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Martín Rivas o la formación del burgués

Jaime Concha






- I -

La gran literatura latinoamericana del siglo XIX es de índole marcadamente burguesa. Desde las guerras de Independencia de 1810-1825 hasta la lucha de Cuba por su liberación, a fines del siglo, en que ya asoma una nueva coyuntura imperialista, un desarrollo general se diseña en los pueblos del continente que resulta determinante para todas sus manifestaciones culturales. Con rasgos nacionales específicos, por supuesto; con orientaciones y tonos diferentes; con modalidades genéricas que van desde el ensayo hasta la poesía civil, desde el panfleto político hasta la lírica intimista; con la singularidad de sus temperamentos, los principales autores de esa centuria se hallan vinculados a las transformaciones que, con mayor o menor solidez, se producen en los distintos países de América Latina. Aun los escritores que alcanzan a entrever las luchas del futuro, las del presente siglo, como es el caso de Martí, siguen ligados esencialmente en lo estético, en lo cultural e incluso en lo político a formas del pensamiento burgués1. Este pone la base y el marco general a la cultura de la época. Por lo tanto, habría que utilizar de manera sostenida, como criterio de periodización histórico-sistemático, esta correspondencia de la literatura hispanoamericana del siglo pasado con la instalación de las condiciones económicas del capitalismo, con la lucha entre liberales y conservadores (aparente en muchos casos, pero nunca exenta por completo de repercusión para el afianzamiento político de la burguesía) y con el despliegue de una ideología también liberal, que se hará dominante en el nivel de la cultura y en las regiones del arte y de la producción literaria.

En el cuadro de los representantes intelectuales de la burguesía, Alberto Blest Gana ocupa un puesto significativo. Junto a Domingo F. Sarmiento y a los demás liberales argentinos (Echeverría, Alberdi, etc.); junto al peruano Ricardo Palma; a Juan Montalvo, en el Ecuador; a Jorge Isaacs, en Colombia; a José María de Hostos, en Puerto Rico, y a José Martí, en Cuba, integra una galería decisiva en el panorama cultural del siglo anterior. Naturalmente, entre las limitaciones ideológicas e incluso incoherencia de fondo de un Montalvo2, por ejemplo, y el carácter avanzado, francamente revolucionario de Martí por otro lado, Blest Gana parece situarse en un punto intermedio, en un lugar equidistante de ambos extremos. Y en esa situación parecen radicar tanto el mérito como la flaqueza del escritor, su seguro equilibrio de narrador por una parte y su tibieza, a veces decidida chatura de su personalidad intelectual. Entre la serenidad y la indiferencia como actitud de un novelista hay una frontera indiscernible, ante la cual los únicos guías parecen ser un tacto y un gusto adecuados a cada obra en particular3.

Esta ubicación de Blest Gana dentro de la gama de su tiempo, se muestra mejor si se la compara, a modo de contraste, con la posición de Palma o de Isaacs. Las Tradiciones peruanas (1872-1883) del primero miran hacia atrás, pues van dirigidas a burlarse y a ironizar un orden colonial todavía imperante en el Perú en la segunda mitad del siglo XIX. Críticas y todo, y a pesar de que representan un primer momento en la expresión literaria del liberalismo peruano, son y siguen siendo «tradiciones»4. En cambio, el proyecto novelesco de Blest Gana, su concepción hacia 1860 de un ambicioso ciclo histórico, se vuelca a captar las condiciones presentes de la vida chilena, desde la gesta de la Independencia hasta la decadencia de las grandes familias en el París de la Belle Époque; desde las ilusiones heroicas y populares de Durante la Reconquista hasta la agonía, reales postrimerías, del credo liberal en Los trasplantados.

Y es que, en el fondo, la estatura artística, el alcance y la estela de estas obras poseen una final correlación con el desarrollo nacional de los países respectivos. El carácter regional y provinciano del liberalismo de Isaacs, por lo menos de 1865 adelante, no solo se expresa en el idilio que es María (1867), sino en la lucha dirigida contra el esclavismo todavía subsistente en los valles colombianos. El hecho mismo de que la vida de Isaacs termine miserablemente, hacia el fin del siglo, buscando riquezas petrolíferas en la costa atlántica, revela su condición de tardío pionero en un país signado por un considerable atraso de desenvolvimiento capitalista. A tal país, tal liberal, podría decirse, no enfatizando inexistentes condiciones de un ser nacional, sino efectivos y determinados grados en su desarrollo histórico.

En su patria misma, Blest Gana convive con otros representantes destacados del movimiento liberal. Desde luego, el principal sigue siendo José Victorino Lastarria, que ya en 1842 encabeza un proceso de renovación intelectual cuyo efecto necesario será la agitación política de los próximos decenios. Por su obra como pensador y por su acción como tribuno (sobre todo la que realiza hasta 1851), Lastarria debe ser considerado como uno de los fundadores del pensamiento democrático chileno. Pero lo mismo que ocurrirá con los mejores liberales europeos y americanos, también él, en la etapa final de su vida, su etapa parlamentaria y diplomática, dará paso a una creciente involución, a un retroceso ideológico que lo lleva a armonizar grotescamente el pensamiento comtiano con las condiciones de la sociedad chilena. El que comenzó siendo un epígono dinámico de la Ilustración y que pudo ser uno de los demócratas más combativos hacia la mitad del siglo (véase, si no, su Diario Político de esos años), termina convertido en un ecléctico componedor del positivismo. Sus Recuerdos literarios (1878) muestran bien este proceso de acomodamiento, de acumulada obsecuencia. En ellos no tienen cabida las revoluciones liberales de 1851 y de 1859: es que Lastarria quiere olvidar a toda costa su juventud jacobina.

Los equivalentes del romanticismo de Echeverría son, en Chile, Francisco Bilbao y Santiago Arcos. Ambos participan activamente en el levantamiento liberal de 1851; ambos dan cabida igualmente en sus escritos y proclamas a elementos de una nueva ideología: al social-cristianismo de Lamennais, el primero; a aspectos del socialismo utópico, el segundo (y aún hay quienes piensan que, por el análisis clasista contenido en su Carta desde la cárcel, en 1852, Arcos debía conocer el Manifiesto Comunista, de Marx-Engels)5. En todo caso, los dos ideólogos han sido reivindicados por la clase obrera de Chile como precursores de sus luchas sociales.

Otra figura interesantísima y muy poderosa es Vicente Pérez Rosales, exponente ante todo de un liberalismo plebeyo. Es como si, a falta de un real jacobinismo en la arena política del siglo XIX, se hubiera dado en Chile a través del arte memorialístico de los Recuerdos del pasado (1886) una rica visión de las energías progresistas del país, visión desde abajo, substanciosa y potente, ligada a las muchedumbres y a la población trabajadora y aventurera dentro y fuera del territorio nacional. Desde la muerte de los Carrera, que cierra una de las orientaciones más consecuentes en la revolución de la Independencia, pasando por la experiencia de las insurrecciones europeas y del fenómeno masivo de la búsqueda del oro en California, hasta la epopeya cosmopolita de la colonización del sur de Chile, los Recuerdos del pasado despliegan una vasta gama de empuje, de tensión y de actividad colectiva. Sin el amplio y múltiple diseño de la producción narrativa de Blest Gana, esta obra la supera, sin embargo, en fuerza y vitalidad, cualidades a las que era fundamentalmente ajeno el arte de equilibrio del autor de Martín Rivas.

Una de las facetas más valiosas entre las manifestaciones culturales de nuestro liberalismo decimonónico es, sin duda, su producción historiográfica. Historiadores como Diego Barros Arana, los hermanos Amunátegui y, más tarde José Toribio Medina, constituyen un conjunto solo equiparable a la serie de historiadores argentinos (Vicente Fidel López, Bartolomé Mitre...) o, en menor grado, a los historiadores mexicanos de la época del Porfiriato. Entre todos ellos descuella, sin disputa, Benjamín Vicuña Mackenna, no solamente por su ímpetu jacobino nunca desmentido, por su sincero y activo civismo, sino también por su veracidad historiográfica, capaz de hacer justicia a los enemigos tradicionales del liberalismo. Puede decirse que, a su modo y de acuerdo a las particularidades que el arte de escribir la historia implica, su biografía de Don Diego Portales (1863) es otra expresión más y un magnífico ejemplo de eso que Engels llamó una vez el «triunfo del realismo»6. La obcecación de Lastarria en no admitir la fidelidad del retrato pintado por Vicuña revela en este punto las debilidades del maestro y la grandeza del discípulo.




- II -

El medio familiar parece dar cuenta de algunas preferencias políticas y literarias del futuro escritor. Alberto Blest Gana nace el 16 de junio de 1830, en el hogar formado por don Guillermo Cunninghan Blest y por doña María de la Luz Gana. Los padres habían contraído matrimonio unos pocos años atrás, en 1827. Él, nacido en Irlanda, había llegado a Chile a comienzos de la década de 1820, cuando la reciente Independencia del país y el gobierno de O'Higgins abrían buenas expectativas a los inmigrantes sajones. Médico de profesión, había hecho sus estudios en las Universidades de Dublín y de Edimburgo. Muy pronto, apoyado primero por el Ministro Portales y, luego, por don Andrés Bello, contribuirá a desarrollar en Chile el estudio y la enseñanza de la Medicina. Por tales conexiones, pudiera pensarse que el liberalismo de don Guillermo no era tan pronunciado y que poseía más bien un cuño inglés, al estilo de la Gloriosa Revolución de 1688. Sin embargo, otros hechos y, sobre todo, su participación en el acto de repudio organizado por algunos universitarios con ocasión de la prohibición del libro de Bilbao, Sociabilidad chilena, en 1844, tienden a mostrar que su moderación no era tan constante. Sea lo que fuere en cuanto a los sentimientos políticos suyos, es claro, sí, que en su hijo debieron tener fuerte influjo tanto su formación inglesa como su actividad médica. Las obras de Walter Scott y de Charles Dickens, por ejemplo, figuraron sin duda entre las primeras lecturas del niño Blest Gana; y aunque la crítica se haya orientado a señalar más bien las influencias provenientes del lado francés (Balzac, Stendhal, Sue y hasta Hugo)7, parece evidente que, en sus primeras novelas, hay detalles técnicos y compositivos, por no decir morales, que se deben a su temprano contacto, a la delicia de Dickens. En segundo término, es muy posible que el ejercicio médico del padre haya desarrollado en el niño una actitud analítica que, si bien no se conciliaba mucho con la fase histórico-literaria que vivía Chile (aunque el hijo del médico de Rouen ya ha publicado Madame Bovary, esto nada tenía que ver con un arte de novelar que en 1860 solo comenzaba a fundarse), contribuyó seguramente a formar dotes de observación para un sereno enjuiciamiento de las cosas.

