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ArribaAbajoCapítulo LXXII

Por qué circunstancia imprevista el vizconde del Juncal descubrió dónde estaba María


En el momento que comenzamos este capítulo, un grupo de diez o doce soldados completamente ebrios penetró dando grandes voces en la taberna del Ojazos, sita en el barrio de Afligidos y a espaldas de la casa del perfumista con la cual se comunicaba, si bien entre las dos y en comunicación con ambas, mediaba una casita de pobre y ruin apariencia, construida a la malicia como muchas de aquellos tiempos.

-Vino, vino; aquí, patrón -dijo uno de aquellos súbditos de Baco dando un tremendo puñetazo sobre una de las apolilladas mesas, que al recibir el golpe lanzó una nube de polvo.

Un chicuelo, prototipo de impudencia y de descaro, salió al encuentro del grupo, y dirigiéndose al soldadote que tan tremendo porrazo descargara momentos antes sobre la mesa, le dijo insolentemente:

-Vamos a ver, ¿qué hay? siempre será mayor el ruido que las nueces, y la bulla que el gasto hecho; ¿qué se os ofrece? -añadió.

-Se me ofrece -contestó el soldado- que te traigas al instante media docena de cuartillos del blanquillo de Yepes.

-¿Y para eso tanta bulla? -dijo el chico- media docena de cuartillos para todo un ejército, capaz de beberse el río Ebro si el Ebro fuera de vino.

-Anda, racimo de horca, anda y tráete lo que he dicho, si no quieres que de una coz te haga yo andar y desandar el camino.

Y levantando el pie quiso acompañar la acción a la palabra, si bien con tan mala suerte, que perdiendo el equilibrio al alzar el pie, y después de dos o tres pasos en falso, dio un tremendo batacazo contra una de las mesas.

-El que lo coja, para él -dijo riendo el chiquillo.

Y una carcajada general acogió estas palabras del muchacho, el cual ágil como una ardilla y satisfecho de su habilidad y de su ingenio, se dirigía a servir a los soldados, mientras su brusco interlocutor, el soldadote del puntapié, se levantaba mohíno entre la risa y algazara general.

-Ni la del ángel rebelde ha sido mayor caída que la tuya -dijo al soldado que se incorporaba uno de sus compañeros, el cual si bien con poco aprovechamiento había pisado algunos años los claustros de la Universidad de Salamanca. -El hombre es débil -añadió- y está siempre expuesto a caer en la tentación.

-Valiente tentación -dijo otro. -No sabía yo que a las mesas de las tabernas se les llamaba tentaciones.

-A cualquiera se le va un pie -dijo mohíno y de mal talante el aludido en el momento en que el chico depositaba sobre la mesa los seis cuartillos pedidos y unas cuantas cazuelas o vasijas de barro, receptáculos que en la taberna de Ojazos reemplazaban habitualmente los vasos.

El soldadote que había tratado de sacudir el polvo a Medio diente, así se llamaba el chico, quiso volver a hacerlo, no bien éste dejó sobre la mesa las vasijas; pero sus compañeros se interpusieron y le calmaron.

-Haya paz entre los ruines -dijo el soldado ex-alumno de Salamanca. -Este chiquillo, aquí donde lo ves, es una brava pieza, y por lo tanto, en vez de reñir con él, debes tratar de ser su amigo. Haced, pues, las paces, y sed buenos amigos.

Y diciendo y haciendo, o por mejor decir, diciendo y cogiendo al chico por el cogote, le levantó a una formidable altura, dejándole caer desde ella en los brazos del soldado, el cual olvidando su anterior resentimiento, le abrazó con tanta fuerza y entusiasmo, que el chico lanzó un ¡ay!

-Ni el de Judas fue peor que éste -dijo Mediodiente respirando con toda la fuerza de sus pulmones no bien se vio libre del soldado. -Si así abrazáis a vuestras novias, el demonio me lleve si no las descostilláis.

Rieron los soldados de la ocurrencia, y mientras los unos reían y los otros juraban o cantaban, y todos a porfía daban fin del de Yepes, un caballero entró en la taberna, sentándose junto a una de las mesas inmediatas.

Aquel caballero que había entrado era un antiguo conocido nuestro, puesto que era don Luis de Guevara, al cual, su amor a Paca y una carta falsa pero firmada por ésta, habían conducido hasta la taberna del Ojazos.

Sentóse, como hemos dicho, nuestro caballero, junto a una de las mesas inmediatas a la que ocupaban los soldados, sin que éstos, entretenidos en beber, reír y blasfemar, notaran su presencia.

-Aquí todo lo que hay es bueno- decía Mediodiente, el cual, excitado por el vino que los soldados le daban y por el placer y risas con que lo oían, charlaba hasta por los codos. -Si supierais..... -añadió.

Y nuestro chicuelo, medroso de lo que iba a decir, calló súbitamente.

-Si supierais..... ¿qué? -exclamaron a una dos o tres soldados.

-Lo que hay aquí, y que aun cuando no se vende es lo mejor que se ha visto..

-¿Y qué es ello? -dijo el soldado leguleyo- ¿acaso vino moro?

-Aunque vino, no es vino, ni moro ni cristiano -repuso el chicuelo- sino algo mejor que eso. La taberna del Ojazos -añadió- guarda hoy una cosa que yo me sé, y que bien vale un tesoro.

-¡Habla, habla! -dijeron a coro los soldados, cuya curiosidad estaba ya excitada.

-Más vale callar -dijo el chico.

-¿Cómo que callar? Después que nos has hecho creer un cuento es preciso que acabes de contarnos, no vayan estos caballeros a figurarse por lo menos que esta taberna es una cueva donde un mago guarda una princesa encantada.

-Algo hay de princesa -dijo el chico.

-Pues cuenta, hijo, cuenta -repuso el soldado alumno de Salamanca, dando al chico al mismo tiempo un ancho cuenco de vino.

Bebiólo el rapaz, y bajando mucho la voz y en tono misterioso, dijo de una manera casi imperceptible:

-Ahí dentro hay una mujer oculta.

-¡Que se vea! ¡Que se vea! -prorrumpieron a una los soldados poniéndose súbitamente de pie y buscando con ávida mirada el sitio donde aquella una que decía Mediodiente, podía estar oculta.

-Yo os diré dónde está con tal que no le digáis al Ojazos que he sido yo quién lo ha hecho.

-Te lo juramos por nuestra conciencia -dijeron los soldados.

-Mal juramento es, porque no la tenéis -contestó el chico- pero sea lo que Dios quiera.

Y echó a andar hacia el interior de la taberna seguido de los soldados, que en revuelta confusión, más bien le empujaban que seguían.

Triste el pálido semblante, llorosos sus bellos ojos, María, la hija del conde de Lazán, se encontraba en una de las habitaciones de la casa, que con comunicación a ambas, se hallaba situada entre la taberna del Ojazos y la casa del perfumista.

Preocupado su pensamiento, abismado su espíritu en sí mismo, María no sintió el infernal estrépito ni la horrorosa gritería de la ebria soldadesca que a su habitación se aproximaba, hasta que aquella turba de miserables, completamente borrachos, se presentó ante sus ojos.

-¿Qué buscáis aquí? ¿Qué quereis de mí? -dijo María, dando dos o tres pasos hacia ellos.

Y aquellos miserables, aquellos borrachos, sorprendidos por la espléndida hermosura de María, callaron un momento y retrocedieron un paso.

Nada más fácil que sorprender a una turba. Una palabra, un gesto, una mirada, bastan a veces para detener a las masas, las cuales pueden volver a ser irritadas con igual facilidad por otro gesto cualquiera.

Si se nos permite una comparación, diremos que las masas y el mar son de igual naturaleza, pues cualquier viento las enfurece y cualquier viento las calma, siendo ambas, masas y mar, igualmente temibles, ciegas y brutales.

Hemos dicho que la soldadesca se sobrecogió un momento ante la incomparable hermosura de María, pero repuestos después, uno de aquellos furiosos abarcó con su brazo la cintura de la joven, diciéndola balbuciente:

-Ven, prenda, ven a beber con nosotros, y ya verás lo que es bueno.

-¡Socorro! ¡favor! -gritó María.

Y sus palabras y su aliento quedaron suspensos en sus labios, cayendo desmayada en los brazos del rudo soldadote que abrazada la tenía.

Como sigue la detonación al fogonazo en un arma de fuego; como el ígneo relámpago sigue al ronco trueno; al grito de María, a las palabras de ¡socorro! ¡favor! por ella pronunciadas, siguió un poderoso ¡ira de Dios! y más copiosa que lluvia torrencial, una abundantísima lluvia de cintarazos, que espada en mano, dejaba caer don Luis sobre aquella chusma ebria.

Volviéronse los soldados.

-¡A él! -gritó Mediodiente que había recibido un poderoso cintarazo.

Y todos a un tiempo acometieron a don Luis, el cual de un solo salto se colocó al lado de María, a la cual no reconoció sin embargo, porque hostigado por la soldadesca, ni aun tuvo tiempo para mirar el semblante de la joven.

-¡Canallas, miserables! -decía don Luis, comenzando a herir con la punta de su espada a sus contrarios, a los cuales hasta entonces no había administrado más que algunos golpes de plano. -Vais a morir todos.

Y revolviéndose como un león enjaulado, hería sin piedad ni compasión, mientras la soldadesca arremolinada se defendía y aún trataba de ofender a don Luis, con los bancos y sillas del aposento.

Un estrépito infernal se armó en aquella reducida habitación y tan grande fue que no solamente llegó hasta la taberna y casas inmediatas, sino que hasta desde la calle era oído llamando la atención de varios vecinos y transeúntes.

Un caballero que en el momento en que esto sucedía pasaba por la calle, oyó también el estrépito, y sea que por su carácter aventurero o por otra cualquier circunstancia aquello le interesara, se lanzó a la taberna guiándose por el sonido y diciéndose a sí mismo:

-Pues yo he de ver lo que es eso.

Uno contra muchos, don Luis, a pesar de su arrojo y de su valor no podía tener a raya sin embargo a la soldadesca que furiosa y estimulada por el vino, por el ardor del combate y por el olor de la sangre ya vertida, quería a todo trance apoderarse de María.

Sus fuerzas se gastaban en aquella desigual lucha y aun cuando decidido a vencer o morir hacía prodigios de valor, comprendía con desesperación que iba a ser al fin vencido.

-¡Ánimo! -gritó en aquel entonces el caballero que hemos visto entrar en la taberna. -¡Ánimo! -volvió a decir- que aquí teneis quien os ayude contra esta turba de miserables que muchos en número acometen a un hombre solo.

Reanimóse don Luis con estas palabras, y desnudando su espada el que tal había dicho, mientras el uno de frente, acometió el otro a sus contrarios por la espalda.

Volviéronse furiosos algunos de los soldados y uno de ellos aquel soldado ex-alumno de Salamanca, reconoció al joven que en auxilio de don Luis venía.

-¡El vizconde del Juncal! ¡el sobrino del ministro! -exclamó.

Y tanto el que tal dijo como sus compañeros que tal oyeron, pusieron pies en polvorosa.

Dos o tres heridos y un muerto, María y sus salvadores, don Luis de Guevara y el vizconde del Juncal, quedaban únicamente en las habitaciones.




