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ArribaAbajoAlfonso Querejazu


ArribaAbajoLa ejemplaridad del sacerdote

Para los que tuvimos el privilegio de ser amigos suyos, pienso que el mejor homenaje a su memoria tal vez sea exponer a cuantos no le conocieron las razones por las que ahora le he llamado «sacerdote ejemplar».

Tengo yo por ejemplar al sacerdote cuya actividad en el mundo se cifra ante todo en estos dos empeños: lograr, amando a los hombres, que éstos se amen verdaderamente entre sí, y con el ejemplo y la palabra, al margen de las varias instancias coactivas del mundo, el poder y el dinero a la cabeza de todas, mover a quienes les rodean, al ejercicio de abandonar alguna vez las seducciones y las urgencias de tejas abajo, para enfrentarse responsablemente con aquello que conceda primer fundamento y otorgue último sentido a la existencia de cada cual. A mi modo de ver, todo lo demás es decididamente accesorio.

Accesorio, sí, pero no irrelevante. Porque ese modo básico o genérico de ser sacerdote, siendo tan necesario como suficiente para dar ejemplaridad al sacerdocio, se realiza en el mundo según distintos modos o caminos, y esto hace que el sacerdote pueda ser social y cristianamente ejemplar según pautas operativas muy diferentes entre sí. Tres veo yo en primer término, la intelectual, la socioeconómica y la artística. Según la primera, la ejemplaridad del sacerdote, que ahora se especifica como teólogo, consistirá en ofrecer todo lo eficaz y todo lo ejemplarmente que él pueda las razones filosóficas e históricas por las cuales su personal manera de entender el fundamento de la existencia humana -el Dios personal uno y trino- y la raíz viva del amor a los hombres que él siente y promueve -la concepción de ese Dios como amor- son o pueden ser plausibles y aun atractivas para cualquier persona, incluidas las intelectualmente más exigentes y exquisitas. La pauta segunda tiene como materia principal, ya lo he dicho, las relaciones sociales y económicas entre los hombres, y se cifra en demostrar mediante la palabra y la conducta que la creyente aceptación de ese fundamento y ese sentido de la existencia es a la vez vía idónea para que la libertad florezca en la convivencia civil y eficaz imperativo -o imperativo convincente, si a pesar del esfuerzo personal uno no puede alcanzar verdadera eficacia- para que la más avanzada justicia social, tanto en el orden de la economía como en el de la cultura, prevalezca en el inundo en que el sacerdote vive y actúa. Una tercera pauta nombré, la artística, y ésta se realiza cuando el sacerdote es capaz de mostrar que su visión del mundo puede ser bien expresada en formas -costumbres, literatura, música, artes plásticas- estéticamente dignas, y, cuando, por otro lado, sabe asumir como suyo, precisamente en tanto que tal sacerdote, todo el arte válido que los hombres hayan creado en su pasado y estén creando en su presente.

De manera muy firme y delicada supo ser Alfonso Querejazu sacerdote ejemplar, en el sentido que antes he llamado genérico o básico. A muy pocos he conocido yo de tan habitual modo dispuestos a respetar la realidad propia de las personas con quienes están hablando; más aún, tan constante, tan bondadosamente pertinaces -bondadosamente, no pánfila o bobaliconamente- en la práctica de ver a los demás, altos o bajos, artistas egregios o mozos de comedor, intelectuales redomados o mozalbetes campesinos, según lo mejor que en ellos hubiese. Era esto en su vida una segunda naturaleza perfectamente incorporada a su ser personal; y de manera tanto más meritoria, cuanto que por naturaleza primera él distaba mucho de ser un pedazo de manteca, y podía fácilmente caer ante lo zafio y lo indigno en uno de esos raptos súbitos del ánimo que nuestros clásicos llamaban «colerillas». Los pocos que aquel día oímos su vehemente apóstrofe, ¿podremos olvidar la energía sespíriana con que en el mejor inglés nos espetó el «Words, words, words!» del centelleante y no siempre dulce cisne del Avon? No siendo niño, no pudiendo ser niño, porque había vivido mucho y en muchos sitios, como un niño, en la más evangélica significación de esta palabra, había aprendido a conducirse.

Un niño de sesenta o setenta años que hablaba perfectamente francés, inglés y alemán, y que en estas tres lenguas mayores y en la suya materna, un español a la vez de Madrid, de América y de Ávila, no contando, claro está, las que su carrera sacerdotal le llevó a aprender, había leído más que de sobra para adquirir una excelente cultura teológica, filosófica y literaria. Ahí están sus libros para proclamarlo, ahí los varios decenios de su influente magisterio en las aulas del Seminario abulense. Desde Arenas de San Pedro hasta Arévalo, desde el Barco de Ávila hasta Cebreros, ¿cuántos no son hoy los modestos curas rurales para quienes los nombres de Rilke y Valéry, Ortega y Zubiri, Toynbee y Eliot, son conocidos y significan algo valioso? Ha escrito Alfonso Querejazu ensayos de filosofía, de historia de la cultura, de teología; terminada la última línea de un tratadito sobre el Espíritu Santo -que más que teológico, en el estricto sentido técnico de esta palabra, será, estoy bien seguro, místico y poético, espiritual, valga la redundancia- murió en la más rigurosa de las pobrezas voluntarias. Pero si para definir y describir la pauta de la eficacia vital más propia de este sacerdote ejemplar, hubiese que elegir una, entre las tres mencionadas, yo no optaría por la intelectual, sino por la artística; y no porque nuestro ejemplar sacerdote fuese en sus escritos un creador literario o un estilista de la pluma -pudiendo haber sido esto último, muy deliberadamente no quería serlo-, sino por el íntimo y cristiano entusiasmo con que degustaba, sabía hacer suya y acertaba a difundir entre los demás la belleza, en cualquiera de las formas materiales de ésta: la palabra, el ademán, el sonido, el rito, la sonrisa, el silencio. Como cristiano, su primera devoción era el Espíritu Santo; varón de Pentecostés podría llamársele, ahora que su vida terrenal está definitivamente muerta. Como hombre de este mundo y este siglo, su veneración máxima se inclinaba, creo, ante Rainer María Rilke. Residió varios años en Suiza, allí se ordenó sacerdote, y más de una vez hizo amorosa peregrinación estética -últimamente cristiana, siendo suya- a la tumba del eximio poeta en Raron; y era de oír cómo rivalizaba con Juan Rof Carballo, también gran rilkiano y también peregrino a Raron, exhibiendo uno y otro sus respectivos recuerdos de las flores que brotan sobre la ceniza, ceniza con sentido, como la que de sí mismo anunciaba Quevedo, de uno de los máximos maestros europeos de la expresión poética. Amaba el canto gregoriano, y con él gustaba hacer cantar y cantar por sí mismo las viejas preces latinas al Paráclito:


Lava quod est sordidum,
riga quod est aridum,
sana quod est saucium.
Flecte quod est rigidum,
fove quod est frigidum,
rege quod est devium.

Preces que, dichas por él, debieron de ser benévolamente oídas, porque nada había en su alma que fuese sucio, ni seco, ni enfermo, ni rígido, ni frío, ni torcido.






ArribaAbajoLuis Felipe Vivanco


ArribaAbajoÉtica y poesía

Ahora que ya no puedes ser esquivamente humilde, ahora que ante nosotros ya no te es posible encerrarte en tu contenida, aguda, irónica intimidad, ahora, Luis Felipe, quiero hablarte y hablar a los demás acerca de ti mismo, de la persona que en ti pudimos ver quienes con asidua amistad te mirábamos. Con amistad; con habitual voluntad, por tanto, no de cerrar los ojos ante lo que en la persona amiga sea menos bueno, sino de mantenerlos abiertos y con sensibilidad creciente ante todo lo que en la realidad del amigo sea mejor, para convertirlo en suelo y alimento de la mutua relación. «Sólo a través del amor se entra en la verdad», nos dijo un hombre que sabía mucho de amores y verdades.

De tu verdad voy a hablarte, Luis Felipe. Más precisamente, de una parte muy esencial y muy determinada de tu verdad. Porque tú eras poeta, y arquitecto, y muy certero y penetrante crítico de las letras y las artes, y devoto de la filosofía, cuando ésta logra decir algo importante para la vida de quien filosofa, y sensible paseante por cualquier tierra de España, comenzando por la que está más cerca de ti, la pobre, dura y delicada de tu nativa Castilla; pero por debajo de todo eso, dando a todo eso fundamento, intención y forma, fuiste siempre y a diario, en el más fuerte y digno de los sentidos, hombre moral. O bien, más a la llana, hombre decente; hombre para quien la decencia -palabra que por su viejísima raíz tiene que ver, según los lingüistas, con el decoro, la dignidad, la doctrina, la enseñanza y el desdén- constituye un imperativo habitual y supremo. Moralidad bajo forma de decencia. ¿Y en qué consiste la decencia moral? «Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas», responde nuestro diccionario oficial, esta vez demasiado fiel a esa comezón del «bien parecer» que con tanto acierto subrayó Américo Castro en la conducta del cristiano viejo. Más radical y esencialmente que el léxico de que soy tan menguado operario, yo diría: «Dignidad en los actos y en las palabras, conforme a la íntima realidad de la persona, cuando la persona es de veras honesta.» La dignidad del decente no debe casar ante todo con su estado, ni con su calidad, porque hay personas muy indecentes entre las que por el modo de realizar su estado y su calidad parecen dignas, sino con su realidad íntima, porque no son pocos los pobretes y los escondidos en los cuales llega a ser diamantina la decencia.

Se trata ahora de saber cómo la dignidad del decente se manifiesta en su conducta. Yo diría que según dos líneas cardinales: la que tiene como clave el «no» y la que tiene como nervio el «sí». Es decente quien sabe decir y dice «no» a todo cuanto manche o degrade su intimidad personal o la realidad de las demás personas, aun cuando el decir «sí» traiga consigo ventajas tocantes a eso que nuestro diccionario llama «estado o calidad»; lo es, complementariamente, quien sabe decir y dice «sí» a todo cuanto suponga perfección vocacional de la propia persona o bien efectivo de las restantes, aun cuando el decir «no» pueda conceder sin demora beneficio o comodidad. Diciendo con sus actos y sus palabras «síes» y «noes» va edificando el decente su decencia; y ejemplarmente, heroicamente, me atrevería a decir, si este adverbio no soliese llevar consigo un acompañamiento de clarines, así fuiste tú, Luis Felipe, edificando la tuya.

Supiste decir y dijiste «no». Cuando España se partió en dos mitades sañuda y sangrientamente hostiles entre sí, las más hondas creencias de tu espíritu y la radical, esencial castellanía con que siempre quisiste ver lo mejor de nuestra historia -«España, la retrasada en Dios», escribiste una vez; preciosa y luminosa sentencia, si se la entiende como tú la entendías-, te llevaron a vivir en el seno de uno de los bandos contendientes. En él nos conocimos, dentro de él nació nuestra amistad, y a nuestra común vida en él pertenece una parte del testimonio que en el orden moral puedo yo dar acerca de tí; porque entonces, Luis Felipe, descubrí tu ejemplar capacidad para la virtud de decir «no». Sin el menor aparato, con esa como desmañada sencillez que daba figura a casi todos los actos externos de tu conducta, resueltamente supiste oponer esa sílaba a los tres grandes peligros con que -a veces, bajo forma de tentación- la España en guerra ponía a prueba la integridad moral: el derramamiento de sangre, el lucro gratuito y el olvido de la humanidad y la valía del adversario. En un mundo apasionadamente sanguinoso, y no por cobardía, sino por obra de ese exquisito valor de los que a matar prefieren ser matados, nunca tu mano quiso recibir y usar el arma homicida; fuiste apacible y pacífico. En una sociedad donde ya se iniciaban la búsqueda y el disfrute de la granjeria ocasional, lícita o ilícita, jamás, tanto por estética como por decencia, mostraste el menor resquicio a la aceptación de la propia ventaja; fuiste limpio y sembrador de limpieza. En una situación tan fuertemente propicia al desconocimiento a la negación del adversario, tú, nostálgico de lo mejor de Cruz y Raya, fidelísimo a lo que ésta quiso ser, siempre supiste mirar con generoso y amoroso dolor la eminencia de cuantos frente a nosotros de veras la tenían; fuiste justo y predicador de la justicia. Y pacífico, limpio y justo has seguido siendo, año tras año, hasta la hora misma de tu muerte.

Mas ya sabemos que la decencia no consiste sólo en decir «no» a lo que degrada y a lo que mancha; que también exige decir activamente «sí» a la perfección vocacional de uno mismo y al bien real de los demás. Tu vida de varón decentísimo, ¿no ha sido acaso, Luis Felipe, una constante y abnegada entrega perfectiva a tu vocación de poeta y una firme y declarada solidaridad con todos los que injustamente, junto a ti o lejos de tí, padecían dolor, fuese el hambre, la tortura, la persecución o la marginación la forma visible de éste? Quien con palabras o con silencios afirme o sugiera otra cosa, sin conocerte habla o calla. Lo digo yo, que a lo largo de casi cuarenta años te he visto hacer tu vida; yo, que más de una vez, para ser o hacer lo que en mi propia intimidad me parecía preferible, a ti te he visto como vivo e incitante ejemplo.

«Torres de Dios» han sido llamados los poetas; hombres en cuya palabra se levanta hacia lo alto, hecha comunicativa metáfora, una parte del inagotable tesoro de verdad, belleza y bien que late en el fondo de todas las cosas. ¿Qué torre de Dios no habrás sido tú, Luis Felipe, cuando además de ser gran creador de poesía has sabido ser -para ti, para los otros- tan gran creador de ética? Hace como quince años, cuando tu cenceña madurez aún no había comenzado a declinar, visitaste el pueblo que en el Valle de Mena lleva tu nombre, te miraste a ti mismo y nos dijiste luego, hablando a «un joven de provecho»:


Yo me quedo en mis dudas, mis fragmentos, mis años.
Yo estoy lleno de ensueños y cosas que me faltan
y quisiera agotar una sola presencia
de algo que a nadie importa: un insecto o un pájaro.
(Quisiera es mi deseo que no se cumple nunca.)
Tú vas a ser un potro ganador. No te equivoques,
no llames a mi puerta. Yo, tirándome siempre
a perder, ni siquiera voy a ser colocado.

¿Ni ganador, ni colocado? Tal vez hayas muerto cuando empezabas a serlo. En todo caso, cuando nosotros te recordamos, Luis Felipe, necesariamente hemos de ver en ti, en tu persona, una alta torre poética y ética del Dios en que tan acendradamente creíste.






ArribaAbajoFrancisco Ayala


ArribaAbajoSalvador de la realidad

El escritor es un hombre que mediante la imaginación y la palabra recrea la realidad para salvarla. Con su relato, la salva de la caducidad, porque le permite que perdure, y de la corrupción moral, porque -aunque su autor n se lo proponga, aunque se defina a sí mismo como antimoralista- la recreación novelesca tiende a restaurar el orden moral del mundo; la salva, en definitiva, para que «persevere en su ser», como con frase que tanto emocionaba a Unamuno diría el filósofo Spinoza, y para que en la vida del lector sensible llegue a ser una parte de lo que antaño estuvo pudiendo ser. ¿Acaso la relación lectiva con el Quijote no nos incita a ser algo de lo mejor de nosotros mismos? Pero el modo de esta literaria faena de salvación puede seguir muy distintas líneas.

He aquí el escritor Francisco Ayala. Desde bien joven, dos vocaciones actúan en su alma. Una intelectual, que pronto le lleva a ser profesor de Derecho Político; otra literaria, que al fin acabará por imponerse: la que a través de dos decisivas experiencias vitales, la guerra civil y el exilio, por un lado, el contacto con la sociedad hispanoamericana, por otro, le hará superar rápidamente su etapa de novelista anterior a 1936 y ha hecho de él una de las más importantes figuras de nuestras letras. Léanse Diálogos de los muertos, Los usurpadores, La cabeza del cordero, Historia de macacos, Muertes de perro, El fondo del vaso y El jardín de las delicias y dígase si no es así. Se trata ahora de saber cómo el autor de esos relatos recrea la realidad en torno a él -en el fondo, toda novela es novela histórica, nos dirá en su madurez- y procura salvarla.

Entre las varias líneas por las cuales tal empeño puede ser cumplido, hay una, entrañablemente española, que pasa por Cervantes y Galdós y consiste en imaginar de manera reflectante e interrogativa la realidad en que la narración novelesca tuvo su pábulo. Ahora el relato ha de interrogar al lector acerca de sí mismo y de la significación de lo que le dice, ha de inquietarle ante su propio ser; para lo cual el novelista debe recrear lo real desdoblándose en un sistema de espejos imaginativos, planos unos, sólo levemente curvados, sólo, por tanto, levemente deformantes o estilizadores, todos los restantes. De otro modo, la novela no podría cumplir esa función que acabo de llamar interrogativa. Muy explícitamente nos lo ha dicho Ayala: «Mis escritos complican al narrador y al destinatario en la miseria humana, forzando a una participación que para muchos resulta insoportable...» Una persona amiga se le quejaba una vez: «Pero a la gente no se le puede hacer eso Eso era ponerle el espejo ante la cara. Y aún más profunda y patéticamente en otro texto: «Abandonado a su endiosamiento triste, el hombre actual -y aquí es donde el narrador interviene, añado yo-... debe buscar salvación por sus propios medios, cumpliendo con el prójimo obra de confesor y confesado.» Había escrito Baudelaire: «Qué límpido y sombrío cara a cara, ― un corazón convertido en su espejo.» La reflexión de Ayala acerca de su oficio, ¿no viene a ser una versión soteriológica de esos dos espléndidos versos del genial poeta?