Por el lado materno, Blest Gana procede de una familia de origen vasco, llegada a Chile a mediados del siglo XVIII. Se trata de una familia vinculada a la propiedad de la tierra y a la carrera de las armas. En efecto, algunos parientes maternos suyos participaron como oficiales en las luchas de la Independencia. Y será finalmente este aspecto de la tradición familiar el que va a predominar en la temprana formación del muchacho que, luego de entrar en el Instituto Nacional en 1841, ingresará en 1843 a la Escuela Militar.

Los hermanos del novelista confirman igualmente el abanico de preferencias existentes en la familia Blest Gana. Amén de uno que otro hijo natural, cosa corriente en esa época en Chile y dondequiera, los tres varones se dedican a tareas intelectuales o decididamente literarias. Alberto, ya se sabe; pero también su hermano mayor, Guillermo, y Joaquín, el menor. Poeta y dramaturgo histórico el primero, poeta civil e intimista a la vez, ha dejado tres volúmenes de escritos que, en gran medida, no han perdido vigencia nacional8. Es, casi con certeza, el más importante poeta romántico del siglo XIX chileno, lo cual, a decir verdad, no es mucho ponderar, dado el carácter debilísimo de nuestro romanticismo. En todo caso, a fines de siglo, cuando Darío visita por primera vez Valparaíso, no deja de hacer una elogiosa alusión a Guillermo Blest, que no es al parecer una pura y convencional cortesía de recién llegado9. Junto a su obra literaria, hay que tener en cuenta su actividad política, que lo llevó a participar en una conjuración contra el gobierno de Montt en 1858 y a servir abnegada y fielmente más tarde al Presidente Balmaceda. Lo primero estuvo a punto de costarle la vida, pues la condena solo se suspendió debido a las relaciones del padre con los círculos gobernantes. Debe, sí, salir desterrado al Perú, de donde podrá volver en 1862, gracias a la amnistía decretada por el próximo Presidente.

Joaquín, por el contrario, es una figura menos simpática. Según todos los testimonios, parece haber sido acomodaticio y trepador. Periodista y político, siempre supo halagar a los gobernantes de turno, lo que le permitió medrar a la sombra de los ministerios y del Parlamento.

Vemos, entonces, que en la familia misma de Blest Gana se expresan las condiciones del «contrato político» de los clanes gobernantes. La burguesía profesional del padre enlaza con la propiedad oligárquica de la madre; y el liberalismo moderado, ocasionalmente exaltado del padre, se extrema en el caso de Guillermo, pero se hace romo y chato en la conducta de Joaquín. Como siempre, Alberto Blest Gana se ubica aquí de nuevo en un punto intermedio, ecuánimemente, lo que le permitirá juntar en Martín Rivas y en otras novelas ambas formas de conducta política, mostrar su contradicción, refutando la moderación con la exaltación y viceversa... Logra así sensibilizar en sus relatos lo que ocurría en la realidad social de su tiempo y en su propia familia: que, en lo que a los liberales toca, los dos extremos se frotan entre sí, se embotan mutuamente, ¿Punto de vista superior, objetividad de novelista? Más bien, creemos, arte del equilibrio, de la mesura y de las medidas prudentes. ¡Táctica de diplomático más que tacto de narrador!

El propio novelista, pese a la grisalla diplomática en que se desenvuelve la mayor parte de su vida, tampoco estuvo ausente de importantes acontecimientos políticos que se producen en la sociedad chilena y en el mundo entero. Fue testigo directo, en efecto, de los dos episodios principales de la lucha de clases entablada en Europa: la insurrección de junio de 1848 y la Comuna de París, en mayo de 1871. Cuando estalla la primera gran revolución del proletariado francés, el joven Blest Gana, que apenas cuenta con dieciocho años, se encuentra en Versalles, becado por el gobierno de Chile para estudiar ingeniería militar. Cuando arrecia la lucha de los comuneros de París, el autor se halla en la misma capital francesa desempeñando tareas diplomáticas que tienen que ver sobre todo con la reciente guerra franco-prusiana. Esto en lo internacional. Dentro del país pudo conocer, a su regreso de Francia, los últimos estertores del alzamiento liberal de 1851. Es evidente, entonces, que la presencia del autor en acontecimientos de máxima importancia histórica en el siglo XIX no pudo ser indiferente a su obra novelística, tan nutrida, por lo mismo, de historia y de ideales libertarios. Por lo tanto, se hace difícil aceptar un juicio como el siguiente: «No lo seducía la política. Los problemas sociales lo dejaban frío. Pasaron sin dejarle huella sensible los hervores de 1848...»10.

Hay una prueba inmediata del interés con que el joven novelista contempla los hechos que provocaron la caída de la Monarquía de Julio (1830-1848). Se trata de su breve relato Los desposados, publicado poco después de su vuelta a Chile, en las páginas de la Revista de Santiago11. Aunque su base es un melodrama amoroso, la novela nos ofrece un cuadro relativamente vivido de los sucesos parisienses:

El 23 de junio de 1848, París era el teatro de uno de los más encarnizados combates que hayan tenido lugar en su agitado recinto: el ruido del cañón y de la fusilería resonaba por todas partes, las calles todas se hallaban ocupadas militarmente y el terror se veía pintado en los semblantes de los raros curiosos que se atrevían a pasar el umbral de sus habitaciones. Una guerra atroz y sin cuartel, la guerra de los partidos sin freno, se había trabado en aquellos días nefastos para la gran capital. Hablábase de legitimistas y bonapartistas coaligados para derrocar el poder de la Asamblea Nacional: estos partidos, decían, explotando el licenciamiento de los obreros, habían agitado los ánimos hasta hacer estallar el terrible motín denominado después los días de junio; días de sangre y desolación, durante los cuales más de diez mil ciudadanos, entre muertos y heridos, fueron las víctimas de aquel sacrificio estéril, aunque tenaz y valeroso12.



Las figuras principales del melodrama no carecen de representatividad. Alphonse Dunoye, obstáculo insuperable para la felicidad de los dos jóvenes, está caracterizado en términos socialmente definidos: «Este comerciante, miembro de la gran familia de la bourgeoisie francesa, gracias a la felicidad mercantil y al puesto de diputado de la Asamblea Nacional, se había revestido de un sello de importancia y dureza que le procuraba cierta influencia en el ministerio y un imperio absoluto en todos los actos de la vida doméstica»13.

Más adelante, insistiendo en esta impresión, califica al mismo personaje como «tirano doméstico», en claro contraste con las acciones y la condición de Luis d'Orville, el enamorado de su hija, quien aparece descrito como «pobre estudiante, sin fortuna ni apoyo». La máxima incorporación social que alcanza el joven héroe es llegar a ser empleado en el Ministerio de Trabajos Públicos, de donde es expulsado por influencia del asambleísta. Se ve entonces con claridad que en Los desposados encontramos como par opuesto (Dunoye-d'Orville) lo que en Martín Rivas será dúo fraguado (Dámaso-Martín), y que, además, el joven d'Orville anticipa tanto a Rafael San Luis, por su combate directo en pro de las ideas liberales, como a Martín Rivas, en un aspecto de su personalidad social: el de su oscura condición. Junto a esto, es igualmente significativo que el pueblo, la masa beligerante de las barricadas, aparezca como «turba indisciplinada y rabiosa», adelantando también un rasgo que le será atribuido en la novela de 1862.




- III -

Los desposados (1855) pertenece a la primera etapa de producción novelística de Blest Gana. Dos años atrás el joven ha dejado el Ejército; trabaja ahora en labores administrativas. Su designio principal es llegar a ser novelista y, antes que nada, echar las bases de la literatura nacional. A través del epistolario con su amigo y camarada de viaje a Europa, José Antonio Donoso, es posible seguir, por lo menos parcialmente, el interés y tesón puestos por Blest Gana en su trabajo creador. En una de esas cartas, estimula a Donoso a «echar los cimientos del edificio literario» que el país necesita14. La carta es de 1856 y corresponde a sus años de pleno aprendizaje del autor.

«Desde que leyendo a Balzac...», escribirá más tarde, expresivamente, en otra carta ahora dirigida a Vicuña Mackenna15. Explica allí que, gracias al ejemplo e inspiración del maestro francés, abandonó el cultivo de la poesía lírica (restos del cual se pueden encontrar todavía en las composiciones incluidas en sus primeras novelas). Con ello Blest Gana separa definitivamente su destino del de su hermano y proclama su vocación de novelista. Sin embargo, esta prehistoria poética, pronto apagada por su autor, quedará flotando en sus relatos más tempranos, en una de sus figuras más constantes: el personaje del poeta o, a lo menos, el tipo de joven sensitivo y soñador.

