Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoJulio Caro Baroja


ArribaAbajoHistoria de verdad

Todos cuantos enseñamos o cultivamos una disciplina histórica, mi admirado Julio, te debemos gratitud estamental por tu artículo «La historia que no sirve para nada», hace algunas semanas aparecido en El País. Con tu aguda penetración, con tu zumba de «aldeano crítico» adrede, con tu altiva humildad o tu humilde altivez de trabajador solitario e independiente, con la enorme autoridad que te conceden varios libros capitales para el conocimiento de nuestra realidad y nuestro pasado, has sabido poner el dedo sobre una de las llagas de nuestra joven historiografía: la idea de que estudiando «el precio del trigo en la época de Felipe IV o la baja del consumo de cacao en la de Fernando VII», seguiré con tus ejemplos, el investigador «de hoy», seguiré con tus entrecomillados, está haciendo historia. No negaré yo, como tú no niegas, que sin esos datos es imposible hacer historia cabal. Tampoco discutiré, como tú no discutes, que en la pesquisa cuantificadora de la vida pretérita, sean precios, pesos, votos electorales o frecuencia de adjetivos en doblete las realidades cuantificadas, hay una comprensible y aceptable reacción contra la historiografía de reinados, batallas, motines, tratados diplomáticos e «ideas puras» que -tras la espléndida del Romanticismo y los decenios subsiguientes- dominó en la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. Como tú, pues, diré a esos contables de lo que en el pasado puede ser contado: «Siga, joven, con sus análisis cuantitativos. Son exactos y provechosos. Yo no le aconsejaré que los abandone. Por el contrario, le pediría consejo. La cuantificación me parece necesaria en todo...» Pero, también como tú, pensaré que si entre el dicho y el hecho es grande el trecho, no es menor el que separa al dato numérico de la verdadera historia.

Hace como un siglo publicó Nietzsche un ensayo cuyo título no ha perdido actualidad: Sobre la utilidad y la desventaja de la historia para la vida. ¿Para qué se escribe la historia, qué puede significar y qué significa la historia para el que aficionadamente la lee? Es, creo, la cuestión subyacente al epígrafe de tu artículo. Cuestión que ineludiblemente conduce a estas otras: ¿qué debe ofrecer el historiador a quienes con buena voluntad quieran leerle?; ¿cómo debe ser escrita la historia? Entre tantas, tres respuestas veo yo destacarse. Una, aparentemente lejana, la de fray Jerónimo de San José en su Genio de la historia; ante los restos del pasado, «indicios de acaecimientos cuya memoria casi del todo pereció», el historiador, «como otro Ezequiel, vaticinando sobre ellos, ha menester juntarlos, unirlos, engarzarlos, dándoles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la disposición y cuerpo de la historia; añadirles, para su entrelazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas conjeturas; vestirlos de carne, con raros y notables apoyos; extender sobre todo este cuerpo, así dispuesto, una hermosa piel de varia y bien seguida narración y, últimamente, infundirles un soplo de vida con la energía de un tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las cosas de que trata en medio de la pluma y el papel»; y, en consecuencia -añado yo a tan larga, pero tan sabrosa cita- ante los ojos del aficionado lector. La segunda y la tercera de esas tres respuestas son incuestionablemente próximas, de ayer mismo, de esta misma mañana. El historiador, escribió Dilthey, debe «dar una segunda vida a las sombras exangües del pasado». La historia, nos dirá Ortega, «debe ser un entusiasta ensayo de resurrección». A lo largo de tres siglos, una misma opinión: el historiador lo es de veras en la medida en que sea capaz de resucitar el pasado. Opinión a la cual, estoy seguro, se sumarían sin reserva Ranke y Mommsen, Thierry y Michelet, Gibbon y Trevelyan. Resucitar el pasado: dar otra vida a personas, situaciones sociales e históricas, instituciones, hazañas y modos de existir humanamente que fueron antaño y ya no son.

Se trata ahora de saber en qué consiste la peculiar «resurrección» que con su saber y su arte logra el buen historiador. Si, como pienso, tú estás conforme con fray Jerónimo de San José, aunque no emplees su barroca retórica, y con Dilthey, aunque no sigas su filosofía, y con Ortega, a quien tan de cerca conociste y admiraste, te propondré mi fórmula: «Resucitar historiográficamente consiste en ofrecer una imagen del pasado que, además de hallarse apoyada sobre el máximo número posible de datos seguros o fidedignos, permita a quien lectivamente la contemple comprender, sin dejar de ser él mismo, sin perder, por tanto, la conciencia de su propia identidad personal e histórica, el fragmento de vida humana a que dicha imagen se refiere.» Comprender: entender con lucidez tanto el sentido que las acciones y las obras pretéritas tuvieron para sus autores -personas individuales o grupos humanos-, como el que esas acciones y esas obras poseen hoy para mí. Si yo no llego a conocer de manera plausible la significación de las pirámides de Gizeh para los egipcios que las levantaron y lo que tal significación significa para mí, ¿podré decir que conozco la historia de esas pirámides, aunque sepa al dedillo el número de bloques de piedra que las componen, el de los operarios que en su construcción tomaron parte y las jornadas de trabajo que la empresa requirió? Esto y no otra cosa es resucitar el pasado. Lo que, valga el ejemplo, tú mismo has hecho con tu monumental, libro Los judíos en la España moderna y contemporánea, convirtiendo en sentido -sentido en la España de entonces, sentido para los españoles de hoy- lo que antes de tu obra resurrectora no pasaba de ser ingente documentación.

Sólo ahora podemos responder adecuadamente a la interrogación implícita en el ensayo de Nietzsche antes mencionado: ¿para qué la historia? «La historia -he dicho yo más de una vez- es un recuerdo de lo que fue al servicio de una intelección de lo que está siendo y de una esperanza de lo que puede ser.» ¿Para qué, pues, la historia? La cosa está clara: para entender mejor la vida presente y para iluminar con luz prometedora la tiniebla del porvenir; y llamo «luz prometedora» a la que nos permite avanzar por el mejor de los muchos caminos que esa tiniebla lleva en su seno. Si el conocer la lista de los reyes godos o la contabilidad de la conquista de América no sirve para esto, llévese el diablo los nombres de la una y los guarismos de la otra.

«En fin -dices tú-: la historia que hoy no sirve para nada es la historia que no sirve para hacer oposiciones. Pero el solitario en su rincón la lee, la comenta y se rasca la cabeza.» El solitario en su rincón, en este caso, al menos, hace otras cosas: escribe libros en cuyas páginas la historia es resurrección entusiasta del pasado -aun cuando ese entusiasmo no se vista de prosa grandilocuente- y compone artículos para que los opositores sepan pasar con buen ánimo de la aritmética a la vida. Por una y otra cosa, admirado Julio, gracias.






ArribaAbajoAntonio Mingote


ArribaAbajoSonrisa que limpia

Muchos, muchos de tus dibujos, admirado Antonio, me hacen -nos hacen a tantos- sonreír y pensar; pero pocos como éste con que has querido mostrar sibilinamente uno de los más secretos y significativos nervios anímicos de buena parte de la España veraneante. Dos convencionales huéspedes agosteños del secano alto -los dos en mangas de camisa o de sahariana, sentados sobre sendos y tópicos silloncitos de mimbre; al fondo, un castillo almenado y un ralo pinarejo- conversan entre sí y uno se pregunta así mismo y pregunta al otro: «Y digo yo: eso del futuro, ¿es obligatorio?» Sí: con ese dibujo y ese pie, a través de la sonrisa que ineludiblemente viene a nuestros labios, nos descubres de golpe uno de los más secretos y significativos nervios anímicos de gran parte de la España ahora veraneante: el miedo al futuro.

¿Por qué se teme al futuro? Nada más obvio: porque consciente o subconscientemente se da por cierto que el correr del tiempo va a llevarse consigo todo o buena parte de lo que para nosotros, o para todos, es grato en nuestro presente. ¿Por qué se desea el futuro? Otra perogrullada: porque se espera que él nos traiga algo o mucho de lo que en el presente queremos y no tenemos. En un muro de su Cigarral de los Dolores, por él tan amado, hizo colocar Marañón una pequeña lápida cuadrangular de loza que había encontrado no sé dónde, creo que en un pueblo de Andalucía. En caracteres cuyo estilo delata sin sombra de duda el siglo XIX, puede leerse esta cuasi paulina inscripción: «Todo lo veo. Todo lo temo. Todo lo espero»; texto que Marañón, con su fino olfato histórico y psicológico, sin vacilar atribuía a un liberal hispano en período de opresión. Nuestro hombre -¿ingenuo?; ¿iluminado?- sabía ver con claridad todo su presente y se sentía obligado a temer algo o mucho de su futuro inmediato; pero como una flecha rápida e impaciente, más allá de lo visto y de lo próximo iba volando su esperanza hacia un porvenir que podía ser mejor, que tenía que ser mejor. Pocos años antes, con aquella pluma jupiterina que de vez en cuando sacaba de su plumier de filósofo, había escrito Hegel en su no menos jupiterina Filosofía de la Historia: «Desde que existe el Sol en el firmamento y giran en torno a él los planetas, jamás se ha visto que el hombre se atenga a su cabeza, esto es, a su pensamiento, y según él edifique la realidad. Escribió Anaxágoras que el nous (digamos: la inteligencia) rige al mundo; pero sólo ahora ha llegado el hombre a reconocer que el pensamiento debe regir la realidad espiritual (digamos: su propio destino). Ha sido como una espléndida aurora. Todos los seres pensantes han concelebrado esta época...» En su modesta residencia andaluza o castellana, sin otra filosofía que el talante vital a que nuestro idioma popular suele dar ese nombre, algo así esperaba para su no inmediato futuro el pobre liberal que hizo inscribir aquella lápida.

Pero déjenlos a los que así contemplaban antaño su futuro y vengamos, Antonio, a los que de una u otra manera hoy lo temen; esto es, a los veraneantes de tu dibujo. Decía yo antes que el futuro se teme porque se considera cierto que su advenimiento hará desaparecer todo o buena parte de lo que para nosotros o para todos es grato en nuestro presente; y con esa precisión disyuntiva -para nosotros o para todos- quería indicar que hay dos modos de temer el tiempo venidero muy distintos entre sí: el de los pesimistas absolutos, esos que con filosofía o sin ella piensan que la humanidad entera puede y debe decir, con nuestro Jorge Manrique, «cualquiera tiempo pasado fue mejor», tuvo que ser mejor, porque sólo peor que hoy puede ser el mañana que nos espera, y el de los privilegiados que con metralleta en las manos o temblor en las piernas, de todo hay, saben que sólo quitándoles algo o mucho de lo que diariamente están paladeando -poder, dinero- puede pasar el almanaque histórico del «hoy» al «mañana». A esta segunda especie de temerosos del futuro pertenecen tus veraneantes; de otro modo no traerían a nuestra boca la sonrisa, sino el suspiro. Y porque es así, pienso que también en ellos está operando el que, para seguir la irresistible y ya vieja boga de los complejos, hace ya algunos años bauticé yo con el nombre de «complejo del Monte Tabor».

Verás. Vino a verme un inteligente jesuita francés, muy aficionado a las cosas de España -dos son sus grandes especialidades seculares: el idealismo alemán y la poesía de Antonio Machado-, y se interesó por mi opinión acerca de un determinado grupo, algo así como un centenar de personas, de la sociedad española de entonces. «En mi opinión, padre, todos llevan en sus almas el peso de un complejo: el complejo del Monte Tabor», le respondí. «¿Complejo del Monte Tabor? ¿Qué es eso?», replicó mi visitante. Y yo me expliqué así: «Algo muy sencillo para cualquier lector del Evangelio. ¿Recuerda usted, padre, la actitud de mi tocayo San Pedro en la cima de ese monte, cuando con sus ojos vio y sintió como suyo más, mucho más de todo lo que en su vida de pescador él había podido esperar? Tan bien lo estaba pasando el hombre, si usted me permite decirlo tan a la llana, que al punto se dijo para su capote o para su túnica: Cualquier otra cosa futura, cualquiera, será peor que la que mi presente me depara. Y sin pararse en barras, como todos sabemos, propuso levantar tres tiendas y quedarse allí para siempre. San Pedro temía al futuro, porque sabía que su presente había llegado al ápice de lo para él deseable. Fue, pues, el primer hombre que ha experimentado el complejo del Monte Tabor. ¿Comprende ahora por qué digo que los miembros de ese pequeño grupo español a que usted alude llevan tal complejo en sus almas?» Sonrió suavemente el jesuita, y me dijo: «Pero el Señor no quiso conceder a San Pedro lo que éste con tanta vehemencia le pedía. Queriéndolo o no, el pescador tuvo que bajar del monte al llano y pechar con lo que el llano había de traerle.» Aclaré yo, para redondear mi respuesta a su primera pregunta: «Ésa precisamente, padre, es la moraleja que yo trataba de obtener de mi relato. Porque en España somos bastantes los que creemos que en la vida histórica de los hombres no puede -ni debe- haber Montes Tabores permanentes, y porque, en consecuencia, deseamos un futuro en el cual tengan que apearse de sus ocasionales privilegios los imitadores del menos imitable momento de San Pedro.»

Antonio: ¿son o no son montetaborianos -digámoslo así, como decimos edipianos- tus veraneantes con castillo y pinarejo al fondo? Sin duda. Su temor al futuro no nace de un pesimismo planetario, como aquel del filósofo Eduardo von Hartmann, que a fines del siglo pasado preveía el suicidio colectivo de la humanidad, hastiada de ver y seguir viendo cómo nuestras sensaciones dolorosas son siempre más copiosas y más intensas que las placenteras. Ellos temen que los años venideros vayan inexorablemente reduciendo, tal vez anulando los gustosos privilegios -poder, dinero- que en su presente gozan. Es curioso: por su voluntad son egoístas, porque a toda costa quisieran, quieren, que esa privilegiada situación suya continúe, y contra su voluntad son justicieros, porque piensan, acaso contemplando en torno a ellos otros mucho más pobres en libertad, mando y pecunia, que el paso de la historia ha de comportar inexorablemente la creciente reducción de esa triple desigualdad. Por eso tú, elegantemente, agudamente, sabiendo muy bien que muchísimos de tus lectores habituales son hermanos gemelos de tus veraneantes con castillo y pinarejo al fondo, has querido ponerlos en esa sutil picota social que con tanta frecuencia es la página donde publicas tus dibujos.

Y los que no somos así, aun cuando en muchos aspectos no nos haya tratado tan mal la vida, los insatisfechos sin resentimiento, ¿habremos de decir, con el inspirador de la lápida del Cigarral de los Dolores, «Todo lo veo, todo lo temo, todo lo espero»? Ardua pregunta, Antonio, cuya respuesta, como con tanta gracia verbal decía a otro respecto un gran escritor nicaragüense, «no es para un mientras». Algo acerca de ella trataré de decir yo otro día. En este de hoy, agosteño, cálido, quiero terminar mi carta sólo diciéndote mi personal admiración, mi personal agradecimiento.




