Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice Siguiente


Abajo

Los gramáticos: historia chinesca

Juan Pablo Forner


[Nota preliminar: Edición digital a partir de Obras de Juan Pablo Forner, t. II, Biblioteca Nacional (España), Ms. 9583 y cotejada con la edición crítica de José Jurado (Madrid, Espasa Calpe, 1970).]


ArribaAbajoIntroducción

Que un europeo se ponga a escribir la historia de dos gramáticos de la China, cuando los chinos no piensan sino en perfeccionar las artes útiles a la vida sería, a la verdad, cosa un poquillo ridícula, si no tubiésemos a la vista los exemplos de tantos ilustres pedantes, que prefieren con grande admiración y respeto un frío epigrama de la antigua Roma al conocimiento de las leyes y usos de su patria. Yo, en verdad, no he sido nunca mui aficionado a epigramas fríos ni se me da un pito de quantos se han escrito, desde los amontonados en la decente colección de la Priapeya hasta los recogidos en las Obras sueltas de un formidable gramático de nuestra edad. Pero, tanto como procurar saber medianamente el origen y progresos de las artes en todas las naciones que pueblan la haz de la tierra para cotejarlas con las nuestras y ver lo que nos falta o sobra, ésta, con licencia de los señores epigramistas, es cosa en que perderé yo de bonísima gana el tiempo que emplean otros útilmente en escribir malos versos latinos o en hacer perversas traducciones castellanas. ¡Cómo ha de ser! No todos podemos ser útiles a la patria. Los que nos dedicamos a la filosofía, teología, política o jurisprudencia, nos vemos precisados a contentarnos con la esterilidad de nuestras fatigas, encerrados en la obscuridad del gavinete, sin servir a la nación en cosa de provecho, divirtiéndola, a lo más, con un poemilla. Los gramáticos, más venturosos en su vocación, deciden las causas en los tribunales, instruyen a la juventud en las cátedras, persuaden la virtud en los púlpitos, resuelven las grandes dificultades de la naturaleza, defienden la religión, prueban los derechos de los príncipes, señalan al hombre sus obligaciones, en suma, mantienen la harmonía y buen orden de los Estados, que, tal vez, rigen con madurez y aplauso. Cada vez que pongo la consideración en que los Padres del Concilio de Trento defendieron la religión contra los luteranos a puras reglas de gramática y que los dómines de Francia están oy combatiendo con los versecillos del arte de Port-Royal los estravagantes sofismas de los Voltaires, Helvetios, Rousseaus y Robinets, cada vez que pienso en esto, digo, me revisto de un furor humanístico peor que maníaco y quisiera, luego luego, ponerme a escribir un Merdidium matritense o a traducir del idioma griego los títulos de quatro a cinco mil obras de aquella lengua. Porque, ¿qué otro uso más ventajoso a una nación puede hacerse del conocimiento del latín y del griego?, ¿ni qué me importa a mí saber, si Sócrates enseñó a los tártaros la moral en lengua toscana, con tal que sepa componer un par de dísticos a qualquiera cosa y encerrar en once sílabas una fruslería?

Estas profundas consideraciones me han movido a manifestar quán útiles son los gramáticos, pues los hay hasta en la China, donde se mide todo por la regla de la utilidad. Pudiera yo, no hay duda, haber escogido los héroes de mi nación, donde, por la misericordia de Dios, abunda medianamente esta casta de varones útiles para beneficio de los que tenemos que someternos a su dirección. Pero, además de haberse decidido no ha muchos días en un terrible concilio de literatos (esto es, de gramáticos; que así se llaman en Roma habrá dieciséis siglos) que un profesor español de derecho no puede hacer cosas a derechas, conviene también alguna vez, como para relaxar el ánimo de la gran fatiga de componer algún epigrama o fabuleja, divertirse a manifestar el estado de las artes en otras naciones para nuestro uso y gobierno; porque, si bien es ciertísimo que la utilidad de este estudio no es comparable de ninguna manera con el de los escritores de fabulejas y epigramillas, empero, la inclinación no es una en todos y cada qual procura entrar en la carrera de la gloria literaria por la senda que más se acomoda a su índole, genio, estudio, aplicación o necesidad.

Pero, no por eso quisiera que alguno sospechase en mí algún mal deseo de hacerme el corifeo, antesignano, caudillo, xefe o emperador (elija el lector) de la República de los Sabios, porque tengo la humorada, sandez o, tal vez, vanidad de arrojar al aire del público un librete bien impreso y tal qual encuadernado. ¡Nada menos! Para esto sería menester que yo hubiese aspirado y subido hasta la cumbre de la ciencia humanística. Esta gloria está reservada sólo para los gramáticos y ¡bien hayan ellos una y mil veces que también, tan enérgica e imperiosamente deben mantener y hacer valer este derecho y privilegio singular entre sus buenos y fieles amigos! Y, con efecto, ellos tienen grandísima razón; porque, bien mirado y reflexionado el asunto con toda la profundidad que se merece, ellos, hablando en puridad, son los papas, pontífices o padres santos de las ciencias..., ellos tienen en su mano las llaves de ellas, como aquéllos las del Empíreo..., ellos defienden o dispensan la entrada según su gusto y beneplácito, y, aunque es verdad que muchos de ellos tienen más trazas de padres que de santos, que algunos parecen antes pontífices de Isis o de Júpiter que de Roma cristiana y que muchos de ellos son más papas en la boca de sus hijuelos que en el poder y autoridad; pero es gran cosa, a fe mía, parecerse en algo a los que la tienen. Y, ¿quál es el comediante (farsantes los llamaban nuestros abuelos) que no mira con pomposo e insolente desprecio a todo el auditorio, bien se componga de príncipes, marqueses, mandarines o bachás, quando representa la persona de Aquiles? ¿Por qué (me dirá aquí algún erudito de finísima, tersa y acicalada fisonomía, que disputará una hora con gran fuerza de pulmones sobre si las carteras de las faldriqueras de la casaca se han de colocar seis u ocho dedos más abajo de la línea del talle), y por qué (supongo que el lector no estrañará dos o tres y por qués en un aprendiz de abogado), y por qué un jurista (dirá el tal erudito, y van tres paréntesis y... ¡qué bueno es esto para la vara censoria de los gramáticos!) se ha de venir a querernos manifestar el estado de las artes en otras naciones y a escribir vidas de gramáticos, como si fuera negocio éste acomodado a la capacidad de un triste que no sabe más que defender o declarar la justicia de cada uno, cosa que hace qualquier alcalde de monterilla? ¡Poquito a poco, señor mío, que este cargo tiene más uñas de lo que parece!, y no estrañe al lector piadoso que se nombren las uñas dos líneas más abajo de donde se nombran la defensa y declaración de la justicia. Real y verdaderamente, señor erudito, si la vuesa merced dice que meto la hoz en la mies agena, frase frecuente de un grande amigo que tube en Canarias, por señas que era el hombre más tremendo que he visto para forjar dos mil epigramas de qualquier pedazo de hielo que se le presentase, bien fuese del Alpe Ripheo o del lago de Grindelwald, en el cantón de Berna, cuyas cascadas forman pirámides de hielo comparables con las narices que satirizó Quevedo en su soneto, soneto que criticó horrorosamente un Barbadillo que era arcediano (¡y luego, no querrá el Señor Don Eleuterio Geta admirar mi estupenda erudición!)..., decía yo, pues, ayer mañana, que se engaña una vez, si lo dice una, y dos, si lo repite, qualquiera que crea que meto la hoz en la mies agena. Y si no, vengamos a cuentas: ¿qué cosa es jurisprudencia, señor lector? Usted, si es puro gramático, me responderá cumpliendo con su profesión que jurisprudencia, según la etimología, es propiamente la prudencia del caldo, y, ¡viva su agudeza etimológica que hace bodrio o pisto de enfermo a las leyes!, pero ¡quántas derivaciones semejantes a ésta se hallan ponderadas en libros de graves gramaticones!, si es, por casualidad, algún estudiantón de luenga loba y manteo raído que, al cabo de diez o doce años de estudios severos y de onda meditación, se reputa todavía por un triste ignorante y no hace más caso de su saber que de los que se creen sabios por su buena y libre voluntad (aunque le pese a Lok, que tiene por ridícula la locución de una voluntad libre, y perdone el lector la erudicioncilla), si es alguno de éstos, responderá con desdén que los niños saben que jurisprudencia, según Ulpiano, es noticia de las cosas divinas y humanas y ciencia de... -«Conque, ¡ola, señor licenciado!, ¡noticia de las cosas humanas?» -«Para servir a Dios y a Usted, Señor Segarra». -«Ergo, ¿la gramática entra también en esa noticia?». -«Concedo consequens» (sic). ¿Qué dirá usted a esto, señor lector, mi dueño y buen amigo? Diga usted lo que quiera. En su mano está admitir o no la respuesta. Si cree que el que sabe escribir historias no es bueno para saber hacer pedimentos, no faltarán practicísimos abogados que le abonen y apoyen y aún le añadirán que es imposible que acierte a defender bien los litigios el que haya leído a Demóstenes y Cicerón, esto es, a los dos mayores abogados que se han conocido hasta ahora en el Universo. ¡Tánto es lo que miran estos egregios casídicos por la cultura y lustre de su profesión!

Mas sea de esto lo que quiera, ello es, en suma, que yo me he metido en la empresa y caiga como cayere. La noticia, aún existente en la China (y no en China, como está escrito en cierta fábula literaria que hay en el mundo, de las proezas y estupendo ingenio de los dos héroes de mi historia me han hecho atropeyar por todo inconveniente. Y, ¿por dónde me han venido las noticias que expongo aquí? Ésta es demasiada curiosidad, señor lector. Querer que yo abulte el libro con una carta de cartas y documentos sería obligarme a ser impertinente y esa gloria está reservada sólo para los don Eleuterios. Fuera de esto, mi historia, ella por sí, manifiesta la verdad en que está fundada. La decisión será a mi favor concluida su lectura.






