, con tanta rapidez, de estos resultados. Natalia y yo, aunque sólo teníamos en el asunto un interés más remoto, fuimos muy atormentados hasta que pudimos descubrir claramente la embrollada situación de ánimo de aquella buena criatura a quien deseábamos valer. Suscitada su atención por las livianas conversaciones de Filina y otras muchachas y por cierta cancioncilla, había llegado a ser encantador para ella el pensamiento de pasar una noche junto a su amado, sin imaginar otra cosa sino un íntimo y dichoso descanso. La pasión por usted, amigo mío, era ya viva y poderosa en aquel buen corazón; ya la pobre niña había hallado descanso para diversos dolores entre sus brazos de usted, y ahora deseaba gozar en toda su plenitud de tal dicha. Tan pronto se proponía suplicárselo a usted afectuosamente como volvía a apartarla de ello un secreto temor. Por fin, la regocijada velada y la disposición de ánimo provocada por el vino, bebido en demasía, dieron a su ánimo valor para intentarlo y deslizarse aquella noche en su cuarto de usted. Había ya corrido delante, para ocultarse en la abierta habitación; sólo que al estar en lo alto de la escalera oyó un rumor, ocultose y vio una mujer vestida de blanco que se introducía en su cuarto. Usted llegó poco después, y oyó cómo corría el gran cerrojo. Mignon sufrió un indecible tormento: todas las violentas sensaciones de unos apasionados celos mezcláronse en ella con los inciertos afanes de un obscuro deseo, y atacaron poderosamente a su naturaleza semidesarrollada. Su corazón, que hasta entonces había latido vivamente con nostalgia y esperanza, comenzó de pronto a pararse y pesó en su pecho como una masa de plomo; no podía cobrar aliento, no sabía qué hacer, oyó el arpa del viejo, corrió junto a él a la guardilla y pasó a sus pies la noche, en medio de espantosas convulsiones.

El médico se detuvo un momento, y como Guillermo guardara silencio, prosiguió:

-Natalia me ha asegurado que en toda su vida no hubo cosa alguna que la haya espantado y conmovido más que la situación de la niña durante este relato; hasta llegaba a hacerse reproches nuestra noble amiga por haber provocado esta confesión con sus preguntas e insinuaciones, renovando de modo tan cruel, con tales recuerdos, los vivos dolores de la pobre muchacha. La excelente criatura -refiriome Natalia-, apenas llegó a este punto de su relato, o, más bien, de sus repuestas a mis preguntas, cada vez más apremiantes, cuando de pronto rodó a mis pies, con la mano en el pecho, y se quejó de que le volvían los dolores de aquella espantosa noche. Se retorcía en el suelo como un gusano, y yo tenía que apelar a todo mi dominio sobre mí misma para recordar y emplear en aquellas circunstancias los remedios que me eran conocidos, tanto para el espíritu como para el cuerpo.

-Me pone usted en una delicada situación -exclamó Guillermo- haciéndome sentir tan vivamente las múltiples culpas cometidas por mí con relación a la querida criatura, precisamente en el momento en que debo volver a verla. Si he de ir a su lado, ¿por qué me quita usted el valor para presentarme a ella libremente? Y no debo negar a usted que, siendo tal la disposición de su ánimo, no comprendo de qué puede servir mi presencia. Si está usted convencido, como médico, de que ese doble anhelo ha minado tanto su naturaleza que amenaza arrancarla de la vida, ¿por qué quiere usted, con mi presencia, renovar sus dolores y acelerar acaso su fin?

-Amigo mío -respondió el médico-, donde no podemos curar debemos, por lo menos, aliviar, y tengo importantes ejemplos de lo mucho que priva a la imaginación de su poder destructor la presencia de un ser amado, transformando la nostalgia en una pacífica contemplación. Todo es cuestión de medida y propósito, pues también la presencia puede volver a reavivar una pasión extinguida. Vea usted a la buena niña, condúzcase cariñosamente con ella y esperemos a ver lo que resulta.

Natalia volvió a presentarse precisamente entonces y deseó que Guillermo la siguiera junto a Mignon.

-Parece muy feliz con Félix, y espero que recibirá bien a su amigo.

Guillermo la siguió, no sin alguna resistencia; estaba profundamente emocionado por lo que había sabido, y temía una escena de pasión. Cuando entró, ocurrió precisamente lo contrario.

Mignon, con largas ropas blancas de mujer, sueltos en parte los rizos de su rica y obscura cabellera, en parte trenzados, hallábase sentada con Félix sobre las rodillas, y lo estrechaba contra su corazón; parecía por completo como un espíritu desencarnado, y el mozuelo como la vida misma; parecía como si se abrazaran el cielo y la tierra. Tendiole la mano a Guillermo, sonriéndose, y le dijo:

-Te doy gracias por haber vuelto a traerme el niño; me habían privado de él Dios sabe cómo, y desde entonces no podía vivir. Mientras mi corazón todavía necesite de algo sobre la tierra, debe ser él quien llene sus vacíos.

La calma con que Mignon había recibido a su amigo produjo gran contento en toda la reunión. Pidió el médico que Guillermo la viera con frecuencia y que la mantuvieran en equilibrio tanto en lo corporal como en lo espiritual. Retirose después y prometió volver dentro de breve tiempo.

Guillermo pudo entonces observar a Natalia en la esfera de sus ocupaciones: no hubiera podido desearse nada mejor que vivir junto a ella. Su presencia ejercía la más pura influencia sobre muchachas y mujeres de diversas edades, algunas de las cuales vivían en su casa, otras en la vecindad, y venían más o menos veces a visitarla.

-El curso de su vida de usted siempre debe haber sido el mismo -díjole una vez Guillermo-, pues la descripción que, cuando era usted niña, hace de usted su tía, si no me equivoco, me parece que todavía podría valer para el día de hoy. Conócese bien en usted que no se ha equivocado nunca. Jamás se vio obligada a dar un paso hacia atrás.

-Déboles eso a mi tía y al abate -respondió Natalia-, que tan bien supieron juzgar de mis cualidades. Apenas me acuerdo, desde la niñez, de otra impresión más viva que la que me producía el ver las miserias de los hombres, provocando en mí un irreprimible afán de remediarlas. El niño que aun no se sostenía sobre sus pies, el viejo que no era llevado ya por los suyos, los afanes de una familia rica por tener hijos, la incapacidad de una familia pobre para sustentar a los que tenía, todo secreto deseo de ejercer un oficio, todo impulso a poner en obra un talento, la aptitud para desempeñar mil pequeñas capacidades naturales, descubrir por todas partes todo eso, parecía labor destinada por la Naturaleza para mis ojos. Veía aquello que nadie me había hecho observar; pero parecía ser sólo nacida para verlo. Los encantos de la naturaleza inanimada, para los que son extraordinariamente sensibles muchos hombres, no producían ningún efecto sobre mí, y casi me ocurría lo mismo con los encantos del arte; mi sensación más agradable era entonces, y sigue siéndolo hoy, el hallar al punto dentro de mi espíritu una substitución, un remedio y un auxilio, al imaginarme una carencia o una necesidad en el mundo. Si veía un pobre cubierto de harapos, pensaba en seguida en los trajes superfluos que había visto colgados en los armarios de los míos; si veía niños que se consumían sin cuidados ni educación, me acordaba de tal o cual señora a quien había visto entregada al aburrimiento en medio de la riqueza y comodidades; si veía a muchas gentes amontonadas en un reducido espacio, pensaba que deberían ser alojados en las grandes habitaciones de muchas casas y palacios. Era totalmente natural en mí esta manera de ver las cosas, sin la menor reflexión, en forma que, durante mi infancia, hice en este respecto las cosas más raras del mundo, y más de una vez, con las proposiciones más singulares, puse en perplejidad a las gentes. También era nota mía el que sólo difícilmente y muy tarde pude considerar al dinero como medio de satisfacer necesidades; todas mis limosnas consistían en dar cosas naturales, y sé que con frecuencia se ha reído bastante de mí la gente. Sólo parecía comprenderme el abate; encontrábalo yo por todas partes y hacía que me conociera a mí misma y comprendiera estos deseos e inclinaciones, enseñándome a satisfacerlos debidamente.