ArribaAbajoCapítulo LXXIII

Continúan los antecedentes sobre los sucesos anteriores


Hemos dicho en el capítulo anterior que don Luis había recibido una carta de Paca, carta que le obligó a dirigirse a la taberna de Ojazos, y en otros capítulos manifestamos que el conde de Lazán y su hijo, juzgando al joven autor de la desaparición de María, habían estado en su casa, y exaltados por su misma cólera, habían denostado duramente al herido sin que las razones dadas por el joven fuesen bastantes a modificar la creencia en que estaban.

Efectivamente, a pesar de que Antonio, como ya manifestamos, había tratado de hacerles desistir de aquella creencia, padre e hijo, impacientes viendo que pasaban los días, que nada sabían de su hija, y que el estado de don Luis iba adelantando, presentáronse en su casa una mañana.

Los criados no les pusieron impedimento alguno, y franqueáronles el paso hasta la habitación en que el joven convaleciente se hallaba sentado en un sillón, teniendo a muy corta distancia a su padre, que al ver al de Lazán y a su hijo, no pudo menos de inmutarse.

Algo de las presunciones que el de Lazán tenía, habíale dicho don Francisco de Guevara a su hijo y éste le había contestado con una ingenuidad tal, que no dejaba lugar a duda alguna de que aquellas suposiciones eran completamente injustificadas.

La aparición de ambos, como ya hemos dicho, inmutó algún tanto a don Francisco que temió alguna otra nueva escena inconveniente para su hijo, y deseando evitarla después de las primeras frases un tanto frías y ceremoniosas que entre ellos se cambiaron, dijo:

-Muy delicada es todavía la salud de mi hijo, y como su cabeza se halla bastante débil, si os place pasaremos a otra habitación donde podremos con mayor libertad hablar.

-Precisamente el objeto que aquí nos trae -repuso el vizconde- se refiere a vuestro hijo, y con él únicamente debemos entendernos.

-Es que.....

Iba a continuar don Francisco, pero su hijo le interrumpió diciendo:

-Dejadles, padre, dejadles, que puesto que tienen algo que tratar conmigo, justo es que les escuche.

-No pretendo que me escuchéis solamente -repuso el vizconde con acritud.

-¿Pues qué pretendéis entonces? - preguntó con alguna- altivez don Luis.

-Que me contestéis a las preguntas que voy a haceros.

-Luego ¿se trata de un interrogatorio?

-Como todo crimen lo lleva consigo -repuso el padre de María.

-Señor conde -se apresuró a decir don Francisco- reparad las frases que vertéis.

-Todas son todavía pálidas para denostar la acción de vuestro hijo.

-Pero, señores; ¿tendréis la bondad de decirme clara y terminantemente de qué se me acusa? -exclamó don Luis medio incorporándose en el sillón en que estaba sentado- ¿persistís todavía en la idea de que yo he sido el raptor de vuestra hija?

-¿Tendréis acaso la cobardía de sostener vuestra negativa? -preguntó el vizconde.

A pesar de la palidez que cubría el rostro de don Luis, advirtióse en él todo el efecto que semejante insulto le causaba.

Un relámpago de ira brilló en sus ojos, y con acento alterado dijo:

-Recordad, vizconde, que habéis sido mi amigo.

-¿Y qué queréis decirme con eso?

-Que vos dijisteis muchas veces que no podíais ser amigo de ningún cobarde y de ningún mal caballero.

-Por esa razón he renunciado a vuestra amistad.

-¡Oh!

Y don Luis hizo un movimiento como si hubiera tratado de arrojarse sobre el vizconde.

-Pero su herida recordóle al punto la imprudencia que trataba de cometer, y mal de su grado volvió a caer sobre el sillón, diciendo:

-Don Carlos: ¿cómo podremos calificar la acción de insultar a un hombre que no puede defenderse?

-No temas, hijo -se apresuró a responder don Francisco- aquí está tu padre que recoge las palabras contra ti dirigidas, y que exige al señor vizconde de Lazán la satisfacción que nuestra honra ultrajada reclama.

-Justificadas están las palabras de mi hijo -repuso el conde-y ya tuve ocasión de deciros, don Francisco, todo cuanto había en este asunto.

-Y yo os dije entonces y os vuelvo a repetir hoy, que no podía creer a mi hijo culpable de semejante infamia.

-¿Pues quién otro puede ser? -preguntó impetuosamente Carlos de Lazán.

-¿Quién otro? -dijo don Luis.-¿Acaso es a mí a quien toca averiguarlo? ¿He ido yo acaso a acusaros por la herida que a traición me infirieron? Vosotros sois los que debisteis averiguar quién o quiénes habían sido los raptores de doña María a quien he respetado siempre lo bastante para mancillar su honor. ¿Qué pruebas tenéis para acusarme?

-Pruebas tenemos -repuso el conde.

-¿Dónde están? ¿Quién os las ha dado?

-En primer lugar, vos mismo.

-¡Yo!

-Sí, vos; recordadlo bien.

-No os comprendo.

-¿No os atrevisteis a poner vuestros ojos en mi hermana? -preguntó el vizconde.

-¿Y eso era un crimen acaso? Podría ser una falta excusable con la misma belleza y el candor de vuestra hermana; ambos cedimos tal vez a la simpatía, a la misma intimidad de las relaciones que teníamos desde que yo vine a Madrid, pero hubo un momento en que cayó de nuestros ojos la venda, y yo no he tenido para doña María más que el respeto y la consideración que debía tenerla.

-Si vos cedisteis, fue obligado por la fuerza.

-¿Por la fuerza?

-Porque mi hermana, cumpliendo sus deberes, mejor que vos cumplisteis con los vuestros, os obligó a separaros de ella.

-Y el despecho -añadió el conde- despecho injusto y a todas luces indigno, os ha movido a dar un paso tan criminal como éste.

-Vamos, señor conde, tened la bondad de no hacer tales afirmaciones; vuelvo a repetiros que nada sé de vuestra hija, y que desearía únicamente encontrarme en disposición de poder ayudaros en vuestras pesquisas.

-Jamás creí que pudiera llevarse la impudencia hasta el extremo que lo estáis haciendo. Responded por última vez, ¿queréis decirnos dónde habéis llevado a mi hermana?

-Señor vizconde -dijo don Francisco cortando la frase con que iba a contestar su hijo- he tenido la honra de deciros que Luis es ajeno por completo a la desgracia que deploráis y que yo deploro también, y al afirmaros esto, creed que lo hago con la completa convicción de que es verdad, y siendo así, habéis de comprender cuánto me estoy violentando para no haber castigado ya, cual debía, vuestro incalificable lenguaje.

-Reparad, don Francisco -dijo el conde- que la herida que hemos recibido es muy profunda.

-Pero no tanto que os haga olvidar lo que a nuestra honra se debe.

-Padre -dijo el vizconde-¿vinimos a esta casa a gastar lastimosamente el tiempo en vanas palabras?

-¿Y qué otra cosa queríais hacer?

Y el acento de don Francisco al hacer esta pregunta vibró de un modo tan severo y tan enérgico al mismo tiempo, y su mirada adquirió tan imponente expresión que el joven no pudo menos de conmoverse algún tanto.

Pero su conmoción fue breve.

Repúsose al punto, y dijo volviéndose a su padre:

-Padre mío, veo que de momento nada podremos hacer aquí; lo mismo don Francisco que su hijo se han propuesto ocultar el hecho; y como que el uno por anciano y el otro por el estado en que se halla no pueden darnos la única reparación que necesitamos, esperemos a que don Luis se encuentre en disposición de manejar una espada, y entonces veremos si tiene valor suficiente para seguir sosteniendo su impostura.

-Callad, vizconde, que aun herido y todo estáis poniéndome en el caso de que trate de vengar vuestros ultrajes.

Y don Luis, lívido de coraje, consiguió levantarse del sillón y dar algunos pasos hacia su adversario.

Pero el conde de Lazán se adelantó, diciendo:

-Sosegaos, don Luis; lo mismo mi hijo que yo daremos tregua a nuestro enojo, que fuera indigno de nosotros cruzar nuestra espada con quien apenas puede sostenerse.

-En cambio -repuso don Francisco- yo puedo hacerlo; yo que creo inocente a mi hijo del crimen que le imputáis, que sufro y siento arder mi sangre bajo el fuego de vuestros ultrajes, dispuesto me hallo a daros cuantas satisfacciones queráis, con tal que pueda vengar las ofensas que nos inferisteis.

-No sois vos el culpable, caballero.

-Lo soy desde el momento en que hago míos los actos de mi hijo y todas las frases que pueden ofenderle.

-¡Don Francisco! el amor de padre os ciega.

-Lo mismo que a vos os ciega la ira, haciéndoos sordo a la voz del honor y de la amistad.

-¿Qué queréis decir? -preguntó el de Lazán.

-Que mi amistad ha sido siempre sincera para vos, que había creído que conocíais mi lealtad y mi honradez lo bastante para no poner jamás en duda mis palabras, y que cuando así lo habéis hecho es prueba evidente de que he dejado de ser vuestro amigo.

-Si apadrináis a vuestro hijo, si queréis disculpar sus actos ¿cómo es posible que crea en vuestra amistad?

-Salgamos de aquí, padre; salgamos de aquí para que no digan nunca estos señores que nos hemos prevalido de su debilidad para continuar nuestros insultos.

Don Luis había vuelto a caer en el sillón y en su impotencia para responder cual hubiera deseado a las provocaciones del joven, contentóse con dirigirle una mirada tan terrible que el vizconde hubo de comprenderla, porque dijo:

-Os comprendo, don Luis; enfrenaré mi enojo hasta que estéis en disposición de manejar una espada, pero ¡ay de vos si cuando ese caso llegue no os encuentro dispuesto a darme vuestra vida por la honra que nos habéis quitado!

-Tomad la mía cuando gustéis -replicó don Francisco.

-Ya os dije que no es con vos, señor, con quien debo dejar terminado este asunto.

-Cesad, don Francisco -dijo el conde que había tenido siempre por un modelo de honradez y de lealtad al anciano- y dejemos que vuestro hijo pueda responder cumplidamente a los cargos dirigidos contra él.

-Pero mis palabras no bastan a convenceros...

-De la rectitud de vuestras intenciones, desde luego; mas no de la sinceridad que suponéis en vuestro hijo.

Todavía lleváronse un buen rato hablando sobre aquel mismo tema.

Don Luis, a pesar de que en la situación en que se hallaba cualquiera excitación le era perjudicial, no pudo menos de exaltarse en algunos momentos, siendo necesario que su mismo padre le recomendara dos o tres veces la prudencia y que suplicase al conde de Lazán que se llevase de allí a su hijo que estaba provocando de un modo inconveniente a quien no se podía defender.

Don Luis prometióles que tan luego como pudiera ponerse frente a ellos les daría aviso, y ya hemos visto en uno de nuestros capítulos anteriores que cumplió su palabra y que si aquel encuentro no se había verificado, fue únicamente a consecuencia del aviso dado por el mercader flamenco de que encontrarían reunidos a don Luis y a doña María, como ya hemos visto.




ArribaAbajoCapítulo LXXIV

Qué había sido de paca la Salada


Una vez solos padre e hijo, después de la escena que acabamos de referir, don Francisco exclamó:

-¡Oh! no pudiera imaginarme que tuviera que escuchar semejantes palabras. Imposible parece que el hijo mío haya podido dar lugar a ellas.