ArribaAbajoCapítulo I

Venida de un gramático a Pekín


Corría en el imperio de la China la dinastía XXII y tenía las riendas del gobierno el piadoso emperador Yong-Ching, quando acudió a su corte un joben que, después de haber estudiado algunos rudimentos de letras en un colegio de bonzos del Japón, quiso pasar a Pekín por razón de haber nacido en una provincia del imperio. Llebaba consigo Chao-Kong, que éste era su nombre, un terribilísimo fardo de menudencias gramaticales. Había estudiado medianamente la antigua lengua del Tibet, entendía tal qual los libros antiquísimos de la Persia y, sobre todo, hacía copias que era una furia. Su singular aplicación fue tan señalada y portentosa que pasando rápidamente de los estudios gramaticales a las averiguaciones profundas se halló en estado de dar de sí pruebas nunca vistas. En la aritmética llegó a mostrar clara y distintamente un día en presencia de muchos grandes señores de la corte que tres y tres por reglas de proporción deben hacer precisamente el número de seis, y, en quanto a la geometría, él fue el primero a quien se debió en la China el intrincadísimo teorema de que tres líneas rectas iguales unidas por sus extremos forman un triángulo equilátero, cosa que asombró a todos y obligó a reputarle por un varón superior, si no igual, a nuestro famosísimo matemático. Pero Grullo, del qual se tenía ya mui larga noticia en aquellos países.

Encomio tan grande y sublime produxo, como era natural, un efecto favorabilísimo a nuestro Chao-Kong. Cierto gran señor de la corte, geómetra tan hábil y expedito que sabía hacer recta la línea de su familia, habiendo presenciado las laboriosísimas demostraciones en que el recién venido hizo ver la penetración y capacidad de su talento probando nada menos que tres y tres son seis y que tres líneas forman un triángulo, resolvió llevárselo a su casa para que le ayudase en parte de su ministerio.

-Este hombre, decía entre sí aquel benditísimo señor, ha estado en el Japón, donde nos consta que florecen las ciencias en un grado de perfección indecible, es, pues, preciso que las sepa todas; pues, por lo menos, tal es el concepto que se forma de todos los que vienen de allá, y, aunque no las supiera, basta que él haya venido de aquel país para que sea reputado por hombre admirable y sapientísimo. Algunas cosquillas me hace que no sea enteramente japonés; porque, a mi ver, esto se opone en gran manera a los adelantamientos de las artes. Pero, supuesto que él habrá ya olvidado la lengua de su patria y hablará en gerigonza medio chino y medio japonés, puede ser que todos le tengan por extrangero y esto basta para que sea yo reputado por hombre de fino y exquisito gusto en mis designios».




ArribaAbajoCapítulo II

Juiciosa consulta del prócer sobre la educación de su hijo


Lleno de estas imaginaciones llegó a su casa el prócer, tan embevido en ellas, que ni aun se paró a reñir a un criado que, distraído inocentemente, no se quitó la gorra al tiempo que entraba en casa el amo; delito formidable y que perdona rara vez la humanidad de los nobles del país. Fuese derecho al aposento de su muger y sentándose, tomando antes una taza de té verde, la dijo en tono magistral y mesurado:

-«Muger, los hombres vivimos en este mundo para socorrernos mutuamente, como lo dice un gran filósofo. Ya ves que tener hijos y educarlos son dos ocupaciones que, como lo dice otro gran letrado, se embarazan y excluyen entre sí. Verdad es que entre nuestras leyes rancias hay una en que se ordenaba que los hijos hubiesen de aprender de sus padres lo que supiesen, ley bárbara mui digna de los siglos de Fohí que no sé con qué cara osan desear que se renueve ciertos viajancones impertinentes que no tienen más de bueno que el estar próximos a despachar su alma al otro mundo. Y, si no, dime, ¿cómo podrías tú emplear toda la mañana en ataviar tu cuerpo, pintar tu rostro, rizar tu cabello y faxar tus pies, cosas todas precisas, precisísimas, para sostener el punto y crédito de tu nobleza, si hubieras de estar atenta al ridículo negocio de hacer que tus hijos se fuesen adiestrando en los exercicios de la virtud y llegasen así a ser útiles con el tiempo a la patria? Y yo, dime, ¿cómo podría lograr el ocio y quietud que requiere la conservación de mi salud y vida preciosa para que se agreguen a mis riquezas las de algunos parientes míos si, a manera de miserable y plebeyo bonzo, hubiera de estar perenemente ya dando reglas de virtud, ya exercitando acciones laudables para el exemplo, ya instruyendo a los hijos en las artes que no sé y que, dicen, debiera saber siquiera por tener empleado en algo el entendimiento, una caterba de viles letrados que, por no ser nobles, están incapaces de saber en qué consiste la nobleza? ¡Disparates!, ¡sandeces!, ¡desatinos! Tú sabes, tan bien como yo, quáles fueron los motivos principales que nos induxeron a unirnos en este estado de matrimonio, y, en verdad, que el fin de los tales motivos no fue el ridículo de educar hijos. Aora bien, si ni tú ni yo nos casamos con el designio de hacernos pedagogos, ¿por qué hemos de serlo y más habiendo en el mundo tanto número de sabios cucos que ganan su vida a empollar y dar forma a los huebos que ponen las aves ricas? Dígolo, porque, teniendo ya nuestro hijo en edad educable, será bien darle maestro que le haga hombre, ya que nosotros hemos procurado hacerle animal».

-«Sí, sí, respondió la muger mui regocijada, en lo mismo pensaba yo. Me has prevenido el pensamiento. ¡Maestro!, ¡maestro al niño!»

En esto estaban y declarando el prócer que había elegido un excelente geómetra para que enseñase la gramática a su hijo, quando entró un doméstico con un fietse o targeta roja de las que, según estilo de la China, entregan a la puerta los que van a hacer alguna visita. Venía escrito en ella el nombre de un mandarín, grande amigo del señor de la casa. Dio orden para que entrase y salió a recivirlo a la tercera sala.




ArribaAbajoCapítulo III

Pesada y pedantesca arenga de un mandarín


Hiciéronse los dos una granizada de reverencias, estilos loables adoptados en la China y en mi país, con licencia de mis patricios, para venderse por cordialísimos amigos quando se ven los que, en no viéndose, se venden realmente, procurando revanarse el crédito o la hacienda todo lo más atentamente que les es posible.

-«Tsin-tsin», dixo el prócer al mandarín asiéndole de la mano. Vocablos endiablados, que no tienen otro misterio, que el de decirle que pasase adelante.

-«Pou-can», respondió el mandarín. Esto es, «no lo haré». Y, después de haber tenido sobre esto un quarto de hora de contienda política, porque es bien sabido que, quando a uno le conceden entrar con preferencia en una sala, gana mucho en la esencia y potencia de hombre, pasaron juntos y se sentaron.

-«Antes que me expliquéis, rompió el prócer, la causa de vuestra visita, quiero yo consultaros un negocio que me trae ocupado, de poco momento a la verdad, pero cuya execución me satisfará, si merece vuestra aprobación. Sabéis que tengo un hijo tan perspicaz, tan comprensivo, de tales y tantas esperanzas que, con tener solos diez y seis años, sabe ya deletrear primorosamente y tardará mui poco, a proporción, en aprender a leer de corrido y a escribir. Estoy pensando en arrimarle a un maestro que le dirija y le enseñe la gramática de nuestros cinco idiomas. Por más que he examinado quantos bonzos hay en Pekín, no ha sido posible dar con uno que tenga la precisa habilidad de ser extrangero. Ha llegado pocos días ha del Japón un mancebo brillante, expedito, profundo, havilísimo en lenguas y poeta a las mil maravillas. He puesto los ojos en éste: ¿qué os parece?»

-«Conozco ese sugeto», respondió el mandarín. «Vos, señor, sabéis mui bien con quánta estimación miro vuestras cosas. ¿Me concedéis, según esto, que os exponga libremente mi parecer?»

-«Lo deseo», dixo el señor.

-«Pues bien», replicó, «decidme con toda sencillez y verdad ¿con qué fin disponéis que vuestro hijo se instruya en los cinco idiomas?»

-«Con el de que entienda los libros escritos en ellos», repuso el magnate.

-«Así es», continuó el otro, «y, pues, vos mismo lo confesáis, oídme con paciencia».