No es casual, por lo demás, este arranque a partir del más grande novelista europeo de la primera mitad del siglo XIX. La conexión resulta significativa en varios aspectos. En primer lugar, por el propósito cíclico que forja Blest Gana y del cual ya da cuenta en 1860; propósito cíclico que, a imitación de la Comedia humana y de la historia revolucionaria y postrevolucionaria de Francia (1789-1848), quiere extender Blest Gana a su patria. En segundo término, este decenio de tanteos novelescos que va desde 1850 a 1860 es muy similar -guardando naturalmente las proporciones que hay entre un coloso genial y un talentoso escritor local- a los años iniciales de Balzac, que corren desde el esbozo dramático de Cromwell, en 1819, hasta sus trabajos no firmados como folletinista. El arte de Balzac y la Comedia humana en particular nacen, como se sabe, con Les chouans, en 1829, esa joyita que narra las acciones contrarrevolucionarias de la Vendée en las provincias del Oeste francés. En tercer lugar, se da también en Blest Gana un ciclo novelesco concebido y escrito en una etapa postrevolucionaria. Lo mismo que Balzac escribe después de las jornadas de julio, entre 1830 y 1848, y que Zola igualmente concibe su gran friso sobre el Segundo Imperio luego de ocurrida la Comuna de París, también Blest Gana, de un modo menor, empezará lo más representativo de su obra una vez apagados los estallidos «girondinos» de 1851 y de 1859. La novela burguesa es casi siempre -para glosar títulos de Blest Gana- un intento de reconquista de los ideales perdidos. Vitalidad y canto del cisne se dan la mano en la mejor épica burguesa, pues la historia, en todos estos casos, potencia a la novela y esta surge como un melancólico, a veces animado colofón de lo que ya, en la realidad, permanece exánime.

Y en cuarto lugar y finalmente: ¿Balzac o Stendhal? ¿Quién es, a la postre, de entre estos dos grandes realistas el de influjo mayor y decisivo sobre Blest Gana? El problema no es aquí un problema de fuentes o de modelos literarios; porque bien pudiera resultar que lo que es filológicamente verificable deba ser denegado en el plano, más determinante, de las orientaciones y del sentido de esta novelística. En categorías lukacsianas, parece claro que el espíritu liberal del arte de Blest Gana está en los antípodas de la intransigencia jacobina de Stendhal16. Y, sin embargo... Pero volveremos a esto muy luego, en relación con la próxima etapa narrativa del autor, cuando aludamos a la unidad de significado que constituyen Martín Rivas y El ideal de un calavera. Por el momento, en esta su fase inicial, lo que predomina es la resistencia por parte del escritor a aceptar la reconciliación con el mundo. En esto residen los rasgos definitorios y, paradojalmente, la limitación de sus primeras obras.

Aparte de un aislado intento dramático (El jefe de la familia, 1858), Blest Gana escribe en este tiempo siete breves novelas, que distribuyen su ambientación así: dos son de escenario parisiense (Los desposados, 1855, que ya hemos visto; y La fascinación, 1858, enmarcada esta en el mundo elegante y la vida artística de la capital francesa); cuatro, de ambiente nacional y urbano (Una escena social, 1853; Engaños y desengaños, 1855; El primer amor, 1858, y Juan de Aria, 1859); y solamente una novela se asoma e incorpora elementos del paisaje rural (Un drama en el campo, 1859). Suicidios, muerte, locura dan el tono mayoritario de los desenlaces, al par que fijan la nota truculenta y melodramática de situaciones y episodios17.

Eugène Sue y Dickens se juntan aquí, sin divergencias nacionales, para nutrir personajes y acciones sentimentalmente recargados y deshacer el diálogo en retórica gesticulante. El problema de fondo que afronta Blest Gana en estos relatos es la imposibilidad de conciliar sentimientos y realidad, el alma y la sociedad, el amor y el dinero. Vestigios de esta actitud persistirán en la próxima etapa, en relatos como El pago de las deudas (1861) y en Venganza y Mariluán (ambos de 1864). Es evidente que, a estas alturas de su desarrollo, Blest Gana no ha logrado dar con una fórmula adecuada para eso que él llama las «condiciones de la vida» y «sus incidentes ordinarios»18. Su óptica es unilateralmente idealista. Para captar la substancia de la vida social no solo tendrá que trabajar en las fábulas, en la técnica del diálogo y de las descripciones, en el trazado de caracteres, sino implantando todos estos elementos en un sólido terreno material, en el territorio histórico que le ofrece el Chile de su época.




- IV -

El 7 de diciembre de 1863, en carta dirigida al corresponsal ya mencionado, escribe Blest Gana:

¿Necesitaré decirte que la mayor parte de las escenas y de los tipos de El ideal son tomados de la realidad? Tú sabes, o te lo diré por si lo ignoras, que desde que escribí La aritmética en el amor, es decir, desde que escribí la primera novela a la que doy el carácter de literatura chilena, he tenido por principio copiar los accidentes de la vida en cuanto el arte lo permite. Este principio lo he aplicado con particular esmero en El ideal de un calavera.19



A la fecha de esa carta, Blest Gana ha publicado tres de sus novelas más importantes, a saber: La aritmética en el amor (1860), Martín Rivas (1862) y El ideal de un calavera (1863). Con posterioridad a estos años, sobrevendrá un extenso hiato en su actividad literaria, debido principalmente a sus funciones administrativas como Intendente de Colchagua y, más tarde, a su trabajo diplomático desempeñado en Washington, Londres y París. Durante el período presidencial de José Manuel Balmaceda (1886-1891) renunciará a su cargo como representante del gobierno chileno, para terminar su larga vida en París, en 1920. A este último período de su existencia pertenecen algunas grandes novelas suyas: Durante la Reconquista (1897), Los trasplantados (1904) y El loco Estero (1909). Ellas contienen una problemática diferente, que desborda el propósito de este ensayo. Solo incidentalmente serán mencionadas más adelante, por vía de relación con Martín Rivas.

Las tres novelas más destacadas de su segunda época poseen un rostro extremadamente unitario. Hay entre ellas interrelaciones que proyectan luz sobre cada obra en particular. Desde luego, en su evolución como novelista Blest Gana da un paso decisivo con Martín Rivas, que -de nuevo- guarda un puesto intermedio respecto de las otras. Con La aritmética comparte su ánimo dominante de conciliación, con El ideal de un calavera la materialización de un trasfondo histórico-social que da densidad y amplitud a la narración. Con Fortunato Esperanzano, el personaje de La aritmética en el amor, se emparenta Martín por su tropismo de encumbramiento social; y con Abelardo Manrique, el héroe de El ideal de un calavera, se hermana el deuteragonista Rafael San Luis. De este modo, la progresiva concreción de la materia histórica determina que la figura burguesa, central en su novelística, se desdoble en dos personajes que el escritor quiere ver como complementarios, pero que se le imponen necesariamente como antitéticos. Este Jano burgués tiene dos caras, la del jacobino y la del liberal. Pero ellas son más bien el alma y el cuerpo de una historia que ha exigido la muerte de uno para el triunfo confortable y prosaico del otro. El rebelde antiportaliano de 1837 y el héroe girondino de 1851 caen vencidos en sus novelas; el burgués, a partir de esa misma fecha, sube vencedor en la escala social -vencedor salvado de las batallas, como Martín Rivas-. La parábola de este proceso es lo que veremos a continuación.




- V -

La narración de Martín Rivas transcurre entre fechas señaladas con precisión por el autor. Desde comienzos de julio de 1850 hasta fines de octubre de 1851 se despliega una peripecia novelesca que capta un momento político culminante en la historia de Chile. Son los años en que se gesta y prepara la primera revolución liberal, fenómeno colectivo de gran envergadura, que crece desde motines y sublevaciones castrenses hasta alcanzar una magnitud nacional, cuyas principales manifestaciones son la rebelión de las provincias nortinas, el levantamiento del Ejército del Sur y los sangrientos hechos protagonizados por Cambiaso en Punta Arenas.

Hay un vínculo indisoluble entre estos episodios de la vida nacional y los acontecimientos franceses de 1848. Lo han destacado todos los historiadores que se han referido al asunto, desde Benjamín Vicuña Mackenna hasta Francisco Antonio Encina. Este incluye, entre el conjunto de factores que explicaría la génesis del movimiento, «la poderosa influencia de la revolución de 1848 y de la caída de la monarquía de Francia»20. Los activistas de esta propagación histórica no son otros que los llamados girondinos chilenos, esos expatriados en Francia, como Francisco Bilbao o Santiago Arcos, que, en el seno de la Sociedad de la Igualdad, pondrán un fermento de liberalismo exaltado y extremo.

Esta gravitación del acontecimiento internacional sobre la vida interna del país la presenta claramente Blest Gana, utilizando nada menos que el procedimiento del diálogo trenzado. Con su característica frivolidad, el hijo de don Dámaso se refiere a esos hechos:

-En París hay muchos colores políticos -dijo Agustín-; los orleanistas, los de la brancha de los Borbones y los republicanos.

-¿La brancha? -preguntó don Dámaso.

-Es decir, la rama de los Borbones -repuso Agustín.

-Pero en el norte todos son opositores -dijo don Dámaso, dirigiéndose otra vez a Martín.

-Creo que es lo más general -respondió éste21.



El acontecimiento nacional es contemplado por el autor con diez años de distancia. Sin embargo, hay que aclarar desde la partida que el lapso que media entre el asunto histórico y su plasmación literaria no puede ser concebido como un elemento puramente formal. De naturaleza histórica, por el contrario, determina que ese transcurso no sea algo homogéneo, sino que esté sometido y regido por los avatares políticos del momento. Esos diez años que van desde 1851 a 1862 no configuran una relación, sino una experiencia; no implican meramente una distancia temporal, sino un distanciamiento ético. Significan un rechazo, en definitiva. Aquí reside la explicación del discrimen temático que ha operado la novela sobre su materia histórica.

Efectivamente: Martín Rivas omite por completo la Revolución de 1859 y recorta substancialmente los sucesos de 1851. Nada aparece en ella del magno levantamiento de las provincias, y toda su trama se centra en el motín de Urriola, el hecho capitalino por excelencia. El relato finaliza justamente en víspera de la expansión nacional de la sublevación. Es, pues, este sistema de exclusiones y preferencias lo que llena de sentido esa perspectiva decenal. Y ello implica no solo prescindir cuidadosamente de la injerencia familiar en las acciones revolucionarias (la del hermano en 1859), sino, al mismo tiempo, privilegiar un acontecimiento dentro de un vasto y ramificado proceso político. Es esta elección fundamental la que es necesario considerar con detalle.

