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El padre y el hijo


Dicen que en una ocasión
(el año no hace a la esencia
del hecho) había en Palencia
un tal don Juan de Alarcón.
   No era de Palencia el tal,
mas su padre residía
allí, porque allí tenía
crecidísimo caudal.
   Gil era el nombre del padre,
viudo desque Juan vivió,
pues el muchacho nació
dando la muerte a su madre.
   Adoraba el buen don Gil
en su hijo, y era don Juan
el mancebo más galán,
más generoso y gentil
   que en Palencia se encontraba;
siempre de amigos cercado,
siempre de ellos festejado,
puesto que él siempre pagaba.
   Ello es cierto que por más
que el padre le amonestó,
un libro jamás abrió
ni oyó un maestro jamás.
   Pero en cambio era el mejor
que había en todo Palencia
para armar una pendencia
o enmarañar un amor.
   Arrinconaba a un maestro
tirando la espada negra,
y dicen que fue a Consuegra
a desafiar a un diestro,
   y sacándolo a reñir
matóle y tomó a su dama,
con lo cual creció su fama
lo imposible de decir.
   Iba, pues, todos los días
en auge, con sus extrañas
y turbulentas hazañas
hechas en las cercanías.
   Pues, aunque áspero de genio
e indolente, el tal don Juan
era mozo muy galán
y de ventajado ingenio.
   Cada noche andaba en vela
por una nueva beldad,
y daba gozo en verdad
verle tocar la vihuela.
   Cantaba que era delicia,
y sabía centenares
de endechas y de cantares
que rebosaban malicia.
   Y tan joven, tan apuesto,
tan bello y con fama tal,
dueño de tan buen caudal
y a cualquier lance dispuesto,
   era en todos los partidos,
entre rondas y querellas,
el cucú de las doncellas
el coco de los maridos.
   Que no hay una cuya reja
a su reclamo no se abra,
ni le esquive una palabra
dicha de paso a la oreja.
   No hay casado cuyo sueño
su voz no turbe o asombre.
ni marido que a su nombre
no frunza un tantico el ceño.
   Y el buen don Gil, que sabía
las proezas de su hijo,
le amonestaba prolijo
cada noche y cada día.
   Mas él seguía sin tino
dando brida a sus locuras,
y diciendo «que aventuras
buscar, era su destino».
   Envióle a Valladolid,
mas fue en la Universidad
de rebeldes capataz
y de zambras adalid.
   Él fue, haciendo mil papeles
en rondas y francachelas,
el alma de las vihuelas
y el terror de los bedeles.
   Y causador de las bullas
y arrestos estudiantiles,
azotó a los alguaciles
y acuchilló las patrullas.
   Quísose usar de rigor
con él, y sentó tan mal,
que un día en la catedral
se agarró con un doctor.
   Tomaron otros la injuria
tan a pechos, que cerraron
sus cátedras, y aun hablaron
de don Juan con harta furia.
   Mas sus palabras, contadas
ante él, en un claustro pleno
presentóse y lo hizo bueno
con muchos a bofetadas.
   Un canónigo muy viejo,
pariente suyo, le dio
quejas, a que él respondió
con insolente despejo:
   «Que tenía el alma seca
de hablar de legislación,
y que sentía intención
de quemar la biblioteca.»
   En fin, no hallando más medio
de estar en seguridad,
mandaron que la ciudad
despejara sin remedio.
   Él decidió resistir
la orden cuanto pudiera,
pero tan precisa era,
que al fin fue fuerza partir.
   Salió, sí, de la ciudad,
pero a caballo y de día,
con tal pompa y osadía
que fue escándalo en verdad.
   Volvióse a Palencia, pues,
y en su caballo mejor
entró cual conquistador
la misma tarde a las tres.
   Recibióle el buen don Gil
irritado, y con razón;
pidióle el mozo perdón,
culpó su ardor juvenil,
   pintóse muy ultrajado
por la estudiantil canalla,
e hizo justa la batalla
a que le habían provocado.