-Padre, podéis estar cierto, que de la acusación hecha por esos caballeros y de la cual yo os juro que han de darme estrecha cuenta, me hallo completamente libre.

-¿Pero entonces en qué se fundan?

-¿Lo sé yo acaso? No puedo deciros más, sino lo mismo que ya os dije en otra ocasión. Ha tiempo amé a doña María, y ella creyóse también sin duda que me amaba; y digo que debió creérselo, porque casi de común acuerdo, uno y otro desistimos de nuestro amor, pero sin violencia, sin que mediase entre nosotros escena alguna que provocase aquel rompimiento. Uno y otro comprendimos que habíamos equivocado la amistad que nos unía, con el amor, y al reconocer nuestro error, uno y otro tomamos dirección opuesta.

-¿Pero qué cúmulo de circunstancias son las que pueden haber contribuido para determinar de tal manera una excisión semejante?

-Lo ignoro, padre mío. Solo puedo deciros que tengo una porción de enemigos, enemigos que con entera franqueza os aseguro que no sé cómo se han formado, puesto que no recuerdo haber hecho daño a nadie.

-Eso no importa -repuso tristemente don Francisco. -Hay personas de tan ruin corazón, que no haciéndoles más que beneficios, le pagan a uno solamente con terribles ingratitudes. Yo, desgraciadamente, puedo decir mucho de eso.

Don Luis miró sorprendido a su padre, y no pudo menos de decirle:

-¿Habéis tropezado con alguno de esos miserables, padre?

-Sí; y me temo que alguno de ellos se mezcle en tu juego, y sea el causante de todo esto.

-¿Qué queréis decir?

-Nada. Yo me encargo de averiguar la verdad. Esa mujer que estaba junto a tu cabecera el día que yo llegué, ¿quién es? ¿la conoces bien?

Don Luis palideció al escuchar esta pregunta.

Comprendió que su padre se refería a Paca, y hablarle de ella en el sentido en que su padre parecía querer hacerlo, era una cosa superior a sus fuerzas.

Así fue que se contentó con responder secamente:

-Mucho la conozco, padre.

-¡Pluguiera al cielo -repuso don Francisco- que jamás la hubieses conocido si había de ser causa de tu desdicha!

-Padre -repuso don Luis con acento al par que respetuoso, firme y resuelto. -Os dije, cuando hablamos de eso el primer día, que era muy grande la deuda que yo tenía contraída con esa mujer. Os dije, que la amaba con todo mi corazón, y os suplicaría que nada más volviéramos a hablar respecto a este asunto.

-¿Pero es acaso a una mujer de su especie a la que tú puedes aspirar?

-¿Qué queréis, señor? el amor no repara en condiciones, y Paca, siendo honrada, vale para mí tanto como la más noble dama.

-Pero.....

-Teniendo en cuenta que si a ella le falta nobleza, con la que a nosotros nos sobra, hay bastante para ennoblecerla.

-¿Es decir que estas resuelto a hacerla tu esposa?

-Ya os lo dije y os demandé vuestra venia.

-¿Y no comprendes que tal vez esa persecución de que estás siendo objeto, reconozca por causa ese desdichado amor?

-¿Y qué queréis? ¿que ceda por ese temor a vergonzosos amores o exigencias indignas? Vamos, padre mío; comprended que más digno soy de vos dando mi mano a una mujer plebeya, pero honrada; a una mujer a quien debéis realmente la vida de vuestro hijo; a una mujer que por él ha perdido hasta su honra, único patrimonio que tenía, comprended que es más digno esto, que no asentir a la vergonzosa pasión de esa doña Catalina o de cualquier otra dama de su misma estofa, de las muchas que abundan por la corte.

-Tampoco exijo yo semejante cosa; pero el caso es, que sin saber cómo ni cuándo, te encuentro enemistado con lo principal de la corte; que el conde de Lazán y su hijo, que era mi antiguo amigo y que ha sido tu primer protector, es hoy tu encarnizado enemigo; que esa doña Catalina que por buenas o malas artes ocupa una posición elevada, también es tu enemiga; que el conde de Santillán deja por ahí decir frases que te ofenden y que me hieren, y precisamente estas familias son de las principales; todas ellas han contribuido poco o mucho a tu elevación, y ya ves cómo te tratan hoy.

-¿Qué queréis que os conteste a eso? Tal vez el conde tenga motivos para lo que dice de mí, motivos por cierto que en nada pueden lastimar mi honra; pero vuelvo a repetiros otra vez que ni doña Catalina puede quejarse, ni de quejarse tiene motivos el conde de Lazán, pues no solo soy ajeno al rapto de su hija, sino que deseo habérmelas con sus raptores.

-Si desistieras de esa unión, tal vez cediese el rigor de los que te persiguen.

-Pero, ¿quién me persigue?

-¿Lo sé yo acaso? ¿Crees que si yo lo supiera, aun cuando viejo y achacoso, no hubiera buscado ya mi espada el camino de su corazón? Pues precisamente eso es lo que me asusta; el que aquí luchamos con lo desconocido; el que no sabemos de dónde viene el golpe que nos hiere.

Don Luis quedóse pensativo algunos momentos.

Su padre le contemplaba en silencio.

Después alzó el joven resueltamente la cabeza.

-Es inútil -dijo- no renunciaré a Paca, ante ninguna clase de temores. Los hombres de mi raza, y usted lo sabe perfectamente, padre, no han retrocedido jamás ante el peligro.

Don Francisco inclinó tristemente la cabeza.

Agradábale aquel arranque de su hijo; pero al mismo tiempo temía un funesto desenlace en aquella especie de extraño duelo que estaba verificándose entre Luis y sus misteriosos adversarios.

Ante enemigos francos, desembozados y leales, el anciano no solo no hubiera retrocedido, sino que se habría adelantado hacia ellos, considerando a su hijo como un miserable, si llegaba a volverles la espalda.

Pero en la situación en que se hallaban, variaban por completo las cosas.

El adversario se envolvía en la sombra.

Tiraba el golpe y escondía la mano, como vulgarmente se dice.

Era luchar con un fantasma, y esta clase de luchas no las comprendía el anciano caballero.

Así fue que resolvió libertar a todo trance a su hijo, a pesar suyo.

Para esto no había más remedio que sacrificar a Paca.

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Y lógico era que el padre no mirase más que a su hijo en aquella ocasión.

Nada más le dijo; no insistió más sobre el asunto que había servido de objeto a su conversación y se ocupó únicamente en averiguar con suma destreza dónde Paca vivía.

No le fue esto difícil, teniendo en cuenta que todos los amigos de su hijo la conocían.

Dos días después el noble anciano se presentó en casa de la maja.

Paca, desde que había salido de casa de Luis, estaba triste y apenada.

Amaba con frenesí, con idolatría a aquel caballero que por ella había expuesto su vida, y cuando ella quería tener el mérito de haber contribuido única y exclusivamente a su curación, cuando creía que nadie podría separarla del lecho de aquel hombre tan querido, se encontraba no sólo alejada de él, sino que lo había sido ignominiosamente, cual si hubiese cometido un crimen.

Paca había salido llorando de casa de su amante, y llorando continuó los días que desde entonces habían trascurrido.

En vano Concha y Dolores habían tratado de consolarla.

Conocía que en las desfavorables condiciones en que don Francisco se hallaba respecto a ella, difícilmente se le podría atraer a la razón, y realmente no se engañaba.

Joselito y Vicente, Ramón de la Cruz y todos los amigos de don Luis, hablaron a don Francisco en sentido completamente favorable a la joven, pero nada alcanzaron.

El rostro del anciano permaneció constantemente severo mientras de esto se le hablaba, y únicamente sabía decir.

-Mi hijo ha cometido una locura, de la cual felizmente procuraré salvarle.

Y como se comprenderá semejantes frases no eran las más a propósito para devolver la calma y la esperanza a la pobre Paca.

Todos los días, y por todos los medios imaginables, procuraba adquirir noticias del hombre que amaba, y un día por fin, Vicente pudo decirle que había encontrado una ocasión en que Luis le dijo:

-Di a Paca que tenga confianza en mí; que el primer día que salga a la calle, para ella será mi primera visita; y que no haga caso de lo que ha sucedido, porque mi padre está ofuscado.

Paca, a pesar de esto, continuó recelosa, y temiendo siempre un triste desenlace para sus amores.

De este modo pasaba sus días, cuando una mañana sintió llamar a la puerta de su casa.

Apresuróse a abrir, y una exclamación de asombro se exhaló de sus labios.

Don Francisco de Guevara estaba en el umbral de la puerta.

-Permitidme que os hable dos palabras -le dijo con severo acento.

-Pasad, señor-murmuró la joven, presintiendo alguna desgracia.

Y efectivamente, razón tenía en presentirlo.

Don Francisco iba como padre que trata de evitar una desgracia para su hijo.

Pintó con los colores más sombríos a Paca, la situación en que se encontraba don Luis; las asechanzas de que estaba siendo objeto; y finalmente, que todo esto no reconocía por causa, más que su desatentado amor.

-Y bien, señor; ¿qué queréis que haga? -preguntó la maja con los ojos llenos de lágrimas.

Don Francisco le expresó su angustia y su desesperación, viendo a aquel hijo, único que tenía, expuesto sin cesar, y temiendo a cada paso por su existencia y hasta por la misma posición que tenía, toda vez que sus enemigos no se detenían ante nada, y de nuevo volvió Paca a decir:

-Basta, señor; explicadme vuestro deseo y yo os juro que aun a costa de mi felicidad procuraré complaceros.

Don Francisco le significó entonces lo que era menester que hiciera para salvar a su hijo.

Era preciso que renunciase por completo a su amor; pero que esta renuncia, debía ser ella quien la hiciese, pues de otro modo quedaría subsistente aquel amor, origen ya de tantos disgustos para Luis.

Fácilmente se comprende lo que semejante exigencia costaría a la maja.

Precisamente, lo que se la pedía era superior a sus fuerzas.

No solamente se la exigía que renunciase a aquel amor con el cual había estado viviendo, sino que también se la pedía que fuese ella quien tomase la iniciativa en aquel rompimiento.

Don Francisco no se presentó en aquellos momentos del modo que lo hizo al llegar por primera vez a casa de su hijo.

Por el contrario; mostróse afectuoso, suplicante y apenado, y a sus ruegos, no tuvo valor bastante para resistirse Paca.

Como consecuencia de aquella entrevista, dos días después recibió don Luis una carta en la cual su amada le decía, que habiendo reflexionado acerca de las diferencias de posición que entre ellos mediaba, comprendía que no podían subsistir sus relaciones.

Que ambos, merced a aquellas diferencias, no podían ser los amantes queridos que ella había soñado tantas veces, y que una vez que él ya estaba bueno y que para nada le hacía falta, procurase olvidarla, que ella a su vez trataría de hacer lo mismo.

Luis no creyó por ningún estilo en la verdad de aquella carta.

Contempló a su padre después de leerla, y el noble anciano estaba tan poco acostumbrado a mentir que se turbó ante la interrogadora mirada de su hijo.

Éste no le dijo una palabra; pero en cuanto encontró ocasión para ello, le dijo a Joselito:

-Dile a Paca que he recibido su carta, y que no creo en ella. El primer día que salga yo, escucharé de sus labios la confirmación de esa carta.

Y efectivamente, Luis no dijo más, que revelase el proyecto que había concebido.

El día que salió, se dirigió a casa de Paca.

