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ArribaAbajoCapítulo IX

La leyenda había desfigurado a Rodríguez hasta el extremo de hacer de él un héroe folletinesco y sin arraigo en la historicidad.

Cuando se penetra en su clima moral se encuentra en él un prodigioso aspecto de chilenidad que hace más fácil interpretar las cualidades y defectos.

Hombre de ciudad, Rodríguez se transforma en guerrillero en virtud de su don psicológico, de su fácil asimilación de los métodos necesarios para conspirar. Esta aptitud proviene de su carácter abierto y generoso, de su plebeyismo en que habrá que insistir para comprenderlo.

Su familia pertenecía a las mejores de la Colonia; pero la pobreza y cierta afición a lo popular lo desarraigan algo de su medio natural.

La gente sensata y solemne, que forma la espuma del mundo social santiaguino, lo rechaza con cierto instinto conservador. El abogado busca su ambiente entre los rotos y más tarde junto a los campesinos. Su lenguaje lo asimila fácilmente y esta más bien entre los huasos y los arrieros que al lado de los descendientes de oidores y de cabildantes.

Su estilo epistolar es semejante a su oratoria. Es efectista y pintoresco. Abusa de las comparaciones tomadas de lecturas más o menos extravagantes. Cita a la Biblia y compara a las nubes de una tormenta, dirigiéndose a San Martín, con la columna que precede a los judíos.

En otra carta del 20 de noviembre de 1816, hablando de Marcó del Pont, renueva sus tópicos escriturísticos y dice:

«Como el robusto aliento de la juventud tierna sostuvo los últimos años del viejo David, así mendiga las reflexiones halagüeñas de cuatro o seis moras, para reforzar su espíritu atenuadísimo».



Su carácter se aparta mucho, no obstante sus hipérboles, del engolamiento criollo y del respeto a las tradiciones sociales.

Cuando muchacho se entretiene en asustar a los crédulos esclavos negros y a los rotos milagreros con experimentos más o menos jacarandosos. En la noche colocaba, en compañía de un compañero tucumano, por las ferradas puertas de las casonas santiaguinas velas encendidas y metía puchos de cigarro en las cerraduras de las llaves. Los asustadizos habitantes solían creer que estos puntos luminosos eran candelillas de ánimas o aparecidos.

Los toros y las carreras de caballos lo atraen fuertemente. En el proceso de 1813 se le ve a menudo ocupado en el juego de los trucos o billares y asistiendo a las corridas.

Mientras otros duermen la siesta, él lee o se mete por los barrios en una hora que, según un dicho popular, sólo están despiertos los ingleses y los perros.

Los caballos y las peleas de gallos son otro foco de esparcimiento en la monótona vida santiaguina:

«Las carreras de caballo -dice Samuel Burr Johnston- es una de las diversiones principales de los chilenos, y a ellas concurren hombres y mujeres de todas edades y condiciones, clases y colores. Las grandes carreras se verifican generalmente en un llano que dista como cinco millas de la ciudad y a ellas asisten frecuentemente hasta diez mil almas.

Las señoras van en grandes carretas entoldadas, tiradas por bueyes, y parten por la mañana temprano llevando consigo provisiones para todo el día. Llegadas al lugar de las carreras, forman una especie de calle con las carretas, muchas de las cuales están pintadas por afuera a semejanza de casas, y en el interior adornadas con cortinas, etc. A la hora de la comida, cada familia saca sus provisiones y todas se sientan en el pasto y comen juntas».



Mientras la aristocracia se dedica al «pelambre» o a comentar los últimos sucesos sociales, el abogadito se dedica al franco y apasionado apostar. Nunca su bolsa está repleta y lo poco que gana como profesional se escurre entre los dedos con facilidad.

No conocemos un solo amor arraigado del guerrillero. La mujer lo ocupa mucho, pero no le abre una huella sentimental profunda. Trae de Cuyo a una amiga y es probable que en su compañía viva algún tiempo.

Monsieur Barrère, refiriéndose a los tres hermanos Rodríguez, los califica como «hombres de costumbres depravadas».

En el apoltronado y religioso mundo colonial, este hombre atrevido y lleno de ímpetus primitivos, sugiere ideas abominables. La franqueza suya contrasta con la cuca hipocresía del medio santiaguino, donde tener hijos naturales y amancebarse con las sirvientes revelan un tremendo estigma de los antepasados de la actual oligarquía.

Rodríguez forma una fuerza suelta de la Naturaleza que no se detiene en contemplaciones personales. Barros Arana lo supone un hombre de pocas vinculaciones sociales durante su destierro en Mendoza.

Sin embargo, en el estrecho ambiente santiaguino es un hombre popular. No goza ni busca el apoyo oficial y rechaza las embajadas que le ofrecen. En tal sentido se aparta considerablemente del dicho célebre de don José Joaquín de Mora:

«Todo chileno es enemigo del gobierno, mientras no sea empleado público».



Los defectos de Rodríguez se compensan con su liviano temperamento, su simpatía humana y descontrolada generosidad. No es muy chileno ese aspecto de eterno descontento y de camorrista que ofrece a los partidarios de O'Higgins en los últimos años de su existencia.

Tampoco acepta las reputaciones y prestigios basados en el dinero o en los abolengos comprados. Puede afirmarse que es el primer demócrata sincero que aparece en el mundillo político chileno.

La seguridad con que responde en el interrogatorio del proceso de 1813 y sus particulares ideas acerca de la nobleza significan una intuición admirable que lo eleva sobre muchos de sus contemporáneos.

Este no conformismo lo hace simpático en el pueblo y crea en su torno las leyendas más absurdas y contradictorias. Su imagen genuina se escapa o se deforma entre muchas interpretaciones. No es tampoco un carrerino incondicional; porque opone su individualismo a las ideas absolutistas de esta familia, verdadera tribu oligárquica que malogra el primer período de la Independencia.

Es probable que Rodríguez, como otros patriotas, hubiese bebido sus ideas en los enciclopedistas. Sabemos que también leía a Richardson y El Evangelio en triunfo, de Pablo de Olavide.

Nunca aparece como un hombre religioso; pero no se cuenta entre los ateos o blasfemos. Cultiva la amistad de muchos frailes como el pintoresco cura Uribe, de algunos padres recoletos y los franciscanos por el estilo del reverendo Portus, a quien sugiere empresas revolucionarias en el tiempo de la Reconquista.

Sus hermanos Carlos y Ambrosio se unen a su vida; pero siempre como las comparsas del arrebatado tribuno. Más tarde, en el período de don Diego Portales, Carlos es un ferviente pipiolo y asiste al famoso Parral de Gómez a conspirar contra el autoritario ministro.

La chilenidad de Rodríguez tiene mucha semejanza con la que caracteriza en sus epístolas al ministro de Prieto. Tanto Rodríguez como Portales se acercan al pueblo y pulsan su corazón generoso. Aman la vida de las chinganas y filarmónicas, se entienden con mujerzuelas y prefieren el canto y el baile al romanticismo y platonismo que imperan en las costumbres aristocráticas.

Pocos hombres expresan mejor la desidia del carácter chileno y pocos sienten, en el fondo, un desprecio más completo a sus compatriotas.

Se aproximan también en el dramático fin, acaecido en el camino de Valparaíso con la diferencia de diecinueve años.

Portales supera a Rodríguez en genio político, en sentido constructivo; pero se asemejan por lo escépticos y viperinos para calificar al mundo social santiaguino.

En 1816 juzga Manuel Rodríguez del modo siguiente a sus compatriotas:

«Los chilenos no tienen amor propio ni la delicada decencia de los libres. La envidia, la emulación baja y una soberbia absolutamente vana y vaga son sus únicos valores y virtudes nacionales. No descubren resorte de concentrarlos y moverlos. La nobleza se llena sin protestar su preferencia a los moros, que a vivir con los españoles y se entiesan.

Pero en proponiéndoles un plan o remedio, en presentándoles un hombre, que lo desea, en publicando el enemigo alguna providencia, o tocándole un ministro de la vigilancia, o del gobierno; tiemblan, le besan los pies, dan la poltrona y no perdonan humillación, ni bajeza. El pueblo medio es infidente y codicioso. De todo quiere sacar lucro pronto, en todo meterse y criticarlo. Pero torpemente con borrachera, con desbarato y sin utilidad. Los artesanos son la gente de mejor razón y de más esperanzas.

La última plebe tiene cualidades muy convenientes. Pero anonadada por constitución de su rebajadísima educación y degradada por el sistema general que los agobia con una dependencia feudataria demasiado oprimente, se hace incapaz de todo, si no es mandada con el brillo despótico de una autoridad reconocida. El clamor general de los campos, su pobreza y su desesperación no tienen primeras. Desde el centro de Santiago puede mirarse el estado de todo el reino; nunca se han vendido tantas aves, ni tan baratas como en los dos años que los españoles reposan en Chile y esos bienes llevan la primera estimación de los guasos».



En pocas líneas comprendía su concepto acerca del chileno. En otras partes completa estos juicios con sombríos rasgos.

Las proclamas que redacta pecan de grandilocuencia. Sabe mover hábilmente las pasiones y los intereses de los criollos. Nunca anda por las nubes y sabe colocar firmes sus pies en la realidad.

A las mujeres hay que ganarlas con atenciones y obsequios. A los hombres con dinero y con sentimientos.

El corazón femenino no tiene secretos para él; pero su escepticismo no le permite casarse. Rehuye las cosas delicadas, busca lo concreto e infunde en su prosa tal característica de su espíritu. Una de sus proclamas termina así:

«Los zánganos despejen la colmena al reunirse la diligente abeja».



Acude a lo patético para exaltar el vacilante patriotismo de su tierra:

«¿Qué pared no ha colorado la sangre de sus hermanos? ¿Qué calle no han barrido sus cuerpos exánimes y aún vivos? ¿Cuál de vuestras casas no siente una privación, un desastre y cien millares de negras injurias? Ponedlo enfrente de esta muralla nevada. Hacedlo abrir los ojos hasta donde alcanza la vista. Representadle que muchos de vuestros hermanos se nos separan por la redondez entera del medio globo y el que más inmediato nos tiende las manos al otro lado de tan gruesos montes. Si su sucia indolencia es mayor que todo, si nada le conmueve, tiradlo con desprecio a hartarse de esa cochina vida entre los detestables ministros de sacrificios tan imponentes. Por mí os juro que mientras mi patria no sea libre, que mientras todos mis hermanos no se satisfagan condignamente, no soltaré la pluma ni la espada, con que ansioso acecho hasta la más difícil ocasión de venganza. Os juro que cada día de demora se doblará este deseo ardiente para sacar de los profundos infiernos el tizón en que deben quemarse nuestros tiranos y sus infames, sus viles secuaces»24.



El pueblo bajo conserva hasta hoy el culto de Rodríguez. En esto no obedece a ninguna lógica histórica sino a su instinto certero.

Ve en el tribuno a un amigo, a un bizarro partidario de la porción oprimida de la sociedad. El pueblo lo ayuda y presta estímulo a sus acciones. Un tipógrafo de La Gaceta del Rey cambia las frases, al referir sus hazañas que los realistas pintan con negros colores. En donde decía «madre inmortal» por España pone «madre inmoral», y en la parte en que se baldona al guerrillero como un hombre «inmoral» se coloca la palabra «inmortal». Esto causó el envío del artesano al presidio del Santa Lucía por seis meses.

En otra oportunidad, se prepara el celoso capitán Magallar con sus carabineros para sorprender a Rodríguez, que se halla aislado en la hacienda de Popeta, en el partido de San Fernando. Un vecino de la ciudad, don Manuel Valenzuela Velasco, sabedor de la nueva, se lanza a mata caballo y afrontando molestias efectivas previene al guerrillero de que su vida peligra.

Tales pruebas de afecto significan que el locuaz abogado sabía ganar a la gente con su simpatía y su ingenio. No obstante el pesado ambiente que se forma en su contra en el tiempo de O'Higgins, sabe hacer partidarios, y al arrestársele consigue que, por la noche, lo liberten y recorre sus amistades femeninas.

Hay algo singular y complejo en esta mezcla de contrarias pasiones. Por un lado su plebeyismo, su arrotado temperamento y por otro cierta inteligencia libresca y desenfrenada que llega a lo pedante en múltiples ocasiones. Las grandes frases, las sentencias rotundas y efectistas son de su agrado. Deslumbra a los artesanos y aún tiene mucho partido entre los «pipiolos» y resentidos sociales.

Si vive más tarde, en tiempo de Portales, habría sido uno de los opositores a la política autoritaria del gran ministro.

Rodríguez conocía palmo a palmo los sitios en que se expansionaba el bajo pueblo. En múltiples ocasiones se escurre, disfrazado de hombre del campo o de obrero, entre las «chinganas» y disfruta de los entretenimientos primitivos del roterío.

Las costumbres de ese tiempo aún no se refinaban y eran muchos los caballeros que no se avergonzaban de mezclarse con «chinas» de pata rajada y con niñas vergonzantes que alguna celestina ofrecía con discreción.

