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Manifiesto por los teatros españoles y sus actores

Manuel de García de Villanueva Hugalde y Parra

 

 



 

     La repetición de insultos con que los ignorantes, y los que por un implacable espíritu de venganza, que les domina, zahieren todos los días con razones sofísticas, o por falta de instrucción, mi profesión, y el no poder ver con indiferencia se dejen sembrar errores políticos dignos de la atención de nuestros Legisladores, me han estimulado a que hoy levante la voz, y escudado de la que siempre mereció a nuestro sabio y feliz gobierno, ofreceré al Público convincentes testimonios, poderosos a sofocar una preocupación, que acaso el vulgo adoptó, no como fruto de su discernimiento, y sí por la ceguera con que se conduce de la novedad.

     Esta porción, que de todas las naciones siempre es el mayor número, nunca pudo por sí misma elevarse al conocimiento de las profesiones, ni discernir el mérito intrínseco de ellas. Mas como todos los tiempos y edades conocieron zoilos y perros, que ladran a la luna, como su educación por otra parte les inhabilita, imposibilitándoles de penetrar los senos preciosos de los institutos sociales, se dejan llevar y conducen de los que por intereses particulares unas veces, y otras por caprichos fatuos, levantan especiosamente el estandarte de la novedad.

     El punto de Comedias es en el día la materia a que se aplican con toda extensión, y de sus mismas producciones, si fuese nuestro intento satirizar, no sería difícil deducir convincentes argumentos de su falso celo, dirigido, más bien que a la reforma decantada, a los particulares intereses, que así se cree adelantar, deslumbrando al Público, y aun seduciendo con no ignoradas intrigas las sanas intenciones del estudio político.

     Una prueba de que es así nos ofrece lo intempestivo de sus críticas, cuando este año se han privado por la Superioridad las Comedias de magia, y las que hablasen de Religión, de Escritura, y hubiese papel de demonio; y también se mandó igualmente, que en los días de Besamanos se iluminase el Teatro, todo mirando a su corrección y buen arreglo; y sin embargo de todo esto, ahora es cuando más se critica. No quiero yo decir se haya logrado este fin, no muy asequible, mientras a los Actores no se les ayude con la estimación y el interés, resortes indispensables a mover el corazón del hombre; pero no omitiré el afán con que los Cómicos Españoles suspiran por desempeñar su obligación, aplicándose todo género de representación: Ópera Italiana, Ópera Española, Tragedias, Comedias en prosa, Comedias de las que el vulgo llama Heroicas, Serias, Domésticas de costumbres, Jocosas, de Capa y Espada, que los pobres Cómicos Españoles ejecutan, trabajando más que ningunos de otra nación, y mereciendo menos, a causa de que los malos compatriotas nada estiman de su país, y les parece mejor todo lo extranjero. No es decir falten, hombres prudentes, que dan su mérito a cada cosa, pero son los menos; pues el mayor número es de los que se rigen por el espíritu de novedad.

     Aunque quizá no faltará alguno de estos que me llame el Misántropo de los hombres, o algún Sócrates moderno, diciendo que yo quiero enmendar el mundo, y aun pretenda morder de un exceso de pundonor, o ambición de gloria mi proyecto: aunque conozco me suscitaré otros tantos enemigos cuantos son los que usurpan el timbre glorioso de Escritores, cuando aún no llegaron a deletrear, o por lo menos no perciben la dulce armonía resultada de la unión de los caracteres, no por eso desistiré de aquel; antes bien estimulado de la sensación con que se reciben todas aquellas producciones, que dicen alguna mayor conexión a nuestras inclinaciones de la dominante propensión y gusto hacia la concurrencia de los Teatros, y sobre todo de la sorpresa pública, cuando vea el interés con que alternando con las penosas fatigas de mi ejercicio, me presento, no ya en las Tablas explicando sentimientos que no reinan en mi corazón; pero sí obligando los bronces, y empeñando la razón a favor de la justicia.

     Dos objeciones me prevengo, que no infundadamente espero dictarán la calumnia, la envidia, y lo que es más la novedad de que un Cómico haga de Jurisconsulto y Filósofo sabio, por la común opinión adversa en que hoy están todos los de mi profesión, y porque no me glorío de vivir tan feliz que no tenga enemigos.

     De la Isla de Creta se dice que no engendra fieras, pero de ninguna Ciudad se podrá decir que no cría enemistades. A uno que se gloriaba de que no tenía enemigo alguno, le replicó Chilón uno de los siete Sabios, si acaso tenía algún amigo. La amistad mayor con unos, se hace causa de enemistad para otros por lo común; y creo firmemente, que yo con mayor causa (por estar expuesto a la crítica popular), no estaré exento de alguna oculta siniestra inteligencia.

     Mi ambición hasta el presente no ejerce tan fuerte dominio, que me jacte de haber adquirido unas dotes, las cuales aunque no se contradicen, no son las más propias a mi educación y escuela, pero el establecimiento que me proporcionó la suerte no degrada el alma de la preciosidad con que la dotó su Autor. Esta verdad, bien conocida aun de los espíritus más groseros, tiene otros tantos testimonios y pruebas, cuantas son las producciones innumerables y maravillosas, que admiran las gentes de sano gusto en los Profesores de las tres nobles Artes, hasta nuestro siglo obscurísimos; y si las tinieblas de un calabozo, al paso que no fueron contrarias a la mejor producción (1) que reconoce nuestra Península, realzan hasta lo infinito su mérito, �se me negará a mí, libre, y sin otro obstáculo que el hábito de representar caracteres tan diversos, la facultad de formar un Papel, no ya comparable, pero en su esfera proporcionado? No: yo no ostento haber sido capaz de aglomerar los monumentos que referiré; pero he procurado ceñir a mi gusto este trabajo con que me sirvió un amigo, y con él refutar la infundada calumnia, escudo de los que pretenden ajar mi profesión.

     Es incontrastable que la verdad no necesita de apologías, que por sí misma está escudada de cuantos zaherimientos pueda inventar la mordacidad; y sin embargo la malignidad dio lugar a que los talentos más acendrados se empleasen en este género de escritos con la mayor extensión; �pero que es de admirar que las verdades políticas necesitasen de estos padrinos, cuando las de la Religión (2), de tanta fuerza en nuestro espíritu, ocuparon las plumas de todos los siglos?

     Con esta sencilla exposición y respuesta a los dos reparos recelados, creo habré dispuesto los espíritus en que aún no se arraigó la seducción, ni se hallan prevenidos por la malignidad para que si lo leen con la buena fe que apetezco, puedan juzgar imparcialmente de la justicia de mi causa, desimpresionándose de las calumnias que dictó la mordacidad, a las cuales no debemos callar (3), no para vengarnos en las respuestas, (que yo perdono en la parte que me tocan todas las ofensas recibidas hasta aquí), y sí para no ofrecer camino real a las mentiras, y dejar a los engañados que las sigan como verdades. Éste es mi fin, y aquí se dirige todo mi conato. VALE.