-¿Ha adoptado también usted -preguntó Guillermo-, en la educación de su pequeño mundo femenino, los principios fundamentales de esos hombres singulares? ¿Deja usted que cada carácter se forme por sí mismo? ¿Deja usted también que sus pupilas busquen y se equivoquen, cometan faltas y encuentren felizmente la meta o se extravíen desdichadamente en el error?

-No -dijo Natalia-; esa manera de tratar a los hombres sería totalmente opuesta a mi manera de ver las cosas. Quien no auxilia en el mismo instante, me parece que no auxiliará nunca; quien no aconseja en el momento, que no aconsejará nunca. Creo igualmente necesario enunciar ciertas leyes e imprimirlas en la memoria de los niños que dar a su vida cierta continuidad. Sí; casi podría afirmar que es mejor extraviarse conforme a reglas que extraviarse según como nos lleven de un lado a otro las tendencias de nuestra naturaleza, y tal como veo a los hombres, me parece que siempre queda un vacío en su carácter, que sólo puede ser lleno por una ley expresa y positiva.

-Según eso -dijo Guillermo-, ¿su modo de proceder es completamente distinto del que observan nuestros amigos?

-Sí -respondió Natalia-; pero puede usted conocer la increíble tolerancia de esos hombres en que no me estorban nada en mi camino, precisamente por ser camino mío, sino que se adelantan en todo cuanto puedo desear.

Reservamos para otra ocasión noticia circunstanciada de cómo procedía Natalia con sus niñas.

Mignon solicitaba con frecuencia el encontrarse en esta sociedad, y se lo concedían con tanto mayor gusto, ya que, poco a poco, iba volviendo a acostumbrarse a Guillermo, a abrirle su corazón y, en general, parecía mostrarse más alegre y contenta de vivir. En los paseos, apoyábase gustosa en su brazo, ya que se cansaba fácilmente.

-Ahora -decía ella- Mignon no trepa ya ni salta y, sin embargo, siempre siente el deseo de pasearse por las cimas de las montañas y de lanzarse de una casa a otra y de uno a otro árbol. ¡Qué dignos de envidia son los pájaros, en especial porque tan linda y graciosamente construyen sus nidos!

Estableciose pronto la costumbre de que Mignon invitara más de una vez a su amigo a bajar al jardín. Si estaba ocupado o no se le hallaba, Félix tenía que ocupar su puesto, y si en ciertos momentos la buena muchacha parecía totalmente desprendida de la tierra, en otros volvía a unirse fuertemente al padre y al hijo, y parecía temer el separarse de ellos más que ninguna otra cosa.

Natalia pareció preocupada.

-Por medio de su presencia de usted -decía- hemos deseado volver a abrir ese pobre y buen corazón, pero no sé si hemos hecho bien.

Guardó silencio y pareció esperar que Guillermo dijera alguna cosa. También a él se lo ocurrió que, en las presentes circunstancias, Mignon tendría que sufrir de un modo extremo al conocer sus relaciones con Teresa; pero en su incertidumbre no osaba decir cosa alguna respecto a sus propósitos, y no sospechaba que Natalia estuviera enterada de ellos.

Tampoco podía seguir la conversación con libertad de espíritu cuando su noble amiga hablaba de su hermana, celebraba sus buenas cualidades y se lamentaba de su situación. No poco se turbó cuando Natalia le anunció que la condesa se dejaría ver pronto allí.

-Su esposo -dijo- no tiene otra idea sino la de reemplazar en la comunidad morava al difunto conde y sostener y continuar extendiendo esa gran institución, mediante su inteligencia y trabajo. Vendrá con ella a nuestra casa para hacer una especie de despedida. Visitará después los diversos lugares donde se ha establecido la comunidad; parece que lo tratan todos conforme él desea, y casi llego a pensar que se atreverá a hacer un viaje a América con mi pobre hermana, para ser en todo semejante a su predecesor; y como está ya casi convencido de que no le falta mucho para ser santo, quizá se le presenta a veces ante el alma el deseo de resplandecer finalmente con aureola de mártir.




ArribaAbajoCapítulo IV

Con mucha frecuencia habíase hablado hasta entonces de la señorita Teresa, con mucha frecuencia habíasela citado al paso, y casi cada vez había estado a punto Guillermo de confesar a su nueva amiga que le había ofrecido su corazón y su mano a aquella dama excelente. Un sentimiento que no podía explicarse lo retenía; vaciló tanto tiempo que, por último, la propia Natalia, con la sonrisa celestial, modesta y alegre, que era habitual ver en ella, le dijo:

-Tengo que ser yo misma la que acabe por romper el silencio y me introduzca a la fuerza en su confianza. ¿Por qué hace usted secreto para mí, amigo mío, de una cosa que es tan importante para usted, y que a mí misma me toca tan de cerca? Usted le ha ofrecido su mano a mi amiga; no me entremezclo en esta cuestión sin ser llamada: aquí tiene usted mis títulos; aquí está la carta que ella le escribe y que le envía por mi mano.

-¡Una carta de Teresa! -exclamó él.

-Sí, señor. Y su suerte está resuelta. Es usted dichoso. Permita que le felicite, lo mismo que a mi amiga.

Guillermo permaneció mudo, mirando ante sí. Natalia lo observaba; vio que palidecía.

-La alegría que usted experimenta es tan fuerte -prosiguió diciendo- que toma la forma del espanto; le priva a usted de la palabra. Mi participación en ella no es menos sincera, ya que me deja sin poder hablar. Espero que usted me quedará agradecido, porque puedo decirle que mi influjo sobre Teresa intervino no poco en su determinación; me pidió consejo y, ¡cosa extraña!, estaba usted precisamente aquí, y pude dominar dichosamente las pocas dudas que aún tenía mi amiga; los mensajeros fueron y vinieron rápidamente; aquí está su resolución, aquí está el desenlace. Y ahora tiene usted que leer todas sus cartas; tiene usted que lanzar una libre y pura mirada al hermoso corazón de su prometida.

Guillermo desplegó la carta, que le era presentada abierta; contenía estas afectuosas palabras:

«Soy suya tal como soy y como usted me conoce. Le nombro a usted mío tal como usted es y como lo conozco. Lo que el matrimonio pueda cambiar en nosotros mismos y en nuestra situación, sabremos soportarlo sensatamente, con alegre ánimo y con buena voluntad. Como no es una pasión, sino un cariño y confianza lo que nos une, arriesgamos menos que mil otros. Me perdonará usted de fijo el que a veces me acuerde tiernamente de mi antiguo amigo; en cambio, estrecharé como madre, contra mi corazón, a su hijo. Si usted quiere compartir conmigo en seguida mi casita, es usted señor y dueño de ella mientras no esté terminada la compra de la finca. Deseo que allí no se haga ninguna nueva disposición sin contar conmigo, para poder mostrar en seguida que merezco la confianza que usted me concede. Adiós, querido, queridísimo amigo, novio amado, respetado esposo. Teresa lo estrecha a usted contra su pecho con esperanza y alegría de vivir. Mi amiga le dirá a usted más cosas; se las dirá todas».

Guillermo, a quien esta carta había vuelto a representarle por completo a su Teresa, había vuelto a hacerse plenamente dueño de sí. Durante la lectura sucedíanse del modo más rápido los pensamientos en su alma. Con espanto encontró en su corazón vivas huellas de un amor hacia Natalia; reprendíase a sí mismo, consideraba como locura todo pensamiento de esta especie, imaginábase a Teresa en toda su perfección; volvió a leer la carta; estaba contento, o, más bien, hasta tal punto, se hizo dueño de sí, que pudo parecer contento. Natalia le mostró las cartas que habían cambiado, de las cuales sólo queremos extraer algunos pasajes.

Teresa, después de haber descrito a su manera a su novio, proseguía:

«¡Así me represento al hombre que me ofrece ahora su mano. Lo que piensa él de sí mismo ya lo verás más adelante en el escrito en que se describe para mí con toda franqueza; estoy convencida de que seré feliz con él».

