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Los libros de caballerías castellanos

Mª Carmen Marín Pina



«Libros de caballerías, los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del Caballero del Febo y de los demás». Así definía a comienzos del siglo XVII Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana las obras del longevo y prolífico género de los libros de caballerías que por entonces, en 1611, seguía todavía vivo y daba a la luz títulos como el Policisne de Boecia (1602) y las continuaciones impresas o manuscritas del Espejo de príncipes y caballeros (Zaragoza, 1623). Los más de setenta títulos aparecidos desde la publicación del Amadís de Gaula de Rodríguez de Montalvo, amén de las adaptaciones y traducciones de textos catalanes, portugueses e italianos, de las reediciones de algunos títulos dentro y fuera de la Península y de las traducciones a otros idiomas, constituyen una abultada cifra lamentable e inexplicablemente silenciada por la moderna historiografía literaria española, para la que el género se reduce a poco más que el Amadís de Gaula, el Palmerín de Inglaterra y el Espejo de príncipes y caballeros, los libros salvados por Cervantes en el famoso escrutinio. Frente a la novela pastoril o a la picaresca, géneros prestigiados por la crítica, el caballeresco ha sido uno de los grandes olvidados de la narrativa áurea, ignorando la gran popularidad alcanzada en su momento. La crítica cervantina en torno al Quijote, sus comentaristas y el cervantismo en general, el desinterés y el desprecio por el género mostrado por autores como Menéndez Pelayo así como la inaccesibilidad de los textos han contribuido a desvirtuar el valor de los libros de caballerías y a silenciarlos. Su eclosión a finales del XV y su desarrollo a lo largo de los siglos áureos junto a otras manifestaciones de la rica literatura caballeresca (obras de la materia bretona, carolingia y troyana, romances, poemas épicos, comedia y narrativa caballeresca breve, literatura caballeresca espiritual, tratados caballerescos) es un hecho incuestionable y se explica porque la caballería con todas sus peculiaridades constituía, todavía en los siglos XVI y XVII, una forma de cultura, un poderoso sistema de creencias, de pensamiento y una visión del mundo que estos libros de caballerías fingidas preservaban de diferente modo acomodándola a los gustos y a las necesidades de la sociedad del momento.






ArribaAbajoInventario de libros de caballerías

Como dice el cura cervantino, los libros de caballería toman principio y origen del Amadís de Gaula, «el primero de caballerías que se imprimió en España» (DQ, I, VI). El Amadís impreso fija efectivamente la poética del género, pero también su diseño editorial, pues todos los demás siguen las características físicas del «padre de toda esta máquina» como lo llamó Lope en Las fortunas de Diana (Novelas a Marcia Leonarda). En su configuración externa, los libros de caballerías son físicamente inconfundibles, de manera que el ama y la sobrina del ingenioso hidalgo, desafectas a la lectura y al género, no tendrían ningún problema a la hora de identificarlos en su biblioteca para la quema. En palabras de Cervantes, son «cuerpos de libros grandes», libros de gran formato y muy extensos, entre 100 y 300 folios, por lo que no es de extrañar que al hidalgo manchego, al enfrascarse en su lectura, se le pasasen «las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio» (DQ, I, I) para conocer su final. Su formato folio otorga solemnidad y prestancia al producto, lo mismo que la letra gótica en la que andan impresos, reflejo de un espíritu tradicionalista y de una nostalgia medieval que paradójicamente la tipografía prolongaba y reforzaba frente al espíritu del humanismo renacentista representado por la letra romana o antigua, empleada más tardíamente en la edición del Olivante de Laura (1564), las continuaciones del Espejo de príncipes y caballeros (1580, 1587, 1623) o el Policisne de Boecia (1602). La disposición del texto a doble columna, la inicial adornada y los grabados que ilustran algunas de sus páginas acercan también el impreso en su configuración formal a los códices medievales. El grabado del caballero jinete que suele llenar la portada predispone la lectura y transmite la imagen de heroísmo, esfuerzo, lujo y ostentación que preside siempre el relato. Este respeto por la forma externa del producto responde a una coherencia editorial y ha de tenerse en cuenta, junto a otros rasgos estructurales, formales y temáticos, para acercarse a la definición de estos libros y a la caracterización del género.

Por su gran formato y por su extensión, los libros de caballerías eran en principio caros, aunque luego se depreciaran en el mercado de segunda mano y de alquiler. En el inventario de bienes del librero madrileño Cristóbal López, realizado en 1606, los ejemplares encuadernados del Caballero del Febo (Espejo de príncipes y caballeros, 1555) y del Cristalián de España (1545) se valoraban cada uno en 544 maravedíes; el Belianís de Grecia, en 408 y el Palmerín de Olivia en 340 maravedíes, cuando por esas fechas en la región un kilo de naranjas costaba poco más de 54 maravedíes y una docena de huevos 63. Lejos de perder su valor, el coste aumenta con el paso del tiempo y se duplica con creces como puede comprobarse en la tasación de libros recogida en el inventario del impresor toledano Juan de Ayala (1556) o en los detallados registros de Fernando Colón. Así se explica que Alonso Quijano tuviera que vender «muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer» (DQ, I, I). Reunir una biblioteca como la del ingenioso hidalgo no estaba, por tanto, al alcance de cualquiera, tan sólo al de pudientes lectores, bibliófilos y coleccionistas como el citado Fernando Colón (1488-1539), Alonso Osorio, marqués de Astorga (c. 1535-1592), Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar (1567-1626), o en el siglo XVIII Agustina de la Torre, condesa de Campo de Alange, y Francisco Miguel de Goyeneche, que lograron la hazaña de reunir la mayor parte de los libros de caballerías publicados. Con los inventarios de sus bibliotecas se puede reconstruir el rico fondo del género que hoy atesoran instituciones como la Biblioteca Nacional.