Procediendo así, poniendo en juego, como Cervantes, «una astucia incansable contra la miseria», el novelista intenta salvar algo de lo que, siquiera como germen digno de ser salvado, en su seno lleva siempre el mundo. No es rosada la visión que del nuestro tiene Ayala. «El mundo entero es un campo de concentración», escribe. Y a la manera de Segismundo añade, más subjetivamente, más confidencialmente: «La Naturaleza es para mi una prisión en la que estoy sin saber por qué culpa.», Homo homini lupus «el hombre, lobo para el hombre», dirá, con Hobbes, el título de un reciente ensayo suyo acerca de la sociedad actual. Pero el sociólogo, el narrador y el hombre Francisco Ayala se juntan para clamar contra la cruel y desvalida desorientación de esa sociedad nuestra: «Se necesita algo que apele seriamente al ser humano con la fuerza del compromiso vital, algo que proponga tareas positivas, invitando a la participación activa, responsable y creadora mediante alicientes aptos para despertar la imaginación.»

Visitaba un día Ayala cierto museo de Historia Natural y contempló una serie de esqueletos humanos, restos de otras tantas etapas en la evolución biológica de nuestra especie. Poco más tarde escribirá, a modo de balance personal de su experiencia: «Más bien que simbolizar cualquier encarnación humana, las encarnaciones innumerables de los hombres -las que parcialmente le recordaba aquella serie de esqueletos- son las que en algún modo pueden... aproximarnos a la divina encarnación de Jesús.» ¿Homo homini lupus? Desde luego. Pero también: homo homini speculum salutis, «el hombre, espejo de salvación para el hombre». Así quiere recrear y salvar la realidad el novelista Francisco Ayala.






ArribaAbajoLuis Valenciano


ArribaAbajoQué es ser bien nacido

Con tu vida y tu obra, querido Luis, has sabido destruir animosamente tres tópicos, dos de ellos tocantes a la relación entre la psicología y la historia, relativo el otro al más reciente tranco de nuestra cultura. Déjame que explique en una carta abierta esa triple hazaña tuya.

En el correr de las generaciones, suele decirse, los hijos se rebelan contra sus padres y reivindican a sus abuelos. Como todos los tópicos, alguna verdad tiene éste. No alcanzarían los hijos la notoriedad egregia o mínima que lleva consigo la pertenencia a una generación histórica, si en alguna medida no hubiesen «engrameado la fiesta», como Mío Cid, ante la obra de quienes les precedieron y formaron; y en el contenido de tal ademán no es infrecuente un recuerdo ensalzador de quienes fueron padres de los padres del rebelde. Pero lo propio del hombre a la vez inteligente y generoso, ¿no consiste acaso en romper con su conducta los esquemas que siempre son las reglas sociales, para frente a ellas hacer lo que la inteligencia y la generosidad en cada caso exijan?

Éste ha sido el tuyo ante tu maestro y los médicos de su generación. Tu maestro se llamó Gonzalo R. Lafora: un español siempre dispuesto a demostrar que en cualquier situación se puede luchar quijotescamente por la verdad, la libertad y la justicia, y un médico que entre sus coetáneos -entre ellos, cito al galope, Marañón, Achúcarro, Tello, Río-Hortega, Pi y Suñer, Nóvoa Santos, Goyanes, Hernando, Sánchez Covisa, García Tapia, Barraquer, Calandre, Urrutia...- supo poner en un nivel verdaderamente europeo a la vanguardia de la medicina española. «El día en que nuestra medicina pueda exhibir otra vez, coetáneos entre sí, una pléyade de nombres equiparables a esos -he escrito en otra parte-, no será necesaria solicitud alguna para nuestra plena incorporación al Mercado Común de la ciencia médica.» Se me objetará que con un maestro como Lafora y ante un conjunto de padres históricos como los que acabo de nombrar -porque en la vida histórica, a diferencia de lo que ocurre en la vida biológica, uno es siempre hijo de muchos padres-, no es difícil romper con el esquema antes comentado; a lo cual yo responderé que eso es muy cierto, desde luego, pero que se me diga a continuación dónde está el miembro de la generación a que tú perteneces, Luis, de cuya pluma haya salido, consagrado a recordar y enaltecer a quien fuera su maestro más directo, un libro semejante al que bajo el título El doctor Lafora y su época tú acabas de publicar. Valga lo que realmente valga el tópico sobre la actitud del hijo frente al padre y al abuelo, por fuerza habrá que concluir lo que antes afirmé: que uniendo ejemplarmente la inteligencia y la generosidad, tú, sin el menor detrimento de la objetividad, al contrario, apoyándote en ella, has sabido romperlo.

Segunda objeción, segundo tópico: que tú, Luis, has podido pagar así tu filial deuda con Lafora porque la vida española ulterior a 1939 te marginó en Murcia, ciudad en la cual, aunque hayas triunfado como psiquiatra, has podido encontrar el tiempo libre que tu empresa de historiador requería. Responderé more scholastico: asiento a la mayor y discrepo de la menor. Cierto, sí, que te marginó la vida española ulterior a 1939. Cierto, también, que con un curso «normal» de la historia que en Celtiberia se inició entre 1927 y 1930 tú hubieses sido un magnífico catedrático de Psiquiatría, y que los requerimientos del mundo oficial en torno a ti habrían exigido la dedicación de muchas horas de tu vida. Pero contra lo que oí decir a un agudo profesor alemán -según el cual la historia reciente la escriben siempre los vencidos, porque ellos son los que tienen tiempo para hacerlo-, yo creo que la historia reciente, más aún, lo que de la historia reciente perdura como testimonio e interpretación valederos, la escriben quienes, vencedores o vencidos, se sienten en posesión de una verdad acerca de lo que ante sus ojos aconteció y tienen corazón y pluma para decirla, aunque el hecho de decirla no les convenga, y aunque para decirla hayan de quitar horas al sueño. De la historiografía acerca de la vida europea entre 1933 y 1945, ¿qué va quedando y qué quedará al fin: lo que desde 1945 han escrito quienes ese año fueron vencidos, o lo que, absorbidos a veces por la función de mandar, limitados otras por tal o cual doctrinarismo, porque la verdad integral nunca la posee nadie, vienen escribiendo quienes ese año resultaron vencedores? Hemos de volver, pues, al aserto precedente: que tú has escrito tu libro porque en tu alma se han juntado la conciencia de poseer una verdad, la inteligencia y la generosidad. Más aún hemos de pensar: que dentro de otro contexto nacional tú hubieses quebrado este segundo tópico haciendo valer frente a Lafora -con otro libro, desde luego- tu fuerte condición de «hijo bien nacido». Bien nacido: el que conoce y reconoce lo que otros le han dado para que él haya llegado a ser lo que es.

El tercero de los tópicos se refiere, ya lo dije, a las más recientes vicisitudes de nuestra cultura. El cincuentenario de la fecha que dio título al grupo y la coincidente concesión del premio Nobel a uno de sus altísimos poetas parecen haber restringido al área poética la actividad y la obra de la llamada «generación del 27». Pues bien: con sólo una inspección sensible de lo que aconteció en el campo de tu especial competencia, tú has sabido ver que esa generación española tiene un costado psiquiátrico, y has abierto así el camino a quienes un día se decidan a historiar con amplitud lo que en nuestra vida histórica fue realmente la tal generación. ¿Cómo desconocer que, aparte los poetas habitualmente nombrados, a ella pertenecen Zubiri, Gaos, García Bacca, García Gómez, Jiménez Díaz, Julio Palacios, Miguel Catalán, Rafael Méndez, Isaac Costero y otros de valía equiparable? Y si no es sólo poético ese extraordinario grupo generacional, ¿cuáles son sus rasgos comunes? Con tu hallazgo histórico-médico (los «psiquiatras de la generación del 27»), esas dos importantes preguntas has propuesto al historiador de la cultura española contemporánea. Acaso otro día intente dar mi respuesta a la segunda de ellas. Hoy quiero limitarme a una dolorosa afirmación de carácter negativo: «Con todos sus espléndidos logros, la generación del 27 es el penúltimo de los conjuntos generacionales de una España que pudo ser.» Por obra, naturalmente, de otros operarios, ¿cobrará esa España realidad inédita durante el último cuarto del siglo XX? No lo sé. Sé tan sólo que con tu inteligencia, tu pluma y tu generosa actividad memorativa, algo has hecho tú, querido Luis, para que esa meta sea algo más que un sueño inconsistente.






ArribaAbajoJuan Vargas


ArribaAbajoSalada claridad

La última vez en que le vi -comenzaba el año, venía temporal del Atlántico y habían de estar encendidas las estufas de butano de su venta, harto más calculada para cuellos sueltos que para bufandas al cuello-, tuvo usted, Juan, aunque el pecho, por el lado del corazón, le estuviera entonces jugando una mala pasada, la deferencia de sentarse junto a nosotros, un pequeño grupo convocado y presidido por Paco Vega Díaz, y el gesto de mostrarnos así, y con lo que luego le fuimos oyendo, algo de lo que usted es. Desde entonces, pronto le diré por qué, tengo el propósito de escribirle esta carta; pero me parece que antes debo hablarle un poco de mi previa relación con la casa que usted diaria y parsimoniosamente habita y rige.

Su casa: la Venta de Vargas. Yo la vi por vez primera cuando mozo, pasando ante ella en coche, camino de Sevilla a Cádiz.

Tenía muy reciente en mi alma el recuerdo de La Lola se va a los Puertos, y al contemplar allí la famosa venta -allí: donde San Fernando se estira para enviar su saludo terrero a Puerto Real y al de Santa María; donde las rejas urbanas lindan ya con los largos esteros de Sancti Petri y las blancas pirámides de las salinas; pirámides, ay, ya tan escasas-, sin demora pensé que aquél, precisamente aquél, era el lugar pintiparado para que la voz de un cantante invisible lanzase al aire la copla con que acaba el texto de la comedia famosa:


La Lola,
La Lola se va a los Puertos,
la Isla se queda sola.

Muchos años después, pero todavía con ese sentir en las bodegas de la memoria, de la mano de José Pérez Llorca, maestro en ojos y en riberas gaditanas, conocí el interior de esa Venta de Vargas, degusté lo que en ella ritualmente se sirve, y porque me complace, como a Camilo José Cela, el «decorado de la vieja España», quedé prendado de esa peregrina mezcla de luz clara, aire corriente, pescado frito, copas de fino o de oloroso, según las horas, alegres voces seseantes y caótica profusión mural de fotografías de toreros y cantaores, desde Rafael el Gallo y Joselito hasta Manolo Caracol, pasando por «Manolete», en que dicho interior tiene su habitual consistencia.

Parte distinguida de él fuimos nosotros la noche de que hablo. ¿Acaso usted, Juan, no nos distinguió entonces con la doble susomentada deferencia? Hablamos de todo y de nada: de la vida y sus cosas, a veces tremendamente explosivas a fuerza de ser imprevistas, y del cante, y de las misas flamencas, y de la diferencia que separa entre sí el lenguado de estero y el de mar, para ventaja de aquél, y de las enfermedades, y de la gente; y más tarde usted nos enseñó sus fotografías de puertas adentro, las que no son para colgarlas sobre las paredes y en torno a los muchos que allí comen, beben y cantan: esa en que usted está hecho un pimpollo entre su madre y su María, esa otra en que un alto y rubicundo personaje, esporádico visitante de España, posa entre usted y su María, un brazo sobre los hombros de usted y el otro sobre los de ella. («Pero, mujer, ¿cómo has aprendido a hacer la reverencia de corte?», había preguntado el alto personaje a su María. «¿Que cómo? ¡Cómo ha de sé! ¡Po la televisión!») Pero sobre todas esas cosas, Juan, usted, antes lo he dicho, nos hizo conocer una parte, sólo una parte, porque las personas no se acaban nunca, de su propia y notabilísima persona. Y aquí empieza la rasón de esta carta mía.

Desde mi ineludible, pero no exhaustiva condición profesional -«Hay hombres pa tó», diría el Guerra, como dicen que dijo ante aquel geólogo que partía pedruscos del campo, para mirarlos por dentro-, yo le veía a usted, Juan, sentencioso y sentenciador, reflexivo, ingenioso, medidamente irónico, aficionado a mirar y pensar, persona capaz de respetar la ley de las otras, pero sin rendirse ante ellas, por grandes que ellas sean y por obsequiosa y sincera que llegue a ser la cortesía externa con que usted las trate; hombre, en suma, aficionado a dar vueltas a las cosas durante el forzoso insomnio de tantas noches, para descubrir en lo posible el busilis de cada una. «Yo creo que Fulano -un cantaor- tiene buena voz», le dijo a usted alguien de los allí coloquiantes. «E verdá, mú buena; pero pa escribí a máquina», fue la inapelable y superrealista sentencia de su boca. Como para abonar esa impresión mía, Paco Vega iba a contarme poco más tarde la personal definición del teólogo a que en sus cavilaciones ha llegado usted: «Siempre me ha tenío preocupao eso que llaman un teólogo, y ar fin he caío en la cuenta de lo que é. Un teólogo é un hombre siego, que lo meten dentro de un cuarto oscuro, donde disen que hay un gato negro ar que llaman Dio. Bueno; pues lo habrá o no lo habrá, eso quién lo sabe, pero ar cabo de media hora va er tío y te saca er gato negro.» Y en el centro de todo, sentencias, ironías, cavilaciones y saberes de la vida y de los papeles -porque usted es más leído de lo que parece-, dos cosas: un personaje típico del decorado de la vieja España, más precisamente, de la España de La Lola se va a los Puertos, y una persona cabal, un hombre de cabeza y de corazón. Un hombre de cabeza, por lo que cualquiera puede colegir cuando le oye; un hombre de corazón, porque -valga este único, pero bien demostrativo ejemplo- toda la Bahía de Cádiz, y por añadidura algunos de tierra adentro, saben lo que en el suyo hubo y hay por la persona de su madre, aunque ese gato negro de que hablan los teólogos dispusiera un día algo como para decirle lo que en verso le dijo una vez un compadre de usted a quien llamaban don Antonio Machado: «Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.»

Ahora, Juan, dos preguntas ineludibles; y aunque una de ellas se refiera a usted y otra me toque a mí, las dos suenan de modo parejo. La primera reza así: «Visto con ojos claros el tiempo en que vivimos, ¿será usted, Juan Vargas, un fin de raza? Las personas y los personajes de nuestra vieja España -la España de La Lola, se va a los Puertos, si usted quiere finura y precisión machadianas-, ¿serán hoy una realidad en liquidación?» La segunda dice: «Y mirado ese mismo tiempo con esos mismos ojos, yo, un hombre que quiere una España en la cual convivan sin pelea continuadores de Cajal y de Juan Belmonte, de san Ignacio y de Unamuno, de Ortega y de Asín Palacios, de Zubiri y de Antonio Machado, de Menéndez Pelayo y de Julián Besteiro, un español, en suma, que en todos los órdenes de la vida ama la libertad, la inteligencia, la ciencia y la justicia, y por dentro y por fuera de todo esto las gracias y los donaires de su propio pueblo, ¿seré también, con algunos más, el pobre y el pequeño individuo de una especie en extinción?» Dos preguntas, Juan; las dos que yo llevaba en mi alma cuando esa noche, y junto a ese grupo de amigos, regresaba de la sal de Venta de Vargas a la piedra de Puerta de Tierra.

POST SCRIPTUM: Juan Vargas respondió a esta carta abierta con una privada en la cual, entre otras cosas, me decía: «Si quiere usted mirar con ojos claros, don Pedro, el mundo en que vivimos, al final lo único claro serán los ojos.» Juan de Mairena puro.






ArribaAbajoRafael Lapesa


ArribaAbajo«Sus pares, pocos»

Contra mi vivo deseo, querido Rafael, no pude asistir a uno de los más significativos y más auténticos actos de homenaje últimamente celebrados: aquel en el cual, procedentes de España entera, centenares de amigos y discípulos tuyos se reunieron en torno a ti para entregarte el primer volumen de los Studia Hispanica in honorem R. Lapesa, colección de estudios con que una gavilla de autores ha querido celebrar en tu persona la ejemplar existencia de un «hombre esencial» -con vieja locución y numinosa clarividencia, así te llama Jorge Guillén en las primeras páginas del susomentado volumen-, a cuya personal esencialidad de consuno pertenecen la investigación de la verdad, un abnegado magisterio de ella y, en un sentido a la vez machadiano y transmachadiano del término, la más alquitarada de las bondades. Pero sea ahora tinta impresa lo que no pudo ser presencia viva, y háganse carta para todos las palabras que entonces sólo hubieran podido ser amistosa efusión hacia ti.

Cuantos en ese acto te acompañaban sabían tan bien o mejor que yo quién eres y cómo eres tú. Pero acaso no resulte del todo ocioso que yo diga aquí y a mi modo lo que de ti creo yo saber, porque todo en tu persona es recatada luz, y la luz, divinamente se nos enseñó, debe lucir sobre el celemín; y aunque de veras copioso y eminente, no más que celemín en torno a ti era el grupo de los que entonces te aplaudieron. Dentro de esta confusa y confundente España nuestra, ¿cuántas virtudes intelectuales y cuántas virtudes morales más idóneas que las tuyas para mostrar a los españoles un cabal ejemplo de ambas?

