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Más de cien españoles

Pedro Laín Entralgo



Una de las parcelas de mi vida de escritor, y no la menos próxima a mi intimidad, ha consistido y seguirá consistiendo en la semblanza de intelectuales y artistas españoles cronológicamente cercanos a mí y en la reseña o la crítica de alguna de sus obras; reseña y crítica casi siempre animadas, porque ni mi oficio ni mi inclinación me piden otra cosa, por una previa disposición amistosa respecto del autor en cuestión. Me atrevo incluso a pensar que entre los españoles actuales habrá pocos, si hay alguno, con tanta frecuencia puestos al servicio de este entre notarial y gratulatorio menester.

Le llamo notarial, porque con él he querido dar fe escrita de mi relación personal con esos españoles; lo cual podrá tener muy escasa importancia, objetiva, porque lo de veras importante en ellos es lo que ellos han sido y han hecho, no lo que acerca de ellos diga yo; mas para mí la tiene, y grande, porque estas prosas mías han ido dando testimonio de mi constante voluntad de cumplir decorosamente uno de los más esenciales imperativos de la existencia del hombre en el mundo: vivir conviviendo. Conocí durante nuestra guerra civil a un jovial sujeto a quien una herida de bala, sufrida por él en el curso de una pequeña escaramuza, había retirado definitivamente del frente de batalla. Topó en su ciudad con un amigo y conmilitón, y éste fue el diálogo entre ambos: «¿Dónde te dieron el tiro?» - «En el fregao de A.» - «¡Ah, sí, aquella escaramuza!» - «¿Escaramuza? Para mí, Waterloo.» Cambiando el signo de la respuesta y convirtiendo en consigna de paz y convivencia la frasecilla que pone fin a ese pequeño lance de guerra y retaguardia, esto diré yo a quienes, con razón, sin duda, juzguen escaso el valor de estas aproximaciones mías a un puñado de españoles contemporáneos: «Poca cosa, desde luego; mas para mí, Austerlitz.» Porque en una tierra donde tantas veces el odio «permanece artillado» dentro de «la morada íntima» de sus habitantes -ya sabéis de qué pluma procede el juicio-, pacífica y estimable victoria constituye el hecho de juntar en un volumen esta serie de conatos de comprensión amistosa; y tal es la razón por la cual he llamado gratulatorio, además de notarial, al trabajo de haber compuesto los textos que subsiguen. Dos han sido las principales normas de mi vivir entre los hombres, y más de una vez las he proclamado: frente al rígido Amicus Plato, sed magis amica veritas, un más cordial Amica veritas, sed etiam amicus Plato; y contra la tácita, pero tan operante sentencia «Mis amigos son los mejores», esta aspiración permanente: «Que los mejores sean mis amigos.» Ojalá las páginas de este libro lleguen a demostrarlo en el alma de quienes las lean.

Casi ocioso resulta advertir que son todos los que aquí están, pero que no están aquí todos los que son, y esto último en doble sentido. No están, desde luego, todos los españoles que por su obra intelectual o artística desde hace un siglo han merecido o están mereciendo recuerdo y reconocimiento. Era imposible: cuántos y cuántos faltan, entre los que más hondamente admiramos. No están, por otra parte, todos los que, con su amistoso paso junto a mí, y aunque su obra intelectual o artística no sea egregia, han dado motivo a la semblanza o a la glosa que recordase y reconociese mi personal deuda con ellos. Si la fortuna editorial de este libro lo permite, una nueva serie de «más de cien españoles» me dará ocasión de saldarla.

Menos ocioso será indicar que en este libro hay -quiero que haya- comprensión, afección, estimación y, en no pocos casos, admiración sincera; pero se equivocará gravemente quien por apresuramiento lo vea como la expresión legible de una actitud panfílica ante el mundo. Por cierto y muy cierto tengo que el mundo, hombres incluidos, debe ser objeto de amor; tan cierto asimismo es para mí, sin embargo, que en el mundo hay parajes feos y hombres indeseables, unos por necios, otros por pelmas y otros por bichos, séanlo como secuela de su constitución o como expresión de su malignidad; e igualmente cierto para mí es que no hay hombres y obras por entero buenos o por entero malos. Ahora bien: más por comodidad que por virtud, prefiero desconocer -«declarar transparentes», suele decir un eminente amigo mío- los hombres y las obras en que la condición de necio, de pelma o de bicho me parezca ser dominante; y, por otra parte, propendo a estimar en primer término la condición opuesta a cada una de esas tres, cuando es ella la que de hecho predomina. Por lo cual el lector puede estar seguro de que en las páginas subsiguientes sólo personas deseables encontrará, y -salvo excepciones- sólo lo más estimable de la obra de esas personas tendrá ante sus ojos.

Otra advertencia, en fin; o, mejor, un ruego. Por Dios, no se mida, el valor que para mí tienen las personas aquí nombradas o las obras aquí glosadas por el número de las páginas que a cada una de ellas consagro. Hay en este libro breves ensayos, reseñas críticas, descripciones de extensión diversa, y meros apuntes; y no faltan ocasiones en las cuales el apunte se refiere a personas o a obras harto más eminentes -para mí y para todos- que las aludidas por la descripción, la crítica o el ensayo. Aunque en todo momento procuro no ser farragoso, tal vez en algunos casos pueda y deba ser aplicado a mis comentarios el «Obran más quintaesencias que fárragos», de mí paisano Baltasar Gradan.

Basta ya, pues, si quiero aspirar desde ahora al beneficio de esa exigente sentencia gracianesca. Mas no sin decir antes mi vivo deseo de que estas páginas mías cumplan aceptablemente el propósito a que da expresión el título de la colección editorial a que pertenecen: «Espejo de España.» Porque, parcial y todo, espejo fiel de la España intelectual y artística de los últimos cien años de nuestra historia pretenden ser.

Pedro Laín Entralgo

Madrid, febrero de 1981






ArribaAbajoBenito Pérez Galdós

Tres calas



ArribaAbajo «La fiera»

El ingreso de don Benito Pérez Galdós en la Real Academia Española fue notable por más de un concepto. Ante todo, por la presencia en ella del gran novelista, un escritor a quien por aquellas calendas no pocos juzgaban «antiacadémico». Luego, por el hecho de que el ingresante hubiese elegido, para contestarle, a don Marcelino Menéndez Pelayo. Y en tercer lugar -o en primero, si la importancia tiene su índice en la intensidad de la comidilla-, por la actitud entre comprensiva y recriminatoria que, en medio de los más cumplidos y sinceros elogios, adoptó frente a Galdós la figura del catolicismo español entonces más eminente y prestigiosa. Con muy personales razones, Menéndez Pelayo denunció y deploró el sectarismo de Gloria, Doña Perfecta y La familia de León Roch, y lo puso en contraste con la abertura de mente y de corazón que campea en los Episodios nacionales y en tantas otras novelas galdosianas.

Pero ¿frente a qué fue Galdós «sectario»? ¿Frente al catolicismo en cuanto tal o frente a lo que él, con razón o sin ella, consideraba una politización excesiva del catolicismo, una desmedida contaminación de este por la sed de preeminencia social y política, en definitiva, de poder? He aquí la pregunta que -para darle la respuesta que sea- debe hoy hacerse todo crítico honesto y sensible. He aquí, por lo menos, la pregunta que yo me he hecho leyendo el texto de La fiera, drama galdosiano estrenado en el teatro de la Comedia el 23 de diciembre de 1896.