«Dos géneros de hombres son, por lo común, los que se aplican en el Estado al estudio de las letras: los que poseen bienes, para su instrucción; los que no los poseen, para adquirirlos. Estos últimos regularmente no se engañan en la carrera que siguen. Conduciéndolos la misma necesidad y leyes académicas, se dedican primero a adquirir el arte de razonar, a conocer lo interior del hombre, a penetrar los arcanos de la naturaleza creada e increada. Levantando sobre estos cimientos el edificio de un saber útil, llegan, por último, a instruirnos en los templos, a decidir nuestras contiendas en los tribunales y a manejar los negocios públicos. Verdad es que afean, tal vez, el camino y que le hacen obscuro y polvoroso. Quiero decir que, en vez de tratar las ciencias con noble sencillez y con la conveniente restricción, las cargan de adornos bárbaros, las encubren de aditamentos estravagantes y superficiales, las unden y extravían entre un inmenso cúmulo de cosas impertinentes, haciéndolas por este camino aborrecibles a los que, sin haber saludado ninguna, hechan francamente el fallo contra la esencia de ellas, por los abusos de los que las profesan. Y no está lo malo en esto, sino en que muchos ignorantes que presumen de sabios, porque saben hablar de todo delante de quien no los entiende y parir quatro versos tan vacíos como su cerebro y tan livianos como su instrucción, vaga y superficial y, a lo más... más, inútil para el uso de la vida, confundiéndolo todo, como acostumbran, miden con un mismo rasero al profesor culto que al bárbaro, al que discierne lo útil de lo superfluo, que al que todo lo embrolla y pervierte, al que sabe hacer justa aplicación de lo bello a lo verdadero, que al que, científicamente asqueroso, o se encenaga en la corrupción ya contraída o atiza la corrupción con adiciones injuriosas a la pureza de las doctrinas y, quando menos, desatinadas. ¿Qué exemplos no os pudiera yo dar en este procedimiento tan vulgar como injusto, si creyera que lo necesitabais? En nuestras escuelas oye la juventud no la sencillez de las máximas primitivas con que formaron los grandes hombres el cuerpo de cada ciencia natural, gallardo, despejado, accesible a qualquier entendimiento; sino las sutilezas y fríbolas, por no decir rebeldes, interpretaciones con que han torcido nuestros letrados las verdades simples, o sus opiniones estravagantes y malaventuradas. Pero, por eso, ¿deja de haber quienes conozcan y detesten la miseria de semejantes métodos?: Los hay. Y, no en corto número. Mas, ¿qué sucede?: Los entendimientos someros, los que, mui satisfechos con las flores y amenidad de las artes, no tienen ni ánimo ni paciencia para empalidecer en las espinosas fatigas de las doctrinas sólidas, no se abergüenzan de preferir la estudiada velleza de sus discursos a los graves y metódicos raciocinios con que caminan en busca de la verdad los que saben ser doctos sin sutilezas y sabios sin desviarse a discursos vanos.»

«Esta jactanciosa persuasión de los gramáticos, que así quiero llamarlos, trae consigo un daño que si, así como cae en gentes que no tienen necesidad de aspirar al manejo público (y es la segunda especie de las dos que os dixe que se dedican a las letras), cayera en los que la tienen, el Estado se resentiría infaliblemente de muchos y grandes perjuicios. ¡Quiera Dios no vea yo el gobierno público en manos de los próceres, mientras no se mejore la crianza de su primera edad! El celo, no otra causa menos pura, me obliga a desearlo así. La educación, el fundamento de la felicidad pública, se pone en manos de los que enseñan a traducir lenguas, y no a entender las doctrinas útiles que hay en ellas. Se encomienda la inocente niñez a los que limitan el entendimiento del hombre a ajustar sílabas y vocablos, y no a los que pueden inclinarla a la investigación de lo verdadero y exercicio de lo bueno. La instruyen en el modo de hacer un bello discurso, y no una acción generosa. La hacen tomar puntualmente de memoria las batallas que han traído consigo la malicia humana y discurso de los siglos, y la dexan enteramente ignorante de las razones que hacen justa o injusta una guerra. Referirá sin perder uno los nombres de todos los príncipes pasados, y no sabrá decir quáles son y en qué consisten los derechos de los príncipes.»

«Tal es la enseñanza que recive, por lo común, nuestra nobleza. Y, ¡aún quiera Dios que sea siquiera ésta en algunos. Y esto, ¿por qué?: Porque los gramáticos, gente feroz e imperiosa, han logrado persuadir que sus artes crían entendimientos espléndidos. ¡Como si hubiera alguna esplendidez en saber que sacki, en japonés significa la cerbeza de arroz

«Desengañémonos, señor. Dar a un muchacho un maestro que no sabe más que lenguas, es lo mismo que si un carpintero se pusiese a enseñar su arte con erramientas, pero sin materiales en qué obrar. La comparación es humilde; pero muy enérgica. Poco importa que sobreponga a la inteligencia de los idiomas la destreza de atar las palabras en forma de versos. Saber aprisionar sílabas y encarcelar voces o por estudio o por ímpetu natural infuso no es ser poeta. Haced filósofo a vuestro hijo y le veréis excelente poeta, si debe al cielo algún natural e inclinación. Él os dirá entonces no sólo las reglas de la poética, sino las causas de las reglas, y acertará a usarlas en toda su delicadeza. Él sabrá entonces distinguir los pensamientos verdaderos de los aparentes y os mostrará por qué uno es aparente y otro verdadero. Separará los ornamentos frívolos y pegadizos de los que produzca la misma materia de los poemas. Evitará episodios estravagantes y, en el poema en que los halle, os indicará por qué lo son. Sabrá ocultar el método lógico en el mismo desorden de la constitución poética. Entenderá por qué un pensamiento es noble y otro humilde, uno hinchado y otro magestuoso, uno profundo y otro superficial. Y este conocimiento que no puede adquirirse sin filosofía, y mui honda, le enseñará a colocar cada cosa en su lugar y a medir sus pensamientos con la materia.

«Aora bien, yo no me aparto de que vuestro hijo se informe de las artes que sirven al recreo. Al contrario, las tengo por excelente antídoto para entretener las infinitas miserias de la vida. Lo que pretendo es que se las enseñe quien en ellas mismas y fuera de ellas acarree a su entendimiento verdades prácticamente provechosas. Por ejemplo, quisiera yo un maestro que le enseñara la política en la historia, la filosofía natural en la poética, la ética en la retórica y así en las demás artes, epilogando todo lo más que se pudiese el estudio de las menudencias gramaticales, porque quanto tiempo se da a ellas se roba y usurpa a los estudios útiles.»

«Perdonadme aora si os digo que desconfío mucho del maestro que habéis elegido. Sabe lenguas, es verdad; pero nada más. He visto algunos versos suyos y no hallo en ellos sino sandeces frías o eruditas frioleras».

«Por mí, os digo que siempre antepondré para maestro de la juventud un hombre que sea capaz de comentar a nuestro Confucio a aquél de cuya instrucción se puede esperar alguna colección de epigramas o algún centón de reglas de gramática. Si os agrada, yo conozco un letrado, observante rígido de nuestras primitivas costumbres que, por demasiado saber, está pobre y desea una conveniencia. Yo respondo de su desempeño en la forma y modo que os he dicho. ¿Qué respondéis?»




ArribaAbajoCapítulo IV

En que, contra todas las reglas del arte, se deja la historia y se disculpa la pesadez del pasado


¡Fuego de Dios!, y, ¡cómo estará el colérico e impaciente lector con la arenga perdurable del perro chino del Mandarín, que ha sido en esta ocasión perro mortal para su impaciencia! ¿No pudiera el autor de la historia, dirá, haber cercenado un pasage que de nada sirve y que puede, por otra parte, escandalizar a muchas orejas piadosas? ¿Que no se encargue la enseñanza a los gramáticos? Pues, ¡venga acá!, ojos de pollo, vista tahúr, que parece que mira a norte y está atisbando a mediodía, cara de no perdonar a vivos y a difuntos y, a más..., a más..., hombre de poquísima crianza, como lo dixo mui bien el mui excelente y mui bien criado señor don Eleuterio Geta en aquella su epístola tan inflamada que parece arder en un candil. ¡Venga acá!, ¿con qué conciencia osa desposeer a los gramáticos de su privilegio tan caduco, tan decrépito y que nadie les ha disputado en todos los siglos de los siglos? ¡Bueno!, ¡a fe!... ¡Despreciar una profesión que ha tenido en su gremio los Césares, los Varrones, los Vosios, los Escalígeros, los, los...!

Entiendo..., entiendo... Usted, señor lector, encoja un poco las velas de su enojo y escúcheme siquiera por cortesía:

Es cierto, señor y amigo mío (y haga usted cuenta que le escribo una carta) que un gramático que sepa comentar a Aristóteles como Juan Philópono, que sea capaz de escribir en todas las ciencias como Varrón, que pueda enmendar un kalendario y escribir historias elegantísimas como César, comentar la Escritura Santa y corregir a los juriconsultos como Nebrija, descubrir los defectos de las ciencias, inventar nuevos métodos y defender la religión como Vives, disponer Órganos lógicos e impugnar a los dialécticos como el Brocense, es cierto, que un gramático de esta calidad merece una fortuna algo superior a la de enseñar a un hijo de un prócer chino. Y, aun diré más. A estos tales gramáticos se les puede perdonar de buena gana qualquier migajilla de vanidad, si llegan por casualidad a tener alguna. Pero, ¡aquí está el busilis!: ¡Quántos gramáticos se encuentran que no llegan ni con cien leguas a la dignidad de éstos y que les sobrepujan en muchos millares en lo que toca a arrogancia y amor propio! Ello es cierto y muy cierto que todos debieran ser doctos lo más que pudiesen y poco o nada vanos, a imitación de aquéllos; porque, en realidad, de verdad, andarse todo un hombre fatigando perenemente en aberiguar si Pacubio se ha de escribir con v o con b, quando no importa maldita la cosa que el tal Pacubio haya o no vivido, claro es, que esto es querer los hombres ser niños toda su vida y hacer poquísimo caso del entendimiento que Dios nos dio, despreciándole en vagatelas ridículas bien poco dignas de que inspiren vanidad como no sea a un mocoso mayorista. Mas, no todos lo entienden de este modo. Siendo así que las lenguas, en tanto son útiles, en quanto nos prestan la inteligencia de las cosas, a las quales sirven como de cortezas o cáscaras, hay en el mundo un número innumerable de Orbilios que se consumen infatigablemente en saber que tal voz significa tal cosa, sin parar a enterarse de la esencia o uso de ella; como si dixéramos, que gustan de alimentarse de cáscaras (y merece que fueran de bellotas), no haciendo caso del meollo. Y, ¿quién querrá creer que esta casta de hombres es la más vana y resulta en la república de las letras la más ostentadora y jactanciosa, la más precipitada en sus juicios y severa en sus críticas? Pues si no hay quien lo crea, véalo aquí en su exemplillo y decida.