«En lo que concierne al rango social, ya sabes cómo he pensado siempre sobre ese extremo. Algunas personas sienten espantosamente la disconformidad de posición externa y no pueden soportarla. Yo no quiero convencer a nadie, pero quiero proceder según mis convicciones. No pienso dar un ejemplo, lo mismo que no procedo sin ejemplo. Sólo me asustan las disconformidades internas: un vaso que no conviene para el objeto que debe contener; mucho lujo y poco goce, riqueza y avaricia, nobleza y grosería, juventud y pedantería, privación y ostentación; esas alianzas son las que podrían hacerme morir, aunque el mundo las selle y aprecie en lo que quiera».

«Cuando espero que hemos de concertar tan bien uno con otro, fundamento, en lo esencial, mi pretensión en que él es semejante a ti, a quien tan infinitamente aprecio y reverencio. Sí; tiene, como tú, el noble impulso de buscar y aspirar siempre a lo mejor, con el cual producimos nosotros mismos el bien que creemos encontrar. Cuántas veces no te censuré silenciosamente porque tratabas a tal o cual persona, porque te conducías en tal o cual ocasión de otro modo de como lo hubiera hecho yo, y, sin embargo, en general, se manifestaba en los resultados que habías tenido razón. Si tomamos a los hombres tales como son -decías-, los hacemos peores; si los tratamos como si fueran lo que debían ser, los llevamos adonde deben ser llevados. En cuanto a mí, ya sabes que ni puedo juzgar ni proceder de este modo. Inteligencia, orden, disciplina, mandato; ese es mi elemento. Aún me acuerdo muy bien de lo que decía Yarno: Teresa doma a sus discípulas; Natalia las educa. Fue hasta tan lejos, que una vez me negó por completo las tres hermosas cualidades: fe, esperanza y caridad. En lugar de la fe -dijo-, tiene la inteligencia; en lugar de la caridad, la perseverancia, y en lugar de la esperanza, la confianza. También quiero confesarte gustosa que antes de conocerte no sabía yo de nada más alto en el mundo que la prudencia y claridad; sólo tu presencia me ha convencido, animado y dominado, y cedo con gusto el primer puesto a tu bella y elevada alma. También a mi amigo lo respeto en el mismo sentido; la historia de su vida es buscar y no encontrar, pero no realizó una vana busca, sino la busca más admirable y magnánima; imagina que pueden darle los otros lo que no puede proceder más que de él mismo. De este modo, querida mía, tampoco esta vez me daña en nada mi claridad de juicio; conozco mejor a mi esposo de lo que se conoce él a sí mismo, y por esto lo estimo en mayor grado. Lo veo pero no lo domino con la vista, y toda mi penetración no alcanza a presentir lo que podrá realizar. Cuando pienso en él, mézclase siempre su imagen con la tuya, y no sé cómo merezco pertenecer a dos personas tales. Pero quiero merecerlo cumpliendo siempre mi deber, para poner por obra todo lo que se puede esperar y aguardar de mí».

«¿Si me acuerdo de Lotario? Vivamente, y todos los días. No puedo prescindir de él ni un solo momento en el círculo de amistades que me rodea espiritualmente. ¡Oh, cómo compadezco a ese hombre excelente, emparentado conmigo por una falta juvenil y a quien la Naturaleza ha querido poner tan próximo a ti! A la verdad, un ser como tú sería más digna de él que no yo. A ti podría y debería cedértelo. Seamos para él lo único que es posible que seamos hasta que encuentre una digna esposa, y también entonces hallémonos y mantengámonos a su lado».

-¿Pero qué dirán ahora nuestros amigos? -comenzó a decir Natalia.

-¿Su hermano no sabe nada de todo esto?

-No, como tampoco su familia de usted; por esta vez el asunto se ha tratado sólo entre nosotras las mujeres. No sé qué manías le metió Lidia a Teresa en la cabeza; parece desconfiar del abate y de Yarno. Por lo menos, Lidia le ha infundido algunas sospechas acerca de ciertas relaciones secretas y misteriosos planos; cosas de las que sé algo, en términos generales, sin haber pensado nunca en meterme en ellas, y por ello, en este paso decisivo de su vida, no ha querido que nadie, sino yo, tuviera algún influjo. Ya desde antes habíase puesto de acuerdo con mi hermano para anunciarse mutuamente su matrimonio, llegado el caso, sin pedirse consejo.

Natalia escribió entonces una carta a su hermano e invitó a Guillermo a que añadiera algunas palabras; así se lo había rogado Teresa. Iban justamente a cerrar la carta cuando Yarno se hizo anunciar inesperadamente. Fue recibido de la manera más amistosa, y también él pareció estar muy alegre y con ganas de bromas; por último, no pudo dejar de decir:

-Realmente, vengo aquí para traer a ustedes una asombrosa pero agradable noticia: se refiere a nuestra Teresa. Nos ha censurado usted algunas veces, bella Natalia, por habernos preocupado de tantas cosas diversas; pero ahora ya verá usted lo bueno que es tener espías en todas partes. Adivine usted y muéstrenos, una vez más, su sagacidad.

La satisfacción con que pronunció estas palabras, la cara maliciosa con que contemplaba a Guillermo y Natalia convencieron a ambos de que estaba descubierto su secreto. Respondió Natalia, sonriendo:

-Somos mucho más hábiles de lo que usted piensa, y hemos consignado en este papel la solución del enigma antes de que usted nos lo propusiera.

Con estas palabras tendiole la carta dirigida a Lotario y quedó satisfecha de corresponder de este modo a la pequeña sorpresa y confusión que habían querido causarle. Yarno cogió el pliego con algún asombro, lo recorrió con la vista, quedó pasmado, dejolo caer de sus manos y miró a los dos con ojos dilatados, con una expresión de sorpresa y hasta de espanto que no era habitual en su semblante. No decía palabra.

Guillermo y Natalia no se encontraban menos afectados; Yarno paseaba por la habitación de arriba abajo.

-¿Qué debo decir? -exclamó-. ¿Debo siquiera decir algo? No puede permanecer secreto; el embrollo es inevitable. Por lo tanto, secreto por secreto, sorpresa por sorpresa. Teresa no es hija de quien pasa por su madre. El impedimento está dirimido; vine aquí para rogar a usted que preparara a la noble muchacha para casarse con Lotario.

Yarno veía la consternación de ambos amigos, cuyos ojos se clavaban en tierra.

-Este es uno de esos casos -dijo- en que se soporta muy mal la compañía. Lo que cada cual tenga que pensar, piénsalo mejor en soledad; yo, por lo menos, pido que se me dispense durante una hora.

Corrió al jardín; Guillermo lo siguió mecánicamente, pero de lejos.

Después de haber transcurrido una hora volvieron a encontrarse juntos. Tomó Guillermo la palabra y dijo:

-En otro tiempo, cuando vivía ligera y hasta frívolamente, sin plan y sin objeto, venían a mi encuentro, y hasta me perseguían, la amistad, el amor, el cariño y la confianza; ahora que mi vida se va haciendo seria, parece que el destino quiere proceder conmigo de otro modo. La determinación de ofrecer mi mano a Teresa es quizá la primera que procede en absoluto de mí. Con reflexión formé mi plan, mi razón estaba plenamente de acuerdo con él, y el asentimiento de la excelente muchacha vino a colmar todas mis esperanzas. Ahora, el azar más singular me obliga a dejar caer mi tendida mano. Teresa, como en un sueño, me tiende la suya desde lejos; no puedo cogerla, y la hermosa imagen me abandona para siempre. ¡Adiós, pues, hermosa imagen, y vosotras, espejos de la más perfecta dicha, que os reuníais en torno a ella!

Guardó silencio durante un momento, con los ojos clavados ante sí, y Yarno quiso hablar.

-Permítame usted que diga algo todavía -prorrumpió Guillermo-, pues esta vez entra en juego todo mi destino. En este momento viene en mi auxilio la impresión que produjo sobre mí la presencia de Lotario la primera vez que lo vi, y que se ha hecho después permanente. Ese hombre merece toda especie de cariño y amistad, y no puede pensarse en una amistad sin sacrificios. Por servirle a él fueme fácil engañar a una desgraciada muchacha; y por él debe serme posible renunciar a la novia más digna. Vaya usted a su encuentro, refiérale la singular historia y dígale a lo que estoy dispuesto.

Yarno respondió:

-En tales casos, pienso que está ya todo logrado con tal de no precipitarse. No demos ningún paso sin la aprobación de Lotario. Voy junto a él; esperad mi vuelta tranquilamente o una carta suya.