     No de otro modo que el navegante intrépido emprende rumbos desconocidos, el pincel bisoño vacila por hurtar a la naturaleza sus más bellos adornos: el caminante ansioso de vereda discurre acá y allá, aun a expensas de penetrar lo más enmarañado del bosque, en pos de alguna que le conduzca; no de otro modo se vio mi espíritu agitado. Aquel ambicioso de un nuevo descubrimiento no le detienen Scila, ni Caribdis: la más cercana relación al natural es incomparable en estimación del Pintor a la molestia penosa con que adelantó de deformidad en deformidad: la gloria de pisar un suelo risueño, y deleitar la vista en campiñas frondosas, usura abundantemente los horrores del espacio recorrido al viajero, que redoblando sus esfuerzos a vista de los mayores peligros, llega a superar los obstáculos. Pero yo, a merced de borrascosas calumnias, entre la deformidad de opiniones confusas, emboscado en medio de sentencias enmarañadas, quizá no lograré, no ya una nueva gloria, una nueva satisfacción, un nuevo honor: quizá, digo, no lograré conservar el en que nací. �Ah! tal es la fuerza de la preocupación y opinión vulgar una vez arraigadas.

     La molestia de recorrer el amenísimo campo de las letras acaso no producirá otro efecto que el fomentar las mentidas calumnias, infundados dicterios, y vergonzosas expresiones con que el Público vio de manifiesto acometido nuestro honor. No, no me lisonjeo de que mi pluma sea proporcionada a borrar una aprehensión envejecida: esto sería aspirar a un nuevo honor de que mi espíritu está muy lejos: sería pretender una corona grande para los más amaestrados secuaces de Minerva. Pero si, aunque amigo Plauto, mas la verdad, si la verdad, si la augusta verdad aún no está desposeída de su derecho a nuestro corazón, si aún conserva en él una pequeña porción del acogimiento que le es debido, �qué sé yo si me aliente a esperar un suceso feliz, aunque lento? �Qué sé yo si me lisonjee de que el Público solamente aguarda a que se le insinúe tan débilmente como yo puedo hacerlo? Raro es, pero no el primer ejemplar: acontece, mas no es común, y los legisladores lograron más bien por este medio prevenir la opinión vulgar: conducta sabia, e indispensable cuando se trata de chocar con los caprichos del Pueblo. Si con mano diestra no se procura antes abrir el camino, serán inoficiosos todos los esfuerzos, y jamás se conseguirá el efecto: serán burladas las leyes, aun dictadas por la fuerza.

     Apenas los Imperios padecieron alteración alguna, que no sea un testimonio de esta verdad. Los Fastos de la Historia general la proclaman de un modo, que no puede contradecirse; y se comprobaría si el objeto que nos proponemos lo permitiese, y estuviésemos seguros de que no se achacaría a vana ostentación de parecer literatos. Siempre las novedades fueron más dóciles a la costumbre que a la fuerza. En todos los institutos sociales, o por lo menos en los más, reluce este mismo sentimiento. Quizá la ley sería de ninguna, para que nuestras Damas abrazasen un conjunto de caprichos, que varían tan deformemente sus adornos; y no obstante vemos, con dolor de la nación, cuan ciegamente se entregan a seguir un camino repugnante a su sentir, por sola la imitación, por solo el ejemplo.

     No, yo no quiero detenerme más en un particular que aprueban nuestras pasiones, y rechaza nuestra rebeldía. En una palabra: yo no pretendo que una decisión positiva declare lo que el no seducido percibirá a vista de cuanto expondré. Conozco que con dificultad lograría la ley borrar una infamia que no hubo, ni hay, ni debe haber, y que quizá se logrará mas bien si acierto al desempeño de mi objeto.

     Claro es que éste no debe extenderse a todos los Teatros, pues sólo puedo hablar del Español, y en sus circunstancias asegurar, que jamás nuestros Cómicos fueron así notados por la Legislación Patria: que si alguna vez el Pueblo adoptó un sentimiento tan feo, si desnudo de la humanidad se encaprichó, y poseyó de este sentir, acaso no entendió el por qué el derecho Romano en ciertas épocas se halló necesitado a declaraciones, me atrevo a decir, contrarias a la sana filosofía, y recto juicio de sus Dictadores.

     Pero como que la representación Española sólo tiene de común con la de aquellos la voz, jamás fue de infamia a sus Actores; antes bien son justísimas las razones que militan para estimarles. En esta parte acordamos con los antiguos, y naciones nuestras vecinas, y seríamos política, y aun moralmente injustos, si les negásemos la estimación debida a su desempeño, si se esmeran en representaciones de arte, como intento manifestar.

     Cuando la depravación de costumbres principió a corromper el corazón del hombre: cuando ya esclavo de las pasiones se le hizo odiosa la razón, vio el mundo la necesidad de que los Poetas y Oradores sucediesen a los Filósofos, únicos encargados hasta entonces de la instrucción del género humano. La verdad, que había ejercido un dominio absoluto sobre el corazón de los mortales, ya no se atrevió a parecer desnuda: ya fue indispensable que aquellos la preparasen vivos coloridos, y adornos varios, subyugando la austeridad filosófica a la imaginación festiva de los Poetas, al arte y pompa de los Oradores.

     Las parábolas, alegorías y semejanza de los libros infalibles, acaso instruyeron a Homero para que hermosease los misterios de la Teología pagana, las lecciones más importantes de la moral, y los preceptos de casi todas las ciencias, con las agudezas y vivacidad de la poesía: conducta que abrazaron Anaxágoras, Sócrates, Pericles, Alcibíades, Platón y Demóstenes entre los Griegos. De los Latinos Virgilio, Horacio, &c. no se esmeraron menos en un proyecto tan interesante al género humano. Si nos acercamos más a nuestros días, conocemos los Bourdalues, Bossuet, Fenelon, Masillon, Racine, Molliere, La Fontaine, todos empeñados respectivamente en manifestarnos las verdades más sublimes bajo la disposición festiva de la Poesía unas veces, y otras con toda la majestad y fuerza de la elocuencia. Ni fueron inferiores, ni disintieron y se apartaron de aquellos modelos Griegos y Latinos nuestros Calderones, López, Garcilasos, y toda la multitud de elocuentísimos Poetas y Oradores Españoles, a quienes tan infundadamente, y quizá sin atender, ni tener noticia del gusto de su siglo, zahieren los pretendidos críticos del nuestro. Esta verdad la percibirá cualesquiera que reflexione el cómo algunos de ellos nos ofrecen en la pintura de sus Héroes el modelo más cumplido, y ejemplo de todas las virtudes: otros nos presentan la razón amable: sujetan otros las gracias de una imaginación brillante, y la elegancia de un estilo puro al adorno de la moral, relevando la hermosura de la verdad: otros la revistieron con los adornos más ricos de la Poesía, y manifestaron con el mayor acierto los senos más ocultos del corazón humano, y un fondo de instrucciones las más sólidas y sabias, apoyadas en la razón, y con alguna relación a la verdad. Porque nada es amable y hermoso sino lo verdadero: debe reinar hasta en la fábula.

     De aquí el origen del Teatro; y antes de entrar en materia, deberemos dar lugar a algunos principios, que bien entendidos, acaso serán suficientes y proporcionados a nuestro objeto. Mientras que las naciones no conocieron la unión social, podemos asegurar fueron desconocidos los Teatros, y su primer ejemplo deberemos reducirle a aquellos tiempos, que en los Arrabales de Atenas resonaban los cánticos de Apolo antes que Teseo (4) los uniese en Ciudad, de cuyos festejos se originó la Comedia.