En la librería de don Quijote, los libros de caballerías aparecen ordenados en general en series, familias o ciclos, tal y como se lanzaban al mercado. El escrutinio comienza con la revisión del ciclo más temprano y el más afamado, el de los amadises, compuesto por doce títulos variopintos y heterogéneos, entre los que destacan los salidos de la pluma de Feliciano Silva, el Lisuarte de Grecia (1514), el Amadís de Grecia (1530) y el Florisel de Niquea (1532, 1535,1551), que reorientan el género con nuevas y enredadas tramas protagonizadas por descendientes de Amadís, libros que aseguran el entretenimiento y crean un público fiel y adepto. Antes que Feliciano de Silva, otro vecino de Ciudad Rodrigo, Francisco Vázquez, tomó el testigo de Rodríguez de Montalvo e imaginó los primeros héroes ajenos a la serie amadisiana, los palmerines, descubriendo con ello las mil caras del héroe caballeresco y un fecundo e inagotable filón narrativo. Desde entonces, y tras la publicación del Palmerín de Olivia (1511) y del Primaleón (1512), los títulos se suceden en cascada. Unos cuantos se ofrecen en series compuestas por libros de diferente autoría, como la de los clarianes o la del Espejo de príncipes y caballeros en la primera mitad y segunda mitad del siglo XVI respectivamente, y otros como Félix Magno (1531), Valerián de Hungría (1540), Philesbián de Candaría (1542), Cristalián de España (1545) o Felixmarte de Hircania (1556) se publican sueltos. Jerónimo Fernández y Francisco Enciso de Zarate se embarcaron en ambiciosos proyectos personales y escribieron extensas continuaciones para el Belianís de Grecia (1547,1579) y el Florambel de Lucea (1532), publicados ambos como libros independientes.

Por los inventarios de algunas de las bibliotecas antes citadas tenemos noticia también de la existencia de otros libros de caballerías hoy perdidos como el Leoneo de Hungría (Toledo, 1520) o el Lucidante de Tracia (Salamanca, 1534), comprados por el bibliófilo Fernando Colón, así como la Crónica de Taurismundo (Lisboa, 1549), registrada entre los fondos de la biblioteca del conde de Gondomar (inventario de 1623), sin olvidar los citados en la relación de libros de don Fernando de Aragón, duque de Calabria. De otros, en cambio, nos consta su existencia por su paso al Nuevo Mundo, pues el desconocido Floranís de Castilla figura en el surtido de libros enviado por el segoviano Pedro Durango a Lima en 1603. En el tintero se quedaron el Florisdoro de Grecia proyectado por el morisco Román Ramírez, el supuesto libro escrito por Teresa de Jesús con su hermano y esa continuación del Belianís de Grecia (quinta parte) que don Quijote se propuso escribir y que al final compuso Pedro Guiral de Verrio con las aventuras de Velflorán.

A revueltas de estos libros de caballerías originales se publican con ropajes similares, portada, dispositio y formato, otros textos caballerescos afines, fueran antiguos, como el Libro del Caballero Zifar, El Baladro del sabio Merlín (1498), Tristán de Leonís (1501), la Demanda del Santo Grial (1515), o más modernos como la traducción castellana de Tirante el Blanco (1511), del Palmerín de Inglaterra portugués (1547-1548) o las adaptaciones castellanas de textos italianos como el Espejo de cavallerías (1525, 1527) o el Baldo (1542). Pocas veces la oferta en obras de ficción había sido tan abundante, rica y variada.

En el conjunto de la narrativa áurea, el rico corpus de libros de caballerías impresos constituye una de las columnas vertebrales de la industria editorial hispánica en el Renacimiento. El desarrollo y expansión del género va indisolublemente ligado a la imprenta y gracias a ella los libros de caballerías se convierten en uno de los mayores éxitos editoriales del XVI, en un género editorial. La imprenta despertó el vicio de leer y éste engendró un tipo de literatura para satisfacerlo, la literatura de entretenimiento, de la que estos libros son uno de sus más claros exponentes. Atentos a los gustos del público y al negocio, libreros, editores, impresores y mentores o colaboradores de las imprentas trazan de algún modo las directrices literarias y dirigen los gustos del público; con la ayuda de la imprenta fijan el canon de la literatura en los primeros años del XVI y organizan el mercado. Figuras como la del comendador vallisoletano Cristóbal de Santisteban, el humanista Alonso de Proaza y el bachiller Trasmiera en Salamanca, Juan de Molina en Valencia, Jorge Coci en Zaragoza o Pero Núñez Delgado en Sevilla, son claves en estas tempranas fechas a la hora de implantar las diferentes modalidades del género caballeresco en el mundo editorial español. En este juego creador entran escritores de la más diversa condición, algunos de vivo y agudo ingenio, como reconoce Ortúñez de Calahorra en el prólogo del Espejo de príncipes y caballeros (1555), y otros meros aficionados «a quien la natura dispuso para las artes mecánicas, que usando de ellas entre el dedal y la aguja, quieren ser poetas». El mismo argumento esgrime también Diego de Arce en sus inéditas Advertencias para aumentar el índice de libros prohibidos, a su juicio poco crítico con el género caballeresco cuando todos sus autores son, como el sastre y tejedor aducidos como ejemplo, de «ingenios ignorantísimos». La condición y calidad de sus autores evidentemente es muy diversa y no se puede generalizar. Regidores (Rodríguez de Montalvo, Feliciano de Silva), hidalgos (Melchor Ortega), cronistas (Gonzalo Fernández de Oviedo, Jerónimo de Contreras), religiosos (Páez de Ribera), médicos (Álvaro de Castro, Juan de Córdoba), bachilleres (Juan Díaz, Fernando Bernal), secretarios de nobles (Francisco Enciso de Zárate, Antonio de Torquemada), mujeres (Beatriz Bernal), soldados (Ximénez de Urrea), juristas (Jerónimo Fernández, Pedro de Luján, Dionís Clemente) o escritores anónimos dejan volar su imaginación y crean estas ficciones. Su variada condición y formación se traduce en la composición de unos libros de factura muy desigual, algunos sin «compostura ni elocuencia» y «con estilo desabrido y rudo», como reconoce el ya citado Ortúñez de Calahorra en su particular crítica prologal del «recuaje de libros de caballerías que están escritos», pero otros muy meritorios tanto por su original invención, por la fábula, como por su calidad estilística. La «escritura desatada» de estos libros, de la que hablaba a su manera Antonio de Torquemada en el Manual de escribientes y el canónigo cervantino (DQ, I, XLVII), permite a los autores ensayar diferentes registros a la par que mostrarse épicos, líricos, trágicos y cómicos en las páginas de unos libros menos monocordes de lo que se piensa. Juan de Valdés, el humanista toledano Álvar Gómez de Castro, Alonso López Pinciano o el anónimo autor de la carta dirigida a Pero Mexía en defensa de Amadís llamaron ya la atención sobre ello en su personal crítica y comentario estético de algunas tempranas obras del género.

