Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

«Los pájaros», «Sonata de las mariposas» y «La montaña de las mariposas»

Homero Aridjis






Los pájaros

Yo me sentía grande ese día. Había metido muchos goles y quería ser una estrella de futbol soccer. No veía la hora de crecer y crecer.

Ese sábado 13 de enero tenía diez años y habíamos estado jugando en el campo deportivo desde la mañana. Once jugadores en total.

Más allá del pasto ralo, en el extremo a la derecha, estaba la entrada, el boquete de una pared derruida por el que pasaban las gallinas.

La portería no tenía red y las partes superiores del muro de adobe se cimbraban a cada balonazo. No había línea de meta ni círculo central, todo el suelo era campo.

Un presidente municipal había mandado encajar cascos de botella en la barda, para que nadie se la saltara; aunque no había razón para que alguien quisiera saltarse la barda.

Seis tablas astilladas, con clavos herrumbrados y sin cabeza, conformaban las gradas para ver los partidos. Mas el espectáculo principal eran los calzones blancos de Columba en la casa vecina.

Yo era el dueño del balón y el capitán del equipo. Tenía zapatos con tacos, espinilleras, medias y uniforme. Algunos compañeros jugaban descalzos.

Desde mi posición de medio izquierdo, mientras la pelota era disputada por otros jugadores, me distraía viendo el cerro Altamirano, en cuyo santuario vivía la mariposa Monarca.

Ese mediodía hacía calor y de allá, de la cima del cerro, millones de mariposas bajaban al pueblo para atravesar las calles como ríos aéreos.

Contepec era un pueblo de casas de adobe. La mía estaba frente a la plaza principal. Las cartas que nos llegaban decían Domicilio Conocido.

Muchas calles no tenían nombre y los locales andaban por ellas sin futuro y sin memoria, desgastando las piedras anónimas. Había un quiosco de cantera rosa en el centro del jardín público, dividido en ocho prados.

El corredor de mi casa estaba adornado con geranios en macetas. De los muros colgaban jaulas con cenzondes, jilgueros y canarios. La pasión de mi madre.

Entré a mi cuarto y con los zapatos de futbol puestos me acosté en la cama. En una vitrina había muestras médicas caducas. Mi hermano Rafael las había traído de unos laboratorios. Nadie recordaba para qué servían. Nadie se atrevía a tirarlas.

En la ventana vino a posarse silenciosamente la lechuza, aquella que mamá Josefina había comprado al Tongo, ese grasiento vendedor de pájaros (grasiento de ropa, cara, manos y ojos).

La transacción se había realizado bajo la luz de los relámpagos. De las manos del Tongo había pasado a las manos de Lola, la muchacha de servicio, quien había colocado la jaula junto a la tabla de picar cebollas, ajos, chiles y cilantro.

Sobre la mesa la lechuza se quedó semanas sin comer, con cara de querer morirse. Un atardecer le abrí la jaula y ella voló hacia el tejado, el cedro, el cerro.

El ave nocturna charreó, me miró con sus ojos delanteros desde su redonda cara aplanada, que movía sobre el cuerpo. Le hice la finta de aventarle un periódico, pero no se espantó.

El reloj del campanario dio la una. Las horas, como en la Edad Media, en Contepec eran dadas por la torre de la iglesia. Tiempo de ir a los baños públicos.

Costaba un peso cincuenta el cuarto individual. Había que llevar jabón y toalla. El suelo de cemento era resbaloso. Cuando uno se duchaba, se oían las voces de las señoritas en los cuartos vecinos.

En casa no teníamos calentador de gas ni de leña. El agua se hervía en un brasero de carbón. Tampoco disponíamos de agua corriente. Había letrinas en el corral y lavamanos en el corredor.

Esa mañana me había caído dos veces en el campo y raspado las rodillas. El frío de enero me había partido los labios. Pronto vendrían los calores de mayo y el pueblo se llenaría de moscas.

El calendario de 1950, cortesía de una compañía tabacalera, se había olvidado en una pared. La muchacha bonita era puros clisés: ojos negros, mejillas de manzana y labios carmesíes.

Descubrí una escopeta de dos cañones recargada detrás de la puerta. Jesús Cortés, el jefe de estación de los ferrocarriles, se la había prestado a Rafael para ir de patos.

La madrugada del jueves mi hermano había salido rumbo a la presa de Santa Teresa y se había apostado a sus orillas para disparar a las bandadas. Regresó a casa, pero no descargó el arma. Como en un movimiento independiente de las manos cogí la escopeta. Vi mi rostro fugitivo en el espejo. Un pájaro gorjeó. Lo imaginé del tamaño del viento, cubriendo en su vuelo el espacio mítico como una encantación azul.