Es, pues, de saber, señor lector mío de mi alma, que ha producido nuestra España en nuestro siglo un gramático tan engramaticado que pudiera apostárselas al mismo Aristarco a rayar versos y estrujar autores. Habíale precedido un Deán de Alicante, varón célebre, que unía, al rebés de lo que hacen los Orbilios, a las delicadezas gramaticales toda la extensión de las doctrinas útiles. Sabía purgar las historias con la misma mano con que componía graciosos epigramas griegos y latinos. La composición de una elegía en competencia de Nasón no le embarazaba para emular a Cicerón en la explicación de los afectos del alma; pues, he aquí, que a un amigo de este hombre singular, singular él también en erudicción y ciencia1 se le antojó regalar al público con una colección de epístolas de su amadísimo Deán. Nombraron por censor de ellas al buen gramático. Y ¿qué hace? Va y toma, y sin más ni más, cólmale de elogios. Compárale a Plauto, a Terencio, a Anacreonte, a Catulo, a Ovidio, a Marcial. Admira la gran capacidad de su entendimiento. Da a España la enhorabuena de poseer un hijo comparable con Goltio, Lanvino, Vaillant, y capaz de sostener el crédito de los Agustines, Chacones y Morales. En suma, la tal censura, aunque salpicada de equivoquillos que harían reír al mismo Marcial (como, por vía de exemplo, por ser Deán el autor que se censuraba, decir: eundem esse in Musarum castris juvenili gratia Tironem, severioris doctrinae, supercilio decanum, y esto, amén de estar toda ella tratada o maltratada, que es lo más cierto, con estilo ridículamente florido y luxuriante, con todo esto, la tal censura está como con la boca abierta y actitud extática en admiración de las grandes qualidades y superciliosa doctrina (¡miren qué elogio!) del decano, que era Tirón al mismo tiempo; porque un gramático puede hacer todos esos milagros. Y, ¿en qué pararon tanto éxtasis, tantas metáforas traídas por los cabellos, tanto elogio, tantas comparaciones, exageraciones, ponderaciones y admiraciones, que no parece sino que la tal censura está en oración mental? He aquí en lo que pararon:

Encargósele al mismo gramaticísimo señor la ordenación y exposición de los manuscritos griegos que se guardan en la Real Biblioteca de Madrid. Puso mano a la obra. Y, como su encargo era hacer un catálogo de los manuscritos de autores griegos antiguos, halló que, según las leyes del método, debía ingerir en su obra el índice de las latinas de un español del siglo pasado. Entre ellas halló un pedazo de traducción de los Comentarios de Eustacio a Homero. El Deán de Alicante había hecho posteriormente el mismo trabajo. Claritamente y sin los equivoquillos de su aprobante se lo escribió a aquél bárbaro del marqués de Mondéjar que tuvo la infelicidad de ser contemporáneo de don Nicolás Antonio, Francisco Ramos del Manzano, don Juan Lucas Cortés, don Antonio de Solís, aquel picarón fray Hermenegildo, el cardenal de Aguirre y otros salvajes de esta calaña, por causa de los quales vino a ser el siglo de Carlos II, el más obscuro y miserable de quantos han pasado por nuestra nación (según lo afirma un tal don Nuño en una carta manuscrita dirijida a mí que anda rodando por esas calles. Y, ciertamente, según ella es, no puede andar de otro modo). Pues, como digo, escribió el Deán a su amigo el marqués lo siguiente: Marinerii versionem Eustathianam vidi jam olim: sed nec integra extat neque etiamsi extaret, ejusmodi est, ut me ab instituto revocare deberet, causam cur afferam, quando tu eam tam belle exposuisti? De manera que el Deán o decano Tirón (según la frase de su elegantísimo censor) no sólo sabía que existía la tal traducción, pero aun que no valía mucho, que es un poquito más. Esto supuesto, oiga aora el paciente lector quatro palabritas del mismísimo extático, absorto, atónito y embelesado censor: «Emprendió traducir la misma obra (la de Eustacio) en latín con grande estudio el Deán de Alicante, Manuel Martí, como no intentada por otro alguno, conviene a saber, ignorando que su paisano Mariner había trasladado ya a la misma lengua todos los Comentarios de Eustacio a Homero, lo qual ciertamente es mui de maravillar, puesto que el Deán vivió siete años en Madrid y frecuentó la casa del duque de Medinaceli, a la qual está pegado el convento de trinitarios descalzos, en cuya biblioteca existía entonces públicamente la traducción de Mariner.»

¡Viva una y mil veces censor que tan cuidadosamente registra los libros que censura! Denle las gracias por la advertencia. Y váyase a pasear el Deán Tirón, que tubo la necedad de escribir aquella perversa cláusula al marqués de Mondéjar para que diésemos un exemplo de la exactitud de los gramáticos en su misma obligación y oficio. Escritores célebres, ¡fiáos, fiáos en humanistas elogiadores!...




ArribaAbajoCapítulo V

Que no trata de otra cosa, sino de la misma. Y diga lo que quiera la crítica inhumana de los que por mal nombre se llaman humanistas


Si bien se mira, la reprehensión de éste y semejantes descuidillos no tiene más mérito, que el de caer en hombres que hacen profesión y ostentación de descubrirlos en todo género de escritores. En los tales es gravísimo el más leve defecto de esta especie; disculpable, ¡así Dios me ayude!, en qualquier otro que tubiese mejor empleado el entendimiento. Y, pues, estamos con la masa en las manos, vaya un exemplo de esta conducta y, ¡tenga paciencia la historia!...

Y, en quanto a lo primero, sírvase el lector de pasar la vista por la siguiente cláusula sacada del segundo tomo de unas Obras sueltas (y... tan sueltas que no hay por dónde atarlas): «Cedo, desde luego, a otros el lauro de adquirir reputación a costa de agenas famas y destronar a los demás para entronizarse, conducta tan odiosa como frecuente en el Imperio de las Letras.» El lector, sin duda, se habrá figurado que está oyendo a algún gramático capuchino, austero, observante, de la Orden de no desacreditar a ningún escritor honrado. Pues, engañóse, amigo mío: toda aquella pomposa y campanuda protestación de no desacreditar por entronizarse se convirtió en una no menos pomposa y campanuda crítica de un plagio que atribuye al Deán Martí. Pero, ¡qué crítica! Tal, que en cada línea va recordando el crítico su diligencia, su atención, su meditación en descubrirle. Y, ¡fue lástima, no le costase gotas de sangre un invento tan prodigioso!: Registrando los escritos de Mariner, dice que tropezó con dos ojas sueltas, de las quales la una contenía unas leyes para las bibliotecas. Al punto que las leyó se acordó haber visto otras en las Epístolas de Martí. ¿Acordarse? Nec mora nec requies ad illas epístola ocior convolat2. Y note el lector, así como quien no hace la cosa, la finísima recancanilla epístola ocior (porque acaba de nombrar las Epístolas del Deán). Vio, en fin, que eran las mismas, las mismísimas, las leyes de éste y las de la oja suelta con alguna ligera alteración. ¿Quién fue, pues, el legislador u ordenador de ellas?: el de la oja suelta indicó su nombre con solas tres iniciales, a saber, L. T. T. ¡Aquí el trabajo inmenso y desaforada diligencia del crítico! Quem porro (dice de sí) his expediendis Oedipum adhibuistis?: meditationem. ¡Bravo!, ¡parirán los montes! Y, ¿quál fue, en resolución, esta meditación tan profunda?: Cotejar dos papeles entre sí para ver si pertenecía a una misma mano la letra que contenían, cosa que están haciendo diariamente los escribanos, bien que, como éstos no tienen el honor de ser humanistas, no gozan del privilegio de abultar frioleras con ponderaciones altísonas y furibundas. ¡Miren, por vida mía, qué enigma tan intrincado y qué Edipo y meditación eran menester para comparar dos letras entre sí! Pues, yo le digo al señor crítico o a el que le haya heredado en el carácter y doctrina, que por más que se congratule con un hallazgo tan feliz y por más que agrade al sapientísimo y se indigne con el Deán disparándole epigramas ridículos quando ya no podía mirar por sí, como quien dice a moro muerto gran lanzada (que a vivir ¡harto fuera que se hubiera atrevido a chistar!), yo le digo, repito, que ni él ni toda la familia de los gramáticos pasados, presentes y futuros probarán haber dicho expresamente el Deán que eran suyas las leyes y que, a lo más, consintió, como cosa de ninguna importancia, que sus amigos creyesen que eran de él. Dice en su epístola sanctiones nostras, es verdad; pero, el señor crítico que tenía tan pronta la meditación para la malicia, ¿por qué no meditó que con sanctiones nostras no quiso dar a entender el Deán que él era el autor de las leyes, sino que las tenía colocadas en su librería?, ¿por qué no meditó que aquella expresión de la epístola mihi certe vel ob id unum arrident quod ad librorum conservationem nitiremque collineant, cujus fui semper ad insaniam studiosus está ella por sí indicando que el Deán hablaba de leyes agenas? Si las vendiera por suyas, ¿no es natural que hubiera escrito: he procurado hacerlas tales que se dirijan principalmente a la limpieza y conservación de los libros, de lo qual he sido siempre amantísimo? ¡Y, luego, nos vendrá su hipocresía gramatical con que cede a otros el lauro de destronar por entronizarse! Sí señor, que no es destronar aplicar el infame título de ladrón3 a un varón como el Deán de Alicante: el amigo y defensor de Gravina, el auxiliador de Montfaucon, el socorredor de Maffei, el compañero del cardenal Aguirre, el embeleso de Roma, aquél a quien, siendo mancebo veneraba un marqués de Mondéjar, anciano ya, cargado de años y de estudios harto más profundos que las meditaciones gigantescas del censurador...