Junto a los impresos, no hay que olvidar tampoco la veintena de libros de caballerías manuscritos redescubiertos en los últimos años por la crítica. Como en la ficción, el manuscrito encontrado siempre depara sorpresas. En este caso el hallazgo, entre otros, de los manuscritos del Adramón, Bencimarte de Lusitania, Caballero de la Luna, Claridoro de España, Flor de caballerías, León Flos de Tracia, Lidamarte de Armenia, Mexiano de la Esperanza, Polismán, Quinta parte del Espejo de príncipes y caballeros o de las continuaciones de Belianís de Grecia y Florambel de Lucea ha obligado a replantear el desarrollo y la pervivencia del género más allá de la publicación de las dos partes del Quijote. Aunque tenemos testimonios tempranos, como Adramón o Marsindo, es a finales del siglo XVI cuando el manuscrito se convierte en un medio frecuente de difusión del género, medio que va a ir en aumento en proporción inversa a la crisis económica que sufre la imprenta hispánica a finales de la centuria. Por ello, la escasa difusión impresa del género en dicho periodo no significa tanto el agotamiento del mismo como la imposibilidad de hacer frente a este tipo de publicación siempre que no haya detrás una estrategia comercial o personal Evidentemente, el manuscrito no propicia una difusión masiva pero sí certifica la supervivencia del género y en algún caso la existencia de diversas copias de un mismo título confirma su demanda en determinados círculos cortesanos. En el conjunto de libros de caballerías manuscritos, el Clarisel de las Flores de Jerónimo Jiménez de Urrea, también traductor del Orlando furioso de Ariosto (Amberes, 1549), resulta especialmente relevante por su estilo y por la calidad de sus historias. Las tres copias manuscritas conservadas así como el titulado Filorante, que reescribe pasajes suyos, dan fe del éxito alcanzado por este libro del que Cervantes pudo tener noticias por la condición de su autor y por entrar en su misma comunidad de intereses. La originalidad de algunos de sus personajes, la variedad y la riqueza de las historias intercaladas, su intertextualidad, el tratamiento del humor y el realismo cómico de muchas de sus aventuras lo convierten en un libro señero que está preparando el camino para la gran obra cervantina. Como el Quijote, el Clarisel es un libro capaz de integrar en clave caballeresca prácticamente toda la literatura de la época. Especial atención merece también el manuscrito de Lidamarte de Armenia, libro compuesto en 1568 y copiado de nuevo en 1590, obra del poeta Damasio de Frías, un autor elogiado por Cervantes en el «Canto de Calíope» de La Galatea (1584), o el Polismán de Nápoles del Jerónimo de Contreras, escrito en tierras napolitanas entre 1560 y 1571 y terminado en Zaragoza en 1573.




ArribaAbajoTrayectoria editorial y evolución del género

Trazar la evolución del género desde el Amadís de Gaula al Quijote o hasta la Quinta parte del Espejo de príncipes y caballeros es todavía hoy por hoy una empresa titánica y arriesgada dado el volumen de su corpus textual y el precario conocimiento de muchos de sus libros, faltos todavía de ediciones y de estudios concretos. Más fácil resulta aparentemente esbozar su trayectoria editorial, los momentos de auge, caída y relanzamiento del género con el recuento de las ediciones y reediciones de títulos en los diferentes reinados de los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II, explicable por diferentes factores no necesariamente vinculantes a las aficiones o rechazos reales. El género se constituye como tal en el reinado de los Reyes Católicos y antes de la muerte de la reina Isabel, en 1505, se fija el modelo con la publicación del Amadís de Gaula refundido por Rodríguez de Montalvo, cuya princeps pudo aparecer en torno a 1496 aunque la primera conservada sea la zaragozana de 1508. El paradigma se afianza en los años siguientes del reinado de Fernando el Católico en solitario y muchos de los libros entonces publicados continúan alimentando los argumentos milenaristas y proféticos alentados por Isabel y por los cinco primeros libros amadisianos. En este tiempo (1505-1516) se consolida el modelo en una doble vertiente: por una lado la caballería artúrica profana, representada por el Amadís de Gaula (1508), cuyo testigo recogen con variaciones el Palmerín de Olivia (1511) y el Primaleón (1512), y por otro la caballería cristiana, encarnada en Las sergas de Esplandián (1510) y el Florisando (1510). Los libros publicados en estos años presentan importantes innovaciones arguméntales y técnicas que cuajarán y se incrementarán en los primeros libros aparecidos en el reinado de Carlos V (1517-1556), el periodo de mayor popularidad del género con más de una treintena de libros de caballerías originales en castellano, muchos de ellos sistemáticamente reeditados. Sin lugar a dudas, es la época de mayor esplendor del género en la que se publican, entre otros libros, las continuaciones amadisianas de Feliciano de Silva, el Cristalián de España (1545) de Beatriz Bernal, el Belianís de Grecia (1547) de Jerónimo Fernández o la primera parte del Espejo de príncipes y caballeros (1555) de Diego Ortúñez de Calahorra. Al éxito del género en estos años pudo contribuir, entre otros factores, la corte real y la afición del monarca, manifiesta en las numerosas fiestas caballerescas organizadas en su entorno o en su declarada simpatía por el Belianís de Grecia.