     Roma ocupada en examinar la ley de la fuerza, no conoció tan alegres pasatiempos, y sí vivió mucho tiempo entregada a la fiereza de sus circos arenosos (5), hasta que los Cónsules Cayo Sulpicio y Cayo Licinio Stolon pretendieron erradicar aquella horrorosa diversión, introduciendo los juegos Scénicos, las Tragedias y Comedias, para aplacar, como idólatras, sus falsas deidades.

     Por este pasaje podemos conocer, que la mezcla de naciones reunidas en aquel solo Pueblo, arrastro hacia sí todos los vicios dominantes en cada una de ellas. Esta peste inficionó así como las costumbres, la representación, y llegó un tiempo en que no sólo se oyeron sobre el Teatro palabras las más lascivas e inhonestas, sino que se representaron al vivo las mayores y más horrendas torpezas, concúbitos y lascivos meneos irritantes a lujuria. Acaso no se creerá (6) se presentaban en expectación mujeres y hombres desnudos, que acabada la Comedia se entregaban en uso a los espectadores. �Ah! �que horror, que miseria!

     Yo quisiera que un hecho tan vergonzoso al género humano no se hallase comprobado de un modo que es innegable, y por testigos superiores a toda excepción (7). En este caso aun no nos faltaría arbitrio a repulsar las decisiones del derecho Romano. Pero no, aquellos Legisladores sabios no podían mirar con indiferencia la mala versación de un instituto social, dirigido a implorar la aplacación de las deidades, que se orase con tanta fuerza por la restitución de la Diosa Victoria, y Templo de las Vírgenes Vestales (8).

     Hasta esta época, como que los Romanos vivían entregados al estrépito de las armas y sus inclinaciones se hermanaban a las de los subyugados, no tuvo otro objeto su Teatro. Mas en el del grande Constantino, cuando las letras revivieron en el Imperio, y fueron otras las costumbres, mudó también su aspecto el Teatro, dirigiéndose a reprimir los excesos del vicio, y despertar en el corazón de los Ciudadanos el espíritu de heroísmo y amor a la virtud. Por esto se aplicaron a manifestar el resentimiento de su sana filosofía, cuando el Pueblo recibía lecciones de vicio allí mismo donde pensaban se le diesen de moderación y humanidad. Como que entreveo la turbación de su patriotismo, cuando se hallaron necesitados a reprobar (9) lo mismo que hasta entonces habían autorizado. Cuando les enseñó la experiencia ya no tenía fuerza alguna por defecto de la representación la ironía (10) que habían estimado como único remedio a los vicios.

     La proscripción, infamia y demás penas, que señalaron juntas con la continua declamación de los PP. de la Iglesia, aún no me parecen suficientes al castigo de maldad tan execrable; porque si ninguno puede compensar la seducción de un solo Ciudadano, �cuanto menos la de todo un Pueblo? Y a la verdad, que no podrían menos los PP. de censurar agriamente la vista de tan obscenos espectáculos, porque mal podían los Gentiles abominar estas supersticiones, si veían que los Cristianos las abrazaban con sus ojos: su concurrencia era una tácita aprobación de su error, una muda recomendación de su falsedad: creían que no reprobaban lo que veían, que no condenaban lo que miraban, ocasionando de este modo dos males: el primero, que los Gentiles no se hiciesen Cristianos; y el segundo que los Cristianos en lo exterior pareciesen Gentiles.

     Lo que sí no puedo percibir es el fundamento de los que prohíjan esta pena, y quieren se comprehendan en ella nuestros Cómicos Españoles. Ciertamente no puedo penetrar, y me llena de admiración, que Autores de buena nota (11) se hayan dedicado a igualar el Teatro de la maldad con el de la virtud, la torpeza con la honestidad, y pretendan interpretar nuestras Leyes (12) con arreglo a las de los Romanos, cuando aquellas de ningún modo pueden gobernarnos. Sin detenernos en que las penales, como odiosas, son de rigurosa interpretación, y otros principios, que podríamos deducir de los del derecho, con sólo reflexionar y meditar algún tanto sobre las circunstancias, nos convenceremos de la violencia con que se extienden.

     Es increíble que un Legislador sabio, celoso del bien de sus súbditos, amante de la virtud y sus atractivos, cuando se propone la reforma de las costumbres, y quiere precaver la corrupción: cuando establece penas contra algunos de aquellos delitos que infestan la Sociedad, pretenda se comprehenda bajo de ellas todos los que no les digan una inmediata relación, y cuya naturaleza sea una misma con los expresos en la ley. Además de inculcarse en los primeros principios legislativos, faltaría al fin de las leyes penales, inventadas no para la venganza, y sí para la reforma.

     Ni es muy dificultoso el desbaratar el fundamento de los que arrastran la pena de la referida ley, hasta pretender se extienda a nuestros Cómicos. Su misma letra nos decidirá, pues se estableció contra los alcahuetes, y todos los que de algún modo concurren a la prostitución de las mujeres; y aunque la misma sienta, que los Joglares deben ser castigados con la pena que refiere, y algunos de nuestros Regnícolas los estiman así fundados en los principios del derecho Romano (13); pero otros juiciosos en examinar las razones de aquel, el sentido de ésta, y cuanto exponen las decisiones de la Iglesia, no pueden acceder a interpretación tan violenta (14).

     Acaso el cuidado con que en todos tiempos y legislaciones se procuró obviar los incentivos de la deshonestidad, fue un otro principio no menos poderoso para que se adoptase este modo de pensar, y seguramente no recelaríamos abrazarle, si en esta parte y caso no nos contrariásemos a una sentencia del mayor peso (15), y que parece se dijo terminantemente por los Cómicos Españoles, y sus representaciones estimadas como indiferentes (16), cuando no interviene algún exceso por la incongruencia del lugar, o tiempo, o por razón de la torpeza de la materia representada con modos y trajes disolutos; pues en aquel caso, y no inculcándose en estos vicios, deben los Gobiernos permitirlas, y autorizarlas en alivio y delectación honesta del alma.

     En vista de esta doctrina, quizá nos será de muy poca fuerza para persuadir a nuestro favor la ilación que propone un excelente práctico (17), haciéndose cargo de la expresada ley, que precisamente juzga concebida en el mismo caso que las de los Romanos, y por consiguiente sólo concluyente contra los Histriónicos Escénicos, que por vil precio exponen sus cuerpos, representando torpezas inhonestas: Ca estos a tales, pues que sus cuerpos aventuran por dinero en esta manera, bien se entiende que harían ligeramente otra maldad por ellos.

     Cuando la aplicación de esta parte de la ley no nos decidiese, no podíamos negarnos a esta verdad, afianzada por el mismo lleno de sentimiento, al ver fue preciso que la Iglesia reiteradamente promulgase para precaver las obscenidades y torpezas de los Histriones diferentes penas (18); y a la verdad no con menor fundamento que los Emperadores, al oír que estas fábulas, llamadas por los antiguos Planipedes, se representaban, y describían acciones indecentes meneos lascivos y desvergonzados, lo que no puede decirse con verdad de nuestros Teatros; en este concepto parece de manifiesto, que las autoridades referidas en prueba de la infamia ninguna fuerza dicen, no verificándose las circunstancias en que se irrogó; y además de ser de mayor peso las que persuaden lo contrario, lo son igualmente las reflexiones a que dan lugar.