Bien, Cederé una vez más a los hábitos esquematizadores de mi juvenil formación científica y te pondré sobre el celemín del país distendiendo tu delicada realidad personal hacia cuatro coordenadas distintas. Perdóname, Rafael, esta aparente crueldad metódica; no va a durar más tiempo que el necesario para mi demostración, y tú sólo vas a notarla dentro de ti durante la lectura de estas líneas mías. Sí: perdóname que profesoralmente trate de referir tu vida a un sistema de coordenadas, como si desconociese que cualquier alma es por esencia enteramente irreductible a él, y mucho más cuando le da cuerpo una sustancia tan rica, fina y sensible como la tuya; pero entiendo que precisamente esta es la mejor vía para que los españoles conozcan algo que deben imitar, y pienso por añadidura que la proyección hacía el infinito de este sistema de coordenadas constituye el polo opuesto de la reducción hacía la nada con que siempre amenaza el entorno de toda prisión.

Obra personal eminente, magisterio ejemplar, convivencial generosidad, nunca extinguido y nunca aceptado pesimismo; en cuanto que referida a un posible sistema cuatridimensional de líneas ordenadoras -vocación, profesión, coexistencia, habitual talante anímico-, tales son, a mi modo de ver, las cuatro principales notas constitutivas de tu viviente realidad personal. No soy yo quién para hablar técnicamente de tu obra, pero sí me creo con títulos para reiterar la altísima opinión que acerca de su calidad impera entre quienes con autoridad cultivan tus mismas disciplinas. Con mejor fundamento podría hablar acerca de la excelencia y la llana abnegación de tu magisterio, porque muy de cerca conozco a varios de los que de él se han beneficiado. Pienso, sin embargo, que en esta página sólo debo glosar lo que atañe a las dos últimas de esas cuatro notas, porque ahora escribo para hispanos ejercientes de su españolía y no para hispanos celosos de su filología.

Convivencial generosidad, he dicho. Llamo así a la de quienes, además de esforzarse por convivir leal y cordialmente con los mejores, virtud no tan frecuente entre nosotros, se afanan y desviven día tras día para que los mejores -dentro, claro está, de lo que haga posible la realidad subyacente a ese nunca extinguido y nunca aceptado pesimismo- convivan dialógicamente entre sí. A la générosité, enseñó Descartes, pertenece por modo esencial el hábito de «no carecer jamás de voluntad para emprender y ejecutar todas las cosas que uno juzgue mejores»; y en el orden de la empresa vital que solemos llamar convivencia, nada hay éticamente mejor, creo yo, que esa breve definición por mí propuesta. En definitiva, y para pasar sin demora de la teoría al ejemplo, la constante y delicada generosidad con que tú, Rafael, procuras ser hombre conviviente. Valga por muchos un solo caso. Día a día y durante años te he visto existir y actuar en el centro geométrico y humano de las tres altas cimas personales y filológicas a quienes llamábamos y seguimos llamando Ramón Menéndez Pidal, Américo Castro y Dámaso Alonso, y pocos como yo han podido ser testigos del fluyente tesoro de discreciones, bondades, silencios y palabras con que animosamente has tratado de alcanzar, no siempre, por desgracia, con buen éxito, el doble propósito que yo acabo de indicar. Lo cual siempre es éticamente meritorio, pero llega a serlo mucho más cuando, como en tu caso, quien lo hace puede y debe ser considerado par intelectual de aquellos con los cuales y pollos cuales lo hace. ¿Qué no sería socialmente posible en este país nuestro, respecto de la reconciliación que ahora tanto se predica, si en sus niveles civilmente decisivos hubiese varias docenas de personas semejantes a ti?

Y todo ello, melancólica conclusión, sin poder salir, porque ni el país, ni su situación histórica permiten otra cosa, de un pesimismo, si nunca íntimamente aceptado, repetiré mi fórmula, nunca íntimamente extinto. Todos cuantos con alguna asiduidad te tratamos, conocemos bien los breves silencios en que con frecuencia caes. «Los silencios del coronel Bramble», escribió Maurois. «Los silencios de Rafael Lapesa», podría decirse de otros harto más complejos y sutiles que los del famoso coronel británico. ¿Mera timidez? Interpretación miope. ¿Prudente cautela? Interpretación zafia. Porque en la determinación de tus breves silencios, Rafael, se mezclan y combinan entre sí un gran talento, una exquisita bondad y un metódico y no absoluto pesimismo: el talento de quien, sabe que toda palabra dicha es y no puede no ser centro de un amplio abanico de significaciones vitales; la bondad del que, entre todas ellas, siempre quisiera suscitar la que acabe siendo más favorable para el que escucha esa palabra; el pesimismo de quien conoce que lo mejor es pocas veces posible y, sin embargo, nunca renuncia a la esperanza de que algún día, aquí o en el valle de Josafat, convengan entre sí las verdades y las opiniones, opuestas a veces en su primera apariencia, de todos los hombres de buena voluntad. Sin esta secreta clave de tus silencios -y, dicho sea en inciso, de las humanísimas ocurrencias irónicas con que a veces sales de ellos, sí por buen azar te encuentras entre amigos-, ¿sería explicable, pasaré de golpe de tu existencia viviente a tu existencia escribiente, esa espléndida, magistral salvación que del estremecedor soliquio de Calisto (Celestina, acto XIV) tú has sabido hacer?

Con buen señor o sin él, buen vasallo fue Myo Cid, pese a lo que de él nos dijo su cantor y mil veces ha sido luego dicho. Con buen señor o sin él, gran español sabes ser tú, porque tu clara inteligencia y tu destilada bondad viven al servicio de algo que está muy por encima de todos los señores. Vaticinando esta vez el presente, que nos lo diga el gran vate antes nombrado:


Estudiando palabras y poemas,
es el docto en su quid;
ninguno más humano.
Con linterna a lo Diógenes
buscad sus pares, pocos.

Poquísimos, diría yo, aunque el superlativo quiebre ahora el metro del verso.






ArribaAbajoDomingo Ortega


ArribaAbajoUn rey del toreo

La muerte de Antonio Bienvenida me ha hecho pensar en ti, Domingo, porque en la sociedad española tú eres hoy, pese a tus retiros, la más señorial y representativa encarnación de ese espléndido modo de realizar la condición humana a que los españoles llamamos «ser torero»; y cuando una manera de ser hombre tiene su rey natural, la persona que con sus dotes y su esfuerzo se ha puesto sin discusión posible a la cabeza de aquello que estamentalmente es y hace, hacia ella se vuelven los ojos cuando en el dominio de su actividad acaece algo importante. Agamenón, rey natural de los aqueos, con su mala conducta causó el mal de los suyos, y con su genuina realeza asumió las victorias de quienes con él peleaban. Rey natural de la actual torería eres tú, Domingo, como antaño lo fueron Belmonte, el Guerra y Lagartijo, yendo aguas arriba de la historia, y en ti me ha hecho pensar la significativa muerte -significativa, sí, más que estúpida- del pobre Antonio Bienvenida.

Ya no voy a los toros. Hace diez años me invitaron en Lima a una corrida en que toreaba el Cordobés, y a la salida me dije: «Si es en esto en lo que después de Ortega, Manolete, Pepe Luis y Antonio Bienvenida ha venido a parar el toreo, mejor estoy en casa a la hora del paseíllo.» Hace dos, fui una tarde con mis hijos a la plaza del Puerto, pero más me movió el gusto de conocerla y oír tocar allí palmas por bulerías, y las oí, que la esperanza de vertoreo, y poco y no bueno fue éste. Sí, bien sé que por ahí han andado o andan varios en quienes regularmente o a rachas perdura sin desdoro la vieja tradición. Pero, qué quieres, Domingo, ya no voy a los toros. Los años, el trabajo que siempre me achucha y un sordo respeto interior a mi recuerdo de los mitos antiguos han ido apartándome de los tendidos. Todo menos la indiferencia.

Tú lo sabes, porque cuando nos vemos, las pocas veces en que nos vemos, por la brecha de los toros procuro romper tu habitual mutismo. En tu coche íbamos una mañana hacia Toledo, invitados por la fina amistad de Fernando Chueca, y de ti y de los toros te hablé. Te rocordaba yo algo muy tuyo. Ya eras dueño de tu enemigo. Con la soberana mezcla de arte, inteligencia y dominio en que tuvo su esencia tu toreo, ante ti habías puesto inmóvil -fatigada ya, pero todavía poderosa- la hermosura inocente y terrible del animal lidiado. En la plaza, silencio expectante. Y tú, muy parsimoniosamente, montabas el estoque, enarcando los brazos y levantando los hombros con un ademán henchido de majestuosa naturalidad, que sólo en ti se ha visto. Como dos poderosas colinas de oro se alzaban y descendían las hombreras de tu taleguilla; «Meció Myo Cid los hombros y engrameó la tiesta», podría decirse otra vez. Te pregunté: «En ese momento, Domingo, ¿qué sentías tú?» Y sin vacilar, ágiles los rodajes de tu cerebro bajo el espolazo de la añoranza, me respondiste esta grandiosa, estupenda españolada: «Pues yo miraba un momento hacia el toro, y en mis adentros le decía: ¡Reza lo que sepas!» No, no es la indiferencia lo que me ha distanciado de los tendidos.

En todo aquel que hace algo con perfección, filósofo, arquitecto o zapatero, hay siempre una inteligencia que rebasa el campo de aquello a que técnicamente se aplica y refluye luego sobre éste. No puede en consecuencia existir un gran torero que no sea a la vez un hombre inteligente, aunque haya leído muy pocos libros, y que no demuestre serlo contemplando reflexivamente su propio oficio. Ahora bien: ¿qué cosas son las que por modo esencial se combinan en el oficio del torero, del gran torero? A mi juicio, tres: la capacidad para dominar según arte la fiereza de una bestia peligrosa, noble unas veces y traidora otras, la experiencia de la gloria social y el trato habitual con la posibilidad de una muerte súbita e imprevisible.

Arte de torear; quien no lo posea, nunca pasará de ser un tosco jayán, sediento de aplausos y dinero; en definitiva, carne de enfermería. Experiencia de la gloria social, dentro o fuera de la plaza. ¡Qué bien me la hizo patente la entrada de Juan Belmonte en la iglesia de los Jerónimos, el día del funeral por don Gregorio Marañón! Llegó Juan un poco tarde, cuando ya el templo estaba abarrotado, y como si en aquel momento se hubiese visto obligado a hacer un inusitado paseíllo, avanzó lentamente, buscando y no encontrando asiento, por el camino central de la nave. De pronto, todo el aire se llenó de un multitudinario enjambre de cuchicheos: «¡Es Belmonte! ¡Es Belmonte!» La cosa duró sólo algunos segundos; pero durante ellos se acabó el recuerdo de don Gregorio y la conciencia de asistir a un funeral, porque entre el suelo y el techo de los Jerónimos no existía otra cosa que la gloria social de un torero. Y con ésta y el arte de torear, en la trinidad de los ingredientes del oficio la constante posibilidad de una muerte súbita e imprevisible.

«Líbranos, Señor, de la muerte repentina e imprevista», decían en latín las letanías de otro tiempo. ¿Cómo esa muerte puede llegar, para el torero? De mil modos. Repásese la historia de las cornadas que mataron al Espartero, a Joselito, a Granero, a Sánchez Mejías, a Manolete, a veinte más, y se encontrará una parte, sólo una parte, de la gama interminable de esos modos de morir. Porque la muerte profesional del torero por vocación, ahí está la de Antonio Bienvenida, siempre puede llegar de manera inédita e insospechada. En la plenitud de su vigor físico y de su conocimiento del toro, un maestro del arte de torear no puede contener su afición y quiere divertirse logrando que una inquieta y caprichosa vaquilla se haga juguete de su muñeca. Con aquellos tres legendarios pases cambiados, había hecho un día lo que nadie hasta él y nadie después de él ha logrado hacer. Con su docena larga de cicatrices, tremendas algunas, parecía haber demostrado que ya las astas de un toro nunca más podrían con su vida. Y en el momento de estar jugando con una vaquilla, del modo más inédito e imprevisto, la muerte, una muerte de torero en trance de torear. Por esto dije antes que ésta de Antonio Bienvenida ha sido más significativa que estúpida, aun cuando estúpida parezca ser a una mirada superficial; porque significa que el trato constante con la posibilidad de una cornada mortal pertenece por esencia al oficio de lidiar reses bravas.

Pienso inevitablemente, en ti, Domingo, rey natural de la presente torería; y porque conozco tu inteligencia de torero y de hombre, pienso también en lo que habrán sido tus propios pensamientos ante este último de los rasgos esenciales de tu amada y no olvidada profesión. No sólo el hambre da comas, aunque desde luego las dé, como enseña la estoica sentencia que atribuyen al Guerra; también las da, puede darlas siempre, esa afición a ponerse delante de un toro que el auténtico torero no puede eliminar de su alma. ¿No es cierto, Domingo, que así nos lo ha hecho ver la muerte del pobre Antonio Bienvenida, el de los tres pases cambiaos?






ArribaAbajoFrancisco Grande Covián


ArribaAbajoUn sabio ante el dolor

Palabras leídas en el acto con que se celebró su ingreso en la Physiological Society de Londres.


Recordad unos, imaginad otros la vida del habitante en Madrid entre el invierno de 1937 y la primavera de 1939. Que el recuerdo y la imaginación actualicen en primer término, siquiera sea de pasada, la angustia de las almas -saludable ejercicio- y hagan luego estación en el hambre de los cuerpos. Madrid, 1938: hambre. Si las almas están escindidas -ay, tragedia de España-, los cuerpos de todos se uniforman en la emaciación. Afílanse los rostros, desécase la piel, se hinchan a fuerza de hambre, cruel paradoja, las manos y los pies, se enturbian las miradas, ejerce su imperio una enfermedad casi olvidada, la dolencia de más bello nombre y más fea causa: el «mal de la rosa». Y, lo que casi es peor, se estrecha el horizonte vital de casi todos. Cada individuo humano atiende exclusivamente a sus propias inmediatas necesidades o, a lo sumo, a las de unos pocos más, los más próximos a él por la sangre o por el afecto. El hecho inexorable y opresor del hambre divide a las gentes con invisibles muros de recelo, las aísla, las envilece.

¿A todos? ¿Es cierta, por ventura, la tesis de que la virtud del hombre -entendida la «virtud» en el amplio sentido escolástico- sólo es posible en la comodidad y en la abundancia? ¿Acaso la privación y el dolor reducen al hombre a la condición de puro, aislado, egoísta individuo, y le impiden la gloria de ser, virtuosa y genéricamente, hombre y hombre ejemplar?

Tres linajes de hombres son capaces de sentir como problema universal o genéricamente humano el dolor propio y ajeno: el santo, el héroe y el sabio. El santo enseña a ver el sentido transindividual, sobrenatural, del dolor individual y colectivo; el héroe empeña las mejores acciones de su vida, su vida misma, en la empresa de hallar remedio terreno al dolor de los demás; el sabio, este raro modo de ser hombre, se recoge en la intimidad de su mente y, a la vista del dolor, se pregunta con lúcida, insobornable terquedad: ¿qué es este dolor?; ¿cómo puede ser entendido por mi mente de hombre, tanto en sí mismo como en las condiciones que lo hacen posible y efectivo? El santo, el héroe verdadero y el sabio se definen, entre otras cosas, por saber convertir en problema universal, humano, el hecho del dolor propio o próximo.

Madrid, 1938: angustia, privación, hambre, dolor. Un mozo de apenas treinta años, sabio por vocación y por oficio en esa gran provincia del saber que llamamos «Fisiología», siente en su espíritu de un modo universal, humano, con la difícil y recoleta virtud del sabio, el problema del hambre que padecían los habitantes de Madrid. Se llama Francisco Grande Covián. Ha pasado su primera juventud en los laboratorios de Europa, empeñado en la maravillosa faena de saber cómo y por qué se mueve el cuerpo del animal humano. Colocado este mozo, por azar, en el hambre y ante el hambre de Madrid, su actitud primaria es la del sabio. ¿Cómo mi mente de hombre puede entender el cuadro corporal en que el hambre se manifiesta? ¿Podrán ser remediados, en consecuencia, los signos más graves del hambre que veo, que compadezco, que sufro en mi cuerpo y en mi inteligencia de biólogo? Tales son las preguntas que Grande se propone. Pronto encuentra un equipo de eficaces colaboradores, tan jóvenes como él. Manos a la obra; porque la sabiduría del fisiólogo exige a la vez especulación y acción, cabeza y manos. «Una mano hábil sin cabeza que la dirija es un instrumento ciego; la cabeza sin la mano que realiza, queda impotente», decía Claudio Bernard, sumo preceptor. Manos y cabeza a la obra. Y luego, la pluma, porque no hay obra humanamente valiosa si no se expresa en palabras justas. El resultado de esta operativa virtud del sabio Grande Covián, escrito e impreso en varios idiomas, anda por esos mundos que no quieren ser de Dios y constituye, creo, una de las piezas que mejor cimentan el prestigio científico de nuestro gran fisiólogo.

Éste es, muy parcialmente descrito, el amigo cuyo triunfo en ultrapuertos hoy celebramos. Insisto; muy parcialmente descrito. Para que la descripción fuese total, habría que añadir a lo dicho no pocas cosas más. En primer término, la obra científica de Grande anterior a 1936 y la posterior a 1939, en el seno de esa institución preclara por la inteligencia y por el corazón que se llama Instituto de Investigaciones Médicas. En segundo lugar, las calidades extraintelectuales, extracientíficas de Paco Grande Covián: su indeficiente cordialidad; su levantado modo de entender esa difícil e importante cosa que llamamos «ser amigo»; sus excepcionales dotes de maestro; y, en fin, su hermosa y alegre serenidad de sabio, de buen sabio, de sabio socrático no carente de ironía, mas sí de acritud: esa magnífica «acolia espiritual», si me permitís la expresión, con que Grande, nuestro amigo, ha soportado las diversas y no siempre gratas vicisitudes de su biografía.