La abdicación de Carlos V en favor de su hijo Felipe II coincide con el inicio del aparente declive editorial de la literatura caballeresca. Entre 1556 y 1598 apenas se publican siete u ocho títulos nuevos, aunque se reeditan casi una veintena del periodo anterior, algunos de ellos todavía con mucho éxito. De cara al desarrollo del género, la crisis es especialmente marcada en 1558 cuando, en medio de los encarnizados debates de Trento, Felipe II promulga una conocida pragmática con la que intenta poner freno a las ideas protestantes. A través del control de las publicaciones, el Estado se une a la Iglesia en la vigilancia de la ortodoxia y gracias a dicha pragmática impide que cualquier librero venda obras prohibidas por el Santo Oficio. Pese a las críticas y aunque estuvieran en el punto de mira, curiosamente los libros de caballerías no llegaron a figurar entre sus índices aunque en alguna ocasión, como sucede con dos ediciones portuguesas del Palmerín de Olivia (Cristóbal de Burgos, 1581) y del Amadís de Grecia (Simón López, 1596), fueran objeto de revisión, informe y expurgo de algunos pasajes. Sin embargo, dicho control sí que pudo influir en la concesión de licencias y en la publicación de nuevos títulos, algunos de los cuales tuvieron problemas para llegar a la imprenta o de hecho no lo consiguieron pese a tener incluso licencia. La publicación de estos libros no estaba entre los intereses de libreros e impresores embarcados en la impresión del Breviario y del Misal Romano, impuestos por el Papado tras la reforma tridentina del Nuevo Rezado, una empresa impulsada en 1572 por Felipe II. Todos estos factores, amén de los cambios operados en el tipo de lector de libros de caballerías, menos noble y más rural, influyen en la producción y difusión del género que conocerá un nuevo repunte editorial entre 1575 y 1585, explicable por el empeño del monarca en el relanzamiento de la caballería ciudadana en pro de sus intereses políticos. Estos hechos, unidos a los cambios operados en la sociedad castellana y en el ejército, en los gustos del público, que demanda una literatura de inmediatez, más coetánea, determinan un progresivo debilitamiento del género que busca en la épica culta, en el teatro, en el romancero o en la cuentística nuevas formas de supervivencia.




ArribaAbajoLa «variatio» y la poética caballeresca

El análisis de los libros de caballerías por dentro revela los rasgos pertinentes que definen su poética, cohesionan y caracterizan al grupo, rasgos que pueden hacer pensar, como al canónigo toledano, que «cuál más, cuál menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene más éste que aquel, ni estotro que el otro» (DQ, I, 47). Sin embargo, la pretendida uniformidad de los libros de caballerías no es tal, pues, aunque la mayoría de ellos están fundidos en el mismo molde y explotan incansablemente un fondo común de impronta medieval, repiten fórmulas, motivos y temas, cada uno de ellos desarrolla rasgos e incidentes originales que le dan una fisonomía propia y marcan la evolución y el desarrollo del género. Se ha comparado acertadamente el género con un continente con múltiples provincias y variados paisajes del que todavía queda mucho por explorar y en el que cada libro, al margen de su calidad, es por sí solo un verdadero mundo. Su poética se va adaptando en cada libro mediante mecanismos y resortes básicos como son la eliminación, la reducción, la sustitución o la transformación de materiales, así como por reacción contra el modelo y por innovación. Estos cambios y variaciones son necesarios para que el género sobreviva en el rico y variado panorama de la prosa áurea y responda a la creciente demanda de los lectores del momento.

Los libros de caballerías constituyen auténticos talleres de escritura, laboratorios de experimentación narrativa en los que los autores, a la zaga del Amadís de Gaula y de Las sergas de Esplandián de Rodríguez de Montalvo, ensayan también técnicas germinales como la captación de la realidad a través de la verosimilitud, intensifican los resortes metaficticios del relato, crean nuevos tipos de personajes o revisan y reorientan el viejo modelo artúrico, a la vez que experimentan con las historias intercaladas y entran en diálogo permanente con otros géneros. Bajo la estructura propia de la novela genealógica, se levanta una arquitectura narrativa repleta de propuestas ensayadas por los autores en un momento de búsqueda de nuevas formas novelescas. El género retoma en este sentido el testigo de la ficción sentimental y apuntala, desarrolla e introduce importantes innovaciones narrativas relacionadas, por ejemplo, con el estatuto del autor y las instancias narrativas. Entre los juegos metaficcionales destaca el tratamiento del motivo del libro hallado y traducido que, unido al de autor-traductor convertido en personaje ya en el prólogo, se presta a complejos y variados tratamientos capaces de generar diferentes niveles dentro de la ficción. Especial interés entrañan también los juegos intertexuales, la mezcla de materias y personajes de la literatura clásica, artúrica y carolingia confundidos en sorprendentes simbiosis. La traducción a finales del siglo XV y comienzos del XVI de importantes obras artúricas (El baladro del sabio Merlín, la Demanda del Santo Grial y el Tristán de Leonís) así como de la Crónica troyana ayudó sin duda a recuperar motivos y personajes de la vieja caballería cristiana y pagana pronto utilizados por los nuevos cultivadores del género, empezando de nuevo por el propio Rodríguez de Montalvo. Los materiales se funden de las formas más diversas, por ejemplo, en los renglones de una carta del Tristán de Leonís compuesta con fragmentos de diferentes epístolas de la Crónica troyana o en personajes que salen de las páginas de los amadises para vivir o sobrevivir también en las de los palmerines, como sucede en el Palmerín de Inglaterra portugués. Merced a ello, no extraña que Cuma, la famosa sibila de la Eneida, se convierta en la protectora de Floriseo en el Polismán, que la sabia Medea se codee con Urganda en las continuaciones amadisianas, que la historia de Melía prosiga su curso en el Palmerín de Inglaterra, que la maga Califa del Félix Magno reserve un anillo mágico para Cirongilio de Tracia en el libro del mismo título, que Policena siga viva en el Belianís de Grecia o que el aprecido troyano Troilo regrese al mundo para recuperar sus armas en el Cristalián de España. La conciencia genérica y el concepto de imitatio permite que los textos se nutran entre sí, se intercambien personajes, motivos y temas, se citen unos a otros e incluso se copien, como sucede con el Lidamor de Escocia (1534), que transcribe pasajes de Clarián (1518), o con el Febo el troyano, que plagia fragmentos de Belianís de Grecia, de la Tercera Parte del Florisel de Niquea, del Olivante de Laura o del Espejo de prínceps y caballeros.