     Los Legisladores siempre miraron y deben mirar el establecimiento de las leyes penales como uno de los puntos maestros de sus obras. El más difícil a la práctica, y que casi nunca se desempeñará, por mayor que sea el esmero y conato. El corazón del hombre, difícil de penetrar, redobla esta dificultad, tanto mayor o menor, cuanto es más o menos sencillo, mayor o menor su duplicidad; y he aquí el por qué son incompletos casi todos los Códigos penales de la Europa (19) hasta nuestros días, y el Romano no el que menos. Yo creo seguramente, que si aún viviese aquel Imperio, condenaría con la mayor severidad los juegos de sus Teatros, si perseverasen en aquel estado que ocasionó las decisiones expresadas; pero no con la pena de proscripción, e infamia, sin echarse sobre su reputación y gloria una fea mancha. No ciertamente: aquellos sabios Filósofos, que habrían adelantado hasta el último punto esta facultad, no incurrirían en éste, llamémosle error filósofo político. Un pueblo libre, un pueblo acostumbrado a subyugarse todas las naciones con el escudo del honor, �privaría a sus ciudadanos de un derecho que hacía toda su gloria? �No juzgaría era una mayor pena que la de la vida en otras naciones? Era preciso que colocasen la representación a la par de los delitos de lesa majestad; en cuyo caso, y entre los Romanos, juzgo sería una pena, no en el todo congruente a la naturaleza del delito, aunque algún tanto acomodada a las circunstancias y sentimientos de sus súbditos, prevenidos y preocupados por el honor.

     Si descendemos a nuestra España, además de que en ningún tiempo, se conoció una decisión positiva por la infamia de los Cómicos: aun conocida, �sería adoptable a las circunstancias de nuestros días? Claramente se convence la considerable mutación que sufrió el Teatro. Ya no se verifican aquellas circunstancias por que los Lacedemonios prohibieron las Comedias, y las obras de Archito, obviando la seducción de los jóvenes (20), ni nuestros Cómicos se asemejan a los Farsantes que Platón juzgó debía desterrar de su República (21). Me explicaré con más claridad, para que se pueda hacer un cotejo. Esta clase de Farsantes tenía varios nombres (22): había Histriones (según Rabisio), Timélicos, Etólogos, Cîronomos, Rapsodos: había representación de Comedias y Tragedias, y de Mimos, que eran unos Entremeses de risa; pero con grande disolución y lascivia. Había representación de Bailarines, Pantomimos, que representaban al vivo las acciones por feas que fuesen, como se dice de Telestes, que delante del Rey Demetrio danzó el concúbito de Marte con Venus con tanta propiedad, que le dijo el Rey: Haces, amigo, tan al vivo esa representación danzando, que me parece lo estoy viendo y oyendo a los mismos Dioses (barbaridades que representaban en honor de sus falsas deidades). Había otra representación de Músicos, que imitaban y hacían al vivo cualquiera acción sin escrúpulo alguno con su varia y dulce armonía de instrumentos musicales. En fin, cosas como representadas por Gentiles, no, por Cristianos. Cotéjese ahora, y se verá que ya no es éste una escuela de obscenidades y torpezas: ya no reinan en él los vicios feos: ya no se inspiran más que sentimientos de honestidad y patriotismo: el premio de la virtud y castigo del delito: la sorpresa que pueden padecer las cabezas supremas del Gobierno por el cohecho de sus subalternos ya no les es desconocida. La veneración y estima de los que se distinguieron por sus hechos representadas muy al vivo, excitarán forzosamente en los espectadores aquel amor santo de gloria, que bien dirigido el es alma del Estado. En fin, �qué Madre, aunque la más incauta, desconocerá los falsos pretextos con que se intenta seducir a sus hijas, cuando la representación le enseñó los maliciosos inventos de que se sirve el alcahuetismo?

     Repito, pues, que aun conocida, de ningún modo debería extenderse a los Profesores Cómicos de nuestros tiempos: cesó la razón de la ley, cesó su fuerza.

     Si la pena supone delito: si la gravedad de aquella debe decir relación a la naturaleza de éste: si debe tener una estrechísima conexión con él, �cómo puede castigarse con la infamia una acción que no sea delito? �Una acción, que cuando no virtuosa, por lo menos es de sí indiferente (23)? �Será reprehensible y digno de castigo aquel que por su profesión está obligado a despertar en el corazón de los Ciudadanos un noble y generoso entusiasmo de honor, el horror al vicio, el amor a la virtud, la estimación real de las acciones de los hombres, a conversar delante de las gentes del mayor respeto, pintar las pasiones, ensalzando las buenas y vituperando las malas, mover, enternecer, admirar e instruir a su siglo?

     No, ciertamente, no pensaron así ni nuestra legislación y sus Comentadores, ni nuestros Tribunales, ni nuestros Monarcas, ni hasta la misma Cabeza de la Iglesia. La misma ley, que es el escudo de los que insultan la profesión, les enseña un sentir todo opuesto. Declara infames a los que vilmente exponen sus cuerpos a la lucha de las flechas; pero aquellos, que las acometen en demostración de su valor, y para ostentar su fuerza, non sería infamado por ende, ante, ganaría pre de hombre valiente e esforzado. Si cotejamos los Cómicos y su profesión, con estos, deduciremos que los unos exponen su vida al mayor riesgo, y que los otros consagran la suya en bien del público, y en desempeño de dos objetos los más nobles: luego si aquel cuando lucha virtuosamente y sin interés, no incurre en la pena expresada, �cómo la incurrirán estos, que además de observar la mayor honestidad, decencia y gravedad en sus representaciones, se proporcionan a la instrucción del Pueblo con pretexto de entretenerle, y sin riesgo ninguno de su vida? Si ninguna acción virtuosa, aun cuando se exponga la vida, es infamante, �cuanto menos la que no la expone (24)?

     No es la primera ocasión en que nuestros Tribunales, y sus sabios Ministros, bien instruidos de las doctrinas referidas, declararon en juicio contradictorio la recta inteligencia de tan decantada decisión. No podían ignorar que la infamia priva al infamado y su descendencia de todo derecho de Ciudadano, le inhabilita para la obtención de empleos municipales, a la sucesión de los mayorazgos, &c. y sin embargo a los Cómicos se les confieren aquellos (25), aun en nuestros días, en que se pretende dar tanta extensión a la ley, y a sus hijos se les declaró legítimos sucesores en Mayorazgos, cuando su nacimiento no les inhabilita por otra parte (26). Así lo estimó el Supremo Consejo de Castilla: así lo declaró la Majestad del Señor Don Felipe V, en vista del informe pedido al Consejo, mandando se llevase a puro y debido efecto la ejecutoria ganada en aquel Supremo Tribunal.

     �Pero qué más? �qué otra prueba de que nuestras Comedias no pueden compararse, ni dicen relación alguna, ni conexión la más mínima a las que prohibió en los primeros siglos la Iglesia? �a aquellas contra que declamaron los antiguos Padres? �Ah! �Es creíble que si nuestra representación fuese inhonesta, torpe, obscena, y cual la pintan los Sagrados Cánones: si fuese tal que los Representantes se hiciesen reos de aquellas severísimas, aunque justísimas penas, a que les condena la Disciplina Eclesiástica: �es creíble, digo, que la sabiduría del Señor Benedicto XIV, hubiese condescendido en que el Cuerpo de ellos se erigiese en Hermandad bajo el patrocinio de nuestra Señora de la Novena (27)? �que les concediese un crecidísimo número de indulgencias y de gracias? �Podía ignorar eran unos miembros secos, inficionados y separados del gremio de la Iglesia? �que no podían congregarse, ni entrar en ella? �que no sólo estaban incapaces de aprovechar aquellas gracias, sino que eran indignos de merecerlas, cuando su profesión los separa del número de los fieles (28)?