Partió a caballo y dejó a ambos amigos en la mayor tristeza. Tuvieron tiempo para comentar en más de un sentido aquel acaecimiento y hacer sus observaciones sobre él. Sólo entonces se les ocurrió que habían admitido con mucha facilidad la singular declaración de Yarno, sin haberse informado de sus inmediatas circunstancias. Hasta se iniciaban en Guillermo algunas dudas; pero su asombro y aun su confusión creció hasta el punto más alto cuando, al día siguiente, llegó un mensajero de Teresa que le traía a Natalia la siguiente extraña carta:

«Por raro que pueda parecer, tengo que remitirte una nueva carta, inmediatamente después de la anterior, y rogarte que me envíes rápidamente a mi novio. Ha de ser mi esposo, cualquiera que sean los planes que se formen para arrebatármelo. Dale la adjunta carta; pero no delante de testigos, sean los que quiera».

La carta a Guillermo contenía lo siguiente:

«¿Qué pensará usted de su Teresa si, de pronto, exige apasionadamente la celebración de un matrimonio que sólo la más tranquila razón parecía haber concertado? No se deje usted detener por nada y parta inmediatamente después de recibir esta carta. Venga usted, querido, queridísimo amigo, triplemente amado, ya que quieren arrebatarme su posesión, o, por lo menos, dificultármela».

-¿Qué debo hacer? -exclamó Guillermo, después de haber leído esta carta.

-En ningún caso todavía -respondió Natalia, al cabo de reflexionar algún tiempo- han guardado tanto silencio mi corazón y mi inteligencia: no sabría lo que hacer, lo mismo que no sé qué aconsejar.

-¿Sería posible -exclamó Guillermo con vehemencia-, que el propio Lotario no supiera nada de esto, o que, si lo sabía, hubiera querido hacernos juguete de planes ocultos? Yarno, al leer nuestra carta, ¿habrá improvisado la fábula en el instante? ¿Nos habría dicho algo más si no nos hubiéramos mostrado harto apresurados? ¿Qué se pretende? ¿Qué intenciones pueden tener? ¿A qué plan puede referirse Teresa? Sí, no puede negarse: Lotario está rodeado de misteriosos influjos y relaciones; yo mismo experimenté que son activos; que, en cierto sentido, se preocupan de las acciones y el destino de diferentes personas, y que saben dirigirlas. No comprendo cosa alguna del objeto de tales misterios; pero veo muy claro el nuevo propósito de apartarme de Teresa. De una parte, acaso no me presenten más que para engañarme la posible felicidad de Lotario; de la otra, veo a mi amada, a mi venerada novia, que me llama a su lado. ¿Qué debo hacer? ¿De qué debo abstenerme?

-Un poco de paciencia -dijo Natalia-; sólo una breve reflexión. En este singular encadenamiento de cosas sólo sé que no debemos precipitarnos a dar un paso irrevocable. Contra una fábula, contra un plan artificioso nos defenderán la perseverancia y la prudencia; pronto se sabrá si la cosa es más o menos inventada. Si mi hermano tuviera, en realidad, esperanzas de unirse con Teresa, sería cruel arrebatarle para siempre su dicha en el momento en que se le presenta tan risueña. Esperemos solamente a ver si sabe algo de todo esto; lo que cree y lo que espera.

Una carta de Lotario vino felizmente en auxilio de los fundamentos de este consejo.

«No vuelvo a enviar a Yarno -escribía-, porque unas líneas de mi mano valdrán más para ti que las más circunstanciadas palabras de un mensajero. Estoy seguro de que Teresa no es hija de su madre, y no puedo renunciar a la esperanza de poseerla antes de que ella misma esté también persuadida y pueda decidir entonces, con serena reflexión, entre mi amigo y yo. Te ruego que no lo dejes apartar de tu lado. De ello depende la felicidad y la vida de tu hermano. Te prometo que esta incertidumbre no debe durar mucho tiempo».

-Ya ve usted cómo están las cosas -díjole Natalia afectuosamente a Guillermo-; deme usted palabra de honor de no salir de esta casa.

-La doy -exclamó él, tendiéndole la mano-; no abandonaré esta casa contra su voluntad. Doy gracias a Dios y a mi buen espíritu por ser por esta vez dirigido, y nada menos que por usted.

Natalia escribió a Teresa diciéndole lo ocurrido, y le explicaba que no dejaría que su amigo se apartara de su lado; enviole al mismo tiempo la carta de Lotario.

Teresa respondió:

«No estoy poco asombrada de que el propio Lotario esté convencido, pues con su hermana no disimularía hasta ese punto. Estoy enojada, muy enojada. Es mejor que no diga nada más. Lo mejor será que vaya a tu lado tan pronto como haya encontrado alojamiento para la pobre Lidia, con la cual proceden cruelmente. Temo que seamos todos engañados, y tan engañados que nunca más vuelvan a ponerse las cosas en claro. Si el amigo fuera de mi modo de pensar, se escabulliría de tu lado y se arrojaría sobre el corazón de su Teresa, que nadie debe arrebatarle; pero temo que he de perderlo sin adquirir de nuevo a Lotario. Es para arrancarle a Lidia por lo que le muestran, a lo lejos, la esperanza de poderme poseer. No quiero decir nada más: la confusión se haría aún más grande. El tiempo dirá si los más hermosos compromisos no van a ser de tal modo aplazados, sacudidos y minados, que, aunque todo vuelva a ponerse en claro, no sirvan ya para nada. Si mi amigo no se arranca de ahí, iré yo dentro de pocos días a buscarlo a tu casa y mantenerlo firme. ¿Te asombras de cómo se ha apoderado esta pasión de tu Teresa? No es una pasión; es el convencimiento de que, ya que Lotario no puede ser mío, este nuevo amigo puede hacer la dicha de mi vida. Dile esto en nombre del mozalbete que se sentó con él bajo el roble y que disfrutó de su simpatía. Díselo en nombre de Teresa, que correspondió a sus proposiciones con una franqueza cordial. Mi primer sueño de vivir con Lotario está apartado, muy lejos de mi alma; el sueño de pensar cómo viviría con mi nuevo amigo lo tengo aún del todo presente. ¿Me aprecian en tan poco que creen cosa fácil que vuelva en un instante a cambiar éste por aquél?»

-Confío en usted -díjole Natalia a Guillermo, al darle la carta de Teresa-; usted no se fugará. Piense en que tiene entre sus manos la dicha de mi vida. Mi existencia está tan íntimamente ligada y encadenada con la existencia de mi hermano, que no puede sentir él ningún dolor que yo no experimente ni ninguna alegría que yo no haga mía. Sí; bien puedo decir que, sólo a través de él, sentí lo que conmueve y eleva el corazón; supe lo que puede ser en el mundo alegría, amor y un sentimiento que, más allá de todas las necesidades, satisface nuestra alma.

Guardó silencio, y Guillermo le cogió la mano al exclamar:

-¡Oh!, prosiga usted; es el preciso momento de mostrar una verdadera y mutua confianza; nunca hemos necesitado conocernos mejor.

-Sí, amigo mío -dijo ella, sonriéndose, con su serena, dulce e indescriptible dignidad-; acaso no esté fuera de lugar decirle que todo lo que tantos libros, todo lo que el mundo nos cita y muestra como amor, sólo se ha presentado ante mí como una fábula.

-¿No ha amado usted nunca? -exclamó Guillermo.

-Nunca o siempre -respondió Natalia.




ArribaAbajoCapítulo V

Habían paseado por el jardín durante esta conversación; Natalia había cogido diversas flores, de formas singulares, que eran plenamente desconocidas para Guillermo, y cuyo nombre preguntó.