Fui al corral. Una verja despintada sostenía la empalizada. Algunas mariposas buscaban agua en el caño fétido. En el palomar sin palomos había una estufa inútil, una silla coja.

El Moro, un pastor alemán que mi padre había comprado en la Ciudad de México a unos extranjeros que dejaban el país, pasaba los días detrás de la empalizada.

En su encierro lo acompañaban dos perras fox terrier. A éstas, el Moro preñaba y quitaba la comida. La prole híbrida de esas cópulas puntuales era regalada a los rancheros.

Desde hacía años se construía la cocina nueva. Mas como don Pancho el albañil se emborrachaba los domingos, festejaba san Lunes, y la construcción de esa obra sencilla se había vuelto tan complicada como la edificación de la Muralla China.

Subí a la pila de ladrillos. Busqué en el cielo víctimas. Pasaron pájaros encima del manzano. El pájaro más pequeño iba adelante, como una sombra azul.

Levanté la escopeta.

Apunté.

-Allí van los cantores de la luz, ¿por qué los matas? -me dije, desviando el cañón hacia otro azul.

El pájaro más pequeño siguió volando. Mi disparo no mató a ninguno.

Bajé la escopeta.

El segundo cartucho se me disparó.

Sentí la descarga de municiones, la sangre caliente y el cuerpo tronado como un fulminante. El infinito había entrado en mi vientre.

Olía a pólvora. De mi mano derecha colgaban las falanges de los dedos. Quise andar, pero no pude. Tenía un boquete en el estómago.

Abajo, Lola me abrió los brazos.

Salté, casi tumbándola.

-El niño se dio un balazo -corrió Fidel a decirles a mis padres en el cajón de ropa.

Vinieron ellos corriendo.

Mi padre me llevó alzado a mi cuarto. Era la primera vez que veía su rostro crispado por la angustia y a mi madre llorar. Era la primera vez que los veía sufrir.

-No me aprietes, papá, me duele -le dije, porque él sólo había visto mi mano sangrando.

Me acostó bocarriba. Me aflojó el cinturón.

Llamaron al doctor Escobar, un hombre enjuto, con lentes de armazón dorada, bueno para sacar muelas, quitar callos y poner emplastos en llagas, no para operar. Con atenta ignorancia me auscultó.

-La herida es superficial. En una semana podrá caminar de nuevo. Lamento no poder intervenirlo quirúrgicamente. Llévenlo a El Oro. En ese pueblo tiene su práctica el doctor Gonzalo Gómez, una eminencia en cirugía. Borracho, sí, pero una eminencia. Si no está ebrio, le salvará la vida.

Aquel Fordcito azul estacionado en la plaza principal, siempre descompuesto, me llevaría a El Oro. Tenía los vidrios rotos, la defensa caída, carecía de placas.

-Voy a donde usted diga, señor Nicias, nada más me lee los letreros del camino, porque no sé leer -Pascual el taxista pateó las llantas y se fue a ponerle gasolina.

-Acompáñanos en tu jeep -le pidió mi padre a Elías, desconfiando de las posibilidades del otro vehículo para llegar a El Oro.

Aceptó seguirnos aquel texano lampiño, alto y huesudo, de ojos verdosos y cara colorada, quien había llegado a Contepec con los fusileros sanitarios norteamericanos enviados al altiplano mexicano para controlar la fiebre aftosa, que desde 1946 diezmaba al ganado bovino.

-Mejor se hubiera muerto Inés -expresó Lola, cuando en el zaguán vio a mi tía mirando cómo mi padre me sacaba de la casa envuelto en una cobija de lana y me recostaba en el asiento trasero del coche de alquiler.

-No digas eso, mujer, nadie sabe por qué pasan las cosas -mi madre defendió a esa mujer sola, dependiente de nosotros, que era su hermana.

Lola trajo una almohada y mi madre acomodó mi cabeza en su regazo, para atenuar en mi cuerpo el efecto de los resortes que atravesaban el cuero del respaldo.

El coche se puso en marcha, el techo despegado colgando.

Por la boca hedionda de una cantina salió a todo volumen una canción de moda cantada por Jorge Negrete:


Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza,
pero ya estaba escrito que aquella noche
perdiera su amor.






Sonata de mariposas

Sedientos y cansados llegamos al santuario.

Allí estaban las Monarcas formando colonias millonarias en las partes soleadas del antiguo cráter.

Con las alas extendidas, no más grandes que once centímetros, las mariposas producían un espectáculo fantástico.