Pero yo no quiero hablar aquí como historiador de la Medicina, ni siquiera como amigo de Grande Covián. Prefiero hacerlo, aunque peque de ambicioso, como español. ¡Con qué emoción siempre nueva y siempre entrañable -España, para delicia y dolor de los españoles, nunca es costumbre- siento mi condición de español! ¡Con qué redoblada y desusada emoción la siento ahora, en el trance de celebrar el triunfo de un joven sabio, de un joven fisiólogo nuestro! España, país de excepciones; pueblo que vive, no de lo cotidiano, como otros pueblos viven, sino de «lo excepcional». Aceptemos, a reserva de disecar su verdadera almendra, este slogan de la propaganda turística: España, país de la excepción. Hace casi tres siglos (en 1648 fue la paz de Westfalia) perdimos nuestra jerarquía de protagonistas en la Historia Universal. Hasta entonces, y aun hasta cuarenta años después, a España la habían definido históricamente los gerentes de ese universal protagonismo, llamáranse Carlos V, Cortés, Cervantes, Suárez, Vitoria, Lope, Calderón o Velázquez. ¿Y luego? ¿Y después de la derrota y el hundimiento? ¿Quedaría España forzosamente relegada a vivir no más que del recuerdo y sobre la particular costumbre cotidiana de sus hombres, como Grecia o el Irán? ¿Habríamos de ser históricamente definidos los españoles por los lidiadores, por las troteras y las danzaderas, por los peculiares modos de nuestros artesanos en las humildes tareas del pan llevar, por los arranques de la individual guapeza o, a lo sumo, por la digna continencia con que nuestros hidalgos pobres y hambrientos, como el famoso de Azorín, saben llevar la biznaga en la boca después del cuasiayuno meridiano? ¿Sería el destino ulterior de España no más que pura copia; copia de sí misma y copia de los demás, costumbre e importación?

No. Ni ha sido, ni podía ser así. Por virtud de raza, de historia pasada o de providencia, o por obra de las tres instancias aunadas, España, históricamente desarbolada desde la segunda mitad del siglo XVII, ha tenido siempre, junto a la masa de los que viven copiando, una minoría -una «excepción», si queréis- de personas cuya vida ha consistido en enseñar a los demás, en operar ejemplarmente en la Historia Universal. Si no tantos y tan influyentes como en el siglo XVI, siempre hemos tenido santos, héroes, artistas y sabios capaces de sentarse como pares en la tabla de los hombres universalmente elegidos y ejemplares. A la hora en que se hunden los últimos restos de nuestro Imperio ultramarino, España puede enseñar al mundo el temple ejemplar de sus marinos y militares, la obra científica de Cajal, Menéndez Pelayo y Ferrán, el agraz de Menéndez Pidal y Asín Palacios, las letras senectas, maduras e incipientes de Valera, Pereda, Galdós, Unamuno, Azorín y Valle-Inclán. España podía no ser metrópoli política, pero no podía ser colonia de la política o del espíritu.

No como historiador de la Medicina, ni como amigo de Paco Grande, sino como español «consciente» -dejadme emplear sin ironía la tópica palabra-, os invito, amigos, a celebrar en Grande Covián una de esas felices y ejemplares excepciones españolas. Y para que el gozo sea mayor y más completo, esa excepción lo es en el dominio de la Fisiología experimental, una de las disciplinas más vivas y prometedoras de cuantas hoy componen el saber humano. Quiera Dios, y ayúdele Grande con su esfuerzo diario y con la hermosa acolia de su espíritu, que no se nos malogre este español de excepción, y por tanto, este hombre ejemplar que ahora está pasando de la esperanza al cumplimiento.

Pero la excepción la queremos aquí, con nosotros, para nosotros. Bien está, por ejemplo, que tres de las más altas figuras de la medicina neoyorquina -Castroviejo, Lorente de No, Ochoa- sean españoles formados en España. Pero es mejor todavía, para no salir de la «excepción» en torno a la cual nos congregamos, que un fisiólogo como Grande Covián tenga en España cátedra y escuela propias. Yo creo que nuestra reunión de hoy no habrá agotado su total sentido si todos los aquí presentes, unánime, españolamente, no pedimos para este español de excepción una medida también excepcional: la creación en el Doctorado de la Facultad de Medicina, y en Madrid, de una cátedra de Estudios Superiores de Fisiología Experimental. No para otorgársela graciosamente a Grande Covián, aunque en ello no hubiese nada injusto, sino para que el primer fisiólogo español a quien la Physiological Society ha hecho miembro extranjero -Cajal fue morfólogo- pueda obtenerla en libre y limpia oposición pública.

Dos cosas pueden ocurrir, suponiendo que esta colectiva petición se haga. La primera, que no sea tomada en consideración por los llamados a ello. La segunda, que la cátedra llegue a ser efectivamente creada y luego caiga en manos de otro con menores méritos y no tan dilatadas perspectivas de investigador como Grande Covián. En cualquiera de los dos casos, no sería Grande quien sufriese el daño de la torpeza o de la injusticia. Padecería, y esto es lo grave, España, la España cada vez más exigente de sí misma y más desvelada por su propia perfección que soñaron todos cuantos, de un modo o de otro, con la sangre o con el esfuerzo creador, han sabido sacrificarse por ella.

Pero, ocurra lo que ocurra, algo es seguro. Es seguro que Paco Grande seguirá sonriendo con su sonrisa exenta de bilis, y llenando con su nombre páginas y páginas de las mejores revistas científicas del mundo. Y que nosotros, sus amigos, los que esta noche estamos junto a él, seguiremos considerando una de nuestras más puras alegrías el hecho de ser amigos suyos: amigos de Paco Grando Covián, gran fisiólogo, gran persona y español de excepción.






ArribaAbajoJosé Luis L. Aranguren


ArribaAbajoReligión y vida

Acaba de publicar José Luis Aranguren un libro especialmente valioso y sugestivo: Catolicismo y protestantismo como formas de existencia. Nunca, desde Unamuno, ha escrito un seglar español páginas tan penetradas de religiosidad intelectual y de saber teológico; nunca, desde Balines, y aún desde más allá, ha buceado un católico hispano tan serena y sutilmente en los senos de la espiritualidad protestante. ¿Signo de los tiempos? Dios lo quiera.

Mi comentario, sin embargo, no va a ser una glosa, sino una confirmación. Escribe Aranguren: «Los hombres que profesan la religión católica, ¿no tenderán, por el hecho mismo de esta vivencia común de la gracia, y aún por las otras no estrictamente sobrenaturales, pero inseparables de la concepción católica de la vida, a asemejarse también en ciertos rasgos espirituales y anímicos?» Así es. En la babélica Nueva York han demostrado hace pocos años, mediante las más rigurosas indagaciones estadísticas, que entre los pacientes de fracturas óseas son mucho más frecuentes los católicos que los protestantes; y que, por el contrario, abundan bastante más los protestantes que los católicos entre los enfermos de hipertensión. Diríase que el católico está menos sobre su cuerpo que el protestante, lo cual le lleva a ser más quebrado de huesos y más blando de arterias. He aquí una sorprendente verdad del davídico Signatum est super nos lumen vultus tui. Aunque en rigor, no debieran sorprendernos tales hechos. Si Dios anda entre los pucheros, ¿por qué no nos ha de llegar hasta los huesos nuestra imagen de Dios?




ArribaAbajoÉtica para españoles, ética para hombres todos

La hermosa y sugestiva Ética que José Luis L. Aranguren acaba de publicar, debe cumplir su destino -el fatum que por sí mismos tienen los libros, según la sentencia clásica- siendo ante todo ética para españoles. Muchas veces se ha dicho que España es un pueblo preponderantemente eticista, a diferencia de otros pueblos europeos más intelectuales o estéticos. (Dejemos intacta la cuestión de si la eticista es Castilla, y España en cuanto que castellanizada. «¡Os ahoga la estética!», decía el ético Unamuno, vasco castellanizado, a los españoles de Levante.) No parece un azar, en efecto, que los españoles solamos llamar «bonito» a lo «bello», o que digamos «Hace buen tiempo» cuando otros europeos dicen que el tiempo es beau o schön. En las honduras del alma donde el habla cobra su forma, la tendencia ética prevalecería ahora sobre la tendencia estética. Pero este tan invocado eticismo de los españoles, ¿no es por sí mismo un delicado problema histórico, psicológico y ético?

La verdad es que todos los hombres son «morales» -por modo honesto en unos casos, por modo deshonesto en otros-, porque la «moralidad» pertenece a la estructura ontológica del ser humano. Con gran lucidez y energía nos lo enseña Aranguren en su libro. Ahora bien: acaece que no todos los hombres entienden y sienten de igual manera esa radical y constitutiva índole «moral» de su propia existencia; y esto no sólo en un orden doctrinal o teorético, mas también, y aun sobre todo, en su vida más práctica y concreta. Tres parecen ser las actitudes posibles, por lo que atañe a la eficacia y al mérito inmediato de las acciones humanas: la moral de la obra, la moral del éxito y la moral del esfuerzo. En la primera importa al hombre la perfección real y objetiva de lo que hace, aunque el mundo no sepa estimarla; en la segunda, la vigencia social de la acción cumplida, aunque la calidad de ésta no sea en sí misma excelente; en la última son apreciados con ventaja la vehemencia y el denuedo que el operante haya puesto en el cumplimiento de su personal operación.

Mirada la historia de España en su conjunto, ¿no es esta «moral del esfuerzo» la clave del famoso eticismo español? Cuando el esfuerzo es abnegado y, como suele decirse, idealista, esa moral se llama «quijotismo». Cuando el arranque operativo es descuidante y descuidado, el estilo moral recibe el nombre de «improvisación». ¿Qué es en su raíz la improvisación española, sino la confianza en la virtualidad salvadora de un esfuerzo súbito mal preparado o carente de toda preparación? Cuando el rapto de la acción llega a ser extremado y heroico, su consecuencia es subjetivamente vivida como «justificación»: un buen «gesto» sirve con frecuencia entre nosotros para legitimar toda la vida ulterior de su protagonista. En fin: cuando la soberbia es grande o es el ánimo pequeño, la regla suele ser que el esfuerzo no se produzca realmente y quede como permanente y tácita posibilidad futura en el interior de un jactancioso «¡Si yo me pusiera!». Dicen los teólogos que el pecado lleva en su seno una pretensión de endiosamiento; de lo cual se desprende que el europeo moderno y el español castizo habrían pecado históricamente de manera contrapuesta: aquél creyendo ser Dios en el curso de su operación creadora; éste otro, viéndose a sí mismo como un Dios siempre anterior al acto creador, un Dios capaz de decir un día y otro «¡Si yo me pusiera!».

Harto esquelética resulta esta sinopsis del eticismo hispánico; muy menesterosa, por tanto, de oportuna y matizada conexión con otros sondeos en el ser de España, comenzando por los de Ganivet, Unamuno, Ortega y Américo Castro. Pero aun sumaria y flaca, acaso sea suficiente para justificar el epíteto de «ética para españoles» con que he saludado al libro de Aranguren. El punto de partida de éste -la certera distinción entre «moral como estructura» y «moral como contenido»- es, más aún que ética «para» españoles, ética «de» españoles, visión a la española de la condición moral del hombre. La teología escolástica de la Compañía, por un lado, Ortega y Zubiri, por otro, aquélla desde el pensamiento religioso de la Contrarreforma, éstos desde la más actual filosofía, sirven de trasfondo al fecundísimo fundamento de la construcción intelectual de Aranguren. La segunda parte del libro -el objeto formal y el objeto material del saber ético; el carácter del hombre, los hábitos y actos morales- constituye, en cambio, una admirable pauta teorética y práctica de la ética en que nuestro peculiar eticismo debe ejercitarse, si un día se resuelve a cultivar sus virtudes y a corregirse de sus extravíos y deficiencias. La esforzada perfección de la propia persona a través de la obra bien hecha (¡qué oportuno sigue siendo entre nosotros este mandamiento orsiano!), la versión operativa y magnánima de la esperanza terrena, el amor al «otro» en cuanto «otro» y no sólo como «otro yo», la prudencia como lúcida abertura a lo nuevo, la estimación de los fueros naturales y objetivos de la justicia; todas las virtudes, en suma, en que los españoles más renqueamos, quedan sobria, penetrante e incitantemente dibujadas en esta Ética viva y sutil.

Ética para españoles. ¿Sólo para españoles? Responder afirmativamente sería restringir con miopía e injusticia el muy amplio mérito del libro de Aranguren. Ética para españoles, sí; mas también para hombres todos, para hombres de hoy, cualquiera que sea el meridiano que pisen. Si esos hombres cultivan la reflexión filosófica, los capítulos centrales del tratado -relaciones entre ética y religión, ética y bien supremo, ética y felicidad, revisión de Kant y del formalismo ético, doctrina de la «fuerza moral»- pondrán a su mente en camino hacia una concepción de la moralidad humana fiel al doble imperativo de la tradición y la actualidad. Y si esos hombres no son graves filósofos de profesión, sino actores preocupados y espectadores curiosos del mundo en que viven, sentirán que llega a su alma el aguijón de la profunda inquietud moral de nuestro tiempo, a través de los más calificados testimonios filosóficos y literarios en que esa inquietud se manifiesta: el pensamiento de Reiner, de Moore y de Sartre, las figuraciones de Gide, de Camus y de Graham Greene. A los españoles y a los hombres todos se dirigen las últimas palabras del libro, cuando su autor, discípulo del mejor Aristóteles, demuestra que también para él es la «theoria» forma suprema de la «praxis»: «Hacernos mejores a nosotros mismos, hacer, en la medida de nuestras posibilidades, una España más justa, un mundo mejor, es la gran tarea ética que mientras vivamos nos está esperando, porque, como dijo Antonio Machado con palabra temporal y sin embargo inmortal, hoy es siempre todavía.»

Aranguren declara muy lealmente su adscripción a una estirpe filosófica bien determinada. Su libro -que es «suyo», y por tanto original- se inserta, nos dice, «en una tradición cuyos principales eslabones son Aristóteles, santo Tomás y Zubiri», y desde esa tradición, sabe asumir la gran lección de Ortega. Pese a todos los pesares, un pensamiento a la vez tradicional y no imitativo sigue germinando dentro de los límites geográficos de esta agitada piel de toro. La inteligencia filosófica de los españoles, despierta de nuevo por obra de Ortega y Zubiri, continúa «quebrando albores», como el canto de los viejos gallos de Castilla. Y en verdad que no es éste el menor contento que nos trae la Ética de Aranguren, primera gran prenda escrita del eficaz magisterio universitario de su autor.






ArribaAbajoRamón Ceñal


ArribaAbajoEl poder de la bondad

Con la muerte de Ramón Ceñal, sacerdote jesuita, ha perdido España un fino investigador de zonas poco resonantes de su pasado y hemos perdido algunos españoles, los que tuvimos el privilegio de tratarle, la impagable posibilidad de contemplar de cerca una de las más delicadas cosas que ofrece el tan pocas veces delicado mundo de los hombres: eso que Bertolt Brecht llamó una vez «la terrible seducción de la bondad»; el desvalido, pero eficaz poder que ejerce sobre aquellos que junto a sí han podido verla.

Apareció Ramón Ceñal en el área del pensamiento español, si no me falla la memoria, como autor de un excelente estudio sobre la psicología del lenguaje de Karl Bühler, allá por la menesterosa década del cuarenta al cincuenta. Los pocos que entonces teníamos sensible el alma para este género de sucesos vimos en él la promesa de un buen, cultivador del pensamiento filosófico actual, y algo había de hacer Ceñal en los años subsiguientes para demostrar que esa esperanza no era vana. Pero, movido por razones que yo no puedo sino conjeturar -entre ellas, la exquisita índole de su amor a España-, a la personal, solitaria investigación de esas zonas de nuestro pasado que antes he llamado «poco resonantes» consagró la mayor parte de su ulterior actividad intelectual; más precisamente, la parte de ella que su profunda y sincerísima humildad y el ejercicio de la no menos profunda y siempre manante bondad de su espíritu dejaron disponible para las faenas filosóficas.

Cuando en un investigador del pasado se aúnan el amor a España y la vocación por un determinado tema de la vida del hombre, qué fácil y qué gratificante es penetrar con ojos nuevos en la realidad siempre lozana y siempre luminosa de las grandes figuras y las grandes obras de nuestro pueblo tocantes al tema de esa vocación suya: la Celestina, san Juan de la Cruz, el Quijote, la colonización de América, Velázquez, Calderón, Goya, Cajal. Y cuando desde tan altas cimas se contempla lo que en nuestra historia es depresión u hondonada, qué inmediata y qué cómoda es la tendencia a desconocer, acaso a menospreciar, si no opera en nosotros una rara especie de amor, todo lo que por su pequeñez apenas puede verse allá abajo.

Tal amor a lo que en la historia de España no es grandioso fue, estoy seguro, la espuela íntima de la dedicación de Ramón Ceñal a la tarea de escudriñar el pensamiento español del siglo XVII. Filosóficamente, la gigantesca y fugaz expansión histórica de la España cincocentista termina con una gran figura, a medias medieval y moderna, como tantas cosas de esa España y aún de esa Europa: Francisco Suárez. Pero, muerto éste, ¿qué hubo entre nosotros, en el campo de la filosofía y la ciencia, hasta que la voz crítica y exigente de Feijoo, benéfico tábano, pidió reforma y novedad? Un vacío donde resuenan voces arcaizantes y fantasmales, viene a decir la respuesta tópica. Pues bien: sin negar la penosa realidad que ha dado origen y da fundamento a esa respuesta, sin desconocer la enorme distancia a tal respecto existente entre la España del siglo XVII y la Europa de Galileo, Descartes, Leibniz y Newton, deplorando tanto como el que más la endeblez de nuestra contribución a la génesis y el auge del pensamiento moderno, Ramón Ceñal -y otros como él, cada uno en lo suyo: Maravall, López Pinero, Sánchez Granjel, Bustos, Marco, Pórtela- se dedicó a distinguir las voces de los ecos, aunque aquéllas no pasasen de ser vocecitas, y pudo mostrar la existencia y el benemérito esfuerzo de varios españoles modestos que, sin perder la fidelidad a su patria, trabajaron para que ésta, en el orden del pensamiento, fuese miembro activo de la Europa que entonces se elevaba a la cumbre de su gran aventura. Ahora que de nuevo se habla de la formal y total incorporación de España a Europa, algún puestecito deben tener en la historia de tal pretensión Ramón Ceñal y esos animosos intelectuales no conformistas de nuestro siglo XVII.