ArribaAbajoApostilla a Mingote

Uno de los grandes aciertos recientes de ese grande y admirable acertador que es Mingote nos presenta a un padre actual sermoneando a un hijo tan actual como él. «Ya sé -proclama el padre- que los padres de la Iglesia dijeron cosas parecidas a las que luego han dicho los socialistas, pero es que los santos antiguos no entendían de política.» Gran verdad, que acaso resultase todavía más grande y más azorante suprimiendo de la frase el adjetivo «antiguos» y convirtiendo el pretérito «entendían» en el presente «entienden». Gran verdad, que de la mano nos lleva a formular dos nada baladíes interrogaciones. Una: «Si los verdaderos santos no entienden de política, ¿deberá también afirmarse -con la tan repetida frase de lord Acton acerca de las consecuencias del poder absoluto- que los políticos en ejercicio no entienden de santidad?» Otra: «Y si una y otra sentencia son ciertas, ¿cómo podrá hacerse realidad política, por tanto terrena, lo que de terrenal haya en la santidad enseñada por los santos?» Que mis lectores -comenzando por el propio Antonio Mingote, si por azar llega a serlo- se den a sí mismos su personal respuesta.






ArribaAbajoJulián Marías


ArribaAbajoJuventud con «obras»

Desde hace varios meses, Revista de Occidente viene ofreciendo a los lectores de habla española, en pulcros tomos celestes, las Obras de Julián Marías1. Más de un comentarista suspicaz -nunca faltan entre nosotros- se habrá preguntado por la justificación de este empeño editorial: si literariamente procede que antes de haber él cumplido sus cuarenta y cinco años instale un escritor en casa perenne a sus criaturas, harto jóvenes e incontrastadas a esa edad, por lo general, para tolerar tan definitiva reclusión. Pero a ese posible reparo de los suspicaces deben ser opuestas varias fuertes razones. Una de carácter general, pertinente a la situación del escritor actual ante su obra y en la sociedad. Otras de índole particular, relativas a la materia que en este caso se edita. La verdad, la pura y patente verdad es que la edición de estas Obras de Julián Marías se justifica por sí misma. Justifícanla objetivamente la dispersión geográfica y el copioso número de las ediciones alcanzadas por los diversos libros que en sus volúmenes se reúnen; y subjetivamente -quiero decir: desde el punto de vista del lector de la colección-, la coherencia interna, la calidad intelectual y literaria, el vivo y sostenido interés de los escritos que esos volúmenes albergan. Buena ocasión, por tanto, para un examen sinóptico y ponderativo de la extensa y ya «perennizada» producción impresa de su autor. ¿Qué es y qué significa la obra de Julián Marías? ¿Quién es Julián Marías en el pensamiento y en las letras de España?

I. La nota descriptiva que en primer término ofrece la obra intelectual de Marías es su voluntaria, firme y leal tradicionalidad; una tradicionalidad, apenas habrá que advertirlo, sobremanera distinta de la que entre nosotros suelen nombrar las palabras «tradición» y «tradicionalismo». A la común idea hispánica de la tradición pertenecen muy esencialmente la presencialidad, el integrismo y el ucronismo. El tradicionalista a la española se afana por considerar presente y no pasado aquello de que él se siente continuador. Más que un remoto precursor, en Felipe II ve o intenta ver un conmilitón o un contertulio, y lo mismo en el Filósofo Rancio o -previo el oportuno afeite- en Menéndez Pelayo. Su principio rector es por otra parte el «todo o nada»; un «todo» que comprende las creencias y las ideas del propio tradicionalista y la entera realidad social en que esas creencias e ideas han de encarnar. Lo cual acaba haciendo ucrónico el contenido de la soñada «tradición», porque las esperanzas históricas para todo tiempo y para cualquier tiempo son en rigor esperanzas para ningún tiempo, u-cronías. No carece de sentido que el órgano periodístico del integrismo español llevase por título El Siglo Futuro. Alguna vez he escrito que el saber histórico es un recuerdo al servicio de una esperanza. Pues bien: para la esperanza «integral» de los tradicionalistas a la española, el pasado, histórico no es algo que real y efectivamente haya acontecido alguna vez, sino un ideal intempóreo al servicio de una ilusión siempre referida al futuro. Todo menos «tradición», entrega y recepción de las concretas formas de vida de ayer y anteayer. ¿Hay un país menos cuidadoso que España en la conservación de los restos de su propio pasado?

Lejos de cualquier ucronía, la tradicionalidad intelectual de Marías se aplica muy en primer término a lo inmediato y experimentado. Más concretamente, a lo que llegó a ser la madrileña Facultad de Filosofía y Letras en el quinquenio 1930-1935. «Experiencia intelectual y humana inolvidable, a la que por ningún precio estoy dispuesto a ser en ninguna medida desleal», ha llamado Marías a su formación en las aulas de Ortega, Zubiri, Morente y Gaos (III, 148). Tradición inmediata que empalma hacia afuera con la historia universal del pensamiento, y hacia adentro -a través de los hombres del 98 y de los renovadores de la vida española al modo de Jovellanos y Feijoo- con las cumbres verdaderamente ejemplares de nuestros siglos anteriores al XVIII. Desde que en 1940 publicó su Historia de la filosofía, la obra escrita de Marías es tradición viva de lo real y lo posible; en el sentido más próximo y fuerte de la expresión, «continuación histórica».

Debo afrontar ahora la segura objeción de más de un lector. Acabo de afirmar que entre los caracteres definitorios del tradicionalismo a la española uno de los más acusados es su honda tendencia a la presencialidad. He sostenido, por otra parte, que la tradicionalidad del pensamiento de Marías se aparta mucho, por su contenido y por su modo, de la que entre nosotros es tópica. ¿Son conciliables estos dos asertos? ¿No se ha objetado con frecuencia a Marías la pretensión de convertir a Ortega en un pensador definitivo e intocable, por tanto «presencial»? ¿No se ha dicho una y otra vez que su pensamiento no es otra cosa que orteguismo en cultivo puro?

Procuremos franquear la sobrehaz de esta «cuestión disputada». Sepamos ver ante todo que la tradicionalidad de Julián Marías -su nunca vacilante fidelidad a aquella Facultad de Filosofía y Letras, su leal orteguismo- ha sido en cierto modo víctima de la circunstancia histórica en que ha tenido que manifestarse. Cortado abruptamente el desarrollo orgánico de la tradición orteguiana, discutido el mismo Ortega por motivos casi siempre extrafilosóficos y con procedimientos muchas veces inadmisibles, esa honda fidelidad del discípulo al maestro se ha visto con frecuencia obligada a emplearse en la exposición, la defensa y la apología de la tan maltratada doctrina familiar. La presentación de un Ortega no falseado ante los lectores de habla española -o de un Morente real, en otros casos- ha consumido horas y horas de nuestro escritor, que en situación distinta habría vivido muy exento de ese noble, pero bien penoso menester2.

Marías, por otra parte, no ha tratado nunca de convertir el pensamiento orteguiano en doctrina escolástica e inmutable. Quien lo dude, lea con ojo limpio lo que él mismo nos dice cuando considera el posible destino histórico de la «escuela de Madrid». Si esta «escuela» fuese lo que Marías desea, su ideal no sería la transmisión inerte y repetidora, sino la continuación creadora y original. «La fidelidad a un maestro, lo que podríamos llamar la filiación legítima, no puede ser más que innovación», dice nuestro autor en el prólogo a las ediciones inglesa y americana de su Introducción a la filosofía. Lo cual no es otra cosa que orteguismo puro. Fosilizar escolásticamente a Ortega sería traicionarle, y nadie lo sabe en este caso mejor que el propio discípulo.

¿Podría rectamente entenderse, si no, la obra intelectual de Julián Marías? Su orteguismo, su consciente, voluntaria y fiel pertenencia a la tradición filosófica orteguiana, no excluye su originalidad, y aún podría decirse que la fomenta. Tal originalidad es fruto de instancias muy diversas. Depende en ocasiones de la resuelta instalación del pensador sobre los presupuestos filosóficos -si se quiere, transfilosóficos- de la visión cristiana de la realidad: así acontece, valga este ejemplo, en el capítulo «El horizonte de las ultimidades», de la Introducción a la filosofía3. Débese en otras a un esfuerzo personal de prosecución y avance, y tal es el caso de los últimos apartados de Idea de la metafísica, en los cuales el estudio de la relación estructural y noética entre vida, realidad y razón va más allá del término a que había llegado el propio Ortega. Mas también es a veces consecuencia de hallazgos conceptuales o históricos, y esto es lo que acaece en las páginas consagradas a describir la «estructura empírica de la vida», y en no pocas de Biografía de la filosofía. La actividad de pensar originalmente adopta en su efectivo ejercicio dos formas cardinales, el desarrollo y el hallazgo. ¿Qué lector de buena fe podrá desconocer la presencia de una y otra en las Obras de Julián Marías?

II. La tradicionalidad del pensamiento de Marías -su vinculación prosecutiva y creadora al pasado más inmediato- lleva consigo la segunda de las notas que formalmente le caracterizan; a saber, su estricta actualidad, según los dos sentidos principales que en este caso posee tal palabra. Es «actual» un pensamiento teorético cuando los temas que aborda y la forma con que procede -para no nombrar su estructura y su consistencia más propias- pertenecen a la situación histórica en que él existe y opera. Así entendida la actualidad, nadie la negará a los escritos de Marías. La teoría que los informa se halla del modo más riguroso en el nivel de nuestro tiempo. La materia a que el pensamiento se aplica -su materia empírica, no el contenido mismo del filosofar- viene con frecuencia ofrecida por la sucesiva y viviente experiencia personal del autor: una lectura, un viaje, una incidencia histórica. ¿Quién discutirá la rigurosa actualidad de una «teoría» de los Estados Unidos, o de una visión ocasional y sesgada de la poesía de Pedro Salinas?

Pero la actualidad, como el ser, se dice de varios modos. También es actual el pensamiento teorético cuando se «actualiza» incidiendo sobre la realidad circunstancial y haciéndose -permítaseme tan escolástica locución- teoría en acto segundo. Esto es, cuando se trueca en ensayo. ¿Qué otra cosa es el ensayo, sino pensamiento en situación concreta y en acto? «Sugestiva teoría de urgencia», he llamado en otra ocasión a este incierto género literario. Con él, un hombre que posee una visión teorética y sistemática de la realidad -visión, a veces, no explícitamente elaborada- actualiza y concreta su pensamiento para dar razón de la vicisitud en que se halla o del objeto con que tropieza. Lo cual indica muy transparentemente que sólo podrá ser verdadero ensayista quien posea en su espíritu, por modo explícito o implícito, una teoría general de la realidad, y sepa además refractarla sugestivamente a través de los ocasionales contenidos de su personal experiencia. El Caballero Pigafetta y el honrado Bernal Díaz del Castillo, puntuales descriptores de lo que en sus vidas encontraron, no fueron ensayistas; y sí lo fue don Miguel de Unamuno, constante en la tarea de dar una visión unamuniana de sus avatares y tropiezos, aunque a él pareciesen repugnarle intelectualmente las palabras «razón», «teoría» y «sistema».

No menos notorio que el primero es este segundo modo de la actualidad en la obra escrita de Marías. Cuando no es filosofía en sentido estricto -filosofía histórica o sistemática- su producción es ensayo, comentario teorético, cavilación itinerante desde la inmediata experiencia vital o desde ésta hacia aquélla. ¿Puede extrañar que esa producción, de nuevo fiel al magisterio de Ortega, halle con frecuencia su lugar natural en las páginas de la prensa diaria? Para explicar su reiterada apelación al artículo periodístico como vía y modo de expresión, Ortega se apoyó ante todo en razones circunstanciales; entre ellas, muy en primer plano, la evidente minoridad intelectual del público español. Dentro de un contorno periodístico, el ensayo filosófico -y todo verdadero ensayo lleva dentro, como hemos visto, su congrua dosis de filosofía- sería la vianda apetitosa y fácilmente digestible que el menor de edad requiere para su nutrición espiritual. Pero tanto como para la formación y el crecimiento del lector, el ensayo sirve para la andadura y el enriquecimiento del autor, muchas veces forzado a improvisar apuntada y sugeridoramente una interpretación intelectual inédita de aquello con que en su vida se encuentra.

Los copiosos ensayos de Julián Marías, periodísticos o no, son «verdaderos ensayos», y acaso esta aparente tautología constituya su mejor elogio. El lector los encuentra gustosos y formativos, porque le hacen ver en la realidad contemplada zonas que acaso por sí mismo él no hubiese nunca descubierto: léase por vía de ejemplo la desvelación ensayística de la función que «El curioso impertinente» cumple en la economía literaria del Quijote. Son, además, testimonios del progreso del autor en el cumplimiento de su vocación intelectual y expresiones de una vida teorética -repetiré la fórmula ya usada- que no desdeña emplearse a menudo «en acto segundo». Ofrecen desde luego, pese a su aparente y variopinta diversidad, una firme coherencia interna, porque todos manifiestan la unitaria visión teorética de la realidad -la vida humana, la historia, el mundo- que desde dentro les constituye y anima: póngase Los Estados Unidos en escorzo dentro del área de la Introducción a la filosofía, y se advertirá la exactitud de mi aserto. Muéstranse, en fin, ligeros e incitantes, sugestivos: no sólo enseñan e iluminan, también espolean el pensamiento del lector hacia sus metas más propias. La levantada línea del ensayismo español contemporáneo -Unamuno, Maeztu, Ortega, D'Ors, Pérez de Ayala, Marañón-, tiene en Julián Marías digno continuador.

III. Todo lo cual, ¿no nos está indicando a las claras que otra de las notas definitorias de la obra intelectual y literaria de Marías es su patente vivacidad? Explicaré lo que con esta palabra quiero decir.

«Vivaz» no es lo que meramente vive; es lo que vive con vigor y con inquietud. No es vivaz el elefante, porque, siendo vigoroso, carece de inquietud; tampoco lo es el murciélago, animal de vida inquieta, pero no de vida firme. Lo es, en cambio, el buen perro de caza, a la vez sensible, rápido y fuerte, Pues bien: hay grandes, geniales pensadores -ahí está Hegel-, que no son vivaces, que viven edificando elefantescamente su propio pensamiento; y otros, acaso menos grandes -ahí está Scheler-, cuyo destino intelectual, por vocación y por aptitud, consiste en ir respondiendo teoréticamente a los diversos estímulos que les va ofreciendo el mundo en que existen. Con su personal talento y en su personal situación, a este linaje de los pensadores «vivaces» pertenece Julián Marías.

Mas no sólo como pensador, también como escritor. Su estilo literario, el modo como mueve su pluma, ¿no revela acaso esa constitutiva «vivacidad» de su mente? A riesgo de incurrir en un esquematismo abusivo, yo diría que hay dos modos contrapuestos de escribir, simbolizables por la cornucopia y el regato. La prosa-cornucopia circunda estática y ornamentalmente -en suma: aprisiona- aquello a que da literaria expresión. El escritor, como el espejero, fragmenta el vidrio de su pensamiento en bien recortadas porciones y las rodea de un marco verbal más o menos ajustado y más o menos bello. Tal es la contextura retórica de los escritos de santo Tomás y -a mil leguas de ellos- del Also sprach Zarathustra nietzscheano. En diametral contraste con la prosa-cornucopia, la prosa-regato va traduciendo en palabras el viviente fluir del pensamiento que la engendra y constituye la forma propia de ese modo de ser que acabo de llamar «vivacidad». La razón vital es en su realidad misma «razón narrativa», afirman Ortega y Marías. Y como confirmando esta proposición doctrinal, nuestro ensayista da expresión a sus ideas con un lenguaje fluido, claro y caminante, que como un regato verbal va corriendo ágil y eficazmente a lo largo de la página. Quien lea con cierta voluntad de observación los artículos «Dueño de Los Ángeles» y «Balada del drugstore», del libro Los Estados Unidos en escorzo, entenderá directa e intuitivamente lo que ahora pretendo decir. Sin la insuperable opulencia nervada, elegante y desdeñosa de la prosa de Ortega, de más sencillo y directo modo, Marías es -déjeseme utilizar mi esquema- un magnífico escritor «en regato». Lo cual también da unidad, la unidad del estilo, a las Obras que ahora se juntan y publican.