No existía la vida galante moderna; pero eran numerosas las casas de trato que se extendían por el barrio de Guangalí o San Pablo, en la Cañadilla y hasta en sitios más centrales. Antiguamente las mujeres públicas se llamaban las «tapadas» o lusitanas porque hubo profusas suripantas que vinieron del Portugal. Los obispos Carrasco y Alday protestaron de sus excesos y procuraron expulsarlas de Santiago. Mas todo fue inútil. Pudieron más los instintos y estas mujeres desarrollaron sus galantes actividades en los días de toros o de carreras, mezcladas entre la concurrencia y envueltas en sus mantos que las hacían tapadas.

Más tarde, en el tiempo de la Reconquista, afluyen cantoneras que seguían a los regimientos y estimulaban las riñas y rivalidades entre los quisquillosos chilotes, los atrevidos chillanejos y los tiránicos Talaveras.

En todo este mundillo pecador y policromo se mueve Rodríguez durante sus incursiones por Santiago. Baila los bailes en boga y es un campeón de la zamba cueca o zamacueca, que acerca al hombre y a la mujer en sensuales y atrevidos movimientos.

Los burdeles de ese período estaban decorados con trapos chillones y con banderolas desteñidas y estropeadas. Pequeñas oleografías y papel de seda ordinario animaban las paredes blanqueadas con cal. Algunos abanicos y quitasoles baratos decoraban los sitios del pecado. En los rincones había rústicas mesas colmadas de botellas de vidrio y de greda con chicha, vino y vasijas con ponche de culén.

El harpa y la vigüela componían la rústica orquesta de tan chillonas expansiones:


¡Huifa, rendija,
me caso con tu hija,
te rajo el refajo
de arriba hasta abajo!



En los pisos de madera se zapateaba hasta que el cansancio rendía, sudorosos y molidos, a los impetuosos bailadores. Los gritos, estimulados por el ponche, quitaban toda poesía a tales arrebatos violentos y lascivos.

-¡Hácele niño!

-¡Voy a ella! ¡Te la gana, polloncito!

-¡Voy a la polla!

-¡Bravo! ¡Voy al gallo!

El guerrillero fue un asiduo de las «chinganas» y la tradición conserva múltiples anécdotas ligadas a este menudo mundillo.

La Cañadilla y Guangalí se exaltaban por las pesadas noches del verano con escenas análogas, cuando Rodríguez asomaba su resbaladiza estampa en la ciudad sometida por San Bruno.

En más de una oportunidad se enreda su mirada felina con el frío y adusto ceño del antiguo fraile, hombre casto y enigmático que esquiva toda sensualidad, pero que controla a los rotos libertinos.

Es probable, por estas costumbres, que muchas de las cualidades de Rodríguez se desgastaran en la frecuentación de los equívocos bajos fondos.

El alcohol y las francachelas ocupan sus veladas, mientras la capital reposa tranquila y los gallos precipitan el amanecer con sus cornetines.




ArribaAbajoCapítulo X

La marcha de los patriotas sobre Chile tuvo un carácter triunfal y se desenvolvió con todo género de facilidades. Las tropas españolas se hallaban divididas y desmoralizadas. Entre los diversos batallones se producían competencias y recelos, que Rodríguez veía venir desde el año anterior. Los Talaveras querían obtener preeminencias en los sitios públicos que causaban mal efecto entre los chillanejos y chilotes. Todo esto no escapaba al criterio de Marcó; pero sus medidas llegaron tarde.

En cambio, las fuerzas patriotas se hallaban electrizadas por un gran ideal y se movían compactamente bajo el disciplinado ritmo dado por el genio militar de San Martín.

El paso de la cordillera constituye uno de los más prodigiosos espectáculos que presenta la independencia americana. La previsión del hombre vence ahí a los obstáculos acumulados por la Naturaleza y a las dificultades opuestas por el enemigo.

El ejército no sólo debía transportar sus armas y repuestos sino conducir los alimentos y forrajes, las tiendas para guarecerse y la leña necesaria al abrigo de los soldados en las montañas heladas.

Muchos expedicionarios se apunaban en las alturas y había que cuidarlos solícitamente, porque sangraban por boca y narices y creían llegada su última hora.

Pero la dificultad mayor consistió en la conducción del parque del ejército, compuesto de dos obuses, una cureña de repuesto, siete cañones de batalla con sus bases y armones competentes, nueve cañones de montaña y cuatro más de fierro.

Entre otros equipajes iban catorce mil pares de herraduras de mula, seis mil de caballo, sesenta mil piedras de chispa, cuatro mil polvorines, cuatro mil rifles arreglados, cinco mil fusiles con bayonetas completas y toda clase de materiales para componer las armas25.

El grueso del ejército avanzaba en formación prudente y disciplinada para evitar las sorpresas y la posibilidad de malograr su eficacia.

En la vanguardia remolineaba la división Las Heras, que tenía por objeto examinar el camino y destruir los destacamentos realistas. Con uno chocó delante de La Guardia el 4 de febrero. Este encuentro revistió un carácter sanguinario y sólo catorce españoles lograron salvarse. La mayor parte fue pasada a cuchillo por los Granaderos, entre los cuales se erguía un original personaje, que el tiempo hace muy célebre, llamado José Aldao o «El Fraile Aldao».

Los planes de San Martín se vieron coronados por un rotundo éxito y muy pronto se juntaban las divisiones patriotas en Los Andes. Unas habían desembocado por Los Patos y las otras por Uspallata.

Con esto la provincia de Aconcagua ofreció sus vastos recursos a los invasores. Los víveres y las caballadas harían posible ahora el desenvolvimiento de las armas independientes.

Mientras los patriotas que dirigía San Martín se abocaban con los españoles en Chacabuco, en el sur se producían otros sucesos en que Rodríguez actúa con eficacia.

*  *  *

Las montoneras de Neira ondulaban con la misma rapidez y maña con que se desenvuelven los árabes en el desierto. Un día se ocultaban y parecían deshechas; pero al siguiente brotaban de nuevo y caían sobre los españoles de un modo fulminante.

Neira manejaba habitualmente unos cincuenta o sesenta hombres resueltos que estaban subyugados por su prestigio. El cabecilla probaba a los iniciados por medio de ritos primitivos y bárbaros. En ocasiones la capacidad de resistencia se manifestaba padeciendo un número determinado de azotes. Otras veces el candidato a montonero tenía que habérselas con el fornido Illanes, segundo capitán de la cuadrilla, y pelear a corvo limpio con éste durante un espacio de tiempo.

Desde noviembre de 1816, Neira no se daba descanso en su tarea de obstaculizar a los españoles. En ese mes, al frente de sus montoneros, cayó sobre la hacienda de Cumpeo y venció con facilidad a sus mal armados moradores.

Los bandidos se sintieron a sus anchas en las casas de esa propiedad. Por un tiempo vivaquearon en sus contornos y celebraban ruidosas comilonas, disponiendo de los vastos recursos que ofrecía. Neira mantuvo como centro de operaciones a Cumpeo hasta que Marcó despacha a Quintanilla con el objeto de batirlo.

El 2 de diciembre destaca una partida de dieciséis tiradores que se mete por un bosque de la hacienda, donde se hallaban refugiados los montoneros. Eran como las dos de la mañana y Neira dormía a pierna suelta, cuando un ruido delata la presencia de los carabineros.

Con rapidez, el cabecilla se interna en lo más enmarañado del bosque, sin tener tiempo de vestirse y abandonando su uniforme.

Por la madrugada, y cuando los realistas creían segura la prisión de Neira, se deja caer con rapidez sobre ellos una veintena de jinetes que venían a rescatar al huaso. Se produjo una serie de tiroteos y de evoluciones en que los montoneros no afrontaron el peligro de un combate abierto. Entre gritos y balazos, acabaron por disolverse en las serranías, dejando cuatro prisioneros en manos de Quintanilla.

Los cuatro guerrilleros que fueron fusilados se llamaban Pablo Valdés, Nicasio Escobar, Tiburcio Torrealba y José María Muñoz, perteneciente a las milicias de Mendoza.

Las cabezas de las víctimas fueron cortadas y se las clava en una picota en Curicó.

Tal era la sombría figura de Neira. Vengativo y cruel, no siempre respetaba a los patriotas y en ocasiones lo movía el deseo de lucro y de saqueo. En una oportunidad había salteado, en compañía de cuatro bandidos, el rancho de un modesto campesino llamado Florencio Guajardo, que vivía en compañía de su mujer. El paisano, al sentir el ruido de los asaltantes, apagó el candil, se apercibió a la defensa con un buen garrote de algarrobo y un chuzo. Al primero que entró a su cuarto le rompió una pierna de un chuzazo. Mientras los otros compañeros sacaban al herido, Neira se metió en la pieza dispuesto a ultimar a Guajardo. Este era un hombre ágil y robusto. Dio otro chuzazo a Neira y le agrietó el cráneo, dejándole una cicatriz que siempre conservó. El bandido perdió el conocimiento y Guajardo pudo huir de sus iras.

Pasa el tiempo y Neira se repone. Un día en que se topa con Guajardo lo hace rodear por sus parciales y le comunica que su último momento ha llegado. Guajardo se exalta e increpa duramente a Neira.

Un soplo magnánimo y caballeresco alumbra el alma primitiva de Neira.

Al ser enrostrado por Guajardo de que no era ninguna hazaña atacarlo con tanta gente, el guerrillero le pasa un sable y él toma otro.

Por algunos minutos se cruzan violentas estocadas y la suerte vuelve a acompañar a Guajardo. La cara de Neira queda marcada nuevamente por un ágil pinchazo de Guajardo. El huaso siente que está ante un hombre y abraza a su contrincante. Lo deja en libertad sin hacerle ningún daño.

Más tarde se encuentra Neira con el patriota mayor Borgoño, que era uno de los agentes de San Martín en Talca. Sabedor el militar que las tropas de Freire habían cruzado la cordillera, salió ocultamente de la ciudad para ir a juntarse con ellas en la montaña.

La banda de Neira rodea sorpresivamente a Borgoño y lo señala de realista. Por algunos minutos el bandido piensa en fusilar al oficial talquino; pero lo vence la serena energía de éste. Cuenta más tarde Borgoño que Neira se había prendado de su casaca militar, objeto muy codiciado de los montoneros. Faltó muy poco en ese momento para que la rapacidad del merodeador no privara a la patria de uno de sus más efectivos servidores.

La codicia llevó a la ruina a Neira. Cuando Freire ocupa Talca, después de la batalla de Chacabuco, siguió el huaso su vida de asaltos y depredaciones como si aún viviera en el tiempo de la reconquista española.

Un día lo llama el jefe patriota y le echa una reprimenda picantísima. A los pocos días, Neira se deja caer sobre la casa de unas mujeres indefensas y procede a robarlas y violentarlas.

La noticia llega a Talca y salen varias patrullas en su persecución.

El feroz bandido tiene que rendirse a las armas de la Patria, y con centinelas de vista es encerrado en la cárcel de la ciudad.

Un consejo de guerra lo condenó a la pena de muerte. A la madrugada del día siguiente unas cuantas detonaciones indicaban a los talquinos que la Patria hacía justicia por parejo.

El fusilamiento del incansable guerrillero serviría de lección a todos sus discípulos de los cerrillos de Teno.

Años más tarde don José Miguel Infante, en El Valdiviano Federal, lo llama «el Viriato chileno».

*  *  *

La suerte no es propicia a otra de las figuras de la Patria Vieja. Don Francisco Villota era un acaudalado joven, hijo de un español que abrazó con fervor la causa de la independencia. Siempre estuvo su bolsa abierta a los guerrilleros y en una ocasión le entrega cien pesos a Juan Pablo Ramírez. Este caso fue conocido por los españoles y acrecentó la gravedad de las inculpaciones hechas a Villota. En tales circunstancias tiene que escaparse para la otra banda a fines de 1815. Permanece un tiempo en Mendoza, donde San Martín le retribuye sus sacrificios, ayudándolo con dinero. El carácter inquieto de Villota no le permite vivir en la inacción y muy luego regresa a Chile, donde tiene conocidos y recursos.

La zona de Curicó estaba gobernada por el capitán don Manuel Antonio Hornas y su mano de hierro hacía sentir a los partidarios de la libertad todos los rigores de un dominio prepotente. Villota se oculta en los cerrillos y se pone en tratos con los cabecillas más conspicuos de los bandoleros. Consigue plata por medio de unas libranzas y muy pronto reúne los medios para armar unos cien hombres.

En su mente había surgido una centellante idea: asaltar a Curicó y destruir las fuerzas de Hornas que oprimían a la región.

Villota era joven y generoso. Su carácter era abierto y tenía muchas simpatías en el contorno, donde se admiraban sus rangosidades y su pericia para montar a caballo. Intimaba con sus inquilinos y bebía con ellos. Por estas razones le fue fácil distribuir entre éstos y en las amistades de los cerrillos algunos sables y tercerolas. El resto se proveyó de garrotes y chuzos. Con tales fuerzas Villota se lanza sobre Curicó, por el lado del oriente, el 24 de enero de 1817.

Una profunda sorpresa desconcertó en un comienzo a los españoles, que no tenían idea de la proximidad del hacendado.