Constituye la acción de La fiera un imaginario episodio acaecido en Urgel -Galdós, fiel a la ortografía catalana, escribe Urgell- durante la Regencia absolutista de 1822. Bien provisto de papeles que acreditan su lealtad a la causa de la Regencia, llegan a Urgel San Valerio, Fabricio y Berenguer. Son aquellos dos fanáticos masones de Barcelona, dispuestos a minar desde dentro la minúscula pero fuerte organización absolutista y -con la colaboración de las fuerzas de Mina, que están avanzando hacia la Seo- a ahogarla en sangre. Berenguer, último vástago de una familia catalana cruelmente vejada por el absolutista barón de Celis, les acompaña para tomar venganza. Pero he aquí que en Urgel, y acogida a la hospitalidad de su tío, el corregente marqués de Tremp, hállase Susana, hija del barón de Celis, linda y despierta muchacha, educada en Francia y limpia de todo fanatismo. Susana y Berenguer se han conocido meses atrás, sin que ninguno de los dos supiese exactamente quién era el otro; y, muy incipientemente, los dos se han enamorado entre sí. Al encontrarse ahora, ese naciente amor se actualiza y, por supuesto, se robustece. Así lo advierte con sorda iracundia Juan, hijo del marqués de Tremp, primo, por tanto, de Susana, jefe de las fuerzas realistas de Urgel y hombre violento y fanático. Bajo la benéfica influencia de Susana, Berenguer va saliendo de la apasionada cerrazón de alma en que vivía, y no tarda en enfrentarse abiertamente contra los dos feroces extremismos que le cercan: el «liberal» de San Valerio y Fabricio y el «absolutista» de Juan y los suyos. Sus razones son las de Susana: «Mi delito -proclama ésta, en una de las escenas finales- es la piedad, el perdón de las ofensas, el sacrificio de todos los horrores del pasado a la verdad presente.» Y luego: «Todos sois lo mismo... En la conciencia de ésos (San Valerio y Fabricio), como en la vuestra -dice a los miembros de la familia del marqués de Tremp-, existen las mismas negruras; en la conducta, las mismas atrocidades. Sois un solo monstruo, aunque parezcan muchos.» Termina el drama con una escena en que Berenguer mata en duelo a San Valerio y a Juan. «¡He matado a la fiera! ¡Muertos los dos!», exclama, delirante. «Huyamos a regiones de paz», le dice Susana. Y él responde con desvarío, mientras cae el telón: «Huyamos, sí; que éstos..., éstos resucitan.»

Dejemos ahora intacto el problema de la calidad literaria de este drama de Galdós y el de la consistencia psicológica de sus personajes y situaciones. Anotemos tan sólo que «la fiera» a que alude su título es, para el autor, el fanatismo español de una y otra mano, la actitud de quienes creen que no hay arma ilícita para negar toda razón al adversario y, en definitiva, para deshacerle. Y, después de esto, preguntémonos: frente a la discordia española que había nacido pocos años antes de la Regencia de Urgel, y que con ésta comenzaba a cobrar bien perfilada figura histórica, ¿en qué medida, de qué modo era sectario Galdós? ¿Puede, debe decirnos algo La fiera para entender desde dentro la intención de Gloria, Doña Perfecta, La familia de León Roch y Electra? Siglo y medio después de la naciente pugna entre nuestros «absolutistas» y nuestros «liberales» -los absolutistas como el primogénito del marqués de Tremp, los liberales como San Valerio y Fabricio-, ésas son las preguntas que me ha traído a las mientes la lectura de un drama, punto menos que olvidado, de un enorme novelista y un dramaturgo desigual. En todo caso, de un gigantesco español.




ArribaAbajo«Misericordia»

La adaptación teatral que de Misericordia, de don Benito Pérez Galdós, ha hecho Alfredo Mañas, ofrece al comentarista una gavilla de motivos a cual más incitante.

Para comenzar por el primero que se ve, la representación misma. Pocas veces ha alcanzado tanta calidad el trío María Fernanda d'Ocón-José Bódalo-José Luis Alonso. La mismísima baba se le hubiera caído a don Benito viendo y oyendo a la Benina de María Fernanda y al Almudena de Bódalo. La mezcla de bondad evangélica y popularidad española que se hacen carne en aquella, la mixtura de ingenuidad y exotismo que da cuerpo a este, logran sugestiva realidad transfigurada -transfigurada, sí, porque sin transfiguración no hay arte dramático- sobre la escena insigne del María Guerrero. Con ellos, siempre tan segura y certera, la voz a medias en off y en in de Gabriel Llopart, el acertadísimo empaque remilgado de Luisa Rodrigo y, en fin, el arte excelente de todos los actores que les rodean. Y dando teatralísima y subyugante vida escénica al conjunto, el talento enorme y delicado de José Luis Alonso, ayudado esta vez por la fuerza y la sutileza, que ambas se combinan en sus decorados, del gran escenógrafo que desde hace tiempo es Manuel Mampaso. No sólo a Galdós aplaude con entusiasmo el público que asiste a esta Misericordia; también, y en medida no menor, a todo lo que sumariamente acabo de describir.

Segundo motivo del comentario; la adaptación de Alfredo Mañas. No, no es grano de anís el empeño de reducir a dos horas y cuarto de espectáculo teatral la acción y el ambiente de Misericordia. Pero en Alfredo Mañas se reúnen de manera muy destacada -¿cómo no recordar La feria de Cuernicabra?- las tres condiciones que la airosa resolución de ese empeño necesariamente requería: profundo y comprensivo amor a nuestro pueblo, a lo más pobre y popular de nuestro pueblo, intensa devoción galdosiana y notoria habilidad escénica. Movida por las dos primeras, ha logrado que la miseria española y decimonónica de los mendigos de Misericordia se nos meta punzantemente en el alma. Apoyado sobre la tercera, ha sabido reducir a una magistral serie de escenas la primera parte de la novela y ha condensado en un apretado rosario de sketches romanceados, porque el tiempo no daba para más, el triste desenlace de la acción. A mi modo de ver, los dos tercios primeros del espectáculo son considerablemente superiores al último. Pero este reparo no alcanza a invalidar el doble acierto teatral y galdosiano de Alfredo Mañas, y así lo hace oír el encendido aplauso final del público.

Y tras la representación y la adaptación, la obra misma; esa joya de la novelística galdosiana a la que su autor dio el hermoso e inmarcesible nombre -aunque algunos lo consideren anacrónico- de Misericordia, la palabra del arzobispo Carranza en el sermón que dio motivo a su proceso inquisitorial. Mucho se ha escrito sobre Galdós durante estos últimos veinticinco años; pero en lo tocante a uno de los nervios esenciales de Misericordia, la relación entre la literatura galdosiana y la sociedad de nuestro siglo XIX, habrá que esperar a que Pilar Faus publique su excelente tesis doctoral para disponer de un marco de referencia en verdad suficiente y satisfactorio. En tanto llega, y con muy clara conciencia de ser demasiado esquemático, intentaré un breve análisis estructural del contenido y el sentido sociológicos de esa novela -el fondo histórico-social sobre el que se dibuja la maravilla de sus tipos-, tal como uno y otro aparecen ante unos ojos de la segunda mitad del siglo XX.

Dos estratos principales integran el mundo social de Misericordia: la miseria, no bajo forma de proletariado, sino bajo forma de mendicidad, y esa burguesía modesta de «las de Gómez» o del «quiero y no puedo» que tanto pábulo dio al género chico y a los artículos de Luis Taboada. Mendicidad, no proletariado; pequeña burguesía impecune, inactiva y presuntuosa, no menestralía aspirante a elevarse socialmente por el áspero camino del trabajo y el ahorro. En definitiva, las dos lacras que en la variopinta y agitada sociedad de nuestro siglo XIX dejó -véase la obra de Américo Castro- una moral social que consideraba punto menos que incompatible entre sí la «honra» y la empeñada elaboración técnica del mundo. En la obra de Dickens, el novelista de la revolución industrial de su país, la miseria es delincuencia o maltratado subproducto de una burguesía en auge; en la Misericordia galdosiana, la miseria es «honrada» y casi «honrosa» mendicidad. «¡Cállate tú, so rica!», le dice una mendiga a otra. Sí: Spain is different.