Y luego, la bondad. En el único buen sentido de la palabra, aquél en cuya virtud el «hombre bueno», precisamente por serlo, más se aparta de la anodina blandura que los cínicos, los nietzcheanos y los pisacráneos suelen atribuir a quien visiblemente lo es, la bondad auténtica es el resultado de las siguientes operaciones: ver al otro según su genuina realidad (no hay necio que en verdad pueda ser hombre bueno); respetar de veras esa realidad del otro (carente de este respeto, nunca el acto de bondad dejará de llevar consigo un ribete de agresión o de menosprecio); ayudarle con efusiva y entregada delicadeza, sin la menor ostentación, al contrario, con la máxima naturalidad, en aquello que él viva como dolor o como menester (porque, bien mirado, nadie es autosuficiente en la realización de su vida); procurar sin palabras, o con palabras pocas y neutras, su libre movimiento hacia la perfección de su propia persona, esto es, hacia la meta que para él sea lo mejor de su propia vocación (porque nadie es real y verdaderamente bueno sin un operante deseo de que los demás sean mejores que él). Pues bien, cumpliendo suave y humildemente todas estas reglas fue bueno Ramón Ceñal, y de esa radical bondad suya pudieron beneficiarse quienes como amigo le trataron; menos redundantemente, quienes le trataron, porque era imposible tratarle sin ser amigo suyo.

A los hombres que así son buenos, los cristianos solemos llamarles «santos», cualesquiera que sean las creencias operantes en la intimidad de su alma; y cuando uno de esos santos es además cristiano, afirmamos que procede así viendo por transparencia a Cristo en la realidad de los hombres a los cuales se aplica su bondad. «Entonces no me ayudas por mí, sino por Cristo y por ti mismo», dirá tal vez al bondadoso alguno de aquellos sobre quienes la bondad cristiana actúe. A lo cual el cristiano le responderá que viendo en él por trasparencia a Cristo es como -misteriosamente- llega a ser ante sus ojos y en su afecto más «él mismo», persona más intransferible, más hombre real, concreto, libre, próximo y prójimo.

De santo y de cristiano fue la bondad de Ramón Ceñal; como la de Francisco de Asís, como la de Juan XXIII, pero si cabe, más tímida y humilde que la de ellos. Qué libre por dentro, qué prójimo, qué uno mismo, pero a la vez movido hacia lo mejor de uno mismo, se sentía uno al lado de ese hombre tan ejemplar y permanentemente bueno. Tan bueno para quienes de cerca o de lejos le rodeábamos, que por serlo dejaba para los restos de su tiempo la investigación histórica y filosófica que tan bien sabía cultivar. Mientras haya cristianos así y mientras socialmente sea el cristianismo el campo donde ese modo de ser hombre más frecuentemente se produzca, nadie se atreverá a negar al cristianismo su alta razón de ser en el río de la historia. Además del beneficio de haber sido amigos suyos, he aquí, bajo la figura de tal certidumbre, otro bien que hemos de agradecer a Ramón Ceñal algunos de los que tuvimos la gran suerte de serlo; los que -para nuestro mal, a veces- sólo dentro de ese río inquieto y cambiante de la historia sabemos vivir.






ArribaAbajoLuis Rosales


ArribaAbajoDesde mí, desde nosotros

Querido Luis, hermano Luis, has cumplido sesenta años; precisando más, los sesenta años, porque éste es el preciso término de la edad en que un hombre llega a la altiplanicie de su plena madurez. Ya se sabe: a los quince años se corona la adolescencia; a los treinta, la juventud; a los cuarenta y cinco se inicia el repecho de la madurez, ese estado de la vida cuyo nombre le reduce a uno a ser algo así como un higo o una sandía en sazón; a los sesenta, en fin, se alcanza el cabo superior de ese repecho. Avanzando en la vida, somos a la vez caminantes y semillas que se hacen fruto, y estas dos venerables metáforas condicionan, desde que entre los hombres hay poetas, lo que todos solemos decir de nuestra edad. Sesenta años: el comienzo de la altiplanicie de la madurez. ¿Y después, qué? ¿La herida de la arteriosclerosis o la flor tardía de Edipo en Colono? Ambos caminos son posibles -porque dentro del límite de su medida, aunque ésta diste mucho de ser la sofoclea, cualquier hijo de vecino es capaz de componer su particular Edipo en Colono-, y tal dilema vital es uno de los que nos roen durante las horas del insomnio nocturno, apenas uno ha empezado a caminar por esa altiplanicie de la existencia que el énfasis modernista llamaría «autumnal», y «sesagesimal» el énfasis arnichesco.

Querido Luis, hermano Luis: ya has llegado a los sesenta; y para gozo de tus amigos, esos sesenta tuyos más parecen caminar hacia tu Edipo en Colono que hacia la arteriosclerosis. Desde el gozo de ese esperanzado «hacia» quiero hoy hablarte de ti y de mí, de tu recién estrenada madurez plenaria -otra vez el frutal e inevitable terminajo- y de nuestra inmemorial amistad. Inmemorial, sí; porque si bien es verdad que el hecho visible de nuestro mutuo conocimiento aconteció en una fecha bien determinada, allá por los meses iniciales de 1937, bastaron muy pocas horas para que yo, oyéndote leer tus versos recientes, más exactamente, contemplando en mi intimidad cómo esos versos tuyos trascendían, sin desconocerlo, el mar de sangre que entonces nos rodeaba, y echaban sus últimas raíces en la concorde vida española que no ha sido, pudo ser y acaso un día sea, comprendiese de golpe que nuestra naciente amistad ya existía antes de encontrarnos; que no tenía fecha de origen; que era, como dice esa hermosa e insondable palabra de nuestro idioma, inmemorial. Y así desde entonces, a través de alegrías comunes, penas comunes y comunes previsibles desengaños.

En esta inmemorial amistad nuestra, ¿qué eres tú, qué soy yo, cómo y en qué tú y yo somos nosotros? Si no fuésemos capaces de dar respuesta suficiente a esta interrogación, todo quedaría en la expresión de un secreto menester; en algo muy distinto del testimonio personal -personal e intransferible, como administrativa y filosóficamente suelen decir los documentos oficiales- que en mi intención debe ser esta carta abierta. No quiero, sin embargo, hablar de mí; me conformaré diciendo que en este caso yo soy el beneficiario de tu amistad, de una de tus más verdaderas amistades -déjame creerlo así-, y también, en la medida de mis dones y habilidades, un operario de ella. Como operario de esa amistad te escribo en los primerísimos días de esta vacación estival. ¿No es acaso la vacación el tiempo en que la conducta de uno es más libremente fiel a lo que uno quiere ser? Y entre todo lo que yo quiero ser, ¿no se halla en bien destacada línea mi condición de amigo tuyo? Basta ya, sin embargo, en cuanto al yo que yo soy. Para decir nuestra amistad, Luis sesentón, hablaré tan sólo de ti y de nosotros.

Somos amigos porque tú eres tú. ¿Y quién eres tú? ¿Y qué eres tú? ¿Y cómo eres tú? Quede intacta la primera de estas tres preguntas; porque «quién» es una persona sólo pueden responderlo con garantía el documento nacional de identidad y Dios; y yo no soy tan demente como para creerme «loco-Dios», a la manera de aquel de Echegaray, ni tan ambicioso como para pedir a nadie el susodicho documento, a la manera de los agentes de policía. El «quién», pues, para Dios y para los policías. Pero tu «quién», Luis, es para mí un «qué» y un «cómo», y sobre estas dos determinaciones de tu naturaleza, tu persona y tu carácter, en tanto que amigo mío, sí me creo capaz de decir palabras dotadas de cierta verdad y de algún sentido.

Empecemos por lo más obvio y consabido. Tú, Luis, eres poeta, gran poeta. Como poeta te conocí; como poeta te he visto luego crecer hasta la altura y la hondura de La casa encendida. Pero cuando se trata de un poeta amigo, y precisamente en tanto que amigo, decir esto de él se halla muy lejos de ser cosa suficiente, porque hay que declarar cómo el poeta es el hombre y la persona que él es a través de su propia poesía. En tu caso, nuestro penetrante e iluminador Luis Felipe va a darnos la fórmula; mejor dicho, las fórmulas, porque no menos de dos son las que ahora necesito. La primera suena así: «En vez de la vida heroicamente al servicio de la poesía, ésta, la poesía, humildemente al servicio de la vida.» Toda tu poesía -desde tus más hondos o jondos hallazgos psicológicos o metafísicos ― «El destino es llevar la mirada con los ojos abiertos» ― hasta tus más fulgurantes y exploradoras invenciones verbales ― «Un corazón descalzo y necesario», una aceptación de la existencia que se diluye «en la orfandad civil del entusiasmo»-, toda tu poesía, Luis, es un deliberado y gratuito servicio a lo mejor de la vida de cada uno. La segunda de esas fórmulas reza como sigue: «Casi toda la poesía de Luis Rosales posterior a Abril, incluyendo los momentos más subjetivos del Retablo sacro, va a ser poesía elegíaca o hacia el pasado». Pero tan grande y radical verdad no podría ser íntegramente comprendida sin una glosa y un complemento.

Tomada a la letra y desprendida de su contexto, cabría entender esta última sentencia como una nueva paráfrasis del tópico parescer manriqueño: que «cualquiera tiempo pasado ― fue mejor»; y yo sé muy bien, Luis, que no es precisamente ese tu personal sentir acerca del pasado y la memoria. Porque tú, siguiendo una línea metafísica, religiosa y poética que a través de Unamuno y san Juan de la Cruz sube en el tiempo hasta san Agustín -o acaso hasta Platón, cuando éste afirmaba que no es sino anamnesis, recordación, todo movimiento de la mente humana hacia la «verdad verdadera»-, tú sientes, piensas y dices con tus imágenes y con tus asertos que la vida sucesiva y terrena del hombre es una memoria en cuyo seno late, acaso invisible, una esperanza, y una esperanza en cuya raíz alienta, acaso inconsciente, una memoria. Así veo yo la cifra esencial del contenido de tu corazón, y así entiendo, también en esencia, una parte importante del «qué» y del «cómo» de tu condición de amigo mío.

Poesía humildemente puesta al servicio de la vida; al servicio, por tanto, de aquello que cualquier hombre es -éste, ése, aquél, yo mismo- cuando quiere acercarse a lo que él puede y debe ser, y de aquello hacia que uno vuela cuando trata de alcanzar lo que sólo volando puede alcanzarse. Memoria de todo lo vivo y todo lo muerto -en tu caso; memoria de tus padres, de tu hermana monja, de Pepona, de Juan y Leopoldo, de cuantos en torno a ti todavía quedamos, de la ciudad donde todo ocurre el día del Corpus, de todo lo que en Villamediana fue noble, de esta España materna y fratricida-, memoria de lo vivo y lo muerto para descubrir el amenazado hilillo de esperanza que siempre lleva en su tuétano lo cabalmente recordado. Esto y así eres tú, mi tú; y entre tantas y tantas cosas más, porque el trato contigo es bosque inagotable, en esto que tú eres y en el modo como tú lo eres tiene su clave secreta, creo yo, lo que por tu parte ha sido el «nosotros» de nuestra amistad.

Muy bien sabes tú y muy bien sé yo que, para ser de verdad puro, el «nosotros» de la amistad ha de hallarse compuesto por dos personas, de las cuales cada una se llama a sí misma «yo», llama a la otra «tú» y dice «nosotros» para nombrar la unitaria y misteriosa realidad -¿no es acaso un misterio que dos personas puedan fundirse en un ser dual y único?- que en los momentos cimeros de la relación amistosa ella forma con su amigo. Mas también sabe cualquiera que el «nosotros» de la amistad puede en ocasiones ser bastante más amplio y laxo, y no otra cosa ocurre cuando varios amigos hablan colectivamente de sí mismos. ¿En qué y cómo somos «nosotros» tú y yo? Delicada pregunta, cuya respuesta quiero reservar, para que también en la entraña de esta carta tan abierta haya enigma y esperanza, hasta la que cuando hayas cumplido tus setenta -la segunda de las edades habitualmente conmemoradas- pienso escribirte. Ahora me contentaré diciéndote a mi modo algo que tú conoces: en qué y cómo seguimos siendo «nosotros» un puñadito de amigos -tú, Dionisio, los Antonios, Luis Felipe, Rodrigo, Gonzalo, Primitivo, Pepe- a los que un día reunió y unió el dolor de nuestro pueblo.

Dionisio, los Antonios, Luis Felipe, Rodrigo, Gonzalo, Pepe, Primitivo, tú, yo mismo... Cada uno es -somos- cada uno, como para hacer real la sentencia con que nuestro más popular lenguaje describe la realidad de una persona; mas cuando en bloque o parcelados nos llamamos a nosotros mismos «nosotros» y queremos hacerlo por encima y por debajo de cualquier complacencia de tertulia (la cual, quede dicho entre paréntesis, tampoco deja de ser buen viático en la faena de ir labrando la propia vida), entonces, Luis, ¿no es cierto que algo muy hondo y muy real de nuestra alma se hace en ella vivo y palpitante? Viendo lo que al servicio de ese «nosotros» has hecho tú, déjame decirte ahora cómo yo lo siento.

Recuerdo sin querer una consigna del Albert Camus joven a los hombres de su edad: «Sólo una cosa os pido: que viváis a la altura de vuestra desesperación.» No está mal; pero yo, que en el orden de la vida histórica he ido conociendo algo más grave que la desesperación, debo afirmar que no me gusta ese sentir, ni esa retórica me encanta. Y como no soy hombre de consginas ni de arengas, me conformaré diciendo sin jactancia que nosotros, y tú a la cabeza, hemos procurado ir viviendo en el mundo a la altura de nuestro corazón.

Nos juntó, ya lo he dicho, el dolor de nuestro pueblo; no su saña, aunque entonces la había, sino su dolor. Y hemos vivido a la altura de nuestro corazón, porque desde ese doloroso trance siempre hemos visto como deber principal el de unir con nosotros y entre sí a todos los españoles en cuya vida hubiese alguna señal de excelencia o algún barrunto de buena voluntad. No hablaré de generación, término demasiado amplio o demasiado presuntuoso; me limitaré a hablar de grupo. Pues bien, Luís: aparte lo que cada uno de nosotros haya hecho y pueda todavía hacer por sí mismo -ahí está lo que tú como poeta nos has dado, y como zahorí de don Quijote, y como vidente de la poesía ajena-, tengo por cierto que en ningún otro de los grupos intelectuales y literarios de España, desde que de ellos hay memoria suficiente, ha operado con tan deliberada, constante y encendida pasión la necesidad de valorar y juntar esos dos linajes de españoles, los excelentes y los benevolentes. La paz o la apariencia de paz han permitido a las generaciones, los grupos y los individuos anteriores a nosotros -¿necesitaré recordar nombres, conductas y episodios que cualquiera conoce?- el gusto de afirmarse polémicamente frente a los más viejos y frente a los más jóvenes. No lo hemos tenido nosotros y no hemos querido tenerlo, aunque para esa lid distemos mucho de ser mancos, porque nacimos a la vida histórica viendo a nuestro alrededor mares de sangre derramada, sangre en cuyo derramamiento nunca quisimos tener parte, y este dolor enorme -el dolor de todos los muertos, de los exiliados, de los silenciosos, el de los limpios de alma bajo cualquier etiqueta- se nos metió dentro del pecho y exigió de nosotros, para poder ir viviendo a la altura de nuestro corazón, de un corazón que tú habías de llamar «descalzo y necesario», esa existencia caminante y estimadora hacía los excelentes y los benevolentes, aunque su modo de entender la verdad y la bienquerencia no fuese el nuestro. Tú has sido tú, siendo Luis Rosales, y así Dionisio, Antonio, Luis Felipe, Gonzalo y los demás; pero nosotros hemos sido en nuestra patria «nosotros» siendo de continuo, hasta cuando parecíamos olvidarlo, peregrinos de la vida concorde, pontoneros de la vida plural, pregoneros de toda vida valiosa. Ut omnes unum sint, tal ha sido, a lo humano, nuestro lema; con la sola condición de que ese omnes lleve dentro de sí la excelencia y la benevolencia, y ese unum no excluya la inalienable libertad de poder ser «cada uno» el «cada uno» que pública y honestamente quiera ser.