   Forjó un enredo chistoso
con el rector y una moza
que vino de Zaragoza
con oficio no piadoso
   y contó tan peregrinos
lances de entrambos, que el viejo
tuvo por mejor consejo
reírle sus desatinos.
   Y como era de pensar,
tras tan exótica risa,
diéronse ambos buena prisa
lo pasado en olvidar.
   Tornóle el padre a sus brazos
y perdonó en conclusión,
que al cabo los hijos son
de las entrañas pedazos.
   Tornó a ser, pues, lo que era;
y quedaron finalmente
el padre tan indulgente
y el hijo tan calavera.
   *
   Viven el padre y el hijo
frente por frente a unas monjas
que en un esquilón repican
dos veces en cada hora.
Don Gil, que es hombre devoto
y acosado de la gota,
de tal vecindad se alegra,
mas de ella don Juan se enoja.
Dice el padre: «Aquí tenemos
misa, jubileo y honras,
pláticas y ejemplos santos,
que al cabo jamás estorban.»
Dice el hijo: «¡Qué demonio!
Es una calle tan sola...
No hay en toda ella una reja
útil a cita ni a ronda.»
Dice el padre: «Esas benditas
están ganando la gloria
y encomendando al Eterno
sus vecinos... ¡Él las oiga!»
Dice el hijo: «Esas mujeres
se están como unas marmotas
toda su vida encerradas.
¡Vaya una aprensión diabólica!»
Dice el padre: «El capellán,
que es doctísima persona,
me tiene continuamente
conversaciones sabrosas.»
Dice el hijo: «¡Si al menos
hubiera una buena moza
a quien decir cuatro flores!...
Serán unos cocos todas.»
Y el padre: «Nada me falta
para una vejez dichosa,
la iglesia y la plaza cerca,
casa y rentas que me sobran.»
Y dice el hijo: «Por último,
haremos una intentona
a ver si las enjauladas
son lechuzas o palomas.»
Y así el padre y así el hijo
distintos proyectos forman,
aquél con sus devociones
y estotro con sus devotas.
Don Gil reza y oye misa
tres o cuatro, una tras otra,
y don Juan acecha atento
la morada misteriosa.
Va de continuo a la iglesia
y al pie del coro se aposta,
troneras y celosías
de día y de noche ronda.
Mas ni ve ni alcanza nada,
pues entre verjas y tocas
todas son blancas visiones
que a lo lejos se evaporan.
Si llama al torno, ¡Deo gratias!
responde dentro gangosa
una voz que huele a vieja
y suena a campana rota.
Él pide agua del aljibe,
y escapularios y tortas
por echar una puntada
sobre si hay muchas o pocas
madres, ancianas o jóvenes.
Y por más que a la rectora
alaba, y a las novicias,
y a la que el órgano toca,
y a las que cantan en coro,
y a la salmista que entona,
y hasta a la vieja beata
que afuera pide limosna,
es inútil su destreza,
nada adelanta ni logra:
siempre a sacar viene en limpio
noticias que no le importan:
la novena de Santa Ana,
el sermón del padre Acosta,
la nueva casulla verde,
la falda de Santa Rosa,
cosas de que gusta el padre,
que es viejo y que tiene gota,
pero que al hijo concluyen
por remontarle la cólera,
y al cabo sale diciendo:
«¡Bruja condenada y chocha,
que nunca responde acorde
ni dice cosa con cosa!»
Desistió, pues, del empeño,
mas fue temporada corta,
merced a un nuevo incidente
que al cabo picó en historia.
Llevóle su padre a misa
un día casi a la aurora;
ya había en la iglesia gente,
aunque soñolienta y poca.
Oraba el padre de hinojos
en un pico de la alfombra
que disimulaba en parte
la humedad de las baldosas,
y él, recostado en las verjas
del coro, en dulces memorias
dejaba vagar perdida
al ánima irreligiosa.