Y en el seno del cañamazo que forman esos dos estratos sociales, tres principales actitudes éticas: el picarismo de unos pobres que a la vez que proclaman lastimeramente su miseria viven resignados a ella, como si esa miseria suya perteneciese al orden de la naturaleza, una beneficencia que se llama a sí misma cristiana y es mezquina, dura e imperativa -esa con que durante siglos han tranquilizado su conciencia los bien estantes y los bien pensantes- y, dentro de aquella miseria y esta beneficencia, como un luminoso corazón diamantino de tanta calígine moral, la maravillosa bondad evangélica que desde el seno mismo de su pobreza y su industriosa simplicidad popular irradia la Benina, uno de los más excelsos ejemplares de la incontable demografía literaria de Galdós. La Benina, versión femenina y mísera de un don Quijote de la siempre activa y siempre sacrificada misericordia.

La Benina fracasa. Fracaso, enorme fracaso suyo es ir a dar con sus trabajados huesos -y con los del soñador Almudena, por ella redimido- en las estancias de la lóbrega y regimentada Casa de Misericordia que rige don Romualdo. Es cierto, la pura bondad no basta para deshacer los entuertos del mundo. Sin una resuelta lucha en pro de la justicia, nunca se alteraría el «orden» de los bien estantes y los bien pensantes, y así viene a decírnoslo esta espléndida novela de Galdós. Pero ¿no es cierto a la vez que, sin bondad, la justicia vendría a parar en un helador ordenancismo? También esto quiere decírnoslo Galdós con Misericordia. Y si no, que confiesen su sentir los que al final de la representación aplauden con tanta fuerza a María Fernanda d'Ocón, a José Bódalo y a todo el valioso elenco de sus compañeros.




ArribaAbajo«Fortunata y Jacinta»

Semanas y más semanas lleva sobre las tablas del teatro Lara, de Madrid, la libre adaptación escénica que de Fortunata y Jacinta, la archifamosa novela de don Benito Pérez Galdós, ha hecho Ricardo López Aranda. El éxito popular -fui testigo de él una tarde de sábado- ha sido grande. Una eximia actriz, Nati Mistral, da realce con su prestigio, su talento y su garbo a las gracias y desgracias de Fortunata. El deseo de ver en qué podía quedar, hecha acción teatral, una de las más preciadas gemas de la obra galdosiana -si es que el apelativo «gema», entre romántico y modernista, conviene a los retablos novelísticos de don Benito-, actuaba sobre mí como constante acicate. Y, sin embargo, han tenido que llegar los hielos decembrinos para que yo pudiese comentar una pieza nacida a la escena bajo los soles del más joven otoño. Así es a veces esto que solemos llamar «la vida».

Fortunata y Jacinta, novela de mil y pico páginas; Fortunata y Jacinta, drama de poco más de dos horas. ¿Qué relación existe entre una y otro? ¿En qué forma, con qué resultado esa tan dilatada y frondosa acción novelesca ha sido convertida en escueta y apresurada acción teatral? Tal va a ser el tema de mi glosa.

Ante todo, un somero análisis estructural de la novela. A mi modo ver, la estructura de Fortunata y Jacinta se halla constituida por tres elementos principales, susceptibles de ser nombrados como si fuese humano el cuerpo del relato: una osamenta, un tuétano y una carnazón. Contemplada en su desnudez, la osamenta de Fortunata y Jacinta es un folletín. ¿No es acaso folletinesca la historia de los amores entre Juan Santa Cruz y Fortunata? ¿No lo es, en sus distintas vicisitudes, todo el curso vital de esta mujer, desde que aparece en la modesta pollería de la Cava de San Miguel hasta su patética muerte? (No, no trato de minar la ciclópea gloria literaria de don Benito; folletín es también la osamenta de la Orestíada y de Romeo y Julieta.) El tuétano de este esqueleto hállase formado por el resultado de una fina exploración psicológica: esa que el autor hace en las almas de Fortunata, de Jacinta, de Juan Santa Cruz, de Maximiliano Rubín, de Guillermina, de Estupiñá; esa compleja, viviente y compasible intimidad que convierte en personas a los personajes del folletín y pone a Galdós, en cuanto creador de humanidad, en la línea de los grandes creadores «a la española». La carnazón, en fin, es un tupido trasunto novelesco de la vida social de Madrid entre la Gloriosa y la primera época de la Restauración. Vida social más que vida política: el comercio incipientemente «moderno» entre la plaza de Pontejos y las calles de Postas y de Atocha, el obligado paso del negocio de mantones de Manila al negocio de «géneros en blanco», los abigarrados tenduchos del mercado de San Miguel, las tertulias burguesas en que las cotizaciones de Bolsa empiezan a ser tema de conversación, la variopinta compra de viandas para la Nochebuena y la Navidad, la alborotada peripecia diaria de un correccional de mujeres... En los Episodios nacionales, la vida española es más política, que social; en Fortunata y Jacinta, más social que política: Amadeo I, la primera República y la entrada de Alfonso XII en Madrid no pasan de ser otros tantos fugaces y tenues puntos de referencia en la narración de lo que ahora importa verdaderamente al autor, la vida cotidiana de sus personajes y de los diversos mundillos sociales a que estos pertenecen.

De todo ello, ¿qué queda en la versión escénica de Fortunata y Jacinta? apenas algo más que el folletín; tanto es así, que el carácter esencialmente folletinesco de la osamenta de la novela se me ha revelado con casi punzante claridad contemplando su conversión en trama teatral. De la inolvidable carnazón de la obra original, nada perdura sobre las tablas. Si el lector quiere entender mis palabras, diré que, respecto del primitivo texto galdosiano, la acción de esta teatralesca Fortunata y Jacinta se halla totalmente «desocializada» y «deshistorizada». No poco se ha perdido también del tuétano del relato. Al pasar de la novela al teatro, los personajes se aristan y esquematizan, pierden matices interiores, quedan sin ese sugestivo y humanísimo tornasol que les dio la mirada entre irónica y compasiva -cervantina, a la postre- de su creador; en definitiva, se folletinizan. ¿No es esto, debe uno preguntarse, lo que deliberadamente se ha propuesto el adaptador? He aquí algunos botones de muestra. La conducta de Jacinta cuando en la noche, al volver a su casa de la plaza de Pontejos, oye dentro de una alcantarilla el tenue maullido de unos gatitos recién nacidos, suave y delicada en la novela, es desmedida y ridícula en su desfigurada versión teatral. La dolencia crónica del pobre Maximiliano Rubín ha sido aparatosamente exagerada, esperpentizada, diría yo, al pasar del papel impreso a la escena. La noche de bodas de Fortunata y Maxi, de tan dramática e inquietante contención en la narración originaria, se altera y desnaturaliza folletinescamente, en detrimento del áspero, pero real claroscuro psicológico y moral de Fortunata al hacerse lo que dentro de su versión teatral ha venido a ser. La relación conyugal entre Juan y Jacinta, conflictiva siempre, desde luego, dista no poco de ser la que ahora nos presentan. No hay duda: haciéndose teatro, Fortunata y Jacinta ha mostrado ante nuestros ojos, abultándolo, el carácter de folletín que su osamenta tiene.

Con lo cual, todo hay que decirlo, ha ganado en penetración popular. Más ricamente matizada, más fiel a lo que en el cuerpo de la novela es -repetiré machaconamente mi anatómica nomenclatura- tuétano y carnazón, ¿hubiese logrado Fortunata y Jacinta el resonante, éxito que entre el gran público ha tenido ahora? Me permito dudarlo. Volveré, pues, a mis palabras del comienzo. Semanas y más semanas, una pieza vivamente aplaudida sobre las tablas del teatro Lara. Con su prestigio, su talento y su garbo, una eximia actriz que da realce a las gracias y desgracias de Fortunata. Una gran ocasión, en suma, para que la gran novela de don Benito Pérez Galdós venga a los ojos de los muchos que nunca la leyeron y a otros de los que, habiéndola leído, tenían su recuerdo un poco desvaído por esa penetrante neblina que suele poner, alma adentro, el paso inexorable del tiempo.