Ya es significativo lo que ocurre en La aritmética en el amor. La crítica se ha desconcertado ante su «segunda parte», menos armada, según se ha dicho, y que no logra apresar todos los aspectos del mundo que promueve. No se ha destacado, sin embargo, un rasgo principalísimo: todo ese conjunto de intrigas que transcurre en una provincia innominada es una especie de grotesca parodia de los malentendidos que por entonces marcaban la política nacional. La pugna y las enemistades, con sus entendimientos sotto voce, entre los Selgas y los Ruiplán, no son sino un remedo de las divisiones, más aparentes que reales, que se producían en la familia chilena de esos años. Intento fallido, más que seguro, a pesar del premio de la Universidad de Chile; pero las mismas fallas literarias revelan la impotencia en que ya comenzaba a encontrarse Blest Gana para dominar una materia que le repugnaba, porque esta misma situación que origina el fracaso de su novela sobre 1858 es la que retrotrae su relato siguiente a los hechos de 1851. Durante estos años se produce uno de los característicos reagrupamientos políticos e ideológicos entre los partidos de oposición al gobierno de Manuel Montt. Al comenzar este su segundo mandato, el grueso del Partido Liberal hace alianza («se funde», se ha dicho) con una importante fracción del Partido Conservador, unión que responde, más que al odio a Montt como se ha pretendido, a intereses materiales comunes. Es la fusión liberal-conservadora que siembra la confusión entre liberales y conservadores. Organizada por Manuel Antonio Tocornal y Domingo Santa María, especialmente, tal alianza de los enemigos de ayer no puede dejar de resentir a todo un grupo de liberales que, reivindicando los principios del antiguo pipiolismo, juzga como amalgama ideológica inaceptable la convivencia de las ideas clericales con los postulados racionalistas. Esta experiencia de 1857 -triste experiencia para muchos liberales de la época- es la que está en el centro de la crítica de Blest Gana. El oportunismo político y la apostasía ideológica de sus correligionarios son tratados por él, en su novela, con punzante comicidad, lo cual se acuerda con la descripción que nos hace un historiador contemporáneo:

Para complacer a los pocos sobrevivientes que, con don Benjamín Vicuña Mackenna a la cabeza, hacían una grita ensordecedora, y a los futuros radicales, dueños de Copiapó y de la mayor fortuna de la época, dispuesta a emplearse en la regeneración de Chile, se concertó una farsa. Tocornal abriría la puerta al acuerdo formal, preguntando a los liberales qué opinaban sobre la situación, y le contestaría don Domingo Santa María, exigiendo como precio de la alianza la reforma de la Constitución de 1833 y la libertad de culto.22



Como se ve, en otro plano, se trata de la misma falta de convicción que detecta Blest Gana en los burgueses de la época, de la misma «farsa» política. Ciega a la historia de 1859, marginando las dimensiones nacionales del acontecimiento de 1851, la selección temática que practica Martín Rivas no es en modo alguno arbitraria. Antes bien, su justificación profunda reside en el rechazo implícito que se da en la novela a las transacciones de 1857, verdadera fecha clave en la producción literaria de Blest Gana. Por algo Martín Rivas llevaba en sus primeras ediciones un subtítulo que más adelante desapareció (y tal vez no por casualidad). Martín Rivas (Novela de costumbres político-sociales): tal es el nombre con que la concibió y la publicó su autor.

Ninguna novela, de entre las muchas que escribió Alberto Blest Gana, se referirá ya a asuntos de la historia nacional posteriores a ese año crucial. A la inversa: es fácil darse cuenta de que sus grandes creaciones (salvo el caso de Los trasplantados, 1904, que, por narrar la vida de la burguesía chilena en el extranjero, o queda fuera de estas consideraciones o las ratifica de una manera concluyente) irán retrocediendo cada vez más en la historia patria. El ideal de un calavera narra el asesinato de Portales, en 1837; El loco Estero se ambienta en los años en que termina la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana; y, más palmariamente que todas, Durante la Reconquista va a buscar algo así como los orígenes del desarrollo nacional en los lejanos días de la Independencia. La situación de esta novela es bien reveladora. Publicada en 1897, luego de la experiencia de la guerra civil de 1891 que, aunque seguida de lejos, no tuvo menos efecto sobre la conciencia de Blest Gana, Durante la Reconquista elige y recorta dentro del amplio proceso independentista, la etapa en que alcanza mayor despliegue la energía patriótica y las fuerzas populares (la guerrilla y las montoneras campesinas de Manuel Rodríguez). Su caso contrasta, por ejemplo, con el de Luis Orrego Luco, que en 1810. Memorias de un voluntario de la Patria Vieja, prefiere tematizar la fase inicial de la Independencia, donde predominan la intriga política y las discusiones legales y donde la figura central no puede ser otra que la del abogado Juan Martínez de Rozas.

Hay, por lo tanto, si atendemos a la curva descrita por las obras de Blest Gana, un non plus ultra en la cronología de los asuntos: el medio siglo o, más exactamente, 1857. Es como el horizonte insuperable de su ideología liberal. A medida que avanza el siglo XIX o que empieza el nuevo siglo, Blest Gana vuelve con más intensidad a las primeras décadas del desarrollo nacional. Su novela de 1897, ya lo hemos visto, trata de hechos ocurridos en 1814: son extremos que dejan en medio un gran abismo, justamente el abismo abierto por esa crisis ideológica que es el motor secreto de Martín Rivas. Por eso el motín de Urriola es el acontecimiento de fondo de la novela, su nudo y desenlace narrativos. Multitudinario, turbulento, es el hecho en que Blest Gana resalta el heroísmo actuante de la burguesía. Solamente allí, dentro de las fronteras de Chile, el élan individual, la aureola sobresaliente del tribuno se fusiona con la masa anónima y combatiente del pueblo. Este, de elemento pintoresco que era en la escena de la Plaza de Armas y figura para un retablo costumbrista en las fiestas patrias, pasa a ser ahora materia colectiva en que se apoyan las fuerzas del progreso y la libertad23. Es, en toda plenitud, el éxtasis de las revoluciones burguesas que Marx ha caracterizado en El 18 Brumario:

Las revoluciones burguesas, como las del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos diamantinos, el éxtasis es el estado permanente de la sociedad; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan en seguida a su apogeo y una larga depresión se apodera entonces de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilar serenamente los resultados de su período tempestuoso y turbulento.24



El sacrificio de Rafael San Luis, el que Martín sea herido en el combate, aseguran la investidura heroica de las jornadas de abril. De ahora en adelante -a partir de Martín Rivas, precisamente- la concurrencia del héroe y del pueblo no será ya más un dinamismo histórico, sino, por el contrario, una reminiscencia, algo que es necesario actualizar a través de un proceso de reconstrucción novelesca. Nunca el pueblo alcanza más grandioso relieve en Blest Gana que en Durante la Reconquista; pero se trata de una grandeza pasada, de una gesta ya hundida a comienzos de siglo. Popular, libérrima, revolucionaria en su materia, Durante la Reconquista significa el responso a las ilusiones liberales de su autor. Estas han quedado sepultadas definitivamente más allá de ese límite ideológico que representan los años promediantes del siglo XIX.

A partir de esto, es posible establecer, como hipótesis verosímil, lo que podría llamarse ulterioridad ideológica en Martín Rivas. Es sugestivo, desde este punto de vista, que la obra esté dedicada a Manuel Antonio Matta, uno de los más intransigentes defensores de los principios anticlericales del liberalismo. Matta será muy pronto, como se sabe, el principal fundador del Partido Radical. La imprenta que publica Martín Rivas es la misma que edita La voz de Chile, periódico en que el pensamiento de los liberales disidentes se irá plasmando hasta llegar a la separación y a la formación de una nueva colectividad política. En ese mismo diario vespertino, Martín Rivas se publica primero como folletín, al pie de las páginas en que aparecían artículos de Isidoro Errázuriz, de los Gallo y del propio Matta. De este último, entre muchos de gran interés, destacaremos solo los siguientes: «Política»25, en el que su autor opone a la voluntad individual, subrayada por el liberalismo en su fase inicial, un sistema de leyes para regular la arbitrariedad de las conductas, lo cual deriva, como es fácil comprender, de una nueva etapa de organización y racionalización a que acceden la clase y su ideología; «Proyecto de ley para exceptuar del pago de derechos al cobre fundido con combustibles del país»26, en el que se plantea que la abolición de los impuestos de exportación debe constituir una abolición general y no particular, de acuerdo con los principios enunciados por Courcelle-Seneuil y en estricta correspondencia con los intereses de la burguesía minera; y «El carbón de piedra nacional»27, en el que, con clara conciencia de una base común de aspiraciones, Matta postulaba: «No [...] establecemos un antagonismo entre las industrias mineras del sur y del norte de la República».

Sumado todo esto a la prestancia que adquiere en la novela el héroe representativo de las provincias nortinas (de la burguesía minera, justamente de aquella fracción de clase que constituirá la principal fuerza social del partido emergente), resulta legítimo postular que, más que un liberalismo coetáneo que se juzga conculcado, Martín Rivas expresa los ideales del conglomerado en gestación. Mejor aún: la misma novela de Blest Gana se convierte en vehículo ideológico que coadyuva a difundir y a propagar la mentalidad que surgía. De este modo, una vez más -como antes Lastarria en la década de los 40- la literatura adelanta o plasma paralelamente las aspiraciones que también se manifiestan en el orden político.

Esta precisión nos permite explicarnos, de paso, un error muy común que la crítica ha cometido con Martín Rivas. «Héroe de la clase media», llama Domingo Melfi al protagonista, con una ilusión nada inocente, que rastrea allá a mediados del siglo XIX un reflejo anacrónico de las nuevas capas medias chilenas28. Y, más exultante, Alone exclama en relación con el sentido de la novela: «es el triunfo de la clase media laboriosa, pobre, inteligente, sobre la alta clase envanecida, aunque no desprovista de méritos»29. Y es claro que este espejismo arraiga en la composición social del radicalismo, cuyo núcleo burgués logró atraer hacía sí a otros sectores de la población, más modestos, deseosos también de conquistas democráticas.