Difficile est satiram non scribere!, lector mío. ¿A quién no hará perder los estrivos de la paciencia ver que tan a rienda suelta quieren los pigmeos derribar estatuas colosales para colocarse en sus basas? Y, ¿qué hombres?: hombres que defienden contra un Luzán los versos, quizá muy desatinados, que escribió Góngora; hombres que trasladan en latín literal los modísimos peculiares de nuestros adagios o refranes, cosa que yo, sin ser el Deán Martí y con estar acostumbrado al estilo de Antonio Gómez, conozco ser la más ridícula del mundo; hombres de quien se imprimen magníficamente epigramas disparatadísimos, como si fueran del mismo Catulo. ¡No hay remedio! Me he empeñado ya en el asunto y es preciso llevarle hasta el cabo. Perdone la historia entre tanto, que para mí aora no hay más leyes críticas que criticar lo que sale al paso. Si es largo el episodio, poemas mui endiariados conozco yo que tienen episódica la parte principal en dos cantos, haciendo principal el episodio, y, en todo caso, es mui del caso (también sé yo recancanillear) tener a la vista exemplos celebérrimos.

Uno de los capítulos en que han procurado hacer mella los críticos a teja bana que han mordido mi fabulilla del Asno erudito y su prólogo ha sido ver celebrados a Quevedo y Góngora. Esto será, sin duda, porque habré sido yo el primero que los ha celebrado. Porque, aunque es constante que los extrangeros no suelen citar a otros poetas españoles que a Quevedo y Lope, y que Góngora fue más sonado que las narices por el estilo estrafalario que inventó (el qual no obstante mereció una aprobación casi general), pero los españoles de aora tenemos precisa obligación de no examinar lo bueno o malo de nuestros autores por enterarnos puntualmente no de las obras sólidas, sino de las infelices rapsodias de los extrangeros. En una carta lechuza que anda por ahí sin osar ver la luz se me citan algunos versos ridículos de Góngora para ridiculizarme porque le he alavado. Pues, señor lechuzo, sepa vuesarced (y con él todo su vando) que no he sido yo, sino el corifeo de su danza el que ha defendido estos solemnes desatinos de aquel triste Góngora que tanto le desplace:


Pluma, pues, que claveros celestiales
eterniza en los bronces de su historia,
llave es ya de los tiempos, y no pluma.
Ella a sus nombres puertas inmortales
abre, no de caduca, no, memoria
que sombras sella en túmulos de espuma.



¡Venga aora vuesa merced con su compadre don Eleuterio a espulgar mis frases de burras bruñidas, calzones explendentes, buey galante, etc., y a rayármelas del diccionario de la propiedad castellana. Claveros celestiales, bronces de historia, pluma, llave de los tiempos y memoria caduca que sella sombras en túmulos de espuma son locuciones defendidas, apadrinadas, escudadas y sostenidas no por mí, sino por el mismísimo don Juan de Yriarte en sus mismísimas Obras sueltas. Pero, ¿de qué modo defendidas? De manera que para comprobar esta locución castellana claveros celestiales nos cita una lechigada (¡al diccionario, señor don Eleuterio, a ver si es castiza esta voz! Y no juzgue que aplico a su nombre el epíteto de diccionario) de versos y prosas latinas, sin duda porque la lengua latina y la de Castilla deben ser una misma lengua. Y, ¡quánto gozo no recibió mi alma, esta alma pecadora, quando para comprobar la misma frase castellana vi citada a la Santa Escritura en aquel parage en que nuestro Salvador dixo a su primer Apóstol: tibi dabo claves regni coelorum! ¡Y después me culpará que defiendo a Góngora, quando la misma Escritura está en su favor! La Academia Española hará bien en valerse del idioma turco para comprobar el que se habla en Carabanchel. Pues, ¿qué?, ¿le parece al lector que es rana la defensa de sellar sombras en túmulos de espuma? Él y yo y los que no somos gramáticos habíamos creído hasta aora que túmulo, como viene de tumeo -entumecerse, hincharse, elebarse- daba a entender bulto, elebación o cosa que lo valga; pero, no señor. Túmulo significa ya hondura, según la interpretación del señor don Juan; de suerte que, si vamos alguna vez al entierro de algún personage, no hemos de llamar túmulo a la tumba que se elebe en el centro del templo, sino a la sepultura que esté abierta para hundir el cadáver. Y, por una equipolencia lexítima, llamaremos tumba a la sepultura. Y lo probaremos mui bien diciendo que se nombra así porque se tumban en ella los difuntos. Y no tienen que salirnos con que tumulus en latín se toma también por el sepulcro citando un versecillo, v. gr., este de Homero traducido por Cicerón: quo magis est aequum tumulis mandare peremtos; porque, aunque pobre jurista, no se me deja de alcanzar que estos túmulos de los antiguos venían a ser unas quantas cargas de leña y... tal. Y..., ¡ya me entiende usted! Son, pues, túmulos de espuma. No montes o hinchazón de olas, como hubiera explicado qualquier Pedro Fernández, sino honduras del mar (!!). Y ¿sellar sombras?: Sellar sombras es, según el mismo intérprete defensor, guardar fingidos nombres o ficciones4.

Bien, ¡averígüelo Vargas! Quando el editor del Asno erudito haga a Góngora comentarios tan desvaratados, quando dejando de conocer y aplaudir lo bueno, lo bello, lo excelente que reyna en muchos de sus versos se entretenga con grande ahínco y seriedad en defender y aprobar lo extravagante y ridículo en que cayó, más por grandeza que por pequeñez de genio (al revés de lo que les sucede a los don Eleuterios), entonces podrán éstos notarle de necio y declamar contra su buen gusto. Entre tanto mírense en ese espejo y vean quién es el defensor de las estravagancias de Góngora.

A otra cosa sin hacer capítulo. Qualquier mayorista, bien haya estudiado con el dómine Zancas-largas, sabe y le consta, por poco que reflexione en lo que le hacen aprender, que los adagios o refranes castellanos no pueden traducirse literalmente en latín so pena de cometer un barbarismo que le exponga al látigo o a la férula. Confirmaráse más en esta verdad, si llega a leer por casualidad la siguiente cláusula entresacada del tomo segundo de las Obras sueltas del ya citado don Juan de Yriarte: la traducción demasiado literal trae consigo varios inconvenientes, ya el de pervertir el sentido del texto, ya el de poner la sentencia más obscura de lo que estaba en el original o, a lo menos, dexarla tan latina o griega, después de traducida, como antes, o ya, en fin, sobre quitar toda la fuerza y gracia de los conceptos ocasiona expresiones estrañas y disonantes o no significativas. Y bien, ¿observó en sí el dictador la ley con que juzgaba a otros tan rígidamente? Nada menos. Los déspotas no están sugetos a la ley que imponen a los súbditos. Y, con efecto, el señor don Juan, o por mostrar que los grandes hombres no deben atarse a los decretos del común o por el gustazo de contradecirse, tradujo literalísimamente en latín una multitud de nuestros refranes, cuyos modísimos, locuciones y alusiones ceñidas en gran parte a los estilos y usos de la nación, tienen tanto que ver con la lengua de Virgilio, como un huebo con una castaña:


A cada puerco le viene su San Martín.
Stat sua cuique sui Martini tempore caedes.


A gallego pedidor, castellano tenedor.
Castellane tenax, Gallaeco obsiste petaci.


A carnero castrado no le tientes el rabo.
Ne tua vervecis pertentet dextera caudam.


Achaques al viernes por no ayunarle.
Quid Veneris lucem, vitans jejunia, culpas?


Más caga un buey que cien golondrinos.
Plus decies dena vel hirundine bos cacat unus.


Quando la barba de tu vecino veas pelar,
hecha la tuya a remojar.
Vicinam ut radi dabitur tibi cernere barbam,
tunc propera linphis tingere, amice, tuam.



Este refrán me acuerda de otra interpretación bárbara que he oído dél: Cum barbam vicini tui videas tondere, ejice tuam in pelvim. Ella no está en verso; pero en expresión se las apuesta a la otra: porque, al fin, aquí dice barbam vicini y no barbam vicinam que es una elegancia de Barrabás; dice videas tondere y no dabitur tibi cernere radi que es un circunloquio endiablado. Pero, en Dios y en conciencia, mirando las cosas con ojos desapasionados ¿entenderán semejantes latines no digo los Cicerones, a ser posible que vivieran (¡y no sería para mucho bien de los gramáticos!), pero ni aún ninguna de las naciones extrangeras que ignoran absolutamente o la alusión al uso del país o el íntimo y doble sentido que contiene el refrán? Y, ¿no es esto pervertir el sentido del texto (porque las palabras no son el sentido), dexar la sentencia castellana como se estaba, quitar la fuerza y gracia del concepto, ocasionar en el latín expresiones extrañas, disonantes y no significativas y corromper por este camino, añado yo, el buen gusto de la latinidad? Y, ¡hombres de este gusto tienen valor para infamar a un Martí, a un Deán de Alicante! ¡Por vida de los ajos verdes, que si lo tomo por mi cuenta, aunque jurista pecador, no le he de dexar al señor don Juan obra a vida y he de manifestar clarito como el sol que hierben en sandeces y vagatelas quantas escribió! Pero, callar y callemos, que no soy amigo de mover contiendas. ¡Y me saldrán luego los Eleuterios con que no pruebo nada y que soy un infame escritor de libelos!