ArribaAbajoÁngel Guimerá


ArribaAbajoSobre «Tierra baja»

Con la reposición de Tierra baja, de Ángel Guimerá, la pantalla de mi televisor acaba de brindarme un recuerdo infantil y una experiencia histórica: el recuerdo de los años en que la poderosa voz de Enrique Borrás se hacía voz de Manelic y llenaba de sonido y de público los teatros españoles, y la experiencia de comprobar cómo por debajo de su vejez (vejez: la edad de las cosas que ya no son actuales y todavía no han comenzado a ser antiguas) y a través de sus resabios (resabio: en un sentido histórico, las caducas convenciones que en los hombres y en sus obras pone su pertenencia al momento en que nacieron), el añoso gigante teatral que es el célebre drama de Guimerá todavía es capaz de sostenerse y actuar con fuerza. Trataré de demostrarlo, pero no sin elogiar antes la excelente obra del director -Cayetano Luca de Tena, si no me falla la memoria- y de los varios actores que han sabido hacer de hoy un drama de ayer. La conservación de un inequívoco carácter escenográfico en los decorados, la sustitución de los numerosos apartes -vistos desde hoy, un vicio técnico de época- por la voz en off del actor correspondiente y el alternante juego de los planos faciales y los planos de conjunto me parecieron muy estimables aciertos.

Dejemos, sin embargo, el aspecto técnico del espectáculo, mirado como recreación televisiva, y vengamos a su contenido; esto es, a la conjunción de fuerza y de flaqueza que conserva el viejo gigante que es Tierra baja.

No, no voy a contar, ni siquiera en apretado compendio, una trama que todos los aficionados al teatro conocen perfectamente. Por otra parte, tampoco esto es necesario para descubrir -para recordar, más bien, porque las cosas no pueden ser más claras- los dos presupuestos estético-sociales en que ahora se apoya la acción dramática. Uno es posromántico, la contraposición entre la belleza, la grandiosidad y la pureza de las tierras altas, esas en que el aire es transparente y el trueno retumba en mil ecos sucesivos, y el adocenamiento y la suciedad de las tierras de huerta y labrantío, lugar donde los hombres se hacinan y surgen las pasiones y las lacras de la convivencia: el triple torcedor del sexo, el mando y la codicia, la envidia, la cobardía. Íntimamente conexo con éste, en cuanto que perteneciente a la misma mentalidad romántica, se halla el segundo de tales presupuestos: el contraste a la vez rusoniano y anarquista -¡cuántos anarquistas larvados, a veces, bajo un exquisito y pacífico comportamiento civil, en la España de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros lustros del XX!- entre la sana autenticidad de la «vida natural» (en este caso, la de Manelic) y el vicioso artificio de la «vida social» (ahora, la del amo Sebastián y el mundillo que le rodea y soporta). No sé si Guimerá conocía con algún detalle el Kempis; pero Manelic podría haber hecho suya una frase del famoso librito ascético contra la cual yo, precisamente en nombre de algo muy esencial en la visión cristiana de la vida, siempre me he rebelado en mi fuero interno; esa que dice: «Cuantas veces estuve entre los hombres, volví menos hombre.»

En el mundo actual, y aunque nuestra visión, del mundo y de los hombres diste mucho del optimismo panglossiano -con otras palabras: aunque nuestra idea de la «pura» naturaleza humana no pueda ser tan bondadosa y tan ingenua como la de Ángel Guimerá-, ¿quién se atrevería a sostener esos dos fundamentos ideológicos de Tierra baja? No: el llano ondulante puede ser tan bello como la rocosa serranía; y el niño (Nuri) y el solitario (Manelic) no son por necesidad puros, como san Agustín antaño y Freud hogaño nos han hecho ver; y de la vida social y no del yermo es de donde, movidos, eso sí, desde el secreto de su personal intimidad, han podido salir hombres de la contextura moral de san Francisco de Asís, Gandhi y el doctor Schweitzer. El contraste estético y ético entre la montaña y la llanada y entre la vida natural y la vida social pertenecen, sin duda, a los resabios de época de Guimerá y su teatro.

Como también, pasando ya de los fundamentos del drama a su resolución, la tesis implícita en el desenlace de Tierra baja. El restablecimiento, más precisamente, la promesa de un restablecimiento del orden moral que se hace patente en ese desenlace, se halla integrada por dos motivos: la eliminación violenta de la causa del mal, la «muerte del lobo», en este caso un tiránico, malvado y obseso señor feudal, y la evasión del puro y redentor (Manelic) y la purificada y redimida (Marta) hacia las alturas en que los amaneceres son transparentes y las estrellas luminosas. De nuevo se hace patente la mentalidad romántico-anarquista de Guimerá. Pero la historia desde él transcurrida nos ha hecho ver que los problemas sociales deben ser vistos más bien en términos de «estructura» que en términos de «individualidad», sea esta heroica o malvada; y, por otra parte, que tales problemas no deben ser resueltos por la vía de la evasión, sino por la vía de la transformación, sea ésta entendida de un modo más o menos reformista o revolucionario.

Bien. Procedente de una determinada situación histórica y una no menos determinada mentalidad, he aquí que Tierra baja, por debajo de sus deficiencias y sus resabios, conserva su grandeza y su fuerza. Ahí está, como una ciclópea mole de ingenuidad y nobleza, la gran figura escénica de Manelic. Ahí la tan bien vista y tan bien tratada peripecia psicológica de Marta, desde su temerosa entrega inicial al terco capricho de Sebastián hasta su entregado enamoramiento final al hombre que con su amor y su hombría la ha redimido. Ahí ese estupendo y teatral monólogo en que Manelic cuenta cómo mató una noche al lobo robador. Ahí esa excelente pintura de uno de los mundillos feudales que todavía existían entre nosotros y en otros lugares -nunca olvidaré yo una escena campesina en la Hungría de Horthy- hasta bien entrado el siglo XX. Ahí, en fin, esa noble sed de justicia y bondad que tan virilmente proclaman la invención y la acción de Tierra baja. Sí: más allá de su edad y sus resabios, el drama de Guimerá, como una encina cargada de años, todavía conserva fuerza y grandeza.






ArribaAbajoSantiago Ramón y Cajal


ArribaAbajoCajal, estudiante

Dos indicaciones metódicas deben preceder a este somero estudio. Atañe la primera al posible valor de las reflexiones subsiguientes para una intelección cabal de la obra del sabio. «La comprensión es en sí, y no sólo en la interpretación histórica -ha escrito Dilthey-, una operación inversa al curso mismo de la acción.» Y en otra página: «El punto de ataque para definir en la historia un complejo operativo está en partir de un efecto aislado y, caminando hacia atrás, indagar sus determinantes.» Esa fue también la actitud historiográfica de Unamuno, a juzgar por lo que de sí mismo nos dice en su ensayo El secreto de la vida: «Suelo ver las cosas del espíritu algo a la manera de como si las del mundo material las viésemos en un cinematógrafo cuya cinta corriera a1 revés, yendo de lo último a lo primero, o como si a un fonógrafo se le hiciera girar en sentido inverso al normal.» La cosa es clara: puesto que los testimonios visibles de la vida humana son la consecuencia y el precipitado de las acciones libres que los crearon, y puesto que esos testimonios visibles o «fuertes» constituyen, por necesidad ineludible, el punto de partida de la investigación historiográfica, esta no será nunca completa mientras no se haya empeñado en buscar, corriente arriba del acontecer biográfico o histórico, la conexión viviente y real entre la obra estudiada y las más tempranas etapas vitales de quien la creó. Sin comprender con cierta hondura la mocedad de Cajal, su obra podrá ser entendida «histológicamente», mas no «biográficamente».

