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Los poetas hispanos en las dos orillas del Atlántico

Leonardo Romero Tobar


Universidad de Zaragoza



Los márgenes espaciales del desarrollo de la literatura escrita en español en ningún caso pueden identificarse con las fronteras del Estado peninsular ni con una secuencia cronológica determinada, aunque aquí vamos a situarnos en los años del Romanticismo. La potencia transmigratoria de todo texto literario, la difusión de la lengua española y las peculiaridades creativas de los escritores convierten el continente literario que se acota en los márgenes espaciales y temporales en una realidad extra-territorial cuya naturaleza es preciso atender con sumo cuidado. No parece que lo fuera tan necesario en el siglo XIX, cuando más allá de la retórica nacionalista, la actividad editorial en los territorios del Estado español era llamativamente políglota (tal como muestra el repertorio de textos impresos descrito en el lamentablemente no continuado Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español, XIX), y, además los autores bilingües no eran casos anómalos, sino todo lo contrario, en los territorios peninsulares y en las antiguas colonias en las que se hablaban otras lenguas. Situación diferente planteaban los escritores españoles que escribían en lenguas ajenas a las propias de la comunidad hispánica, una tradición políglota que remonta a la Antigüedad clásica y que, en la primera mitad del XIX, ofrece las páginas francesas de Badía Leblich («Alí Bey») o Juan María Maury y las muchas en inglés de Antonio Alcalá Galiano y otros exiliados, entre los que descuella José María Blanco Blanco White1.

La literatura española del XIX no sólo fue literatura escrita en España o en castellano; el espacio común en que se constituyen todas las obras de arte verbal proyectó su sombra sobre los autores y las muy diversas instituciones literarias que dieron coherencia a la escritura producida a lo largo del siglo. La transmigración internacional de acuñaciones léxicas, de imágenes poéticas, de topoi, de personajes, de motivos o de temas literarios tuvo para las literaturas nacionales del XIX una intensidad de acción uniformemente acelerada, de modo que los estímulos creadores que llegaban de las lecturas de otras tradiciones literarias, las inexcusables rememoraciones intertextuales o el diálogo literario entre escritores de lenguas distintas fueron notas dominantes en el Romanticismo y en todas sus derivaciones posteriores. La rapidez de la comunicación material, por su parte, hizo accesibles textos lejanos o poco conocidos de una forma hasta entonces insospechada; la multiplicación de las publicaciones -es preciso insistir una vez más en el papel representado por la prensa periódica- y el notable incremento de las prácticas viajeras fueron circunstancias externas que contribuyeron decisivamente a la actualización simultánea de discursos literarios diversos.

El fenómeno que el comparatismo tradicional ha considerado bajo la denominación de relaciones literarias tiene en la España del XIX una dimensión muy destacada en la relación con la América hispana y con las lenguas cercanas del ámbito románico (catalán y gallego). Respecto a las relaciones entre América y España, como es sabido y suele repetirse las repúblicas recién emancipadas vivieron una singular tensión con la antigua metrópoli, tensión que se manifestó en todos los aspectos de las relaciones culturales; los desencuentros y encuentros suscitados por estas emociones conformaron episodios en las biografías de muchos escritores americanos y españoles y, por supuesto, generaron un aleccionador capítulo de la historia cultural de los hispanos de ambas riberas del Atlántico.

Refiriéndonos exclusivamente a los románticos, tenemos que americanos que desarrollan una parte de su vida profesional en España -Antonio Ros de Olano, Heriberto García de Quevedo, Rafael María Baralt, Rafael María de Labra...- y españoles que pasan a su vez una larga temporada de creación literaria en los nuevos países -Martínez Villergas, García Gutiérrez, Zorrilla...- son dos caras de la comunicación literaria entre las dos orillas del Atlántico que hasta el presente han permanecido bastante desatendidas por los estudiosos. La atracción que sobre los intelectuales de la joven América ejercía el viejo continente invitaba a fijar una etapa del viaje europeo en la antigua metrópoli, donde podía establecerse una base de actividad literaria gracias a la representación diplomática (Guillermo Blest Gana, Juan Zorrilla San Martín, Francisco de Asís Icaza...) o a las crónicas periodísticas que se redactaban en España: resonantes estancias en Madrid de Luis Bonafoux, Enrique Gómez Carrillo, Rubén Darío; para los escritores del «modernismo» David Fogelquist (1967) trazó un panorama de gran utilidad. Y, por supuesto, la estancia en España entraba dentro de la más completa normalidad si los viajeros eran oriundos de las últimas colonias ultramarinas (recuérdense al cubano José del Perojo, empresario de revistas culturales, al deportado José Martí asistiendo a la Universidad de Zaragoza, o al José Rizal, universitario madrileño).