     Aun más, España, nuestra Católica España, y a quien costó tanto dispendio limpiarse de cuanto se oponía a sus cristianísimas costumbres: España, que vio a sus Ciudadanos sembrando la muerte por todas partes, cuando se trató de lidiar con los que turbaban el uso de nuestra amabilísima Religión: España, digo, y su Católico Gobierno �permitirían en su seno una familia irreligiosa, un gremio de carácter torpe y vil? Entonces esgrimió su furor, empeñó a sus súbditos, prescindió de sus felicidades; �y hoy no borraría del número de ellos una pequeña porción de Ciudadanos? �Qué esfuerzo no empleó en aquellos tiempos? y hoy �con qué facilidad no aniquilaría las Compañías Cómicas si le fuesen perjudiciales? Consintió en su casi depopulación, y ahora sin privarse ni aun de aquel corto número de vasallos Cómicos, �no procuraría la pureza de las costumbres (29)?

     �Ah! no puedo menos de concluir admirado de la injusticia con que por preocupación se procede con una clase de Ciudadanos tan útiles al Estado. �Ah! no puedo dejar de admirarme al reflexionar la violenta y siniestra intención con que el mal gusto confunde las edades y los tiempos, para prohijar y torcer vilmente las decisiones justamente dictadas contra la lascivia de los primitivos Teatros y sus obscenas representaciones. �Y en nuestros días quedará impune la calumnia? �La arrogancia con que se violenta la ley, y por lo menos tácitamente se declaran los libelos infamatorios contra su justa inteligencia, manifestada en la práctica de los Tribunales Reales, declaraciones y Bulas Pontificias, quedará impune? Esto sería alarmar el vulgo, y darle apoyo a favor de los vicios que le dominan, y que les muerde verse zaheridos sobre el Teatro. Manifiéstese su objeto, y cederemos a esta preocupación, cuando hayamos entendido el sistema que se propusieron los Gobiernos en autorizar las representaciones.

     Con el mayor, estudio procuraron siempre los Gobiernos prevenir las voluntades de los Pueblos y sus inclinaciones, dirigiéndolas hacia aquel género de disciplina que era más acomodado a su situación y costumbres. Los Griegos y Romanos, diestrísimos en penetrar el corazón humano, de tal modo adelantaron este estudio, que jamás en sus urgencias necesitaron apelar a la fuerza para obligarles a los oficios que exigía la constitución. Cuando el patriotismo de algún Ciudadano proyectaba una alteración considerable, primero cuidó de que la elocuencia deladease hacia su intento unas voluntades, que quizá resistirían a la fuerza, y así prevenidas, no podían rechazar resoluciones, cuyas ventajas se habían pintado bajo el mejor aspecto.

     Como el efecto acreditase lo sabio de esta conducta, se adoptó en todos tiempos casi respecto a otros tantos objetos, cuantos eran los que podía abrazar un vasto Gobierno. Se trataba de empeñar el espíritu de los Ciudadanos en alguna empresa grave: los Oradores tomaban a su cargo realzar hasta el último grado la gloria del heroísmo, la satisfacción de los que se distinguían en sus acciones, y el honor que resultaba a su posteridad. Las Tribunas de Roma sentían sucesivamente los perjuicios y ventajas de alguna constitución; y primero que el suceso las acreditase, poseían el corazón de aquellos mismos, que no prevenidos, quizá las repelerían con todas sus fuerzas; mas se las dio un mayor realce cuando se trató de reformar las costumbres. El hombre arrastrado de sus pasiones por una parte, y por otra necesitado a buscar en el entretenimiento el descanso de su espíritu, abrazó con gusto todos aquellos que le lisonjeaban algún tanto. El Filósofo, que procura dirigir como por la mano, y encaminar hacia la virtud las acciones humanas, no despreció estas sus bellas disposiciones, y avalorando ocasión tan oportuna, creyó unir felizmente lo útil a lo dulce: instruir y deleitar dos extremos sumamente necesarios a la constitución de la Sociedad y felicidad del Estado. Uno y otro se propuso cuando la Comedia disfrazó para nuestra instrucción y diversión la razón en ridículo. Así nos enseña el horror al vicio, el amor a la virtud, el aplauso de las acciones heroicas, y al mismo tiempo nos instruirá en las reglas de equidad y pundonor, en las máximas más justas y equitativas, y en todo género de doctrina sana y buena; esforzando tanto más nuestro corazón, cuanto se les hacen más sensibles los objetos, que a un mismo tiempo recibe con más sentidos. Aun juzgo pueda sostenerse, que el Teatro es una escuela pública, donde con pretexto de entretenimiento asiste toda clase de Ciudadanos a recibir lecciones de conducta; pues siendo la representación de una acción que instruye y entretiene al espectador, tanto por la variedad de acontecimientos, como por el carácter, costumbres y conducta de los personajes, se sirve el Teatro de la malicia humana para corregir los vicios de otros, como la punta del diamante para pulir el diamante (30).

     Ya preveo parecerá escandalosa esta proposición, y que será recibida como de un hombre preocupado. Autoridades, reflexiones, raciocinios, todo, todo se empeñará contra este escrito, que dirán lleva en su frente el carácter de seducción, y quizá no faltará algún fanático que le crea delatable. Mas juzguemos imparcialmente, y sólo por la verdad. La Cabeza suprema de la Monarquía, el Rey, el mismo Rey, �no halla allí un hombre, que le representa, que le presenta su oficio Real, los límites de su potestad, su conducta para con sus vasallos? �pues que de instrucciones no le proporciona para conocer las adulaciones y lisonjas? Unas veces le manifiesta las fingidas cautelas con que se procura desvanecerle la verdad: otras le hace ver como se intenta prevenirle en favor de alguna injusticia: ya inclinándose hacia sus pasiones, se proponen sacrificar todos aquellos que por su arreglada conducta, cuando debían ser el espejo de ellas, se le pintan como fiscales los más crueles: ya sembrando en su espíritu la cizaña más pestilencial, se le decide, a pesar de sus sentimientos naturalmente rectos, hacia alguna iniquidad. Hasta se le convence, que aquel vasallo, en cuyo corazón reina el patriotismo, el amor a la fidelidad de sus Conciudadanos, es un usurpador de la regia autoridad: después se les disfrazan las necesidades de la Corona, aun las más superfluas, como indispensables a sostener el decoro regio, para que no recele recargar a sus vasallos. En una palabra, le da importantísimas lecciones acerca de todos los vicios en que puede incurrir: del modo, medios y estratagemas que sus validos emplean para seducirle. �Pues qué diré cuando se propone enseñarle un justo medio entre la liberalidad y la avaricia, entre la crueldad y la blandura?

     Si desde aquí descendemos al Ministro, y desde éste al más ínfimo de los que administran justicia, todos pueden aprender y aleccionarse por el ridículo que se esmera en proponerles la exactitud en los deberes de su encargo. �Más que mucho, cuando la Comedia es imitación de las costumbres, imagen y semejanza de lo que pasa (31)? El señor, el pobre, el padre de familias, el hijo, el amo, el criado, desde el mayor al menor de todos los Ciudadanos, a todos se presentan las más sanas máximas de la filosofía, ya dirigiendo hacia la virtud las acciones privadas, ya encaminando las públicas en pro de la Sociedad.