Concierne la segunda de esas dos intenciones metódicas a la meta última de este conato de intelección. Dos modos principales y extremos puede adoptar el conocimiento del historiador: la descripción de anécdotas y el desvelamiento de esencias. Hay historiadores exclusivamente atenidos -con plena deliberación, en el mejor de los casos- al aspecto real y concreto del suceder histórico. Uno de estos nos contaría todo lo que las «fuentes» permiten decir acerca de las pedreas de Cajal durante su bachillerato oscense o sobre sus andanzas de estudiante universitario en la bravía Zaragoza de 1870; esto es, daría expresión escrita a la apariencia anecdótica del mozo Santiago Ramón y Cajal, en cuanto de ella podemos tener noticia. Pero junto al linaje de los descriptores de anécdotas -ardua y sutil faena la suya, en ocasiones- hay otro, integrado por todos aquellos historiadores para quienes su oficio consiste en desvelar, a través de la anécdota exterior, aquello que puede ser conjeturado o definido como la esencia de esta. ¿Qué nos dicen las acciones del estudiante Cajal respecto al ser del estudiante, del joven, del sabio, del hombre? ¿En qué medida la historia de esa particular y arriscada juventud puede servir para entender lo que es un ser humano? Tales son las interrogaciones que van a presidir las páginas de este ensayo.




ArribaAbajoLa infancia de Cajal

La infancia de un hombre debe ser estudiada según dos puntos de vista principales, correspondientes a los dos modos más importantes de considerar el ser del niño. Cabe, en efecto, considerar a la infancia como una forma de vida sui generis o como un estado deficiente y preparatorio respecto a la edad adulta. Mírase al niño en aquel caso según lo que él «es»; estímasele en este otro según lo que «no es». Allí predomina el «ahora», aquí decide el «todavía no».

Atengámonos, para comenzar, al primero de esos dos puntos de vista. Gran pare de la actual psicología de la edad infantil -aquella que suelen colocar bajo el epígrafe genérico de la «psicología diferencial»- y toda una vertiente de la pedagogía -la que parte de proclamar los «derechos del niño»- se fundan sobre una visión de la puericia atenta sobre todo a la peculiaridad formal y material de sus actividades psíquicas y a la tipicidad de sus modos de conducta. No creo inadecuado llamar «romántica» a esta actitud del espíritu frente a la vida infantil.

Pero lo que ahora importa no es trazar un esquema de la psicología diferencial del infante -tarea mejor o peor cumplida por una legión de autores, desde Löbisch y Preyer, en el corazón del siglo XIX, hasta los Bühler, Dewey, Piaget y Guillaume, en estos últimos lustros-, sino mostrar la manera que de ser niño tuvo nuestro máximo hombre de ciencia. He aquí un posible punto de partida para el cumplimiento de tal empresa psicológica: sin proponérselo, y como simple resultado de una intersección entre su propia espontaneidad individual y el mundo en que esta hubo de existir -aldeas y villas del Alto Aragón, férula de una educación familiar y colegial estrecha y tosca-, el niño Cajal dio unitaria y casi armónica realidad a los dos arquetipos literarios que el siglo XIX puso sobre la cabeza del adolescente: el «Tom Sawyer» de Mark Twain y el «Gianetto» o «Juanito» de Parravicini.

«Tom Sawyer» fue -y por muchos años seguirá siendo- monumento y pábulo de la espontaneidad rebelde y animosa del joven frente a las convenciones del mundo de sus padres. El pequeño Tom se mueve siempre a merced de impulsos libre y espontáneamente nacidos en su briosa intimidad infantil o adolescente; y el norte de esos impulsos se halla siempre constituido por la rebeldía contra los hábitos y las estimaciones consuetos en su aldea natal. «No pasaría nunca por el niño modelo del pueblo. Conocía de sobra ese modelo y lo detestaba con toda su alma», dice Mark Twain para presentarnos a su célebre criatura. «Niño modelo» es aquel que hace siempre lo que sus padres quieren, el fiel proseguidor de las normas vigentes en su mundo. Tom, en cambio, quiere ser héroe: «esa fue siempre, al fin y al cabo, la aspiración suprema de Tom», léese en el contexto de una de sus aventuras. Y héroe es, por lo pronto, quien se levanta esforzada y arriesgadamente contra la rutina del mundo en que ha recibido su personal existencia.

Una parte de la infancia de Cajal, la parte más conocida y comentada, viene a ser una brava versión celtibérica del canon sawyeriano. El Cajal capitán de pedreas, el rapaz que un día se evade de la casa paterna en busca de aventuras, el burlador de la vulgar dureza de sus educadores, el adolescente que se quijotiza leyendo el Quijote y se robinsoniza sobre las páginas del Robinsón, reproducen entre los riscos pirenaicos la vida espontánea y ambiciosa de Tom Sawyer junto a las aguas del Mississippi. A los veintidós años, conclusa ya la licenciatura en Medicina, seguía latiendo en Cajal el ansia aventurera de su desconocido modelo: «Estoy asqueado de la monotonía y el acompasamiento de la vida vulgar -dice entonces a un amigo-. Me devora la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la América tropical...» La secreta morfología del sistema nervioso, ¿fue para Cajal un feliz sucedáneo de la América soñada y entrevista?

Pero el héroe de Mark Twain no llegó a agotar la vigorosa muchachez de Cajal; en esta se hizo carne, a la vez, «Gianetto» o «Juanito», el ejemplar mozuelo que entre la era romántica y la era positivista de la vida europea alumbró en Milán la pedagógica minerva de Luigi Alessandro Parravicini. Una fácil caricatura reciente ha presentado a «Juanito» como prototipo del «niño pundonoroso». Hay en ello un leve, pero esencial error: en «Juanito» no prepondera el pundonor, sino la docilidad. Es, en efecto, el infante que se sitúa ante los diversos problemas de la vida humana -la ciencia, la moralidad, la convivencia urbana- con arreglo a los puntos de vista y a los criterios en que le va situando la optimista procura paterna. «Juanito», por ejemplo, ama y admira el saber científico como su providente padre cree que ese saber debe ser amado y admirado. En la Alemania del siglo XVIII «Juanito» hubiese sido Wolff, no Kant; en la Francia del siglo XIX, Littré, no Bergson. De ahí la sonrisa insolidaria y compasiva que «Juanito» suscita, a los cien años de nacido, en labios adultos y en bocas infantiles: la instalación en la historia, la estimación de la ciencia y la relación paterno-filial propias de nuestro tiempo -más avisadas, menos optimistas, más deportivas y cínicas que entonces- mueven fácilmente a la ironía frente a un niño que espera como premio, sin la menor reserva lúdica, una paternal disertación sobre el aparato electrostático de Ramsden.

¿Quien no verá en el reverso caviloso del niño Cajal una realización del arquetipo parraviciniano? Recuérdese su actitud frente al eclipse solar de 1860: «Mi padre me había explicado la teoría de los eclipses, y yo la había comprendido bastante bien... El eclipse del 60 fue para mi tierna inteligencia luminosa revelación. Caí en la cuenta de que el hombre... tiene en la ciencia redentor heroico y poderoso, y universal instrumento de previsión y dominio.» Así ante la fotografía y el ferrocarril; así ante las páginas seductoras del librito Le ciel, de Fabre, y en tantos casos más. «Gianetto» y «Tom Sawyer» llegaron a fundirse en el alma de Ramón y Cajal y determinaron, parcial y complementariamente, el destino señero de nuestro gran biólogo.

Esa visión romántica y diferencial del niño no excluye otra más genéricamente humana. Antes señalé sus rasgos fundamentales. La infancia aparece en ella como inmadurez o deficiencia. Una idea arquetípica del hombre in genere, atenida, por añadidura, a las formas de la hombredad en que esta parece alcanzar su plenitud, son ahora el canon para la intelección y la educación de la edad infantil. El psicólogo estudia lo que el alma del niño tiene y no tiene respecto a la del hombre adulto; el pedagogo pone muy en primer plano los «deberes de la infancia» frente a la obligación de hacerse paulatinamente adultez responsable y fecunda.