Como que había tenido muy buen cuidado de que ni Joselito ni Vicente, ni aun su mismo padre supiesen ni el día ni el momento en que iba a verificar su primera salida, ni Paca pudo evitar el hallarse en su casa, ni don Francisco el que su hijo fuese a ver a la maja.

Puede comprenderse la escena que se seguiría a la presentación de don Luis.

El joven le exigió que se ratificase en todo cuanto en aquella carta dijera, y Paca no lo pudo hacer.

La consecuencia inmediata fue que después de cambiadas aquellas primeras palabras de explicación, la pasión se desbordó de sus almas, y entregáronse a una de aquellas escenas en que apenas veían, ni pensaban, ni sentían más que en sí y para sí mismos.

Cuando don Luis regresó a su casa, don Francisco le esperaba inquieto.

-Padre -le dijo el joven- os agradezco lo que habéis hecho; pero sucédame lo que quiera, estoy resuelto a casarme con Paca.

-¿Qué quieres decir? -exclamó el anciano que comprendió lo que había ocurrido.

-Que he visto a Paca, y la he encontrado tan amante, tan bella y tan pura como siempre.

-¿Pero no reflexionas que de nuevo te lanzas en el camino de las aventuras y de los peligros?

-Iré prevenido constantemente.

-Mira que vas a perder tu posición; reflexiona que los que hasta hoy te han protegido, han de volverte mañana la espalda.

-No me la volverá el rey, y mientras tenga su favor, impórtame poco de lo demás.

Don Francisco comprendió que seria inútil cuanto dijera a su hijo, y no tuvo otro remedio que inclinar la frente ante aquella resolución.

De este modo llegaron al día en que el conde de Lazán y su hijo recibieron el aviso de que encontrarían a doña María en amorosa plática con el caballero don Luis de Guevara.




ArribaAbajoCapítulo LXXV

Que termina con un desenlace inesperado


Veamos ahora por qué causa don Luis, convaleciente, pudo encontrarse en la taberna en aquellos momentos.

Aquella misma tarde había recibido un misterioso billete, según dijimos en el capítulo anterior, concebido en estos términos:

«Don Luis: acontecimientos ocurridos después que habéis salido de mi casa me obligan a veros sin falta alguna esta misma noche.

Se nos espía, y no podemos vernos ni en mi casa ni en lugar donde nadie nos pueda sorprender.

Estad después del toque de ánimas en la taberna del tío Manquito, en el barrio de Maravillas, y Joselito entrará a buscaros cuando convenga que salgáis.

Os lo ruega encarecidamente,

Paca.»

Precisamente Luis había ido aquella mañana, como de costumbre, a la casa de Paca.

Tres días hacía que salía a la calle, y sus visitas eran únicamente para la joven.

Le debía explicaciones por la escena que había tenido lugar en su casa el día en que llegó su padre, y por la que después tuvo lugar en su casa.

Fácilmente se entienden y se disculpan los enamorados, y Luis y Paca se entendieron a las pocas palabras.

Así fue que no dejó de ir a su casa, y por lo tanto hubo de prestar completo crédito a una carta que se refería a la visita hecha por él aquella misma mañana, máxime cuando no conocía la letra de Paca.

En su consecuencia, aquella noche, a la hora convenida, llegó el joven a la taberna, y ya hemos visto el resultado que tuvo su visita.

Todo ello había sido obra de su misterioso e incansable perseguidor.

La letra de Paca había sido hábilmente falsificada, valiéndose para obtener algunas letras de la maja, de multitud de medios a cual más ingenioso.

A sus fines convenía sin duda la presencia de Luis en aquel sitio, y necesario es convenir en que su plan hubo de salirle a las mil maravillas.

La entrada de los soldados en la taberna, taberna desde luego frecuentada en lo general por gentes de mal vivir, todo había sido obra del desconocido, así como también el miserable que con sus excitaciones y sus noticias había encendido el lúbrico deseo de los soldados, era una hechura suya.

Mientras había tenido lugar la entrevista de doña Catalina con el conde de Lazán, el vizconde estábase paseando, como sabemos, por la plaza de Afligidos, donde siguiendo las instrucciones que en la carta recibida aquel día se le daban, debía aguardar el momento en que se presentasen a buscarle.

Un cuarto de hora después que su padre se hubo alejado de él, reparó que un jovenzuelo se le aproximaba con precaución.

Juzgando no fuese algún ratero de los muchos que se aprovechaban de la semi-oscuridad que reinaba por aquellos sitios, adelantóse hacia él y le dijo:

-¿Quién va?

-Uno que os viene buscando -repuso el mozalvete, que no era otro que Felipe, el hijo del desconocido a quien ya en otra ocasión vimos cuando su padre le refería el motivo de su venganza respecto a Luis y a su padre.

Felipe pronunció las frases que ya se le indicaban en la carta, y entonces el vizconde siguióle sin recelo, diciéndole:

-¿Me espera mi padre? ¿Ha encontrado a mi hermana?

-Presumo que se trata de sorprender a don Luis en el momento en que trate de realizar sus infames propósitos.

-¡Corramos! -dijo el vizconde, apretando los puños de coraje.

-No tan deprisa, señor caballero -dijo Felipe-que hemos de escuchar una señal para que subáis al puesto en que os aguardan.

-¡Una señal!

-Sí, por cierto; la que nos indique que don Luis ha sido cogido.

-¿Y si no lo fuera, encontraríamos a mi hermana?

-Sí, señor.

-En cuanto al otro miserable, si esta noche no cae en mi poder, ya sé yo dónde encontrarle.

-¡Oh! sí, señor vizconde; herid sin temor tan luego como le halléis, porque no es digno de piedad ni gracia.

El acento con que Felipe pronunció estas palabras vibró de tal modo, a pesar de los cortos años del mancebo, que el vizconde no pudo menos de mirarle sorprendido.

-¿Y tú qué sabes? -le dijo.

-Es que le conozco, señor.

-¿Le conoces?

-Sí tal, y por cierto que si vos no le matáis no ha de faltar quien lo haga.

-¿Quién lo había de hacer?

-Ya se vería entonces.

-¡Pero, muchacho, me sorprende lo que estáis diciendo!

-¿Qué queréis? cada uno tiene sus secretos en este mundo.

-¿Y los tienes tú ya, siendo tan mozo?

-Ahí veréis.

Parte de este diálogo había tenido lugar a la puerta de la casa donde había entrado el conde de Lazán.

Cuando el vizconde iba a contestar a las últimas frases de Felipe, resonó un agudo silbido, e inmediatamente exclamó el mozuelo con una expresión indescribible:

-¡Arriba al momento, que el pájaro ha caído ya!

Y guiando a Carlos, que había sacado la espada, metióse en el portal, siguiendo el mismo camino que medía hora antes había recorrido el conde.

Aquel silbido fue lanzado por el mercader flamenco, precisamente en el momento en que doña Catalina había indicado al conde que podía abrir la cuarta puerta del salón y marchar en busca de su hija.

Las últimas palabras pronunciadas por Zarini, revelando el verdadero parentesco que existía entre doña Catalina y el conde, dieron lugar a que el vizconde llegase a la habitación en que había tenido lugar aquella entrevista, al mismo tiempo que se abría la puerta, apareciendo María, don Luis y el vizconde del Juncal.

Dijimos ya que la aparición de éstos produjo una exclamación de sorpresa en las personas allí reunidas, aumentándose ésta, viendo aparecer casi detrás del vizconde de Lazán la severa figura de don Francisco de Guevara, que no pudo menos de detenerse en el umbral de la puerta, asombrado ante el espectáculo que a su vista se ofrecía.

Poco antes, y en ocasión en que don Francisco se hallaba en su casa, habíase presentado un hombre, solicitando con urgencia hablarle.

Una vez en su presencia, le dijo:

-Señor don Francisco, vengo a avisarle para que me siga al punto, si quiere salvar a su hijo.

-¿Qué habéis dicho? -exclamó el anciano caballero levantándose de su asiento como movido por un resorte.

-Que el conde de Lazán y su hijo han tendido una celada al vuestro; que la casualidad ha hecho que haya podido enterarme, y que a la vez que he ido a avisar a algunos de sus amigos, he creído conveniente noticiároslo, por si queréis como padre acudir en su socorro.

-Habéis hecho bien y os lo agradezco, y ¡ay de los miserables si a medios tan indignos han recurrido para vengarse!

Y ciñéndose apresuradamente el espadín, lanzóse a la calle, siguiendo al desconocido y llegando a la casa consabida en el momento que acabamos de ver.

Al ver el vizconde de Lazán a don Luis al lado de su hermana, arrojóse sobre él con tal rapidez, que apenas el caballero tuvo tiempo para dar un paso atrás y sacar la espada.

-Ahí le tenéis, herid sin miedo -dijo el desconocido al vizconde.

-¡Miserable! -gritó don Francisco tirando a su vez de la espada, y arrojándose sobre el desconocido.

-¡Oh! ¡don Francisco! ¡don Francisco! -gritó éste con un acento en el cual se advertía todo el odio y toda la rabia concentrada quizás durante un largo período- al fin os encuentro, al fin la aborrecida sangre vuestra y de vuestro hijo voy a verlas correr ante mi vista.

-¡El hechicero de Méjico! -exclamó don Francisco con un acento indefinible.

-Sí, el hechicero de Méjico que ha encontrado al fin la ocasión de vengarse.

-Padre -gritó el mozuelo que sirvió de guía al vizconde- aquí estoy yo para ayudaros.

-¡Bien! hijo -gritó con voz ronca el hechicero, como le había denominado don Francisco- cumple con tu deber.

Y su espada cruzóse con la de don Francisco, que a pesar de sus años le atacaba valerosamente.

Todo esto que nosotros hemos tardado algún tiempo en referir, había tenido lugar con una rapidez extraordinaria.

María, al ver a su padre, habíase lanzado a él, y estrechamente abrazados padre e hija, apenas se apercibían de lo que a su alrededor pasaba.

El vizconde del Juncal al ver la acción de Carlos que no pudo prever, interpúsose entre Luis y Carlos; mas no pudo hacerlo tan pronto, que la espada de éste no hubiese tocado ya en el hombro de Guevara.

Entonces sucedió una cosa extraña.

Aun cuando la herida había sido muy insignificante, Luis vaciló, y habría caído al suelo a no sostenerle el vizconde que dijo a Carlos:

-Ved lo que hacéis, caballero; ved que a él debéis la salvación de vuestra hermana.

-Su perdición querréis decir -repuso Carlos lleno de cólera, viendo que se le escapaba la ocasión apetecida.

-Os digo que todos hemos sido víctimas de un error, y por mi fe de caballero os aseguro que don Luis es inocente de cuanto hayáis podido pensar, y de cuanto yo mismo he pensado también.

El acento con que el vizconde del Juncal había pronunciado estas palabras, llevaba impreso tal carácter de convicción, era tan resuelto y tan firme al mismo tiempo, que el vizconde de Lazán no pudo menos de quedarse un tanto suspenso.

Don Luis se había desmayado.

La lucha que anteriormente sostuviera con los guardias había hecho que su herida, mal cicatrizada todavía, se le abriese, y habíase ido sosteniendo hasta aquel momento, merced únicamente a un poderoso esfuerzo de su voluntad.