Así considerados, pienso, Luis, que algo hemos hecho para que no se rompiese la continuidad de la cultura española, y que dentro de ese «algo» reside lo no poco que en el empeño es personalmente tuyo. Ahí estás tú, dentro de tu casa todavía no encendida o encendida ya, con la mirada en los ojos, la palabra en los labios, la pluma en la mano, el corazón rebosante de sí mismo y ese tiempo tuyo siempre disponible, siempre presente y ofrecido; ahí estás tú, Luis, trabando en continuidad y dejando a la vez que todos ellos sean libres, enteros y verdaderos, a Unamuno y Machado, a Juan Ramón y Ayala, a Federico y Jorge, a Dámaso y Gerardo, y a Vicente, y a Cernuda, y al primer Valverde, aquel cuyos grandes ojos todo lo sabían y todo lo ignoraban, y al dandy resignado que entonces era y acaso siga siendo Aquilino Duque, y a Félix Grande antes de empezar a serio, y a tantísimos más de esta ribera del idioma, para no contar los otros tantos de la otra... Continuidad de nuestras letras en el tiempo, desde el decir arcaico de Fernán González hasta el inédito decir de nuestros nietos; continuidad de nuestra lengua en el espacio, desde el pequeño rincón donde nació Castilla y desde la mínima vega del Darro hasta las playas donde los Darío, los Vallejo y los Neruda han visto la luz. Y en el centro de ambas continuidades, tú, en tu creciente casa encendida, tú, el hoy incipiente sesentón, que para alegría de tus amigos eres ya Luis Rosales y todavía no eres Luis Rosales. Verte día a día avanzando, a lo largo de muchos, muchísimos más, hacia la plena realidad de ese Luis Rosales que, siéndolo ya, todavía no eres, es uno de los deseos más vivos y más hondos de tu inmemorial amigo P. L. E.

POST SCRIPTUM: Releo lo escrito, Luis, y encuentro una deficiencia que a los dos nos atañe. El «nosotros» colectivo de que hablo se refiere, como es obvio, a los que con motivo de nuestra guerra civil y durante ella trabamos una amistad dotada de cierto «sentido español», si vale decirlo así. De ahí los nombres que menciono. Pero ¿cómo no decir hoy que tú y yo hemos sido luego y seguimos siendo amigos excelentes de otros, y que la amistad con muchos de ellos posee también ese sentido? Entre tantos posibles, déjame nombrar sólo a cuatro; José Luis, Rafael, Julián, José Antonio; y creo que, como antes, bastan sus nombres propios para que tú sepas de quiénes hablo.






ArribaAbajoLeopoldo Panero


ArribaAbajoEl hombre de secreto

Más de una vez he recordado un poemilla aforístico de Unamuno, cuyos últimos versos rezan así:


Que uno es el hombre de todos
y otro el hombre de secreto,
y hay que escaparse de modos
de hacer a un sujeto objeto.

Las palabras y los silencios públicamente dedicados a conmemorar la vida de Leopoldo Panero tras su impensada, casi impensable muerte, nos han ido mostrando lo que hacía a este poeta «hombre de todos». Cabe, sin embargo, preguntarse: ese Leopoldo Panero así recordado ¿fue total y exactamente el «hombre de secreto» que en él había?

Pienso que hay dos maneras radicales de ser «hombre de secreto»: la extravagancia y la transcendencia. Hay personas a las cuales podríamos llamar «extravagantes hacia adentro». Para ellas, vivir auténticamente consiste en adoptar en su fuero interno un modo de ser de todo punto insospechable por quienes desde fuera las contemplan; casi incongruente, por tanto, con los papeles que en el mundo se ven obligadas a representar. La vida aparente es en tales casos puro disfraz; o, mejor, cambiante sucesión de disfraces. Hay otras personas, en cambio, cuyo secreto consiste en un modo de ser que, como la luz del Sol respecto de la luz nocturna de los planetas, trasciende sus múltiples figuras aparentes y otorga a todas ellas escondido manantial unitario. Lo que en estos hombres puede verse y los que de estos hombres puede oírse no es disfraz de su intimidad, sino camino hacia lo hondo; si queréis, camino hacia lo alto, como el que desde la visible luz refleja de Venus lleva a la mente, ya avanzado el crepúsculo, hacia la luz invisible y materna del Sol.

Tengo la certidumbre de que el secreto personal de Leopoldo Panero era transcendente y no extravagante. Y esto me obliga a pasar de la interrogación anterior a otra más precisa y adentrada: ¿cuál fue en Leopoldo Panero el oculto centro vivo y unificante en que tenían raíz invisible los distintos, mas no incongruentes hombres que constituyeron su existencia empírica, incluido el «hombre de todos» a que antes aludí? El autor del Canto personal y el de la elegía a García Lorca, el cantor de la radicación del ser humano en Dios y el ávido buscador de los oasis del mundo, el varón silencioso y el varón de potente voz, el delicado y el violento, el sedentario de Castrillo y el peregrino del trópico, ¿dónde se juntaban sin contradicción, dónde unitariamente confluían?

El secreto de Leopoldo Panero fue, permítaseme esta conjetura, una delgada, esencial, noble melancolía viril. ¿Recordáis el primer cuarteto del poema que consagró al ángel de ese característico humor del alma humana? Dice así:


El hombre coge en sueños la mano que le tiende
un ángel, casi un ángel. Toca su carne fría,
y hasta el fondo del alma, de rodillas, desciende.
Es él. Es el que espera llevarnos cada día.

¿Cómo no ver, cuando su vida está conclusa, que el poeta nos está hablando de lo más verdadero de sí mismo, y que ese «fondo del alma» ahora mentado es precisamente el de la suya?

En alguna parte he leído: «El hombre es un dios erosionado.» Pues bien, la melancolía no es en su entraña otra cosa que la conciencia lúcida y resignada de esa erosión inexorable: la fuente y el resultado de saber que la vida en el mundo es dejar de ser cuando se está llegando a ser, y que la mano del hombre no va más allá de lo que permite su brazo, y que no hay amigo ni enemigo sin su razón congrua, y que todo amor tiene, grande o pequeña, su distancia, y que la mejor palabra no llega nunca a decir lo que uno quisiera, y que de tejas abajo no existe llama sin celemín que la cubra; y que a pesar de todo -sí, a pesar de todo- es preciso, es incitante, es honroso ir viviendo, y poner animosamente la vida a la carta del no llegar a ser, y tender la mano, y tener amigos y enemigos, y amar, aunque sea a distancia, y decir palabras ambiciosas, y hacer del alma propia una pequeña o una grande llama...

En uno de los poemas que Leopoldo Panero me dedicó -el titulado Escrito a cada instante- preguntaba mi amigo:


¿Qué número infinito
nos cuenta el corazón?

Acaso uno de los secretos más centrales de su melancolía, acaso una de las cifras últimas de lo que en él era «hombre de secreto» consistiera en tener un corazón que, en medio de las mil y una limitaciones, falsedades, trampas y malquerencias que tan de cerca nos rodean, por debajo de todas ellas, le contaba y le cantaba a diario la no visible esperanza personal y española de un «número infinito» a la vez diverso y unitario, cautivador y suficiente: ese a que dentro de nosotros aspiran, cuando van juntos, la fe, el amor y la libertad.






ArribaAbajoEnrique Gómez Arboleya


ArribaAbajoNuestro Suárez

Dos modos de ser «clásico» cabe distinguir entre los egregios varones que, sin grandes pretensiones de exactitud, así son llamados por el vulgo ilustrado. Hay un grupo de autores «clásicos» stricto sensu; son los clásicos permanentes, los que en todo tiempo y, por tanto, en cualquier tiempo, son capaces de enviar un mensaje inédito y valioso al hombre que les interroga. Otros, en cambio, los «clásicos» lato sensu, sólo hablan como tales a quienes viven en situaciones espirituales íntimas, subjetivamente acordadas con las suyas. Platón y Cervantes son «clásicos» para todos y para siempre; Novalis y Kierkegaard, sólo para algunos hombres y algunas horas. Alguien preferirá tal vez llamar «románticos» a estos «clásicos de ocasión».

Cualquiera que sea la postura que uno adopte frente a tan indefinido problema, es seguro, sin embargo, que no vacilará en poner al metafísico Suárez entre los clásicos para todos y para siempre. Pensó y escribió Suárez, ¿cómo no?, desde la entraña misma de la situación histórica en que le tocó existir: España, Europa, filo de los siglos XVI y XVII. Sus creaciones intelectuales más propias -elaboración de la Metafísica como disciplina filosófica, doctrina de la esencia y la existencia, teoría del concurso divino en la causalidad libre- sólo pueden ser plenariamente comprendidas si se las sitúa dentro del mundo espiritual a que respondieron. Pero Suárez, no lo olvidemos, no quiso hablar y no habló sólo a los hombres de su tiempo, sino a todos los hombres capaces de pensar filosóficamente, cualesquiera que fuese su lengua y su siglo. Así lo entendieron los estudiosos europeos durante los siglos XVII y XVIII; así lo entienden hoy cuantos, en uno u otro sentido, emplean su denuedo intelectual en reedificar la Metafísica.

Pero estos clásicos que hablan a todos y siempre, ¿dicen siempre a todos lo mismo? Tal es el verdadero problema. Escribió Dilthey que «los grandes poetas de la objetividad», los que se esfuerzan por ver el mundo tal como es, llámense Homero, Cervantes o Shakespeare, «son como los reyes: no tienen amigos». Lo mismo diría de los pensadores de igual estilo: Platón, Aristóteles, santo Tomás, Leibniz; o, toutes proportions gardées, Suárez. No; no es exacta la expresión del sensible tudesco. Estos pensadores, esos poetas son, porque pueden, amigos de todos. Aquel cuya inteligencia exija monogámicas congenialidades dirá de ellos, como Dilthey, que son reyes del espíritu y no tienen amigos. Hallará en su obra amistad, en cambio, quien, vencida esa pasión de monopolio, busque en ellos con ahínco la parcela espiritual que desde su situación histórica y con su personal peculiaridad pueda hacer más propiamente suya. Es el arte de ver y adivinar un Platón -«nuestro» Platón- fiel por igual a la magna verdad de este universal amigo y a nuestra imperativa exigencia de originalidad. Platón no es, no puede ser exclusivamente «mío»: pero nada impide que yo descubra en él, si soy capaz de ello, «mi Platón».

¿Cuál puede ser, entonces, «nuestro Suárez»? ¿Cuál la imagen intelectual de Suárez, fiel por igual a la verdad del gran metafísico y a las específicas necesidades de nuestro espíritu? Somos hombres que han asistido a la quiebra de los supuestos históricos del mundo moderno: nuestras «creencias históricas», como diría Ortega, ni son, ni pueden ser las que sirvieron de sustentación a las almas europeas desde el siglo XVII al XX. Admiramos mucho de la Edad Media; mas no podemos volver a ella, aunque algunos se esfuercen por quererlo. En tal situación, ¿no es cierto que podemos hallar una voz amiga en el Suárez que se empeñó en la faena de resolver los problemas del espíritu, allá en el alba de la edad que llamamos «moderna»?

La verdad es que mi pregunta tenía, antes de ser formulada, una espléndida respuesta afirmativa: el libro Francisco Suárez, S. J., que hace unos meses publicó en Granada el profesor Enrique Gómez Arboleya. «Gloria de Suárez», ha llamado al trabajo de Gómez Arboleya un ilustre hermano en religión del gran jesuita. Lo es, en efecto, por su rigor, por su profundidad, por su elegancia intelectual y literaria, por su fidelidad al pensamiento del Doctor Eximio y a los más entrañables latidos de nuestro espíritu. Granada nos lo dio y Granada nos hace ver lo que en él puede ser más amigo. Gómez Arboleya, granadino, ha mostrado a los españoles de 1948 cuál puede, cuál debe ser «nuestro Suárez». Cuando las mentes mejores se debaten, cada una a su modo, con el problema de edificar una nueva analogía del ser, ¿cómo no sentir en el alma una chispa de alegre esperanza, viendo que un pensador español, expresamente situado bajo el magisterio y la amistad de otro pensador español, ha sabido descubrir y edificar, para todos los hombres de este tiempo, un Suárez «nuestro»?






ArribaAbajoGonzalo Torrente Ballester


ArribaAbajoSiempre hay sol en las bardas

Leo con asiduidad, Gonzalo, tus prosas de «La Romana»; y dejando aparte los comentarios literarios que frecuentemente contienen, siempre tan bien informados, hasta cuando por juego simulan el desmemoriamiento, siempre tan agudos e ingeniosos, no pocas veces encuentro que me hablan a mí, directamente a mí, bien porque a las claras me mientan, bien porque a las oscuras me conciernen, bien, en fin, porque nombrando tu propio pasado nombras también el mío y me remueves el deseo de contarlo a mi modo, por si alguno de los españolitos que ya han venido o están viniendo al mundo halla cierta utilidad en lo que yo diga. Todo se andará, si Dios provee. Mas, por el momento, ¿cómo resistir a la tentación de responder con una carta abierta a toda esa serie de estímulos confluentes? ¿Acaso tú no eres por ti mismo noticia, lo diré con el tópico modismo periodístico, desde que publicaste La Saga-fuga?

En tu última entrega, glosando, porque personalmente te toca, un fragmento memorativo de nuestro Dionisio, contribuyes a completar el recuerdo de aquella nocturnal lectura de tu Viaje del joven Tobías en el Burgos de 1938; lectura de la cual uno de sus oyentes ha afirmado luego haber sido el único en soportarla con ojo abierto, movido, dice, por una heroica voluntad de cortesía. Pues bien: pagando nuevo tributo a otro tópico del periodismo actual más de una vez vituperado por mí -la táctica conversión de nuestra vida pública en patio de vecindad para iniciados-, desmocharé un poco la jactancia de ese triunfalista de la vigilia, porque yo, que fui uno de los oficiantes de tal lectura, con bien abiertos ojos procuré cumplir mi cometido, y por añadidura contaré el modo como tú, pocos meses antes de esa presentación pública de tu obra, privadamente me la presentaste.

¿Recuerdas, Gonzalo? Corría el verano de 1937. Sentados tú y yo junto a un velador del café Kutz, de Pamplona -una de aquellas viejas mesas rectangulares de tabla marmórea, en cuya superficie, sin duda para contener los derramamientos líquidos que pudiera producir la vehemencia dialéctica de los circunsedentes, había labrado un suave canalillo cerca del contorno-, me expusiste tus ideas acerca de lo que en el futuro podría ser un teatro popular, y a continuación, lápiz en mano, dibujaste sobre el blanco mármol los dos triángulos cruzados en que a tu juicio se resumían las varias tensiones vitales y dramáticas de tu obra, formado uno por Azarías, Tobías senior y Tobías junior, constituido el otro por Asmodeo, Raghel y Sara. Lo cual me da ocasión ahora para decir tres cosas: que, en su esquema esencial, tu nunca representada comedia era -es, porque ahí está- irónica geometría bidimensional; que la espléndida novedad de tu Saga-fuga consiste en haber dado un salto por la vía de la novela desde esa sencilla geometría a otra, irónica también, correspondiente a un espacio de n dimensiones, con lo cual has puesto al día tu invariable propensión de gran escritor actual a la ironía imaginativa y racionalizada; y que, bien podado y cepillado por ti, por el que ahora eres tú, el Viaje en cuestión sería hoy una espléndida pieza teatral, si no para el pueblo-pueblo, sí para una gran minoría de él, para ese grupo al que desde nuestra mesa de café bien podríamos cafeterilmente llamar «minoría larga».

Pero dejemos la remembranza y vengamos a la actualidad. Ante todo, porque yo no quiero que mis cartas abiertas sean de patio de vecindad, sino, como debiera ser general costumbre, de plaza pública, de ágora, diría tal vez don Dorio de Gadex, aunque en ellas hable yo de mí para el destinatario, de mí para ti, en ésta de hoy; mas también porque tirando del hilo de esos recuerdos, cosa que me está pidiendo el cuerpo, por fuerza vendría a parar a sucesos y sentires difícilmente tolerables por parte de los mitificadores oficiales de nuestro pasado, y esto -que algún día habrá de suceder, si yo quiero ponerme en total paz conmigo mismo- no es ahora del caso. Del caso ahora, Gonzalo, es tan sólo decirte en voz alta el agradecimiento que te debemos todos los españoles, muy en especial -estoy en vena neologística, qué le vamos a hacer- tus congenerados.

Todos los españoles, sí, porque dígaseme si no es de agradecer que un escritor de nuestra lengua y nuestra península se ponga a la máquina, salte como un gamo sobre los ciento diez metros vallas de sus ciento diez dioptrías, y en un estupendo castellano muestre y demuestre con la Saga-fuga que en punto a imaginación creadora, técnica novelística y plena instalación del espíritu dentro de este astillado y complejo mundo en que vivimos, de cualquier parte puede venir cualquiera a ver si es capaz de pisarle el poncho. En rigor, ese agradecimiento ya debió ser expresado por nuestros remisos críticos literarios cuando publicaste tu Don Juan, en el que yo vi y sigo viendo una espléndida novela intelectual, capaz de medírselas sin desdoro, para no salir de nuestra casa y nuestro siglo, con el mismísimo Belarmino y Apolonio. Pero como tout va bien qui finit bien, que así lo hubiera parlado tu Javier Mariño cuando volvió de París, conformémonos por el momento con el general y bien merecido elogio de esa Saga-fuga y esperemos que él, tantas veces en la historia de las letras ha sucedido así, atraiga las miradas hacia tu personal y estupenda desmitificación del -no contando a Petronio- primer latin lover de la Historia.