Resumiendo: nacido en los años del auge pipiolo, antes de la batalla de Lircay, pues en 1850 el personaje tiene, según el narrador, «veintidós o veintitrés años» de edad; procedente de la zona de Coquimbo y Copiapó, centros de dominación incontrarrestable de la nueva burguesía; ingresado a una carrera que, de ningún modo, es en esa época índice de pertenencia a las capas medias, sino prueba de una extracción social afín a las capas dominantes30; por todo ello, Martín Rivas es un claro y simple representante de la burguesía, pero no en el nivel de su consolidación económica, sino en el de la instauración ideológica.




- VI -

Los años que cubre Martín Rivas están en el centro de un prodigioso desarrollo de crecimiento capitalista en Chile. Solo una cifra: en apenas 16 años se cuadruplican los ingresos por exportaciones que realiza el país, principalmente en los rubros agrícolas y minero (plata y cobre)31. En dos oportunidades la novela se refiere a la importancia que adquiere el mercado triguero de California, que, llevando a su apogeo la demanda extranjera de productos agrícolas, consolida el tropismo exportador de nuestra economía, determina que el crecimiento de la burguesía industrial no se halle desligado de las inversiones en la tierra y que se produzca, por lo tanto, una fusión relativa de intereses entre los hacendados tradicionales y los nuevos capitalistas32.

En este marco general, y sobre este trasfondo, Martín Rivas nos presenta, perfectamente diferenciados y enlazados, dos momentos en la constitución de la burguesía chilena. Son dos niveles cronológicos, que se articulan para diseñar una gradación de sentido.

Don Dámaso representa y caracteriza la gestación de la clase, sus negocios dudosos y florecientes, un camino de progresivo enriquecimiento a través de los cauces que en ese momento abría el desarrollo capitalista en Chile. Acerca de esto, Blest Gana es rotundo, y resume en pocas líneas los hitos de crecimiento de las fortunas burguesas:

Don Dámaso se había casado a los veinticuatro años con doña Engracia Núñez, más por especulación que por amor. Doña Engracia, en ese tiempo, carecía de belleza, pero poseía una herencia de treinta mil pesos, que inflamó de pasión al joven Encina hasta el punto de hacerle solicitar su mano. Don Dámaso era dependiente de una casa de comercio en Valparaíso y no tenía más bienes de fortuna que su escaso sueldo. Al día siguiente de su matrimonio podía girar con treinta mil pesos. Su ambición desde ese momento no tuvo límites.33



Después nos describe su asociación con el padre de Martín, su inversión en riquezas mineras, sus especulaciones financieras (lo que todavía el narrador denomina «usura en gran escala»), la adquisición de un fundo cerca de Santiago y de una mansión en la capital y, para rematar su carrera burguesa, sus aspiraciones a un sillón de senador en el Parlamento. Así, iniciado al calor de los sectores de comercialización del capitalismo británico, que tenía su centro más bullente en Valparaíso, el modesto empleado que fue don Dámaso, lucrando con el auge de la plata en el país (son los años de Chañarcillo), tocándose, como empresario agrícola, con la antigua aristocracia de la tierra, pretende consolidar su poder económico a través de la influencia política y legislativa que otorga el Congreso. Es todo un itinerario, un aprendizaje social que el autor pone ante nuestros ojos. Cuando comienza la novela, vemos a don Dámaso pedir los periódicos para realizar su lectura cotidiana. En esos diarios, que difunden las ideas del gobierno o de la oposición, el personaje se lee a sí mismo. ¡Su lectura es una introspección de clase!

Este burgués ha iniciado su despegue económico y social a los veinticuatro años. Martín tiene, en el año 1850, «veintidós o veintitrés años», según ya recordamos. Casará, por tanto, a la misma edad que su protector. Esta puntualización cronológica es, pues, una verdadera contigüidad que establece un puente de enlace entre el burgués que está en la cima del poder y el joven que, al par que inicia su ascenso, representa otro grado en el ser de su clase, el grado consistente en la formación de la conciencia. Esta proyección de Martín se lleva a cabo en tres direcciones: por su origen, en su amistad y a través de su amor.

El origen: el joven es hijo de José Rivas, un aventurero, cateador de minas, que se nos describe como «un loco que había perdido su fortuna persiguiendo una veta imaginaria». En este sentido, el padre de Martín no representa otra cosa que el élan individualista, el prodigioso esfuerzo de la voluntad que está en el alba cruda del capitalismo. Es lo que corresponde, en Chile, a la leyenda del minero Juan Godoy, leyenda aprovechada y monopolizada más tarde por los Cousiño, los Urmeneta y los Gallo. Los valores de sacrificio y de tenacidad se unen aquí, en el caso de José Rivas, al hecho de su derrota económica para engrandecer con una aureola conmovedora la fría prosa y los cálculos de una burguesía ya consolidada. A través de su padre, entonces, Martín Rivas destaca el ancestro heroico de su clase, la fase de su ascenso inaugural.

La amistad: lo que José Rivas representa en el plano de la actividad económica, lo es Rafael San Luis en el orden de las ideas y de la acción política. Es esto lo que hace tan representativa la pareja juvenil constituida por Martín y su amigo más insigne. Herido en el mismo combate en que Rafael sucumbe, sobreviviente del mismo acto en que su amigo se sacrifica, Martín participa activamente de las «ilusiones heroicas» de la burguesía. Las llamaradas de la voluntad de San Luis parecen quedar prendidas al corazón de Martín, pero no como brillo de su mirada, sino en el fulgor interior, invisible, de sus «ojos de mirar apagado». El quijotismo económico del padre y el pathos libertario de su amigo se sumergen en la nueva apariencia de la clase, más bien fría, austera, meditativa. Producto de su propia clase, de sus avatares, de sus luchas, he aquí un burgués pulcro y mesurado, todo talento, que brota de sucias andanzas en el desierto y de sangrientos encuentros colectivos. Es la flema inglesa a fuerza de piratería: el suicidio de Clive o la furia de Kitchener floreciendo en la compostura selecta del lord inglés.

El amor: ya va quedando en claro que Martín Rivas no es simplemente un romance amoroso. Por el contrario, la naturaleza de la relación existente entre Martín y Leonor, dotada de un fuerte coeficiente social, potencia a un grado máximo la expresión de la ideología. Pues así como José Rivas sublima las prácticas materiales y Rafael San Luis subraya la grandeza de los ideales políticos, Leonor representa la espiritualización de la clase, sobre todo en el aspecto de su coronamiento cultural. Es lo que bien manifiesta el retrato de la heroína:

Magnífico cuadro formaba aquel lujo a la belleza de Leonor, la hija predilecta de don Dámaso y de doña Engracia. Cualquiera que hubiese visto a aquella niña en una pobre habitación habría acusado de caprichosa a la suerte por no haber dado a tanta hermosura un marco correspondiente. Así es que al verla reclinada sobre un magnífico sofá forrado en brocatel celeste, al mirar reproducida su imagen en un lindo espejo al estilo de la Edad Media, y al observar su pie, de una pequeñez admirable, rozarse descuidado sobre una alfombra finísima, el mismo observador habría admirado la prodigalidad de la naturaleza en tan feliz acuerdo con los favores del destino. Leonor resplandecía rodeada de ese lujo, como un brillante entre el oro y pedrerías de un rico aderezo.34



Antes del rostro de Leonor, que seguirá inmediatamente, se nos dibuja este retrato casi en taracea, incrustado como está plenamente en su marco material. En medio de la riqueza superabundante, Leonor es un objeto más entre el decorado y las joyas. Hay, pues, una continuidad ininterrumpida entre el cuadro que pinta a la heroína y los contornos refinados de su clase. En oposición a Martín, cuyos retratos, como veremos, irán captándolo desde el exterior, la hija de don Dámaso aparece desde dentro y se irá desprendiendo poco a poco de su mansión: primero, en el retrato citado, la vemos identificada con los emblemas de su propiedad; luego, cuando la visita Agustín, en el momento de la toilette y, finalmente, saliendo ya de casa, pero todavía contemplándose en el espejo del vestíbulo. Por otra parte, el retrato integra insinuaciones conectadas con diversos registros culturales, especialmente con las artes. La misma niña que se ejercita en el piano, como índice de la educación artística que su clase le otorga, se muestra aquí vinculada a tres bellas artes. ¿No hay acaso un matiz plástico en la pose nonchalante con que se reclina en el sofá? ¿No existe un claro delineamiento pictórico al reproducirse su imagen en la superficie del espejo? Y más sutilmente, quizá: en esa levedad de su cuerpo, en la gracia móvil de su pie, ¿no asistimos al gesto inicial de una figura coreográfica? Aunque cueste creerlo, en esta efigie artística del refinamiento burgués se congregan varias musas tutelares. En virtud de todo lo anterior, la belleza de Leonor siempre coexistirá con su cualidad de elegante. Bella y elegante es una fórmula fija en la novela, términos casi sinónimos que intentan reproducir la impresión que Leonor causa en Martín. Y así es: la elegancia es ese halo sutil que emana del cuerpo y del atuendo juntamente, el prejuicio hecho carne en su sentido más exacto y literal.

En suma: prestigiado por la aventura solitaria de su padre, compartiendo, pero sobreviviendo, las «ilusiones heroicas» de su amigo, desposando a esa criatura ideológica -ser moral y estético- que es Leonor, Martín resulta ser una expresión perfecta de la burguesía en los tres niveles de constitución: en el económico que José Rivas, en cuanto víctima, realza; en el político que se encarna en la figura de Rafael y en la espiritualidad que resplandece en la hija de don Dámaso.