La brusca acometida de Carlos obligóle a hacer un movimiento demasiado impetuoso, y esto, más que la ligera herida que le hizo el joven en el hombro, determinó la caída y el desvanecimiento consiguiente a ella.

Preocupados Carlos y el vizconde del Juncal con el herido, no se apercibieron de lo que acontecía entre el mercader flamenco o el hechicero, según queramos llamarle, y don Francisco, cuando de pronto, un grito que resonó en la estancia, les hizo a todos fijarse en el terrible drama que en el otro extremo del salón había tenido lugar.

Doña Catalina acurrucada, si esta frase podemos usar, en el rincón opuesto, desde el momento en que el conde de Fuentidueña había hecho su inesperada revelación, parecía no ver ni fijarse en nada de cuanto la rodeaba.

Zarini o el conde de Fuentidueña, había fijado su atención única y exclusivamente en el grupo formado por el conde de Lazán y María, y abstraído en sus meditaciones hubiera podido decirse apenas si tenía conciencia del mundo en que vivía.

Así fue que al grito exhalado por don Francisco al caer mortalmente herido, fue cuando tan sólo alzó la cabeza vivamente, y rápido como el pensamiento, obedeciendo más que todo a un movimiento instintivo, tiró de la espada, y cayendo sobre el desconocido le atravesó el pecho.

-¡Ah, miserable! Has muerto a uno de los mejores caballeros de España, pero tu crimen no ha de quedar impune.




ArribaAbajoCapítulo LXXVI

Dos muertos y una loca


Digamos antes de proseguir, cómo el vizconde del Juncal después de la carta que en otro lugar vimos había dirigido al conde de Lazán rompiendo su compromiso con María, y acusando tanto a ésta como a su padre de haber llevado a cabo una superchería para conseguir de él que renunciase los bienes objeto del pleito que habían sostenido, casándose ella con don Luis, pudo mudar de opinión.

Una vez puestos en fuga los guardias, el vizconde pudo darse cuenta realmente de la situación y de las personas a quienes había salvado.

Entonces, recordando el anónimo que había recibido y en el cual se le decía que el conde y María le habían engañado; que fue lo que dio margen a su carta dirigida al conde, apresuróse a saludar ceremoniosamente a Luis y a María tratando de salir después de aquel inmundo lugar.

Pero Luis, a quien su padre había dicho las prevenciones que contra él abrigaba la casa del conde de Lazán y que posteriormente tuvo ocasión de oír de sus mismos labios las quejas que contra él existían, no quiso desperdiciar la ocasión que se le presentaba para dejar las cosas en el punto que debía.

Así fue que le detuvo y provocó una explicación.

Ésta, dadas las personas entre quienes mediaba, fue tan completa como podía esperarse.

María explicó en breves palabras todo lo ocurrido; el vizconde a su vez dijo también lo de los anónimos que recibiera y la carta que había escrito al de Lazán, y así pudo explicarse Luis la escena que en su casa había tenido lugar y las voces que respecto a él circulaban en la corte.

Uno y otro por su fe de caballeros juraron que cuanto habían dicho era verdad y como que el vizconde amaba verdaderamente a María y ésta de su primer amor a don Luis no conservaba más que un recuerdo sumamente débil, no fue difícil que se llegaran a entender.

Después de esta explicación que fue breve porque el caso no exigía otra cosa, trataron de salir de allí.

Luis propuso que se buscara una silla de manos, pero pareciéndoles sentir rumor de voces hacia el otro extremo del aposento en que se hallaban, por no salir por la taberna y mucho más habiendo dicho María que aquella misma tarde sus guardias la habían hecho cambiar de domicilio, y que había ido al sitio a que se hallaba cruzando habitaciones interiores, pusiéronse a buscarlas, y efectivamente dieron con un corredor por el cual dijo la joven que había pasado.

Al final de este corredor encontraron una estancia más capaz, y desde ella percibieron más claras y más distintas las voces que ya antes escucharan.

Entonces se acercaron a la puerta.

Trataron de abrirla, pero se convencieron de que estaba cerrada por la parte opuesta.

Intentaron llamar, cuando la puerta se abrió violentamente, y nuestros lectores saben ya lo que ocurrió a su aparición.

Explicado esto, continuemos nuestro relato.

La mortal herida recibida por don Francisco no había sido hecha por la espada de su adversario.

Felipe, el hijo de éste, el rapazuelo que había ofrecido a su padre ayudarle, al ver que éste se encontraba un tanto apretado por la espada de don Francisco, y que la sangre manchaba ya su traje, señal de que la espada del anciano le había tocado, no vaciló ya, y sacando un puñal, hirióle por la espalda, aprovechándose de un momento de descuido del anciano.

Pero de poco le sirvió su villana acción.

Ya hemos visto que el de Fuentidueña, vuelto en sí por el grito de don Francisco, se apresuró a vengarle, aun cuando las heridas que ya tenía el hechicero de Méjico o el mercader flamenco, según queramos llamarle, hubiéranle producido tal vez la muerte, pues solamente por un efecto de su mismo coraje y de su odio hacia don Francisco, puede decirse que estaba sosteniéndose.

Al verlo morir, su hijo se arrojó sobre él.

Del mismo modo, el conde de Fuentidueña, el de Lazán y María se aproximaron a don Francisco.

Doña Catalina permaneció inmóvil.

-¿Y mi hijo? -preguntó con voz débil el anciano caballero.

Entonces se fijaron todas las miradas en el grupo formado en la habitación inmediata por Carlos y el vizconde del Juncal tratando de hacer que volviese en sí don Luis.

-Ha salido en busca de auxilios -dijo el de Fuentidueña, que se hizo cargo de la situación y no quiso agravar el dolor del anciano diciéndole la verdad.

-Todo será inútil -dijo con voz cada vez más débil don Francisco- entiendo demasiado en heridas, y sé que la mía es mortal.

Fuentidueña o Zarini, pues nuestros lectores le conocen ya por ambas denominaciones, que también poseía conocimientos quirúrgicos, no pudo menos de convenir en que don Francisco tenia razón.

-Decidle a mi hijo -prosiguió el anciano, teniendo necesidad de detenerse a cada palabra- que desconfíe de ese hombre con quien acabo de batirme. Es un infame que no merece más que la muerte. La vida de mi hijo estará en peligro mientras ese miserable subsista..... Yo creí..... haberle muerto en Méjico.....

-Nada temáis, don Francisco -dijo el de Fuentidueña- yo le he dado el castigo que merecía.

-¡Y yo que le había creído! -murmuró el conde de Lazán.

-¡Gracias! -dijo don Francisco con voz expirante. -¡Gracias, señor, por haber..... librado..... a mi hijo..... de ese hombre!.... señor conde -prosiguió dirigiéndose al padre de María- tened fe en la palabra de un moribundo..... mi hijo nada..... ha hecho que pueda..... mancillar vuestro..... honor! ¡Oh!

Y el anciano entró en el período de la agonía revolviéndose entre las postreras convulsiones.

-¡Dios mio! -exclamó María cayendo de rodillas. -¡Tened piedad de su alma!

-¿Y mi hijo?....-volvió a murmurar don Francisco abriendo lentamente los ojos. -No le veo..... Cómo..... ha podido dejar a..... su..... padre en estos momentos.....

-Pronto vendrá -dijo Fuentidueña terriblemente afectado por aquella escena.

-¡Oh!..... ya no le veré..... ya no le veré más..... me ahogo..... no..... no puedo..... más..... ¡Hijo mío!..... ¡Hijo mío!..... Yo..... yo te..... bendigo!

Y don Francisco abrió la mano cual si tratara de bendecir a su hijo; hizo un esfuerzo para incorporarse, y después cayó al suelo pesadamente.

Acababa de espirar.

Al mismo tiempo, el misterioso personaje, causa de aquellas últimas catástrofes, agonizaba también.

Su hijo y el criado, a quien ya conocemos, y que era precisamente el que había ido a buscar a don Francisco, le tenía estrechamente abrazado.

-¡Oh! padre! -decía Felipe con voz ahogada por el dolor- ¡yo os vengaré!

-¡Sí, hijo! -murmuraba el moribundo con acento en que vibraba una cólera impotente- yo muero llevándome conmigo al padre, gracias a ti, pero queda el hijo.

-También morirá a mis manos.

-Mientras quede uno de esa familia maldita, no descanses..... no des tregua a tu venganza..... pero haz que sea horrible..... no mates de..... una vez.....

-¡Os comprendo, padre, os comprendo!

-Pero, señor -decía el criado con voz suplicante- ved que ya es demasiado lo que habéis hecho.

-Calla, calla..... -le dijo el moribundo encontrando todavía en su acento un poco de energía para hablar a su criado- y por tu vida..... por lo mucho..... que me debes..... ni una pa-

labra..... Tú, hijo mío..... no olvides..... que..... tu padre..... te lega..... su..... venganza ¡Ah!.... ¡Qué horrible!.... fuego me devora!

-Yo os juro.....

-Sí, hijo -murmuró el herido, aproximando sus labios al oído de su hijo para que nadie pudiera escucharle- véngame..... haz..... que..... don Luis..... muera deses..... perado.....¡Oh! no puedo..... no tengo..... ya..... fuerzas.....

-¡Padre! ¡padre!....

Y Felipe trató de incorporar a su padre que volvió a caer con la rigidez de los cadáveres.

*  *  *

Siguiéronse algunos momentos de silencio.

Durante ellos no se escuchó más que el murmullo producido por las oraciones que María estaba rezando junto al inerte cuerpo de don Francisco.

Dos horas después las rondas avisadas oportunamente por el vizconde del Juncal, se hacían cargo de los dos muertos, y don Luis, que había vuelto ya en sí merced a los auxilios del médico a quien se envió a buscar, era conducido a su casa, habiéndose procurado que ignorase, por el momento al menos, la suerte de su padre.

Los dos vizcondes no le abandonaron un instante, y el conde de Lazán acompañado de su hija se dirigió a su casa terriblemente afectado por los sucesos de aquella noche.

En cuanto a doña Catalina, que había permanecido, como ya hemos dicho, acurrucada en un rincón del aposento desde que Fuentidueña la hizo su última revelación, al dirigirle la palabra y al tratar de sacarla del estado en que se hallaba, lanzó una carcajada histérica, desconsoladora, carcajada que revelaba una perturbación completa de sus facultades mentales.

Efectivamente, las impresiones que había experimentado fueron tan violentas que su cerebro no pudo resistirlas.

Cuando la condujeron a su casa y los médicos enviados a buscar la reconocieron, todos estuvieron conformes en su opinión.

Estaba loca.

El conde de Fuentidueña al abandonar sombrío y solo aquella casa, teatro de tantas horribles escenas en tan corto espacio, murmuró con acento indescribible al penetrar en su laboratorio que tenía comunicación con ella:

-¡Dios mío! ¿habré ido acaso demasiado lejos en mi venganza?




ArribaAbajoCapítulo LXXVII

Donde don Luis de Guevara adquiere algunas noticias que le interesan


Algunos días habían trascurrido desde la funesta noche en que murió don Francisco de Guevara, y en que doña Catalina perdió la razón.

El conde de Lazán había recobrado a su hija; habíanse reanudado las relaciones entre ésta y el vizconde del Juncal, y todo parecía caminar prósperamente para aquella familia que tan rudamente castigada había sido especialmente en sus últimos años.

En cambio, en casa de don Luis todo era desolación y tristeza.