-¿No sospecha usted para quién cojo este ramillete? -dijo Natalia-. Está destinado para mi tío, a quien vamos a hacer una visita. El sol ilumina ahora tan vivamente la Sala del Pasado, que tengo que conducirle a usted allí en este momento, y jamás entro en ella sin llevar algunas de las flores que eran especialmente preferidas por mi tío. Era un hombre extraño y capaz de las reacciones más personales. Tenía una manifiesta preferencia, difícilmente explicable, por ciertas plantas y animales, por ciertas gentes y países, y hasta por ciertas clases de piedras preciosas. «Si desde mi niñez -solía decir con frecuencia- no me hubiera dominado tanto, si no hubiera aspirado a educar mi inteligencia en amplitud y universalidad, habría sido el más limitado e insoportable de los hombres, pues nada es más insoportable que una estrecha extravagancia en aquellos de quien se puede exigir una actividad pura y pertinente». Y, sin embargo, él mismo tenía que confesar que le habría faltado el aliento vital si, de tiempo en tiempo, no se hubiera tolerado alguna cosa, permitiéndose gozar apasionadamente de lo que no siempre podía alabar ni disculpar. «No es culpa mía -decía- el no lograr poner en plena armonía mi razón y mis impulsos». En tales ocasiones solía bromear acerca de mí, diciendo: «Puede tenerse por muy dichosa en esta vida mortal a Natalia, ya que su naturaleza no exige nada sino lo que la humanidad desea y necesita».

Con tales palabras, habían vuelto a entrar en el edificio principal. Condújolo por una espaciosa galería hasta una puerta, a cuyos lados había dos esfinges de granito. La puerta misma era de estilo egipcio, un poco más estrecha arriba que abajo, y sus hojas de bronce preparaban el ánimo para un espectáculo grave y hasta lúgubre. ¡Qué agradablemente sorprendido se hallaba el visitante, por ello, cuando esta expectación se trocaba en la más pura serenidad, al entrar en la sala donde el arte y la vida hacían olvidar todo recuerdo de muerte y sepultura! En las paredes abríanse bien proporcionadas arcadas, que cobijaban grandes sarcófagos; en los pilares entre ellas se veían pequeños nichos, ornados con urnas y vasos funerarios; las restantes superficies de los muros, lo mismo que la bóveda, estaban simétricamente distribuidas en compartimientos, y entre alegres y diversas orlas, guirnaldas y decoraciones, en recuadros de diferente magnitud, aparecían pintadas serenas y expresivas figuras. Los miembros arquitectónicos estaban revestidos con un hermoso mármol amarillo, tirando a rojo; filetes azul claro, de una feliz composición química que imitaba el lapislázuli y daba satisfacción a la vista por su contraste, prestaban al conjunto unidad y conexión. Todo este esplendor y adornos presentábanse con puras proporciones arquitectónicas, y de este modo, todo el que allí entraba creía verse elevado por encima de sí mismo, porque por primera vez aprendía, gracias a aquel armonioso arte, lo que es el hombre y lo que puede ser.

Frente a la puerta, en un magnífico sarcófago, veíase la estatua de mármol de un hombre venerable apoyado en un almohadón. Tenía ante sí un manuscrito semienrollado y parecía contemplarlo con pacífica atención. Hallábase éste colocado en tal forma, que se podían leer fácilmente las palabras que contenía. Decía de este modo: ACUÉRDATE DE VIVIR.

Natalia, después de haber quitado un ajado ramillete, colocó las frescas flores ante la imagen del tío, pues era él quien estaba representado en la figura, y Guillermo todavía creyó recordar los rasgos del anciano señor, a quien había visto aquella vez en el bosque.

-Hemos pasado aquí muchas horas -dijo Natalia-, hasta que la sala estuvo terminada. En sus últimos años, mi tío había reunido en torno a sí algunos hábiles artistas, y su mejor entretenimiento era ayudar a componer y elegir los dibujos y cartones para estos cuadros.

Guillermo no podía celebrar de modo conforme a sus méritos los objetos que veía a su alrededor.

-¡Cuánta vida -exclamó- en esta Sala del Pasado! Podría llamarse igualmente la Sala del Presente y la del Porvenir. ¡Así fue todo, y así habrá de ser! Nada es pasajero, sino el que goza de ello y lo contempla. Esta imagen de la madre que estrecha a su hijo sobre su corazón sobrevivirá a muchas generaciones de felices madres. Al cabo de siglos, acaso un padre se regocije al ver este hombre de barbas que depone su gravedad y juega con su hijo. En todos los tiempos, la novia esperará tan pudorosa, y en medio de sus secretos deseos, todavía necesitará que la consuelen y convenzan; con la misma impaciencia acechará en el umbral el novio para saber si le será permitido franquearlo.

Las miradas de Guillermo vagaban en torno por innumerables cuadros. Desde los primeros alegres impulsos de la infancia, que emplea y ejercita cada miembro en el juego, hasta la gravedad serena del sabio, ya apartado de todo, podía verse, en viva y hermosa sucesión, cómo no posee el hombre ninguna nativa inclinación o capacidad que no emplee o ejercite. Desde el primer delicado sentimiento de complacencia en la propia persona con que se detiene la muchacha que alza su cántaro de la clara fuente para considerar, en tanto, con agrado su imagen en el agua, hasta aquellas altas solemnidades en que los reyes y pueblos evocan ante el altar a los dioses como testigos de su alianza, todo se mostraba lleno de significación y fuerza.

Era un mundo, era un cielo lo que rodeaba en aquel lugar al espectador, y, aparte de los pensamientos que suscitaban aquellas artísticas imágenes, aparte de los sentimientos que infundían, parecía que aun había presente alguna otra cosa, de la cual se sentía impregnado todo el hombre. También Guillermo lo notó, sin poder darse explicación de ello.

-¿Qué es esto -exclamó- que, independientemente de todo sentido, aparte de toda la simpatía que infunden en nosotros los acontecimientos y destinos humanos, puede actuar sobre mí de modo tan fuerte y, al mismo tiempo, con encanto tan grande? Háblame en el conjunto, háblame en cada detalle, sin que pueda comprender el uno ni adueñarme especialmente de los otros. ¡Qué encanto adivino en estas superficies, estas líneas, estas proporciones, estas masas y colores! ¿Qué es lo que hace que estas figuras, aun consideradas de modo rápido, produzcan ya, como adorno, un efecto tan grato? Sí; comprendo que se podría detener uno aquí, descansar, abarcarlo todo con la vista, encontrarse feliz y, al propio tiempo, sentir y pensar algo muy distinto de lo que se tiene delante de los ojos.

Y de fijo que si nosotros pudiéramos describir lo felizmente distribuido que estaba todo; cómo cada determinado objeto, por su lugar y colocación, por su semejanza y contraste, por la igualdad o diversidad de colores, parecía lo que debía parecer y no otra cosa, y producía un efecto tan perfecto como claro, situaríamos al lector en un lugar del que no desearía alejarse pronto.

En los ángulos de la Sala se alzaban cuatro grandes candelabros de mármol; cuatro más pequeños en el centro, en torno a un sarcófago muy bellamente trabajado, que, según su tamaño, debía haber contenido a una persona joven de mediana estatura.

Natalia quedose parada ante este monumento, y, apoyando la mano en él, dijo:

-Mi buen tío tenía gran predilección por esta obra de la antigüedad. Decía algunas veces: «No sólo caen las primeras flores, que podréis conservar arriba en esos pequeños espacios, sino también los frutos que penden de la rama y que durante, largo tiempo nos han dado la más hermosa esperanza, mientras un gusano secreto preparaba su temprana madurez y destrucción». Temo -prosiguió Natalia,- que haya profetizado esto por la querida muchacha que va substrayéndose cada vez más a nuestros cuidados y parece inclinarse hacia esta pacífica morada.

Cuando iban a salir dijo Natalia:

-Todavía tengo que llamarle la atención sobre una cosa. Fíjese usted, en lo alto, en aquellas aberturas semicirculares que hay a ambos lados. Allí pueden estar ocultos los coros de cantores; y esos adornos de bronce por debajo de la cornisa sirven para sujetar los tapices, que según disposición de mi tío, deben ser colgados en cada sepelio. No podía vivir sin música, en especial sin canto, y con ello tenía la particularidad de que no quería ver a los cantores. Solía decir: «El teatro nos vicia por completo; la música sólo está allí como para servicio de los ojos; acompaña a los movimientos, no a los sentimientos. En los oratorios y conciertos siempre nos perturba la figura de los músicos; la verdadera música sólo es para el oído; una hermosa voz es lo más universal que puede pensarse, y al aparecer ante nuestros ojos el limitado individuo que la produce, perturba aquel puro efecto general. Quiero ver a aquel con quien hablo, pues es una persona particular, cuya figura y carácter da valor, o se lo quita, a sus palabras; por el contrario, el que cante para mí debe ser invisible; su figura no debe seducirme o extraviarme. Aquí no es más que un órgano que le habla a otro órgano, no un espíritu a un espíritu; no es el mundo de mil formas que le habla a la vista, ni un cielo a la humanidad». Por lo mismo, en cuanto a música instrumental, quería que la orquesta estuviera lo más escondida posible, porque se ve uno muy distraído y confundido por los movimientos mecánicos y los gestos necesarios y siempre extraños de los instrumentistas. Por ello, no solía escuchar música sino con los ojos cerrados, para concentrar todo su ser en el único y puro goce del oído.