Este se adelantó en un brioso caballo, seguido de sus lugartenientes Juan Antonio Iturriaga, propietario de las inmediaciones, Manuel Antonio Labbé, que en 1816 había pasado dos veces la cordillera, llevando comunicaciones a San Martín, y Matías Ravanales, muchacho de quince años que antes sirvió de correo a los sublevados.

Los españoles se repusieron muy luego y se atrincheraron en las casas del pueblo, desde cuyos tejados hacían descargas cerradas sobre los agresores. Un diluvio de balas espantaba a los caballos de los huasos e introducía el desconcierto en sus filas.

Muy pronto, Villota sintió el fracaso de su plan y dio orden de retirada. Los montoneros se perdieron por distintas sendas, disolviendo sus partidas con el objeto de hacer más fácil la fuga.

Las tropas españolas cogieron a cinco infelices y los condujeron a Curicó con el propósito de ahorcarlos. En el villorrio no había verdugo y debido a esto se les hizo fusilar por la espalda al día siguiente. Sus cuerpos fueron colgados para escarmiento de insurgentes. Los desgraciados se llamaban Isidro Merino, Luis Manuel Pulgar, Brígido Berríos, Rosauro Quezada y Juan Morales.

Entretanto, Villota había dado como voz de orden la de juntarse los fugitivos en su hacienda, desde donde iba a perpetrar otra empresa.

Los realistas se sentían ufanos y aprestaban a la captura de Villota. Con tal objeto salieron ochenta soldados en su persecución: el capitán del batallón de Chillán, don Lorenzo Plaza de los Reyes con 50 hombres de ese cuerpo, y treinta dragones al mando del teniente don Antonio Carrero.

Villota galopaba hacia la hacienda de Huemul, cercana a un bosque y con propicias montañas en la vecindad. Pensaba reorganizar su guerrilla en esa región y ver modo de aumentarla con otras montoneras del campo colchagüino.

Caía la tarde del 27 de enero. Villota y sus parciales se hallaban descansando de sus correrías, cuando un ruido de cabalgaduras los sobresalta. Pronto están encima los españoles y saludan a los campesinos chilenos con una descarga cerrada. La confusión y el desconsuelo aplastan a los curicanos. Varios montoneros caen y las balas llueven. Los españoles son certeros y pronto han volteado a trece hombres de la guerrilla. Villota, aprovechando un instante de vacilación en los atacantes, salta en su cabalgadura, después de dar orden de retirada. Los montoneros escapan por el bosque, mientras su jefe pica espuelas a la bestia. El inquieto animal resoplaba, perseguido de cerca, mientras Villota dispara sus pistolas. La muerte lo acecha muy cerca. De pronto se halla metido en un pantano y es casi imposible salir de las aguas cenagosas. Entonces siente atrás un sordo estrépito, como el de una marejada; pero comprende que sólo es la fatalidad que lo abruma. La tragedia planea sobre su cabeza y al verlo todo perdido, se lanza a tierra, dispuesto a vender cara la vida.

Un soldado del batallón Chillán, que se llamaba Nicolás Pareja, lo alcanza y se le va encima con el fin de ultimarlo. Villota da un grito rabioso, toma su pistola y la emboca al realista. En ese instante se le deja caer por la espalda el dragón Fermín Sánchez y le asesta una cuchillada que, según expresión de un testigo «separó su alma del cuerpo».

Villota fue después salvajemente cruzado a bayonetazos.

Por la noche lo conducen colgado de un caballo a la hacienda del guerrillero Labbé. Era el triste despojo de un cuerpo juvenil donde alentó un poderoso carácter.

Al día siguiente se le lleva a Curicó y lo cuelgan desnudo en la horca, antes de darle sepultura.

El sacrificio de Villota tuvo un corolario semi trágico.

Cuando registran su cadáver, los realistas hallan en una bota un papel del presbítero Juan Fariñas, en que éste le comunica algunas noticias sobre los movimientos de los realistas.

Los españoles apresaron al infortunado clérigo y lo sientan en el banquillo de los ajusticiados. Cuando ya se había dado orden de ultimarlo, se conmueve el jefe de la patrulla encargada de ejecutarlo y le perdona la vida. El modesto cura no salía de su estupor y balbuceaba palabras sin sentido.

Tales son las últimas escenas del período de las guerrillas.

Manuel Rodríguez, sabedor del éxito de los patriotas en Chacabuco, se apodera sin dificultades de San Fernando, a donde penetra seguido de algunos destacamentos de huasos armados. Los hacendados patriotas lo secundan en la persecución de los destruidos tercios realistas. El pánico se apodera de las tropas españolas después de la derrota de Chacabuco. Marcó huye precipitadamente rumbo a San Antonio y es aprehendido mientras se oculta en el bosque de una quebrada. Lo pierde la denuncia de un campesino que siente curiosidad por su figura. Hasta el último momento Marcó conserva su preocupación por la silueta. Lo sorprende el jefe de una patrulla llamado Francisco Ramírez, en compañía del coronel Fernando Cacho, del fiscal Prudencio Lazcano y del inspector del ejército Ramón González Bernedo. También lo acompañaban dos o tres ayudantes subalternos. Marcó tenía el propósito de alcanzar el bergantín español San Miguel, que se encontraba anclado en San Antonio. La fatalidad lo pierde y horas más tarde se halla en presencia de San Martín. Apenas se topa con el general le hace algunas cortesías y le presenta el florete, diciéndole que por primera vez rendía sus armas.

San Martín le responde irónicamente:

-Si he de poner ese espadín donde no pueda ofenderme, en ninguna parte estará mejor que en el cinturón de su señoría.

El regocijo y el jolgorio animaban la capital. Las turbas saquearon en el primer momento la casa de los gobernadores y destruyeron una galería en que estaban los retratos de todos los capitanes generales españoles. La confusión y el desconcierto habían aleteado sobre Santiago mientras lo abandonaban los desmoralizados españoles. Éstos huían botando las armas y en la confusión nocturna algunos disparaban sus fusiles sembrando de alarma los arrabales y campos vecinos de la ciudad.

En la hacienda de Chacabuco se había tomado a San Bruno. Hasta el último se mostró valiente y fue arrestado mientras iba a encender la mecha de un cañón para disparar contra los patriotas. También se apresó al sombrío sargento Villalobos, autor de los crímenes hechos en la cárcel de Santiago, quien fue reconocido días más tarde.

El éxito de la causa independiente era completo. Mientras Rodríguez abusa de su poder y comete algunos excesos en la región de San Fernando, cuya costa hace amagar por las patrullas que persiguen a los españoles escapados hacia el sur, en la capital se da un golpe de gracia al realismo. Marcó está prisionero en el edificio del Consulado, de donde sólo va a salir al confinamiento y a la muerte en la Argentina.

San Bruno es fusilado en la plaza de Santiago, cerca de la ominosa horca donde colgaron tantos cadáveres de patriotas. Sus decisivos instantes demostraron un valor inquebrantable. Antes de morir se confesó devotamente y miró con fiereza, por vez última, a la ciudad que otrora lo contempla omnímodo. Llegado al sitio del suplicio, se le amarra al banquillo y se le dispara por la espalda. Una bala mató antes a uno de los espectadores de la ejecución. La sangre y la fatalidad acompañaron hasta el final al capitán de los Talavera.

Las rezagadas guerrillas de Colchagua no supieron respetar el derecho de propiedad, y ya dueñas de la situación, con el retiro de los realistas, se sintieron en terreno conquistado. Quizá sea éste uno de los puntos negros de la vida de Rodríguez. Sus parciales, con el pretexto de aplastar en sus últimos refugios a los españoles, cargaron la mano a los dueños de fundo e impusieron contribuciones que levantaron indignación en su contra.

Por la costa galopaban los postreros destacamentos realistas. El saqueo de las cargas con el real tesoro había hecho que obscuros soldados y rapaces oficiales se apoderasen de relucientes onzas y de puñados de sonora plata. Los campesinos los lacean y quitan a los fugitivos cuanto conducen. La noticia, que se propagó luego, de estos hechos hizo que pronto el gobierno patriota pusiera término a tales tropelías.

Por varios días las violencias encendían los campos con escenas de lujuria y de rapacidad. Las mujeres eran asaltadas y muchos se aprovechaban del pánico para armarse de animales y de enseres agrícolas.

El guerrillero, que tenía comprometida su gratitud con la ayuda dispensada por los colchagüinos en sus empresas de la época que entonces declinaba, no fue enérgico para reprimir tantos desmanes.

A la capital llegaron abultadas estas noticias y de su difusión nacen sus primeros choques con el general O'Higgins.

Mientras los últimos españoles escapaban a matacaballos por las playas chilenas, camino de Concepción, todo Colchagua era un foco de escándalos y de latrocinios.

La libertad de la patria bien valía unos excesos dada la moral dominante en hombres que sólo obedecían a los instintos.




ArribaAbajoCapítulo XI

El triunfo de Chacabuco fue recibido en Santiago con manifestaciones de imponderable alegría. Los oficiales se entregaron a la vida social y los emigrados se abrazaban con sus familias que los esperaban con ansia. Las fiestas y luminarias se sucedían y de ese tiempo datan muchas innovaciones en las costumbres mundanas de la capital.

Los militares extranjeros que acompañaban el ejército se hallaban encantados con las criollas y alababan su belleza y señorío.

Entre las novedades que llegaron con los apuestos extranjeros se imponían las cuadrillas americanas, baile que causa furor en los iluminados salones que celebraban la victoria. También se introdujeron cuatro danzas nuevas por estos días: el cielito, el pericón, el cuando y la sajuriana.

Mientras tal fervor social animaba los centros elegantes, el Gobierno se precipita a poner orden en el revuelto país.

Desde el primer momento tiene que chocar el carácter disciplinado y austero de O'Higgins con el díscolo y travieso temperamento del guerrillero.

Cuando Rodríguez recorría los campos de Colchagua, con el título de comandante militar y secundado por una partida de voluntarios, el propósito de O'Higgins era evitar los excesos y allegar a la causa chilena el mayor número de voluntades.

Quedaban muchos resentimientos que había que suavizar y era necesario que se olvidasen divisiones y enconos. De ahí que O'Higgins se trastornara enteramente al saber que el guerrillero había cobrado fuertes y arbitrarias contribuciones a los hacendados de San Fernando y que sacaba dinero de donde podía para contentar a sus traviesos secuaces.

O'Higgins recibió muy luego propios que le pintaban con colores más turbios los acontecimientos del sur, a la vez que demandaban pronto remedio para los trastornos que agitaban la zona colchagüina.

El sistema de las montoneras dejaba ya de ser útil y tenía los inconvenientes de la irresponsabilidad. El 3 de marzo de 1817, Rodríguez había hecho elegir en San Fernando autoridades municipales que eran de su amaño y reunían pocas condiciones para llevar la calma a los agitados espíritus. El comandante se había tomado atribuciones que nadie le concedió y a la vez pensaba imponer una junta de auxilios con el objeto de arbitrar recursos financieros.

Los emisarios volaban a la capital, donde se miran estos sucesos con bastante desagrado. O'Higgins era un hombre autoritario y muy luego hace sentir a Rodríguez que no tolera la prosecución de sus correrías.

El 20 de marzo una ferralla de cabalgaduras volvió a sobresaltar las tranquilas calles de San Fernando. Muchos se esconden pensando en una nueva incursión de Rodríguez; pero pronto se dieron cuenta de que eran soldados de la capital.

Don Miguel Cajaravilla, al mando de un piquete de Granaderos de a Caballo y acompañado de tres emisarios civiles hicieron sentir a los colchagüinos el deseo de O'Higgins de que las autoridades municipales tuviesen una base más sólida y contaran con el apoyo de todos los propietarios de la región.

El 21 de marzo San Fernando veía declinar el poder de Rodríguez en manos de una Junta, a la que asistieron cuarenta y dos personajes de la comarca. Don José María Guzmán y don Fernando Quezada quedaban autorizados para elegir un Cabildo en que se representasen los anhelos e intereses colchagüinos.

Una de las primordiales medidas adoptadas por los cabildantes fue el envío de recursos a Roma y Talcarehue, donde los realistas, antes de huir, habían causado sensibles daños y depredaciones.

La mayor parte del dinero cogido por Rodríguez a título de requisión se devolvió a sus dueños.

El guerrillero había hecho creer a sus parciales que el poder correspondía en Chile a los Carrera y que éstos volverían pronto de «la otra banda» con el fin de tomarlo. Animaba a los carrerinos como don Pedro Cuevas, haciéndolos pensar en una probable restauración de la dinastía de San Miguel.

Cajaravilla era un hombre seco y de poca oratoria. Alcanzó pronto a don Manuel y le notificó que tenía instrucciones para conducirlo a la capital incomunicado por orden del general O'Higgins. Rodríguez se limitó a entregarse. Vio que los macucos huasos lo abandonaban y que no era posible erguir una resistencia eficaz a los bien armados Granaderos que lo envolvían.