La muerte de don Francisco, ocurrida en las circunstancias que hemos visto, y que el vizconde del Juncal y el conde de Lazán creyeron de su deber referir al joven con todos sus detalles, no pudo menos de afectarle, máxime desconociendo aquella venganza que tantos disgustos le había proporcionado hacía algún tiempo, y desconociendo también a la persona o personas de quienes debía recelar.

Porque lo mismo el vizconde que el padre de María hubieron de decirle que el enemigo de su padre había dejado un hijo que entre la confusión consiguiente a los acontecimientos de aquella noche, había desaparecido, acompañado de otro personaje que había asistido a los últimos momentos de su padre.

En vano trataba Luis de recordar algo que hubiese oído a su padre, y que pudiera servirle de indicio para llegar al esclarecimiento de aquellos hechos, que tan misteriosamente se le referían.

En vano más tarde, al hacerse cargo de cuantos papeles y de cuantos documentos existían en su casa solariega, buscó algo que pudiese darle luz sobre lo que tanto anhelaba saber.

Así fue, que desesperado por la inutilidad de sus esfuerzos, no tuvo otro remedio que tratar de dar al olvido la causa por la cual había muerto su padre, así como los peligros que a él pudieran amenazarle, toda vez que le era imposible averiguar nada.

Sin embargo, precisamente en los momentos en que el joven caballero más desesperado estaba por la carencia de un indicio que pudiera revelarle aquel misterio, otros personajes de quienes él nada podía sospechar, estaban precisamente ocupándose de este asunto.

Campillo, el escudero a quien hemos visto recoger el último suspiro del falso mercader flamenco, cada vez más preocupado, salió de la casa en que había ocurrido la muerte de su señor, conduciendo a Felipe en quien el dolor y la ira apenas le dejaban ver por dónde iba.

-¡Oh, noble padre mío! -murmuraba Felipe con acento en que vibraba de un modo poderoso el vengativo afán- yo te juro que completaré tu venganza algún día. Mucho has hecho tú, quitando la vida al que tanto te ofendió; pero como que a ese hombre le queda un hijo, yo haré con él lo que tú has hecho con su padre.

-Callad, señor -exclamó Campillo que como ya hemos visto en algunas ocasiones, había tratado de disuadir a su difunto amo respecto a la prosecución de la venganza que se propuso real izar- paréceme que más es esta hora de rogar por el alma de vuestro padre mi señor, que no de hacer alarde de vuestros vengativos impulsos; venganza que con verdad os digo, no debéis acometer siquiera.

-Vamos, Campillo -repuso el mozo con ofendido acento- mi padre te reprendía muchas veces por ese conciliador afán de que hacías alarde, y no quisiera yo tener que hacer contigo lo mismo que mi padre.

-Es que yo miraba las cosas de un modo distinto que vuestro padre, y de un modo distinto también que las veis vos. Creedme, vuelvo a repetiros; amenguad el enojo que sentís hacia don Luis, y estoy cierto que haréis una buena acción.

-¿Y te atreves todavía a hablar así estando aún caliente el cuerpo de mi padre?

-Sí tal; y vos sabéis que quería a vuestro padre como a un hermano; más todavía, porque le era deudor de la vida; pues cuando a pesar de ese cariño os hablo de esa manera, debéis comprender que tendré razones para ello.

-¿Qué razones son ésas?

-No puedo decíroslas.

-¿Por qué?

-Es un secreto que existe entre vuestro padre y yo, y bien sabéis que no he hecho traición jamás a los secretos de mi señor.

-Está bien -repuso Felipe al cabo de algunos momentos de silencio y de meditación- tiempo de sobra me queda para pensar lo que debo hacer.

Y tras estas palabras, Felipe penetró en su posada seguido del escudero, quien le dijo:

-Necesitamos recoger cuanto tenemos aquí, y cambiar nuestro domicilio inmediatamente.

-¿Por qué?

-Porque reconciliados el conde de Lazán y el vizconde con don Luis de Guevara, son todos poderosos, y bien pronto podían dar con nosotros.

-Razón tienes; ocultémonos ya que así lo quiere la suerte; pero ¡ay del día en que yo pueda mostrarme frente a frente a don Luis de Guevara!

Y el acento de Felipe, a pesar de sus años juveniles, respiraba un odio tan grande, que no pudo menos el buen Campillo de estremecerse.

-Yo lo que haré -dijo- será rogar al Todopoderoso para que separe de vuestra mente todo pensamiento de venganza.

-Ruego inútil, Campillo; yo la llevaré a cabo.

El escudero inclinó tristemente la cabeza y siguió a su amo que apresuradamente se puso a recoger algunos efectos.

Poco después salían de la casa amo y criado.

Alejáronse de aquellos sitios sin decir una palabra y cruzando varias calles fueron a parar a los barrios opuestos al que habían habitado.

Pronto encontraron nueva posada.

Campillo arregló a su joven amo en una de la calle de Toledo, y allí decidieron esperar los acontecimientos.

Al día siguiente, Felipe se dirigió a averiguar lo que había pasado en la casa donde había muerto su padre, y Campillo una vez solo exclamó:

-¡Señor, es impío lo que va a suceder! mi amo llevó su venganza hasta un extremo que apenas se puede concebir. Yo cometí la imprudencia, llevado de mi gratitud, de prestarle un juramento, juramento inicuo que me veo obligado a callar. Pero yo no quiero. no puedo permitir que suceda esto.

Y el pobre hombre quedóse pensativo un buen espacio, murmurando después lleno de ira:

-Nada; no se me ocurre ningún medio para salvar esta situación que me aterra, no por hoy, sino por mañana, por mañana cuando don Felipe sea hombre y quiera llevar a cumplido efecto la promesa que ha hecho a su padre.

Y otra vez volvió a pensar, y sin duda esta vez debió ser más feliz en su propósito, porque se dio una palmada en la frente diciendo:

-¡Ah, buena idea! Nadie puede aconsejarme más que el conde de Fuentidueña, que anoche estaba también en la casa maldita donde mi señor entregó la vida. Él, que también impulsado por el demonio de la venganza contribuyó a que se cometieran los crímenes que allí tuvieron lugar, y que en su rostro demostraba que se hallaba arrepentido de lo que había hecho, él podrá aconsejarme mejor.

Y Campillo, satisfecho con la buena idea que se le había ocurrido, apresuróse a prepararse para salir.

Y decimos a prepararse, porque murmuró:

-¿Dónde diablos tendré yo ahora aquellos papeles que mi señor me entregó hace tiempo por si acaso moría? Es preciso que los busque, porque el conde no conoce en todos sus detalles la historia sombría de estos sucesos.

Y diciendo así, púsose a registrar la vieja maleta donde guardaba todos sus efectos, hasta que dio con una especie de abultado pliego que guardó cuidadosamente, diciendo:

-Ni aun yo mismo sé el contenido de lo que aquí se encierra; pero según mi señor me dijo, ésta es la verdad de lo que ha pasado, y como que están destinados a entregarse precisamente cuando la catástrofe sea irremediable ya, no dudo que será cierto todo cuanto en ellos se diga. El conde es un caballero prudente y entendido y podrá aconsejarme lo que debo hacer.

Campillo aprovechó los momentos en que su amo estaba fuera de casa, como ya hemos dicho, y se lanzó a la calle.

Resueltamente se dirigió hacia la casa de Giacomo Zarini, y poco después se encontraba en presencia del perfumista.

-¿Me conocéis, señor? -le preguntó.

El conde de Fuentidueña se le quedó mirando fijamente, diciéndole después:

-Sí, estabas anoche al lado de tu amo cuando quitó la vida al noble don Francisco de Guevara.

-¿Y ningún otro recuerdo tiene su merced de mi persona?

-Ninguno -repuso el conde.

-¿No se acuerda su merced del antiguo capitán Armendáriz?

-¡Cielos! ¿eres tú su escudero? ¿aquel Campillo que tantos servicios le prestó en Méjico?

-El mismo, para servir a vuestra merced.

-Triste muerte ha tenido tu amo, aun cuando bien merecida por la ruindad de pensamiento que siempre había tenido. ¿Y qué es lo que quieres de mí?

-Vengo, señor, a pediros un consejo. Vos que habíais soñado con la venganza, según en algunas ocasiones que hablabais con mi señor pude entender, vos que sabíais que mi amo también iba tras de ella, podréis aconsejarme lo que debo hacer hoy que él ha muerto y la ha legado a su hijo. Yo conozco esa venganza, es terriblemente monstruosa, y sin embargo no puedo impedirla porque un juramento sella mis labios, y bien sabéis que yo jamás he hecho traición a mi señor.

Zarini, o Fuentidueña, según queramos llamarle, quedóse breves; segundos contemplando al escudero.

Su frente se nubló de un modo extraordinario al aludir Campillo a su venganza, y dijo después:

-Ignoro de qué se trata y no puedo comprender la clase de consejo que me pides. Sabía que tu amo perseguía encarnizadamente a don Francisco de Guevara; me eran conocidas algunas de las ruindades empleadas por él en Méjico; pero a todas mis preguntas sobre las causas que para obrar así le impulsaban, permaneció mudo siempre.

-Por eso, señor, para que sepáis de lo que se trata y podáis aconsejarme bien, os traigo unos papeles que mi señor me confió tiempo hace.

-Mal guardas el secreto de tu amo -repuso severamente el de Fuentidueña.

-Reparad, señor, que yo no sé lo que en esos papeles se encierra.

-¿No te lo dijo tu amo?

-Díjome únicamente que se los entregase a su hijo, si él moría en el momento en que aquél hubiese dado muerte a don Francisco de Guevara o a su hijo don Luis.

-Y puesto que don Francisco ha muerto ¿por qué no has cumplido el encargo de tu amo?

-Porque antes de espirar mi señor encomendó a su hijo la continuación de su venganza; porque me prohibió que dijese una sola palabra; porque mantuvo todos los encargos que me había hecho, y francamente, señor, yo siento remordimientos que me atormentan al pensar en lo que va a suceder.

-Sin embargo, tu amo debió tener razones para obrar así.

-Hay venganzas, señor, que parecen justificadas por ofensas graves inferidas anteriormente, pero la de mi señor no estaba en ese caso.

Fuentidueña quedóse pensativo algunos momentos y dijo después:

-¿Y bien, qué es lo que quieres que yo haga?

-Que leáis, señor, esos papeles y puesto que sabéis ya el destino que tienen, que me aconsejéis lo que debo hacer.

-¿Pero has reflexionado que obrando así olvidas por completo el secreto de tu señor?

-Vuelvo a repetiros que yo obro como que ignoro lo que esos papeles contienen; podrá acusárseme de abusar de la confianza depositada en mí, pero cuando os enteréis de la verdad, espero que habréis de disculparme.

-Está bien; yo a mi vez te digo que leeré esos papeles y procuraré olvidar su contenido.

Y el conde tomó el pliego que Campillo le entregaba, añadiendo:

-Mucho es lo que exiges, puesto que quieres que te aconseje, sin embargo, en vista de lo que aquí se encierre obraré cual mi conciencia me dicte.

-En vestra prudencia confío, señor, y por eso vine a consultaros.

Poco después Campillo abandonaba la casa del perfumista.