Iban a dejar la sala cuando oyeron a los niños, que llegaban corriendo vivamente por la galería, y a Félix que gritaba:

-¡Yo! ¡Yo!

Mignon fue la primera que penetró por la abierta puerta; venía sin aliento, y no pudo decir palabra; Félix gritó, ya desde lejos:

-¡Ahí está madre Teresa!

Parece ser que los niños habían apostado a ver quién les transmitía primero la noticia. Mignon cayó en brazos de Natalia, su corazón latía fuertemente.

-Niña mala -díjole Natalia-, ¿no te está prohibido todo movimiento violento? Mira cómo te palpita el corazón.

-Que se rompa de una vez -dijo Mignon, con un profundo suspiro-; late ya desde hace demasiado tiempo.

Apenas se habían rehecho de este sobresalto y de esta especie de alarma, cuando entró Teresa. Corrió hacia Natalia, la abrazó, lo mismo que a la buena niña. Después volviose hacia Guillermo, contemplole con sus ojos claros y dijo:

-Vamos, amigo mío, ¿en qué quedamos? Espero que no se habrá usted dejado engañar.

Guillermo dio un paso hacia ella, ella corrió hacia él y se colgó de su cuello.

-¡Oh, Teresa mía! -exclamó él.

-¡Amigo mío! ¡Mi amado! ¡Mi esposo! ¡Sí, tuya para siempre! -prorrumpió ella, en medio de los más ardientes besos.

Félix le tiraba de las faldas y exclamaba:

-Madre Teresa, también estoy yo aquí.

Natalia permanecía inmóvil y miraba al suelo; de pronto Mignon se llevó la mano izquierda hacia el corazón y, extendiendo violentamente el brazo derecho y lanzando un grito, cayó como muerta, a los pies de Natalia.

Fue grande el espanto: no podía advertirse ningún latido en el corazón ni en el pulso. Guillermo la tomó en brazos y la sacó de allí rápidamente; el cuerpo, bamboleante, pendía hacia atrás, sobre sus hombros. La presencia del médico dio pocas esperanzas; esforzose en vano con el joven cirujano, a quien ya conocemos. No hubo modo de volver a traer a la vida a la querida criatura.

Natalia hízole un gesto a Teresa. Esta cogió a su amigo por la mano y lo sacó de la habitación. Manteníase él callado y sin voz y no tenía valor para buscar los ojos de Teresa. Estuvo así sentado junto a ella, en el canapé donde por primera vez había encontrado a Natalia. Pensaba con gran celeridad en una serie de acontecimientos, o, más bien, no pensaba en ellos, dejaba que actuara sobre su alma lo que no podía apartar de sí. Hay momentos en la vida en los que los acontecimientos, análogos a lanzaderas, se mueven rápidamente ante nosotros y acaban, sin detenerse, una trama que, en grado mayor o menor, hemos hilado y tejido nosotros mismos.

-Amigo mío, amado mío -dijo Teresa, rompiendo el silencio y cogiéndolo por la mano- mantengámonos firmemente unidos en este momento, como quizá tengamos que estarlo con frecuencia en casos análogos. Este es uno de esos acaecimientos que no se pueden soportar sino siendo dos. Amigo mío, conoce y comprende que no estás solo, muestra que amas a tu Teresa, muéstralo primero compartiendo con ella tus dolores.

Lo abrazó, estrechándolo dulcemente contra su pecho. Cogiola él entre sus brazos y la oprimió contra sí con vehemencia.

-La pobre niña -exclamó-, en sus momentos tristes, buscaba refugio y protección en mi inseguro pecho; haz que la firmeza del tuyo me favorezca en esta hora espantosa.

Se mantenían estrechamente abrazados; Guillermo sentía el corazón de Teresa latiendo contra su pecho, pero en su espíritu no había más que soledad y vacío; sólo las imágenes de Mignon y de Natalia flotaban como sombras ante su imaginación.

Entró Natalia.

-¡Danos tu bendición! -exclamó Teresa-; permite que nos unamos ante ti en este triste momento.

Guillermo tenía su semblante escondido en el seno de Teresa; era lo bastante feliz para poder llorar. No oyó entrar a Natalia, no la veía, pero con el sonido de su voz redobláronse sus lágrimas.

-Lo que Dios une no quiero yo apartarlo -dijo Natalia, sonriéndose-; pero yo no puedo uniros, y no podría alabar que el dolor y el afecto parecieran desterrar por completo de vuestros corazones todo recuerdo de mi hermano.

Al oír estas palabras, Guillermo se arrancó de los brazos de Teresa.

-¿Adónde va usted? -dijeron ambas damas.

-¡Dejadme que vea a la niña, a quien he matado! -exclamó-. La desgracia que vemos por nuestros propios ojos es menor que si nuestra imaginación imprime poderosamente el mal en nuestro ánimo; veamos a ese ángel que nos ha abandonado. Su semblante sereno nos dirá que es feliz.

Como ambas amigas no podían detener al conmovido mancebo, fueron detrás de él; pero el buen médico, que salió a su encuentro con el cirujano, les impidió acercarse al cadáver y les dijo:

-Aléjense ustedes de este triste objeto y permitan que, hasta donde alcance mi arte, dé duración a los restos de esta singular criatura. Quiero, ejercitar al punto con la querida niña el bello arte no sólo de embalsamar un cuerpo, sino de conservarle apariencias de vida. Como preveía ya su muerte, hice todos los preparativos, y, con este ayudante, espero tener éxito. Concédanme ustedes un plazo de algunos días, y no pretendan volver a ver a la querida niña hasta que la hayamos llevado a la Sala del Pasado.

El joven cirujano tenía otra vez entre sus manos aquella curiosa cartera de instrumentos.

-¿De quién puede haberla adquirido? -preguntole Guillermo al médico.

-La conozco muy bien -respondió Natalia-; procede de su padre, que le vendó a usted en otro tiempo en el bosque.

-¡Oh, entonces no me había equivocado! -exclamó Guillermo-; al instante conocí la cinta. Cédamela usted; fue lo primero que me puso sobre la pista para encontrar a mi bienhechora. ¡A cuántos bienes y daños no puede sobrevivir un objeto inanimado, tal como éste! ¡De cuántos dolores no fue ya testigo esta cinta, y su tejido subsiste siempre! ¡A cuántas criaturas humanas no ha acompañado en sus últimos momentos, y sus colores aún no se han marchitado! Estuvo presente en uno de los más hermosos momentos de mi vida, cuando yacía yo herido sobre el suelo. Usted apareció ante mí como figura benéfica, al tiempo que, con ensangrentados cabellos, se tomaba los más tiernos cuidados por mi vida la niña cuya temprana muerte lloramos.

Los amigos no tuvieron mucho tiempo para discurrir sobre aquel triste acontecimiento y explicarle a la señorita Teresa la historia de la niña y la probable causa de su inesperada muerte, pues fueron anunciados forasteros, los cuales, cuando estuvieron presentes, resultó que en modo alguno lo eran. Entraron Lotario, Yarno y el abate. Natalia fue al encuentro de su hermano; entre los restantes prodújose un silencio instantáneo. Teresa le dijo, sonriéndose, a Lotario:

-Apenas creería usted encontrarme aquí; por lo menos, no es muy aconsejable que nos busquemos en tales momentos; no obstante, le saludo cordialmente después de tan larga ausencia.

Lotario le tendió la mano y respondió:

-Si hemos de sufrir y carecer, siempre podemos hacerlo en presencia del objeto deseable y querido. No pretendo ejercer ningún influjo sobre su decisión, y mi confianza en su corazón, inteligencia y buen sentido es siempre tan grande, que pongo en sus manos mi destino y el destino de mi amigo.