Miremos a esta luz la puericia de Cajal. En el niño que va creciendo sobre la gleba altoaragonesa de Valpalmas, Ayerbe, Jaca y Huesca no vemos ahora la versión infantil de un héroe, a la manera de Tom Sawyer, ni la esporádica realización de un docilísimo Gianetto, sino la creciente figura de aprendiz de hombre, la estampa de un mozuelo cada vez más próximo al sabio que ha de llegar a ser. Quienes no contemplen la infancia cajaliana desde tal punto de vista -con otras palabras: quienes no miren la obra científica de nuestro sabio conforme al método retrospectivo que Dilthey y Unamuno preconizaron- nunca llegarán a comprender las más íntimas y esenciales fibras de una y otra.

Conviene aquí un breve inciso semántico. Creo que la aplicación de esa norma psicológica y biográfica a la arriscada adolescencia de Cajal no podrá ser acabadamente esclarecedora si el lector español no procura distinguir en la palabra «sabio» dos acepciones en modo alguno equiparables entre sí: la que obliga a entender esa palabra como nombre de una profesión real y visible y la que mueve a interpretarla como designación de una presunta genialidad. «Sabio genial» no le fue don Santiago -en acto, al menos- hasta que vio las células nerviosas como unidades morfológicas y concibió sobre tal fundamento la organización anatómica y funcional del neuroeje; lo cual vale tanto como afirmar que la genialidad intelectual puede ser a veces adquirida mediante el ejercicio adecuado y enérgico de la inteligencia. «Sabio profesional», en cambio, comenzó a serlo nuestro mozo desde que a su vuelta de Cuba, en 1875, resolvió consagrarse al conocimiento científico del cuerpo humano; lo cual equivale a decir que, en cuanto ejercitante de una actividad humana social y psicológicamente delimitable, es sabio quien empeña su vida en conocer intelectualmente algo de lo que los hombres han creído digno de ciencia. Que algunos cumplan esa dedicación al saber con genialidad aguileña, tales Platón, Einstein o, en su medida, el Cajal ulterior a 1889, y otros con el aliento mínimo del ratón de biblioteca o de laboratorio, es cosa bien accesoria, si se la mira según su formalidad psicológica y social. Uno y otro, el hombre águila y el hombre roedor, no son sino versiones especializadas del genérico homo sapiens.

El niño Cajal, aprendiz de sabio. Pero el acceso a la profesión de saber dista de seguir siempre una misma senda. Cuando el mundo del niño permite que la vocación sapiencial despierte y se configure sin tropiezos, y más aún cuando la incita con alguna eficacia, el infante se trueca en aprendiz de sabio casi tan llena y naturalmente como la semilla en flor y la flor en fruto. Desde el Caius College de Cambridge a las lecciones de Fabrizi d'Acquapendente en Padua, y desde estas a los experimentos de Londres, la vida de Harvey fue una ascendente línea recta en el camino del saber. En el Berlín de Schönlein y Johannes Müller, el adolescente Virchow declaraba epistolarmente a su padre el firme propósito de alcanzar «un conocimiento omnilateral de la naturaleza, desde la Divinidad hasta la piedra». Y así en tantos otros casos: el del Tomás de Aquino, el de Albrecht von Haller, el de Pasteur.

Bien distinto es el despertar de la vocación intelectual cuando el mundo del futuro sabio carece de incitaciones sugestivas hacia el ejercicio del saber. En la humilde botica de un arrabal de Lyon, Claudio Bernard alterna la confección de la triaca con el ensueño de la gloria literaria. ¿Es, pues, cosa notable que Santiago Ramón y Cajal, montaraz por temperamento y educado en un pobre rincón provinciano de la España de Narváez, tardase años y años en descubrir el incentivo del trabajo científico? Algo, no obstante, permite descubrir en la infancia de Cajal su oculta progresión hacia la ulterior entrega a la investigación micrográfica: una firme vivencia infantil de la vocación y el curso ascendente de su asombro intelectual ante la realidad.

Mil veces ha sido mencionada la precoz vocación pictórica de Cajal; él mismo la hizo conocer, descubriéndola con bien significativa reiteración en Recuerdos de mi vida, y supo poner de relieve la segura relación genética entre ella y su mucho más tardía pasión por la morfología fina del sistema nervioso. El micrógrafo Cajal fue, en muy buena parte, la espléndida realización de una aspiración a la gloria pictórica. Mas no es esto lo que ahora importa, sino la vehemencia con que esa vocación fue sentida por el futuro sabio hasta muy entrada la mocedad: «Así comenzó entre mis progenitores y yo -escribe Cajal, comentando el episodio de su encuentro con el revocador de Ayerbe- guerra sorda entre el deber y el querer; así surgió en mi padre la oposición obstinadísima contra una vocación tan claramente afirmada y definida; oposición que había de prolongarse aún diez o doce años...» En quien de modo tan agudo y resuelto llegó a sentir, todavía en plena infancia, el imperativo de consagrar la vida a un quehacer determinado, ¿no late, oculto y posible, un aprendiz de sabio?

El muchacho Cajal quiso ser pintor, y tal vez habría llegado a serlo con un padre más complaciente y menos férreo que el suyo. Algo más que un deseoso de «emular las glorías del Ticiano, de Rafael o de Velázquez» hubo, sin embargo, en aquel tenaz acuarelista de Ayerbe y Huesca. Hubo también un alma capaz de asombrarse intelectualmente contemplando el espectáculo de la realidad. A la vez que el impulso a copiar formas y colores, el mundo real despertaba en él una misteriosa e insondable admiración, por lo que ese mundo «es». En otro lugar he comentado con algún pormenor el proceso y la significación de los infantiles asombros de Cajal frente a distintas parcelas de la realidad visible: la naturaleza cósmica, el artificio técnico, el cuerpo humano. No he de repetir lo que entonces dije. Quiero subrayar, en cambio, que esa no atendida veta de la infancia cajaliana no sería inteligible sin interpretarla como un anuncio cada vez más patente de su ulterior destino. Bajo la engañosa apariencia del estudiante pigre vivía -delicado, ignoto- un prometedor aprendiz de sabio.




ArribaAbajoEl estudiante de medicina

En octubre de 1869, cumplidos ya los diecisiete años, comenzó Cajal sus estudios médicos; cuatro años más tarde -junio de 1873- recibía el título de licenciado en Medicina. Mirada desde el punto de vista historiográfico en que he querido situarme, ¿cuáles son el aspecto y la enseñanza de ese breve período universitario? ¿Qué distingue al estudiante Cajal? ¿En qué medida los sucesos visibles en esa etapa de su vida permiten dar más profunda razón de su obra científica? Me atrevo a pensar que esas interrogaciones quedarán suficientemente respondidas describiendo las tres notas más definitorias de la juventud universitaria de Cajal: su tendencia a la profundidad, su afición a la trascendencia y su pasión por la singularidad personal.

«Mucho tiempo debía transcurrir aún -dice Cajal, recordando su infantil admiración por los espectáculos de la naturaleza-, antes de que esta fase contemplativa de mi evolución mental cediera su lugar a la reflexiva, y pudiera el intelecto, maduro ya para la comprensión de lo abstracto, gustar de las excelencias y primores de la literatura clásica, las matemáticas y la filosofía. Esta sazón llegó también...» La disposición de espíritu que acabo de llamar «tendencia a la profundidad» es el testimonio más fehaciente de la llegada del joven Cajal a la «fase reflexiva» de su crecimiento intelectual.