ArribaAbajoDidactismo y entretenimiento

La fidelidad al modelo no está reñida con la originalidad y con la experimentación y en ello radica una de las claves del éxito del género. La singularidad de cada libro depende de una suma de factores. Algunos desarrollan más que otros el componente didáctico, un componente de distinto signo y grado que puede ir, según los libros, desde el discreto didactismo moral de Las sergas de Esplandián, donde se aboga por un tipo de héroe más espiritual y religioso, hasta el más agobiante del Florisando, donde se critica, amén de otros aspectos de la caballería artúrica, la peligrosa existencia de las doncellas andantes por el deseo sexual que despiertan por los caminos, el mundo de la magia y el amor. A mediados del XVI, Ortúñez de Calahorra intenta dignificar de nuevo el género recurriendo a un didactismo similar al amadisiano, con moralidades anunciadas ya desde el prólogo y desperdigadas por el texto que le otorgan el valor ejemplar otrora perseguido por el medinés y hacen el texto más agradable. En su caso, las «fontecicas de la filosofía» están sacadas De los remedios contra próspera y adversa fortuna de Petrarca y con ellas brinda, entre otras, una sátira contra el mal gobierno, los tiranos y traidores o una defensa de la honestidad y de la familia. En la misma línea están los exordios filosófico-morales del Lidamarte de Armenia sobre el Amor, la Fortuna, las mujeres, el honor y más enciclopédico resulta, en cambio, el didactismo reunido en Don Mexiano de la Esperanza (1583), obra de un clérigo moralista cercano a las corrientes humanísticas que intenta aclimatar el género a las nuevas corrientes pedagógicas; en este libro manuscrito el curioso lector puede hallar la doctrina más variopinta, desde pasajes dedicados a la astronomía o a los afeites femeninos, incluidas recetas para la correcta higiene bucal, hasta pasajes filosófico-amorosos en los que explica la transformación de los amantes a través de los besos. En otros casos, el didactismo se engasta en los parlamentos de los mismos personajes, que mantienen animados debates y/o adoctrinadores diálogos con sus interlocutores. Recuérdese, por ejemplo, los consejos del sabio Zenofor a su hija Diliarda para el buen gobierno del reino y su persona en el Valerián de Hungría (1540) o el memorial titulado «ornamento o instrucción de princesas», un breve manual de educación femenina escrito por unas nobles damas en la IV Parte del Florisel de Niquea (1551). Estos y otros pasajes como la misógina plática de Eduardo a su esposa Albina la noche de bodas, «la qual todos los casados avían de hazer a sus mujeres y ellas aprenderla» (capítulo II), o los consejos del sabio filósofo Peristrato sobre el parto, en el peculiar Rosián de Castilla (1586), están pensados especialmente para las numerosas lectoras del género. Salvo ejemplos concretos como los hallados en el Felix Magno, en el que al final del capítulo LXI del segundo libro se declara la moralidad de la fábula de la cueva del hada Arquía, o en el Baldo, aliñado con «moralidades» sobre la vejez, la maldad de las mujeres, los vicios y virtudes, contra la adivinación o con interpretaciones alegóricas sobre Medusa o el infierno, «adiciones» introducidas por el intérprete para glosar la obra, los libros de caballerías españoles no comentan el sentido alegórico de las aventuras caballerescas. Habituales en textos afines como Los doce trabajos de Hércules de Enrique de Villena, en la Crónica troyana, en los romanzi italianos y luego en los poemas épicos españoles, su ausencia extraña y llama la atención del anónimo autor de la carta, ya citada, en defensa de Amadís de Gaula y en réplica a los ataques de Pero Mexía.

Otros libros como el Palmerín de Olivia, el Primaleón, el Platir, el Cristalián de España o el Belianís presentan, en cambio, el texto desnudo de sentencias, de glosas moralizantes o comentarios doctrinales, y optan por el uso de comportamientos ejemplares además de explorar nuevas vías experimentales en las que triunfa ante todo el entretenimiento. Todos ellos explotan, por ejemplo, la técnica del disfraz y en ella cifran la complejidad, el suspenso y el atractivo de sus tramas, algunas de las cuales pasarán por ello pronto y fácilmente a las tablas dando así vida y apariencia física a estos héroes de papel. Es el caso del temprano Primaleón (1512), donde el autor juega ya magistralmente con la doble personalidad de Primaleón, desdoblado en el Caballero de la Roca Partida, y don Duardos, que se hace pasar por el hortelano Julián en una popular aventura pronto inmortalizada por Gil Vicente en la Tragicomedia de don Duardos e imitada, entre otros, por Jerónimo de Contreras en la aventura de Pinorán y Leverina en el Polismán. En la pluma de Silva el recurso cobra su máxima complejidad, hace fortuna y lo explota con suma destreza y suspenso en sus continuaciones amadisianas, en las que Lisuarte escapa de su prisión disfrazado de mujer, Amadís de Grecia se convierte en Nereida para llegar a Niquea, Arlanda se hace pasar por Silvia para conseguir el amor de Florisel, quien a su vez se viste de pastor para estar cerca de Silvia, Argesilao y Arlanges se transforman en doncellas sármatas y Rogel de Grecia toma el hábito de pastor y el nombre de Archileo para alcanzar a Archisidea.