Con todo eso, me queda allá en lo interior haciendo cosquillas una colección de epigramas que tienen necesidad de anatomía para que sirvan a la curación agena. Pero, ¡más días hay que longanizas! Digámoslo en latín, según el intérprete:


Parca viro conjux botulorum dixit aventi:
Plures quam botulos acito, vir, esse dies.



Porque, aunque la traducción lebante un testimonio al texto que no se mete en dimes ni diretes de casados, todavía me cae mui en gracia y la citaré siempre que me venga a cuento para exemplo de traducciones fieles y elegantes.

Fallamos, según todo lo expuesto hasta aquí, que debemos declarar a los puros gramáticos por inútiles para la enseñanza de los nobles chinos con acuerdo del mandarín del capítulo III, dexándoles su derecho a salvo para que, si alguno quisiese valerse de ellos, llenen de frioleras y arrogancia el cerbelo de sus discípulos.

Pronunciado fue este Auto..., etc.




ArribaAbajoCapítulo VI

Al cabo de los años mil, buelven las historias por do Solían Hir


Con mucho reposo estubo prestando las orejas el prócer chino al parenético razonamiento del mandarín. Y, fue tanto lo que obró en la fuerza patética déste, que casi estubo por darle crédito y seguir el perverso dictamen de arrimar a su hijo a un docto, grave y virtuoso filósofo. Hacíale fuerza que los hombres han nacido para hallar verdades y exercer buenas obras y nada más, que las artes eran los instrumentos de las ciencias o de la prudencia y que la prudencia, que es la experiencia de la vida civil, se podría malsostener sin las ciencias. Iba y venía. En esto meditaba, reflexionaba (y no era poco para un magnate) quando, ete aquí que en Dios y enhorabuena, sale a la sala su bendita muger.

Dicen las memorias que sigo que la tal muger era algo parienta del togado (que eso vale un mandarín en la China) que, a no serlo, ya se hubiera guardado ella a ponerse delante de él ni de otro hombre alguno sin expresa licencia de su marido. Costumbre propia de la barbarie de una nación oriental, que reprueba con la opuesta práctica la honrada cultura de las mugeres de Europa.

Viola el marido, aunque suspenso y díxola:

-«Más de lo que juzgaba es el negocio de elegir maestro a los hijos. Tu pariente me promete un filósofo dotado de quantas calidades aciertan a formar un hombre cabal...»

-«¿De qué nación es?», preguntó muy súbita la muger.

-«De Pekín», respondió el pariente.

-«¿De Pekín, replicó ella, donde ni aun tienen habilidad para hacer un abanico de buen gusto?, ¿en Pekín hombre capaz de enseñar, quando no hay uno que sepa texer el fino algodón de Mosul? ¡No, amigo!, a mi hijo o le ha de enseñar lo un japonés o consentiré antes en que se quede sin enseñanza. Del Japón me han venido este primoroso abanico y estas exquisitas flores que me he puesto hoy, ¡ved si serán sabios todos los que vengan de allá».

¿No es bueno que dicen las citadas memorias que el grave chino se dejó persuadir de las convincentes razones de su allegada, siendo así que en la apariencia no hay maridos más absolutos y déspotas que los de aquel imperio? Ello es que el buen chino con toda su imperiosidad prefirió la estravagancia de la muger a la utilidad del hijo. El gramático fue elegido en competencia del filósofo: ¡Así va el mundo!

El mandarín, hombre machudo y de seso firme, dijo la causa de su visita y, sin tocar más el punto de la educación, se despidió riendo mui santamente en su interior la necedad de sus paysanos que hacen pomposa ostentación de ser los dueños de sus mugeres y son los más ridículos esclavos de los antojos dellas.

Quiso el prócer llamar por sí y llebar a su casa al gramático para que conociese que le honraba. Estimó éste con todas las veras de su corazón y agradeció con muchas y profundas sumisiones una acción de que se reiría a todo reír un sesudo filósofo. Condújole (pero ocultando en todo caso que iba por elección de su muger, declaración que, a su parecer, disminuiría en gran manera su despotismo marital). Mostráronle al discípulo. Encargáronle no le tocase el pelo de la ropa, que le dejase salir con quanto le diese la gana, que no le reprendiese ninguna de sus travesuras inocentes como, por exemplo, dar de golpes a los esclavos, hacer cocos a las esclavas bonitas y perseguir de muerte a las feas para que las otras se divirtiesen y regocijasen. «Porque ya veis», decían, «que un niño de dieciséis años no puede dar de sí otra cosa y estas travesurillas se enmiendan y corrigen con la edad».

A todo se acomodó el severo maestro, porque quieren decir malas lenguas que los que se aplican a este oficio no tanto miran a formar hombres útiles para el Estado como a lograr su propia utilidad.

Si fue éste el designio de Chao-Kong no se halla apuntado en las memorias. Lo que resulta de ellas es que de maestro de niños pasó a obtener cargos de una razonable medianía en el imperio así civil como literario. Si los debió al mérito o al patrocinio tampoco lo apuntan las memorias. Sólo dejan congeturar que la constitución del Estado chino busca para los grandes puestos a los hombres igualmente grandes o en las ciencias o en la política, sin hacer mucha cuenta de los gramáticos para conferirlos.

Puesto el nuestro en el candelero más alto a que podía subirle el género de erudicción que profesaba, trató de mirar por su sangre, acordándose que primero había nacido hombre que erudito. Es loable costumbre en la China procurar, los que llegan a conseguir un puesto o de dignidad o de protección, ir trayendo a la corte, como a la deshilada, quantos parienticos tienen para introducirlos blanda y suavemente primero en las casas que los protegen y, desde ellas, en algún puesto de honra y provecho. Los letrados que se están rompiendo la cabeza en las escuelas se dan al diablo con esta costumbre; porque dicen que con ella no se logra otra cosa que cortar las alas al mérito y que, en vez de hombres sabios, se inunda el Estado de pretendientes. Mal que ellos se representan mucho peor que una irrupción de tártaros. Alegan que nadie quita que un poderoso dé la mano a un pariente, quando le reconozca digno y juzgue que puede traer utilidad en el puesto que ocupe; pero, que de hacer costumbre lo que debe ser elección y de sugetar los cargos al parentesco se seguirá siempre el inconveniente de que la república esté servida por hombres o no aptos o perjudiciales.

Empero, estas reflexiones, que muestran en lo exterior mucho celo del bien común y nacen, tal vez, de la envidia y miseria de los que esperan algún acomodo por el frívolo mérito de la sabiduría, no quitaron que nuestro Chao-Kong trajese a la corte un par de sobrinicos, de los quales el uno, muchacho vivo y despejado, de claro entendimiento, de ingenio medianamente travieso (aunque no sé si de igual juicio) daba esperanzas de ser con el tiempo un horrible sabio. Así se lo prometió Chao-Kong, resolviendo sacar, a la sombra de su enseñanza, un varón que llevase la memoria de su linaje hasta los términos de la inmortalidad. Y, para conseguirlo, quiso declararle y trasladar en él, como por vía de herencia, todo el fondo de su erudicción y doctrina.




ArribaAbajoCapítulo VII

Instrucciones del gramático Mayor Al Joben que caminaba para gramático


Hízole con este fin a sus mañas. Fuele poco a poco adiestrando en el modo de escribir con resolución y magisterio. Llenóle la cabeza de menudos preceptos, que suelen servir, a lo más, en las artes para poder decir con Horacio: vitavi denique culpam, non laudem merui; no porque me enfaden los preceptos fundamentales (ni permita Dios que dé lugar a que me lebante sobre esto el señor don Eleuterio un falso testimonio como el que me lebantó afirmando que desprecio las letras humanas, siendo así, que ni el señor don Eleuterio, ni todos sus maestros -¡y a fe, que bien los necesita!- las cultivarán con más ahínco y afición que yo), sino porque el demasiado amontonamiento de reglillas y palillos en la memoria embaraza el genio y no le deja obrar con libertad, recelosos siempre los preceptistas de pecar contra ellos; de donde procede una heladísima frialdad que reyna en quanto escriben y a la que bautizan con nombre de exactitud los que no quieren acabar de entender que un inexacto arrebatamiento de Homero equivale a todas las exactitudes de los exactísimos poetas que, por serlo, debieran saber que se ha dicho de Terencio hoc peccat, quod non peccat. Pero esto no viene al caso y habrá ya quien me esté notando que es demasiado largo el período anterior y me citará una regla para acriminarle.

Viéndolo ya, pues, suficientemente preparado para su intento, resolvió declararle los misterios más hondos y reservados de su saviduría. Cogióle un día a solas y prevínole no dexase escapar ni una sola sílaba de quantas compusiesen las palabras de su razonamiento; porque de las sílabas se forman las voces, déstas los períodos y de ellos la oración y, por consiguiente, si dejaba de oír la más menuda y miserable sílaba no entendería palabra del razonamiento, según la lógica de la gramática.

Teniéndole ya preparado el ánimo con este exordio perteneciente al género deliverativo, pues es claro como el agua que hubiera sido pecar contra la regla comenzar una suasoria con un exordio tocante al género demostrativo o judicial, le dijo con mesurado y magistral talante:

«Hasta aora, hijo mío, he procurado instruirte en los elementos que preparan el ánimo para penetrar con alguna facilidad en lo íntimo de las ciencias. Estamos ya en tiempo de aspirar a lo sumo, de adquirir lo que te conducirá al templo de la inmortalidad en donde, con mi ayuda y tu buen natural, logrará tu estatua una basa preeminente. He conocido en ti particular talento para la poesía. Ésta es tu vocación. Será, pues, preciso que yo acomode mis instrucciones a tu talento para que, fecundándole así, te hagas famoso a menos costa siguiendo el impulso de tu vocación.»