Con su leal tradicionalidad, su actualidad rigurosa y su constitutiva y deliberada vivacidad, Julián Marías es en la vida intelectual y literaria de España -y no solo de España- una figura de muy alta y muy real importancia. ¿Por qué su magisterio, ahora en el umbral de la plena madura, no llega a los jóvenes españoles a través de una cátedra universitaria? ¿Por qué la tradición que él tan fielmente representa y tan personal y vigorosamente continúa se ve obligada a perdurar entre nosotros en incómoda e irrenunciable actitud defensiva? ¿Por qué un serio, brillante e influyente pensador cristiano no es tratado con justicia por quienes del cristianismo dicen hacer la razón de sus vidas? Quede en el aire este manojillo de preguntas; las cuales, bien se ve, no van dirigidas a Marías, sino a la sociedad de que Marías es parte. A él, que en la raya vital de los cuarenta y cinco años asiste a la ya unificada edición de su producción escrita, acaso haya que precaverle ahora de un posible riesgo biográfico: el riesgo de escribir en el futuro pensando que sus palabras caminan irremisiblemente hacia el remanso encuadernado y un poco solemne de unos volúmenes en cuya cubierta se lee este sobrecogedor epígrafe: «Obras.»




ArribaAbajo«Creo en la libertad y en la esperanza»

Por fuerza había de venirme a las mientes un quevedesco título tuyo, Julián, cuando hace una semana pergeñaba mi carta a Antonio Mingote: ése en que su autor, con el sobrecogimiento moral del padecer y la arrogancia mental del definir, una y otra cosa veo yo en él cuando le imagino escribiendo su verso, dice así: «El tiempo, que ni vuelve ni tropieza.» ¿Cómo no había de recordarlo, si el tema de mi reflexión era ese temor al futuro de muchos de nuestros compatriotas, que con tanta y tan ingeniosa sutileza Mingote supo hace semanas llevar a la picota? Y recordando el verso de Quevedo que tú convertiste en sugestivo título, ¿cómo no pensar, siquiera fuese fugazmente, en tu personal relación con él?

Me atrevo a suponer que tú, sin dejar de admirar el gran acierto aforístico del genial cojo -en todos los sentidos de la expresión fue genio cojo, creo yo, este don Francisco-, le habrás dicho in mente estas o parecidas palabras: «Mi admirado poeta, sí y no. Mirado como un poco más tarde desde Inglaterra lo mirará el compadre Newton, esto es, como una imperturbable sucesión abstracta en cuyo seno acontecen, lentos o rápidos, todos los eventos y todas las velocidades, guerras que se encienden sobre la tierra o manzanas que caen del árbol, sí, es verdad: el tiempo no vuelve y no tropieza. Pero considerado a la manera del compadre Aristóteles, que también sabía pensar lo suyo, como el modo de cambiar las cosas que en el mundo cambian, entonces, amigo don Francisco, no es del todo cierta su sentencia, porque en tal caso el tiempo no vuelve, es verdad, pero más de una vez tropieza, y da sus traspiés, y se acelera o precipita, y retrasa o adormece. ¿Acaso vuesa merced, a través de los sensibles espejuelos que sobre su nariz cabalgan, no está viendo así el tiempo de su España, rápido hacia la altura en San Quintín y en Lepanto, tropezador en Flandes y en Inglaterra y precipitado desde ese tropezón suyo hacia el doloroso pozo que los propios versos de vuesa merced están denunciando?»

Sin duda. Visto así, el tiempo de los hombres tropieza en ocasiones. Y si este es el caso, y uno prevé el tropiezo en ciernes, ¿no tendrán su razón -su ocasional razón, al menos- los que temen el futuro? Pensando declarar con mi respuesta uno de los más hondos motivos de tu vida de español ciudadano del mundo, soy yo quien responde ahora: sí y no. Sí, cuando uno cree, acaso subconscientemente, que tras el tropezón no habrá nada personal o humanamente salvador; no otro es el caso de los temerosos que caricaturizaba Mingote, atentos tan sólo a la conservación de sus privilegios presentes; los que viven según esa moral ávida y desesperanzada a que da expresión uno de los más alicortados dichos de nuestro pueblo: «Mientras dura, vida y dulzura.» No, cuando uno piensa, acaso sobreconscientemente, diría Eugenio d'Ors, que los tropezones de la historia no son en el fondo sino hegelianos «ardides de la razón», esporádicas torceduras de las líneas con que, de modo para nosotros misterioso, Dios escribe derecho.

Mejor que yo lo sabes. Al término de un siglo que tú tan bien conoces y tanto quieres, el XVIII, uno de los grandes cantores y paladines de la Razón con mayúscula que ese siglo había venerado, el casi filósofo y casi matemático Condorcet, se ve perseguido por los que -encendiendo esperanzas y cortando cabezas, que así suele ser el drama de la historia- en nombre de esa Razón actúan. Y oculto en la casa amiga donde poco más tarde habrá de morir, compone su famoso Esquisse d'un tableau... un entusiasta himno al progreso, y ensalza la gloria histórica de quienes entonces le están persiguiendo. Condorcet terne que, en lo que a él atañe, tropiece el tiempo; no bienes exteriores ni privilegios, sino hasta su propia cabeza puede perder en ese posible y temible tropezón de su temporal existencia; pero está seguro de que el todo histórico a que tal tropiezo pertenece, la Revolución que luego, por antonomasia, llamaremos «francesa», y a pesar de la amenaza que sobre su vida ella cierne, va a traer algo valioso en el progreso, y por tanto en el futuro. Pocos casos de nobleza moral habrá en la historia comparables a éste con que el casi filósofo y casi matemático Condorcet quiso terminar su tránsito por la tierra, es decir, el paso de un tiempo, el suyo, que para él tan dolorosamente había tropezado.

Más de un tropiezo ha tenido tu tiempo para ti. Apenas terminada tu vida de estudiante, una Universidad torpemente obstinada en romper todo vínculo con lo que había sido su pasado inmediato, se daba el gustazo -triste, penoso gustazo- de impedirte por unos años tu acceso al doctorado. Más tarde, en la plenitud de tu vida de escritor, pensador y docente, jóvenes que dicen ser amigos de la libertad, sin duda a condición de usarla, sobre todo, contra los que de manera más constante, limpia y leal la han ejercitado y defendido, se empeñan una y otra vez en obsequiarse a sí mismos con el contrapuesto gustazo -tan triste y tan penoso como el de los de antaño, por contrapuesto a él que sea o parezca ser- de atacarte sin conocerte. Tropiezo aquél, tropiezo éste. Pero tú, que sin ser hegeliano confías en la marcha de la historia hacia la libertad, aunque esa marcha, como entre nosotros acaece, tantas y tantas piedras encuentre a su paso, has sabido, sabes mirar el uno y el otro con el talante de Condorcet ante el suyo, y no has vacilado en apropiarte, pienso que transquevedescamente, el verso entre sobrecogido y arrogante de don Francisco de Quevedo: «El tiempo, que ni vuelve ni tropieza.» Transquevedescamente, porque Quevedo, cualquiera que fuese su creencia acerca de lo que pueda acontecerles a los hombres después de su muerte, y aunque en una ocasión, otro enorme acierto verbal suyo, llamase «el valentón del mundo» al entendimiento humano, no creo que en su alma de español de su época supiese ver y valorar la grandeza y la fecundidad de aquello con que la España del siglo XVII había tropezado: la actitud de la Europa moderna ante la inteligencia y la libertad del hombre. O bien, en términos cervantinos, «el cobre y el estaño» -la entonces naciente técnica científica de la modernidad- con que nuestro don Quijote, impávido ante todas las armas que él conocía, temía ser arteramente vencido.

Un entrañable amigo común, el poeta Dionisio Ridruejo, poeta en todo, vidente en todo, hasta en sus generosos conatos de acción, escribió hace años un verso que en modo alguno desmerece ante el de Quevedo y que vital e históricamente, creo yo, tanto le supera. Decía él haber vivido, y también, aunque esto fuera menos aparente, querer seguir viviendo,


poniendo en el presente la sal de lo futuro.

Gran deseo, gran consigna. Si el presente es desplaciente o amargo, porque un futuro -aunque nosotros, ay, no lleguemos a verlo- le redimirá un día, y con él a nosotros, los que con ese ánimo lo estamos viendo y padeciendo. Y si el presente llegara a ser gustoso -lo cual, por modo plenario, nunca ha de ocurrir-, porque, incluso hallándose sometido a la inexorable posibilidad de un eventual tropiezo ulterior, siempre traerá consigo la expectativa de ese incitante regalo que para los hombres así dispuestos es la novedad.

Poniendo en tus sucesivos presentes personales la certísima sal de una gustosa libertad futura has vivido tú, Julián, y por esto he querido decir, precisamente en una carta dirigida a ti, cómo veo yo el reverso de aquel temor frente a la vida por venir que con tanta agudeza y tan buena puntería hace unas semanas supo hacer dibujo y letra Antonio Mingote, otro de los testigos insobornables de la vida que nos rodea, de la vida en que estamos.






ArribaAbajoLorenzo Gomis


ArribaAbajoLa fortaleza del junco

La prensa diaria -y luego, puntualmente fiel a sí mismo, el último número de El Ciervo- nos ha hecho saber a todos los españoles sensibles, Lorenzo, que unos mozos del «V Comando Adolfo Hitler» han destrozado la redacción de tu revista cuando sólo una inerme y nada combativa secretaria había en ella. Sin querer me viene a las mientes un dístico de alguien, Johann Wolfgang Goethe, a quien, de vivir cien años más tarde, sin duda hubiese corrompido el alma saberse compatriota de Adolfo Hitler:

Er nennt's Vernunft, und braucht's allein nur tierischer als jedes Tier zu sein;

«llama el hombre razón a lo que al parecer le distingue del resto de los seres terrenales, pero sólo para ser más animal que cualquier bestia lo utiliza». Dejemos intacto, sin embargo, el problema de la identificación ontológica y zoológica de las bestias pardas que han asaltado la casa del El Ciervo, y vengamos a otro tema para ti y para mí harto más importante: la significación que ese comando pueda tener dentro del grupo humano a que pertenece; dentro, por tanto, de la sociedad española.

Sin el menor narcisismo nacionalista, muy lejos de él andamos tú y yo, afirmemos para empezar que el tal comando no puede ser -aunque sumemos a él los que en lugar de cobijarse bajo el nombre de Adolfo Hitler prefieren hacerlo, para mayor inri, bajo el de Cristo Rey- parte importante de nuestro país. Un argentino que conozco y estimo polemizaba desde un diario de su ciudad, Mendoza, con alguien que escribía y firmaba en un periódico rival; y como un determinado día aparecieron en este último dos artículos contra mi amigo, uno firmado y otro sin firma, el así atacado inició su respuesta con las siguientes palabras: «Por fuerza debo pensar que los dos artículos publicados contra mí en el diario X proceden de la misma pluma; de lo contrario existirían en Argentina dos personas de calaña semejante a la del que firma; y para cualquier país, francamente, esto es demasiado» . Apliquemos tan consoladora doctrina a nuestra sociedad, y concluyamos con optimismo que para ella como para cualquier otra, diez comandos como el hitleriano de autos constituyen una cifra estadística, ética y estéticamente poco razonable. Pero que ese módico e hipotético optimismo no nos embauque o nos arrastre, Lorenzo, porque lo grave no es que existan en España cinco o diez «comandos Adolfo Hitler», sino la realidad de las reacciones sentimentales y verbales que el atentado contra tu revista habrá suscitado. Yo las veo agrupadas en el siguiente abanico de actitudes:

  1. La minoría -por la razón dicha, admitamos que no pasa de serlo- de los que de corazón y de palabra habrán dicho esto: «Yo hubiese hecho lo mismo. Comanditarios de Adolfo Hitler o lansquenetes de san Hugo -cuyo tránsito, nos dice Camilo José Cela, tuvo lugar bajo una lluvia de abyectas sonrisas de gratitud-, bravo por ellos».
  2. El número -no puedo dar su cuantía; presumo, sin embargo, que no será escasa- de los que con desganadísima indignación lamentan el triste suceso, «triste» y «lamentable» o «deplorable» son en este caso los más graves de sus posibles adjetivos, pero considerándolo entre piadosa y refociladamente como un ardoroso «exceso de celo».
  3. El amplio grupo -demasiado amplio, por desgracia- de los que expresarían su sentir con palabras semejantes a éstas: «Una bestialidad, desde luego; pero, qué le vamos a hacer, así somos los españoles.» Y después de decir o pensar tal cosa, proseguirían impertérritos sus negocios y sus ocios.
  4. La imprecisa fracción de los que razonan poco más o menos así: «¿Asalto a una revista católica? Después de tantos años de ir sobre el machito, ya es hora de que alguien les zurre un poco a los católicos, aunque éstos se muestren progresistas y la agresión se oculte bajo tan averiado nombre. Déseles la zurra, y -a falta de otros- dénsela los hitlerianos.»
  5. Todos los demás, no sé cuántos; tú, la víctima; yo, que abiertamente me solidarizo contigo, y cuantos con palabras o en silencio os hayan enviado su personal solidaridad y hayan pensado en su intimidad algo parecido a esto: «Sí, es cierto, hoy en todas partes cuecen habas, aunque la calidad y la cantidad de las habas cocidas no sea en todas partes igual. Pero desde que en 1815 se inició en nuestro país la caza violenta y espontánea, de los que no han cometido otro delito que el de ser a la vez liberales, pacifistas y amantes de la justicia social -que los cazados sean cristianos o no, poco importa a los cazadores-, ¿cuándo entre nosotros desaparecerá para siempre esta lacra política y moral?»

Acabo de decirlo: no sé cuántos, Lorenzo, somos los que, sólo en el seno del corazón o también a través de la pluma, así pensamos y hablamos. Presumo que no demasiados, y estoy seguro de que todos nos encontramos hoy muy lejos de esa cosa tan apetecida y terrible que llaman «el poder». Entonces, ¿qué hacer, aparte la forzosa pasión de aguantar estas agresiones que los bienpensantes y los bienposidentes suelen llamar «excesos de celo»? A mi modo de ver, dos cosas complementarias entre sí.

La primera, seguir siendo lo que ahora somos, pero proclamando oportuna e importunamente nuestra razón: esta modesta pretensión nuestra de una vida española en la cual, como hace poco decía uno de nuestros caricaturistas, cada español haya llegado a ser de hecho «la treinta y cuatro millonésima parte del país». Es decir: un ciudadano que real y efectivamente posea los mismos derechos políticos, sociales y económicos que otro cualquiera, aunque no sea muy ortodoxa su opinión acerca de las que a troche y moche llaman «Leyes Fundamentales».