     Objeto digno, y objeto a qué debe proporcionarse el Poeta, distinguiendo las edades, partes y propiedades. No en todas las Naciones son unas mismas, ni en todos tiempos: las costumbres varían según la edad y naturaleza. El joven es de suyo más inclinado a la lascivia: la cólera y animosidad le son como innatas: la profusión y gasto hacen todo su apetito; y en fin se deja llevar más bien tras de la honra que de la utilidad. Es fácil en creer, incauto, bufón, y entregado al placer, con un entero olvido de lo por venir. El viejo por el contrario, se deja dominar de la avaricia: la poca esperanza, cautela, timidez, mala condición y jactancia, son las pasiones que avasallan su espíritu y que le arrastran. Aun el más depravado ostenta ser un Catón en sus sentencias. Pero el Poeta Filósofo, manejando con destreza todos los resortes del espíritu, como que se apodera de él, y acierta a dirigirle hacia el camino recto de que se separó, le introduce en la senda de la virtud, tanto moral, como política, discurriendo por las condiciones de todas las naciones. El Portugués, el Castellano, el Francés, &c. cada uno piensa de su modo, y se entrega enteramente a aquel género que podemos llamar genial a la nación, y que si no pareciese satirizábamos, nos detendríamos a describir por sus costumbres, y por las pasiones y afectos de su ánimo: trabajo a que se sujeta el Filósofo en sus Comedias.

     No dejo de preveer y esperar una objeción, a que por cuánto no me aparta de mi argumento, responderé con la misma prontitud que recorrí los vastísimos objetos propuestos en esta mal acabada producción. Bien conozco (32), que la mayor perfección del Poeta y Representante consiste en la más perfecta imitación: que con cuanta más finura se imiten las acciones malas, tanto más se radicarán las malas costumbres, damnificarán la República, y serán de peor ejemplo: que con la mayor viveza se representan en el Teatro el ladrón, el homicida cruel, la alcahueta, el joven vicioso, el perjuro, el Rey tirano, y cuantos delincuentes conoce la República. Pero la conclusión de la fábula, nos enseña su desastrado paradero, como responde Aristóteles en su Poética, el mal fin en que paran, los castigos que el Cielo les preparó y desastres que le sobrevienen en el discurso de su vida. Al modo que la virtud, el buen ejemplo, los sentimientos rectos despiertan en el corazón deseos virtuosos, así la fealdad del vicio, su castigo, y término funesto de los delincuentes, apartan de los caminos que les condujeron al precipicio. Bueno y malo concurren a la instrucción: el uno con la gloria que alcanza la virtud: el otro con el temor y castigo que se impone al delito. Aquel me llega a su trato: éste me aparta: el buen ejemplo del uno me inspira su imitación: los infortunios del otro, aborrecimiento; y en este contraste de afectos, sirven igualmente y procuran la felicidad de sus Conciudadanos.

     Tal es la materia y fin de la Comedia; y aunque su forma parecía no muy extraña a este lugar para prevenir las faltas en que se puede incurrir, como en nuestros días cuida celosamente nuestro sabio Gobierno de que no se represente alguna en quien no concurran las circunstancias que puedan y deban calificarla de un poema arreglado, me eximo de decir cosa alguna en su razón, y consiguientemente de descender a una exacta pintura por menor, satisfecho de que pues ella en sí misma es indiferente, y su fin el más útil al Estado, su representación no puede vestirse de un otro carácter, cuando los que las desempeñan observen exactitud y regularidad, decencia y recato: cuando, en una palabra, reine siempre en el Teatro una conducta todo opuesta a la que tan justamente afean los PP. de la Iglesia.

     En este lugar no me creo dispensado de avalorar cuanto queda dicho, para que sirva de confirmación, y afiance lo infundado de la calumnia contra una clase de Ciudadanos acreedores a la mayor estima; y prescindiendo de lo moral, aplicándonos sólo a lo político, y desempeño de su ejercicio, repetir, que cuando concurren en ellos las circunstancias de honrados y buenos Representantes, se les debe de justicia nuestra estimación, lejos de tener derecho a insultarles impunemente de un modo infamante.

     Cualquiera de estas discusiones confieso exceden mis fuerzas; y aun cuando no fuese así, quizá no las comunicaría todo aquel calor, fuego y actividad de que es susceptible mi espíritu, por ser en las que más puede zaherírseme de preocupado y prevenido por el amor propio. Mas como siempre reina en él la augusta verdad, todos mis sentimientos no pueden prescindir de norte tan noble, aun cuando tanto se interesa este último en manifestar no ignoro mi obligación por una parte, y por otra en la satisfacción que debería resultarme del logro que solicito.

     Aun en esta ocasión no podemos apartarnos de los mismos Griegos y Romanos, que nos sirvieron de guía hasta el presente, aun en aquellos mismos lugares que fortifican a los Anti-Cómicos, y que quizá no penetraron muy bien. Permítaseme esta expresión, pues aunque jamás fue mi ánimo ofender a nadie, ni formar una sátira, y sí sólo una demostración, o manifiesto apologético, no puedo menos de explicarme así, cuando reflexiono parece sepultan en el olvido, y sienten que entre aquellas naciones fuese igualmente que en todas las cultas uno de los ramos de policía el arreglo del Teatro: yo no sé si me resolvería a avanzar esta proposición, si no hubiese meditado son concluyentes en mi favor cuantas decisiones se pueden recoger del derecho Romano en esta materia. No creo tiene otro objeto el mandar se guarden los entretenimientos públicos, ejecutados con la moderación y correspondiente decencia (33), que los Jueces las protejan y presencien (34). La proscripción, la infamia y demás penas que sufrieron los Representantes, es muy cierto no tuvieron otro principio que la desobediencia a tan sabias decisiones (35).

     De aquí concluimos la exactitud y regularidad que deben observar los Cómicos en sus representaciones, y jamás, aun cuando su carácter pueda recaer sobre algunos de los Espectadores, jamás, digo, puede permitírseles se propasen a señalar con el dedo (36); bien que no estamos en este caso, ni en aquellos tiempos en que para dar más fuerza a la representación (37) se tomaba por disfraz o máscara el mismo semblante del Héroe o sujeto que se representaba. Hoy su estudio está ceñido a manifestar vivamente con la parte muda aquellos sentimientos, que en la misma situación explicaría, revistiéndose unas veces de amor, de odio otras, de cruel ahora, ahora de humano, y así sucesivamente en cuantos caracteres es encargado de desempeñar, porque la acción es el alma de la oración (38), y el modo con que se pronuncia poderoso a producir un efecto calificado, inspirando en el corazón la viveza de los sentimientos que se refieren vivamente, o por el contrario. La razón, aun la más fuerte, decae de su vigor, cuando no se ayuda con la animosa acción del que la dice. Así al tiempo mismo que la voz esfuerza el corazón de los Soldados, �con qué viveza no debe el Cómico estampar en su semblante la más menuda de las gesticulaciones, que en igual ocasión emplearía el Capitán, sirviéndose y ayudándose con todas las partes de su cuerpo? �Pero que sensación producirá si se encuentran las acciones con los sentimientos? �Si se muestra soberbio el que debe ser humilde, triste el alegre, benigno el cruel? �Si el Rey no se reviste de majestad, de autoridad, de soberanía, de poder, y el súbdito de demisión, humanidad y obediencia? Estas menudísimas particularidades, estas que alguno juzgará despreciables, estas son las dotes que califican a los buenos Representantes, y por la que merecen nuestra estimación, por las que son acreedores de justicia a la mayor consideración del Público.