Este conjunto de interacciones hace de Martín un ente ideológico en plenitud. De ahí resulta el movimiento ambiguo de la novela, a veces difícil de entender. Si el héroe es un burgués, podría aducirse, ¿qué necesidad tiene el novelista de narrar su ingreso en su propia clase? Es esto, una vez más, lo que fortalece el equívoco de Martín-«héroe de la clase media», al que ya nos hemos referido. De hecho, lo que pasa es otra cosa. Representante de la burguesía minera del norte, Martín se incorpora a la burguesía por excelencia que es, en el contexto chileno, la agrícola, comercial y financiera. En este sentido, cumplen su función el viaje y la llegada y, sobre todo, el proceso de adaptación que nos traza la novela; aunque viaje, llegada y adaptación equivalen a un desplazamiento solo relativo dentro de un círculo social cerrado. Es el paso de una fracción de clase, nueva y emergente, a otra fracción, ya asentada y respetada como tradicional. Pero, junto a esto, el desarrollo del protagonista figura un movimiento ideal, completamente abstracto: el de una entelequia ideológica en pos de su base material. Arquetipo huérfano de sustancia, Martín cumple con todas las cualidades del burgués, menos con una, la del capital y la propiedad privada. Hay, en esta notable novela de Blest Gana, algo así como un argumento ontológico de la burguesía. Pues así como tantos filósofos cristianos, con Anselmo a la cabeza, deducían la existencia de Dios a partir de los atributos implicados en su esencia perfecta, así también Martín Rivas parte del burgués en idea para llegar a una concreción material de su riqueza, Leonor mediante. Es lo que sugieren, además de otros detalles, los retratos de Martín.

Harto conocido, su retrato indumentario nos lo muestra como un provinciano que viste anacrónicamente y que nada sabe de las modas del día. Sin embargo, la descripción física que viene a continuación niega en gran medida la validez de esas pinceladas: «cierto aire de distinción» se impone a la precariedad de la ropa. Pero nuevamente los rasgos corporales que allí se mencionan (los «ojos de mirar apagado y pensativo», el aspecto de la resolución, la ausencia de una «regularidad perfecta en las facciones», etc.) se subordinan y se resuelven en esta etopeya última:

Martín se miró maquinalmente a un espejo que había sobre un lavatorio de caoba, y se encontró pálido y feo; pero antes que su pueril desaliento le abatiese el espíritu, su energía le despertó como avergonzado y la voluntad le habló el lenguaje de la razón.35



Ni la ropa ni el físico poseen la verdad: esta habita, una vez más, en el interior del individuo y consiste fundamentalmente en las dotes de energía, voluntad y dominio racional que caracterizan al joven. He aquí la particular dialéctica de estos retratos, al parecer tan simples e irrelevantes: la pobreza de la vestimenta contrasta con el «aire de distinción» de Martín, la conciencia de su propia fealdad lo fortalece en sus íntimas disposiciones morales. Estas negaciones sucesivas descubren el núcleo positivo de la personalidad, lo que se fija de modo rotundo en las primeras páginas de la obra. De ahí en adelante, todo el camino del relato será el inverso, la adaptación a sí mismo que irá experimentando el personaje en su vestimenta y en su propio cuerpo. Imitará los trajes, los gestos, los modales, el lenguaje de esa clase cuyo ser profundo lleva en su interior. Este proceso comienza muy temprano en la novela, en la misma escena de la Plaza de Armas en la que Martín sale tan mal parado, quizás tanto por su propia culpa como por la de sus «compatriotas obreros» de la ciudad:

-Un par de botines de charol, patrón.

Estas palabras despertaron en su memoria el recuerdo del lustroso calzado de Agustín y sus recientes ideas que le habían hecho salir de casa. Pensó que con un par de botines de charol haría mejor figura en la elegante familia que le admitía en su seno; era joven y no se arredró con esta consideración ante la estrechez de su bolsillo. Detúvose mirando al hombre que le acababa de dirigir la palabra, y éste, que ya se retiraba, volvió al instante hacia él.

-A ver los botines -dijo Martín.

-Aquí están, patroncito -contestó el hombre, mostrándole el calzado, cuyos reflejos acabaron de acallar los escrúpulos del joven.36



Nuevo espejo, esta superficie charolada equivale, en sus reflejos y en su brillo, a todo lo que Martín aspira. Es una vía pata ir borrando la impresión de fealdad. Como se ve, pese al escarnio de que es víctima, pese al cómico encarcelamiento que anticipa ya su dramática prisión del desenlace, Martín comienza la materialización de su espíritu con un orden perfecto, desde sus mismos pies, para alzarse poco a poco y pisar firmemente sobre el suelo que todavía le falta. No está incapacitado para esto, pues le sobra a Martín capacidad meditativa. La novela está cruzada por esta actitud meditabunda de Martín que, más allá de toda melancolía romántica, lo lleva a reflexionar, a sacar consecuencias de los hechos vividos y a fijar los resultados de su experiencia en verdaderas máximas: «Entregado a profunda meditación se hallaba Martín Rivas [...] Practicadas todas sus diligencias, regresó a casa de don Dámaso y se puso a trabajar en el escritorio de éste, repitiéndose para sí: "Ella no me desprecia".»37.

Hay un tono smilesiano en Martín Rivas que emparenta la estructura moral del personaje con los escritos coetáneos de Samuel Smiles, apologista inglés de la moral burguesa, autor de obras tan inefables como El trabajo, El deber, El Ahorro y Self-Help (1859), fuente de todos los manuales norteamericanos para una vida exitosa.

De este modo, se impone comprender las relaciones internas de los personajes en una forma distinta. Seducida por la figura de Martín y por sus connotaciones sociales, la crítica ha insistido en la diferencia existente entre el héroe y don Dámaso, o entre aquel y Agustín, por ejemplo. No hay tal. El de Martín Rivas es un mundo constrictivamente unitario, en el cual los personajes se despliegan como variaciones de un mismo tipo humano. Vale también aquí, y no solo para el ámbito de las intrigas, la noción capital de «analogía de las situaciones». Es lo que confirman, por lo demás, las múltiples contigüidades y hasta congruencias existentes en la obra; las de edades, ya indicadas (Dámaso joven, Martín, Rafael y Agustín tienen todos de veintidós a veinticuatro años); las de nombres, que veremos pronto; y esa suerte, tan curiosa, de rimas aritméticas que se suceden así: 30.000 pesos, la dote de don Dámaso; 30.000 pesos, la bolsa de Agustín en su viaje a Francia; 300.000 pesos, el capital de que dispone Clemente Valencia; 3.000 pesos, el sueldo de Emilio Mendoza, el otro galán de Leonor; 30 pesos, finalmente, muy modestos, la remuneración que se ofrece a Martín por sus labores de secretario. Estos números diferencian, pero también emparejan. Martín no es sino don Dámaso moralmente decantado, no es sino Agustín decantado intelectualmente. Es su complementario ideológico, ya lo vimos, que busca en ellos su fundamento social. Todo moralidad, todo talento, el talento y la moralidad son su única fortuna. Los ceros vendrán después. Por añadidura, como en el Evangelio.

Sobre el desenlace de la novela, se ha escrito con razón:

Blest Gana aplica aquí un principio de justicia conmutativa: Dámaso Encina se ha hecho rico a costillas de su ex socio; el hijo de éste se enamora de la hija de aquél y, por la vía matrimonial, la fortuna de los Encina habrá de pasar en gran parte a las manos de Rivas que conquistó Santiago junto con el corazón de la arrogante heredera.38



La novela se abre y se cierra con cartas que sitúan a Martín. En la primera, escrita por José Rivas, el padre presenta a su hijo a quien será su protector; en las finales, recorrido ya el camino del personaje, este comunica a su madre y a su hermana su matrimonio con Leonor. Las mitades del romance social se han unido, configurando una plena esfericidad. Sin bordear el incesto en sentido propio, como ocurre, por ejemplo, en Cumandá, del ecuatoriano Juan León Mera; lejos también de ese semincesto que caracteriza las relaciones amorosas entre Efraín y su prima en la novela María, de Jorge Isaacs; distante en general de ese núcleo familiar del idilio romántico, Martín Rivas, novela esencialmente realista, esboza esta especie de incesto económico, pues los dos esposos son hijos de la misma asociación capitalista. Así, Martín hereda los negocios de don Dámaso, como un hijo que surge al alero de su padre:

Don Dámaso Encina encomendó a Martín la dirección de sus asuntos, para entregarse, con más libertad de espíritu, a las fluctuaciones políticas que esperaba le diesen algún día el sillón de senador. Pertenecía a la numerosa familia que una ingeniosa expresión califica con el nombre de tejedores honrados, en los cuales la falta de convicciones se condecora con el título acatado de moderación.39






- VII -

Nada más simple, en apariencia, que la intriga de Martín Rivas. El movimiento narrativo avanza y descansa en una sucesión de enredos y de equívocos, hábilmente entrelazados. Cada eslabón, en esta cadena novelesca, es una pareja amorosa: Leonor-Rafael; Matilde-Rafael; Rafael-Adelaida; Adelaida-Agustín; Agustín-Matilde; Ricardo-Edelmira; Edelmira-Martín; Martín-Leonor. Toda esta serie de anillos van engarzando malentendidos que están perfectamente en la sensibilidad de la comedia de enredos o de los mecanismos del folletín. Por ejemplo, y para resaltar los más salientes, al comienzo Martín cree a Leonor enamorada de Rafael. Es a la sombra de este error que crece la verdad sentimental del joven. Igualmente, más adelante, la pasión de Leonor se intensifica cuando cree a Martín prendado de Edelmira. Ahora bien, si se considera la totalidad de este juego narrativo, es posible desprender tres constataciones:

  1. estos enredos se establecen en general entre dos planos sociales, el de la burguesía y el del «medio pelo»;
  2. el trenzamiento y destrenzamiento de estas situaciones -sentimentales, jocosas o dramáticas- son paralelos o coinciden directamente con el progreso amoroso y social de Martín;
  3. en el caso particular del héroe, hay que ver el doble polo de atracción, Leonor y Edelmira, en que oscila su personalidad.