O'Higgins se hallaba muy ocupado en despachar emisarios al norte y sur de Chile. Su fisonomía tranquila se congestionaba en medio de providencias y decretos cuando le comunicaron que el peligroso agitador estaba desarmado y en poder de las tropas del gobierno.

El Director vestía su uniforme de general. Era bajo y grueso; pero activo y ágil, no obstante su aspecto un poco lerdo. Tenía los ojos azules, la cara encendida y las facciones toscas. Sus pies y manos eran pequeños.

Pronto hizo conducir a su presencia a Rodríguez. La memorable entrevista fue presenciada por don José María de la Cruz, quien la dejó referida en unos apuntes personales.

Acompañaba a O'Higgins un edecán que condujo a Rodríguez desde la prisión, y en el momento de entrevistarse con éste, de la Cruz quedó en la puerta de la sala, presenciando la escena.

«-Rodríguez -dijo el general-, Ud. no es capaz de contener el espíritu inquieto de su genio, y con él va tal vez a colocar al Gobierno en la precisión de fusilarlo, pues que teniendo al enemigo aún dentro del país, se halla en el deber de evitar y cortar los trastornos a todo trance. Es aún Ud. joven y madurado su talento puede ser muy útil a la Patria, mientras que hoy le es muy perjudicial, por lo tanto, será mucho mejor que Ud. se decida pasar a Norteamérica o a otra nación de Europa donde pueda dedicarse a estudiar con sosiego las nociones de su profesión, sus instituciones, etc., para lo que se le darán a Ud. tres mil pesos a su embarque para pago de transporte y mil pesos todos los años para su sostén. En cualquiera de esos puntos puede hacer servicios a su Patria, y aún cuando no estamos reconocidos, podrá dársele después credencial privada de agente de este Gobierno».



Rodríguez se manifestó extrañado y con su astucia inagotable trataba de poner obstáculos a las insinuaciones del general. Pero entonces, llevada la conversación a un terreno más íntimo, en que O'Higgins movió probablemente razones sentimentales, le dijo el ex-emisario de San Martín:

-Ud. ha conocido, señor Director, perfectamente mi genio. Soy de los que creen que en esto de los gobiernos republicanos deben cambiarse cada seis meses o cada año lo más, para que de este modo nos probemos todos, si es posible y es tan arraigada esta idea en mí, que si fuera Director y no encontrase quien me hiciera revolución, me la haría yo mismo. ¿No sabe Ud. que también se la trate de hacer a mis amigos los Carrera?

-Ya lo sé -contestó O'Higgins-, y por ello es que quiero que se vaya fuera.

-Bien, pues -respondió Rodríguez-; pero póngame en libertad para prepararme.

-No -le dijo el general-, porque marchará arrestado usted hasta ponerlo a bordo, pues estando comunicado puede hacerlo desde el arresto.

Aquí termina la célebre entrevista. Rodríguez fue mandado al Cuartel de San Pablo, que estaba al costado de la iglesia de ese nombre, cuyo templo ocupaba el ángulo sureste de la manzana de terreno comprendida entre la calle de Teatinos y la de Peumo, hoy llamada Amunátegui.

El preso se halló con un desconsuelo más en su arresto. Allí supo que su amigo San Martín no se encontraba en Chile. Poco después de la batalla de Chacabuco, el 11 de marzo, el militar argentino se ponía en marcha para Mendoza, a donde arribó el 17. Iba en compañía de don Juan O'Brien, teniente de Granaderos a Caballo, y del fiel criado Justo Estay.

Para Rodríguez fue un golpe rudo la salida de San Martín. Al él debía muchas atenciones y finezas; pero a la vez lo tenía comprometido con sus anteriores servicios. El general O'Higgins era mucho menos dúctil y no gozaba de toda la confianza del astuto abogado. El instinto de conservación de los gobernantes había impreso en O'Higgins un recelo natural contra el eterno descontento.

Rodríguez pasó algunas horas febriles en su presidio. La nerviosidad lo invadía y sentía perdidas sus esperanzas de volver a agitar esta ciudad poblada de gratos recuerdos.

Los choques entre chilenos y argentinos favorecían a los ocultos parciales de Carrera, y hasta el Cuartel de San Pablo asomaban síntomas del distanciamiento. Los oficiales cuyanos, fachendosos y dicharacheros, se echaban encima toda la gloria y la responsabilidad del éxito.

Los chilenos tenían que aguantar estos desplantes y soportar tales petulancias que motivaban discordias y recelos.

Los carrerinos no estaban aplastados. Al otro lado, esa mujer de ojos profundos y de labia incansable, que se llamaba doña Javiera, traía preocupados a los políticos y militares. En su salón se armaban cábalas y se buscaba la alianza de hombres prominentes. La facundia de la bella chilena y la ambición de sus hermanos procuraban toda suerte de inquietudes a las autoridades.

O'Higgins estaba prevenido de la amistad de Rodríguez con los Carrera y conocía su reconciliación y tratos durante la estada en Mendoza. De ahí que su idea de mandar fuera del país al reciente guerrillero no se quedara en proyecto. Mientras salía un buque para los Estados Unidos se le tendría bajo la sombra en una fortaleza.

En abril de 1817 salía una escolta con destino a Valparaíso. Junto con ella iba el desconsolado agitador. Pronto se hallaron en el puerto y sus autoridades recibían despachos con instrucciones enérgicas para encerrar al héroe de Melipilla. Rodríguez permaneció muchas horas, comido de recelos y de congojas, en el castillo de San José.

La paz del mar vecino, sus brisas frescas y el encanto del hermoso paisaje porteño no bastaron a sacarlo de su preocupación central. Primaba en él su pasión dominante, la política, sobre toda sugestión viajera y sobre el prestigio de captar sensaciones nuevas bajo los cielos exóticos.

Días más tarde, el ingenio de Rodríguez obtuvo un nuevo éxito. Sobornaba a sus guardias y huía a raja cincha con rumbo a la capital.

Entre tanto su amigo San Martín regresaba al país.




ArribaAbajoCapítulo XII

Rodríguez no tuvo que permanecer mucho tiempo oculto. El retorno del general argentino hizo pronto que se le perdonaran sus recientes calaveradas; pero quedó sindicado de carrerino y bajo la vigilancia de las autoridades.

Al día siguiente de su arribo, San Martín escribía a O'Higgins sobre su entrevista con el tribuno:

«Se me presentó Manuel Rodríguez. No me pareció decoroso ponerlo en arresto, y más cuando, consecuente a lo que me escribió, le aseguré su persona hasta tanto V. resolviese. Yo no soy garante de sus palabras, pero soy de opinión que hagamos de él un ladrón fiel. Si V. es de la misma, yo estaré en la mira de sus operaciones; y a la primera que haga, le damos el golpe en términos que no lo sienta. Contésteme sobre este particular, pues en el ínterin le he mandado que salga fuera de ésta y se mantenga oculto sobre su resolución».



Por su parte, Rodríguez se dirigía rápidamente a O'Higgins en los siguientes términos:

«Punta, 12 de mayo de 1817.-

Mi amigo y señor: La necesidad justa de cubrir mi reputación, me obligó a huir de Valparaíso. V. me disculpe benignamente desplegando su generosidad y sus intenciones. Ya me he presentado al general, que no quiere despacharme sin acuerdo de V. ni yo exigiré en contra. Sírvase V. contestarla a favor. Yo no tengo el menor crimen y me allano a cualquier cargo. V. es justificado y sensible. Alcance la influencia próspera de sus intenciones benignas a un amigo y servidor.

Manuel Rodríguez».



O'Higgins no contesta la comunicación de Rodríguez y prefiere quedar a la expectativa. El 5 de junio vuelve a escribir a San Martín, y le dice:

«Manuel Rodríguez es bicho de mucha cuenta. Él ha despreciado tres mil pesos de contado y mil anualmente, porque está en sus cálculos que puede importarle mucho el quedarse.

Convengo con V. el que haga la última prueba; pero en negocios cuya importancia es de demasiada consideración, es preciso proceder con tiento. Haciéndolo salir a luz, luego descubrirá sus proyectos, y si son perjudiciales se le aplicará el remedio».



San Martín estaba agradecido de Rodríguez y creía posible una enmienda. Por esas razones lo llamó a su lado y tuvo con él una entrevista cordialísima. De ahí salió Rodríguez con el título de ayudante del Estado Mayor y con sueldo de teniente coronel.

En tanto ganaban terreno las ideas contrarias a los argentinos y el abogado, a espaldas de sus protectores, incrementa la hoguera de las pasiones criollas.

Pero la diplomacia entraba también en sus cálculos y el 5 de junio expresa a O'Higgins lo siguiente:

«Mi respetable amigo y señor:

Yo estoy reconocido a la generosidad de V., que ha facilitado ponerme en libertad. Tenga V. la generosidad de seguirme recomendando con el general. No había hasta ahora escrito a V. las gracias justas que le doy con agradecimiento, porque mi correo llegó después de haber salido el último ordinario, ni es fácil a un pobre militar conseguir cien pesos muchas veces (para enviar un propio). Sea V. condescendiente en tomar de ese ron que le envío por muy particular. Tenga V. también por muy suyas las intenciones y afecto de su amigo, fino servidor».



Muy luego Rodríguez prosiguió nuevamente sus habladurías en los criollos.

Estaba prestigiado ahora con su valor y audacia en el tiempo de las guerrillas y gozaba de una popularidad inmensa. Los rotos y los soldados escuchaban sus arengas y por múltiples partes se metía su turbulenta silueta, obsesionada ya definitivamente por la gran pasión que lo empuja a la muerte.

A comienzos de julio, San Martín vuelve a escribir a O'Higgins llamando la atención sobre las actividades del flamante oficial.

El 14 de ese mes escribe O'Higgins a San Martín:

«Mucho cuidado con Manuel Rodríguez. Los espías de San Martín, que él llama sus cachumbos, le llevaban cuentos y rumores que circulaban».



Comenzó en esos días a ganar terreno una idea muy americana y que se ha ejercitado bastante en los tiempos actuales con los parlamentarios peligrosos: la de alejar al incansable revoltoso con una embajada al extranjero.

San Martín llama a Rodríguez en el curso de julio y le ofrece una comisión diplomática en las provincias unidas del Río de la Plata.

En carta fechada el 21 manifiesta su asombro a O'Higgins por tal obstinación:

«¿Qué le parece a V., Manuel Rodríguez? No le ha acomodado la diputación a Buenos Aires; pero le acomodará otra a la India, si es que sale pronto un buque para aquel destino, como se me acaba de asegurar. Es bicho malo, y mañana se le dará el golpe de gracia».



Se pensaba embarcar a Rodríguez contra su voluntad en un navío que saliese con rumbo al oriente. El 11 de agosto O'Higgins aprobó tal determinación en estos términos:

«Hace V. muy bien en separar a Manuel Rodríguez. Es, imposible sacar el menor partido de él en parte alguna. Acabar de un golpe con los díscolos. La menor contemplación la atribuirán a debilidad».



Ya iba tomando cuerpo en O'Higgins esa exagerada idea de la autoridad, que lo pierde seis años después. El general era hombre de pocas palabras y enemigo de la oratoria grata a Rodríguez. Prefería las decisiones enérgicas e imponía sus pensamientos a golpes si era necesario.

Mucha gente lo tenía entre ojos. Parte de la nobleza le guardaba rencor y veía en él a un «huacho», a un aparecido que les estaba limando los privilegios y no respetaba los blasones comprados a la Madre Patria.

No estaban rotos aún los prejuicios legados por la Península.

En los períodos de recio autoritarismo es curioso ver juntarse en la oposición a los libertarios intransigentes con los herederos del pasado y la tradición. Las dictaduras, cuando aprietan, suelen hacerlo por parejo y se concitan entonces las voluntades de todos los extremistas.

Rodríguez no tenía ideas precisas de gobierno y hacía oposición a todo poder constituido. Corresponde su psicología a la de un condotiero de las pasiones dominantes, del tornadizo sentir popular, del descontento criollo tan fácil de inflamar con una oratoria espumosa y una voz simpática.

Mientras se tramaba contra Rodríguez el embarque sorpresivo, un nuevo suceso lo favorece. El barco en que iba a metérsele por fuerza, abandonó Valparaíso antes de la fecha anunciada.

Nuevos acontecimientos también perturbarían al gobierno. De la otra banda llegaban noticias alarmantes. Los Carrera habían destacado algunos parciales con el fin de agitar la opinión en su favor.

Mientras Pueirredón, en Buenos Aires, y Luzuriaga, en Mendoza, vigilaban a los carrerinos más significados, éstos conseguían deslizar hacia Chile a otros de menor cuantía. El invierno ayudó también el designio de los conspiradores. El gobierno disminuía por ese tiempo la vigilancia en la cordillera y, no obstante el rigor del clima, pudieron entonces algunos emisarios alcanzar hasta San Miguel.

Se empezaron a reunir juntas en Santiago; pero el foco principal de las conspiraciones fue la hacienda de San Miguel.

Don Hilarión de la Quintana, que mandaba en Chile contra la opinión de mucha gente y detentaba interinamente el cargo de Director Supremo, hizo rodear con tropas adictas las casas de la propiedad de los Carrera.