«Pudiera yo a este fin, enseñarte el arte de raciocinar sin el qual he oído decir que no se pueden componer ni buenos silogismos ni buenos versos. Pero, sobre haberme ya olvidado con la continua aplicación a los severos estudios de la gramática, tengo por frívola la opinión de los que creen que es menester raciocinar para componer poemas. Porque ¿qué conexión tiene con las ficciones y buelos de la poesía aquella muchedumbre de preceptos sutiles, en cuya práctica desperdician el tiempo (de) nuestros letrados?, ni ¿qué le importa al poeta conocer ni distinguir las qualidades de las ideas, convinar, deducir, definir, dividir, ordenar, evitar los errores de los sentidos, de la imaginación, del ingenio, del juicio (en los que no suelen caer los pocos sino por milagro) y qué se yo quántas otras impertinencias que no aprovechan sino para perder el tiempo que requieren doctrinas mejores? Con acertar a poner un pensamiento detrás de otro estamos compuestos... y posees el arte sin la molestia de aprenderle.»

«Pudiera asimismo manifestarte las causas y efectos, así generales como particulares, con que procede la naturaleza en los cuerpos visibles, si no fuera porque no he estudiado la física. Ello es que dan en decir, que la noticia de esta ciencia es un tesoro inagotable de riquezas poéticas para el poeta que quiera ser sublime y agradable y que sin ella no es posible copiar vivamente la naturaleza. Pero yo confío que tú no querrás caer en la bajeza de ser ni sublime ni agradable ni pintor. Y, con esto, poquísima falta te hará en tu exercicio la ignorancia de las causas y efectos naturales.»

«Pudiera también explicarte puntualmente quáles son las obligaciones que debemos al Autor de las cosas, a nosotros mismos y a los otros hombres, agregando el conocimiento de los apetitos y pasiones humanas en su origen y efectos, de qué manera se mezclan unas con otras, cómo dominan en la voluntad, qué costumbres influye cada una y qué añade nuestra religión a la moral en sí y otras cosas tales que he leído así por mayor en el índice de un libro que trata de esta filosofía; pero mi carrera no ha sido ésta y además yo no veo que tenga un poeta gran necesidad de conocer íntimamente al hombre para expresar sus varios caracteres. A lo más... más, con leer quatro o seis librejos japoneses en que se hable magestuosamente de humanidad, de tolerancia, de no hacer mal a nadie y de fanatismo estamos compuestos y tendrás más moral de la que necesitas.»

«Ni creo tampoco que le sea necesario a un poeta saber las pruevas de la inmortalidad del alma, de la existencia y atributos de Dios, cómo se conciben los entes espirituales, cómo los de dudosa existencia, el tiempo, el espacio, el infinito, cómo obra el entendimiento, sus potencias, sus facultades y fines de ellas, la naturaleza peculiar de los seres, sustancia, accidentes, modos, relaciones. Verdad es que a un escritor pueden ofrecérsele ocasiones en que tenga que hablar de todas o parte de estas cosas; verdad es también que el poeta instruido en ellas sabrá añadir a sus versos gracias y bellezas nuevas que no sabrá el que las ignore. Pero, sobre no ser ésta mi profesión, yo sé que evitarás siempre tomar asuntos que tengan conexión con las sustancias del universo, y en lo segundo, consuélate con que si algunos pocos doctos impertinentes huelen en tus versos el defectillo desta y las otras ciencias, la muchedumbre que tiene las narices algo torpes te aplaudirá y, en todo caso, procura formarte un buen partido.»

«De menos utilidad es todavía el conocimiento del origen de las leyes y sociedades civiles, cómo vinieron a formarse, cómo se mantienen, si hay obligación intrínseca o moral (según se explican bárbaramente los doctores tártaros5 que no son gramáticos) en las acciones humanas, de qué suerte se modifican los preceptos naturales con los civiles, con qué fundamentos y por qué causas observan las naciones ciertos derechos entre sí. Si te se antojara alguna vez por modo de diversión trazar y acabar algún poema épico en que contases el origen de alguna nación o el progreso de alguna guerra señalada, te sería entonces algo útil la noticia destas vagatelas. Pero tú, a Dios gracias, no has nacido para poeta épico. Mucho te aprovecharían también para ingerir gallardos y útiles episodios en otros poemas o para dexar caer, como al desgayre, finas y agudas alusiones en qualquier género de composición. Mas tú nunca debes salir de la materia que trates, aunque escribas sobre ella millares de versos, ni debes dexar caer esas, que llaman los malditos críticos, redomadas, finas y agudas alusiones, por las quales conocen a una ojeada la ignorancia o ciencia del escritor, diciendo los iniquos que es imposible que deje de hacer muchas alusiones el que sabe mucho. ¡Nada menos!: Tú siempre uno, que si no varías el discurso y caes en la fastidiosa pesadez que causa la semejanza continua, lograrás a lo más disimular lo que no sabes. Por lo que hace a los episodios, con ingerirlos de qualquier cosa vulgar o con fingir qualquier idea estravagante, venga o no al caso, has cumplido con tus amigos, que te alabarán el pensamiento como flamante y nunca pensado. Y en esto yo sé que no se engañarán.»




ArribaAbajoCapítulo VIII

En que continúa el anterior, porque los gramáticos en poniéndose a hablar no saben dejarlo


«Explicadas ya las cosas que no necesitas, para que no te canses en aprenderlas si te viene algún arrebato o tentación voy a revelarte los misterios que asegurarán tu inmortalidad. óyelos, hijo mío, con la mayor atención de orejas que te sea dable, porque con ellos deposito en ti mi más rico caudal»:

«El arte de hacer versos es el arte de convinar sílabas. Según esto, es parte de la gramática sin que tenga nada que ver con la sabiduría filosófica. De la gramática tienes ya mui honda noticia. Resta, pues, instruirte en la poética. Aora bien»:

«Primer misterio: No pecar nunca contra la gramática; aunque, por no pecar una o dos veces, se pierdan las expresiones más vivas o los buelos más sublimes de imaginación. Dicen algunos doctores tártaros que la índole de nuestra poesía es tal que tiene infinitas veces que acomodarse a ella nuestra lengua, al contrario de lo que sucede en otras naciones, las quales, por carecer de idioma o dialecto poético, se ven precisadas a escrivir los versos casi del mismo modo que la prosa. Lo pruevan los mui ignorantes con que nuestra lengua tiene su gramática poética particular. Manifiestan que se puede escribir en ella de tres modos: en prosa regular, en prosa poética y en verso, cuyo estilo no participe de las dos prosas. Ponen millares de exemplos para confirmarlo. Y yo sé de un letrado que tiene recogido y notado un buen número con el fin, según creo, de darlo a luz, provando que nuestros grandes poetas han atendido siempre a estas diferencias y que, sin usar del último estilo, no puede ninguno serlo grande. Pero, ¿en qué tono debemos responder a tales bachillerías? Despreciándolas y escribiendo los versos con la gramática de la prosa, de la qual no nos hemos de apartar por quanto hay en el mundo. A mal andar, si alguno de estos doctores que todo lo quieren llevar por la punta de la filosofía sale llamando prosa rimada a tus versos, con responderle que confunde ignorantemente la facilidad con la prosa le confundirás a él entre tus amigos, bien que no sé qué será de ti entre los indiferentes.»

«Segundo misterio: La exactitud, la gran y principal virtud de un poeta. He oído decir por ahí que la exactitud consiste en razonar con nervio, sin extravío, pensar con verdad y decoro, disponer con orden diestramente acomodado al asunto, dar a cada cosa el estilo que le corresponda, tratar las precisas, abandonar las agenas o extrañas, explicarlas lo suficiente sin caer o en redundancias o en sequedad... ¡A fe que nos vienen los doctores tártaros a dar buena idea de los términos! ¡En nada de esto consiste la exactitud! Y los que lo enseñan corrompen las artes con su tartarismo. Se te ofrecerá muchas veces haber de nombrar en tus versos quatro o seis hombres de la antigüedad; pues bien, primero has de nombrar al más antiguo, luego al menos, etc., y cata aquí la fina exactitud. Te verás precisado alguna vez a describir un lugar, pintar un rostro o cosa semejante. La exactitud entonces consiste en expresar cada cosa con su nombre: las narices, narices; los carrillos, carrillos, etc., porque si usas de algunas figuras de semejanza que releven y hermoseen la imagen, te expones a que no te entiendan los que no saben leer y éste es mucho defecto. Nota que en la exactitud entra también la observancia de la gramática prosaica en los versos.»

« Tercer misterio: No sorprender jamás alhaueñamente al lector con verdades nuevas, vivas, bibrantes, que enajenen el ánimo y obliguen a admirar la agudeza y penetración del poeta. No vestir, ni por pienso, las verdades comunes con frases y expresiones gallardas y modos de hablar que las levanten de punto. No dejar nunca una cosa a medio decir, manifestando sólo un cabo para que el lector asiéndose dél tenga el deleite de adivinar lo que no se indica. Cánsense en éstas y semejantes fruslerías los versificadores, que el verdadero poeta ha de decir todo como se le venga a la pluma: el pan, pan, y el vino, vino... Mas ¿qué es eso?, ¿roncas, hijo mío?»

Y, en efecto, ello era así; porque el buen Chu-su, éste era su nombre, había puesto tanta atención de orejas al discurso que los ojos perdieron toda la suya y comenzaron a despedirla por las narices en un género de armonía tan retumbante que pudiera sustituir mui bien a qualquier mediano bajón de órgano. Dispertóle el pariente maestro. Y, conociendo él su descuido, trató de disculparse y dijo que lo había oído todo mui bien, a excepción de la última sílaba de la última palabra. No obstante lo qual, quedaba invenciblemente convencido de que para escribir verdades no era necesario saber el arte de hallarlas y ordenarlas, ni conocer la naturaleza para describirla ni al hombre para retratarle o representarle.