A esa genérica gratitud de los hispanos debe añadirse, ya lo indiqué, la de tus congenerados, término que por fuerza debe ser explicado. Si llamamos «consocios» a los socios de un mismo casino, «conterráneos» a los nacidos en una misma tierra y «convecinos» a los habitantes de una misma casa, ¿por qué no llamar «congenerados» a los miembros de una misma generación histórica, a los individuos generados por análogas e idénticas vicisitudes de la vida pública, aunque tuerzan el gesto y se complazcan llamándonos «concabritos» o «compollinos» aquellos para quienes el término «generación» no puede tener otro sentido que el biológico-conyugal o el biológico-pecuario? Pues si tú y yo, Gonzalo, como es tan cierto, somos españoles históricamente congenerados, debo decirte que yo y todos los de quintas próximas a la mía -sobre todo, ay, mirando tiempo abajo- te somos deudores del hermoso espectáculo que ha sido el más reciente tranco de tu biografía; espectáculo que para todos nosotros debiera ser, a la vez, modelo. Ahí es nada. Sucesos personales de diversa índole, viajes y viajes sobre el Atlántico, desde los hielos de Albany a las nieblas de las corredoiras, y luego desde estas nieblas a esos hielos, cambios y nuevos cambios de destino, porque pocos funcionarios habrá de posaderas administrativas tan inquietas como las tuyas; y a través de todo, ya con un pie dentro de la sesentena, la espléndida demostración, con tu Saga-fuga, de que -cuando de veras lo quiere- puede un hombre de pensamiento y de pluma llegar en su obra a cimas que en altitud rebasan con mucho todas las hasta entonces por él escaladas. Bravo, Gonzalo, te dirán desde su tumba, porque así se hablaba en su tiempo, los mejores de los Torrentes y de los Ballesteres, aunque en vida no hubiesen sido personas de gran sensibilidad literaria. Gracias, Gonzalo, debemos decirte de corazón todos cuantos con un designio o con otro, el literario, el intelectual o los dos a un tiempo, por oficio movernos pluma; y entre ellos, muy en primer término, los que con plomo o sin plomo en el ala ya hemos rebasado el cabo de los sesenta, un cabo que, como tú tan eficazmente has sabido poner en evidencia, aún puede ser de la Buena Esperanza. De mí sé decirte que no son pocas las veces en que a mí mismo me digo, cuando por una razón o por otra me flaquea el ánimo; «Amigo, ahí tienes a Gonzalo con su Saga-fuga.» Y de mí para ti, sabiendo muy bien que así represento el sentir de todas las plumas españolas exentas de invidia calami, acaso, entre nosotros, la más sutil y enconada de todas las envidias, esto quiero decirte: «A pesar de la rémora que el sino de la trashumancia administrativa lleva necesariamente, consigo, a pesar de los ciento diez metros vallas que para ti son tus ciento diez dioptrías, Gonzalo, adelante. Que sí, Gonzalo; que aún hay para nosotros sol en las bardas.»






ArribaAbajoLuis Díez del Corral


ArribaAbajoNuestro siglo XIX

Es sentencia tópica que los libros sirven tanto por lo que dicen como por lo que no dicen y sugieren. Mucho sirve por lo que dice este que ahora tengo sobre mi mesa, acaso uno de los doce mejores entre cuantos alumbraron nuestras prensas desde el fin de la guerra: El liberalismo doctrinario, compuesto por Luis Díez del Corral y publicado por el Instituto de Estudios Políticos. Mucho sirve también por lo que sugiere acerca del siglo XIX, tan doloroso y, después de todo, tan español.

¿Tan español? Más de una vez he dicho que nuestro siglo XIX es la pugna baldía e irreductible entre unos progresistas que no supieron, no quisieron o no pudieron ser fieles a nuestra historia, y unos tradicionalistas que no supieron, no quisieron o no pudieron ser fieles a su propio tiempo. Desarraigo contra inactualidad. ¿Por qué, entonces, siguiendo a Díez del Corral, insisto en la españolidad de nuestro siglo XIX?

Uno de los más agudos y amargos capítulos de El liberalismo doctrinario -más amargos, sí- es, sin duda, el que su autor consagra a la comprensión de nuestro liberalismo ochocentista. Dos causas principales determinarían, según Díez del Corral, la curiosa singularidad del liberalismo español: la guerra ele la Independencia y la índole temperamental e histórica de los españoles. La guerra de la Independencia hizo saltar el aparato político de la monarquía dieciochesca y permitió una atomización, mítica luego, del heroísmo popular. Nuestra peculiaridad nativa e histórica, por otro lado, tenía que hacer del liberal español un tipo humano aparte, un liberal hispani generis, insospechable allende el Pirineo y el Canal. Prestemos mayor atención al análisis que Díez del Corral hace de tal singularidad.

En el siglo XIX termina el proceso de secularización de la vida que se inició con los tiempos «modernos». El hombre típico del siglo pasado, exclusivamente atenido ya a su escueta realidad humana -quiero decir: a la dimensión terrenal, mundana, de su realidad-, convierte en inmanencia e historia todo lo que hasta entonces había sido para él trascendencia y eternidad. Se cree Dios y llama «ley histórica» a la Providencia. Así, cada uno a su modo, Hegel, Augusto Comte, Marx y Spencer.

No fue España ajena a esta radical secularización de la vida. Muchos españoles, singularmente a partir de 1808, convierten en fe terrenal, histórica, su antigua fe religiosa: la creencia sobrenatural en la Divinidad se hace confianza absoluta en la propia acción; el Reino de Dios ultraterreno se trueca en utopía histórica; a la Buena Nueva se la llama ahora Constitución. Pero esta actitud espiritual, genéricamente compartida por todos los liberales de buena fe, cis o transpirenaicos, cobra aquende el Pirineo una singular radicalidad ética y vital, ya que no metafísica y especulativa. En efecto: el liberal español sería un «hidalgo secularizado», y todas las cualidades éticas del hidalgo, religiosas antaño, se terrenalizarían hogaño, sin mengua de la grave ingenuidad con que la persona las asume y ostenta. Así se entiende:

1º La desconsoladora inhabilidad del liberal español decimonónico para moverse en el plano de los intereses cotidianos: política como técnica del apetito de poderío y posesión, economía, etc. Comparado con los liberales franceses e ingleses, tan atentos al interés nacional y tan rápidamente aburguesados, el liberal español sería una suerte de Quijote de la Historia -«don Quijote de la Historia»-, proclamador de justicias utópicas y constantemente tundido por la realidad. «No le bastará al hombre liberal en España -escribe Díez del Corral- conseguir determinados bienes temporales, limitados y transitorios, sino que aspirará a algo más decisivo, que llene enteramente de sentido su vida, con no menos plenitud que tiene en el creyente el negocio de la salvación.»

2º La frecuente apelación de los liberales españoles -ejemplo máximo, Martínez Marina- a la tradición nacional y a la autoridad de nuestros pensadores clásicos: Suárez, Soto, Molina, Vitoria. El liberal español doceañista seculariza las tesis teológicas del Siglo de Oro acerca de la libertad, el origen de la sociedad y los límites del poder; y desconociendo ingenuamente, a veces, su propia operación, usándola tácticamente otras, se siente o se dice continuador de quienes dieron contextura religiosa e intelectual a la actitud vital del hidalgo. «Tienen la conciencia -honrada conciencia muchas veces- de realizar una obra, no de innovación, sino renovadora, más de poda, abusando del símil, que de injerto», nos dice textualmente Díez del Corral. El doceañista que se apoya en la doctrina de Suárez o de Domingo Soto, no atribuye el presunto acierto de entrambos a su condición de teólogos cristianos, sino a su calidad de hombres de buena fe de «hombres buenos», como se dice en lenguaje judicial.

3º La idea que de la Historia y de la operación del hombre tiene el liberal español. El progreso es para él «la secularización de la filosofía cristiana de la Historia, con su arranque del Paraíso y su sentido escatológico del fin», y está integrado «por una serie de ganancias discontinuas, cada una de las cuales tiene un valor absoluto, consistente en una especie de santificación radical que no tienen nada que esperar del momento siguiente»; la Constitución «no es una determinada regulación fundamental de la vida política, de la que quepa esperar un mejor funcionamiento de la misma», sino «algo mucho más importante, una especie de "reino de Dios" laico súbitamente aparecido sobre la tierra, en cuya estructura y consecuencias no hay que pensar precavidamente, porque lleva en sí todos los bienes»; en el pronunciamiento ve quien lo emprende el acto de «proclamar o pronunciar su opinión, seguro de que en todo el que no sea miserable o perverso repercutirá su incontrastable verdad»; y así todo.

Esta peregrina concepción de la vida, favorecida por las condiciones externas de nuestra guerra de la Independencia y por la vivencia íntima que de ésta tuvieron los españoles, habría tenido su protagonista en el liberal español, hidalgo secularizado. Por serlo, y no por otra cosa, «mientras los europeos de su tiempo se afanan por traer una prosperidad insospechada a su país, él lo destroza, lo desangra y lo despedaza, movido por un anhelo insaciable, alto, digno y trágico, que como caído de un mundo superior no puede satisfacerse en los bienes de éste».

Tal es, expuesta a mi manera, la tesis de Díez del Corral. Hasta qué punto la encuentro plausible, lo dicen bien claramente estas palabras mías, impresas hace años en el librejo que titulé Sobre la cultura española: «Los liberales españoles aceptaron con toda gravedad, muy a la española, estos supuestos historiológicos del progresismo... Esta adscripción sin reservas de toda la persona a la utopía, este empadronamiento del hombre entero en la ínsula soñada e irreal son muy propios del español, sea auténtico o aberrante. Quijotismo, en fin de cuentas; quijotismo del bien real o del bien ilusorio... Apena comparar este fanatismo de la utopía, traducido a la radical letra española, con la actitud del liberal francés que conquista Argel y Túnez o con la del liberal inglés que hace emperadores de la India a sus reyes y mueve la guerra del Transvaal.» Mi opinión de ayer supone mi aplauso de hoy. Pero, a continuación, la duda. ¿Queda así «íntegramente» descrita e interpretada la peculiaridad histórica de nuestro liberalismo decimonónico y la distinción antropológica del liberal español? Creo que no. Falta a la descripción una nota fundamental y a la interpretación un supuesto ineludible.

Consideremos, por ejemplo, el hecho y el modo -también el modo- de las matanzas de frailes de 1834 y 1835. No buscaré el testimonio de Menéndez y Pelayo, sino el de Pérez Galdós: «El jesuita dijo con voz sonora y conmovida; "¿Qué queréis?" Difícil era contestar con palabras a esta pregunta. Los sicarios no sabían bien lo que querían. De entre ellos salió una voz que gritó: "Queremos tu sangre, perro." No fue preciso más. El padre Sauri desapareció. No puede describirse su horroroso martirio. De manos de los monstruos pasó a las de unas cuantas arpías, que le arrastraron hasta la plazuela de San Millán, mutilando su sangriento cadáver en el camino.» ¿Compadécese este hecho, repetido más de un centenar de veces por turbas que se llamaban a sí mismas «liberales» y «progresistas», con una interpretación del liberal español que hace de él un «puro» hidalgo secularizado, un «don Quijote de la Historia»? Evidentemente, no. Cabe afirmar, es cierto, que entre los autores de tales ferocidades, criminales puros, y los liberales utopistas y quijotescos de 1834 no hubo conexión política ni parentesco psicológico alguno. No es muy admisible la hipótesis. «¿Creeremos -se pregunta Galdós- en el espontáneo error del populacho y en un movimiento instintivo y ciego de su barbarie? Difícil es creer esto», responde. Más terminante es Menéndez y Pelayo: la sangre de aquellas víctimas -dice- «no sólo salpicó la frente de los viles instrumentos..., sino que subió más alta y se grabó como perpetuo e indeleble estigma en la frente de todos los partidos liberales, desde los más exaltados hasta los más moderados».

La interpretación histórica de Díez del Corral -el liberal español como continuador o heredero secularizado del cristiano hidalgo seiscentista- tiene mucho de verdad, pero no es toda la verdad. Falta en ella, al lado de tan fina estimación de la historia, una consideración suficiente de la biología -herencia y temperamento-, así como de la economía y de la política exterior.

No pudo ser ajeno nuestro temperamento a la configuración de ese ejemplar humano que llamamos «el hidalgo», ni pudo la casta biológica quedar sin influjo en la innegable condición quijotesca del liberal español, se me dirá. Sí. Pero la expresión de esa ibérica «fuerza de la sangre» no se agota en lo que de temperamental y biológico tuvieran la hidalguía del hidalgo y el extremado utopismo del liberal español. Sí, como quiere Spranger, nada define tanto a los pueblos como los temas que les hacen existir trágicamente y su modo de vivir esa existencia trágica, se diría que lo propio del temperamento español -en cuanto realmente exista una propiedad temperamental «específica» de los españoles- es su violentísima y discordante tensión polar entre la vida espiritual más intensa y operativa (místicos, ascetas, mártires, redentores quijotescos) y la más impetuosa vida del instinto (pasión de matar y morir, frenesí agonal y destructivo, pasión sexual, gusto arrebatado por la realidad sensorial concreta).

Esta probable nota temperamental, diversamente manifiesta en las modernas formas de nuestro existir cotidiano, hácese especialmente visible en los trances excepcionales de la vida española. La vieron con sus ojos romanos Trogo Pompeyo, Plinio y Valerio Máximo, curiosos los tres de las cosas ibéricas, y la puede seguir viendo, si sabe mirar, cualquier espectador de nuestra historia contemporánea. En aquella discordante tensión predomina a veces, con pureza mayor o menor, la enardecida operación del espíritu, y en ella parece verterse entonces toda la fuerza de la vida instintiva: así se entiende la existencia de san Juan de la Cruz, san Ignacio, Zurbarán y Goya. Otras veces, en cambio, prepondera la exigencia del instinto. Tan violenta y radicalmente se entrega a ejercitarlo la persona, que casi se realiza íntegra en él, y por eso termina viendo una virtud absoluta y salvadora -religiosa, a la postre- en el arrebato instintivo: tal es la clave psicológica de Molinos, de Lope de Aguirre y José María «el Tempranillo», tal es el último secreto del incendiario anarquista. Entre estos dos ígneos polos -arder de amor espiritual y quemar el mundo- vivimos con nuestro peculiar temple los españoles corrientes y molientes, y con ellos ha de pugnar siempre, cuando existe, nuestra voluntad de meditación: «no azucéis al ibero que hay en mí -decía Ortega, un voluntario español de la meditación- con sus ásperas, hirsutas pasiones, contra el blondo germano, meditativo y sentimental, que alienta en la zona crepuscular de mi alma». Bajo la clámide del pensador late, incoercible, la discorde tensión del ibero.

Apliquemos ahora este esquema interpretativo a la intelección de nuestro siglo XIX. En 1808, por obra de un estímulo fortuito, sale España de la calma razonable en que vivió durante nuestro siglo XVIII y calza otra vez el coturno trágico. Trágica y extremosamente vive desde ese año hasta 1875; con frenético ardor hasta 1854, ya con fatiga entre el triunfo de O'Donnell y la Restauración de Sagunto. La condición trágica de su existencia hace de nuevo bien visible y operante la tensión que siempre late en casi todas las almas españolas: la pasión del espíritu y el arrebato del instinto se encienden, discordes, sobre la piel de toro, como en tiempos de Lepanto, la Noche Triste y la «Llama de amor viva».

Algo ha cambiado, sin embargo. Es distinto el ámbito de la acción trágica: si antaño fue el orbe entero, hoy es, modestamente, el propio solar. Aunque los españoles, movidos por su «inextinguible sed de absoluto», crean resolver el problema de todos los hombres y hasta el «problema del hombre», los europeos no pasan de ver en nuestra tragedia un pleito local y, por lo tanto, pintoresco. Merimée y Gautier se encargarán de decirlo.

Es distinto también el contenido de la acción trágica. La catolización del orbe y el dominio universal de España fueron en el siglo XVI los temas de aquella imponente distensión de las almas españolas. Los motivos de la tragedia española del siglo XIX nos vienen impuestos por el siglo mismo, desde fuera, y se llaman, muy abstractamente, «libertad», «secularización» y «progreso».

Los temas que ahora dan contenido a nuestra acción trágica entran en colisión con todo lo que en España pervive de su historia anterior al siglo XIX, sea el recuerdo o la tradición el modo de la pervivencia. Esta colisión otorga una estructura inédita -tercera novedad- a la tragedia española: la partición de España en dos facciones hostiles. Los españoles del XVI representaron su tragedia en unidad; el adversario fue lo «no español». Los agonistas del XIX viven su acción trágica partidos en dos grupos irreductibles: los «renovadores» y los «reaccionarios».

Los españoles de las dos facciones tienen sus almas distendidas por la acción trágica que representan. En el liberal y en el tradicionalista operan de modo análogo -violenta, escindida, desacordadamente- la pasión del espíritu y el arrebato de la vida instintiva, aunque el contenido de la operación sea tan distinto en uno y otro. Uno es un hidalgo secularizado, otro un hidalgo anacrónico; aquél sueña la utopía de un Reino de Dios laico, éste la quimera de un Estado «íntegramente» católico, al modo del siglo XVII; y cuando los dos se hacen menos hidalgos, sustituyen la caridad por la violencia, incendian, matan y se ciegan de sangre. Dígalo con su inmensa autoridad Menéndez y Pelayo: «Y desde entonces -desde las matanzas de 1834- la guerra civil creció en intensidad, y fue guerra como de tribus salvajes lanzadas al campo en las primitivas edades de la historia, guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias feroces...»

Así son los agonistas de la renovada tragedia española, si uno quiere verlos con ojos desnudos y limpios: hombres de vida intensa, violenta, heroicos y feroces, sedientos de ideal y de sangre; y, sin embargo, ineficaces, mediocres en la creación histórica. Irrevocablemente juntos y hostiles, ellos constituyen la porción más importante y activa de la España anterior a la Restauración. Son los héroes de la acción trágica, y su terrible diálogo determina las actitudes de los españoles restantes, aunque no quieran militar en ninguna de las dos banderías.