Numerosos parciales de éstos cayeron en poder de la autoridad. Los presos fueron Manuel Rodríguez, Juan Antonio Díaz Muñoz, Juan de Dios Martínez, llamado Martinito, don Manuel José Gandarillas, que recién llegaba de la Argentina, un tal M. Calancha, Bartolomé Araos, José Tomás Urra, íntimo del guerrillero, Manuel Lastra, hijo de doña Javiera, y José Conde, asistente de don José Miguel Carrera.

El 14 de agosto, el Director interino Quintana comunicó a O'Higgins estas prisiones y le indicó la conveniencia de que se mandara a Mendoza a los conjurados.

El general patriota se hallaba en Concepción y recibió la noticia con rabia.

La suerte de Rodríguez estaba ligada de nuevo a la de sus viejos amigos; pero esta vez los acontecimientos se precipitarían hacia la tragedia.

El gobierno estuvo prudente en sus resoluciones y no cargó la mano a los contertulios de San Miguel. Don Manuel José Gandarillas probó su inocencia en tal forma, que se le puso en libertad. El padre de los Carrera fue confinado en su heredad y otros complotados se vieron obligados a suscribir una declaración en que constaba su respeto al gobierno y su alejamiento de todo propósito de alterar el orden público.

Rodríguez tuvo que afirmar un curioso documento que dice:

«Me condeno delante de la América como un indecente enemigo de su representación política si he cometido la indigna torpeza de obrar, adoptar y consentir en planes de novaciones contra los sucesos de Chile que empezaron en febrero. Me publico un vil esclavo español si no detesto firmemente todo movimiento contra el orden convenido, desde que ellos son la causa de nuestro atraso y tal vez nos esclavicen».



Nuevamente se hallaba sugestionado Rodríguez por su temperamento móvil y firma esa declaración con la misma tranquilidad con que muy pronto iba a olvidarla. Su sangre tenía gérmenes morbosos que la hacían bullir de una manera ardiente. La idiosincrasia no llevaría a Rodríguez ni al reposo del matrimonio ni a la paz de una situación burocrática.

Rodríguez pasa largas horas de incertidumbre en un presidio hasta el mes de noviembre. Transcurren los días y se entretiene leyendo, junto a unos cuantos desertores. En los momentos en que puede conversa con los oficiales y soldados.

En las salas de los reclusos, a poca altura del suelo, hay unas tarimas en que duermen, envueltos en sus grandes mantas. En otra sala los camastros están en fila a lo largo del dormitorio y en ellos reina la pobreza y el desaseo. Hay burdos catres y uno que otro enfermo, metido en su camaranchón contempla con expresión macilenta tan monótono escenario. Una candela proyecta, por las noches, un círculo de luz y de sombra, que a veces se agiganta hasta dejar la pieza casi a obscuras. En el techo de estos dormitorios se veían muchos desconchados por donde se filtra el agua, que en los días de lluvia cae gota a gota, como el tic tac de un reloj, en unas vasijas de greda que ponían debajo de las goteras.

Los pasillos estaban llenos de manchones húmedos y todos tétricos, sobresaltándose con las ratas que se deslizan y meten debajo de un mueble.

En las paredes hay inscripciones con fechas y nombres, rudas señas de los desesperados que piensan en una mujer lejana o en una venganza.

Por la noche, se ve en el patio menearse a los centinelas, cuyos rostros se iluminan con los puchos de los cigarros de hoja. Brillan los botones y los fusiles que llevan en la mano. Algunos presos tienen las manos amarradas, como en oración, con fuertes ataduras.

Tratan de adelantarse a saltos hacia un banco, para recoger sus ropas; pero les colocan pesados grilletes en las manos y pies y una pareja de centinelas, sin contemplación, los empujan con la culata a la puerta de los lóbregos calabozos.

La suerte vuelve a sonreír a Rodríguez, y el 17 de noviembre de 1817 se le pone en libertad, mediante un honroso decreto en que se reconocen «los relevantes servicios que prestó en favor de la libertad del Estado».

En diciembre se dispone todo el país a la guerra, porque llegan noticias de que una fuerte expedición mandada por el vencedor de Rancagua, don Mariano Osorio, se preparaba a asumir la ofensiva contra Santiago. En el sur, después de algunos éxitos pasajeros y de un brillante asalto dirigido por Las Heras al fuerte El Morro de Talcahuano, se notaba una reacción favorable a los peninsulares.

Pronto se supo que más de tres mil hombres, entre los cuales figuraban dos batallones de infantería y algunas compañías de lanceros y de artilleros llegadas de España, constituían el refuerzo que venía del Perú.

San Martín, con ojo perspicaz, comienza a concentrar el ejército patriota en la hacienda de Las Tablas, situada al sur de Valparaíso.

Con fecha del 13 de diciembre se propone a Manuel Rodríguez para el cargo de substituyente del auditor general. El 15 está listo el nombramiento y el abogado se dirige al campamento.

Reina en él un entusiasmo admirable. Todo el recinto estaba dominado por la actividad más prolija. Se renovaban los arreos bélicos y se hacían ejercicios, mientras los emisarios llegaban de la capital o salían conduciendo los despachos con noticias y órdenes.

Más de cuatro mil hombres se acantonaban en Las Tablas. El tren militar era excelente y había catorce mil fusiles en buen estado, aparte de grandes cantidades de pólvora y municiones. Por la cordillera llegaban animadas recuas con refuerzos de armas que mandaba el gobierno argentino. El campamento hervía en medio de la movilidad más prodigiosa.

En el campo patriota dominaba la disciplina y el orden, pero subterráneamente se movían gérmenes de discordia. En muchos vivacs y en los sitios donde los oficiales se reunían a jugar a las cartas, a beber y a chismorrear se notaban síntomas de insubordinación.

Rodríguez actuaba en todos los corrillos de descontentos; pero muy luego su petulancia lo perdió. San Martín lo hizo separar junto con su íntimo amigo don Ambrosio Cramer, comandante del Batallón Número 8.

En los primeros días de 1818, recibió orden de salir rumbo a Buenos Aires y se le aleja de su empleo de auditor26.

Por ese tiempo surge en la naciente república chilena un personaje que tendrá mucho que hacer en los sucesos que motivan la muerte de Rodríguez y que lo reemplaza como auditor de guerra.

Es don Bernardo Monteagudo, nacido en Tucumán el mismo año que Rodríguez y cuya actuación será con el tiempo causa de muchas iniquidades y tragedias.

Monteagudo era un hombre ilustrado pero maligno. Su alma anidaba grandes pasiones y una ambición desapoderada. Se le había metido en la mente que se parecía a Saint Just y había entrado a la vida política, profesando las doctrinas exterminadoras de los montañeses de Francia: el regicidio y la matanza en masa de los enemigos políticos.

Todo su ser transpiraba suficiencia y pedantería. Comparaba su cultura con las mediocres inteligencias de algunos criollos y se hallaba a mucha altura en superioridad. La egolatría y la crueldad formaban los aspectos menos seductores de Monteagudo. Pero el valor no debía secundar a este cúmulo de contradictorias cualidades y de abismáticos defectos.

El sur, en tanto, era teatro de un tremendo descalabro patriota.

Santiago acababa de celebrar suntuosamente la procesión del Viernes Santo y el estridor bélico se había trocado por un religioso sobrecogimiento.

Serían las doce y media del 20 de marzo cuando el intendente don Francisco Fontecilla y el teniente de artillería don Antonio Vidal se dirigían hacia la Cañada por la calle del Estado. De pronto un ruido de herraduras sueltas los sorprende en medio del espeso silencio de la noche. En ese momento se detienen frente a la plazuela de San Agustín.

Los dos patriotas ven surgir de la obscuridad a un caballo sudoroso y cansado que conduce un macilento jinete. Era el teniente José Samaniego, que venía a revienta cincha desde la provincia de Talca, después de remudar caballos en diversos sitios y postas.

-¿Quién vive?

-¡La Patria!

-¿Qué gente?

-¡Oficial de ejército!

-¡Alto!

Samaniego se detiene y es interrogado ansiosamente por el intendente y el oficial. Juntos se dirigen al Cuartel de San Pablo, donde se sondea luengamente al miliciano. Este les comunica, exagerándolas, las nuevas del desbande horroroso de las armas patriotas en Cancha Rayada, en las afueras de Talca.

Honda consternación sobrecoge a los dos oyentes. Acompañados de Samaniego se dirigen a despertar al director delegado don Luis de la Cruz, que reemplaza a O'Higgins en el mando supremo.

Las nuevas son siniestras. Se rumoreaba la muerte de O'Higgins y de San Martín, el desastre total del ejército y el avance victorioso de los españoles sobre la capital.

Cruz se movió activamente y en compañía de algunos familiares alcanza en la misma noche hasta el Conventillo, que así se llamaban los suburbios donde ahora está situada la Avenida Matta.

Diez soldados al mando del oficial Pedro Cabezas, de la Legión de Honor, salieron al Llano de Maipo a ver si alcanzaban a divisar algunos fugitivos del ejército.

La mañana siguiente fue muy angustiosa en la capital. El mismo miedo que siguió al descalabro de Rancagua se esparció en pocos instantes. Idénticas escenas de alarma desazonaban a los consternados vecinos. Muchos pensaban en precipitarse sobre Mendoza, aprovechando que el tiempo era propicio a la fuga. Se buscaban cabalgaduras y se embalaban las riquezas y los artefactos mejores.

Se hallaba Rodríguez en la capital, haciendo preparativos para su viaje al otro lado de la cordillera, cuando lo sacude la horrible noticia. Entretanto, algunos fugitivos que arriban aumentan la confusión propagando las nuevas más desalentadoras:

«El ejército no existe. San Martín ha sido muerto o tomado prisionero. O'Higgins ha corrido una suerte ignorada. Los jefes han abandonado el campo de la derrota, quedando bagajes, cañones, parques, provisiones, muladas, tesoro, batallones enteros en poder del enemigo, que animoso con tantas ventajas, marcha ahora amenazante y seguro sobre la capital».



A estos rumores se agregaban otros más tendenciosos. Las Heras cuenta más tarde que los enemigos del gobierno decían que San Martín, O'Higgins y los jefes principales se hallaban festejando el natalicio del primero y estaban ebrios cuando ocurrió el ataque.

Entre los fugitivos que contribuían a difundir noticias pesimistas estaban el general Brayer y don Bernardo Monteagudo, que abandonó despavorido su puesto de auditor de guerra y no paró hasta Mendoza.

Brayer se lanza a toda carrera sobre la capital y sin detenerse en ningún lugar, se mete en Santiago esparciendo los más lúgubres detalles del desastre.

El bando realista, según testimonio de Samuel Haigh, no disimulaba su alegría y resonaban voces aisladas que decían: «¡Viva el Rey!»

«Las calles se vieron llenas con mulas de acarreo -agrega- y vehículos de los emigrantes que salían de la ciudad con sus familias. El número de los que huyeron a Mendoza es grande y es de notar que las personas de alta situación social fueron las primeras en huir.

Las escenas desarrolladas en las calles de la capital fueron verdaderamente dolorosas: tal vez no se repetirá nunca en los hogares santiaguinos una emigración de tanta gente en masa hacia un país extranjero: grupos de mujeres, con lágrimas en los ojos y con los cabellos sueltos, juntas las manos y demostrando la más intensa angustia; la plaza constantemente llena de toda clase de gente ávida por saber de sus parientes y amigos enrolados en el ejército -del cual no se tenía ninguna noticia satisfactoria-, todo formaba una escena que sólo el pincel de un maestro hubiera podido copiar fidedignamente»27.



En medio de la gravedad de las circunstancias se convocó a una reunión en casa de don Francisco León de la Barra. Asistieron, entre otros, Manuel Rodríguez, don Juan Egaña y don Luis de la Cruz.

Cuando todos esperaban ideas salvadoras y arbitrios oportunos para afrontar los acontecimientos, don Juan Egaña tomó la palabra y dijo:

«Señores: Después de tanto como se ha hablado y de tantas dificultades como se divisan, no queda otra esperanza que sacar a Nuestra Señora del Carmen y encomendarnos a ella como a nuestra patrona jurada».



Egaña era un hombre muy beato. Profesaba ideas patronatistas y regalistas, que mezclaba con paradojales sentencias tomadas de la antigüedad griega y romana. Esta inmersión de su cultura en el mundo clásico jamás fue obstáculo para que fuese un santurrón lleno de las más espantables supersticiones. De ahí que la idea de hacer una procesión cayese muy mal a Cruz, quien tenía malas pulgas y era algo brusco. Retirándose de la reunión dijo:

«Me voy y que se queden los que quieran continuar oyendo semejantes lesuras».



Rodríguez, por su parte, dio voces impetuosas y se apartó diciendo:

«Los que quieran asilarse a las polleras que lo hagan en buena hora; por mi parte, yo sabré cómo salvar a la Patria».



