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Mamá Jeanette

Carlos Franz





«Mamá Jeanette», así llama nuestra hija, Serena, a su mamá. Desde chiquitita, cuando aprendió a hablar. En lugar de decir «mamá», como casi todos los niños, casi lo primero que ella dijo fue una frase: «Mamá Jeanette». Y yo, acaso porque soy escritor, quedé todavía más conmovido que cualquier otro padre chocho: mi hija, de un año, no sólo hablaba sino que «definía». Y esta definición coincidía plenamente con lo que mi instinto había visto en su madre, desde mucho antes de que la Serena existiera. Que la Jeanette sería la madre de mis hijos.

Durante muchos años me resistí a tener hijos. Es más: pensé que nunca los tendría. Sería largo y sicoanalítico intentar explicar por qué. Además, no soy partidario de ventilar en público mis intimidades (para eso el público tiene más que suficiente con los locutores de televisión). Basta con decir que una infancia más bien triste y un agudo escepticismo sobre la bondad del mundo me prevenían de traer hijos a él. Hasta que conocí a la Jeanette. Y algo pasó. El amor, por supuesto. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?, como decía Raymond Carver. Bueno, entre otras cosas, en mi caso, hablamos de ese poderoso y sorprendente instinto de procreación que ella despertó en mí. O que, más bien, fue engendrado por ella en mí (sin que ella misma se enterara). Porque yo creo que a algunos hombres las mujeres tienen que preñarnos primero -preñarnos del sentimiento de la paternidad- antes de que podamos hacerlas concebir a ellas. Y que sólo cierta mujer, acaso una única mujer en la vida de ciertos hombres, puede hacernos concebir al padre que debemos ser (si es que queremos dejar de ser hijos).

Todo esto es muy complicado. Lo que yo sé es que pasé años desprovisto de toda inclinación a la paternidad, desconfiando de esos seres que se arrastran, tiránicos y gritones, que en Chile llamamos guaguas (lo que apropiadamente suena a orugas, mañas y llanteríos). Y he aquí que, luego de conocerla a ella -y sin ninguna sugerencia por su parte-, yo me pescaba mirando de reojo esas tiendas Mothercare con sus zapatitos talla cero. No como antes, cuando me distraía con las vitrinas donde colgaba alguna lencería erótica. No, ahora no me interesaban las piluchas sino los piluchitos.

Era una vergüenza, me pongo colorado todavía; pero no podía evitarlo.

Para colmo, luego de «preñarme» con esa idea -involuntariamente-, resultó que la Jeanette no estaba dispuesta en absoluto a dejarse preñar por mí. «¿De dónde sacaste esa idea loca?», protestaba. Ella era una adulta moderna, profesional independiente, con una vida intensísima, que se había tomado en serio lo de ser dueña de sí misma, en lugar de dueña de casa -y eso sin necesidad de escudarse en ningún credo feminista. Diré sólo que me costó años convencerla. Y ahora sé que esos años fueron como una lenta crianza. Fui criando en mí y en ella al hijo, antes de que el hijo existiera siquiera como un embrión.

Quizás por eso, cuando la Serena habló, y casi lo primero que hizo fue una definición de su madre, «mamá Jeanette», yo sentí que mi hija me daba la razón. La Jeanette era su mamá desde siempre, estaba predestinada a serlo. Yo lo sabía.

El tiempo sólo ha confirmado mi intuición masculina. En lo que es para mí más esencialmente humano: el lenguaje. Desde recién nacida, la Jeanette conversaba con su hija. No le hablaba, conversaba con ella como si tuviera edad para en tenderla. Eran diálogos largos que, muchas veces, me quedé escuchando medio escondido tras una puerta. La Jeanette le explicaba a su guagua, por ejemplo, nuestros numerosos cambios de país, razonaba con ella minuciosamente, le pedía su opinión (ante los ojos intensamente azules y asombrados de la niñita, que la veía mover los labios y emitir esos sonidos ¿incomprensibles?). El resultado ha sido prodigioso y preocupante: ahora soy padre de una pequeña abogada de seis años que lo argumenta y discute todo.

Pero no me quejo. Para un escritor, pocas experiencias podrían ser más conmovedoras que la de ver cómo las madres enseñan a hablar a sus hijos. La fluidez verbal femenina, esa que nos irrita y aterra, tiene sin duda -para mí- esa raíz evolutiva. Ellas nos enseñan el lenguaje. ¡Y cuánto lenguaje le ha enseñado esta madre a su hija! Incluso esa primera definición que la Serena hizo de su mamá («mamá Jeanette»), la hizo, por supuesto, con palabras de su madre.





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