La segunda, seguir demostrando con obras que en nuestro país somos los mejores. Porque, falsas modestias aparte, Lorenzo, los mejores somos. Si alguien se tomase la molestia de hacer una encuesta entre las gentes que con el pensamiento o con la pluma hoy de veras cuentan en España, es archiseguro que -opinantes de uno o de otro respecto del fundamento de su vida- la inmensa mayoría estaría a tu lado, frente a ese comando y a los que pacata y regodeadamente habrán llamado «exceso de celo» a su fechoría. Sí, somos los mejores, y nuestro más elemental deber consiste en demostrarlo día tras día.

Y esto es lo que en mi propio nombre y en nombre de bastantes más, con un cordial abrazo de indefensa hermandad quería yo deciros hoy a cuantos hacéis esa revista tan amenazadora y pavorosamente llamada El Ciervo.






ArribaAbajoAntonio de Zubiaurre


ArribaAbajoMar solo

Tres cosas distintas es el mar para el hombre, según el contemplativo fray Luis de Granada. Es, por una parte, vínculo entre las tierras que le circundan: «Puesta la mar en medio de las tierras, nos representa una gran feria y mercado»; antes que dividirlas, el agua densa y salobre del mar «las junta y reduce a amistad y concordia». No diría más un griego de la época colonial. Es el mar, en segundo término, cuna y habitación de los peces. Fray Luis se pasma considerando la cantidad y diversidad de los habitantes de la mar: «¿qué cortador fue aquél tan primo, que supo cortar y trazar tantas diferencias de figuras como vemos en los peces de la mar?» No carecería de benéfico sentido ad hominem tan descomunal muchedumbre: «porque como la Divina Providencia crió esta pescadería para sustentación de los hombres, y los que han de pescar no ven los peces en el agua de la manera que los cazadores ven la caza en la tierra o en el aire, ordenó que la fecundidad y multiplicación de los peces fuese tan grande, que la mar estuviese cuajada de ellos para, doquiera que cayese la red, hallase qué prender».

Además de vínculo y despensa, el mar es, en fin, espectáculo, criatura espectacular que nos muestra por modo de vestigio la mansedumbre o la ira del Creador: «porque, ¿qué cosa más mansa que el mar cuando está quieto y libre de los vientos, que solemos llamar mar de donas, o cuando con un aire templado blandamente se encrespa y envía sus mansas ondas hacia la ribera, sucediendo unas a otras con un dulce ruido y siguiendo al alcance las unas de las otras hasta quebrarse en la playa?» . E1 mar es ahora pura y gigantesca criatura, agua movediza y configurada, mar sólo.

Solo está el mar ante la mirada del hombre, como un inmenso y casi divino ser viviente, en los últimos versos españoles creados para cantarle, los Poemas del mar solo, de Antonio de Zubiaurre. Ni una vela, ni un delfín, ni un golpe de remo; todo lo más, un peñasco al fondo para que, adversas contra su límite, vuelen las aguas al espacio abierto, ilimitado, como si fuesen aves líquidas y encadenadas. Así era el mar inmenso que vio Ulises antes de llegar a la tierra de los feacios: «todo cubierto de salada espuma» (Od. V. 403) ¿Qué puede parecer este mar sin tierra al poeta que le contempla? Si ese poeta cree en un Dios personal y creador, las olas serán divinos acicates del alma soñolienta:


... Cuando arriben
las nieblas a la espuma y a las cosas,
Dios me dará sus olas...;

y el mar entero, un adelantado y poderoso testimonio de la belleza absoluta:


frente del mundo, que en mi frente clava
el duro resplandor de la belleza.

Si el poeta es, por añadidura, hombre lector y meditabundo, verá en ese mar, como un jonio, la matriz ingente del planeta:


húmeda creación, agua materna;

o, cuando el agua se encalme, un infinito remanso de energía:


regazo colosal del movimiento.

Si el poeta, en fin, lo es verdaderamente, además de creer en Dios y haber leído, proyectará sobre la imagen del mar desnudo y solitario todas las situaciones espirituales en que al hombre se le hacen patentes su sed de infinitud y su desamparo. La mar coronada de espuma representa «la esperanza del alma, florecida»; sobre el silencio del mar canta «la voz redonda de los muertos»; en su soledad parecen llorar todas las soledades humanas.

«Ay mar, ay mar, sí fueras la alegría...», dice este contemplador del mar al mensaje indescifrable que las olas parecen escribir sobre su piel líquida y cambiante. Esperanza, melancolía, soledad, anhelo. Al final esperanza, otra vez; la esperanza de quien, puesto ante el mar del tiempo, sabe que vuelve a ser niño de verdad cada mañana:


Yo, niño ciego de tus anchas tardes,
espero el rojo día que en ti gime
y oscuramente entre las olas arde.

Así nos enseña a ver el mar este poeta grave y sereno.






ArribaAbajoAntonio Buero Vallejo


ArribaAbajoLa esperanza trágica

Discurso leído en su recepción en la Real Academia Española.


Como experto hombre de teatro que es, Antonio Bueno Vallejo ha tenido el acierto de comparar esta sala con la de un corral de comedias: un estrado-escenario y un público que asiste a lo que en ese escenario se representa. Porque la cosa era del todo patente, no ha querido decir que él, como antaño Shakespeare y Molière, ha sido hoy el autor y el protagonista de esta representación, ni que a mí me habéis designado vosotros para el difícil papel de darle la réplica. A ella, pues. Y como Ciutti ante Buttarelli («Largo plumea. - ¡Es gran pluma!»), como tantos otros de los personajes encargados de poner a los espectadores en autos de lo que ante ellos ocurre, aunque esta vez haya de ser cuando ya el protagonista ha hecho su primer mutis en medio de una atronadora salva de aplausos, os diré, os recordaré, más bien, las razones por las cuales este escritor ha venido a las tablas de nuestro Teatro de la Lengua.

Todos nosotros sabemos lo que todo el mundo sabe: Antonio Buero Vallejo fue, con Camilo José Cela y Carmen Laforet, uno de los tres jóvenes mosqueteros que en la década de los cuarenta, cuando las letras españolas no solían ser más que afectado retablo heroico o incipiente y velado desengaño, pusieron magistralmente sobre el duro suelo, el suelo térreo o rocoso de la vida en este mundo, el contenido y el estilo de nuestra prosa de creación4. Entre los que hoy rebasan el cabo de los cuarenta, ¿quién no recuerda lo que fue y lo que supuso la resonante aparición de Historia de una escalera sobre la escena ilustre del teatro Español, el 14 de octubre ele 1949? Escrita dos años antes, cuando su autor, un mozo que había querido ser pintor y sobre cuya alma pesaba íntegro el drama de la media España vencida en nuestra última guerra civil, había salido de la prisión a la «libertad condicional», esa Historia era la afortunada mostración de que la cotidiana existencia sobre la tierra es para muchos hombres miseria, esperanza de vencerla un día y descubrimiento de que ese día lleva sobre sí como nombre invariable una palabra dilatoria e incierta: la palabra «Mañana». «Hoy es siempre todavía», escribió nuestro gran poeta familiar; «Hoy será siempre mañana», viene a decirnos, entre los tristes muros desconchados que la rodean, la escena final de Historia de una escalera. Y en aquella España de cinturones que habían de ser apretados sobre vientres enjutos y de cinturones a los que otros vientres, los orondos, en modo alguno dejaban apretar, la comedia de nuestro nuevo compañero fue como una lluvia que limpiase de engañosa purpurina la gravedad de un bronce, como un espejo que, sin negar licitud al ensueño, lograse deslindarle con firmeza de la áspera y aristada realidad. Tras quince años de suspensión, el premio Lope de Vega, fiel esta vez a su misión y a su nombre, había dado un nuevo gran dramaturgo a la historia de nuestro teatro.

También en 1949 estrenó Buero otra obra premiada en concurso, uno que ese año habían convocado los Amigos de los Quintero, la piececita que lleva por título Las palabras en la arena; y meses más tarde, cuando ya concluía 1950, esta vez en el teatro María Guerrero, conoció la luz fascinante de las candilejas el drama que a mi modo de ver constituye el más alto empeño intelectual de nuestro teatro del siglo XX y uno de sus más altos logros escénicos: En la ardiente oscuridad. Dejadme que apunte sumariamente las razones es que se funda mi aserto.

El drama En la ardiente oscuridad, comenzaré por anotar lo más externo, trae por primera vez a la escena uno de los motivos más reiterados en la obra de Buero: la deficiencia física, ahora bajo especie de ceguera. Ciego es, en efecto, Ignacio, protagonista de la pieza; ciegos son también el David de El concierto de San Ovidio y el joven redentor de Llegada de los dioses; en Hoy es fiesta, Pilar es sorda, como también es sordo, ahora con bien sabido fundamento in re, el héroe gigantesco de El sueño de la razón; Anita, en fin, el personaje clave de Las cartas boca abajo, incrementa con su mudez física el enigma que late en los senos de su figura moral. Pero vengamos a la ceguera de Ignacio, iniciador y clave suprema de esta tan frecuente y simbólica preocupación literaria de Buero Vallejo. ¿Qué significa tal preocupación, vista a la secreta, pero penetrante luz de En la ardiente oscuridad?

Significa, a mi juicio, todas estas cosas: que la limitación, llámese ceguera, sordera, mudez o, más genérica y esencialmente, querer y no poder, es una de las más centrales notas constitutivas de la existencia humana; que esa ineludible limitación suya es simultáneamente tara y acicate; que el hombre, movido por tal acicate desde lo más hondo de sí mismo, emplea su osadía, su inteligencia y su acción en el empeño de romper o dilatar su propio límite: «No debemos conformarnos», dice, representando a todos los hijos de Adán, el ciego y vidente Ignacio de En la ardiente oscuridad; que por obra conjunta de esa osadía, esa inteligencia y esa acción suyas, la criatura humana va ampliando el área de su poder y haciéndose así más y más dueña de su propia naturaleza, pero que a la postre termina fracasando, porque su sino metafísica -cuando en su tránsito terrenal no se adocena, cuando no opta por el envilecimiento moral del salaud, diría Sartre- consiste precisamente en querer siempre más de lo que ella puede por sí misma conquistar; y, en fin, que la suma de ese fracaso, una de cuyas constantes posibilidades es la muerte violenta, y ese progreso, cuya forma principal es la hazaña intelectual, social, artística o ética, logra poner una lucecita de esperanza en el hondón mismo del trágico sino nuestro, en ese querer más de lo que podemos lograr y en ese no conformarnos nunca con la amargura de nuestro no poder. El Platón del mito de la caverna, el Kant que frente a la comodidad tradicional del «sueño dogmático» proclama como consigna su Sapere aude!, su inmortal «¡Atrévete a saber!», el Antonio Machado del «si de más alta cumbre - la voluntad te llega» y, bajo todos ellos, el «No importa» de los momentos más eminentes y más dramáticos de nuestra estirpe, se hallan tácitamente presentes en las subyugadoras escenas teatrales de En la ardiente oscuridad. Con lo cual pienso haber llegado al corazón mismo de las dos cuestiones que esta tarde me importaba tratar, la significación última del teatro de Antonio Buero y la intención postrera del hermoso discurso que ahora acabamos de oírle. Y me atrevo por añadidura a creer que mi breve sondeo en la almendra antropológica de En la ardiente oscuridad ha puesto ante nosotros las dos mitades de que se halla esencialmente compuesto ese común corazón del teatro entero de Buero y del más reciente de sus discursos: la resuelta afirmación de una esperanza trágica como nervio central de la existencia humana y la no menos resuelta práctica del eticismo -de la virtud ética, si me dejáis decirlo aristotélicamente- como principal recurso para que en verdad sea esperanzado y digno ese medular destino nuestro de querer siempre mucho más de lo que por nosotros mismos podemos alcanzar.

Si tuviera tiempo suficiente, esta sería ocasión pintiparada para el sucesivo análisis de cada una de las obras teatrales de nuestro nuevo compañero, desde Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, hasta Llegada de los dioses, de tan reciente triunfo sobre las tablas de un teatro de Madrid. No puede ser; debo conformarme remitiendo a dos puntuales catálogos, el de Ricardo Doménech en su excelente «Introducción biográfica y crítica» a una muy reciente edición de El concierto de San Ovidio y El tragaluz, y el de John Dowling en las páginas primeras del todavía más reciente volumen con que una publicación de Filadelfia, «Letras de España y de América», ha querido celebrar la elección de Antonio Buero Vallejo como miembro de número de esta Academia. Apoyado en una y otra fuente, al final del texto que ahora leo ofreceré una relación ordenada y precisa de los títulos y los honores que han ido jalonando la brillante carrera literaria de nuestro gran dramaturgo. Juntas entre sí la urgencia del trance y mi propia inclinación, me conducen derechamente de la erudición a la exégesis y orientan ésta hacia las dos mitades de ese corazón que en común poseen el teatro y el discurso de Buero: la esperanza trágica y el eticismo.

Esperanza trágica. ¿Qué sentido puede tener tal expresión? No uno, sino dos sentidos posee, y creo que en la decidida afirmación de ambos coincidimos Buero y yo: el que esas dos palabras reciben cuando se las entiende partiendo de la tragedia y el que cobran tomando como punto de partida la esperanza.

Entendido el término «tragedia» como nombre de un género teatral, ¿puede haber alguna ficción trágica que no lleve en su entraña una chispa, visible unas veces, oculta otras, de humana esperanza? No, responde Buero; ni siquiera en el caso de los pueblos que, como el griego, tan deficiente y equívocamente supieron dar razón filosófica de lo que el esperar sea para el hombre. No, respondo yo; ni siquiera en el caso de los dramaturgos que, como Sartre, se hicieron filosóficamente famosos negando toda razón de ser a la esperanza.

Sin dárselas de helenista, siendo tan solo hombre cabal y hombre de teatro, Buero acaba de expresar una intuición, a mi juicio felicísima, que debería hacer pensar con cuidado a los doctos en helenismo: la tan significativa discrepancia entre la visión griega de la esperanza o elpís, cuando desde los presupuestos últimos del pensamiento helénico trataron de entenderla sus titulares, y la radical vivencia de ella cuando éstos -sin dejar, naturalmente, de ser griego- miraron directamente lo que el sufrir y el esperar son para el hombre real que en su vida sufre y espera. Quien contemplando su propia realidad no vea sino pura naturaleza, en el sentido helénico del vocablo, y considerando el destino del mundo no sea capaz de entenderlo sino como circular retorno inacabable, ése, ciertamente, no conocerá la verdadera esperanza. A tales hombres se refería San Pablo, cuando en su carta a los cristianos de Salónica habla de «los que no tienen esperanza», qui spem non habent (I Tesal, IV, 13), y a ellos aluden las bromas de san Agustín en La Ciudad de Dios acerca de los que imaginan un género humano perennemente girador o circulante. Pero, a la vez, ¿cómo desconocer que Hesiodo es un cantor de la esperanza terrenal? «Hesiódica» llamé yo hace años a la esperanza de los hombres que con la inteligencia y el esfuerzo de su naturaleza propia saben cultivar las posibilidades de la naturaleza que les rodea. ¿Quién, por otra parte, podrá negar que el trágico destino de Orestes termina con una rotunda proclamación de la esperanza? ¿Y qué sino esperanza es el verdor del bosque sagrado en que el infelicísimo ciego Edipo acaba perdiéndose, al final de su aventura en Colono? Y aunque Antígona e Ifigenia mueran víctimas de la inexorable ley tradicional de su pueblo, ¿no es cierto que la esperanza de una vida social más razonable y más justa pasa bajo la realidad de su muerte, como el Guadiana pasa bajo la tierra de los campos manchegos?