El desplazamiento físico o la búsqueda de otros horizontes culturales acortó distancias y agilizó la capacidad perceptiva de los viajeros y de sus lectores. La importancia del relato de viajes, en una época de expansión de los textos impresos y de divulgación del grabado y la fotografía, es destacable tanto por el número de los escritos que recogen las impresiones viajeras como por la pluralidad de los intereses que mueven a los viajeros. Y la voluntad de comunicación entre los que cultivaban la misma lengua se hizo patente en publicaciones periódicas como -sólo cito revistas de mediados del XIX- Revista Española de Ambos Mundos (París,1853-4), Crónica de Ambos Mundos (1860-1864), La América (1857-1870).


La visión bifronte en los primeros románticos

Ahora bien, nuestro encuentro nos sitúa en el ámbito del Romanticismo y, con una interpretación muy amplia de su diacronía, consideraré a continuación el modo en el que escritores y, sobre todo, los poetas desplegaron su actividad literaria en ambas riberas del Atlántico, aunque sólo fuera en breves etapas breves de su vida. Y comenzaré con los americanos que vivieron el prestigio artístico del Neoclasicismo y el proceso histórico de la emancipación.

Andrés Bello, el más sólido teórico de la emancipación americana, en su condición de empleado de la Capitanía General de Venezuela, había escrito poemas gratulatorios a Carlos IV, el drama en verso Venezuela consolada (1804) y un soneto dedicado a la victoria de Bailén, además de ser el autor de una pieza teatral sobre el mismo asunto que se representó en el Teatro Público de Caracas en enero de 1809. Manifestaciones de patriotismo antifrancés que irá encauzando hacia el criollismo autonomista, en una dirección que lo sitúa camino de Londres (1810) como comisionado de la Junta de Caracas, ciudad esta última en la que permanecería en actividad infatigable hasta 1829 manteniendo relaciones muy próximas con emigrados liberales españoles. Lucena Giraldo (2013, 221) ha recordado recientemente que hubo americanos en el bando «patriótico» (el mulato José Prudencio Padilla en Trafalgar, José de San Martín destacado oficial en Bailén, el chileno José Miguel Carrera también combatiente en la Península) y en el bando «afrancesado» (los neogranadinos Francisco Antonio Zea y Pedro Antonio Valencia, el mejicano José María de Lanz), personajes todos ellos que participaron con los peninsulares en episodios de la Guerra de Independencia española antes de comprometerse en su propia causa independentista.

Desde el punto de la construcción ideológico-política, recuérdese la participación en las Cortes gaditanas de figuras tan eminentes como José Mexía Lequerica o José Joaquín de Olmedo (firmantes el 18 de marzo de 1812 del texto constitucional con todos los representantes de América) y que el artículo primero del venerable texto decía así: «La nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios». Con todo, y sin entrar en este debate, «resulta lógico -como ha escrito Lucena Giraldo (2013, 221)- que los nacionalismos historiográficos posteriores a la ruptura imperial sellada en Ayacucho en 1825 carecieran de interés en resaltar la participación americana en la guerra desatada en la Península desde 1808».

Discuten los historiadores sobre las complejas corrientes que cruzan las biografías individuales y las causas profundas que desplazan lo que había comenzado como un movimiento colectivo dirigido contra la Francia invasora para concluir construyendo la constitución de los nuevos Estados hispanoamericanos sin haberse producido la integración nacional, ni en el sentido político ni en el social (Hans-Joachim König, en VV. AA., 2013, 30). Este proceso se vivió en una prolongada diacronía -desde 1808 hasta el final de la tercera década del siglo XIX- superponiendo ideas y acontecimientos políticos, violencia bélica y énfasis culturales en los que la producción literaria proporcionaba tejido estimulante en favor de otros fenómenos.

He recordado en otro lugar (Romero, 2012) cómo se aclimató en España la germinal idea romántica del «volksgeist» en los términos en que los vetero-románticos alemanes explicaban la naturaleza de la colectividad de individuos agrupados en una nación y cuyo «espíritu nacional» arraigaba en aquellas literaturas -escribía Herder- que habían formado «su propio suelo con productos castizos, de los gustos y creencias del pueblo, de los restos del pasado, y de ese modo su lengua y su literatura se han hecho nacionales, la voz del pueblo ha alcanzado uso y amor». Un programa de trabajo que, para los españoles, se cifraba en el Romancero, el honor aureosecular y su teatro, la civilización cristiana y una caballerosidad tocada de orientalismo.