Como oleadas aéreas daban a la arboleda verde oscuro un aspecto ondulante, un movimiento rítmico. También llegaban en ráfagas de fuego vivo, vibraban como haces de rayos negro-anaranjados. Si no, atravesando la bóveda azulísima, se posaban en los dedos verdes de los oyameles, marcaban la mutación del tiempo.

Cada árbol era un esplendor en sí mismo, un mundo animado, una lluvia de tigres alados; arraigado en el tiempo, parecía suspendido en el tiempo, remoto y próximo a la vez.

Miríadas de mariposas se amontonaban, se movían, se abrían y se cerraban arriba de los árboles, o como racimos vivos colgaban tantas de las ramas que éstas se doblaban bajo su peso. De oyamel en oyamel, de planta en planta, iban creciendo en número, en los senderos soleados del suelo forestal se posaban aleteando nerviosamente. La alegría de sus alas contrastaba con el follaje de los árboles, las cuales producían un sonido como de hojas secas.

Escuchadas por nosotros sin saber lo que decían, estas frágiles criaturas tenían una voz propia, conformaban la música del presente, eran en sí mismas una coloración tonal. La brisa, por su parte, transportaba los aromas vegetales a los lugares cálidos del santuario, donde la actividad era más intensa.

En ese llano elevado, la diferencia de temperatura entre sol y sombra era notable; mas en las mariposas, la distinción entre macho y hembra apenas era marcada por unos puntos blancos y negros.

La fiesta de la Monarca había comenzado al alba. Entonces, los lepidópteros emperchados en los troncos y en las ramas, con las alas plegadas en estado de duermevela, habían sido tocados como en una cadencia visual por la vara mágica de los rayos solares. Entonces, animados los cuerpos superpuestos por la luz, en grupos dormidos se habían desgajado enteros como cayendo hacia el aire por su propio peso, para luego desgranarse y propagarse en múltiples individuos voladores.

Otras mariposas -hojas morosas con las alas plegadas-, hasta el último momento se habían quedado pegadas a las ramas demorando su vuelo. Otras más, entumecidas, habían caído al suelo, o por tener el abdomen comido por los pájaros, pues aun estos últimos eran capaces de crueldad.

El santuario era un llano circular rodeado de oyameles. El pasto, seco y pardo, lo atravesaba de un extremo a otro. Aquí y allá plantas rastreras, al ser abiertas con las manos descubrían nidos de catarinas.

Organismo vivo, el bosque creaba su microclima y contaba su propia historia. Allá donde el sol definía la silueta dentada del cerro Altamirano, el universo entero convergía. Y, a semejanza de un mito de creación, el sol hacía posible que las manos tocasen un sueño materializado donde los cuerpos eran visibles.

Fascinado, no sabía adonde mirar más, si a los racimos colgados de las ramas o a las mariposas que a contraluz parecían hojas que volaban. La Monarca era una sonata viva y yo escuchaba con los ojos su música. De pronto su movimiento se hacía lento, se rompía en fragmentos, recobraba su tempo, se volvía lento de nuevo, matizado por secuencias de color, y, al final, toda ella se animaba en un presto brillante.

Al caer la tarde las mariposas retornarían a los árboles, se empercharían una sobre otra en capas superpuestas, plegarían las alas, a la hora del crepúsculo se convertirían en oros ignorados, y se camuflarían en la noche hasta parecer hojas.




La montaña de las mariposas

Alto el sol, entramos en el santuario.

En el bosque verde gris, innumerables Monarcas volaban de rama en rama, de planta en planta. En algunas partes, trémulas cubrían los troncos, como si el espacio palpitara.

-¡La colonia, la colonia! -Bill señaló hacia una rama que se rompió por el peso de las mariposas amasadas. Mientras ésta caía, cientos de mariposas alzaron el vuelo.

-Si hay tantos millones revoloteando aquí, significa que puede haber otras colonias en esta área -supuso Jane.

-Bajo el cielo parecen hojas otoñales llevadas por el viento -Bill apretó los párpados, tratando de discernir el sonido de las Monarcas en el aire.

-Miro lo que oigo, oigo lo que veo, es fantástico, Bill.

-Unbelievable! What a glorious, incredible sight! Es como haber encontrado el reino del Cacique Dorado o el centro ceremonial de Teotihuacán -Bill se quitó los lentes de sol para mirar con ojos desnudos a las Monarcas. En la cara ruinosa sus pupilas fulguraron.

-Millones y millones de mariposas everywhere.