Esperanza trágica: desde el miradero de la tragedia teatral, la amenazada e indecisa promesa de que el destino último de la existencia humana no será el dolor, aunque el dolor sea tantas y tantas veces su más inmediata o su más temible realidad vivida. Y desde el punto de vista de la humana existencia, cuando ésta se ve a sí misma como una realidad que necesita, aguarda y espera, la terrible certidumbre de que sólo a través del sufrimiento o de la muerte -sufrimiento y muerte no bellamente fingidos sobre la escena, sino ásperamente realizados en nuestra carne- nos es posible a los hombres entrever esa indecisa y amenazada promesa que son tanto la gran esperanza de una felicidad total como la esperanza chica de una ventura a la vez relativa y pasajera. Decidme ahora si este doble aserto, que no hay tragedia teatral sin alguna esperanza y que no hay esperanza auténtica sin alguna tragedia, no constituye una de las claves principales, acaso la clave principal de todo el teatro de Buero Vallejo, desde Historia de una escalera, drama de la esperanza de los pobres que sueñan, hasta Llegada de los dioses, drama de la esperanza de los ricos que sufren; decidme luego si no es un mismo mundo -uno en el cual, ya que no acabadas, porque nada acabado puede haber para el hombre sobre la tierra, sí sean harto más reales que en el de hoy la justicia, la libertad y el amor-, el mundo hacia el que lanza las teatrales y humanísimas saetas de su intención el Buero de 1947 y el de 1971.

Para que en verdad sea esperanzado y digno nuestro trágico sino de querer más de lo que por nosotros mismos podemos alcanzar, decía yo antes, sólo un recurso tenemos en nuestra mano: la acción éticamente valiosa. Poco importa ahora que tal eticidad tenga unas veces como materia la creación -intelectual, social, artística, religiosa- o revista en otras ocasiones forma de deber o forma de sacrificio. Poco importa asimismo, aunque intelectualmente yo tenga mi elección hecha, que ese «deber» en que la acción ética posee su nervio sea filosóficamente entendido a la manera de Kant, a la de Scheler o a la de Zubiri. En este trance, lo único que yo quiero afirmar es que el eticismo, no, claro está, la moralina, es otro de los nervios esenciales del teatro de Antonio Buero Vallejo; y que lo es y tiene que serlo porque para su autor sólo por este camino puede ser la esperanza gaje y prenda de una vida, así la inventada en sus dramas como la real de su entorno, tan profundamente insatisfactoria. Nada más fácil y grato que ir mostrando cómo todas las piezas teatrales de Buero, las que ante nosotros crean personas hasta ahora no existentes y las que recrean personas existentes antaño, van cumpliendo, cada una a su modo, esta exigente regla moral; pero el reloj me urge, y prefiero limitarme a mostrar cómo Antonio Buero ha sido fiel a sí mismo en el hermoso contraste entre Valle-Inclán y García Lorca, que con su discurso ha pintado. Un amor a la verdad cuyo motor no fuese ético, un talante ético a cuya estructura no perteneciese el amor a la verdad, ¿habrían podido dar como fruto el luminoso ensayo literario que lleva por título García Lorca ante el esperpento?

Ante los esperpentos de Valle-Inclán, la actitud a la vez verificadora y ética consistirá en mostrar que su autor no es en ellos enteramente fiel a las reglas y las definiciones de su propia estética. Es muy cierto que a los personajes del esperpento Valle les mira habitualmente «desde el aire», como si fuesen insectos correteando sobre el suelo, y les pone sistemáticamente ante los espejos deformantes del callejón del Gato. No merecía ni merece otra cosa una buena parte de la sociedad española, y en haber inventado el género literario que así lo pone de manifiesto radica, a mi juicio, la más alta genialidad del genial don Ramón. Pero, en verdad, no todo es esperpéntico en el esperpento. Cuando la retina de Valle-Inclán percibe cualquier realidad humana en la que ejemplarmente se realiza alguna de las dos perfecciones que más de veras le encandilaban, la estética y la ética, esta última bajo especie de sacrificio redentor o de dolor no merecido, el escritor no habla de ella «desde el aire», sino «en pie», muy solidaria y fraternalmente, y no quiere ponerla ante el espejo que desfigura, sino ante el espejo que transfigura. Para no salir de Luces de bohemia, ahí están, Buero acaba de recordárnoslo, el anarquista preso y la madre a la que terrorismo inmisericorde del poder acaba de matarle su hijo. Yo me atrevería a decir en honor de don Ramón que ahora él no está mirando al hombre «en pie», de tú a tú, sino «de rodillas»; mas no como los poetas antiguos contemplaban a sus héroes, sino como los más humanos de los poetas modernos quieren contemplar a cuantos con su propio dolor -a veces sin saberlo- están redimiendo el dolor evitable y el dolor injusto de quienes de cerca les rodean. Frente al Valle-Inclán de los esperpentos, he aquí lo verdadero, he aquí lo ético: mostrar, como ante nosotros acaba de hacerlo Antonio Buero, que el genial escritor supo mirar y describir a los hombres «desde el aire», «en pie» o «de rodillas», según fuese la calidad moral de aquellos a quienes él miraba y describía.

Y frente al teatro de García Lorca, ¿qué habrá de ser lo verdadero y lo ético? Por lo pronto, afirmar que aquel grandísimo poeta estaba comenzando a ser el grandísimo dramaturgo que como promesa cierta había en su alma, precisamente durante el invierno de 1935 a 1936. La casa de Bernarda Alba es el tránsito desde el drama anegado en un lirismo espléndido, pero poco teatral -el de Bodas de sangre, el de Yerma-, hacia el drama cenceña y broncíneamente puro. Doña Rosita fue el delicado y espléndido logro primero de un teatro capaz de presentar poéticamente como juego, ahí es nada, una vida que en sí misma era drama. La lenta y callada maduración de Así que pasen cinco años, que en ella andaba Federico, por lo que de él cuenta, el último de su esplendente y malogrado vivir, era, en fin, la difícil y soberana conversión de un teatro literariamente sobrerrealista en un teatro que, sin dejar de ser maravillosamente «literario», fuese a la vez grave y dramáticamente humano. ¿Hasta dónde habría llegado por la ancha mar de la creación teatral un poeta que así estaba iniciando su segunda navegación? Ante todo, la justicia de esta interrogación ineludible. Y luego lo que tan aguda y ejemplarmente ha hecho Antonio Buero, la también justiciera mostración de los dos esenciales ingredientes que bajo el tan inimitable como imitado lirismo lorquiano llevaba en su seno, desde la incipiente Mariana Pineda, todo el teatro de García Lorca: la esperanza trágica y la crítica social. Aun cuando ésta, por obra de una actitud estética distinta de la valleinclanesca, nunca quisiera ser y nunca fuese tan acre y tan descarnada como la que había triunfado en el esperpento.

Valle-Inclán y García Lorca, distintos y complementarios entre sí. ¿En qué consiste esencialmente la oculta, misteriosa ética de la historia, sino en ir mostrando que complementaban entre sí, aun cuando entre sí parecieran oponerse, todas las creaciones y todos los esfuerzos del hombre en que se aunaron la excelencia y la buena voluntad? ¿Cuál es el nervio de la esperanza histórica de quienes a lo largo de este valle terrenal no sólo vemos sonrisas, sino la incierta certidumbre de esa sucesiva y futura conciliación? Pues bien: mirad como ante dos figuras trágicas de nuestras letras, la de Valle, porque Valle conoció hambre injusta, la de Lorca, porque Lorca conoció injusta muerte, este gran dramaturgo de la esperanza trágica como última clave y de la ética severa como primera meta y supremo recurso, ha sabido ser a la vez ético y esperanzado, y generosamente ha puesto su fina y austera inteligencia al servicio de una empresa necesaria: mostrar y demostrar que uno y otro, siendo distintos entre sí, fueron entre sí complementarios. O bien, dichas las cosas con palabras de corte machadiano: que entre la disparidad de los hombres decentes, sean estos vulgares o egregios, sólo dos actitudes son posibles, la complementariedad y la guerra civil. Con sus veinticinco años de gran teatro y con su discurso de esta tarde, Antonio Buero Vallejo nos ha dicho bien claramente cuál es el término de su opción. A él quiero sumarme yo con toda mi alma. Y en esa misma actitud me atrevo a ver, contemplados con sensible ojo de pájaro los dos siglos y medio de su historia, una de las constantes morales de la Casa que hoy tanto se complace recibiendo en su seno a Buero, dramaturgo que tan bien ha sabido juntar en su obra y en su persona la esperanza trágica, el eticismo y la buena pluma.

Comencé diciendo que, como experto hombre de teatro, nuestro nuevo compañero ha visto en este recinto la composición unitaria de dos espacios: el estrado-escenario en que estamos nosotros, vestidos con el frac reciente o añejo que a nuestro papel corresponde, y la sala donde se aposenta el público que nos mira y nos oye. Más ha querido hacer. En uso de su potestad de dramaturgo, y a imitación de Guillermo Shakespeare, universal príncipe de su gremio, ha querido imaginar entre nosotros un espectro de cabello gris y mirada brillante, también vestido de frac. Todavía nos aprieta el corazón la honda emoción española y humana con que hemos escuchado sus palabras. ¿Quieres permitirme, Antonio Buero, que yo sea fiel al espíritu de esta Casa respondiendo a ellas con tu propio sentir, esto es, con otra afirmación, ahora no teatral, de la esperanza trágica? Como la Antígona sofoclea, muerte violenta e injusta padeció Federico García Lorca; y como él, distinto el color de la etiqueta, igual el color de la sangre, millares y millares más, sobre esta sufrida piel de toro que nos sigue dando suelo. ¿Muerte sin cosecha de auténtica esperanza? Hay horas en que todo parece concitarse para pensarlo así. Pero no en vano -antes lo recordé- es el Guadiana el río del solar de don Quijote. Bajo la tierra de los campos manchegos lleva oscuramente el Guadiana su esperanza de aire y de luz. Bajo la muerte injusta y violenta de Federico García Lorca y de tantísimos más, políticamente, rotulados de un modo o de otro, va corriendo, también oscura, la esperanza de una vida española más razonable y justa, en la cual los hombres prefieran ser entre sí complementarios a ser entre sí enemigos. Y quiero pensar que como prenda de esa posibilidad, tú, gran dramaturgo de la esperanza trágica y de la ética a todo evento, vas a sentarte desde hoy entre nosotros. En nombre de la compañía titular del Teatro de la Lengua, bienvenido a ella.






ArribaAbajoCamilo José Cela


ArribaAbajoCarta a un vagabundo

Mi querido y admirado Camilo: Un día de hace poco más de veinticinco años, a la hora en que el color del cielo es a la vez rosa y gris, bajabas con el morral al hombro la cuesta de la calle de Alcalá, desde el Retiro a la Cibeles. Era el tiempo en que las acacias comienzan a verdear, y tú, con esa alegría nerviosa e indecisa que el madrugar voluntario da a los no madrugadores, caminabas hacia la estación de Atocha, donde habías de tomar el tren corto de Guadalajara. De repente, tu humor, tus recuerdos, tus esperanzas, acaso el rostro hosco de una ciudad entre dormida y despierta, trajeron a tus mientes y a tu lengua unos versos de don Antonio Machado:


En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.

Te sentías entonces vagabundo y aspirabas a contar por lo claro tu encuentro con tierras por ti no conocidas y con gentes de diverso pelaje, comprendido ese de los pedantones que la entomología poética de nuestro don Antonio tan minuciosamente cataloga: los pedantones al paño - que miran, callan y piensan - que saben, porque no beben - el vino de las tabernas.

«Pedantón», Camilo, según la gramática y el diccionario de nuestra casa, es término derivado de «pedante»; y en la acepción más habitual del vocablo, «pedante» es -copio literalmente- el hombre «que por ridículo engreimiento se complace en hacer inoportuno y vano alarde de erudición, téngala o no en realidad». Pecador de mí, pedante he sido: más de una vez en mi vida he alardeado vana e inoportunamente de erudición, teniéndola precaria y alquilona, y en ocasiones por ridículo engreimiento. Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa. Pedante y aun pedantón, que éste es el adjetivo propio de aquel cuya pedantería es profesoral, inevitable y tolerada.

Pedantón, sí, mas no empedernido, porque todavía soy capaz de palinodia, y desde luego muy distinto de esos que don Antonio Machado vituperó. Como ellos, miro, aunque a veces no sea para ver lo que yo quisiera. «Cosas de los tiempos», diría tu filosofía. Ya empezamos a distinguirnos en lo de callar, porque yo -a la vista está- suelo hablar más de lo que debiera. No, no soy pedantón que calla, como los del poeta. Y menos aún creo ser de los que «piensan que saben, porque no beben el vino de las tabernas». Ni pienso que sé gran cosa, porque mi constante pretensión de saber y enseñar algo no es sino diaria rebelión contra mi propia ignorancia, ni rehúyo la ocasión de beber de cuando en cuando -y «sin faltar», como diría alguna criatura del ilustre moralista Carlos Arniches- el vino de las tabernas. El buen don Antonio tenía entonces en su mente la especie fría, aséptica y distante del pedantón. Y aunque no hay ni puede haber pedantón sin «distancia» -la «distancia intelectiva» que siempre existe entre el pensamiento y la realidad pensada, el «paso atrás» que por igual exigen el arte de matar toros y el arte de bien conocer-, también es cierto que esa «distancia» no excluye necesariamente el contacto cordial del pensante con todo orden de realidades, comprendidas hasta las menos asépticas y exquisitas, por aquello de que también entre los vasos de las tabernas anda el Señor; y más si tales vasos son los gruesos y honrados de tabernas como aquellas que don Antonio Machado visitaba cuando quería estar más cerca del cuasipedantón Juan de Mairena que del archipedantón Immanuel Kant, «Tartarín de Koenigsberg».

Quedamos, pues, Camilo, en que soy un pedantón intermitente y siempre dispuesto al arrepentimiento; y cuando caigo en serlo, procuro que mi pensar no pierda nunca su sano contacto con mi propia ignorancia ni con la vida que me rodea, aunque ésta sea la nada letrada y nada académica vida de los que «cortan su pan con su navaja» y beben el vino incierto de las tabernas de España. Con lo cual viene a resultar que alguna relación tienen entre sí la parte de tu existencia literaria que busca pábulo en el vagabundeo y la parte de mi existencia no escrita que no olvida el mundo con que los vagabundos topan y tratan. No es esto, creo yo, grano de anís. En todo país que literaria e intelectualmente se estime, debe haber a la vez vagabundos y pedantones; y de tal manera tangentes y aun secantes unos y otros entre sí, sin mengua de su diversidad y fueros, que constantemente haya un flujo de savia tabernaria y segadora desde las Alcarrias a las Universidades y las Academias, y un reflujo de idea docta y alquitarada desde las aulas y los estrados a las tabernas y los tajos de la siega. ¡Linda estampa, la de una España en que la gañanía enseñase romances a don Ramón Menéndez Pidal, y don Ramón enseñase sensibilidad y sintaxis a la gañanía!