Todos estos libros descubren igualmente la veta del humor y de la risa y a través de personajes como los enanos Risdeno (Primaleón), Raduel (Cristalián), Membrudín (Clarisel), Busendo y Ximiaca (Florisel de Niquea III) o risueños escuderos como Aurelio y Gaudencio (Lidamarte) crean jocosas escenas a costa de su cobardía y altas pretensiones. Parejas emblemáticas como Camilote y la fea Maimonda (Primaleón), con su réplica en Vitaliates y la señora de la isla de Otabena (Cristalián), o el miedoso bravucón Gayo César y la virginal dueña Saturna (Clarisel), caballeros excepcionales como el enredón Fraudador de los ardides (Florisel de Niquea III) o el Caballero Metabólico (Cirongilio de Tracia), magos y magas bromistas como Alquife, Muça Belín, Doroteo, Membrina y demás familia protagonizan deliciosas aventuras que provocan la risa de los propios personajes y la de los lectores. A través de la gestualidad, de caídas y golpes indecorosos, de desenfadados enredos sexuales, de sabrosos diálogos trufados, repletos de pullas, motes, dobles sentidos, juegos de palabras y surgidos en las más variadas situaciones los autores crean divertidos episodios con los que distender la tensión narrativa. Con ironía y con humor algunos autores inician ya en los textos más tempranos la parodia y crítica del amor y de la propia vida caballeresca, una crítica de la caballería desde dentro después magistralmente explotada por Cervantes.




ArribaAbajoLa verdad de la historia fingida

Tachados sistemáticamente de mentirosos y fabulosos, los libros de caballerías parecen vivir de espaldas a la realidad y nada más falso. La fábula caballeresca, la mentira poética, esconde sutiles anclajes en su momento histórico que los lectores modernos hemos de descubrir libro tras libro en un apasionante juego de decodificación. Como la historiografía en verso, la poesía de cancionero o la ficción sentimental, los libros de caballerías se convierten en instrumento de propaganda política al servicio de la monarquía, empezando por los cinco primeros libros amadisianos sintonizados con la ideología mesiánica de la Corona. En la ficción de algunos de estos libros se proyecta el espíritu de cruzada y de conquista de los Reyes Católicos, el aliento caballeresco de la guerra granadina y los sueños de conquista del África mediterránea, retomados por Cisneros tras la muerte de Isabel la Católica, así como el ideal imperial europeo de Carlos V. Vistos en conjunto, evidentemente unos libros se muestran más sensibles que otros a las preocupaciones políticas y sociales de su tiempo, dan entrada a una realidad aparentemente más próxima y cercana, ofrecen una nueva visión jurídica y ética de la guerra y los caballeros se comportan como militares expertos en las nuevas realidades estratégicas en pro de una causa común. En este grupo en el que los caballeros resultan neocruzados con una militante vocación cristiana, donde las hazañas del héroe son más verosímiles y la geografía más abarcable y reconocible figuran libros como el Florisando (1510), el Lisuarte de Grecia (1525) de Juan Díaz, la traducción castellana del Tirante el Blanco (1511), el Floriseo (1516), el Claribalte (1519), el Lepolemo (1521), estos últimos vinculados a la imprenta valenciana, y en menor medida el Don Florindo (1530) o el segundo libro de Clarián de Landanís (1522), libros que configuran un subgrupo genérico identificado por la crítica como «libros realistas». Floriseo es un claro exponente de los mismos pues se abre a un mundo casi siempre silenciado en el género, da entrada a personajes marginales y bajos y aborda controvertidos temas como el de la homosexualidad a través del sodomita Paramón en la aventura de la isla del Sol, episodio con el que Bernal participa en la discusión suscitada en la época en torno al tema. Aborda igualmente el tema de las incursiones corsarias y berberiscas en la costa levantina y discute la conveniencia de la residencia del monarca sin ausentarse largas temporadas del reino, asunto candente con las germanías y las comunidades al tiempo de la entronización de Carlos V y también presente en el libro segundo de Clarián de Landanís.

Aunque el motivo del cautiverio y la conversión ya había aparecido en los palmerines, se trata con mayor detalle y realismo en el Floriseo y en el Lepolemo, recreando todos los pormenores de la captura y venta de esclavos. La aprehensión de Lepolemo por corsarios musulmanes cuando niño y su largo cautiverio y educación en tierras africanas conforman, a juicio de la crítica, uno de los primeros relatos con visos realistas y localización marroquí de la novelística española, un precedente de las novelas de cautivos en el que cobra un papel muy destacado el ama del futuro Caballero de la Cruz, Platinia. Pese al notable éxito del Lepolemo, atestiguado por sus numerosas reediciones, la propuesta de estos libros no triunfó y no gozaron del favor del público. En cualquier caso, la existencia de este subgrupo genérico de libros de caballerías de tono «realista» es muy significativa por las implicaciones que estas obras pudieron tener en el desarrollo de la prosa de ficción realista o de clima contemporáneo del siglo XVI, implicaciones hasta ahora apenas consideradas. En este sentido, poco a poco se van desvelando las deudas contraídas con La Celestina y rastreando su relación con la picaresca. De la misma manera que el tono procaz, realista y divertido de algunos personajes del Tirante se ha conectado acertadamente con el texto de Rojas, el influjo celestinesco alcanza a algunos libros de la serie amadisiana y clariniana. Si la maga Celacunda del primer libro de Clarián de Landanís de Velázquez de Castillo o la magia hechiceril de Zulbaya, la maga mora del Philesbián de Candaria, pueden conectarse con la emblemática alcahueta, el prólogo, la ironía, los refranes sentenciosos y la magia de algunas páginas de la segunda parte de Clarián de Landanís de Álvar de Castro guardan estrecha relación con el texto de Fernando de Rojas, quien, recuérdese, tenía en su biblioteca varios libros de caballerías y en concreto este segundo de los clarianes. No hay que olvidar tampoco que la atracción por el texto celestinesco llevó a Feliciano de Silva a redactar La segunda Celestina a la par que escribía sus continuaciones amadisianas, lo que explicaría los juegos intertextuales advertidos en la Tercera parte del Florisel de Niquea sin olvidar que los ecos celestinescos empiezan a sonar ya en su obra de juventud, en el Lisuarte de Grecia.