ArribaAbajoCapítulo LXXVIII

El odio de Armendáriz


Una vez que se hubo quedado solo el conde de Fuentidueña, volvió y revolvió entre sus manos el papel que acababa de dejarle Campillo, murmurando:

-¡Oh, qué mala consejera es la venganza! ¡Si yo pudiera evitar ahora las consecuencias de la mía!.... Pero eso es imposible; el mal ya está hecho, y mucho tengo que llorar porque muy grande también ha sido la desdicha. Tal vez Campillo haya hecho bien en traerme esos papeles, porque quizás así pueda evitarse una desgracia; pero, verdaderamente, ¿tengo yo derecho a inmiscuirme en los secretos y en los misterios de una familia? No sé si obro bien o mal en ello, pero la intención que me guía es noble y generosa, y bien puede disculpárseme la acción en gracia del pensamiento.

El conde llamó a su escudero, y dándole expresa orden de que a nadie quería ver, púsose a leer aquellos documentos que decían así:

Papeles para entregar a mi hijo don Felipe, el día en que haya dado muerte a don Luis de Guevara.

Hoy que has realizado ya mi venganza; hoy que me has librado de cualquiera de los dos individuos de esa familia, a quienes quisiera haber hecho sufrir los horribles tormentos por que yo he pasado, quiero que sepas la verdad entera, a fin de que sufras también, porque es muy justo que sufras algo siquiera de lo que ha padecido el que por tantos años creíste tu padre.

Campillo te entregará esos papeles, a pesar de los necios escrúpulos que le acometen.

Al fijar tu vista en ellos, el día en que hayas dado muerte bien a don Francisco de Guevara, bien a su hijo don Luis, estoy seguro que el remordimiento que has de sentir acibarará tu vida por completo, y mi última aspiración habrá quedado con eso satisfecha.

Basta ya de exordio y entremos de lleno en la cuestión.

Hace años, en un pueblo de Andalucía, vivía un noble caballero que merced a su influencia, a su dinero y a su nobleza atropelló indignamente a un pobre hidalgo que no tenía otros recursos que el modesto destino que desempeñaba.

El hidalgo era mi padre, don Pedro Armendáriz.

El noble caballero, don Lucas de Guevara.

El hidalgo tenía un hijo que llevaba su mismo nombre.

El caballero tenia también un hijo que se llamaba don Francisco.

El noble mostróse completamente satisfecho el día en que supo que había causado la completa ruina del hidalgo, y que éste se había visto obligado a salir del pueblo.

Pero no contaba con que don Pedro Armendáriz llevaba un odio profundo en su corazón contra el que había causado su desgracia, odio que se aumentó al ver que su esposa, profundamente desesperada por las desgracias que les habían sobrevenido, sucumbía bajo el peso de ellas, exhalando su postrer aliento en medio de la mayor miseria.

Entonces hizo un juramento terrible.

Sobre el cadáver de aquella infeliz, juró vengarse cumplidamente de quien tenía la culpa de todo, y supo cumplirlo.

Un día circuló la noticia de que estaba ardiendo una de las mejores posesiones que tenía el noble don Lucas de Guevara.

Fueron inútiles todos los esfuerzos hechos para apagar el incendio, y las ruinas de aquella gran hacienda, eran de gran consideración para la fortuna del caballero.

Poco después esparcióse la voz por aquella comarca, de que se había formado una partida de bandidos que andaban saqueando todos aquellos pueblos, sin que hasta entonces se hubiese podido dar con ellos.

Bien pronto, dos de los cortijos de don Lucas fueron saqueados por los bandidos.

Más tarde, su mismo hijo don Francisco cayó en poder de ellos, y le exigieron por su rescate una suma considerable, que no tuvo otro remedio que entregar el atribulado padre, que no podía comprender cómo se desplomaban sobre él tantas y tan repetidas calamidades.

Un día, se vio preso; se le había delatado al Santo Oficio, y se vio en apuros para poderse librar de las iras de aquel terrible tribunal.

Durante el tiempo que estuvo en las prisiones de Sevilla, el resto de sus haciendas habían sido destruidas por el incendio o por el saqueo; su misma esposa había caído en poder de los bandidos, que la dejaron de tal modo, que hubo de considerar como un beneficio la muerte que le sobrevino después.

Don Lucas creyó volverse loco.

No podía comprender, qué era lo que él había hecho en el mundo para padecer tan horrible castigo, y cada vez que contemplaba a su hijo, llenábanse de lágrimas sus ojos, considerando el porvenir que le aguardaba.

En cambio Armendáriz, enriquecido merced a la nueva vida a que se entregaba, había enviado el suyo a la Universidad de Salamanca, donde le hacía estudiar, ignorante de lo que hacia su padre.

Por fin, don Lucas de Guevara no pudo soportar por más tiempo tan repetidas desventuras, y cayó gravemente enfermo.

Cuando estaba en sus últimos momentos, un fraile penetró en su casa y se aproximó a su lecho.

Solicitó quedarse solo con el moribundo, y una vez conseguido esto, alzóse la capucha que cubría su rostro.

Don Lucas, entre las sombras de la muerte, conoció a su implacable perseguidor.

Armendáriz estaba allí, y Armendáriz le reveló todo cuanto había hecho para vengarse de su proceder de otro tiempo.

Trémulo de espanto, escuchó don Lucas las frases de su enemigo, y no pudiendo soportar aquel relato, cerró los ojos, siendo presa de un accidente que Armendáriz creyó mortal, y que le obligó a abandonar el lecho y la casa de don Lucas.

Sin embargo, éste volvió en sí todavía; pero fue por pocos momentos, y sin tener conciencia alguna de lo que había sucedido.

Así fue que nadie pudo explicarse qué era lo que había pasado entre él y el fraile, ni quién era éste.

Don Lucas murió, y su hijo don Francisco encontróse por toda herencia con las deudas que su padre había contraído durante su enfermedad.

Pero el joven no se desanimó; comprendió que no tenía otro remedio que tratar de hacer carrera en el ejército, y marchóse inmediatamente a la corte, donde consiguió que le hicieran alférez en uno de los cuerpos que a la sazón estaba en la guerra.

Entre tanto Armendáriz, alcanzado un día con su partida por los vecinos de los pueblos ayudados por las tropas destinadas a su persecución, murió de resultas de las heridas recibidas.

Sin embargo; antes de morir confió a uno de los suyos el encargo de que marchase a Salamanca y entregase a su hijo unos papeles en los cuales estaba consignada su postrera voluntad.

Esta se reducía a recomendarle la prosecución de su venganza en la persona del hijo de don Lucas de Guevara, revelándole los motivos que para ello tenía, y al mismo tiempo indicándole dónde encontraría los fondos que había ido enterrando para el caso de que falleciese.

El joven estudiante de Salamanca, que con gran aprovechamiento se había dedicado a la medicina, leyó atentamente aquellos papeles, y formó el propósito de cumplir en un todo con la voluntad de su padre.

Terminó su carrera, recogió el dinero, fruto de los latrocinios de su padre, y tomó lenguas respecto al lugar en que podría encontrarse don Francisco de Guevara.

Este había adelantado merced a su valor y a sus nobles parientes, y había marchado a Méjico.

Armendáriz no se detuvo un momento.

Hizo sus preparativos, y se embarcó para el mismo sitio.

Días antes de hacerse a la vela, una noche que se retiraba a su posada en Cádiz, escuchó unos lamentos que partían de una callejuela inmediata.

Como que Armendáriz no tenía nada de cobarde, apresuróse a tirar de la espada, dirigiéndose en socorro del que tan lastimeramente se quejaba.

Tres rufianes tenían acorralado a un pobre diablo que no se podía defender porque estaba herido, y estrechaba convulsivamente entre sus manos una pequeña bolsa de cuero, de la cual trataban aquellos de apoderarse.

Armendáriz cayó sobre los rufianes, púsoles en precipitada fuga, y dirigióse al punto en socorro del herido, a quien trasportó en sus brazos hasta una taberna vecina.

El herido era un pobre escudero que se había quedado sin acomodo, y los tres bribones, que le habían visto sacar la bolsa para pagar el gasto que había hecho en el figón donde cenara, fueron siguiéndole hasta llegar a aquella callejuela solitaria donde le acometieron, y donde le hubieran muerto indudablemente, a no ser por el auxilio del joven médico.

Curóle éste la herida, enteróse de todos los detalles que se acaban de referir, y una vez curado, le hizo la proposición de si quería pasar a su servicio.

Aceptó el agradecido mozo, y desde este momento Campillo no se separó más del joven don Pedro Armendáriz.

Llegaron a Méjico, y como que el médico era una especialidad para cierta clase de enfermedades de la vista, y los españoles que continuamente estaban llegando a aquel puerto sentíanse atacados todos por esta clase de afecciones, bien pronto la fama de Armendáriz se extendió por todas partes.

Sin embargo, él no había ido a Méjico para curar enfermos únicamente.

Había ido en busca del objeto de su venganza, y bien pronto supo que don Francisco de Guevara era no solamente de las personas más consideradas en Méjico, sino que hasta se hablaba de que iba a contraer enlace con la hija de uno de los oidores de aquella Chancillería.

Una noche Armendáriz fue llamado para asistir a una enferma que se encontraba de suma gravedad.

Esta enferma era doña Inés Pérez Sarmiento, hija del oidor don Cristóbal, y precisamente la misma con quien se hablaba de que iba a casarse don Francisco.

La joven se hallaba enferma de gravedad.

Sin embargo Armendáriz se comprometió a curarla, y de tal modo hizo uso de su ciencia, y tanta asiduidad y tantos cuidados empleó, que consiguió salvar la vida a la joven.

En sus visitas, en sus prolongadas estancias en casa del oidor, vio algunas veces a don Francisco, y no pudo menos de sorprenderle la frialdad con que trataba a una tan hermosísima dama como doña Inés.

Supo que el proyectado enlace era hijo únicamente de una deuda de gratitud contraída por el oidor respecto a don Francisco, el cual había tenido ocasión de salvarle la vida en una sublevación de algunos indios del interior, en ocasión que se hallaba entre ellos el padre de doña Inés.

Estudió un poco a la joven, y vio que en su corazón no había cariño alguno respecto al capitán; y como que no se explicaba la frialdad e indiferencia de éste, tratándose de una joven tan bella y que para él representaba una fortuna, trató de averiguar la causa y supo que don Francisco estaba prendado de una preciosa joven hija del campanero de la catedral, cuyo amor había conseguido no presentándose a ella con su nombre y categoría, sino como un simple alférez aventurero, llamado Francisco sin otro apellido ni otro patrimonio que el de su valor y su esfuerzo.

Armendáriz sintió un gozo cruel cuando supo esto, y cuando tuvo ocasión de ver a la joven, inmediatamente trazóse el plan que creyó darle mejores resultados en la venganza que proyectaba.




ArribaAbajoCapítulo LXXIX

Armendáriz toma las formas más a propósito para herir a su adversario


El campanero de la catedral, era un pobre soldado llamado José, el cual había quedado ciego a consecuencia de una herida, y a quien se le había dado, más como limosna que como otra cosa, el cargo de campanero de la catedral.

Su hermosa hija Carlota, único recuerdo que le quedaba de una idolatrada esposa, muerta algunos años antes, era realmente un modelo tanto de belleza como de virtudes.