La conversación, dirigiose en seguida a cuestiones generales, y hasta puede decirse que a asuntos insignificantes. La reunión dispersose muy pronto, para pasear por parejas separadas. Natalia había ido con Lotario, Teresa con el abate y Guillermo había quedado en el castillo con Yarno.

La aparición de los tres amigos en el momento en que a Guillermo le abrumaba tan gran dolor, en vez de distraerlo, había excitado y empeorado su humor; estaba enojado y lleno de sospechas, y ni pudo ni quiso ocultarlo cuando Yarno le habló de su displicente silencio.

-¿Es necesario todavía más? -exclamó Guillermo-. Llega Lotario, preséntase con sus consejeros, y sería raro que aquellos misteriosos poderes de la torre, que siempre están tan ocupados, no actuaran también en este caso, y no sé qué extraño propósito querrán realizar con nosotros y en nosotros. En cuanto puedo conocer a esos santos varones, su laudable intención parece siempre ser la de separar lo que está unido y unir lo que está separado. La trama que puede originarse de ello será siempre un enigma para nuestros ojos profanos.

-Se muestra usted lleno de enojo y amargura -dijo Yarno-; está muy bien. Y si quiere usted enfadarse por completo, será aún mejor.

-Todo se andará -respondió Guillermo-, y temo mucho que esta vez se desea excitar hasta el último extremo mi paciencia natural y adquirida.

-Podría yo, por tanto -dijo Yarno-, mientras vemos adónde van a parar estas historias, contarle algo de la torre, contra la que parece abrigar usted tan gran desconfianza.

-Como usted guste -respondió Guillermo-, si se atreve a hacerlo, aunque esté yo distraído. Mi ánimo está lleno de tantas cosas, que no sé ya si podrá conceder a esas dignas aventuras todo el interés que les debo.

-Su agradable estado de ánimo -dijo Yarno- no me apartará de explicarme con usted acerca de este punto. Usted me considera como un mozo astuto, y quiero que también llegue a tenerme por un hombre borrado; y, lo que es más, esta vez tengo el encargo de hacerlo.

-Desearía que hablara usted de modo espontáneo y con voluntad de darme luz -respondió Guillermo-; pero ya que no puedo oírle sin desconfianza, ¿para qué he de escucharle?

-Si en este momento no tengo mejor cosa que hacer que referir cuentos -dijo Yarno-, también usted tendrá tiempo para consagrarme alguna atención; acaso esté usted ya dispuesto a ello, si comienzo por decirle que todo lo que ha visto usted en la torre no son propiamente más que reliquias de una empresa juvenil, que al principio fue tomada con gran seriedad por la mayor parte de los iniciados, y de la cual todos se sonríen ahora cuando llega el momento.

-Por tanto, sólo son juego esos nobles símbolos y esas imponentes palabras -exclamó Guillermo-; se nos conduce con solemnidad a un lugar que nos infunde respeto; hácesenos ver maravillosas apariciones; dánsenos rollos llenos de sentencias magníficas y misteriosas, de las que, a la verdad, sólo comprendemos la menor parte; se nos comunica que hasta entonces no hemos sido más que aprendices, se nos deja marchar, y sabemos tanto como antes.

-¿No tiene usted a mano el pergamino? -preguntó Yarno-; contiene mucho bueno, pues esas sentencias generales no han sido escritas a humo de pajas; a la verdad, sólo le parecen obscuras y vacías a aquel en quien no susciten el recuerdo de alguna experiencia. Deme usted la llamada carta de aprendizaje, si la tiene usted a su alcance.

-Y tan a mi alcance -replicó Guillermo-; siempre habría que llevar sobre su corazón este amuleto.

-Pues bien -dijo Yarno, sonriéndose-; quién sabe si alguna vez su contenido no encontrará lugar en su corazón y en su cabeza.

Yarno echó una ojeada al documento y recorrió rápidamente con la vista toda su primera mitad.

-Esto -dijo- se refiere al cultivo del sentimiento artístico, cosa de que tratarán otros; la segunda mitad trata de la vida, y ahí me encuentro yo más en mi terreno.

Entonces comenzó a leer diversos pasajes, entremezclando y enlazando entre ellos observaciones y relatos.

-Es extraordinaria la afición de la juventud hacia lo secreto, las ceremonias y las palabras solemnes, lo cual es, con frecuencia, señal de cierta profundidad de carácter. A esa edad quiere sentirse uno apresado y afectado en todo su ser, aunque solo sea de una manera obscura e imprecisa. El mancebo, que presiente mucho, cree encontrar muchas cosas en un misterio, quiere gran significación en un secreto y tener que actuar conforme a él. El abate fortaleció este sentido en una reunión de jóvenes, en parte por los principios dichos, en parte por afición y costumbre, pues en otro tiempo había estado afiliado a una sociedad que tenía que actuar mucho en lo secreto. Yo era el que se encontraba peor dispuesto para tal modo de proceder. Era mayor que los otros; desde la niñez había sido clarividente, y en todas las cosas sólo deseaba claridad; no tenía ningún otro interés sino el de conocer el mundo tal como era, y contagié esta afición a los mejores de los otros compañeros, con lo cual faltó poco para que tomara mal rumbo toda nuestra educación, pues comenzamos a no ver más que las faltas ajenas y sus limitaciones, teniéndonos a nosotros mismos por seres excelentes. El abate vino en nuestro auxilio y nos enseñó que no hay que observar a los hombres sin interesarse por su perfeccionamiento, y sólo se encuentra uno en situación de poder observarse y espiarse a sí mismo cuando ejerce una actividad. Nos aconsejó que conserváramos aquellas primeras formas de sociedad; mantúvose, pues, algo sometido a ley en nuestras reuniones, advirtiose la huella de la primera impresión mística en la organización del conjunto; después tomose como símbolo la forma de un oficio que se eleva hasta el arte. Por eso hubo las denominaciones de aprendices, compañeros y maestros. Quisimos ver por nuestros propios ojos y crear un archivo particular de nuestro conocimiento del mundo; de ahí proceden las numerosas confesiones, en parte escritas por nosotros mismos, en parte procedentes de haber inclinado a otros a que lo hicieran, con las que después fueron compuestos Los años de aprendizaje. No todos los hombres se ocupan realmente de su formación; muchos sólo desean un remedio doméstico para lograr su bienestar, recetas para encontrar la riqueza y toda especie de goces. Todas estas gentes que no quieren caminar con sus propios pies son detenidos en parte con mistificaciones y otros juegos de manos, en parte son dejados a un lado. Sólo hablamos en nuestro propio tono a los que sienten vivamente y conocen con claridad aquello para lo que han nacido y se han ejercitado bastante para seguir su camino con cierta alegría y facilidad.

-Pues se han dado ustedes demasiada prisa conmigo -replicó Guillermo-, porque precisamente desde aquel momento sé menos que nunca lo que puedo, quiero o debo hacer.

-Sin culpa alguna hemos caído en este enredo; que la buena suerte nos ayude a salir de él. Escuche usted, mientras tanto: aquel en quien hay mucho que desarrollar, comprenderá con mayor retraso el mundo y a sí mismo. Sólo hay pocas personas que sean capaces de pensar y hacer al mismo tiempo. La reflexión dilata, pero paraliza; la acción vivifica, pero limita.

-Le suplico que no me lea usted más de esas sentencias raras -interrumpiole Guillermo-. Ya me han confundido bastante esas palabras.

-Pues me atendré a la narración -dijo Yarno, arrollando a medias el pergamino y sólo de vez en vez lanzando sobre él una mirada-. Yo mismo he sido quien menos servicios presté a nuestra sociedad y a los hombres; soy muy mal maestro; me es insoportable ver cómo hace torpes tentativas cualquier persona; al que se equivoca tengo que darle voces en seguida, aunque sea un sonámbulo a quien vea en camino de romperse el pescuezo. Sobre ello he tenido siempre mis dificultades con el abate, quien afirma que el error sólo puede ser curado por el error. También acerca de usted hemos disputado con frecuencia: él le había tomado especial estimación, y ya quiere decir algo atraer su atención en grado tan alto. Tiene usted que concederme que, dondequiera que yo le haya encontrado, le dije siempre la pura verdad.