Estos rasgos adjudicados al «volksgeist» español en parte podrían convenir a los emancipadores americanos, aunque ellos en su proyecto de perfilar una identidad más particularizada los cifraban en la existencia de una población autóctona -aunque los indios tuvieran un papel reducido en esta etapa inicial-, en el fecundo paisaje natural y en las viejas instituciones con su repertorio de personajes entre la Historia y la Mitología. De estas circunstancias y componentes proceden los empeños de las minorías ilustradas americanas para dotar a su Literatura de una eficaz red de comunicación social -creación de Academias, Centros culturales y publicaciones periódicas- en la que encontrara arraigo la nueva perspectiva romántica que identificaba «pueblos» y «naciones».

Los textos políticos producidos desde la Emancipación no hacen sino recoger la visión del mundo construidas en los textos literarios -la poesía por modo eminente- y los medios culturales de difusión que acabo de recordar. Karl Hölz (VV. AA., 1998, 40-42), apoyado en abundante información para este último aspecto, se ha referido a la coincidencia que se dio entre la renovación nacional y la inspiración romántico-liberal y obsérvese que la palabra-clave «emancipación» -Antonio Ribot tituló su manifiesto romántico La emancipación literaria (1837)- encuentra un paralelo lingüístico en el sintagma «regeneración literaria» empleado el año 1842 en la «Sociedad Literaria» de Chile.

Textos suscitados por las batallas de Junín y Ayacucho sirven el corpus textual que asienta la función de la Literatura en la constitución y arraigo de los nuevos Estados hispanoamericanos. La «Alocución a la Poesía (fragmento de un poema titulado América)» de Bello (1823) sintetiza la exaltación de los paisajes y lugares junto a los héroes autóctonos que ofrecían las bases geográfica e histórica para construir este «espíritu nacional». Y en las «Silvas» que siguieron a la «Alocución», Bello intensifica este discurso en el que la declamación antiespañola es reducida y, en mi lectura, se limita al apóstrofe conclusivo de la Silva «La agricultura de la zona tórrida», cuando el poeta se dirige a las «Jóvenes naciones» para decirles que él pregonará la fama


de los que en Boyacá, los que en la arena
de Maipú y en Junín, y en la campaña
gloriosa de Apurima,
postrar supieron al león español.



El texto poético más representativo del cruce artístico entre Neoclasicismo -por el estilo y los modelos literarios tenidos en cuenta- y Romanticismo -por el tono exaltado y el nacionalismo combativo contra los «otros» (los españoles)- fue el poema de José Joaquín de Olmedo La Victoria de Junín. Canto a Bolívar, escrito y publicado entre 1824 y 1826. El canto de las victorias de Bolívar en Junín y de Sucre en Ayacucho divide el poema en dos partes engarzadas por la visión del caudillo inca Huanca Cápac cuya aparición evoca la de otros personajes del trasmundo que habían introducido Martínez de la Rosa o Manuel Quintana en sus poemas Zaragoza y El Panteón del Escorial:


Cuando improviso venerable sombra
en faz serena y ademán augusto
entre cándidas nubes se levanta.
Del hombro izquierdo nebuloso manto
pende, y su diestra aéreo cetro rige.
Su mirar noble, pero no sañudo.
Y nieblas figuraban a su planta,
penacho, arco, carcaj, flechas y escudo.
Una zona de estrella
glorificaba en derredor su frente
y la borla imperial de ella pendiente.



Precisamente el canto profético del personaje tan rutilantemente aparecido es el momento en el que se profieren los denuestos más insultantes a los conquistadores españoles:


¡Guerra al usurpador! ¿Qué le debemos?
¿Luces, costumbres, religión o leyes?...
¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos,
feroces, y, por fin, supersticiosos!
¿Qué religión? ¿La de Jesús?...¡Blasfemos!
Sangre, plomo veloz, cadenas fueron
Los sacramentos santos que trajeron.
¡Oh religión! ¡oh fuente pura y santa
de amor y de consuelo para el hombre!
¡cuántos males se hicieron en tu nombre [...]!