En cuanto a lo primero, es visible que Martín no progresa solo como secretario y consejero de don Dámaso. Sus mismos consejos a veces son de ayuda para su protector, no en el orden de los negocios precisamente, sino en otro, más dudoso, que lo convierte en zurcidor y destrenzador de voluntades amorosas. Raro químico, Martín es siempre agente de afinidades electivas que pasan por claras coordenadas de clase. Separa lo socialmente heterogéneo, une lo homogéneo socialmente. Une, por ejemplo, a Matilde con Rafael, pero separa a Rafael de Adelaida. En su propio caso, se une a Leonor, pero separándose de Edelmira que, como todo lector de Martín Rivas recuerda, se sacrifica por él. Opera, pues, en esta y en otras situaciones, como un Celestino al revés. Y es muy interesante que los críticos a menudo olviden esta doble dirección en la anécdota amorosa de la novela, que no solo tiene signo positivo hacia Leonor, sino un triste signo negativo para con Edelmira. El talento de Martín no es otro, entonces, que aplicar la ley de las valencias sociales para crear compuestos amorosos legítimos. Por eso, en la carta de Martín a su hermana, muy sugestivamente puede escribir estas palabras:

Fui al día siguiente de mi llegada a ésta, día domingo, a la Alameda; yo daba el brazo a Leonor, lo cual bastará para que fácilmente te figures el orgullo de que me sentía dominado. A poco andar divisamos una pareja que caminaba en dirección opuesta a la que llevábamos; pronto reconocí a Ricardo Castaños, que, con aire triunfal, daba el brazo a Edelmira. Nos acercamos a ellos y hablamos largo rato. Después de la conversación, me pregunté si era feliz esa pobre niña, nacida en una esfera social inferior a los sentimientos que abrigaba antes en su pecho, y no he acertado a darme una respuesta satisfactoria, pues la tranquilidad y aun alegría que noté en sus palabras las desmentía la melancólica expresión de sus ojos.40



¡Esa «dirección opuesta» de ambas parejas sin duda que significa algo más que una pura oposición espacial!

Así, pues, pese a la simpatía con que el narrador contempla la fisonomía moral de su héroe, surgen zonas de claroscuro que revelan hasta qué punto las condiciones efectivas de existencia social determinan la conducta de los seres. Sujeto ético ante todo, Martín Rivas está sometido a las reglas de su propia clase, a sus prejuicios, a los límites que ella le impone. Y pertenece a la eficacia artística de una obra como esta el que esas complejidades se evidencien en los intersticios mismos del texto. Apología sin reservas del héroe en su letra explícita, esta novela virtualiza también sobre él una ironía subyacente. Como las grandes creaciones de la época moderna, aunque en términos, por supuesto, infinitamente más modestos, Martín Rivas hace igualmente posible esa doble lectura que constituye la profundidad última de toda obra novelesca. Grandeza y locura de don Quijote; ascenso y descomposición de Julien Sorel; esplendor y miseria de Emma Bovary; rebelión y mezquindad de Mathieu Delarue... Añadamos a esta serie tan incompleta la honestidad y trapacerías del personaje de Blest Gana.

El narrador, con clara conciencia de lo que será la hebra fundamental de su trama, explica largamente, en casi una página, lo que entiende la sociedad santiaguina por servir mucho:

La expresión de servirme mucho, que Agustín había empleado al acercarse a Martín, necesita explicarse desde el punto de vista social en que Encina la usaba al formular su reflexión. Un joven visita una casa. El amor, esta estrella que guía los pasos de la juventud, le ha dirigido allí. La falta de animación que se nota en nuestras tertulias anuda la voz en la garganta del que tiene que confiar a los ojos la frase amorosa que el temor de ser oída por los profanos le impide pronunciar.

Pero el amor lleva el sello de la humanidad que le rinde su culto: tiene que desarrollarse y progresar. Las miradas que bastan para alimentar lo que Stendhal llama admiración simple no alcanzan a satisfacer las exigencias del corazón, que llega a lo que el mismo autor designa con el nombre de admiración tierna. Es preciso entonces oír la voz de la mujer querida y confiarle también las dulces cuitas del alma enamorada. Mas la conversación es general o fría en la tertulia, y no es fácil dirigir en privado la palabra a una de las niñas.

Entonces se busca un amigo.

Este puede entretener a la mamá con una charla más o menos insípida, o a las hermanas, que siempre tienen el oído más listo que la madre.

El enamorado puede entonces desarrollar a mansalva su elocuencia de frases cortadas y de suspensivos.

En este sentido pensó Agustín que Rivas podría servirle mucho en casa de doña Bernarda, en la que la vigilancia de la madre era tanto mayor, a pesar de su afición al juego, cuanto era también el peligro de la situación, siendo el galán de su hija un mozo de familia acaudalada.41



De este pasaje se deduce que se trata de la oficiosidad pasiva de una persona en materia amorosa y de galanteos y que servir mucho se podría aplicar aún con mayor razón a las intervenciones, tan activas y oportunas, que lleva a cabo Martín. La expresión, entonces, y a través del comentario del autor, se convierte en síntesis y lema de la participación novelesca del personaje, en su sentido más cabal. Por ello, es muy significativa y nada casual, dado el énfasis puesto por el narrador en su digresión, que cuando Encina piense en su huésped como secretario, lo haga utilizando la misma fórmula:

«-He pensado -dijo don Dámaso a su mujer- que Martín puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis libros.

-Parece un buen jovencito y me gusta porque no fuma -respondió doña Engracia».42



Servir mucho: con la misma expresión se designa en la novela tanto el trabajo oficial y públicamente reconocido de un aprendiz de burgués como sus manejos más secretos, las composturas clandestinas del orden social. Y aun en esto se revela nuevamente el enlace constante que establece la novela entre don Dámaso y Martín. Para Leonor, su preocupación por lograr la felicidad de Matilde y Rafael tiene el sentido de una reparación de la falta cometida con anterioridad por su padre:

«-Sí, otro interés -repuso ésta-: quiero reparar una falta de mi padre, que fue en gran parte, como tú me has dicho varias veces, la causa de que despidiesen a Rafael de tu casa».43



Martín descarga, por lo tanto, en la ayuda prestada a Leonor, una culpa cometida por don Dámaso; pero simultáneamente abre él mismo otra brecha, menos interesada tal vez, aunque no menos afín. Por supuesto, al impedir el matrimonio de Adelaida con Agustín se halla justificado en parte por las circunstancias concretas del engaño; sin embargo, su consejo no deja de ser brutal y está, curiosamente, expresado con un galicismo semejante a los usados por el afrancesado: «-Usted hiere la dificultad, señorita -respondió Martín-, aquí se trata de comprar».

Pero, ¿y en el caso de Rafael con Adelaida? La atención ahí se desvía hacia la avidez de Amador, el ruin hermano de la muchacha. La duda subsiste; con todo, Martín actúa a contrapelo y con malhumor: es su magro remordimiento.

Sería raro que en Martín Rivas no se mantuviera la tendencia onomástica manifiesta en La aritmética en el amor. En esta novela, Blest Gana pone a muchos de sus personajes algo así como sobrenombres. Es una comicidad de brocha gorda, rayana en la caricatura. Fortunato Esperanzano, para el protagonista cuya única esperanza es hacerse de fortuna; Ciriaco Ayunales, para un fraile que poco tiene que ver con cirios y menos con ayunos, son sin duda bautizos rabelesianos.

Antes, en Los desposados, se habían hecho presente intenciones de otra índole. En esa novelita, como se recordará, el apellido del antagonista era Dunoye (o Dunoie). Posiblemente para un francoparlante el nombre no se asocie con la significación de ahogarse que, sí, por el contrario, puede imponerse a quien, desde una lengua extranjera, contempla la palabra como un conjunto de letras. Ahora bien, este nombre -que pudo tal vez inspirarse en el folletín de Eugène Sue, Thérèse Dunoyer, publicado en el diario El Pueblo de Copiapó en los mismos días en que Blest Gana volvía de Europa44- alude con certeza al hecho de que la pareja de amantes perecerá por inmersión en las aguas del Sena. Dunoye es, pues, en Los desposados, una voz premonitoria del suicidio de los jóvenes.

Por otra parte, si se hiciera una historia imaginativa de los nombres usados por el autor en sus primeras novelas, se constataría más de un cambio sorprendente. Una escena social (1853) se abre y se cierra con la presencia del criado Martín, cuyo retrato es aún más extenso que el de Alfredo, el protagonista de la novela. Es este, fragmentariamente:

Martín era mi criado y confidente, tenía cuarenticinco años y gran experiencia; era francés de nacimiento y profesaba un afectuoso cariño por mi persona; su fisonomía era grave como una máxima de La Rochefoucauld; sus cabellos, de dos centímetros de largo, le daban un aspecto de severo puritanismo [...] Martín era uno de esos hombres que, colocados en una esfera baja, presentan, sin embargo, un cierto interés cuando los observamos de cerca [...] Tenía un modo peculiar de expresarse, dando a sus frases el giro de su idioma.45



La relación se impone entre este criado de 1853 y el héroe de 1862. Más de una ironía consciente hay en esta decisión de Blest Gana de dar a estos dos personajes idéntico nombre. La gran experiencia que se atribuye a uno, su fisonomía severa como la de una máxima, coinciden con aspectos del ser moral del otro. Y su «puritanismo» podría tal vez explicar el sabor luterano del nombre de Martín, tan opuesto al plenamente católico de Rafael San Luis. Por otra parte, «francés de nacimiento» y en sus usos idiomáticos, el criado de Una escena social prefigura al afrancesado Agustín de su futura novela. Así, el criado de antaño parece concentrar posibilidades que solo después se diversificarían en personajes varios.

No es Martín el único caso que ejemplifica esta curiosa inversión. La heroína de La fascinación (1858) es Adelaida de Farcy, noble dama que lleva el mismo nombre que la cursi y ambiciosa hija de doña Bernarda Cordero. Rebajada Adelaida, ennoblecido Martín, la novela de 1862 posiblemente instaure correspondencias onomásticas que tienen más de una significación en el proyecto cíclico de la novelística de Blest Gana.

No son estos detalles que solo puedan ser observados fuera de Martín Rivas. En la misma novela hay una alusión interna a pequeños misterios de este tipo.«Las hijas se llaman Adelaida y Edelmira. La primera debe su nombre a su padrino, y la segunda a su madre, que la llevaba en el seno cuando vio representar Otelo y quiso darle un nombre que le recordase las impresiones de una noche de teatro»46.