-Me ha tratado usted con pocos miramientos -dijo Guillermo-, y parece que se mantiene usted fiel a sus principios.

-¿Para qué tratar con miramientos -repuso Yarno- a un joven lleno de diversas y excelentes disposiciones, que emprende una dirección completamente falsa?

-Perdone usted -dijo Guillermo-, pero usted me ha negado bastante severamente toda capacidad para ser cómico; le confieso que, aunque haya renunciado por completo al teatro, no puedo declararme incapaz en absoluto para la escena.

-Y en cuanto a mí -dijo Yarno-, tengo muy bien sabido que aquel que sólo puede representarse a sí mismo no es un comediante. Quien no puede transformar de muchas maneras su espíritu y su figura no merece tal nombre. Así, por ejemplo, sé que ha representado bien el Hamlet y algunos otros papeles, en los que lo ayudaban a usted su carácter, aspecto físico y su disposición del momento. Eso sería bastante para un aficionado al teatro o para cualquiera que no viera ningún otro camino abierto ante sí. Hay que defenderse de un talento -prosiguió Yarno, echando la vista sobre el rollo- que no se espera llevar a la perfección. Aváncese en él cuanto se quiera, pero, por último, al reconocer que todo es mérito del maestro, lamentarase dolorosamente la pérdida de tiempo y de fuerzas empleadas en tal chapucería.

-¡No lea usted! -dijo Guillermo-, se lo suplico; siga usted hablando, cuénteme usted, explíqueme usted las cosas. Por lo tanto, ¿fue el abate quien me ayudó en el Hamlet, procurándome un fantasma?

-Sí, pues aseguraba que era el único camino para curarle a usted, si era usted curable.

-¿Y por eso fue por lo que me dejó el velo, mandándome que huyera?

-Sí, y hasta esperaba que, después de la representación del Hamlet, estaría agotado todo su gusto por el teatro. No volvería usted después a pisar las tablas, según él afirmaba; yo creía lo contrario, y tuve razón. Aun disputamos sobre ello aquella misma noche después de la función.

-Según eso, ¿usted me vio representar?

-Ciertamente.

-¿Y quién hizo de fantasma?

-Yo mismo no puedo decírselo: el abate o su hermano gemelo; pero creo que este último, porque es un poco mayor.

-Por tanto, ¿también tienen ustedes secretos unos para otros?

-Los amigos pueden y deben tener mutuamente secretos; pero no son un secreto uno para otro.

-Me confunde ya la sola idea de esa confusión. Explíqueme usted cómo es ese hombre a quien soy deudor de tantas cosas, y a quien puede hacer tantos reproches.

-Lo que lo hace tan precioso para nosotros -respondió Yarno-, lo que, hasta cierto punto, le da señorío sobre todos es la libre y aguda mirada que le dio la Naturaleza para conocer todas las fuerzas que residen en el hombre, cada una de las cuales puede desenvolverse a su modo. La inmensa mayoría de los hombres, aun los más distinguidos, son seres limitados: cada cual aprecia ciertas propiedades en sí y en los otros; no favorece más que a éstas, no quiere cultivar más que a ellas solas. El abate actúa de un modo totalmente opuesto: tiene espíritu para todo, se interesa por todo y lo comprueba y lo suscita. En este punto tengo que volver a leer el rollo -prosiguió Yarno-: Todos los hombres componen la humanidad; todas las fuerzas tomadas en conjunto, el mundo. Estas suelen estar en oposición unas con otras, y al tratar de destruirse, la Naturaleza las mantiene unidas, y vuelve a producirlas. Desde el menor y más grosero impulso mecánico hasta el más alto ejercicio de las artes espirituales; desde los balbuceos y gritos del niño hasta las más excelsas manifestaciones del orador y del cantante; desde las primeras peleas del mozuelo hasta los monstruosos preparativos con los que los países son defendidos y conquistados; desde la más leve benevolencia y el más pasajero amor hasta la más violenta pasión y el más grave compromiso; desde el más neto sentimiento de presencia sensual hasta las más suaves sospechas y esperanzas de un remotísimo porvenir espiritual: todo eso y mucho más reside en el hombre y tiene que ser cultivado; pero no en uno, sino en muchos. Cada disposición es importante y tiene que ser desarrollada. Si el uno sólo cultiva lo bello y el otro sólo lo útil, componen entre los dos un ser humano. Lo útil se fomenta por sí mismo, porque la muchedumbre lo produce y nadie puede carecer de él; lo bello tiene que ser fomentado, pues pocas gentes lo crean y muchas lo necesitan.

-¡Basta! -exclamó Guillermo-; ya he leído todo eso.

-Aún unas pocas líneas -repuso Yarno-; aquí vuelvo a encontrar plenamente al abate: Una fuerza domina a otra, pero ninguna puede formar a la otra; sólo en cada disposición natural reside la fuerza para perfeccionarse; eso lo comprenden muy pocos hombres, aunque quieran enseñar y dirigir.

-Y tampoco yo lo comprendo -repuso Guillermo.

-Con bastante frecuencia oirá usted hablar de este texto del abate, y, por tanto, veamos y afirmemos claramente lo que hay en nosotros y lo que podemos cultivar en nosotros; seamos justos para con los demás, pues sólo somos estimables en cuanto sabemos estimar.

-¡Por caridad, no más sentencias! Siento que son muy mal remedio para un corazón herido. Es mejor que me diga usted, con su cruel exactitud, lo que esperan ustedes de mí y cómo y de qué manera quieren ustedes sacrificarme.

-Le aseguro que más adelante nos pedirá usted perdón por cada una de sus sospechas. A usted le corresponde ensayar y elegir y a nosotros prestarle auxilio. El hombre no es feliz sino cuando se han puesto límite por sí mismas sus ilimitadas aspiraciones. No me haga usted caso a mí, sino al abate; no piense en sí mismo, sino en lo que le rodea. Aprenda, por ejemplo, a concebir las excelencias de Lotario; cómo su alto juicio y su actividad están inseparablemente unidos uno con otra, cómo progresa siempre, cómo se desenvuelve constantemente y arrastra consigo a los otros. Dondequiera que esté, siempre lleva consigo un mundo; su presencia vivifica e inflama. Mire usted, en cambio, a nuestro buen médico: parece poseer por completo la naturaleza más opuesta. Si aquél actúa sólo en el conjunto y hasta desde lejos, no dirige éste su clara mirada sino a las cosas más inmediatas; más bien procura medios para ejercer la actividad que la provoca y anima; su modo de proceder es en todo semejante a una buena administración; su influencia es silenciosa, ya que sólo ayuda a cada cual en su esfera; su ciencia es un perenne recoger y distribuir, un tomar y dar cosas pequeñas. Acaso Lotario podría destruir en un día lo que este emplea años en edificar; pero quizá también Lotario comunica en un momento a los otros la fuerza necesaria para volver a reconstruir cien veces lo destrozado.

-Es una triste ocupación -dijo Guillermo- tener que pensar en los méritos ajenos en un momento en que no está uno de acuerdo consigo mismo; tales consideraciones convienen muy bien a un hombre tranquilo, no a quien está agitado por la pasión y la incertidumbre.

-Considerar las cosas tranquila y sensatamente no daña en ningún tiempo, y al habituarnos a pensar en los merecimientos de los otros pónense inadvertidamente en su lugar los nuestros, y renunciamos gustosos a toda falsa actividad suscitada en nosotros por la fantasía. Liberte usted, si es posible, su espíritu de toda sospecha e inquietud. Allí viene el abate; sea usted amable con él, hasta que aprenda aún más cuánta gratitud le debe. ¡El muy picarón! Viene entre Natalia y Teresa, y apostaría que está tramando algo. De igual modo que, en general, le gusta representar, en cierto grado, el papel del destino, tampoco se libra a veces del capricho de hacer un matrimonio.

Guillermo, cuya disposición de ánimo, colérica y enojada, no se había mejorado con las prudentes y bondadosas palabras de Yarno, encontró altamente indelicado que su amigo mencionara tales cosas justamente en aquel momento, y le dijo, cierto que sonriéndose, pero no sin amargura:

-Creía yo que se dejaba el capricho de hacer los matrimonios a las personas que se aman.