Este Canto, valorado agudamente en sus defectos y en sus aciertos -los modelos pindárico y neoclásicos- por Caro, Cañete y Menéndez Pelayo es el texto que mejor representa el perfil de la buscada «literatura nacional» de los nuevos Estados recién emancipados. Andrés Bello le dedicó una reseña muy calurosa en el londinense Repertorio Americano (1826) si bien al Libertador Bolívar no le parecían tan convenientes las hiperbólicas alabanzas que le tributaba Olmedo: «Usted, pues, nos ha sublimado tanto, que nos ha precipitado en el abismo de la nada, cubriendo con una inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes». Para críticos recientes este poema «pretende fortalecer la legitimación política de Bolívar y contribuir, al igual que la referencia repetida a la belleza natural del paisaje, a la constitución de una identidad propia, genuinamente americana frente a la cultura europea» (I. Gunia y K. Meyer-Minnemann, VV. AA., 1998, 224).




Actividad literaria y comunicación entre continentes

Una vez estabilizadas las nuevas repúblicas y concluido el periodo de exilio de los liberales españoles a la muerte de Fernando VII concluye también la colaboración mutua que americanos y españoles habían mantenido en Londres, especialmente y que, en varios de sus aspectos más relevantes han estudiado Vicente Llorens y García Castañeda. Para la difusión del Romanticismo, tal como se comenzaba a manifestar en la Península, y su reflejo americano los testimonios más elocuentes nos los siguen proporcionando las publicaciones periódicas y los escritores que en ellas velaban sus armas.

La figura de Larra impresionó a sus coetáneos por la fuerza radical de su prosa periodística y por el final trágico de su vida; José Jacinto Milanés incluía una elegía «A Larra» en sus Obras de 1846. Los ecos de sus artículos de costumbres o de crítica llegaron con celeridad a América, y especialmente al Río de La Plata. Juan Bautista Alberdi recordaba en 1837 que él firmaba «Figarillo» porque «soy hijo de Fígaro, es decir, soy un resultado suyo (Valero Juan, 2011, 351) y Domingo Faustino Sarmiento no se paraba en barras a la hora de reconocer la influencia del madrileño en su reseña de 1841 a la Colección de artículos... (1835-1837):

La colección de los artículos de Larra que bajo el seudónimo de «Fígaro», aparecieron en el Pobrecito Hablador, la Revista Española, el Observador, el Mensajero y el Español, forma hoy día el libro más popular que pueda ofrecerse a los lectores que hablan la lengua castellana, y aun para los extranjeros no carece de interés, si no como un modelo de idioma, como la crítica más picante y más característica de la época y las costumbres españolas.

Una proyección análoga debían de disfrutar los artículos de Mesonero Romanos puesto que su «El Romanticismo y los románticos», leído originalmente en una sesión del Liceo de Madrid suscitó una polvareda de reacciones encontradas que también alcanzaron a Montevideo, donde, como ha mostrado Luis Marcelo Martino (2012), tras su reproducción en El Correo, otros dos periódicos de 1840 -El Corsario (dirigido por Alberdi) y El Nacional- discutieron con los redactores del primero sobre la función que podía representar la nueva moda social y el movimiento literario del que se ponderaban su popularidad y su carácter innovador, es decir, de «emancipación literaria» respecto de la Poética tradicional.

Pero la forma más elocuente de la comunicación literaria entre los hispanos la proporciona la presencia de los americanos en España y de los españoles en América. Esbozaré muy sintéticamente las motivaciones y la proyección social que tuvieron unos y otros en sus viajes y permanencias respectivas en la ribera del océano que no era su lugar de nacimiento. Un catálogo de los muchos escritores que, desde los años treinta hasta mediados del siglo -pongamos 1854 como fecha convencional- sería una contribución muy valiosa para la estimación del modo en que unos y otros vivieron y escribieron sus emociones nacionales, pero por mor de brevedad me limitaré a señalar algunas de las circunstancias biográficas que enmarcan estos desplazamientos, más allá de la mera curiosidad del viajero que, como Sarmiento, visitaba el Viejo Continente recalando en España.

Si las figuras de Bello y Olmedo corresponden a la etapa de transición desde los virreinatos hasta la independencia, una situación similar vivieron autores americanos instalados en Madrid y regresados posteriormente a su país de origen, como es el caso de Manuel de Gorostiza, regresado en 1824 a Méjico para desempeñar allí empleos diplomáticos y actividades políticas que le distrajeron del cultivo de la escena en el que había cosechado sus éxitos madrileños, mientras que el gaditano José Joaquín de Mora cambiaría su exilio inglés por sus estancias en Buenos Aires de 1824-1828 (invitado por Rivadavia), en Chile desde 1828 a 1831 y en Perú y Bolivia desde 1831 (Monguió, 1967) para regresar a España e ingresar en la Academia Española; las fluctuaciones de su criterio estético y la elaboración de uno de sus libros poéticos nos son bien conocidas gracias a Salvador García Castañeda (1995). Políticas, precisamente, son las causas de viajes e instalaciones de unos y otros, en Inglaterra en una primera fase y en diversos lugares más tarde, circunstancias en las que es de rigor subrayar los traslados punitivos a la metrópoli de independentistas como fue el caso del humanista y cosmopolita Francisco de Miranda, fallecido en la prisión de La Carraca de San Fernando (1816)2.