     Ahora quisiera no se opusiese la brevedad que me propuse a detenerme en analizar muy por menor todas las partes de la representación, y de cada una de ellas deducir por consecuencia la que es forzosa a vista de las ventajas que nos ofrece el perfecto desempeño de los Representantes, por si conseguía la gloria de que se hiciese justicia a su profesión. Cuanto es mayor la delicadeza del arte, tanto mayor debe ser el aprecio de sus Profesores, que a sí mismo debe proporcionarse a las utilidades que puede, o se propone producir. El Cómico (quien mereciere este nombre quiero decir) para, desempeño de su obligación, ha de estar adornado de ingenio y de entendimiento nada vulgares: sin memoria y ejercicio de la comprehensión no podrá vivificar lo que representa. �Cómo será fácil dar viveza a las ideas, si es incapaz de poseerse de ellas? �Cómo persuadirá, aun repitiendo el papel más excelente, si no penetra tan vivamente su sentido, que supla las expresiones en caso de faltarle? �Cómo se revestirá del carácter proporcionado sin discernimiento, y le explicará con la acción, el movimiento, y la voz o cadencia cómica, que debe trasladar al ánimo más que perceptible el concepto, distinguiendo por la asonancia las partes de la oración, para que lleguen bien discernidas al entendimiento, y se imprima en la voluntad del que oye (39)?

     Si me esfuerzan y animan a la defensa de la patria, del honor, a la gloria: si en mi espíritu débil intentan levantar un muro inexpugnable del Estado: si me convencen de que mi vida y sus acciones, tanto públicas, como privadas, no son conformes a la moral y a la política: en una palabra, si de un Ciudadano perjudicial forman un Ciudadano útil, desterrando de su corazón los vicios, y aposentando en él la virtud, �qué merced, qué premio, qué gloria no les es debida?

     �Quién podrá conciliar conductas tan opuestas? El Orador Sagrado y Profano merece el mayor aplauso: aquel cuando logra mover los corazones de sus oyentes de un modo, que les hizo amable la virtud; y éste cuando persuadió con tanta vehemencia, que los jueces se decidieron por la justicia de su causa. Y el Cómico, que quizá desempeña mejor estos objetos, y logra más bien el fin, �ha de ser infame Histrión, vil Scénico? A la verdad no alcanzo como en un mismo género de causa aquel se adquiere la estimación, el aprecio universal, y éste el desprecio, la nota de vil, sólo porque es fiscal de los vicios y su declamador, bajo el nombre de Representante o Cómico. �Nombre infausto! Nombre que por sí sólo se atrae la infamia, pues no se halla otro principio, ni otro delito de donde pueda proceder. No de las personas que representa, pues aunque sostenga la acción el carácter más vil, siempre recae sobre uno de aquellos sujetos mas distinguidos en proporción al género de la fábula. �Ojalá no nos enseñase la historia ser estos en quien ordinariamente dominan los vicios más feos! No de lo que ejecutan, pues instruyen con sentencias las más escogidas: se sirven de la sátira para reprehender: aprovechan las reflexiones morales, para despertar en el corazón los sentimientos más rectos: vivifican las acciones grandes y virtuosas: deprimen y vituperan las malas y nocivas. No de que esté vinculado a la representación su sustento, porque no es desdoro vivir de su sudor y de la paga de su arte. Tantos otros Profesores en materias mecánicas son acreedores a cobrar sus trabajos sin incurrir en infamia, aun cuando son, de puro lujo, de poca necesidad, y de ninguna utilidad; �y serán de peor condición aquellos a quien la patria fía la corrección de las costumbres?

     Decidámonos hacia la verdad, y júzguese ahora imparcialmente, si las razones expuestas exigen con justicia nuestra estimación hacia un arte (40) en que tanto interesa todo el género humano, y hacia sus Profesores; y cuando no sean suficientes, pasemos la vista por los Fastos de las demás naciones de la Europa, descendiendo desde los Griegos hasta nosotros, y no podremos negarnos sin incurrir en una notable injusticia. Nuestro entendimiento, que ordinariamente halla menos resistencia en los hechos que en las reflexiones, esta vez quizá confirmará con aquellos la moción que siente por ésta. Entre los antiguos comúnmente cualquiera Profesor distinguido en su arte se levantó con el aplauso por su desempeño, y con la estimación general, tanto mayor, cuanto eran mayores los provechos de él; y prescindiendo ahora de los otros, por no ser de nuestro instituto, lo ceñiremos precisamente a los Cómicos, recogiendo alguno de los infinitos testimonios, que nos suministra la historia general.

     No sería difícil abultar este escrito con la aglomeración de pasajes, en nuestro argumento concluyentes, todos en favor de la estimación y aprecio que merecieron entre los antiguos los Cómicos, y que se convence de la eficacia con que se persuadía que los Oradores (41) antes de subir a la Tribuna, se entregasen por algún tiempo a la disciplina de los Representantes, y tomasen de ellos los gestos, acciones, y la pronunciación elegante. Este documento lo observó a la letra el incomparable Cicerón (42), valiéndose de su estrecha amistad con Esopo y Rocío. Aun aquellos frecuentaban el foro para perfeccionarse en la representación con sus gracias y elegancias. De los mismos Esopo y Rocío nos consta, particularmente cuando oraba Ortensio (43).

     Si los efectos conducen al conocimiento de las causas, nos convenceremos cuan proporcionada era entre los Griegos la estimación de los Representantes eminentes, que entre ellos no sólo no fue despreciada esta profesión, sino que se tenía por muy honrosa y estimable; y aunque podríamos referir multitud de testimonios (44), nos contentamos con uno de mucho aprecio (45). Eschines Orador insigne, competidor grande de Demóstenes, primero que gobernase la República, fue Representante trágico: Aristodemo, que también lo fue, sin embargo los Atenienses lo enviaron con encargos por su Embajador al Gran Filipo: Archias fue General: Esquino y Aristónico Senadores: Nerón representó en los Teatros públicos de Roma (46): Justiniano, Emperador Romano, casó con una mujer del Teatro, a quien llamaron Teodora Augusta, &c. Aun hallamos deposiciones, cuando no más concluyentes, a lo menos de mayor autoridad (47).

     Entre los Romanos en algún tiempo subió a tanta estimación, que la misma nobleza Romana era quien representaba. Muy claramente se infiere, cuando sabemos que los nobles de la República, para aliviar su condición y necesidad a que les había reducido una profusión extremada, se destinaban a ejercer la representación (48). No es menos constante el uso de ella a que Augusto aplicaba (49) los Caballeros Romanos en las públicas y ordinarias, que después se prohibió por el Senadoconsulto (50). De otros varios lugares podríamos deducir el sumo aprecio que merecieron en aquella Monarquía. Se conservan monumentos de que no sólo los Caballeros (51), sino también hasta los mismos Senadores, solicitaban su lado y compañía por la Ciudad, y frecuentaban sus casas como la de los mismos Príncipes, no a escondidas, y por un efecto de desenvoltura de parte de los nobles, como sucede muchas veces en esta Corte, sino porque la profesión del Teatro (en el pie que estaba en aquel País), lejos de derogar la clase de las personas, realzaba su mérito y estimación, y aún se jactaban de ello.