Enseguida, Rodríguez mandó una nota a Cruz, en que decía:

«Excmo. señor: Soy destinado a embajador en Buenos Aires. La comisión me hace decoro; y yo creo que el primero de la vida es seguir las órdenes de V. E. ¿Marcho hoy que el país está en apuro? Disponga V. E. Mis votos son por Chile, por el orden, y por la reputación de los que recibimos la fortuna de sostener la libertad. No conozco amor a la vida, ni me empeña sino el crédito americano. En 21 de marzo de 1818 protesto por mi honor no demorarme un momento sucedida la independencia segura, y suplico a las autoridades no me impidan correr a lo más lejos. ¡Ojalá el sacrificio de todo yo, haga al cabo una utilidad! Dios guarde a V. E.».



Inmediatamente Cruz puso la siguiente providencia al pie de la solicitud del caudillo:

«Santiago y 21 de marzo de 1818.

Respecto a estar amenazada la Patria por el enemigo, y considerarse que al que representa que él podrá serle útil en sus actuales apuros, suspenderá por ahora su marcha, y se le destina para que él sirva de mi edecán durante el conflicto de la patria».



Entre tanto, los parciales del orador recorrían las calles vivándolo y se hablaba abiertamente de un cambio de gobierno. Los vecinos fueron convocados a un Cabildo abierto para resolver los rumbos salvadores en un trance difícil.

Daban las once de la mañana del 23 de marzo en el reloj de Las Cajas cuando una gran concurrencia invadía el Palacio Dictatorial.

En la plaza remolineaban las turbas y los vivas y gritos al tribuno se sucedían. Los vecinos más caracterizados y pudientes, descontando a los fugitivos, se reunían a deliberar.

En el primer instante tomó la palabra Rodríguez y lleno del más inflamado celo dijo:

«Me toca una tarea muy penosa: la de comunicar a mis conciudadanos los detalles del triste suceso que ha ocurrido en la noche del jueves 19. El ejército ha sido sorprendido y derrotado tan completamente que en ninguna parte se hallaban esa noche cien hombres reunidos alrededor de sus banderas. ¡Ah! El orgulloso ejército que existía una semana ha, y en el cual fundábamos todas nuestras esperanzas, no existe ya. Se anuncia que el director O'Higgins ha muerto después de la derrota, y que el general San Martín, abatido y desesperado, no piensa más que en atravesar los Andes. Pero es preciso, chilenos, resignarnos a perecer en nuestra propia patria, defendiendo su independencia con el mismo heroísmo con que hemos afrontado tantos peligros».



El general Brayer subrayó lo expresado por Rodríguez con desalentadores acentos. Cruz se levantó en seguida e hizo ver lo absurdo de lo que se decía cuando tenía el parte original de San Martín y también llegaban oficiales dando informaciones menos lóbregas.

Muchos de los acabildados, sin hacer caso de razones, pedían un cambio de gobierno y otros solicitaban abiertamente que el mando supremo se entregara al afortunado guerrillero. Su gloria había llegado al cenit.

Cuando parte de la asamblea parecía estar dominada por Rodríguez se levantó la voz del Comandante General de Armas, teniente coronel don Joaquín Prieto. Este impugnó con severas razones la idea de entregar el poder en una sola mano, y como resultado de sus argumentos se llegó a una conciliación. El mando quedó repartido por las delegaciones y pueblo entre el coronel Cruz y el teniente coronel Rodríguez.

En la tarde se comunicó esta resolución por un bando a los vecinos de la capital y se lanzaron ordenanzas a los pueblos vecinos con la noticia del cambio de autoridad.

Rodríguez estaba a sus anchas. Al fin caía el poder en sus manos.

Por todos los comercios se movía consiguiendo armas, muchas de las cuales fueron compradas por su amigo y admirador don José Miguel Infante.

Arengaba a los milicianos, animaba a los decaídos tercios de la Patria y sembraba el optimismo en cortas y vibrantes arengas.

Visitó el cuartel en que estaban reunidos los reclutas que iban a formar el Batallón Número 4 y se introdujo en la maestranza del ejército, contrariando la oposición del comandante Prieto.

En medio del entusiasmo del roterío distribuía los fusiles y sables a quien quería tomarlos. Esto hacía muy peligrosos a los improvisados milicianos y creaba un problema más en la capital.

Ahí mismo surgió la tropical idea de organizar los «Húsares de la Muerte». Tendrían éstos por divisa una calavera de paño blanco sobre negro, como símbolo de la resolución inconmovible de perecer en la contienda antes que permitir el triunfo del enemigo.

Rodríguez se tomó el mando del cuerpo y distribuyó los puestos de oficiales entre sus familiares y amigos. Este cuerpo llegó a constar de doscientos hombres, armados con 200 tercerolas sin terciados, 200 sables con sus tiros, 172 pares de pistolas, 80 piedras de chispa, dos cajones de cartuchos a bala y seis de instrucción. Todo fue sacado de la maestranza del ejército.

La oficialidad de los Húsares, como era de esperarlo, se hallaba en manos del «carrerismo». Teniente coronel era don Manuel Serrano; sargento mayor, don Pedro Aldunate; mayores, don Gregorio Serrano y don Pedro Urriola; porta-guiones, don José Antonio Mujica y don Manuel Jordán; capellanes, fray Joaquín Vera y fray Juan Mateluna.

El escuadrón se dividía en dos compañías. La primera tenía por capitán, a don Gregorio Alliende; por tenientes, a don Pedro Bustamante, don Juan de Dios Ureta y don Pedro Fuentealba. Los secundaba como subteniente don Lorenzo Villegas.

La segunda tenía por capitán a don Bernardo Luco, que más tarde actúa en el drama de Tiltil; y por teniente, a don Tadeo Quezada y don Tomás Martínez, secundados por el subteniente don Manuel Honorato.

La idea de los Húsares de la Muerte fue originaria de Europa. Guillermo Federico, Príncipe de Brünswick, concurrió con sus tropas a combatir a Napoleón a su regreso de la Isla de Elba, haciéndolas ataviar con ropas negras, una calavera en el morrión y en el cuello de la casaca.

La parte romántica y pintoresca de Rodríguez se sintió halagada con semejante guardia. Con ella afirmaba su popularidad y ganaba adeptos. El pueblo chileno es propicio a toda materialización del poder y más tarde asistiremos a otro desborde de semejante imaginación en los campos de Los Loros y de Cerro Grande. Don Pedro León Gallo realzará a sus mineros de Copiapó con las vestiduras de zuavos pontificios.

No consiguió Rodríguez que la disciplina animara sus huestes. La mayoría de los milicos estaba reclutada en sitios arrabaleros y donde valía más la libertad de los instintos que la férrea dependencia a rítmicos movimientos. Los flamantes húsares resultaban pendencieros, remoledores y tenían más capacidad para beber y enzarzarse en riñas personales que en servir a la Patria en los campos de batalla.

El ministro de Gobierno, don Miguel Zañartu, mandó un propio a buscar a O'Higgins donde se encontrase, con el fin de comunicarle los sucesos que desazonaban a la capital. Un poderoso núcleo de vecinos se había puesto en contra de Rodríguez y el propio Cruz no se hallaba animado de una profunda simpatía a su colega de dictadura.

No bastaba el entusiasmo ni el celo desplegado por Rodríguez para resistir a más de cinco mil hombres que formaban el ejército de Osorio. No había elementos bélicos ni ropas suficientes para oponerse a una empresa armada tan vasta. Por esto muchos recelaban y tenían dispuesto lo necesario para escapar en el momento oportuno. En tanto se quedaban a la expectativa.

El 22 de marzo O'Higgins recibió el aviso de Zañartu en San Fernando. Venía herido y su rostro se hallaba desnutrido por la fiebre. Perdió mucha sangre debido al balazo que lo alcanzó en Cancha Rayada.

A su lado marchaba el cirujano don Juan Green, quien estuvo solícito en atender la salud del general.

Cuando se impuso de las nuevas de la capital, O'Higgins se inflamó de impaciencia y resolvió seguir viaje a pesar del calor y del polvo que podían empeorar el estado de su salud. Sobreponiéndose a toda molestia física y sin hacer caso a las súplicas de los familiares, montó a caballo y después de galopar toda la noche, arriba a Rancagua en el amanecer del día 23. Las montañas erguían, en el fondo del cielo, sus lomos blancos. Por todos los caminos arribaban bagajes, soldados y cabalgaduras. En el pueblo, el general se apresuró a dictar órdenes destinadas a disolver el pavor creado por el desastre. Las tropas se reanimaban a su contacto y los milicianos saludaban con simpatía al herido que, pálido y demacrado, no perdía la bizarría. Después de tomar un reposo y de conversar con Zañartu, que había salido a encontrarlo en Rancagua, siguió rápidamente hacia la capital.

A las tres de la mañana del 24, O'Higgins penetraba en la ciudad donde Rodríguez ejercía su efímera dictadura. Inmediatamente mandó llamar a Cruz y se impuso de todos los incidentes anteriores.

Por la mañana siguiente se citaron las corporaciones y después de una asamblea celebrada en su despacho reasumió el mando del Estado.

No se levantó una sola protesta. Algunos creían que Rodríguez se opondría al acto de O'Higgins y que los Húsares de la Muerte apoyarían a su jefe. Pero no pasó nada de lo que se temía.

El coraje de O'Higgins, su animosa actitud y las palabras serenas con que alentaba a los santiaguinos pudieron más que la celebridad del caudillo popular.

La diplomacia de O'Higgins obra con prudencia. En el primer tiempo no lleva ninguna represalia al cuartel de los Húsares. El momento no se mostraba propicio a ahondar las divisiones. El general prefirió diferir el propósito que tenía en el fondo de su corazón contrario a los revoltosos milicianos.

El estado de O'Higgins en esa ocasión ha sido descrito por Samuel Haigh.

«Venía cubierto de polvo -dice el viajero inglés- y parecía sufrir un gran cansancio. Muchos días hacía que no se cambiaba de ropa ni botas, pero, no obstante, su aniquilamiento físico, mantenía su buen humor».



Un soplo de optimismo empieza a reemplazar al desfallecimiento de los días anteriores. Se requisaban las cabalgaduras, se revisaban los cañones y se preparaban alojamientos para los restos del ejército patriota que se replegaban sobre Santiago.

Los comerciantes ingleses, después de una reunión, acordaron prestar dinero al gobierno y mantuvieron su generosidad a pesar de que alguna gente desconfiaba en el éxito de la Patria.

La ciudad presentaba el marcial aspecto de un cuartel.

San Martín arriba el 25 a la agitada población y se dirige inmediatamente al palacio de O'Higgins. La noticia voló por todos los barrios de la población y muy luego se aglomeraron en la plaza los curiosos que deseaban esperar al general y verlo a su salida.

A las ocho de la noche abandonaba éste el palacio directorial y montaba a caballo para trasladarse a su domicilio. Sus vestiduras se exhibían desaliñadas y poco limpias. Desde la gorra a las recias botas granaderas, estaba cubierto de polvo y barro; lo único que se destacaba en su figura eran los profundos ojos negros. En este momento San Martín dio uno de los golpes de efecto que caracterizaban su previsor talento.

Un chasque había arribado con tal rapidez, que minutos más tarde su caballo caía fulminado por la muerte. Traía un pliego que el jefe del ejército leyó con indiferencia y continuando la conversación trabada con un grupo de notables. Pasados algunos minutos, se disculpó ante los presentes y pidió permiso para arreglar su traje y persona.

Entre tanto, había dejado el pliego sobre la mesa. En cuanto abandona la estancia, la ansiedad de los contertulios se abalanza sobre el papel, que contenía apreciaciones optimistas del general Las Heras.

Este golpe estudiado del generalísimo infundió mejores ánimos en los desolados santiaguinos.

San Martín tomó otras medidas conducentes a afianzar la tranquilidad de la población y en una arenga sobria y recia dijo su confianza en el triunfo final a los curiosos que le rogaban que hablase.

Rodríguez, en estos días, no es un modelo de resolución ni de valor. Estaba descontrolado por el prestigio que irradiaban los dos generales y no afianza su dominio con ningún golpe nuevo. Mientras duró su poderío había puesto en libertad a Juan Felipe Cárdenas, a Manuel Jordán, a José Conde, asistente de don José Miguel Carrera, y a otros parciales de éste que permanecían detenidos en la Cárcel pública.

La expectación se pintaba en todos los rostros y largos silencios se rompían con las precipitadas carreras de los emisarios que llegaban conduciendo noticias del ejército.

La ciudad estaba defendida por profundas trincheras que hizo abrir O'Higgins con extraordinario celo y rapidez. Las bocacalles que daban a la Cañada, en dirección a Valparaíso, se hallaban roturadas y en ellas se asomaban centinelas que exigían el santo y seña a los viandantes nocturnos.

Así transcurren en Santiago los días precursores del triunfo final.

Ni Rodríguez ni los Húsares de la Muerte logran pelear en el llano de Maipo. San Martín dispuso que esos hombres desprovistos de instrucción militar no participasen en una batalla tan decisiva y en cuyo éxito se ponía todo el empeño de la naciente República.

Cuando llegaron a Santiago las nuevas del triunfo patriota, algunos húsares se ocuparon en perseguir a las partidas de fugitivos españoles que trataban de escapar del furor de los batallones de negros libertos, cuyo encarnizamiento era terrible.