-He esperado durante treinta años este instante. Al fin he llegado al tanto tiempo buscado lugar de hibernación de la Monarca -Bill caminó de un lado a otro del santuario como un capitán en su barco, observando las copas de los árboles como si fueran mástiles, el flujo de las mariposas en el cielo como si fueran olas en un mar elevado y las mariposas mismas, posadas en la vegetación, pensamientos vivos de su imaginación. Luego clavó la vista en su propia sombra, como queriendo hundirse en esa forma sin profundidad para calmar su excitación.

-Bill, debes tomar agua -Jane le dio la botella para beber.

-Creí que iba a morirme sin hallar el lugar -él dio un trago descuidado a la botella y extendió los brazos hacia unas mariposas que revoloteaban bajo el sol, en plena actividad. Lágrimas felices brotaron de sus ojos-. Debemos investigar el origen de la colonia y medir su tamaño.

-Ya habrá tiempo, ahora siéntate a descansar -replicó Jane.

-Ésta no tiene abdomen -Bill recogió del suelo una mariposa muerta y en la palma de su mano la estudió-. El fuego de sus alas se parece al pelo de uno de los ángeles pintados por Rafael en las Estancias Vaticanas. Juntas son como la custodia rodeada de rayos solares que enmarca a Cristo en esas estancias.

Jane, tendida en el pasto, observó el movimiento de las mariposas en el espacio.

-Damned, por torpeza quebré con mis dedos sus alas -Bill depositó los pedazos del insecto en el pasto.

Jane examinó en silencio esa figura patética de rostro arrugado, quien, por fragilidad, al andar se iba de un lado a otro. En el llano animado de vida, su presencia parecía insignificante.

-Durante treinta años, cada año las vimos partir de Canadá; durante treinta años, cada año las vimos regresar a Canadá, sin saber dónde pasaban el invierno. Ahora lo sabemos -murmuró Bill.

-Nosotros cada año las vimos aquí, a principios de noviembre, y las vimos partir, a fines de marzo, sin saber de dónde venían ni adonde iban -repliqué.

-Si fuera árbol me gustaría ser oyamel y llenarme de mariposas cada invierno -dijo Jane.

-El problema es que luego viene un idiota y te corta -exclamó Bill.

-Es extraño -Jane miró hacia arriba.

-¿Qué?

-Soy una muda mental, mis ojos captan la maravilla, pero a mi cerebro le faltan palabras para describirla.

-Mi padre, que era pianista, se preguntaba de qué sueños humanos está hecha la música, yo me pregunto en qué fábrica onírica fue concebida la mariposa Monarca.

-El enamorado ve a su amor en todos los crepúsculos.

-En la mitología griega se personificó a Psique, el alma humana, el ser amado por Eros, en una mariposa, en una doncella con alas de mariposa. Ésta es la psique de Norteamérica.

-La mariposa Monarca fue mi primer amor -confesé.

-Para mí será el último -musitó el doctor.

-¿No sientes, Bill, que estamos en un lugar donde una mariposa pesa más que un pensamiento?

-Profesora, hay unas mariposas ligeras como la brisa y otras remolineantes como una pesadilla. Conozco su música. Sus cuerpos son sonidos visibles, imágenes materiales del presente.

-Con un pasado biológico milenario.

-En este momento relaciono las formaciones de la Monarca con las Goldberg Variations. ¿No oyes el tema melódico sucederse en esos cuerpos, tocarse en diferentes niveles del aire?, ¿no oyes esos cuerpos-voces cruzarse en el espacio unos con otros?, ¿no crees que a semejanza de la obra de Bach, el efecto musical máximo lo logra la mariposa por una forma de insistencia, digamos, por una recurrencia o repetición variada?, ¿no lo crees así? En principio pensé que la mariposa obedecía a un ritmo barroco perpetuo, pero ahora comprendo que es una expresión temporal.

-Escucha -Jane se quedó suspensa.

-El viento se va a llevar la música -Bill se angustió-, los árboles se balancean como si el aire quisiera arrancar los racimos vivos de las ramas.

-Oh, Bill, es una brisa.

-Antes que me disuelva en el polvo, como las alas de una mariposa, quiero dar gracias a Dios por haberme dejado ver este cielo feliz.

Cayó la tarde.

El sol poniente proyectó las sombras largas de los cuerpos frágiles de los viejos.

Los rayos postreros chispearon en las puntas de las hojas, los pájaros gorjearon en los cedros.

Atrás quedaron las Monarcas emperchadas en los troncos de los oyameles como hojas vivas.

Había terminado el día, comenzaba el sueño de las mariposas.

Lento fue el regreso, por las piedras sueltas de las bajadas.