Vale esto tanto como decir que el resto de nuestro siglo XIX está integrado por actitudes medianeras e intentos de mediación. Con mucho saber y muy penetrante mirada estudia Díez del Corral la historia de todos esos tímidos ensayos, y en especial los que tienen como fuente de inspiración el doctrinarismo francés: los nombres de Javier de Burgos, Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Donoso Cortés y Cánovas son los hitos principales de esta dramática investigación.

Dramática he dicho, y no quito una tilde, aunque la prosa de Díez del Corral sea contenida y serena. Porque después de Cánovas -hablen por sí solas unas cuantas fechas: 1898, 1909, 1917, 1921, 1923, 1931, 1934, 1936- se cuartea sin remedio la fábrica de la Restauración y otra vez sopla sobre los españoles el viento de la tragedia.






ArribaAbajoDomingo García-Sabell


ArribaAbajoGalicia, España, Europa

Un breve curso veraniego ante alumnos norteamericanos sobre «Primeras manifestaciones de la generación del 98» me ha dado frecuente ocasión, Domingo, para recordar que a mi libro sobre la tan sobada generación y a los oportunos oficios de Gonzalo Torrente Ballester debo la buena fortuna de haberte conocido; porque buena y rebuena fortuna es tratar como amigo a una de las personas de mejor calidad entre los treinta y cuatro millones de habitantes -¿siempre personas?- que en el agua del mar o en su propio sudor por estos días remojan sus cuerpos entre el cabo de Finisterre y el cabo de Gata. No dejaré de exponer las muy objetivas razones sobre que este juicio mío se funda; pero quiero llegar hasta ellas desde el hecho recién mencionado: que fuese la generación del 98, más precisamente, un inteligente comentario epistolar tuyo a mi libro sobre ella, lo que dio comienzo a nuestra relación amistosa.

Por esencia, toda amistad genuina es trascendente a la historia; el verdadero amigo es amigo de su amigo más allá o más acá de lo que cada día cuentan los periódicos. Pero hay amistades cuyo origen se debe a un evento histórico, y tal es el caso de la tuya y mía, que acaso no hubiese llegado a nacer sin el suceso terrible de nuestra guerra civil. Pues bien, muchas veces he pensado, Domingo, que, esto supuesto, en modo alguno carece de sentido ese azar de nuestra primera relación a través de tal generación. ¿Acaso no fue ella, en efecto, el origen de la historia contemporánea de España, y por tanto de la época que todavía los españoles de hoy podemos llamar «nuestra»? La admiración por Galdós puede ser grande; muy grande es la mía; pero releo unas páginas suyas, sean de Fortunata y Jacinta, de Ángel Guerra o de la serie segunda de los Episodios, y no puedo evitar la sensación de meterme en «otro mundo» estimativo y estético, auque la materia del relato pertenezca a la sustancia de mi vida de español y aunque la actitud del escritor ante ella sea más o menos coincidente con la mía. Me echo a la cara, en cambio, un par de párrafos o de estrofas de alguno de los grandes del 98, Unamuno, Valle, Batoja, Azorín o Antonio Machado, y aunque mi opinión pueda no ser idéntica a la suya, más aún, aunque mi mundo intelectual, estético y estilístico se haya enriquecido con tantas cosas posteriores a ellos, súbitamente surge en mi alma este primario e irreflexivo sentimiento: «Aquí comienza mi mundo», incipit mundus meus. Hace pocas semanas, la aguda mirada de Dionisio Ridruejo descubría algo de la prosa de Azorín en la trama de la de Cela, tan distinta a ella. ¿Podría haber encontrado algún indicio de la prosa de Galdós? Nuestros más actuales y más eximios plumeadores -Cela, Aldecoa, Torrente, Delibes, Benet- no escriben ya como Azorín, como Valle o como Unamuno, es cierto; pero ni estilística ni estéticamente han salido, pese a todos los pesares, del mundo expresivo que Azorín, Valle y Unamuno creadoramente iniciaron. Y si alguien dice otra cosa, ése no vive en nuestro siglo, sino en el siglo ficticio y fantasmal de Ricardo León.

Lo que ahora he dicho, ¿significa acaso que para mí existe alguna relación entre nuestra guerra civil y la generación del 98? Sí y no. No, porque los pobres y gloriosos españoles de ésta vinieron todos a morir -todos, incluso Azorín, aunque su entierro pareciese indicar otra cosa- solitarios y, en tanto que españoles, fracasados; ninguno pudo ver la España que había querido y soñado, desde tu don Ramón, en aquellos primerísimos meses de 1936, hasta el complicado Ahrimán-Cándido-Martínez Ruiz-Azorín-Silvino Poveda que bastantes años más tarde se extinguió en su nada alhajado piso medioburgués de la calle de Zorrilla. En los senos de su alma, estoy seguro, todos dejaron este mundo en radical insolidaridad con nuestra guerra civil y sus consecuencias; y en tal sentido, ni causal ni desiderativamente tuvo que ver ninguno con lo que en julio de 1936 comenzó a acontecer en España. Todos ellos, sin embargo, Antonio Machado nos lo dijo en verso inmarcesible, habían vivido la ilusión común de montar en pelo una misma quimera: el proyecto y el ensueño de una España de algún modo fiel a sí misma -quede ahora intacto el problema de los parecidos y las diferencias entre la «España fiel a sí misma» de cada uno de los miembros del grupo- y eficazmente instalada en el marco de la vida europea. Y desde este punto de vista, bien podemos afirmar que existe una estrecha relación entre la generación del 98 y nuestra última guerra civil; porque sólo mediante un real cumplimiento de esas dos exigencias puede llegar a ser definitivamente imposible, así en el monte como en la recoleta libertad expresiva de la familia o la tertulia, la guerra civil entre los españoles. Léase con atención la obra entera de esa generación, téngase en cuenta lo que nos han enseñado los estudios recientes sobre «el primer Unamuno», «el primer Azorín» y «el último Valle-Inclán» -no tan último, porque la expresión de su viva y exigente conciencia social, estridente en los esperpentos, había comenzado ya en las «comedias bárbaras»-, y dígasenos, Domingo, porque también éste es tu sentir, si la paz, la verdadera paz, no el mero orden público, es de otro modo posible y estable en esta Iberia de nuestros gozos y nuestros tártagos.

Así planteado el problema, poco importa que la Europa de hoy no sea la del 1900 o 1910, y poco también que en la visión española del vivir europeo hayáis incorporado una óptica nueva los hombres de la generación de Ortega, con él a la cabeza, y tú mismo, afortunado y penetrante autor de Tres síntomas de Europa. Poco importa, porque las cuatro grandes coordenadas de la existencia europea -libertades públicas jurídica y éticamente garantizadas, opción del pueblo a una justicia social cada vez mejor lograda, efectiva representación popular en la ordenación de la convivencia política, vida individual y vida colectiva seriamente orientadas por la razón científica- siguen siendo las mismas desde que el liberalismo y el socialismo lograron en su historia auténtica carta de naturaleza.

Y ahora, Domingo, tú, tu persona, y tú y yo, nuestra amistad. Tú, tu persona. ¿Cuántos españoles tan firme, inteligente y elegantemente instalados como tú en la fidelidad a la mejor España y a la mejor Europa? Tu Europa tiene fuerza y delicadeza suficientes para engendrar y hacer suyos, sobreviviéndoles luego, siempre en busca de nuevas aventuras, a Van Gogh, a Joyce y a Sartre. Tu España, a su vez, toma savia terrena a través de una raíz principal, la Galicia de lo que en tu existencia es más familiar y entrañable, y se extiende en la fronda de cuanto la entera Iberia histórica haya podido y pueda «tener de hospitalario», para decirlo machadianamente. «Los gallegos somos árboles que sólo con su tierra pueden ser trasplantados», me decías un día. Es cierto, a diferencia de lo que les ocurre a otros españoles menos arraigados; pero habría que añadir que los gallegos de tu calidad espiritual sólo respirando lo mejor de España -en tu caso, Ortega, Castro, Zubiri, tantos más, entre los hispanos recientes- dais al mundo todo cuanto vuestra personal y radical galaicidad os permite dar. Mucho has dado tú a tu materna Galicia y a nuestra común España. ¿Todo lo que una y otra podrían haber recibido de ti? No, porque tú, que podías y debías haber sido un espléndido maestro universitario, no has llegado a serlo. Las razones, al alcance de cualquiera están. Algo hay, sin embargo, que no todos saben; y es que el fundamento in re de un vocablo que antes he empleado para caracterizar al galope tu personal conducta -el adverbio «elegantemente»- consiste, ante todo, en ese haber tú podido y no haber tú querido ser el gran docente de medicina interna y de estilo universitario a la europea que tu jerarquía intelectual y tu vocación desde dentro de sí han pedido siempre. Tanto peor para todos, aunque precisamente a costa de tal resolución tuya y del modo de sostenerla día tras día podamos llamar «elegante» a tu comportamiento.

Tú, tu persona, Domingo, y tú y yo, nuestra amistad. Cuando el Nietzsche de treinta años fue llamado para enseñar filosofía helénica en la Universidad de Basilea, escribió a su fraterno Erwin Rohde una tarjeta postal cuyo breve texto terminaba -en tudesco, claro está- con esta entusiasta exclamación: «¡Vivan la música de Wagner, la libre Suiza y nuestra amistad!» Queden allá la libre Suiza de entonces y, como diría el gran don Ramón, «la música de ese teutón que llaman Wagner». En esta España nuestra, tan alejada de ser lo que tú y yo queremos que sea, desde la ribera gaditana hasta tu ribera coruñesa, pasando sobre el central e ineludible Castilla, yo te digo: «¡Vivan la libre España, la música de todas sus diversas cuerdas y nuestra amistad!» Y que otros amigos, ya sabes quiénes son, convivan con nosotros la alegría y la tristeza de ese grito.






ArribaAbajoJosé Antonio Maravall


ArribaAbajoHistoriador de cuerpo entero

Desde la franja marina que dio primera nieta al insaciable afán expansivo de los antiguos castellanos viejos -Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Castilla la Novísima...-, te imagino en tu casa segoviana, junto a los sedentes nietos actuales de aquéllos y contemplando a su vera cómo las lluvias de la Semana Santa van dando paso al sol machadiano que allá, por estas fechas, hace florecer el romero y el cantueso. Pero estoy bien seguro de que tú no te limitas a recibir la suave bendición primaveral del sol serrano, porque tu destino, como el mío y el de casi todos los que tú y yo llamamos nuestros amigos, lleva consigo la conversión de la vacación en trabajo; y desde esta seguridad, más aún, con la esperanza cierta del fruto impreso de este trabajo tuyo, quiero escribirte mi abierta y explicativa salutación pascual. Abierta, porque son bastantes los que van a leerla; explicativa, porque para ti y para cuantos me lean quiero decir cómo veo yo el general beneficio de la faena intelectual -la que sea- que ahora te ocupe.

Nos conocimos, José Antonio, por los años en que el punzante contraste entre lo que en torno a nosotros veíamos y lo que dentro de nosotros sentíamos iba a sellar para siempre, en no pocos de sus aspectos, el curso común de nuestras vidas. Yo venía entonces de mi itinerante juventud provinciana; tú de tu temprano contacto madrileño con las sumidades de nuestra vida intelectual y literaria: Revista de Occidente, El Sol, el discipular contorno de Ortega. Todavía recuerdo la viva satisfacción con que Antonio Marichalar -a cuya fina y delicada persona tú habías conocido junto a Ortega y yo, pocos años después, junto a Dionisio Ridruejo y Luis Rosales, en nuestra ingenua e imposible aventura de Escorial- me dijo un día, precisamente por aquellos años, haber conseguido de La Nación, de Buenos Aires, que te hiciese en España su cronista literario. Pero ni esto, ni el incitante recuerdo de lo que antes había comenzado a ser tu pluma, lograron apartarte del que no sé desde cuándo, acaso ya desde tu juvenilísimo tiempo de Revista de Occidente, había de ser el camino real de tu vocación; ese que nos ha dado a todos los españoles, incluidos los que no pasan de leer las columnas de los diarios deportivos, el precioso beneficio intelectual y moral de que antes he hablado. ¿Acaso por entonces, mientras pergeñabas tus artículos informativos y críticos para La Nación rioplatense, no estabas comenzando ya a reunir los materiales para el primero de tus libros mayores, El concepto de España en la Edad Media?

Alguien se preguntará cómo veo yo ese general beneficio hispánico de tu trabajo de investigador y escritor. Pues bien, he aquí mi fórmula: con tu obra incesante y creciente, tú, José Antonio, nos vienes ofreciendo a los españoles todos un doble bien, el que algunos de ellos, tantos, no saben que necesitan, y el que algunos otros, yo entre éstos, íntimamente sentimos necesitar. Me explicaré. Durante los últimos lustros del siglo XIX y los primeros del XX, muchos, muchísimos españoles no conocían su nacional menester de ciencia, tan acusado ya en la época que a su incipiente modo estaban viviendo; razón por la cual Cajal, con su gran, histología del sistema nervioso, y Menéndez Pidal, con su gran filología románica, les estaban regalando un bien que ellos, sin saberlo, muy de veras necesitaban. ¿Acaso no puede decirse lo mismo de tu fecundo e infatigable esfuerzo por ofrecernos, contemplando nuestro pasado o buceando en él, toda la España a la vez europea e hispánica que él realmente contenga; la España más deseada que conocida que como remoto o próximo cimiento histórico de su empeño renovador indigentemente querían, acaso sin pensarlo, el Ortega de la Liga para la Educación Política, el d'Ors de la Escuela de Bibliotecarias y de la heliomaquia, el Marañón del curso de Endocrinología en el Ateneo y de Las ideas biológicas del padre Feijoo?

Cervantes, creador genial de la novela moderna y principio y fundamento de toda la novelística europea; el padre Vitoria, jurista insigne e iniciador del europeo derecho de gentes ulterior a él; Goya, descomunal pintor y raíz poderosa de la pintura europea del siglo XIX... No, no se trata de esto; entre otras cosas, porque esto, de puro obvio, todos lo saben y lo dicen. Se trataba de penetrar lleno de tesón y de sensibilidad en lo desconocido, no con la entusiasta mentalidad panegírica del Menéndez Pelayo mozo, sino con el paciente rigor metódico del historiador actual -tu doble vena Menéndez Pidal -Hautes Études- y con la callada y consciente menesterosidad del hispano que a toda costa, contra el mal orientado patriotismo de muchos de sus compatriotas, quiere en Madrid ser español siendo a la vez europeo, y en París ser europeo no dejando de ser español; no, por tanto, para engallar la voz brindando ante el vacío por una España «luz de Trento y martillo de herejes», sino trabajando día tras día por un país que ha hecho examen de conciencia de sí mismo, conoce en su propio pasado las luces y las sombras y sólo puede conformarse siendo sin alharacas pueblo europeo del siglo XX, leal servidor de la ciencia, la libertad y la justicia social y miembro homogéneo de una fracción del planeta. Europa, que antes que congregarse en chalaneante «mercado común» prefiere ser «común y diversa forma de vida». Se trataba, repito, de penetrar así en los senos poco conocidos de nuestro pretérito, para encontrar en ellos a cuantos españoles, egregios o modestos, han querido pensar y sentir hispánico-europeamente, y para luego vivir nuestra pretensión actual con la compañía, más copiosa en algunos campos, menos copiosa en otros, de quienes en su alma experimentaron a la antigua esa misma pretensión, ya con el «que place la cosa nueva ― y a veces es bien mudarse», por ti descubierto en una de las comedias de Juan del Encina, ya con las doloridas quejas intelectuales de otro Juan hispanoeuropeo, el médico Juan de Cabriada, que en su campo propio José María López Piñero, fuerte conmilitón tuyo, hace años nos dio a conocer.

Tengo ante mis ojos unas líneas confesionales del libro confesionales del libro que me parece más ambicioso y original de todos los tuyos, Antiguos y modernos: «No puedo concebir cómo pueden dirigir el desarrollo de un pueblo... grupos, clases y personas que socialmente actúan con insuperable enemistad hacia todas las reformas capaces de dar lugar a la necesaria transformación del país, y que moralmente se cierran a la defensiva en torno de irritantes privilegios. Todo ello, sin perjuicio de que pidan en préstamo al tiempo presente algunas técnicas, considerándolas políticamente asépticas, cuyo nombre mueven como bandera al viento en señal aparente e insincera de adelanto.» Después de todo lo escrito, ¿necesitaré ponderar, José Antonio, mi íntima solidaridad cordial e intelectual con ese doliente y exigente juicio ético y con el entrañable deseo frente al futuro -«el inmediato futuro de España», decías tú en 1966- que tras él viene estampado? ¿Acaso no he comenzado estas líneas mías poniéndome entre los españoles que con hambre en el alma miran lo que ya has hecho y esperan lo que sin duda vas a seguir haciendo?

En el frontispicio del mismo libro leo una sobria inscripción oblativa, cuyo texto reza así: «A María Teresa; a nuestros hijos, José María, Agustín, María Teresa y Fernando.» Muy bien, sabemos tú y yo que el deseo tuyo a que acabo de referirme dista mucho de haberse cumplido; pero no menos cierto me parece que ese puñadito de seres humanos en torno a ti te compensa, puertas de tu casa adentro, de lo que puertas afuera de ella quisieras tener y no tienes. Pasa y pasa el tiempo, y sus sucesivos presentes nos van lanzando hacia un porvenir siempre incierto. Pensando en él, y con tu realidad y la de quienes te rodean en la memoria, déjame imaginarte de nuevo dentro del aire alto y claro de la más alta y clara Castilla -la que en Segovia, siendo ésta tan castellana, sueña un poquito con ser Italia- y decirte lo que nuestro don Antonio dijo a las gentes de otra no menos alta y no menos clara tierra ibérica:


¡Que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!