     Las crecidas dotaciones que se señalaban a los Representantes es un otro argumento poderoso a convencernos, y que concluye la estimación que se merecían cuando eran gratificados con sumas inmensas. Y cuando no tuviéramos otros testimonios, los dos solos de Esopo y Rocío, que escogimos ya arriba con otro objeto, nos servirían al presente en comprobación de este hecho, pues del primero se dice, que después de haber gastado sumas considerables en convites y fiestas, dejó a un hijo suyo quinientos mil escudos (52): especie de que acaso dudaríamos, a no saber se presentó en su mesa un plato de aves de canto, y otras de exquisito gusto, porque imitaban el lenguaje humano, que le costó quince mil escudos (53); y del segundo se convence su riqueza, cuando debiendo cobrarse del Pueblo Romano por su ejercicio en diez años ciento cincuenta mil escudos, los perdonó, contentándose con una moderada cantidad (54): prueba de ser cierto tenía de estipendio cien escudos cada día (55); y aun este mismo nos acredita el alto aprecio que merecía su profesión en la República, cuando Lucio Sila, Dictador, le entregó, sin dejar el Teatro, el anillo de oro, y demás insignias de Caballero Romano, y aquel Pueblo le lloró en su muerte con un general sentimiento, conservando su memoria entre los más insignes varones de aquella nación (56).

     Si estos ejemplos, acaso por remotos, y de una antigüedad muy considerable, no nos hacen bastante fuerza, no dejará de penetrar nuestros corazones la humanidad con que se miran los Cómicos entre las naciones nuestras vecinas, y el esmero con que se procuran los adelantamientos de un arte tan interesante a la reforma de costumbres. Buen ejemplo nos ofrecen los Soberanos de Parma y Nápoles: el primero manteniendo a sus expensas una Compañía de personas honradas para la ejecución de las piezas de mérito; y el segundo autorizando y aprobando la erección de un Teatro, a que se dedican los Caballeros de aquella nación (57).

     Ni son menos convincentes los testimonios que nos ofrecen los periódicos de nuestros días (58), haciéndonos ver, que entre las naciones dignas de la mayor emulación por el justo aprecio con que estiman el mérito real e intrínseco de las personas, desatendiendo los dictados y profesiones extrínsecas, sólo se remunera aquel con la más alta estimación. Bien acreditan este particular el féretro de la Odefiel, conducido por la primera nobleza de Londres, y el cadáver de Mr. Henderson, depositado en la Abadía de Westminster, honor debido sólo a los Reyes y hombres distinguidos, que por su raro mérito se hicieron dignos de la inmortalidad, y acreedor a que por subscripción se le erigiese un monumento público, sin que ni a aquella, ni a éste les fuese de obstáculo para recibir estas señales de estimación haber ejercido el arte Cómica. Mas no es mucho, cuando el Teatro ofrece Maestros a los Príncipes, como se verificó con Mr. Seridan padre, buscado en las Tablas para este ministerio, y su hijo para el de Orador del Parlamento en la Cámara de los Comunes. Y por último un David Garik (59), cuya muerte hizo una suma sensación en Londres a su nobleza y plebe, y varios Escritores se emplearon a porfía en escribir el elogio de este Rocío Inglés, mirado por sus paisanos como uno de los mejores Cómicos de su país y aun de su siglo. Era hijo de un Capitán de Caballería y después de haber debido su primera, educación literaria a los desvelos del erudito Samuel Johson, y del célebre Matemático Colson, entró en un Colegio de Jurisprudencia, donde se señaló por sus talentos y despejo hasta el año de 1741, que se dedicó al Teatro, adonde logró tener por su cuenta y dirección cerca de treinta años el de Durilane, uno de los más principales de Londres. Concurrían además en su persona muchas calidades apreciables, por las cuales mereció siempre el mayor aprecio de los Soberanos, y distinción de la principal nobleza, la cual se manifestó bien en su muerte, pues le llevaron con el mayor aparato y ostentación que se podía discurrir (60): enviaron muchos Lordes sus trenes acompañando el entierro: fue enterrado igualmente en la Abadía de Westminster, y le erigieron un magnífico sepulcro: murió de edad de 62 años. Con tan poderoso ejemplo ya no es de admirar la buena armonía observada por las Damas Inglesas en sus concurrencias con las Actrices. Miss Siddons (la más célebre Actriz en lo trágico (61), que se supone haber en Europa), y Miss Crougetht (mujer de un Capitán de Navío de guerra), como otras muchas Actrices, son al presente modelo de educación, de virtud y modestia; por cuya razón se tratan y visitan con las personas nobles, y más decentes de la Ciudad. Lo mismo se puede decir de los hombres. Mr. King Pope, y otros infinitos, por sus talentos, literatura y buen porte, se distinguen en su profesión, y hacen una figura brillante en aquella Corte. Nadie ignora la ejemplar educación que la Reina de Inglaterra ha procurado dar a sus hijas; sin embargo no teme llevarlas al Teatro una vez cada semana, segura de que no verán allí ninguna ocasión de escándalo; pues que el mismo Pueblo bajo no consentiría un dicho obsceno, ni una acción indecente en aquel puesto, y delante de personas tan respetables. De la Francia es bien notorio alternan con personas de la primera nobleza y distinción, que no se desdeñan de su trato y compañía en lo político, mereciendo que su primera educación se les dé en Colegios destinados a este fin.

     Estas lecciones de moderación, que nos suministran las naciones extranjeras, seguramente deben endulzar nuestra conducta respecto de los Cómicos, mayormente cuando nuestro natural por una parte no es de tanta fiereza, que desdeñe lo que aprecian las naciones nuestras vecinas, y por otra no militan las razones que motivaron las decisiones Romanas, prohijadas tan injustamente a nuestra España, y por la que nuestras leyes, aun cuando tuvieran alguna ambigüedad, no deberían declararse por los principios de aquellas, cuando son tan contrarios a nuestro carácter nacional, y cuando las personas más decentes, y de mayor distinción, por modo de diversión, suelen representar en sus casas, sin reparo alguno, infinitos Dramas teatrales.

     A la verdad no sé con que justicia estimamos como infame una clase de nuestros Ciudadanos, a quienes la ley está muy lejos de imponer semejante pena; antes bien la autoriza para reformar las costumbres, para dar públicas lecciones de moderación y humanidad, de patriotismo y de religión.

     Estos objetos, dignos de la atención del Gobierno, y desempeñados en el Teatro, lejos de darnos derecho a infamarles impunemente, nos obliga a mirarles con aquella veneración y estima que profesamos a todas las Escuelas públicas, y casas de enseñanza, en que se procura la instrucción de los Ciudadanos. Con que si la ley no les infama, antes bien les dispensa el favor propio de Ciudadanos, como manifestaron diferentes veces los Tribunales superiores e inferiores, y hasta el mismo Monarca: si el Gobierno los autoriza: si la Iglesia les concede sus gracias: si el beneficio que puede prometerse la nación de su profesión es tan grande, como con menos fundamento se prometieron los antiguos: si las naciones cultas, orientales y occidentales antiguas y modernas nos enseñaron el camino, �por qué el Español afable, humano, modesto, amante de la literatura y artes, ha de infamar y despreciar un arte y unos Profesores apreciables por tan justísimas causas?

FIN

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