A cada momento Bill, tragando polvo, parecía que iba a sucumbir en una cuesta o irse de bruces en un desfiladero. A menudo teníamos que sujetarlo de los brazos, quisiera o no, pues a veces se nos caía y se raspaba los brazos, las rodillas y la cara. De inmediato, Jane sacaba alcohol de una mochila y le limpiaba las heridas. El agua se les había acabado y el hambre se los comía.

Sin cesar, Bill tornaba la cabeza hacia el santuario. Cuando lo miraba sus ojos resplandecían, como si un relámpago interior vivificara su rostro y vigorizara su cuerpo.

Más de una vez Jane rodó sobre las piedras y tuvimos que levantarla, llevar en vilo su cuerpo maltrecho por el camino. Bill no se fijaba en eso.

Nosotros no sabíamos si iban a regresar enteros a Contepec. A cada rato daban la impresión de no poder más, de querer sentarse en una piedra o de querer recargarse en un encino para siempre.

Costaba trabajo hacerlos bajar, bajar, con esas piernas trémulas que tenían. Así que cuando vislumbramos el pueblo en la distancia sentimos un enorme alivio.

El sol se había hundido detrás del Cerro del Sapo y las nubes coloradas parecían flechadas por un rey colérico. La furia de los instantes finales del día iluminaron las facciones del viejo, cuyos ojos enjaulados daban la impresión de buscar aún en la noche incipiente la forma desvanecida de las mariposas.

-Pensé que era una Monarca, es una sombra -Jane se agachó a recoger algo.

-¿Ya no ves bien?, no es nada -la regañó Bill.

-Hay tanto sol dormido en esa sombra -justificó ella.

-Cuidado, pedregal resbaladizo -advirtió Arturo.

Pero era tarde, Bill se caía ya de nalgas.

Arturo y yo corrimos para darle la mano, Jane sacó su botella de alcohol.

Bill se levantó refunfuñando y, orgulloso, majadero, echó a andar. No por mucho tiempo. De nuevo perdió el equilibrio y esta vez tuvimos que alzarlo los tres juntos. Mal su grado, porque seguía rechazando toda ayuda.

El camino fue todavía bastante largo, pues a cada diez pasos Bill tenía que pararse a descansar o a quitarse la fatiga de los ojos, pasándose la mano por la frente.

-Los labios de estos cueros viejos están secos, exangües -me dijo Jane.

-Me muero de sed, pero sólo quiero hablar de música -exclamó Bill.

Puesto el sol, todavía hubo luz en la punta del cerro. Una luz espiritualizada envolvió la silueta dentada de los oyameles. Las primeras estrellas titilaron. Entre ellas, Venus.

Aquí abajo todo se volvió traslúcido, incluso la figura del talador innoble, bajando un árbol en un burro maltratado.

De las partes inferiores del pueblo, la noche levantó los pies y enfrió los tejados. Un silencio visual tomó el paisaje.

De las calles brotaron juntamente luces amarillas, voces humanas y ladridos de perros.

En Contepec, Arturo y yo acompañamos a Bill y Jane al mesón, pero ella insistió en que nos quedáramos a cenar en la fonda.

-My dear, todo se me ha olvidado, dime ¿qué hicimos hoy en la mañana?, ¿qué estamos haciendo aquí? -de repente Bill le preguntó a Jane, sentados los cuatro a una mesa junto a la pared.

-Doctor, comprendo que olvides el nombre de una mujer necia como yo, pero ¿cómo puedes olvidar haber visto hoy a la mariposa más bella del mundo, la mariposa que has buscado toda tu vida?

-Senilidad maldita -profirió él.

-Espero que el próximo invierno retornemos al santuario que hemos descubierto.

-Retornaremos seguramente, pero dime, Jane, ¿de qué hablábamos hace un minuto?

-De la montaña de las mariposas.

-Mañana iremos a verlas.

-Si nuestros amigos quieren.

-¿A qué hora desean que salgamos? -preguntó Arturo.

-En la madrugada, cuando todavía esté oscuro, para ver cómo los rayos del sol las despiertan en los oyameles -dijo él, súbitamente entusiasmado.

Así que cuando nos despedimos de ellos a la puerta del mesón, prometimos vernos temprano para subir al cerro. Pero no los vimos más. Cuando vinimos al otro día, la mesonera nos contó que en la noche Bill se había puesto mal del corazón y Jane había alquilado el taxi de Pascual para llevarlo a un hospital en la Ciudad de México. Una vez que estuvieran en condiciones de viajar, dijo ella, volverían a Canadá. A nosotros nos daban mucho las gracias y prometían escribirnos para decir cuándo vendrían el próximo invierno.





Indice