El triunfo cayó sobre la capital como una explosión de júbilo. Las gentes se abrazaban en las reuniones y por las noches se encendían faroles frente a las casas que alegraban las lóbregas calles. Todas las iglesias echan a repicar las campanas.

Los fuegos artificiales, las luminarias, las músicas y los bailes saludaban la libertad, mientras una tragedia decisiva planeaba sobre el vacilante destino del jefe de los Húsares.

Entre medio de los polvorazos de Maipo se levanta una nube trágica y que signa con sangre la desventura de una familia. Diez días después de la victoria, un emisario del Gobernador de Cuyo anunciaba con palabras breves y preñadas de artificiosa contención, que don Juan José y don Luis Carrera habían sido fusilados en Mendoza.




ArribaAbajoCapítulo XIII

La batalla de Maipo no terminó las zozobras de los santiaguinos. En el sur, el segundo jefe de los Húsares de la Muerte, Manuel Serrano, se ocupaba en perseguir a los últimos escuadrones peninsulares que iban dejando botados sus armamentos y hasta los uniformes. Mientras tanto, los soldados vencedores, poseídos de entusiasmo, hacían atropellos contra el derecho de propiedad y difundían el miedo entre los vecinos de los suburbios de la capital.

Los carrerinos alzaban el nombre de los sacrificados en Mendoza como bandera de rebelión y de venganza. Un amigo de la juventud de Rodríguez vuelve a surgir en estas horas como un alborotador significado. Es don Tomás Urra, quien, según O'Higgins, «con intrigas, seducciones y promesas», incitaba a los soldados a abandonar las filas e incrementar los Húsares de la Muerte con sus deserciones.

El Director Supremo, por consejo del cirujano Green, seguía en cama, donde recibía a los familiares e impartía ordenes de gobierno. El 11 de abril tuvo que celebrar su última entrevista con el tribuno popular.

Rodríguez llegó a palacio un poco desanimado y ahí tuvo que soportar severas amonestaciones por la conducta de sus subordinados. Ese día se echaban los dados. Los Húsares de la Muerte recibían orden de disolución por su falta de disciplina y de espíritu militar.

Las autoritarias ideas de gobierno de O'Higgins se expresan nítidamente en su manifiesto del 5 de junio:

«Si alguno intenta extraviar la opinión de los hombres sencillos y dar al pueblo un carácter contrario a su carácter pacífico y honrados sentimientos, yo emplearé toda mi autoridad en sofocar el desorden y en reprimir a los díscolos»28.



Tales propósitos tendrían que estrellarse con la obstinación de Rodríguez.

Los estragos de la soldadesca, los robos y saqueos dimanados de tanto trastorno, movieron en la opinión ambiente propicio a un Cabildo abierto. O'Higgins no recibió tal idea con antipatía. Por el contrario, deseó que tal cosa se precipitara con el objeto de dar popularidad a su mando y crear simpatías a las resoluciones administrativas.

El 17 de abril se convoca a la reunión en que los vecinos de Santiago expondrían sus puntos de vista para arbitrar medios de acabar con el desorden imperante en los barrios.

La muerte de los dos Carrera hizo creer a sus parciales que, a la sombra de este sacrificio podría aún alentar una reacción favorable a don José Miguel. Todos los carrerinos más representativos se habían acabalado en las noches anteriores en diversos sitios. Rodríguez se movía en estos conciliábulos y exaltaba más las pasiones de los descontentos. No faltó quien creyera realizable un golpe revolucionario y el derrocamiento del «huacho».

Las ideas dominantes tendían a aminorar las atribuciones del Director Supremo por medio de una constitución. Se pedía también el cambio del ministerio y la ingerencia del Cabildo de Santiago en el nombramiento de los secretarios de Estado.

Mientras los notables se reunían a deliberar sobre dichas ideas, en la plaza de la capital hervía la multitud azuzada por los agitadores.

Rodríguez halló un magnífico aliado en don Gabriel Valdivieso. Era éste un inquieto joven, cuyo carácter mostrábase turbulento y no tenía ningún ambaje en exteriorizar su antipatía al general O'Higgins.

El Cabildo nombró una comisión de tres individuos: don Agustín Vial, don Juan José Echeverría y don Juan Agustín Alcalde para que se acercaran al Director Supremo a hacerle presente las exigencias del pueblo.

En la calle los gritos iban aumentando. Se voceaba «contra los tiranos» y contra «las contribuciones». Sonoras aclamaciones incitan a armarse a todos los chilenos adversos a la ingerencia argentina y «para que ellos fueran el sostén único y libre de su gobierno».

El escándalo arreciaba y su ruido llegó hasta el lecho del Director, quien se hizo vestir y recibió a los comisionados del Cabildo, llamando la atención de ellos sobre la improcedencia de su actitud. El general mostraba adusto el ceño y sindicó de provocación a la anarquía y el desorden todo lo acaecido en el Cabildo abierto.

En tanto, Rodríguez y Valdivieso, montando en sendos caballos, se meten en el palacio del Director Supremo, seguidos de un grupo de revoltosos. Al ruido de los gritos y de los caballazos se asoman los edecanes de O'Higgins y resuenan las cornetas de atención.

Minutos después Rodríguez y Valdivieso estaban detenidos y se daba orden de conducirlos al Cuartel de San Pablo, que ocupaba el batallón de infantería de Cazadores de Los Andes.

La poblada se disolvió cuando cargaron los guardias y nadie secundó este postrer intento de Rodríguez de alzarse con el mando.

La Cárcel, tan familiar al abogado, otra vez le abriría las puertas antes de lanzarlo al suplicio. Los dados estaban tirados: en ellos se había puesto su nerviosa silueta, se había jugado su destino con frialdad con que la Logia Lautarina juzgaba a los enemigos del «sistema».

*  *  *

Mientras Rodríguez vive horas de mortal angustia en el Cuartel de San Pablo, ocurrían algunos cambios en el gobierno. El Ministro de Gobierno o del Interior, don Miguel Zañartu, renuncia y es reemplazado por el guatemalteco don Antonio José de Irisarri, que había sido un adversario encarnizado de los Carrera.

Por la cordillera volvía a entrar a Chile otro hombre ambiguo y en cuyas manos gira por muchas horas el destino del ex-guerrillero.

Don Bernardo Monteagudo, apodado «el Mulato», retornaba de su fuga a Mendoza. Repuesto de la impresión del desastre de Cancha Rayada, había participado siniestramente en la ejecución de los Carrera. Su triste sino era precipitar el fin de los enemigos de la autoridad; pero la suerte le va a jugar más tarde una mala partida. A su turno caerá herido por el mismo puñal asalariado que tumbó a Rodríguez29.

La figura de Monteagudo corresponde admirablemente a su carácter, según el historiador argentino Vicente Fidel López:

«Llevaba el gesto siempre severo y preocupado: la cabeza algo inclinada al pecho, pero la espalda y los hombros tiesos. Tenía la tez morena y un tanto biliosa: el cabello renegrido, ondulado y encopado con esmero; la frente espaciosa, y de una curva delicada; los ojos negros y grandes, entrevelados por la concentración natural del carácter, y muy poco curiosos. El óvalo de la cara agudo; la barba pronunciada; el labio grueso y rosado; la boca firme, y las mejillas sanas pero enjutas. Era casi alto: de formas espigadas; la mano preciosa; la pierna larga y admirablemente torneada; el pie correcto como el de un árabe. Monteagudo sabía bien que era hermoso y tenía tanto orgullo en eso como en sus talentos; así es que no sólo vestía siempre con sumo esmero, sino con lujo y adornos»30.



Monteagudo pertenecía a la Logia Lautarina, cuyos secuaces se llamaban los caballeros de la mesa redonda.

El Mulato, que era aborrecido al otro lado de los Andes, se ganó muy luego al Director Supremo. Esto exacerba a los carrerinos, que ven gozar del favor oficial a uno de los responsables del fusilamiento de don Juan José y de don Luis.

La habilidad del «Mulato» se mostraba tan extraordinaria como su cultura. Se hace el asesor letrado de O'Higgins y penetra con liberalidad a las estancias del Gobierno31.

En la celda de Rodríguez no se ignoran estos hechos. El ingenio del eterno conspirador consigue sobornar luego a los oficiales que burlan la autoridad de don Rudecindo Alvarado, jefe de los Cazadores de los Andes.

Por las noches, Rodríguez cambia el uniforme por un espeso poncho y su sombrero militar por uno de anchas alas. Vestido de civil se pasea hasta la madrugada y dando su palabra de honor al oficial de guardia alcanza hasta sitios alegres y a otros donde lo aguardan los amigos.

Las primeras muestras de la otoñada se ciernen sobre Santiago. La Cañada, los portales, la Plaza, los barrios bajos son recorridos sigilosamente por este hombre que ha puesto tanto de su espíritu desasosegado en los tumultos que agitaron antes a la apoltronada capital.

Son las últimas horas de libertad y muy pronto no respirará más el familiar aire de las calles dilectas.

El 28 de abril, Rodríguez es interrogado en su detención porque se ha descubierto en la otra banda un papel que lo compromete. Lo había mandado cuando piensa llamar a su lado a Carlos Cramer. En la carta decía:

«Obra, obra, obra. Vente, vente, vente; y vuela, vuela, vuela Ambrosio a los brazos de tu Rodríguez»32.



El peón que la conducía fue detenido y se encontró un significado especial en esas lacónicas y entrañables líneas. Cuando el Intendente Fontecilla inquiere a Rodríguez, contesta éste que las frases sospechosas no ocultan otro sentido que su deseo de que Cramer viniera «a sacrificarse por la libertad del país».

Esta carta perdió a Rodríguez. Sirvió para que se calificara como indicio de que seguía conspirando con los carrerinos de la otra banda.

En esas noches, azotadas por los primeros fríos del año, hubo unas misteriosas y fatales reuniones. Participaron en ellas don Rudecindo Alvarado, don Bernardo Monteagudo y el teniente Antonio Navarro, encargado de la custodia de Rodríguez.

Navarro era español de nacimiento y llega a Buenos Aires en 1817, huyendo de la península para librarse de las persecuciones que motivó una conspiración liberal en Barcelona. Había ingresado al ejército patriota y peleó en Cancha Rayada y Maipo. Estaba agregado entonces al batallón de Cazadores de Los Andes.

Una noche, a las diez, Monteagudo celebró la última entrevista con Navarro. Después de cerrar cuidadosamente la puerta se encaró con éste y con don Rudecindo Alvarado. Se habló ahí, como consta en el proceso seguido a Navarro en 1823, de la «exterminación del coronel don Manuel Rodríguez por convenir a la tranquilidad pública y a la existencia del ejército».

En la Logia Lautariana parece que se había dispuesto antes el asesinato del turbulento militar. El fondo de esta entrevista nunca se ha conocido; pero de ella salió la determinación del crimen.

Los cazadores habían recibido orden de alistarse para salir con rumbo al cantón militar de Quillota. Se rumoreaba que ahí se mandaría activar el proceso seguido a Manuel Rodríguez y que se determinaría su suerte definitiva.

Las últimas noches del guerrillero las pasa en compañía del que habría de ultimarlo para cobrar un salario33.

Rodríguez permanecía arrestado en un cuarto que estaba a inmediaciones de la torre del templo de San Pablo y de rigurosa incomunicación pasaba a media noche a pasear. Rodríguez se disfrazaba y se apartaban en la esquina del sur de la plazuela. El punto de reunión era el mismo cuando regresaba Rodríguez a su arresto. Una hora antes de la diana volvía a recogerlo el que más tarde remataría al movedizo coronel.

Durante esas noches Rodríguez se siente desazonado. Un obscuro presentimiento suele caer sobre su corazón y algunos amigos lo previenen de que se trama su muerte. Un gesto olímpico del guerrillero quiere apartar estos presagios; pero de nuevo, en la soledad de la prisión, hormiguean en su espíritu encontradas sensaciones.

La Logia manda en Santiago. Nadie conoce sus designios. Todos dicen que entre San Martín, O'Higgins, Tomás Guido y Rudecindo Alvarado se mueven los rumbos del poder y que las vidas y haciendas están a merced de sus designios.

Más allá, entre el aire alienta la libertad. Rodríguez espera con ansiedad que llegue la noche. Afuera, sobre el cielo, tiemblan y vibran alegres sones. Suenan las campanas con grave majestad, se oye el grito de un arriero; voces de niños; marciales cornetas.

Otra noche acaba por imperar. Rodríguez cuenta los minutos. Sobre la mesa hay un libro y algunos papeles. Aletean presagios: la muerte en un fusilamiento. Revuelan imágenes familiares; una cara afectuosa, una mano tibia, el regazo de un cariño. De pronto unos golpes discretos lo devuelven a la realidad. Hay que tener ánimo y salir otra vez. Afuera todavía existen hombres que confían y esperan, mujeres que aman y un aire menos viciado.

El 22 de mayo, poco antes de formarse las compañías, se apersonó el teniente Navarro a Manuel José Benavente y le dijo:

-Mi capitán, tengo que confiar a Ud. un secreto muy importante y delicado; ya sabe que lo considero mi único amigo en América; quiero que Ud. me dispense el favor de emitirme su opinión.