Con respecto a la picaresca, hasta la fecha tan sólo quedan claras las deudas contraídas con las versiones españolas en prosa de la épica cómico-burlesca italiana, concretamente con el Morgante (Valencia, 1535), versión española del poema de Pulci, y con el Quarto libro del esforçado cavallero Reynaldos de Montalván, más conocido como el Baldo español (1542). La vita de Cingar, «pícaro» luego convertido en caballero, intercalada por el traductor español en el Baldo, es una de las fuentes reconocidas del Lazarillo de Tormes y hoy por hoy la prueba más contundente de la relación entre dos géneros distantes que volverán a cruzarse en el Quijote.

Al margen de todo ello, los libros de caballerías están más apegados de lo que se piensa al mundo cotidiano, a la experiencia de los lectores, y la realidad se cuela por mil rendijas incluso en el sorprendente mundo de la maravilla, un mundo aparentemente fabuloso y totalmente imaginario pero estrechamente relacionado con las fiestas y celebraciones cortesanas así como con los avances técnicos y científicos del momento. Por no hablar del interés por las modas en el vestir, traducido en detalladas descripciones de atuendos masculinos y especialmente femeninos, por las costumbres matrimoniales o por los entresijos del duelo judicial caballeresco y los lances de honor presentes en tantas aventuras.






ArribaLos libros de caballerías y la literatura áurea

Los libros de caballerías conviven con La Celestina, con la traducción de El asno de oro de Apuleyo, con la poesía de cancionero, con La cárcel de amor y otras ficciones sentimentales, con los libros de pastores, con los relatos bizantinos o con los de cautivos y de esta convivencia surge un mestizaje genérico que contribuye al desarrollo de la narrativa caballeresca y singulariza de alguna manera cada uno de los libros. Merced a la permeabilidad de la prosa áurea, los géneros se entrecruzan y se modifican; los libros de caballerías ceden y reciben materiales de todas estas modalidades narrativas así como de la poesía del momento a la que también dan cabida en sus páginas reuniendo en su conjunto una extensa antología de villancicos, canciones, motes, romances, sonetos, tercetos o églogas sumamente interesante para trazar la historia de la poesía áurea. Los versos se engastan preferentemente en unas historias amorosas parejas en su concepción y estilo a las de la ficción sentimental, desarrolladas a través de retóricas cartas escritas en un estilo conceptuoso y alambicado próximo también al de la poesía cancioneril. El enrevesado estilo de Feliciano de Silva, criticado por Diego Hurtado de Mendoza o por Antonio de Torquemada y tan del gusto de don Quijote, es deudor de ambas tradiciones. Es el estilo afectado y retórico empleado también por Bernardo de Vargas en el Cirongilio de Tracia o por Damasio de Frías en el Lidamarte de Armenia y en general, en mayor o menor medida, por muchos de los cultivadores del género, especialmente cuando escriben epístolas y diálogos amorosos. Al margen de ello, la impronta sentimental se percibe en episodios concretos como la historia amorosa de Griana en el Primaleón o el episodio alegórico-amatorio de la Casa de Amor del Cirongilio de Tracia, ambos en clara deuda con La cárcel de amor de Diego de San Pedro, así como la «Lamentación» y «Sueño» o la historia de Filisel y Marfira, consideradas pequeñas novelas sentimentales incrustadas por Silva en el Amadís de Grecia y en el Florisel de Niquea.

En las mismas obras, el autor de Ciudad Rodrigo ensaya igualmente la fusión del género caballeresco con el pastoril en las aventuras en las que los caballeros se hacen ocasionalmente pastores para conseguir el amor de sus damas. La tradición bucólica no era ajena al mirobrigense y pudo familiarizarse con ella a través del teatro de Encina o de Lucas Fernández, de la poesía de Sá de Miranda y Bernardino Ribeiro o de su amistad con Jorge de Montemayor, en cuya Diana se advierten luego trazas caballerescas. El ambiente recreado en estos episodios amadisianos es una mezcla de corte y campo. Los disfraces, la galantería y la conversación dominan la acción y todo ello, junto con la abundancia de poesías intercaladas, hace que estas aventuras se conviertan en un antecedente, ya bastante elaborado, de las novelas pastoriles. En la misma línea hay que valorar los interludios pastoriles incluidos por Dionisio Clemente, Antonio de Torquemada, Pedro de la Sierra o Joaquín Romero de Cepeda en el Valerián de Hungría (1540), Olivante de Laura (1564), Rosián de Castilla (1586) y en la Segunda Parte del Espejo de príncipes y caballeros (1580), con influencias claras en este último caso de Boscán y de las églogas garcilasianas. Lo cierto es que desde las obras de Silva, pastor y caballero andan juntos por unos mundos de ficción no tan distantes como en principio parecen y así nos lo hace ver también Cervantes en el Quijote cuando el hidalgo manchego, siendo todavía caballero andante, baraja la posibilidad de convertirse en el pastor Quijotiz.

Con el género bizantino la contaminación es también recíproca desde los primeros libros. Antes de que se lleve a cabo la recuperación de la obra de Heliodoro y con ella la fijación del modelo narrativo propuesto por la crítica erasmista como alternativa a los libros de caballerías -un modelo más aceptable desde el punto de vista moral y capaz de mantener los preceptos aristotélicos de verosimilitud, unidad, decoro y a la vez causar admiración- libros como el Primaleón o el Lisuarte de Grecia presentan numerosas aventuras marítimas y abundantes motivos considerados como propios de la narrativa griega. Con ellos Alonso Núñez de Reinoso, amigo también de Feliciano de Silva, compone su Historia de los amores de Clareo y Florisea (1552), una adaptación parcial de la obra de Aquiles Tacio completada, entre otros materiales, con una historia caballeresca deudora de los libros de caballerías, aunque en el prólogo Reinoso pretenda distanciarse de ellos. La relación más clara se encuentra en el Lidamarte de Armenia, donde Damasio de Frías, a través del relato de Liseo de España, reproduce la obra de Longo, Dafnis y Cloe, y remeda la de Teágenes y Cariclea de Las etiópicas de Heliodoro en la historia de la princesa egipcia. Por otro lado, no hay que olvidar tampoco que Jerónimo de Contreras cultiva los dos géneros, pues antes de terminar su Polismán de Nápoles había publicado en 1565 su novela bizantina, La selva de aventuras, de la que toma materiales para su libro de caballerías, entre ellos la mencionada sabia Cuma, la sibilia virgiliana de la Eneida, y Esteban de Corbera para su Febo el Troyano. Las deudas e interferencias son recíprocas y llegan hasta el Criticón de Gracián como pone de manifiesto Matheu y Sanz en su Crítica de Reflección y censura de las censuras (Valencia, 1658), donde acusa al jesuita de remedarlos en «las descripciones de castillos encantados; aventuras de las encrucijadas; batallas de fieras, monstruos y gigantes; conversaciones con enanos; desencantamientos de infantas y princesas y hallazgos de fuentes de raras virtudes, hasta llegar a llamar a los peregrinos del mundo, los andantes de la vida». A juicio del severo juez valenciano, los finales de las crisis son «imitación de los Amadises y Esplandianes, pues, cuando más engolfado en la narración, la dejas en calma, diciendo que lo ha de decir la crisis siguiente. Demás que lo intrincado de los razonamientos, el jugar de los vocablos también les imita».