Las incidencias profesionales de funcionarios peninsulares que regresaron con su familia a España, antes o durante la emancipación, explican el nacimiento americano de escritores que desarrollarían su carrera en la Península. El caraqueño Antonio Ros de Olano (1801-1887) que se instaló en España a los once años y aquí desenvolvió su vida profesional y literaria como escritor y poeta de extravagancias románticas, o el venezolano Heriberto García de Quevedo (1819-1871), enfrentado en un lance célebre con Pedro Antonio de Alarcón y desde el punto de vista literario muy próximo a José Zorrilla. Otras causas familiares dan razón de la venida a España de Gertrudis Gómez de Avellaneda o de los viajes por América de algunas escritoras reseñadas por Carmen Simón en su página web de Bibliografía de la Literatura Española.

El citado José Zorrilla depara una tercera motivación para los traslados de uno a otro Continente. Los intereses profesionales o la estricta voluntad de encontrar un nuevo escenario explicarían las estancias de Rafael María Baralt en Madrid y de Juan Martínez Villergas, Fernando Velarde y, por supuesto, José Zorrilla en América (Menéndez Pelayo, II, 183-4). La actividad profesional del lingüista Baralt (ingresado en la Real Academia el año 1843) y la del activo periodista y editor Martínez Villergas en Cuba son suficientemente trasparentes. En el caso de los poetas Velarde y Zorrilla tendríamos que hilar más fino. Este último, después del cambio del ambiente teatral madrileño y también por motivos matrimoniales abandonó la Corte en 1850 para no volver hasta 1866. Su larga estancia mejicana lo vinculó con la sociedad literaria de la capital y con la corte de Maximiliano, en la que prestó diversos servicios. No es para dejar en olvido la percepción del bello e inmenso paisaje de la nueva tierra que, para el vallisoletano, suponía un agudo contraste con las áridas estepas de la tierra castellana. Recordemos una octava evocadora de El Drama del alma (1867), poema que recoge su dolorida reacción ante el trágico final de la monarquía mejicana:


Méjico tiene un cielo que le cubre
como un fanal azul y trasparente;
tibio, aromado, diáfano y salubre,
templa el pulmón y el corazón su ambiente.
Tan sereno en abril como en octubre
brilla, jamás glacial, jamás ardiente;
una sola estación bajo él impera:
una suave y perenne primavera.



En los años finales del XIX las relaciones literarias y los movimientos de españoles y americanos fueron mucho más intensos, hasta el punto que se ha construido el concepto histórico-literario de «Modernismo» como modelo explicativo de las literaturas cultivadas en ambas riberas del Atlántico. Para concluir, sólo recordaré que eruditos consumados como el P. Blanco García y Marcelino Menéndez Pelayo dedicaron parte de sus intereses de lectores a exponer lo que estaba siendo la creación literaria americana. Blanco García en el volumen III de su Historia de la Literatura (1894) y Menéndez Pelayo en la imprescindible Antología de Poetas Hispanoamericanos (R. A. E., 1893-1895).








Bibliografía

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  • MONGUIÓ, Luis (1967): Don José Joaquín de Mora y el Perú del ochocientos, Berkeley/Los Angeles: University of California Press.
  • ROMERO TOBAR, Leonardo (2006): «Extraterritorialidad y multilingüismo en la historiografía literaria española», en La Literatura en su Historia, Madrid: Arco Libros, pp. 37-51.
  • ROMERO TOBAR, Leonardo (2012): «La visión del Volksgeist en la crítica de los románticos españoles», VV. AA., Individuo y sociedad en la Literatura del siglo XIX, R. Gutiérrez Sebastián y B. Rodríguez (eds.), Santander: Tremontorio, pp. 11-20.
  • VALERO JUAN, Eva María (2011): «La impronta de Larra en Hispanoamérica en el bicentenario de la Independencia», VV. AA., Larra, en el mundo. La misión de un escritor moderno, J. Álvarez Barrientos, J. M. Ferri Coll, E. Rubio Cremades (eds.), Alicante: Universidad de Alicante, pp. 345-359.
  • VV. AA. (1998): La literatura en la formación de los Estados americanos (1800-1860), Dieter Janik (ed.), Frankfurt: Vervuert.


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