-¿Sobre qué? -le replica Benavente.

-Anoche -contesta Navarro- he sido llamado por el comandante y me ha llevado al Palacio del Director sin decirme antes para qué. Llegamos a la pieza reservada de este señor, donde lo encontramos con el señor general don Antonio Balcarce; se nos mandó sentar después de saludarnos, y al poco rato se dirigió a mí el señor O'Higgins y me dijo: «Ud. como recién llegado al país, quizá no tenga noticia de la clase de hombre que es el coronel don Manuel Rodríguez; es el sujeto el más funesto que podríamos tener, sin embargo de que no le faltan talentos y que ha prestado algunos servicios importantes a la revolución. Su genio díscolo y atrabiliario le hace proyectar continuos cambios en la administración; nunca está tranquilo ni contento, y, por consiguiente, su empeño es cruzarnos nuestras mejores disposiciones; además, es un ambicioso sin límites».

Parece que en esta reunión se determina el destino de Rodríguez.

Navarro quedó trastornado y su conciencia fue sacudida por horribles dudas que puso en conocimiento del teniente Manuel Antonio Zuloaga y del capitán Camilo Benavente. Éstos, a su vez, comentaron tan trágicos designios del Gobierno con el capitán José María Peña, con don Nicolás Vega y otros oficiales.

Se había querido anteriormente confiar el mando de los Cazadores en la fatal jornada a don Gregorio Las Heras; pero el pundonoroso militar no aceptó una comisión tan desagradable y expresó su voluntad de no acompañar a Rodríguez en el camino de la muerte.

Ha llegado el día 23 de mayo, en cuya madrugada parten rumbo a Quillota los Cazadores de los Andes con su peligroso prisionero.




ArribaCapítulo XIV

La madrugada es fresca y su calma se rompe por el avance de los soldados. Un cielo inmenso, donde se desmenuzan unas nubes, limita el perfil de los cerros vecinos.

El coronel Rodríguez marcha a la muerte y sus ojos negros se fijan en el camino con cierto cansancio. Revela distracción y a ratos su mirada se pierde más allá de este paisaje. Viste una chaqueta de paño verde bordada con trencilla negra y pantalón y gorra militares. Encima se ha echado un gran poncho de viaje que siempre lo atavió en sus correrías de a caballo.

Doce soldados y dos cabos siguen de cerca al viajero. Los cabos se llaman Pedro Agüero y Damián Balmaceda, ambos naturales de San Juan.

A ratos Rodríguez trata de embriagarse con palabras y habla a los acompañantes con el objeto de desviar la atención de una idea obstinada.

Navarro, armado con las pistolas del mismo comandante Alvarado, marcha a la retaguardia. Sus gestos indican preocupación y la cara denota un aspecto sombrío y concentrado.

Van quedando atrás las aldeas y caseríos con techos de totora. Los perrillos del inquilinaje se asoman y ladran con obstinación al marcial cortejo. Los cuyanos conversan con sus voces canturreadas y hacen recuerdos de la obra banda.

El coronel Rodríguez percibe, al llegar a las casas de San Ignacio, un jinete con cara de amigo que se le acerca y le pasa un cigarro en un momento descuidado de los soldados. Mira con rapidez el papel del cigarro y lee una frase que se agranda: «Huya Ud. que le conviene». El capitán Manuel José Benavente ha querido advertir a su entrañable amigo de que sus horas están contadas.

Rodríguez empieza a perder la calma y una nerviosidad creciente lo roe. El día avanza y la tarde se derrama en las rinconadas con tonalidades violetas.

Los viandantes arriban a Colina y alojan cerca de las casas de la hacienda del Tambo, de don Diego Larraín.

Al anochecer se dirigía a Polpaico el teniente mendocino José Antonio Maure y dos asistentes con el fin de anticiparse a la tropa y preparar el rancho. Al ver un fuego en el campo se allegan a éste y el oficial reconoce a Rodríguez y a Zuloaga, que se calentaban al abrigo de las llamas. El coronel pregunta a Maure la hora de la salida del batallón y el punto donde debía esperarlo. Tuvo, además, una ocurrencia muy criolla:

-Mira, Maure, ¿por qué no preparas un churrasco a la argentina para almorzar mañana?

Maure prometió cumplir el deseo de su coronel y se alejó, perdiéndose en la noche que avanzaba.

A las diez de la mañana del 24 de mayo Rodríguez se halla en Polpaico, rodeado del piquete que lo custodia y poco después arriba el batallón al mando del mayor Sequeira.

Luego que Rodríguez desciende del caballo, se le lleva el asado y se muestra complacidísimo de la atención de Maure, a quien le convida una copa de vino, rogándole que la beba a su salud.

Una persona que vio a Rodríguez ese día cuenta que estaba pálido como un muerto y no hablaba una palabra. Comió, sin embargo, una cazuela en casa de don Francisco Serey, mientras el mayor Sequeira llamaba a un lado a Maure.

-¿Quiere usted aceptar una comisión de honor, encargándose del coronel Rodríguez y del piquete que lo custodia, para que lo haga ultimar en los cerros de esa montaña, a pretexto de su fuga, en atención que así lo desea el Supremo Director y atendiendo los intereses de la Patria?

El estupor se pintó en la cara de Maure. Era un soldado bonachón, un cuyano honrado incapaz de tal felonía. Replica que no acepta la comisión por el aprecio que siente hacia Rodríguez y porque tal acto no es digno de un soldado de honor.

-Si me manda usted fusilarlo -dice a Sequeira- en presencia del cuerpo y a la luz del día, le obedecería llorando; pero no bajo las sombras de un crimen.

Luego Sequeira sonsacó de Maure si hallaba capaz de la comisión a Zuloaga; pero se le contestó negativamente. Por último, se separaron no sin que Sequeira pidiese la reserva más absoluta al mendocino.

En la entrevista de Navarro con Sequeira se concertó el asesinato. Se había tratado a última hora de arrojar la responsabilidad a otro y el fracaso determina que fuese Navarro el victimario.

Mientras Zuloaga se queda en Polpaico, Navarro avanza hacia el cajón llamado de Tiltil.

Los presentimientos del abogado se amenguan ante las palabras amables con que lo trata de engañar su acompañante.

El batallón se había extendido a la orilla de una casita en que existía una pulpería o despacho llamado El Sauce.

Rodríguez se aproxima a la morada del vecino Cabezas y conversa por última vez con un leal. Le infunde su impresión pesimista y revela decaimiento en el semblante.

El silencio se espesaba alrededor. Los jinetes avanzan y Navarro, indicando unas luces lejanas, convida a Rodríguez a visitar a unas «vivanderas» que cantan y bailan. El rostro del criollo se enciende y acepta la invitación.

Se aproximan, entonces, a un sitio denominado la Cancha del Gato, en cuyo margen se yerguen unos maitenes y las famosas sepulturas indígenas del tiempo prehistórico.

Se alejaban bastante del grupo de soldados que siguen a la retaguardia. La luna en menguante aún no había salido. Por todas partes los circundan las tinieblas y sólo a la distancia titilan las lucecillas que excitaban la sensualidad del guerrillero.

De pronto un grito de Navarro vuelve a meter una idea trágica en el alma del infortunado preso.

-¡Mire qué ave tan extraña! -grita Navarro y un pistoletazo quiebra la dormida calma del campo.

Una puntiaguda bala ha picado en el pescuezo. Al caer Rodríguez grita:

-¡Navarro, no me mates! ¡Toma este anillo y con él serás feliz!

Entre Maure y Pedro Agüero rematan al tumbado jinete, descargándole a boca de jarro las carabinas. Después lo arrastran hasta un zanjón y lo cubren a medias con ramas de árboles y con piedras.

Pedro Agüero fue despachado a mandar un aviso para el mayor Sequeira y Navarro se disolvió en la distancia aplastado por el crimen y por la noche.

*  *  *

El epílogo del drama de Tiltil fue desconsolador. Nunca se procesó seriamente a Navarro y se le puso preso sólo por mera fórmula.

El día 30 hizo Alvarado levantar un inventario de las ropas de Rodríguez. Se hallaron una chaqueta verde bordada con trencilla y una camisa, ambas agujereadas y empapadas en sangre.

El reloj de Rodríguez fue regalado a Navarro por Alvarado. Más tarde fue vendido por el victimario al coronel don Enrique Martínez. Las otras prendas y el dinero del muerto se repartieron entre los que secundaron el asesinato.

Un mes más tarde los cabos fueron gratificados con quinientos pesos cada uno y despachados hacia el otro lado de la cordillera con destino a San Juan34.

La muerte, por un extraño designio, no hará cesar las disputas que promueve Rodríguez. Su nombre sigue sirviendo de tea incendiaria para dividir a los hombres. Primero anima a los detractores de O'Higgins, cuando los carrerinos lanzan pesadas acusaciones en su contra.

Posteriormente, mientras una comisión de admiradores del héroe proyecta el traslado de los restos a Santiago, se renuevan las polémicas entre los defensores y adversarios del Director Supremo que lanzó a Rodríguez al viaje postrero en manos de sus enemigos.

La leyenda sigue flotando sobre el héroe y su nombre vuela en alas de la fama y de la discusión. Con el tiempo las cándidas gentes aldeanas de Tiltil creen que «el finado» es «muy milagroso» y encienden velas a su «animita». Doña María del Carmen Serey lo testifica cuando se hace una investigación sobre el destino que tuvieron sus despojos.

Sobre si éstos son o no auténticos, nada podemos decir. Lo único que surge del misterio de la muerte es que su amigo don Bernardo Luco se encaminó a Tiltil, y noticiado del sitio donde se hallaba sepultado, lo hizo desenterrar. Notó que el cadáver exhibía una herida en la cabeza, otra al lado del cuello y que parecían hechas «con instrumentos de corte», pero la que se marca en el sobaco derecho indicaba ser de bala, sin embargo de que el cadáver estaba algo corrompido.

El lugar exacto de la muerte parece que fue el de la Cancha del Gato o de las Ancuviñas, cerca de un maitén a una legua de las casas de Polpaico.

La noticia de la tragedia motivó comentarios muy lacónicos entre los hombres que podían haber consignado una referencia más detenida de tal suceso. O'Higgins, en carta a San Martín, le expresa el 27 de mayo de 1818:

«Rodríguez ha muerto en el camino de esta capital a Valparaíso, recibiendo un pistoletazo del oficial que lo conducía por haberlo querido asesinar, según consta del proceso que me ha remitido el comandante de Cazadores de los Andes, Alvarado».



Nada más expresa el escueto comentario del gran enemigo de Rodríguez. San Martín, a su vez en carta a Tomás Guido, del 2 de junio de 1818, le dice:

«Siento decir a Ud. que a los tres días de haber salido de esta capital el Batallón de Cazadores de los Andes para Quillota, conduciendo preso a Manuel Rodríguez, dio cuenta Alvarado que habiéndose separado con el oficial y un cabo que lo conducía, con el pretexto de ver a no sé quién, arrancó Rodríguez una cuchilla y tiró una cuchillada al oficial, que, puesto en defensa, uso de una pistola y lo mató de un tiro. Este suceso dio margen a mil interpretaciones, que se van serenando. El oficial quedó en prisión y se le sigue un riguroso sumario».



Años más tarde, San Martín conversa en Bruselas con el general Miller y recuerdan ambos al guerrillero.

«Quería mucho a Rodríguez -dice el veterano de los Andes-, y me hizo importantes servicios desde Mendoza: era inteligente y activo. Cuando supe su muerte en Buenos Aires me impresionó mucho porque lo sentí y porque calculé que me culparían por ella».



Así giraban las vidas en esta época de la historia americana. Los actores del drama en que se jugó el sino de Rodríguez acabaron casi todos mal, unos en el olvido y otros por la violencia. Por esto, al recordar al malogrado patriota suenan como una ironía las palabras que estampa San Martín en una carta a don Estanislao López:

«Cada gota de sangre americana que se vierte por nuestras disensiones me llena de amargura».



Estas frases se lanzaban el 8 de julio de 1819, cuando el soplo de la piedad se extiende ya sobre la memoria del leal carrerino.

La sangre americana sigue derramándose a torrentes. En 1820 se amotinan los Cazadores de los Andes y acribillan a bayonetazos a Sequeira, que tan sombría actuación desempeña en el drama de Tiltil.

En 1825 cae Monteagudo derribado por el puñal asesino del negro Candelario Espinosa, en las calles de Lima.

Pocos años después se extingue el general O'Higgins, abrumado por la ingratitud y por el olvido de los chilenos.

La tormenta continúa y el drama criollo vive alimentado con este girar incesante de los más contradictorios destinos; pero nunca alumbra el definitivo y tranquilo bienestar.

En Rodríguez ni siquiera llega la calma a dar paz a sus cenizas, que sirven de incentivo a las disputas póstumas y para encandilar violentas pasiones entre los dos bandos que él vio agitarse en el vacilante escenario de la Patria Vieja.




 
 
FIN
 
 


 
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