Para no perdernos en generalidades y abstracciones te diré que mi vertiente de pedantón no aséptico y tu vertiente de vagabundo de ida y vuelta coinciden, entre otras cosas, en el amor a los tontos. Sabes bien que no me refiero a los tontos de acera, oficina o cátedra con que tan frecuentemente se encuentra uno en su diario caminar ciudadano: las distintas variedades sociológicas y psicológicas -el finchado, el seudolector o asniculto, el barbilindo, el palmeaespaldas o saludador, el meaquedito- de la especie que una botánica de la estulticia humana llamaría stultus officinalis. En ti, en mí y en muchos como nosotros, todos estos tipos despiertan siempre bastante más irritación que amor. Hablo, Camilo, de los tontos de aldea o de suburbio, esos tontos abandonados y puros que las gentes negociosas de su contorno miran al pasar con diversión o indiferencia. Más de una vez los has traído tú a la superficie de tus páginas. Los miopes, que nunca faltan, atribuirán a tus descripciones una punta de la cruda, desengañada y desengañante crueldad que con tanta frecuencia asoma su oreja en la visión española de la realidad y en el manejo español de las cosas reales. No diré yo que carezcan de esa ibérica crueldad -búsquese en Quevedo- las vigorosas estampas de tus tontos. Pero por debajo de ella, más allá del plano en que opera la consideración de la sociedad a que esos tontos pertenecen, una última ternura metafísica y una soterraña voluntad de salvación laten en el seno de la prosa desgarrada, brillante y simplificadora que nos los muestra. A primera vista, tus tontos son garabatos pintorescos; una segunda y más morosa visión nos descubre en ellos lo que en realidad son: restos o promesas malogradas de hombre, dolientes y maltratados muñones de humanidad.

Durante mi infancia y mi adolescencia, allá en mi pueblo natal, también yo fui amigo de los tontos. Déjame recordar ahora uno de ellos. Se llamaba Pablo, y a cualquier mirada delataba mi amigo su triste condición con aquella enorme cabeza hidrocefálica, bajo la cual unos ojos sumidos, tímidos y atónitos a la vez, vertían hacia el exterior al hombre residual que la necedad envolvía y aguaba. Mas no sólo sus ojos; también su boca, cauce de una voz grave, casi de bajo, y de las constantes sentencias de su tontería, de los decires que hacían reír a las gentes en torno, no siempre mucho más discretas que él, aunque siempre más avisadas y aviesas. ¡Inolvidable, inofensivo, sentencioso Pablo! No pocas meriendas compartí con él, por la blanda aquiescencia de mi madre, descubriendo indeliberada e inconscientemente cómo la persona del hombre es siempre persona, aunque la enfermedad del cuerpo haya destruido o alterado con ciega brutalidad los instrumentos que van otorgando realidad física al ser personal. ¿Acaso este Pablo, ser capaz de agradecimiento, no me dijo un día lo que nadie volvería a decirme? Era mi amigo como cinco o seis años mayor que yo, y los medía, no con la racionalidad universal de los almanaques, que a tanta deshumanización él no llegaba, sino en relación con el evento vital de que los varones campesinos suelen hacer término de referencia en sus cálculos biográficos: la entrada en quintas. ¿Cómo él, tan amigo mío, tan obligado a mí, podía vivir tan decisivo trance sin brindarme su protectora compañía? «Te esperaré -me dijo un día-, y así haremos el servicio juntos.» El tonto no alcanzaba a saber que en este mundo sublunar el curso del tiempo es irremisible e irrenunciable; que la sazón vital requiere tiempo, como tan bien saben los que no son del todo tontos y tan bien nos dicen los filósofos; pero la residual persona de aquel tonto sabía emplear su ignorancia morbosa para ofrecer lo más que un hombre puede ofrecer a otro: vida propia, tiempo vivido o vividero. No, no podré olvidar nunca la inmensa lección de humanidad de Pablo, mi amigo tonto.

Pero vengamos a lo nuestro. Y lo nuestro es que yo, pedantón no aséptico, te escribo una carta a ti, vagabundo de ida y vuelta, para comentar el relato de tu mejor vagabundeo. No escribo; pues, al escritor sedentario que en una cómoda morada burguesa de Palma de Mallorca sigue edificando su obra literaria, editando su fina revista y gobernando sabiamente su fama. Escribo al escritor errante que con el morral al hombro, el ojo bien abierto y un cuadernito en el bolsillo ha recorrido los caminos de la Alcarria, la tierra cantábrica y el macizo inagotable de Gredos. Escribo, en suma, al vagabundo Cela, y quiero poner mi pobre oficio de pedantón en la tarea de comentar uno de sus mejores relatos.

Bajo su estupenda prosa, ¿qué contienen, Camilo, tus relatos de andar, ver y oír? En el cambiante mundo por ti descrito, ¿qué realidades dominan y se muestran con más constancia? Yo creo que estas tres: paisaje, seres inútiles y niños.

Muchas y muy diversas cosas puede ser y ha sido el paisaje en la literatura. Comenzó siendo pura escenografía, marco áspero o ameno de la vida humana que en su seno acontece: así, desde Homero hasta el Romanticismo. Luego se convirtió en pretexto u ocasión para la proyección de un estado de ánimo: más que como simples descriptores de una realidad exterior a ellos, el literato y el pintor pretendieron operar como concreadores de esa realidad, la cual por obra, suya recibiría razón de ser y sentido. En cuanto contempladores literarios del paisaje de España, ¿qué aspiraron a ser Unamuno, Azorín y Baroja, sino concreadores de la tierra por ellos descrita, demiurgos de una realidad planetaria entonces sólo a medias humanizada? Pero la humanización de la tierra puede hacerse desde la ilusión o desde el desengaño. Pese a lo que de ellos digan los invidentes de toda laya, Unamuno, Azorín y Baroja han sido grandes ilusionados, y desde su ilusión, nostálgica unas veces, esperanzada otras, desesperada no pocas, trataron de humanizar el sentimiento, la visión y aun la realidad de las tierras españolas. No es éste tu caso. Como escarmentado en cabeza ajena, tú procedes en tus relatos con recelosa sobriedad, con cautela desengañada, con esperanza a tientas. Copio al azar: «Es aún muy temprano cuando el viajero sale otra vez al camino. La mañana está más bien fresquita y el cielo aparece algo cubierto. Poco más tarde, cuando el sol empuje, las nubes desaparecerán y el aire se irá calentando. A poco de andar, el terreno empieza a ondularse ligeramente. Hacia el norte se ve Trijueque, de donde habrá salido ya Martín Díaz con sus mulas. No hay ni un árbol. Un hombre pasa, caballero en una mula grande.» Saltan a la vista dos cosas: la voluntaria y bien planeada parvedad de la descripción y la inmediata referencia de las notas descritas a la persona del escritor y al ocasional estado de su personal existencia. El paisaje no es ahora escenografía, como la que de cuando en cuando rodea la aventura caminante de don Quijote, ni tampoco es pretexto para la proyección de un estado de ánimo. Es algo mucho más elemental y modesto: lisa y llanamente es apoyo de la vida, camino de la propia andadura o -pocas, muy pocas veces- lugar envolvente de una módica y cautivadora sorpresa volandera: una flor agreste y fugaz, una mariposa pintada, un pájaro colorín y trinador. En el alma del escritor, bajo algún superficial ademán «tremendista», hay ahora sobriedad recelosa, cautela desengañada, esperanza a tientas. Una pregunta emerge y queda en el aire: ¿Hacia dónde se proyecta esta escarmentada e indecisa esperanza del hombre que tan circunspectamente anota y escribe? Sobre la tierra así vista y descrita álzanse pueblos variopintos entre cuyas casas se agitan, conversan y callan seres humanos. ¿Quiénes son, qué son, cómo son estos hombres? Tu retina, Camilo, resulta especialmente sensible para los seres inútiles y para los niños, y esto explica la frecuencia de unos y otros en tus apuntes de vagabundo y en tus páginas de novelista.

Una luminosa intuición de Dionisio Ridruejo me hizo notar años atrás tu especial querencia por los seres inútiles; hombres y mujeres de ocupación, vitola y conducta las más diversas, cuya exclusión del mundo no alteraría en nada el drama o la comedia a que ellos como inesenciales figurantes pertenecen. ¿Cuántos de éstos se mueven en las calles y en los caminos de tus libros? Tú lo sabes mejor que yo. Pienso ahora que la inutilidad de tales gentes abarca dos géneros distintos: la de aquellos a quienes su naturaleza no les permite llegar a más, y tal es por modo cimero y ejemplar la inutilidad de los tontos, y la de aquellos otros -mendigos, buhoneros, sacamuelas, mujeres silenciosas y resignadas, vendedores de objetos trasnochados, cómicos de feria campesina- cuyas vidas individuales quedaron arrumbadas por el movimiento histórico de la sociedad que les da marco y suelo. En otra sociedad, impulsados por más favorables vientos, ¿qué hubieran llegado a ser estos hombres? ¿Conquistadores? ¿Buscadores del río de la eterna juventud? ¿Alcaldes de Zalamea o de Móstoles? ¿Santos innominados? No lo sabemos. Tal vez siguieran siendo lo que ahora son, porque de su misma estofa debieron de ser los titereros, los mostradores de retablos y los vendedores de alfileres y coplas que en tan gran número encontraba el perro Berganza en la España de Cervantes. Son de tal condición las sociedades humanas, que hasta en las más laboriosas y funcionales hay siempre seres inútiles, hombres lanzados a las zonas suburbanas de su estructura y condenados a vivir en ellas una existencia desvinculada y prescindible. Pero mi problema no consiste ahora en saber por qué hay hombres inútiles en toda sociedad, y mucho menos en dilucidar cómo cada cuerpo social tiene, si vale hablar así, su específico sistema de inutilidades, sino en averiguar por qué tú los haces con tanta frecuencia objeto de figuración literaria. ¿Qué razón hay, Camilo, para tu afición de vagabundo y escritor a estos seres inútiles? Es seguro que tú tienes respuesta propia, porque bajo tus grandes talentos y tus grandes mañas de escritor eres hombre de alma en almario. Permíteme que yo no exponga mi personal juicio hasta haber comentado la frecuencia de los niños en tus cuadernos de explorador de la tierra de España.

¿Es que no ocurre esto? Tus retratos de los pueblos españoles y tus «historias de España», ¿acaso no son marco frecuente de los más variados modos de la existencia infantil? Niños redichos, niños llorones, niños arriscados y caminantes, niños lisiados y tristes. Sólo tu Viaje a la Alcarria permitiría formar un lucido censo de nuestros niños campesinos y de sus principales variedades. Pero al escribir estas palabras, por fuerza ha de venir a las mientes y a la pluma una cuestión previa y fundamental, una grave cuestión española, cuya letra reza así: ¿es por ventura cosa cierta que en el campo de España haya niños, en la acepción más propia de esta palabra?

Entendámonos: en el campo de España hay, por fortuna, no pocos individuos de la especie humana, varones o hembras, cuya edad se halla comprendida entre algunos meses y algunos años, hasta diez o doce; seres que corren, gritan, juegan, parlotean, lloran, van o no van a la escuela, cogen nidos, mutilan lagartijas y suelen contestar con inteligencia y despejo a las preguntas de los viajeros y los vagabundos. Pero estos seres humanos que así se presentan y viven, ¿son en verdad «niños»? Tengo por seguro que el «niños», como tipo sui generis y sui iuris de la existencia humana, fue una creación del sentimentalismo burgués de los siglos XVIII y XIX. Donde ha habido y sigue habiendo burguesía, o donde la burguesía ha abocado a formas de existir ulteriores a ella, hay niños. Donde eso no acontece, hay «homúnculos», hombrecitos, o hay aprendices de hombre; niños, lo que se dice niños, no. Todavía en los Diálogos de Luis Vives es posible leer esta frase de un padre a un maestro de escuela: «Aquí os traigo esta bestezuela, para que de ella hagáis un hombre.»

Según esto, desde hace un par de siglos cabe considerar a la infancia de dos modos distintos y aun contrapuestos entre sí: como forma de vida dotada de entidad propia -por tanto: sui generis y sui iuris-, o como estado deficiente respecto de la edad adulta y preparatorio para ella. Mírase al niño en aquel caso según lo que él «es»; estímasele en este otro según lo que él «puede ser», «debe ser», y todavía «no es». Allí predominan el «ahora» y el «derecho»; aquí deciden el «todavía no» y el «deber». Psicología diferencial de la edad infantil, derechos del niño: he aquí los dos grandes epígrafes de la visión sentimental y burguesa de la infancia. De ella somos todavía tributarios tú, Camilo, cuando no te echas al monte como escritor vagabundo, y yo mismo, actúe o no actúe como pedantón. Hemos de ser sinceros, aunque la palabra «burguesía» tantas veces parezca a muchos expresión abominable y rebasada.

No es preciso ser un lince o un sociólogo para advertir que el infante se configura como «niño» propiamente dicho sólo cuando desde su más tierna edad queda sometido a un bien trabado sistema de ocultaciones y ficciones. Para que el infante se haga «niño» han de serle ocultados la muerte, el amor carnal y las muchas lacras morales del mundo: la saña, la deslealtad, el engaño. Si el padre enferma gravemente y va a morir, se lleva al niño a casa de sus tíos, y así en lo demás. Y junto a esa serie de ocultaciones, otra de ficciones, paralela a ella, va otorgando al niño su mágico mundo propio: la cigüeña, los Reyes Magos, las hadas, los enanos, el coco y tantas más. Para el «niño», en esta acepción burguesa y sentimental del término, la realidad es donación gratuita o misterioso castigo.

Con ello no quiero decir que al «niño» burgués no se le eduque para ser hombre. Ni el «liceo» francés, ni el «gimnasio» alemán, ni el college inglés del siglo XIX fueron tortas y pan pintado en materia de educación. Pero la verdad es que cuando los hijos de la burguesía europea salían del seno de la familia y comenzaban su asistencia al «liceo», al «gimnasio» o al college, dejaban ya de ser puros «niños» y se hacían «hombrecitos», o por lo menos aprendicitos de hombre. Tal ha sido también el caso de cuantos aquí, en España, hemos pertenecido de un modo u otro a la tenue película burguesa de nuestro mundo.

Sí, la tenue película burguesa de nuestro mundo. Sólo muy parcelaria y superficialmente han tenido existencia en la vida española las formas burguesas del vivir humano. Y si esto debe decirse hasta de nuestras ciudades, comprendidas las mayores, con multiplicada razón habrá que afirmarlo de nuestros pueblos y aldeas. ¿Puede entonces extrañar que nuestros niños campesinos no sean verdaderos «niños»? Son, como antes decía, «homúnculos», hombrecitos, seres humanos social y psicológicamente configurados desde la primera infancia por la brusca sumersión de sus vidas en la más cruda y directa realidad. ¿Ocultaciones? La muerte se ofrece a sus ojos tal cual ella es: «Ni se muere padre, ni cenamos», es un dicho terrible del costumbrismo aldeano. El ayuntamiento sexual de los animales domésticos quita tempranamente todo cendal al amor entre hombre y mujer. Los odios, las malas pasiones y las trapacerías de la vida pueblerina entran sin rodeos por los ojos y los oídos del infante. Los Reyes Magos son el «tío Fulano» o la «tía Mengana», que por el «cabodeaño» regalan a los chicos pedigüeños algunas toscas golosinas. ¡Qué curiosa y reveladora mezcla de inferioridad y superioridad hay en el alma del chico campesino frente al niño burgués -el verdadero «niño»- cuando éste dice haber recibido de los Reyes Magos su regalo! Seamos sinceros: no hay «niños», no hay auténticos «niños», en los pueblos y en las aldeas de España5.