Recordemos dos episodios autobiográficos. Con ocasión de exponer ante un profesor vitalista las lesiones y el mecanismo de la inflamación, Cajal entró en disputa con él acerca de la razón de ser del vitalismo. El estudiante había leído «la Patología celular de Virchow y algunos libros anatomopatológicos a la moda». Seducido por el tajante localismo de la doctrina patológica virchowiana, Cajal concebía la enfermedad «algo así como modesto incidente de fronteras o a modo de motín de ciudad, que debían reprimir de modo automático las fuerzas locales, con poca o ninguna intervención de la autoridad central, representada por el sistema nervioso»; con lo que el «principio vital» de Barthez quedaba relegado a ser «un mito encubridor de nuestra ignorancia». En aquella modesta Facultad de Medicina de Zaragoza, una mente juvenil sabía llegar desde las páginas de los libros de texto de patología a las cuestiones fundamentales del saber biológico. Pocos años más tarde, la lectura del librito Le ciel, de Fabre, promueve en el sorprendido y ya reflexivo autodidacta las siguientes reflexiones: «las verdades matemáticas... representan algo así como la quintaesencia de los conceptos derivados de la percepción y escrupulosamente depurados de contingencias, a fin de que la lógica racional pueda manejarlos ágil y cómodamente. Y, sabido esto, no me sorprendió ya que los axiomas y fórmulas de la geometría y del álgebra se acoplen tan estrechamente a la realidad exterior, puesto que, en último análisis, de la realidad proceden.» Por su propio impulso, la joven mente de Cajal descubría por sí misma la condición fundamental del saber matemático respecto a los saberes astronómico y físico, y se afanaba por comprender el modo de esa peculiar fundamentalidad: «En mis febriles y porfiadas acometidas a la ciencia de la cantidad llegué hasta engolfarme en el Cálculo diferencial e integral. Y algo humillado, debí consolidar los cimientos de mi saber, volviendo sobre aquellos modestos y resobados manuales de Geometría y Trigonometría, tan distraídamente leídos en Huesca.»

Los dos sucesos que acabo de mencionar, uno tocante al saber biológico y pertinente el otro al conocimiento físico de la materia, muestran muy bien la tendencia a la profundidad que operaba en el alma del estudiante Cajal. Lo que en su puericia había sido ingenuo asombro ante el mundo visible, truécase ahora en viva preocupación por el fundamento próximo de lo que se hace y se sabe. Todavía dista mucho nuestro mozo de ser un sabio incipiente; pero su inteligencia va poniéndole insensiblemente en el trance de serlo.

Tan vigorosa tendencia a la profundidad en el saber científico llegó a hacerse, en ocasiones, expresa afición a la trascendencia de ese saber hacia las formas radicales del conocimiento humano. Con otros términos: la preocupación por el fundamento inmediato de lo hecho y sabido conviértese en desazón intelectual por el fundamento último de la realidad a que ese saber y ese hacer se refieren. No de otro modo deben ser interpretadas, so pena de resignarse a no pasar de la anécdota, dos de las «manías» juveniles de Cajal: la filosófica y la literaria.

En torno a 1871 incurrió nuestro estudiante en una voraz «locura filosófica». He aquí los términos en que la describe: «En mi afán de saber cuanto acerca de Dios, el alma, la sustancia, el conocimiento, el mundo y la vida habían averiguado los pensadores más preclaros, leí casi todas las obras metafísicas existentes en la biblioteca de la Universidad y algunas más proporcionadas por los amigos. A decir verdad, esta manía razonadora no era nueva en mí...: asomó ya durante mis estudios en el Instituto; pero después de la Revolución... tuvo peligroso recrudecimiento.» No todo fue verdadero apetito intelectual -digámoslo sin demora- en esa ávida ingestión de lecturas filosóficas; en ella había también un oculto deseo de «asombrar a los amigos». Pero erraría groseramente quien no interpretase tan fervorosa «manía filosófica» como un importante episodio de la progresión del mozo Cajal hacia la condición de sabio. «La citada afición a los estudios filosóficos, que adquirió años después caracteres de mayor seriedad -comenta el sincero descriptor de sí mismo-... contribuyó a producir en mí cierto estado de espíritu bastante propicio a la investigación científica.»

Con igual ahínco se entregó este singular estudiante de Medicina a lo que más tarde había de llamar su «manía literaria». La insaciable entrega a la lectura más diversa, según famosa confesión propia, en el desván de un confitero de Ayerbe, llegó a convertirse en resuelta voluntad de creación. «Caí en la tentación de hacer versos, componer leyendas y hasta novelas», dirá en Recuerdos de mi vida: ingenuos versos sentimentales que malamente trataban de imitar los de Espronceda, Bécquer y Zorrilla; odas burlescas, como la titulada La Commune estudiantil; novelas de tema biológico, por el estilo de las que entonces comenzaba a prodigar Julio Verne. Más o menos apasionadamente servida, la vocación literaria acompañó a Cajal desde la infancia hasta la muerte. El penalista Salillas, compañero del futuro histólogo en el Instituto de Huesca, recordó en un artículo periodístico la novela de corte robinsoniano que su camarada Santiago Ramón compuso, apenas salido de la infancia. Vino luego la «manía literaria» de los dieciocho años. Más tarde, pese a los arrepentimientos que la autocrítica y la llamada del laboratorio iban imponiendo, aparecieron Cuentos de vacaciones, Recuerdos de mi vida y Charlas de café. Y al término de su existencia terrena El mundo visto a los ochenta años. No he de comentar aquí el contenido y el estilo de la producción literaria de Cajal. Baroja y Marañón, aquel con fácil mordacidad, este con amorosa inteligencia, lo han hecho ya de modo suficiente. Mi propósito actual queda holgadamente cumplido destacando la existencia de esas «manías» filosófica y literaria en la mocedad estudiantil de un hombre que sin saberlo nadie iba para sabio.

Decidámonos a traspasar, en efecto, la apariencia anecdótica de ese adolescente sarampión espiritual, y preguntémonos por su verdadera significación. El deseo espontáneo de penetrar en el saber filosófico, la resuelta voluntad de crear una obra literaria propia -egregia o epigonal, igual da- y de conocer lectivamente las obras literarias ajenas, ¿qué significan en la vida del hombre que los experimenta con tanta viveza como el estudiante Cajal? No encuentro mayor respuesta que la expresión más arriba empleada: una y otra afición expresan el «afán de trascendencia» del alma que las siente. La «manía filosófica» -sigamos fieles a la familiar nomenclatura empleada en Recuerdos de mi vida- revela una real desazón por conocer el fundamento último de la existencia propia y del mundo a que ella pertenece; la «manía literaria» expresa, a su vez, un íntimo deseo de la persona que la sufre por realizarse según toda posibilidad imaginable. En definitiva, afán, de trascendencia, porque la totalidad de lo posible y el primer fundamento de lo real no pueden ser humanamente inferidos sin traspasar con el espíritu toda experiencia sensorial y aun toda vivencia psicológica.

Tal tendencia a la profundidad y tal afición a la trascendencia del saber llevan implícita una fuerte pasión por la singularidad de la propia persona. Multitud de episodios y caracteres extremos lo demuestran con elocuencia irrebatible: la actitud del joven Cajal frente a la tremenda voluntad de su padre; la ya mencionada disputa entre él y su vitalista profesor de Patología; sus excursiones solitarias a lo largo del Ebro, seducido por «el deseo romántico de hallar florestas y vergeles idílicos no profanados por planta humana»; la utilización de sus «manías» filosófica literaria y gimnástica para alcanzar prestigio entre sus compañeros de curso; un significativo diálogo entre él y su condiscípulo Cenarro apenas terminada la licenciatura en Medicina, tantos otros más. Confesando los gustos literarios de su mocedad declara Cajal que en la poesía de Espronceda le atraía, sobre todo, «el espíritu de audaz rebeldía del vate extremeño»; con lo cual no hace sino expresar, proyectada en la estimación de la obra ajena, esa pasión por la singularidad de su propia existencia personal.