Antes de la recuperación de la novela clásica como literatura de entretenimiento, los autores de libros de caballerías habían descubierto ya el mundo clásico como fuente de inspiración, como materia novelable y como recurso estilístico. Siguiendo la tradición amadisiana y por influencia también del humanismo, los autores caballerescos recuperan para sus aventuras parte de la materia clásica y troyana y en citas o en pasajes amplificatorios citan divinidades de la mitología clásica y recuerdan historias como las del Minotauro, la de Jason, Medea y el vellocino de oro, el juicio de Paris o los amores de Píramo y Tisbe. Sabias y adivinas como Medea o Casandra, convertidas en nuevas magas, proyectan sus encantamientos en el tiempo y gracias a ellos en el Cristalián de España (1545), en el Belianís de Grecia (1547, 1579) o en el Clarisel de las Flores reviven héroes como Troilo, Policena, Aquiles o Paris dispuestos a protagonizar aventuras junto a los nuevos héroes. Si en el Philesbián de Candaria el joven héroe recibe de pequeño el nombre de Leomarte, como el supuesto autor de las medievales Sumas de historia troyana, en el Febo el troyano Esteban de Corbera asume como propios los héroes troyanos y prosigue la historia con Florante, hijo de Héctor y Pantasilea, y artífice de una nueva reconstrucción de la emblemática ciudad. La segunda guerra troyana inventada por Corbera resulta, sin embargo, un enfrentamiento entre paganos y cristianos tras la cual Troya pasa a ser enclave de la cristiandad como alternativa a Constantinopla. Es en el Baldo, sin embargo, donde el autor (intérprete) reutiliza de forma más palpable las epopeyas clásicas con el fin de enriquecer, dignificar y reorientar el género por nuevos cauces ficcionales. En las páginas de este atípico libro de caballerías, los lectores del momento podían encontrar un abreviado manual de mitología, un repertorio de fábulas ovidianas, una adaptación de la Eneida virgiliana y otra de la Farsalia de Lucano. La herencia clásica se presenta como un extraordinario filón narrativo y escritores como Jerónimo de Contreras, Jerónimo de Urrea y Damasio de Frías son capaces de transformarla con mayor o menor fortuna en materia caballeresca en el Polismán, en el Clarisel de las Flores y en el Lidamarte de Grecia.

En estos dos últimos libros sus autores descubren también las posibilidades de la épica italiana, en concreto del Orlando furioso ariostesco, y la asimilan. En el caso de Damasio de Frías, del que ya se ha comentado su afición por la poesía italiana, el recuerdo del poema ariostesco surge en varias aventuras del Lidamarte, en la sala de las historias o en el laberinto de árboles y mármoles de la maga Eulogia, así como en episodios concretos como el de Tamira y Deyfila, inspirado en el de Fiordespina. Evidentemente las traducciones castellanas popularizan el poema ariostesco, un libro que, como dice el barbero cervantino, pocos podían leer y entender en italiano, y su huella se percibe nítida en el ciclo del Espejo de príncipes y caballeros. Ortúñez de Calahorra lo conoce y emplea en el primer libro para crear la historia central de los amores del Caballero del Febo con Claridiana y Lindabrides, una historia de «amor doble» que reproduce la de Ruggiero con Bradamante y Marfisa, enriquecida por el riojano con recuerdos de la Elegia di Madonna Fiammeta de Boccaccio y los Remedia de Petrarca. La traducción del poema ariostesco realizada por el capitán aragonés es también una de las fuentes de inspiración de Pedro de la Sierra en la segunda parte del Espejo de príncipes y caballeros, quien imita la historia de Dalinda, Ginebra y Ariodante, la muerte de Brandimarte o las batallas provocadas por Discordia en la historia de Tarsina y Candisea o en la muerte de Brandimardo, aunque no el tono risueño y jocoso del poema italiano que, en cambio, Jiménez de Urrea sí que retiene en algunas de las aventuras de Clarisel.

La perseguida y anhelada variatio, el mestizaje genérico, incardina e imbrica definitivamente los libros de caballerías en su tiempo, en la rica, variada y permeable prosa del XVI. En clave caballeresca, los libros de caballerías dan entrada a una pluralidad de materiales que entroncan el género con otros de la época e integran en sus páginas, como luego el Quijote, toda o la mayor parte de la literatura del momento. Gracias a estas variaciones que marcan la singularidad de cada obra sin perturbar las reglas del género ni los hábitos del público, los libros de caballerías lograron la hazaña de permanecer aparentemente inalterables al paso del tiempo saciando a la vez el deseo de los lectores por encontrar novedades. En esta mezcla de rutina e invención, en este canibalismo literario sancionado por el público, radica buena parte del éxito de los libros de caballerías, un género dinámico, innovador, y a la par apegado a sus raíces, al Amadís de Gaula, «el padre de toda esta máquina».





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