Ya sonreía afectado
por ideas seductoras,
ya el entrecejo fruncía
por negros recuerdos de otras;
y tan absorto se hallaba
con sus visiones gloriosas,
que ya alzaba el sacerdote
la sacratísima forma,
y él, sin bajarse a adorarla,
en su quietud silenciosa
continuaba con escándalo
del pueblo que cree y adora.
Y la verdad que no era
culpa enteramente propia,
pues parte habría del diablo
la malicia tentadora.
Ello es que él a sus espaldas
sintió señal cautelosa
que le arrancó de sus vanas
visiones encantadoras,
y una voz que le decía,
limpia, argentina y sonora:
«De rodillas, caballero,
que están alzando la hostia.»
Y él, advertido y curioso,
de hinojos cayó en las losas,
pero volviendo la cara
al maestro de ceremonias.
Era el tal una monjita,
que al notar la codiciosa
mirada del mozo en ella,
de rubor se puso roja,
bajó los ojos al suelo,
sobre el pecho vergonzosa,
dobló la cerviz, y humilde
tocó la tierra y besóla.
Mas encontrando al alzarse
la mirada abrasadora
del mozo clavada en ella,
levantóse presurosa.
Don Juan, advirtiendo astuto
que se iba y que estaba sola,
asió la ocasión propicia,
y a desvanecerse pronta:
-¡Chíst! -le dijo, con la mano
llamándola-. Hermana, oiga
una palabra.
LA MONJA
¿Qué quiere?
DON JUAN
¿Sois tal vez la superiora?
LA MONJA
¡Yo, señor! Soy la tornera.
DON JUAN
¡La tornera! Sois muy docta
para oficio tan servil
y diestra remedadora
de acentos, pues respondéis
¡Deo gratias!, tan tembloroso,
que más parece que vuestra,
la voz de una setentona.
LA MONJA
Ved qué decís, caballero,
que yo no he sido hasta ahora
tornera, y lo soy este año
por muerte de sor Leoncia.
DON JUAN
¿Murió la pobre?
LA MONJA
Murió.
Mas mirad que se prolonga
la conversación y...
DON JUAN
Es cierto.
Si fuerais vos...
LA MONJA
Servidora
vuestra.
DON JUAN
Callada y prudente...
LA MONJA
Cuando la imprudencia importa,
yo soy obediente y...
DON JUAN
¡Bueno!
Si no desplegáis la boca,
yo os prefiero a la abadesa.
LA MONJA
No hay abadesa; es priora.
DON JUAN
A la priora, es lo mismo.
Para hablaros de una cosa,
de un secreto que interesa.
LA MONJA
Secreto!
DON JUAN
A la mayor honra
y gloria de Dios, y vuestra.
LA MONJA
¿Mía?
DON JUAN
Pues, y de las monjas.
LA MONJA
Decídmelo.
DON JUAN
Es imposible;
despacio ha de ser y a solas,
y pronto, pues urge mucho.
LA MONJA
¡Ay Dios!
DON JUAN
¡Eso es! Ya medrosa
vais a publicarlo todo
y vais... Vaya, ¿tenéis hora
en que poder escucharme?
Porque es fuerza que persona
de la casa me secunde
la intención.
LA MONJA
Como no escoja
la de maitines...
DON JUAN
¿De noche?
Mejor es que ninguna otra.
¿Y en dónde os veré?
LA MONJA
En la reja
de esa capilla; me toca
velar esta noche.
DON JUAN
¡Bueno!
No faltéis.
LA MONJA
Estaré pronta.
En oyendo la campana...
DON JUAN
Sí, mi casa está próxima;
la oigo bien.
LA MONJA
Pues hasta luego.
DON JUAN
Adiós, hermana... ¡y memoria!
Salió la monja del coro;
don Gil con su pierna coja,
salió acabada la misa,
y don Juan, el alma loca
de gozo, atisbó la reja
citada, y buena juzgóla
para el caso, en sí diciendo:
«¿La niña, ¡eh!, si será tonta?»