Todas estas cavilaciones no tienen como propósito un elogio incondicional de la concepción burguesa y sentimental de la pedagogía. El hondo dolor que tú y yo sentimos ante las inmensas aberraciones y deficiencias de nuestra educación campesina -llamémosla «educación», para cubrir formas- no supone que tú y yo veamos un ideal pedagógico en la confección de «niños» burgueses. Algo, y aun algos, hay que retocar esa idea de la infancia como forma de vida sui generis y sui iuris. Pero yo te escribo como simple y caviloso pedantón, no como pedagogo -oficio bien lejos de mi pretensión y de mis gustos-, y debo atenerme al tema de mi carta, que no es sino el deseo de dar razón del mundo descrito en tus cuadernos de viaje. En ellos hay gran copia de personas inútiles y de niños. ¿Por qué? ¿Qué designio consciente o inconsciente de tu alma ha determinado esa preferencia de tu pluma?

Acaso tú nos digas un día tus razones; aunque debo confesarte que no lo espero con mucha firmeza, porque, a diferencia de los escritores derramados de sí mismos, como Amiel y don Miguel de Unamuno, tú, como Cervantes y Azorín, eres escritor chapado y contrachapado. Mientras tanto, yo pensaré que esas razones son dos, una de orden externo y táctico y otra de condición más entrañable y esencial.

Como es notorio, mi admirado Camilo, tú eres un gran escritor expresionista; mas no de intimidades, sino de apariencias y conductas. Frente a cualquier realidad, y sobre todo si esa realidad es humana, abstraes las notas en que más vigorosa y eficazmente se expresan su apariencia inmediata y su conducta visible, las dices con palabras que redupliquen el efecto de esa intención selectiva, y dejas en silencio, a manera de tácito fondo, todo lo que deliberadamente te has abstenido de decir. Algo de esto hicieron don Pío Baroja y don Ramón del Valle-Inclán, en quienes veo tus predecesores más próximos. No es mala compañía para un hombre de pluma. Y siendo tales tu propósito y tu método, ¿quién no ve en las personas inútiles y en los niños los objetos más adecuados al buen éxito de uno y otro? La extravagancia de aquéllos y la aparente simplicidad de éstos, dan fácil pábulo y muy favorable materia para el ejercicio de esta manera literaria de ver y describir el mundo y sus gentes. He aquí a Julio Vacas, vendedor de mercancías inservibles -quinqués viejos, pieles de carnero, plumas de pavo real, sellos argentinos, marcos alemanes de 1914-, y a la vez cicerone de la noble villa de Brihuega. Viéndole tú, ¿qué nos dirás de él? Esto: «El dueño es un viejo zorro, bizco, retaco, maleado... Habla con grandes aspavientos, dando gritos, arrugando la cara, levantando los brazos... Julio Vacas, que tiene cierto vago aire de instigador de guerrillas, se coge la frente con las dos manos, como un tenor de ópera. Su figura tiene una ridiculez que impresiona, una ridiculez que llena de pavor.» La persona inútil de Julio Vacas -vendedor de mercancías inservibles, cicerone de Brihuega- queda así ante nosotros gesticulando expresivamente y para siempre su doble inutilidad. De trop pour l'éternité, según la conocida sentencia sartriana, si la existencia de Julio Vacas y la de todos sus compañeros de especie fuesen, para ti no más que materia descriptiva y ocasión de ejercicio literario.

Pero al lado de esta razón, que antes llamé externa y táctica -por tanto, insuficiente-, me atrevo a poner otra de más hondo calado. Cuando iniciabas tu viaje a la Alcarria, al pasar de madrugada, camino de la estación de Atocha, junto a las verjas del Jardín Botánico, viste a un niño harapiento que hozaba con un palito en un montón de basura. A tu paso, el niño levantó la frente y se echó a un lado, como disimulando. Y tú, traicionando un poco tu condición de puro descriptor de las cosas que se ven y se oyen, comentas así ese gesto suyo: «El niño ignora que las apariencias engañan, que debajo de una mala capa puede esconderse un buen bebedor; que en el pecho del viajero, de extraño, quizá temeroso aspecto, encontraría un corazón de par en par abierto, como las puertas del campo. El niño, que mira receloso como un perro castigado, tampoco sabe hasta qué punto el viajero siente una ternura infinita hacia los niños abandonados, hacia los niños nómadas que, rompiendo ya el día, hurgan con un palito en los frescos, en los tibios, en los aromáticos montones de basura.»

Ya tenemos la clave completa. No sólo una redomada razón estilística ha determinado la notoria proclividad de tu pluma hacia los seres inútiles y hacia los niños. Por debajo de tu querencia opera una resuelta voluntad de salvación. Sin ella, el escritor más egregio no pasaría de ser un estilista o un esteta; a la postre, un asesino de la realidad. No hay escape: cuando el ejercicio de la pluma no es pura diversión o necedad irrestañable, la pluma del escritor manifiesta y desvela la realidad para salvarla o para asesinarla, es escala de Jacob o es puñal. Y quien escribe con voluntad de salvación -voluntad no incompatible con una visión cruda, desgarrada e irónica de la realidad, y a veces hasta exigente de ella; porque, aun salvables, tonto es el tonto, cursi el cursi y pillo el pillo-, quien escribe, digo, con voluntad de salvación, ¿en qué seres humanos pondrá ante todo sus ojos, sino en los que social y psicológicamente están más menesterosos de ella: las gentes inútiles y humildes, los niños condenados a no serlo del todo, los hombres que ni siquiera por la pedregosa vía del trabajo asalariado se incorporan al destino general de la humanidad?

«Todo escrito es una empresa», ha dicho Sartre con más que sobrada razón. De ahí el carácter constitutivamente «moral» de la literatura. Aunque la literatura no sea «moralizadora» -y muchas veces hará bien no siéndolo: lea a Menéndez Pelayo quien recuse la autoridad de Baudelaire-, nunca podrá no ser «moral». Y así juzgada, ¿cuál es, Camilo, la empresa subyacente a tus relatos de vagabundo o, si quieres, el nervio por el cual esos relatos adquieren condición moral? «El viajero -has escrito- va lleno de buenos propósitos: piensa rascar el corazón del hombre del camino, mirar el alma de los caminantes asomándose a su mirada como al brocal de un pozo.» Más aún quiere el viajero. Luego, al volver, «rodeado de las gentes honestas que ahorran durante meses enteros, quién sabe si aún durante años enteros, para comprarse una alfombrita para los pies de la cama», quiere poder decir «las verdades de a puño que se explican, como el río que marcha, por sí solas».

La voluntad de salvación implícita en tu literatura de vagabundo se realiza y concreta como conocimiento y amor; inmediatamente en el alma del escritor, y luego en las almas de quienes en el seno de una morada caliente, más sencilla en unos casos, más opulenta en otros, lean las verdades de a puño que el vagabundo ha escrito y sospechen otras verdades, también de a puño, que el vagabundo pensó y quiso callar.

Conocimiento y amor, amor de salvación. ¿Quieres, Camilo, que juntos consideremos lo que este amor debe ser, frente a cada una de las realidades antes discernidas: la tierra, las gentes inútiles y los niños?

Amor a la tierra de España. Cuando tantos ven nuestra tierra con indiferencia o con mero afán de lucro o diversión, ¿no es este amor uno de nuestros grandes imperativos nacionales? Amor de perfección -de obras perfectivas-, cuando la tierra sea susceptible de trabajo y mejora. También la tierra cultivada puede ser obra de arte, y quien ha visto el agro italiano, los campos de Turena o los surcos infinitos y paralelos del Middle-West norteamericano, lo sabe por sus propios ojos. Amor de contemplación, cuando la tierra sea o deba ser humanamente inmodificable, como los congostos de Gredos y los cerros de sangre seca de Murcia y Almería. El conocimiento amoroso de la gleba española que iniciaron los hombres del noventa y ocho debe continuar, ampliado y enriquecido con nuestra propia sensibilidad. Así la tierra se nos hará mundo -sigo la honda distinción poética de Luis Felipe Vivanco-, y el mundo, ya con esqueleto de tierra, no se nos convertirá del todo en simple convención, quién sabe si hasta en simple y mentirosa habladuría.

Amor de salvación a las gentes inútiles y a los niños que apenas llegan a serlo. Por supuesto que con la palabra «salvación» me refiero a la salvación eterna; mas también, y con igual energía, a la salvación social e histórica. ¿Cuántos de nuestros hombres inútiles no habrían caído en su inutilidad, dentro de una sociedad amorosamente esforzada por levantar y sostener económica y espiritualmente a sus miembros? ¿Cuántos niños o cuasiniños de España llegarían a ser varones y hembras de pro, y no seres intelectual y moralmente deficientes, si su infancia menesterosa tuviese en torno a sí un ámbito de amor y de mínima confortación? Desde su doble condición de médico y pensador, Juan Rof ha dicho acerca de ello palabras iluminadoras. Hay que revisar, es cierto, el artificioso sistema de ocultaciones y ficciones que preside la formación del «niño», en el sentido burgués y sentimental de esta palabra; mas no parece cosa discutible que el infante pide un mundo en el que existan la magia y la ternura, antes de que la ulterior educación haga poco a poco prevalecer sobre ellas, sin deshacerlas por completo, la cruda percepción de la realidad y la dureza. Después de todo, ¿qué es eso de la «cruda» y «objetiva» realidad? «Somos todos en varia medida -escribía Ortega hace como cincuenta años-, como el cascabel, criaturas dobles, con una coraza externa que aprisiona un núcleo íntimo siempre agitado y vivaz. Y es el caso que, como en el cascabel, lo mejor de nosotros está en el son que hace el niño interior al dar un brinco para libertarse y chocar con las paredes inexorables de su prisión. El trino alegre que hacia afuera envía el cascabel está hecho por dentro con las quejas doloridas de su cordial pedrezuela. Así, el canto del poeta y la palabra del sabio, la ambición del político y el gesto del guerrero son siempre ecos adultos de un incorregible niño prisionero.» Vuelvo a preguntar: ¿Cuántos niños o cuasiniños de España serían en su edad madura capaces de poesía, ciencia y cotidiana bondad, si el medio de su educación hubiese fomentado en ellos, como una perla bien cultivada, la existencia de esa interior, cordial y sonora pedrezuela?

Querido Camilo vagabundo, España tiene muchos problemas: el agrario, el hidráulico, el de la vivienda, el administrativo, el económico-social, el regional, el religioso. Muchos problemas particulares. Pero la verdad es que el problema de España, su «problema de los problemas», como diría la viejísima y ejemplar retórica de la Biblia, el centro al cual todos los otros deben ser referidos y del cual todos ellos emergen, es en definitiva un problema de amor. Amor a la tierra que nos sustenta; amor a las cosas, y por tanto a la obra bien hecha y al primor técnico y operativo de que tal obra es perdurable consecuencia; amor, sobre todo, al otro hombre como tal «otro», y por tanto a la perfección de su otredad, en cuanto que ésta es complemento y acicate de la persona del que ama. Esto, ¿es sólo blando panfilismo, es pura, simple y delicuescente utopía? Frente a los que así opinen -con especial frecuencia los hay entre varones bienpensantes-, repitamos oportuna e importunamente la decisiva sentencia de san Juan: «Si alguien dijere que ama a Dios y odia a su hermano, mentiroso es. Pues quien no ama a su hermano que ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve?» (I Joh 4, 20). Quevedo habló entre nosotros de «las aguas del abismo - donde me enamoraba de mí mismo». Ese abismal enamoramiento de sí mismo, tan próximo a convertirse en desconocimiento del «otro», y acaso hasta en odio al «otro», ¿no es muchas veces la verdadera realidad de lo que abusivamente solemos llamar en España «amor al prójimo»?

Pero el pedantón que te habla no quiere meterse hoy en estos graves berenjenales, y debe poner término a su carta. ¿Cómo? Puesto que la mía es misiva de pedantón a vagabundo, déjame terminarla empleando a lo pedantón la fórmula con que suelen concluir sus cartas los campesinos que los vagabundos por tierras de España encuentran y tratan. Esa fórmula dice así: «Y sin más por hoy, recibe un abrazo de tu amigo que lo es, Fulano de Tal.» Tu amigo que lo es. ¡Qué maravilla de expresividad! ¡Qué pozo de sabiduría aristotélica! ¿No fue Aristóteles el hombre que supo armonizar el saber obtenido por la vía de la opinión y el conseguido por la vía de la verdad, el saber de la retórica y el de la lógica? «Tu amigo»: expresión de un sentir perteneciente al mundo de la opinión, en este caso la del que escribe. «Que lo es»: aserto atañedero al reino de la verdad objetiva y el ser en cuanto tal. Campesina y aristotélicamente, este pedantón intermitente y no aséptico unirá la retórica a la lógica, casará su opinión con la verdad, y terminará su carta diciéndote, admirado Camilo, que, sin más por hoy, te envía un cordial abrazo tu amigo que lo es,

Pedro Laín Entralgo






ArribaAbajoJosé Jiménez Lozano


ArribaAbajoEntre Alcazarén y Port-Royal

A través de sus semanales «Cartas a un cristiano impaciente» en las páginas de Destino -algún día habrá que proclamar abiertamente lo mucho que la entera cultura de España, no sólo la de Cataluña, debe a tan excelente revista catalana-, conocí yo, José, lo que un lógico a la antigua, puesto a definir la personalidad de usted como escritor, llamaría el género próximo de ésta: su patente condición de católico abierto, evangélico y actual, exigente con prisa y sin pausa de todo lo que estos tres adjetivos piden, menesteroso, en suma, de alojarse una y otra vez, por supuesto que sin romper con la Iglesia de Roma, al contrario, con la firme voluntad de serle fiel, más bien bajo la denominación de «cristiano» que bajo el nombre de «católico». Género próximo he dicho, porque este valioso modo de ser y querer ser católico viene siendo entre nosotros compartido desde hace varios lustros por una creciente minoría de personas y grupos un poco al margen de la Iglesia oficial, desde la curia romana y los cabildos catedralicios hasta las organizaciones diocesanas de la Acción Católica, pero, con cuantas deficiencias personales se quiera, plenamente dentro de esa Iglesia real en que viven los santos de veras y de que los auténticos teólogos nos hablan.