¿Equivocación por Emilia, la sirvienta de Desdémona? ¿Referencia a alguna diva de la época? ¿O alusión, tal vez, al controvertido Otello de Rossini (1816)? No lo sabemos, pero sea lo que fuere, queda en pie el segmento semántico que alude a un espectáculo mirado y admirado? Y esta verificación puede unirse a las rimas -iniciales, internas o propiamente tales- que caracterizan la nómina del relato. Piénsese en estas series: Dámaso-Diamela-Damián, en que dos patres familias, el de la burguesía y el del «medio pelo», tienen idéntico arranque silábico, semejante también a la perrita faldera de doña Engracia; Rafael-Fidel, en que el amante y el padre riman su enemistad alrededor de la figura disputada de Matilde; Elías-Rivas, en que el prototipo de la veleidad política tiene el mismo remate fonético que el héroe de las jornadas de abril; Martín-Agustín, en que el criollo y el afrancesado consuenan a la perfección; Encina-Molina, en que las familias centrales de la novela, de rango tan diverso, delatan su parcial identidad47.

Estas «rimas», estos segmentos congruentes, esas superposiciones fragmentarias hacen del mapa onomástico de la novela un pequeño puzzle, un crucigrama cuyo sentido más obvio y perceptible parece ser la analogía básica de todos los elementos. Este régimen de isofonías se añade, como ya insinuamos, a esas contigüidades tan abundantes en la obra (edades, temas) y a cifras perfectamente seriadas sobre unidades básicas.

Opuesto al nombre de Rafael San Luis, semejante al de Fidel Elías, tintineando como el de Agustín, reeditando el de un viejo criado francés, el de Martín se carga de vibrátiles connotaciones que no hacen imposible que en su apellido, Rivas, aliente la inspiración balzaciana del arriviste48.




- VIII -

Martín Rivas ocurre en un marco definidamente urbano. Todos sus personajes se mueven en el espacio novelesco de Santiago, la capital de Chile. El hecho contrasta poderosamente con otras novelas del siglo XIX latinoamericano, a las cuales ya hemos aludido en estas páginas. Ello se debe sin duda al grado de desarrollo económico y político del país, al alcance centralizador de los órdenes de la vida social que había logrado el Estado nacional. En la novela, la mayoría de sus personajes hablan constantemente de política, la viven cotidianamente. Se subraya, de este modo, una dinámica interferencia entre lo público y lo privado, hasta el estallido del motín de abril que hace pedazos, por un momento, la vida de la familia burguesa. Sin tapujos y nada vergonzantemente, los hombres que se reúnen en la tertulia de don Dámaso conversan de los problemas del día y de las circunstancias de la vida nacional. Hasta las mujeres, como la esposa de don Fidel, se interesan por esos tópicos. ¡Qué distancia entre esta mujer, tan preocupada por problemas culturales (se considera discípula del dudoso feminismo de Georges Sand) y las imágenes ingrávidas, solo simbólicamente relacionadas con lo social y con la historia, de María o de Cumandá!

En relación con esto, hay una esfera temática que posee particular interés: la de las fiestas y celebraciones públicas.

En Martín Rivas adquiere singular relieve la descripción de la fiesta de la Independencia nacional, el aniversario patrio del 18 de septiembre. La función de este pasaje de la novela49 es múltiple y puede esquemáticamente detallarse así:

  • La presencia de la fiesta nacional, en medio del desarrollo lineal de la acción, asegura la existencia de una unidad política ya consolidada. Lo que Santiago es en el eje espacial, lo representan en el plano temporal estas festividades colectivas. ¡Quieren ser el centro de la vida toda del país! La novela consagra y expresa esta unidad nacional ya conseguida, que la burguesía considera un resultado importante de su actividad histórica.
  • Desde un punto de vista más estrictamente ideológico, la pintura de estas festividades presuntamente «nacionales» proponen la ilusión de una unidad social que la clase burguesa, desde su particularismo dominante, se interesa en impulsar. Todos conviven a las maravillas en estas fiestas: amos y pueblo, en una armonía preestablecida... por la chicha, el mosto y una alegría efervescente magníficamente graduada por los gobernantes.
  • Si se liga la unidad política (un hecho inobjetable en el Chile de 1862, descontando a los indios araucanos: pero nuestros antepasados no son chilenos, sino bárbaros para el credo liberal de ese tiempo) a la sugerencia de unidad social (una ficción en el Chile de antaño como en el de ahora), es claro que esta visión responde a una necesidad de base popular inherente al funcionamiento de una clase en el poder. Si el héroe es burgués, necesita el trasfondo de la masa para que se destaque su personalidad; la estatua del tribuno se yergue sobre el pedestal -sobre los hombros o las espaldas, lo mismo da- del pueblo. Hay, pues, una apertura hacia abajo que expresa tendencias objetivas del dominio burgués y que se muestra muy bien, por ejemplo, en otro texto clásico del liberalismo ochocentista, en el Facundo (1845). La pintura de esos tipos populares ante los cuales Sarmiento revela una relación tan ambigua no muestra solo al rastreador o al baqueano como casos de ciencia popular, esto es, de infraconocimiento, sino hace de ellos figuras fundamentales de la nacionalidad, pues lo mismo darán origen a caudillos destructores que a formas de vida representativas del «suelo» y de las «costumbres» argentinos. Rémora, sí, pero también humus.
  • El elemento costumbrista y los procedimientos de tipificación se prestan muy bien a esta concepción, en la medida en que, como ha mostrado Noël Salomon50, contienen una implícita referencia a grados inferiores de evolución, debido a su vínculo con las ciencias de la observación. Es el patriotismo prepotente de la burguesía, su paternalismo desdeñoso frente al pueblo. Las «clases» se acercan aquí a especies zoológicas debidamente jerarquizadas. Pues los pobres tienen a la postre -parecen pensar estos "patriotas" de 1800 y tantos- el mérito de pertenecerles, de ser suyos.



- IX -

Piedra miliar de la novela chilena, Martín Rivas nos confirma que ante Alberto Blest Gana estamos frente a un clásico indudable de nuestras letras. Junto a Alonso de Ercilla y su epopeya, junto a nuestros líricos actuales, cabe al novelista del siglo pasado un puesto seguro en nuestras jerarquías literarias. Lo mismo que Ercilla, lo mismo que Neruda, Blest Gana ratifica una vez más que la vigencia y el valor duradero de un escritor no residen principalmente en perfecciones formales, sino en la sustancia y riqueza de relaciones histórico-sociales que su obra promueve. Contra la estética de Valéry, en las verdaderas novelas la famosa marquesa sale a las cinco de la tarde y a la hora que le da la gana. De ahí ese mundo móvil, jugoso, que el escritor presenta, donde cada detalle y cada elemento tienen su puesto en una totalidad vivida y compacta, desde los tics de don Dámaso hasta la presencia de un daguerrotipo, ese invento característico de la Monarquía de julio, transportado muy pronto a Chile y que tanto propagará, según Gisèle Freund51, el sentimiento que de su propia importancia va adquiriendo la burguesía. Unidad concreta de lo singular y de lo universal, la particularidad en que consiste lo típico se manifiesta en forma eminente en la totalidad compuesta de tensiones y matices, que no se resuelve en una contraposición maniquea de valores, sino por el contrario da lugar a interpenetraciones, a énfasis y diferencias, opacidades y destellos entre seres artísticamente solidarios. La mejor síntesis conceptual de la lectura que proponemos de Martín Rivas es la contenida en este pasaje de Lukács:

A eso se añade, como acabamos de mostrar, que la creación de una tal figura típica, incluso cuando domina toda la obra como suele ocurrir, por ejemplo, en Molière, no es nunca más que un medio al servicio de la finalidad artística, que consiste en representar el papel de aquel tipo en su interacción con todos los contratipos que contrastan con él, como fenómeno tipo de una determinada etapa de la evolución de la humanidad. Por eso en toda auténtica obra de arte se presenta una jerarquía de tipos complementarios -por su relativo parecido, por su contraposición absoluta o relativa- cuyas dinámicas interrelaciones constituyen el fundamento de la composición.52



Actividad teleológicamente concebida, encaminada a un fin histórico-social, la praxis artística comparte la misma naturaleza que Marx asignó, en un texto célebre de El Capital, al trabajo productivo del hombre. Por eso, más que una lectura sustancialista de entidades típicas (personajes, fenómenos, épocas), lo que importa percibir, para reencontrar el sentido vivo e inmediato de la obra, es el movimiento de ella como totalidad, su proceso orgánico que exige que los corpúsculos constitutivos se desplieguen integrando una vitalidad esencialmente ondulatoria, en la que reside, a la postre, la fuerza del arte como tal. Martín Rivas, sí, he ahí en alto el personaje; pero no olvidemos que se trata de una novela de costumbres político-sociales, que rebaja, por tanto, más de un pedestal.




- X -

Liberal algo escéptico, con ese escepticismo profundo que sobrecoge a los liberales cuando descubren, a fines de siglo, que los Derechos del hombre y del ciudadano no eran el evangelio supremo del progreso; «desnacionalizado», como le reprochó el Presidente Balmaceda (vivió, en verdad, más de cincuenta años fuera de Chile, empapado de nostalgia por su patria en hoteles y callejuelas elegantes de París), este hombre y escritor supo advertir, por encima de sus inquebrantables convicciones burguesas, uno de los problemas que aquejarían al Chile del futuro, es decir, del presente. El 3 de mayo de 1878, en vísperas de la declaración de guerra a dos países hermanos, Alberto Blest Gana escribía a Aníbal Pinto, aplaudiendo la aplicación del impuesto a la renta sugerido por Courcelle-Seneuil para paliar la crítica situación económica del país:

Es cierto que con los arbitrios que M. Courcelles-Seneuil sugiere, perderán los bancos y perderán los monopolios; es verdad que los capitalistas verán amenazadas sus rentas, que hasta ahora han sido más respetadas en Chile que los animales entre los hindúes, que creen en la trasmigración; pero el Estado puede salir de apuros indudablemente y crearse una situación más holgada, en favor de lo cual pueden echarse las bases de una reforma radical y saludable de nuestra hacienda pública.53



¡Ya en 1878, hace casi un siglo justo de hoy, un liberal como Blest Gana consideraba el respeto irrestricto a la propiedad capitalista como una pura superstición, es decir, como una religión bárbara y antihigiénica!





 
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