-«Y lo demás», decía, «que me habéis explicado lo tendré yo impreso en la memoria para todos los días de mi vida y lo cumpliré y practicaré tan exactamente que, poniéndolo por su orden, según vuestro segundo misterio, primero no aprenderé la lógica, luego ignoraré la física, después no haré caso de la moral, tras esto despreciaré la metafísica y, por último, dexaré a los doctores tártaros las leyes naturales, las civiles y las de gentes, porque yo no me crío para doctor sino para poeta mondo y lirondo y, he aquí, cómo empiezo ya a observar lo más fino de vuestros decretos».

Diole un abrazo Chao-Kong por la prontitud y agudeza con que comenzaba a exercitar su enseñanza. Y, a continuación, encargándole muy de veras que no roncase, le declaró otros misterios tan profundos y útiles como los precedentes. Sobre todos fue que procurase perfeccionarse en la forma material de escribir, con lo qual conseguiría, si no por el otro camino, por éste, a lo menos, nombre de grande escritor. Indicóle también que el estudiar con meditación es perjudicial para la cabeza, el estudiar con método y constancia insufrible, y así, que se contentase con leer una especie aquí, otra allá, otra acullá. Que si bien esto podría traer el inconvenientillo de formarle una imaginación inchada y confusa y de no acostumbrar al juicio a profundizar; pero la salud era lo primero y hiba a perder mucho la nación si se malograba por demasiado estudiar y meditar un hombre que había de ser tan sabio.




ArribaAbajoCapítulo IX

Entra Chu-su en la carrera de escritor, y no por sus pasos contados


Como ha de ser (no tiene remedio), preciso es prestar paciencia. A semejantes chascos se exponen los que escriben y los que leen historias. Con ser uno de los principales héroes de la mía el gramático Chao-Kong, a quien debió su fortuna y sabiduría Chu-su, me veo forzado a abandonarle para siempre por no bolverse a hacer mención de él en las memorias. Pero, a bien, que en esto reconocerá al mismo tiempo el lector la fe inviolable de mis narraciones; porque historiador habría que fingiría mui bonitamente quanto le pareciese oportuno. Atribuiría a sus personages intenciones que nunca tubieron tal vez. Interpretaría sus hechos todo lo más malignamente que pudiese. Figuraría a su modo las circunstancias. Y lograría después fama inmortal por haber escrito la historia de su cerebro, en lugar de la de un rey, emperador o capitán. ¡Quántas historias de éstas hay magníficamente ponderadas en el mundo! La empresa de mis escritos son la sencillez y la seriedad.

Las memorias, pues, no buelven a hacer mención de Chao-Kong y toman el hilo desde aquí refiriendo las hazañas literarias de su sobrino. Solamente en varios parages dan a entender la diversidad de sus estudios y los títulos que por ellos le competían. Expresan en una parte que fue elegantísimo historiador, porque hizo ánimo de escribir una historia; excelente poeta, porque hizo poemas épicos semejantes a éste:


En Aries el año empieza,
en Piscis acaba el año:
de esta suerte almuerza carne
el sol y cena pescado6.



Poema que pudo adquirirle también el dictado de astrónomo por el estupendo descubrimiento, que no alcanzaron ni Galilei ni los Casinis ni todas las academias de Europa, de que el sol almuerza y cena; pero quizá estará reservada a éstas la gloria de averiguar si come. Se dice también en dichas memorias que fue agudísimo crítico, porque supo herir a algunos hombres célebres de su edad tirando la piedra y escondiendo la mano en un Diario en que, en son de criticar a los malos escritores, se cargaba muy graciosamente sobre los buenos. Tales méritos eran bien dignos de una estatua y, en efecto, sus dos sobrinos honrraron con una de una especie de yeso la memoria de su buen tío para que, si no de su vida, pasase, a lo menos, la duración de su cata dura a los futuros siglos. Esto es lo último que se sabe de sus fatigas o molestias literarias, es decir, tanto de las suyas, como las que procuró causar a algunos autores honrados.

Dio principio nuestro Chu-su a su carrera de escritor empleando en escribir los años de la juventud, sin duda, porque dejaba para la vejez el empleo de estudiar y meditar. Algunos doctores góticos europeos, que han tratado de la éthica característica, ponen por uno de los indicios o caracteres de la ambición en letras la aplicación a traducir, quando los ambiciosos literarios no hallan en sí otro fondo de donde tomen asunto o materia para manifestarse al público. Tal fue el principio de los progresos de nuestro Chu-su. Pero, como escribía en la China y no en Europa, no le convenían por ningún término los caracteres que distinguen a los ambiciosos de acá. Pruébase esto con una autoridad formidable a los doctores góticos y que, a mi entender, persuadiría irrefragablemente a los eruditísimos y profundos perseguidores del goticismo. La autoridad es tomada de un célebre cómputo de Mr. de Voltaire y es que allá, quando no sabían escribir, escribieron los chinos unas terribles crónicas que hacían subir la existencia de su nación mucho más arriba de la existencia del universo y, lo que es más, halló dicho señor filo-histori-crítico-matemático que en aquel puntual y crudo tiempo eran ya los chinos estupendos astrónomos y acérrimos impresores. Esta aserción de gran peso, en verdad, por la legalidad que tubo en todos los asuntos su autor, prueba sin repugnancia alguna que la China no es parte de nuestro globo y, por consiguiente, los caracteres de sus naturales nada tienen que ver con los de acá. Supiéramos a punto fixo quáles son, si el señor Fontenelle hubiera tenido a bien adivinarlo en su verídico y famoso libro de Los mundos, ya que adivinó tan infaliblemente la existencia de los habitantes de los planetas.

No se sabe si por medio de algún carro o barco volante navegó desde su país al que habitamos un filósofo chino que tubo la humorada de pasar a nuestro hemisferio con el fin de enterarse de sus costumbres, artes, ciencias, lenguas y religiones. Lo cierto es que hizo son tour y tornó a su patria bien abastecido de libros y noticias, las quales, depositadas en una memoria capacísima que moraba pared en medio de un juicio recto y desapasionado, formaba un hombre que era el oráculo de su patria y las delicias de las conversaciones. El único defecto que se notaba en él era que no levantaba falsos testimonios a las naciones por donde había discurrido, no violentaba las costumbres y usos de cada una para apoyar algún sistema imaginario, no decidía temerariamente de las creencias y dogmas de que se informaba sin examinarlas primero con mucha atención y desembarazo de ánimo, no resolvía sobre el origen, antigüedad y cronología de cada nación sin separar las noticias falsas de las ciertas, las claras de las obscuras, las provables de las dudosas. Y, en realidad, en estas qualidades era nuestro filósofo muy inferior a los viageros europeos, los quales, sin adulación, son eminentes en ellas. Por la comunicación deste hombre (su nombre Kin-Taiso) se pelaban los jovenetes que comenzavan a hollar la senda de las letras: unos para adquirir noticias, otros para aprender lenguas, otros para divertirse con las curiosidades ópticas y máquinas físicas que poseía y tal qual para recibir dél una enseñanza metódica de alguna ciencia.

En la segunda clase entraba Chu-su, del qual hacía particular estimación el filósofo y quisiera meterle en los estudios profundos, sino que el mozo dio en que había de ser autor antes de ser sabio y no hubo forma de obligarle a aprender otra cosa que no sé qué tantas lenguas, que en esto no están puntuales las memorias y le haríamos notable injuria si, sabiendo todas las de la torre de Babel, dixéremos que no poseía más que una o dos. De su aplicación particular a ellas resultó dar al público una traducción de un poema escrito en la antigua lengua del Tibet, precedido de una tremebunda prefacción en que ponía de buelta y media a tres o quatro traductores que habían cometido el horrible delito de traducir el mismo poema ciento o más años antes que él y, por vía de corolario, a un moderno elogiador de uno de aquéllos. Era el mozo inclinadillo a satirizar a sus compañeros los literatos y un si es no es aficionado a derribar estatuas de hombres célebres para lebantar la suya sobre sus ruinas. No faltaban celosos aduladores, o por ignorancia o por malicia, que para ostentar la fe de su amistad fomentaban en él un carácter vano y altanero de que iva ya dando algunos vislumbres. El pedernal necesitaba poco para chispear y en el instante que le tocó el eslabón de una defensa justa disparó un librejo o libelo tan famoso que dura aún y durará perpetuamente en la memoria de aquellas gentes para eterno exemplar de críticas inicuas e indecorosas. Es indecible el honor que le resultó della entre los hombres desapasionadamente juiciosos: Vieron en ella comunicadas al público unas quantas cartas que se habían escrito para usos privados. Aplaudieron el gran arte de convencer abusando de la comunicación particular. Celebraron el humano, fino, polytico, urbano, atento y civil modo de imponer silencio, quebrantando el sagrado de la amigable confianza. Preparáronse empero todos para no escribirle jamás, porque decían (y aquí estaba su mayor encomio): «¿Quién diablos ha de escribir a este hombre sin peligro de que haga públicas sus cartas, si publica hasta las que no se han escrito a él?» El buen Chu-su, que no necesitaba de mucho ayre para envanecerse, cantaba en su interior el triunfo, alabando la sutileza con que conseguía vencer sin más trabajo que el de dar al ayre, con su conterica de glosas y comentarios, las cartas en que, fiados en un principio de humanidad, confiesan algunos sencillamente, sus descuidos. Y fue tanto lo que satisfizo este modo de convencer que propuso en su ánimo conservar quantas cartas recibiese de literatos contemporáneos suyos para hacer de ellas el mismo uso quando le viniese a cuento. Efectos todos, a mi ver, de la educación y buena crianza que recivió en sus primeros años.



Indice Siguiente