Sobreañadida a las tres mencionadas -abierto, evangélico, actual- mejor aún, fundida con ellas, una nota nueva comenzaba ya, sólo a la vista de esas «Cartas» hebdomadarias, a perfilar la diferencia individual de su personalidad literaria: el copioso y fino saber de usted, tanto acerca de la historia viva de la religiosidad española, santidad, Inquisición o pormenor de los registros parroquiales de los pueblos de Castilla, como sobre la historia escrita de la religiosidad francesa. Mirando sólo las más recientes vicisitudes del catolicismo, no me parece muy disparatado decir que España es el país donde es máximo el tanto por ciento de católicos dispuestos a morir por su fe -y a matar, ay, en nombre de ella-, y Francia la nación en que, pese a la profunda secularización de su sociedad, más copioso es el número de las iniciativas católicas oportunamente fecundas y ejemplares: la inquietud por una teología nueva, el fenómeno de los sacerdotes obreros y la entereza en el ejercicio de la denuncia política y social, para no nombrar sino tres muy notorias. Constantemente nos lo hace ver usted desde su condición de católico español y castellano, y siempre trabando muy sutil e inteligentemente ambas realidades, esa troncal e inalienable condición española de su persona y esta penetrante y benéfica formación francesa de su alma.

Pero lo cierto es que sólo la lectura de su Historia de un otoño -tan apreciada por mi difunto amigo monseñor Boyer-Mas como desconocida, al parecer, por los franceses que sólo una imagen tópica quieren de nosotros- me hizo advertir lo que entre los católicos españoles o, precisando más, entre los católicos castellanos, hace de usted un ejemplar humano punto menos que singular: la delicada comprensión con que, dentro de su extraordinario conocimiento de la religiosidad francesa, ha sabido penetrar en el corazón de ese suceso tan importante en ella que lleva por mote el nombre de un celebérrimo monasterio: Port-Royal. ¿Un católico vallisoletano amorosamente comprensivo del centro vital del jansenismo? ¿Un feligrés de Alcazarén simpatizante con sujetos como Jansenio y el abad de Saint-Cyran? ¿Qué especie de monstruo histórico es éste? Tales son las preguntas que se harán cuantos todavía piensan que ser católico en Valladolid obliga a sentir y actuar como los fieles pincianos que el 21 de agosto de 1558, oyendo el sermón del arzobispo Carranza acerca de lo que a la vera del Pisuerga entonces acontecía, se escandalizaron cuando la boca del predicador pronunció la palabra «misericordia». Tanto más, cuanto que usted, José, pide que la conducta de las monjas de Port-Royal, más que tratada con misericordia, lo cual para un cristiano debiera ser siempre cosa obvia, sea mirada con admiración.

¿Por qué? ¿Porque usted suscribe teológicamente las tesis de Jansenio -no siempre de buena fe entendidas- acerca de la relación entre la naturaleza y la gracia? ¿Porque en materia de vida sacramental postula las tan restrictivas reglas del movimiento religioso que en Port-Royal tuvo su ombligo? ¿Porque desconfía abusiva y pesimistamente del humano ejercicio de la libertad? En modo alguno. Usted ha comprendido delicada y amorosamente la religiosidad de Port-Royal, porque, en cuanto a mí se me alcanza, es muy de veras cristiano de este tiempo, juzga desde él la intención política con que Luis XIV quiso y supo aliar en su favor -en favor de su personal pasión de mando- la fuerza armada del Trono y la fuerza espiritual del Altar, y desde él sabe valorar la virtuosa entereza cristiana con que esas monjas fueron fieles a los imperativos de su propia conciencia. Me atrevo a pensar que en el enorme prestigio de la vertu entre los ilustrados y los jacobinos franceses, y junto al indudable prurito de resucitar y reverdecer la virtus de los antiguos romanos, operaba secularizadamente un rescoldo del espíritu de Port-Royal. Y no sólo a pensar, también a afirmar me atrevo que, muy lejos ya de la resistencia de aquellas monjas a los prepotentes dictados del demiurgo de Versalles, ese valeroso espíritu regioporteño es el que ha movido a tantos católicos franceses de nuestros días a denunciar tan ejemplarmente, contra una presunta razón de Estado o contra un miope y torcido modo de entender el patriotismo, las crueldades de la represión en Argelia o las inútiles e inoportunas explosiones nucleares en las antaño paradisíacas islas del Pacífico.

Evangelio, conciencia de lo que realmente exige la pública confesión de él, libertad íntima para juzgar desde esa conciencia lo que llamándose a veces católicos hacen los titulares del poder, fortaleza para denunciar, con el riesgo que sea, las agresiones de los imperantes contra el espíritu y la letra del Nuevo Testamento; si no me equivoco, estas son las virtudes que usted ha visto en las monjas de Port-Royal y las razones de la amorosa y fina comprensión con que ha querido recordar su gesta. Dos me parecen ser, entre sus indudables méritos, las lacras principales -cada humana realización del cristianismo tiene las suyas- del viejo catolicismo español: por un lado, la frecuencia en él de una conducta moral semejante a la del machadiano Don Guido y basada sobre la abusiva y viciosa confianza de nuestra sociedad y sus educadores tradicionales en la eficacia salvadora del arrepentimiento in articulo mortis; por otro, la también viciosa y abusiva tendencia a asociarse o fundirse con los intereses del poder, cuando éste se ha llamado a sí mismo católico. Compárense los habituales silencios de los católicos españoles ante la realidad de la Inquisición o de las «purificaciones» de Fernando VII, para no rebasar el campo de lo ya pasado, con las firmes voces de las religiosas de Port-Royal frente a los dictados del Rey Sol o, pasando ya del pretérito al presente, con las claras y valientes palabras de muchos sacerdotes franceses, portroyalianos sin sombra de jansenismo, ante la conducta de una parte del Ejército francés en Argelia o ante los affaires económicos que a la sombra del poder o desde la cima de él en Francia hayan podido emprenderse. Estoy seguro, José, que todo esto pasa una y otra vez por su alma castellana, tan doctamente leída y tan evangélicamente sencilla, cuando toma en sus manos su pluma de cristiano impaciente. Y porque estoy seguro de ello, un sentimiento también sencillo nace inconteniblemente en mí; ese que las gentes de nuestra lengua suelen llamar agradecimiento.






ArribaAbajoJosé Caballero


ArribaAbajoDescubrimiento del círculo

Ningún crítico de arte debería darse por contento sin responder razonada y comprensiblemente a estas cuatro interrogaciones; «Con esta creación suya, ¿qué ha querido decir el artista?», «¿Qué nos dice con ella a los hombres de hoy?»; «¿Qué puede decir a todos los hombres?»; «¿Qué relación hay entre su intención y la técnica con que la expresa?». Más modesto y subjetivo, menos técnico y definidor, ningún profano debería abandonar la contemplación de una obra de arte sin haberse respondido con alguna explicitud y cierta convicción íntima a esta sola pregunta: «¿Qué me dice a mí esto que ahora estoy viendo, o leyendo, u oyendo?» Disto mucho de ser crítico de arte; como ante la poesía o ante la música, ante la pintura no paso de ser un aficionado y caviloso hombre de la calle. Debo limitarme, pues, a declarar llanamente lo que a mí me dicen las últimas creaciones del pintor Pepe Caballero.

He aquí los nombres de unas cuantas : Círculo de greda, Lugar donde se forman los huracanes, Mundo de plomo, A la tierra más pobre y dura, Envoltorio explosivo, Revolución sinódica, Resquebrajaduras solares, El sol negro de los andaluces, Acusación, Vibración orgánica, Círculo vental, La luz del toro, Planeta eco, Luna de secano, Itaka... A través de estos títulos, el artista me dice una parte de su intención, sólo una parte, y me ayuda a sentir y pensar lo que por mí mismo yo sienta y piense ante el conjunto de sus obras. Epígrafes significativos, densas manchas cromáticas -el blanco, el negro, el siena, el gris, el rojo- que se configuran diversificando con grave y agresivo ademán un motivo constante: el círculo. ¿Qué significa, qué proclama o grita lo que estoy viendo? Perplejidad inicial. Pero pronto, de golpe, una respuesta incipientemente iluminadora: con esta colección de invenciones plásticas, Pepe Caballero nos ha descubierto la posibilidad dramática de la forma circular, ha trascendido originalmente la tradicional significación del círculo.

Me explicaré. Desde Parménides de Elea hasta el Valle-Inclán de Divinas palabras y el Guillén de Cántico, el círculo y la esfera han venido simbolizando la serena perfección del ser, el quieto reposo metafísico en la total autoposesión de lo que cada cosa es. «Redondez, divino tesoro», cabría decir, radicalizando geométrica y ontológicamente el verso famoso de Rubén. Pero si el pintor no se contenta con ese tradicional sentir y llena el círculo de dura y áspera materia coloreada, y labra en ésta estrías diversas, y quiebra con mellas o excrecencias la nitidez de su contorno, y dispara hacia un infinito no más que sospechado la carne, el hueso y la tierra que la redondez contiene, y mata con crueles manchas informes el limpio perfil de las líneas concéntricas, entonces la forma circular no será ya un símbolo de la perfección y el reposo, sino la atormentada expresión de una existencia que consciente o inconscientemente siente en su seno el ansia, el dolor, la ira y la exigencia. En estos patéticos y desgarradores círculos de Pepe Caballero están hablando el hambre y la sed de todos los que hoy bajo tan diversas formas las padecen. Con lo cual su autor, ya en pleno señorío de sus recursos técnicos, nos hace ver que si en su mocedad quiso y supo pintar el sueño de las cosas, en su madurez no quiere conformarse sino dando figura y color al drama de los hombres.






ArribaAbajoMaría Luisa Gefaell


ArribaAbajoMuertos de agosto: María Luisa

Una esquela mortuoria me trajo, María Luisa, la dura noticia de tu muerte. Ojos que ven, corazón que siente; y más cuando ven de golpe en un diario de la mañana, rodeado por la brutal orla negra del luto, el nombre de una persona querida. Tu voz, alegre esta vez, había sonado pocos días antes en nuestro teléfono para decirnos a mujer y a mí que ibas a pasar unas semanas en Segovia, para darnos a entender, sin duda, y esta era la clave de tu alegría, que te disponías a revivir en aparente soledad, como agarrada al asidero de un clavo ardiendo, un poquito de tu mejor tiempo pasado. Los papeles póstumos de Luis Felipe -«el poeta» le llamabas tú, el poeta por antonomasia, como «el rey» pueda ser rey en boca de la reina consorte- serían para ti diaria y locuacísima compañía. Semanas más tarde, y como un casi jovial mensaje de ultratumba, de ultravida, más bien, porque vida auténtica traía, recibíamos en Madrid una breve carta tuya, puesta en el correo segoviano dos días antes de tu muerte. Comentabas al galope un artículo mío sobre el Rhin. No resisto la tentación de copiar sus líneas más centrales, en ellas estabas: «Veo que andáis por mi Europa. Ach Du, lieber Gott! Y yo aquí, en vuestra Celtiberia, a donde he osado traer un libro de Luis Felipe, hondo y precioso, sobre Segovia (que Segovia desprecia). Me voy al patinillo de Antonio Machado, a jartarme de llorar. Cuando volváis del Rhin, si hacéis escala sosegada en Madrid, venid a verme, a contarme si de verdad existe Europa y vive y canta Lorelei.»

En muy pocas palabras, tú misma, tú de cuerpo entero: María Luisa Gefaell, viuda del poeta Luis Felipe Vivanco, que consagraba los últimos días de su vida -¿en esperanza contra esperanza, como nos enseñó a decir san Pablo?- a la tarea literaria y sentimental de poner en orden el desordenado e importante legado manuscrito de su marido; una mujer que amaba la vida, especialmente cuando a ésta la transfiguraban la imaginación musical y la imaginación poética, y que sabía oír y hacer suya, íntimamente suya, la voz secreta de los campos y los ríos; una española que sólo se sentía vital y estéticamente completa soñando desde Celtiberia, a la cual, como el huésped de ese patinillo segoviano, tan irritada, dolorida y entrañablemente quería, la Europa danubiana, renana y alpina en la cual había recibido lo mejor de su educación y de la cual le venía la mitad de su sangre... ¿Verdad, María Luisa, que eras todo esto cuando, sabiéndolo tú, porque nadie mejor que tú sabía que tu vivir era rápida, desesperada carrera hacia la muerte, ya te estaba llamando Lorelei desde el corazón de tu Europa, esa Lorelei que mata a los que no son capaces de resistir la atracción de su canto?

Amaste la vida, María Luisa, y la vida ha sido cruel contigo. Crueldad a la cual tú, que no eras y no querías ser estoica, porque en tus reacciones pocas veces faltaba la rabia, supiste responder con enorme entereza moral, sin otro consuelo que el literario e irónico de convertir en afiladas y derramadas epístolas amistosas, cartas sin respuesta posible, el grito interior de tu protesta. Como Larra hizo letra periodística la mezquindad del mundo que le hería a él, tú has hecho letra epistolar la injusticia del mundo que te hería a ti, y con ello tu corazón quedaba otra vez puro para vivir y transfigurar todo cuanto en torno a él no fuera mezquino e injusto.

«Casi jovial» he llamado a tu breve carta póstuma. Casi. Porque enteramente jovial, aunque tu ánimo tanto tendiese a ello, desde hace años no podías serlo. Te lo impedía la inicua dureza con que nuestra sociedad te trató. Fuiste esposa de un gran poeta, de un varón edificado sobre la más diamantina exigencia ética, de un español al que en la cuádruple tarea de leer, sentir, pensar y escribir muy pocos pudieron equipararse, y sufriste año tras año la humillación de verle preterido y marginado, siempre en el áspero trance de dar oro y recibir pobreza. Descollaste como nadie en un género literario que nuestra cultura tanto necesita, la conversión de las leyendas épicas de la vieja Europa en atrayente lectura infantil -la niñez de nuestros pueblos hecha alimento mental y estético de la niñez de nuestros hijos-, y toda una red de incomprensibles desventuras se tejió para que sólo muy pocos lo hayamos sabido. Y en torno a ti, día tras día, el medro venal, la baratija triunfante, la bien retribuida reptación de los que sólo para ella tienen talento. No siendo, no sabiendo y no queriendo ser estoica, siendo tu condición personal tan vehemente como era, hallándote tan ricamente dotada para la expresión verbal, ¿qué otra cosa que palabra arrebatada, dolorida y sarcástica podías ser tú, cuando del mundo de tu imaginación te veías obligada a pasar al mundo de tus agobios? Muchos conocíamos, sin embargo, la enorme y radiante generosidad que bajo ese arrebato, ese dolor y ese sarcasmo había en tu alma, y en tal conocimiento echó sus mejores raíces nuestra amistad contigo.

Un recuerdo surge en mí. Hace ahora como veinticinco años. Es verano, y un grupo de amigos, Luis Felipe y tú entre ellos, cruzamos en Los Siete Hermanos la bahía de Santander, de Puerto Chico a Pedreña. Cielo radiante y mar tranquilo en torno a nosotros, ánimo festivo y amistoso dentro de nosotros. Pocos metros antes de llegar al atracadero, te vemos lanzarte al agua, vestida y calzada. Vas nadando suelta y ligeramente con el ánimo deportivo de estar en tierra cuando lleguemos nosotros. ¿Lo lograrás? Durante unos segundos tememos por tu vida; en su maniobra de atraque, la barcaza puede aplastarte contra el muelle. Vences tú. Aliviados, todos te aplaudimos. Pudiste entonces con el mar. Ahora el mar ha podido contigo. El mar machadiano: «Morir... ¿Caer como gota de mar en el mar inmenso?» Pero tu vida, María Luisa, no será gota de agua perdida en el mar. Aquí, en la tierra donde conociste el ensueño y la rabia, seguiremos siendo amigos tuyos cuantos como amigos pudimos admirar la gran riqueza, la clara generosidad de tu alma.