Don Francisco la vio, se prendó de ella y no queriendo que para nada pudiera entrar en el amor que la joven sintiese hacia él, la más pequeña parte de egoísmo, no quiso hacer ostentación ni de la posición que en el mundo ocupaba ni de su nobleza, y con su nombre de pila únicamente y fingiéndose un triste alférez, como hemos dicho, presentóse en la modesta vivienda de José, donde pronto consiguió interesar el corazón de su hija y captarse la benevolencia y el afecto del anciano soldado.

Si Francisco estaba prendado de Carlota, Carlota amaba con toda la fuerza de su alma a Francisco.

La circunstancia nueva del servicio que habla tenido ocasión de prestar al oidor Pérez Sarmiento, y el ser precisamente un lejano pariente de don Francisco, el virey que a la sazón había en Méjico, hicieron que entre éste y el oidor se tratara el matrimonio de Inés y el gallardo capitán, sin tener en cuenta si los corazones de ambos jóvenes hablan simpatizado, ni si podrían amarse bastante para ser felices en el nuevo estado que se les destinaba.

En estos momentos fue cuando Armendáriz se presentó en escena, dándole la casualidad un papel que representar en medio de nuestros amigos.

Un día Armendáriz, con el pretexto de visitar la catedral de Méjico, entró en la casa del campanero.

Intencionadamente dejóse en ella un álbum donde se velan algunos dibujos de otros monumentos que habla visitado.

Al día siguiente, con el pretexto de recoger el libro, volvió a la casa de José.

Carlota, con la gracia que la distinguía, apresuróse a devolvérselo, escuchando algunas galantes frases de los labios de Armendáriz.

Este prolongó su visita durante un buen rato, so pretexto de la afección a la vista que había privado de ella al anciano soldado.

Cuando encontró una ocasión favorable, puesto que Carlota había entrado en las habitaciones interiores, dijo Armendáriz:

-Me parece que ayer vi salir de vuestra casa a una de las personas más principales de Méjico.

-No sé a quién podéis referiros, señor, porque son tan pocas las personas que aquí vienen, y mucho menos de esa categoría, que no sé de quién podéis hablar.

-Es un joven oficial.....

-¡Ah! ya caigo: ¿Os referís al alférez Francisco?

-De alférez iba efectivamente, que eso fue lo que me chocó.

-¿Por qué?- preguntó el soldado sorprendido.

-Porque aquel alférez es capitán; y si bien se llama Francisco, como habéis dicho, es el noble don Francisco de Guevara, sobrino del virey de Méjico.

-¡Caballero! Ved lo que estáis diciendo.

-Sé siempre lo que digo.

-Pero.... ¿por qué.... siendo la misma persona -exclamó José dolorosamente afectado- me ha ocultado su nombre y su posición? Vamos, señor, vos sin duda le habréis confundido con algún otro.

-Os aseguro que le conozco bien, y que le vi perfectamente, y ahora siento el haber cometido la indiscreción de revelar, digámoslo así, su incógnito, cuando él quizás tuviese sus razones para hacerlo. Precisamente le vi hablando con vuestra hija.

-Naturalmente, como que es su prometido, como que me tiene pedida su mano.....

-¡Que os tiene pedida su mano!-exclamó Armendáriz con una sorpresa admirablemente fingida- ¿pues, y entonces doña Inés Pérez Sarmiento?

-¿Y quién es esa señora?

-La hija del oidor de ese apellido, prometida de don Francisco de Guevara.

-¡Oh! imposible! -exclamó con violencia el anciano.

-Tened presente que no he mentido jamás -repuso fríamente el joven médico.

-Pero señor, ¿qué infamia entreveo en todo esto?

Y el pobre José apretábase la cabeza entre las manos, desesperado ante aquel descubrimiento tan inesperado.

-¡Pobre hija mía!-murmuraba.

-Siento, vuelvo a repetiros-dijo Armendáriz -haberos dado ese disgusto, y.....

-Por el contrario, caballero, mucho tengo que agradecéroslo, pues tal vez nos hayáis salvado de un grave peligro.

-Mas.....

-Os ruego que no os excuséis, porque.....

Y el anciano no pudo proseguir.

Carlota entró en la estancia precipitadamente, diciendo:

-¡Padre! ¡padre! Ya está ahí Francisco.

Armendáriz se levantó disponiéndose a marchar.

-Os suplico -dijo el ciego al médico- que permanezcáis aquí algunos momentos, si esto no os molesta.

Carlota miró a su padre sorprendida por la severidad que había en su acento.

-¿Qué tenéis, señor?- le dijo.

-Ya lo sabrás cuando llegue el caso- repuso el soldado.

Y dirigiéndose a Armendáriz prosiguió:

-¿Queréis hacerme la merced que os he pedido?

-Ignoro que es lo que queréis hacer y sentiría que mis imprudentes palabras hubiesen dado lugar a un disgusto.

-Por el contrario os repito que me habéis hecho un gran favor.

Carlota miraba sorprendida a uno y otro sin acertar a explicarse el sentido de aquellas palabras.

-¿No habías dicho que venía Francisco? -preguntó José dirigiéndose a su hija.

-Le he visto desde la ventana que atravesaba la plaza y ya debe estar cerca.

Y la joven se aproximó a la puerta de la casa que daba a la calle.

-Es preciso que vuestra presencia acabe de anonadar al culpable- dijo el ciego en voz baja al médico.

-Cómo gustéis- contestó éste.

En este momento Carlota se volvió hacia su padre diciendo:

-Ya esta aquí.

Efectivamente, pocos instantes después el gallardo capitán don Francisco de Guevara penetraba en la modesta estancia del ciego, fijando una mirada enamorada en la joven.

Grave, severo, silencioso, el campanero esperó las primeras palabras del joven oficial.

Carlota, preocupada con la presencia de su amante, no podía ocuparse de otra cosa, por lo tanto no leyó en el rostro de su padre la tempestad que rujía en su corazón.

-Muy buenos días- dijo Francisco al entrar, inclinando al mismo tiempo la cabeza ante Armendáriz al que reconoció inmediatamente.

El joven, siguiendo sin duda una costumbre ya establecida por mucho tiempo, cogió la mano de Carlota besándola respetuosamente.

Después acercándose a José le dijo:

-¡Qué!¿no me decís nada? José, soy yo, Francisco.

-El cielo os guarde, noble caballero- contestó el campanero con gravedad.

-¡Padre!- exclamó Carlota sorprendida.

El capitán retrocedió un paso aterrado.

¿Quién podía haber dicho al anciano la categoría que ocupaba en la alta sociedad de Méjico?

Un momento de silencio embarazoso para todos reinó entre los cuatro personajes.

José lo rompió, diciendo:

-¿Os sorprendéis de que conozca vuestra nobleza? es natural; pero lo que no lo es, para lo que no encuentro calificación alguna posible es para el proceder que habéis tenido conmigo.

-Pero, padre, ¿qué estáis diciendo?

-Calla, hija mía- contestó el campanero que prosiguió dirigiéndose a Francisco- ¿por qué el día que vinisteis a decirme que amabais a mi hija, que habíais resuelto hacerla vuestra esposa, no me añadisteis también que erais noble, que ocupabais una alta posición en el mundo? Yo entonces os habría contestado lo que debía, y jamás hubierais vuelto a ver a la que no puede llegar a ser esposa de un noble caballero como vos.

-Perdonadme, señor- dijo el joven con voz balbuciente- yo comprendí desde luego que os opondríais a nuestros amores sabiendo mi posición y por eso os la oculté; pero ya que se ha descubierto, el caballero don Francisco de Guevara os repite lo mismo que os dijo el alférez Francisco; amo a Carlota y mis juramentos son sagrados siempre.

-Basta, caballero- exclamó el ciego con impetuosidad- ¿qué habláis de juramentos, cuando estáis para casaros con la hija del oidor don Cristóbal Pérez Sarmiento?

-¿También sabéis?....-dijo Francisco palideciendo de una manera intensa.

-¡Pero, Dios mio! ¿qué quiere decir esto?

Y Carlota al pronunciar estas palabras se dejó caer en los brazos de su padre, llorando amargamente el desengaño que acababa de sufrir.

-Ya veis vuestra obra- dijo José- os creíais que yo ignoraría siempre el proyecto de ese enlace y confiabais en que podríais burlaros impunemente de la hija del pobre ciego.

-¡Señor!.... me ofendéis diciéndome esas palabras.

-Más me habéis ofendido vos.

-Yo os juro que no se verificará ese enlace.

-Y yo no os creo.

-¿Y por qué?

-Nos habéis engañado una vez, y es muy difícil que pueda renovar la confianza.

-¿Pero quién os ha informado?

-Yo, caballero- dijo Armendáriz dando un paso hacia Francisco.

-¡Vos!...- exclamó asombrado Francisco- no comprendo el objeto que os habéis llevado en eso.

-Ha sido un impulso de mi corazón, y jamás he resistido ninguno de ellos.

-¿Y sabéis que vuestra intervención en este asunto pudiera costaros muy cara?

-Pensad, señor dan Francisco- dijo el campanero con un acento en que se advertía una dignidad suprema- pensad que estáis en mi casa.

-No lo olvidaré, señor- contestó el joven confundido por la majestad que emanaba de aquel anciano ofendido.

Después dirigiéndose José hacia el médico, le dijo:

-¿Tendréis la bondad, caballero, de decirme vuestro nombre?

-¿Por qué no? me llamo Pedro Armendáriz.

-¿Armendáriz decís?-exclamaron a la par el campanero y su hija.

-¿Qué encontráis de extraño en él?- preguntó el médico sorprendido.

-¿Sois ese médico español de quien tantas curas, especialmente en las enfermedades de la vista, se están refiriendo?

-¿También ha llegado hasta vosotros la noticia de mis curaciones?- preguntó sonriéndose Armendáriz.

-Como que esas curas van acompañadas de actos de bondad que realmente os enaltecen, nada tiene de extraño.

-Suerte y nada más.

-No por cierto, caballero- dijo don Francisco- no es la suerte solamente; es vuestra habilidad, es vuestra ciencia.

-Y decidme, señor- preguntó anhelante Carlota- ¿creéis realmente que la ciencia puede devolver la vista al que una vez la ha perdido?

-Mucho puede al menos.

-¡Dios mío! ¡si me atreviera!....

Y Carlota paseó su mirada anhelante desde su padre al médico, sin atreverse a enunciar su pensamiento.

-¿A qué os habíais de atrever, joven?- dijo Armendáriz.

-¡Padre mio!- exclamó Carlota abrazando al anciano- ¡Si la ciencia hiciera un milagro!....

-¡Carlota! ¿qué quieres decir?

-Yo os lo explicaré.

-No os lo preguntaba a vos, caballero- contestó con dignidad el anciano- y por lo tanto, teniendo en cuenta que esta humilde casa no es vuestro lugar, me atrevería a rogaros que nos hicieseis la merced de no volver a acordaros de nuestra pobre existencia.

-¡Oh, padre mío! ¡padre mío!-exclamó Carlota, a quien las palabras de su padre habían hecho recordar la verdad de su situación.

-Reparad, señor José- dijo Francisco- que no me habéis dejado explicarme.

-¿Para qué he de escuchar vuestras explicaciones? ¿qué fe pueden merecerme vuestras palabras, cuando merced a un engaño habéis entrado en esta casa, y sosteniéndole habéis permanecido en ella? Hoy que el desengaño ha llegado, hoy que vuestra conducta se ha visto tal cual es, debéis comprender que vuestra presencia aquí todavía, es un nuevo ultraje que nos estáis haciendo.