Pero ya he dicho que no es la apariencia exterior de la juventud cajaliana lo que ahora importa, sino la esencia y la significación de esa juventud. Mirado desde tal punto de vista el tan visible y disperso empeño del estudiante Cajal por afirmar su propia personalidad, ¿qué puede ser ese empeño, sino el aspecto descriptible y mudadizo de una intimidad caminante hacia el descubrimiento y la conquista de su definitiva vocación? Todos hemos leído alguna vez la célebre interrogación rubeniana: «¿Quién que es no es romántico?» El que así habló era un hombre con resuelta y bien definida vocación poética, románticamente entendida. El vocado a la filosofía, en cambio, se dice en su interior: «¿Quién que es no es filósofo?» La vocación honda y verdadera -tal es su esencia y su misterio- consiste justamente en eso: en sentir que una determinación del ser tan genérica y universal como «ser hombre» o «ser humanamente» se va realizando, a través del «quién» personal y propio, en el «algo» a que tal vocación conduce; cantar poéticamente nuestra experiencia de la realidad, conocerla intelectualmente o recrearla con el pincel o la gubia.

Mas no siempre se llega de un modo rápido y suave al advertimiento de ese «algo» a que la vocación nos lleva. Cuando la vocación queda definitivamente conocida en virtud de un proceso espiritual más o menos súbito, es vivida como gratuita «revelación»; cuando llega a hacerse patente al término de una larga serie de vicisitudes más o menos diversas, nos parece ser objeto de ardua «conquista». Este fue el caso de Ramón y Cajal. Por eso he dicho que la esencia y la significación de su juventud, desde que a los dieciséis años comenzó a ser iniciado en la osteología (verano de 1868) hasta que, terminada la aventura militar ultramarina, decidió consagrarse por entero a la morfología humana (otoño de 1875), pueden ser lícitamente reducidas a la progresiva conquista de una vocación. Las publicaciones científicas del escotero investigador de Zaragoza, Valencia y Barcelona (1880-1891) fueron testimonio incontestable de que tal empresa de conquista había logrado término y victoria. Por fin, lo mejor de Juanito y lo mejor de Tom Sawyer se hicieron en el sabio Cajal fruto granado.






ArribaAbajoMarcelino Menéndez Pelayo


ArribaAbajoLa España que él quiso

El mejor homenaje a un hombre egregio y admirado consistirá siempre en el ejercicio de esta doble operación: conocer lo que de veras quiso ese hombre para sí y para los demás, y realizar a nuestro modo -por nuestra singular persona, en nuestra peculiar situación- eso que él íntimamente quiso. Cualquier otra cosa no pasaría de ser mero tañido de címbalo, para decirlo con el dicterio de san Pablo.

He aquí a Menéndez Pelayo, varón de pro en la historia de la cultura española. ¿Celebraremos el primer centenario de su nacimiento acumulando adjetivos laudatorios sobre su nombre y en torno a los títulos de sus libros? No faltará quien con eso se contente. Nosotros, universitarios, habremos de iniciar nuestro homenaje contemplando con mirada amistosa e inquisitiva la obra de nuestro eximio compañero y preguntándonos luego qué quiso él, allá en los senos de su alma, respecto a de las varias disciplinas que tan ciclópeamente cultivó: la historia, la estética, las letras castellanas, el pensamiento español. Mal dotado yo para el eficaz cumplimiento de cualquiera de esos empeños, dejadme que estudie hoy, siquiera sea por modo sumarísimo, la actitud de Menéndez Pelayo frente a la vida intelectual de España. ¿Cómo la entendió? Y, sobre todo, ¿qué quiso para ella en los momentos en que más alto y hondo fue su deseo?

Pienso que la aspiración constante de Menéndez Pelayo frente a la menesterosa realidad de la cultura española puede ser válidamente reducida a tres graves y sencillos votos: para alcanzar una aceptable perfección, nuestra vida intelectual habría de ser a la vez seria, española y católica. Veamos cómo entendió Menéndez Pelayo cada uno de estos adjetivos.

Vida intelectual seria; es decir, rigurosa en cuanto a sus métodos y ambiciosa en cuanto a sus objetivos. «La generación presente -escribía en 1876 Menéndez Pelayo, aludiendo, como es obvio, a quienes entonces ya habían llegado a la madurez- se formó en los cafés, en los clubs y en las cátedras de los krausistas; la generación siguiente -esto es, la suya-, si algo ha de valer, debe formarse en las bibliotecas.» Y en los laboratorios, hubiesen respondido a coro Santiago Ramón y Cajal, Jaime Ferrán y Federico Olóriz. Rigor y ambición en la obra de la inteligencia: sin ello, la cultura española seguiría siendo mucho más un rótulo que una realidad. Aunque todos los días nos obstinásemos en declararla tradicional y cristianísima.

Vida intelectual española; es decir, conocedora de la obra teológica, filosófica y científica de nuestros mayores y tan fiel a ella como lo permita el tiempo en que se existe. Ante la posibilidad de que España se convierta un día «en un pueblo de babilónicos pedantes, sin vigor ni aliento para ninguna empresa generosa», propone Menéndez Pelayo, a modo de triaca idónea, el establecimiento de seis cátedras universitarias, para el doctorado de las respectivas Facultades: Historia de la Teología en España; Historia de la Ciencia jurídica en España; Historia de la Medicina española; Historia de las Ciencias exactas, físicas y naturales en España; Historia de la Filosofía española; Historia de los Estudios filológicos en España. Y junto a ellas, la publicación de repertorios bibliográficos y ediciones cuidadas, el fomento de las monografías expositivo-críticas y el restablecimiento de ciertas comunidades religiosas «que tuviesen por estatuto el cultivo de la ciencia patria y el de los estudios de erudición en general». Mucho es lo que podría hacerse todavía, para el cumplimiento de tan ambicioso programa.

Vida intelectual, en fin, católica; esto es, directa o indirectamente y mediata o inmediatamente ordenada hacia la visión católica de la verdad natural y de las verdades divinas. «Dondequiera que se encuentre el sello de lo genial y creador -dijo en ocasión solemne-, allí está el soplo y el aliento de Dios, que es el Creador por excelencia; dondequiera que esté la verdad científica e histórica, allí está Dios, que es la verdad esencial y el fundamento de toda realidad...; dondequiera que atraigan nuestra vista las perfecciones, ya naturales, ya artificiales, allí encontraremos el rastro y las pisadas de Dios.» Un Dios que él siempre creyó uno en esencia y trino en personas.

No creo que nadie discrepe de lo expuesto. Pero con ello queda dicho lo que Menéndez Pelayo quiso para la vida intelectual de España, y no el modo como lo quiso. Ahora bien, ése es el verdadero meollo de mi cuestión. ¿Cómo nuestra cultura podría ser rigurosa y ambiciosa, española y católica, según el querer y el sentir de Menéndez Pelayo? Con otras palabras: ¿puede ser identificado don Marcelino con todos los hispanos que han deseado o desean para su patria una vida intelectual seria, católica y española?

Para responder a estas interrogaciones es del todo necesario discernir dos períodos muy distintos en la vida del sabio montañés: el anterior y el posterior a la composición, de la Historia de las ideas estéticas. En aquél, la actitud de Menéndez Pelayo fue casticista y nostálgica; en éste, la querencia de su alma prefirió orientarse hacia perspectivas resueltamente universales y abiertas al futuro. Entre uno y otro período, el joven polemista crece en saber y se hace varón sereno y consistente.

Recordemos, en efecto, el proyecto de vida intelectual latente o expreso en La ciencia española y en la Historia de los heterodoxos. Dos consignas lo constituyen: el retorno al pensamiento español del siglo XVI, en cuanto a la doctrina, y la instalación en su propio tiempo -el, lustro 1875-1880-, en cuanto a los métodos de trabajo. Mentores filosóficos, Luis Vives y Fox Morcillo; técnicas para la investigación positiva, las propias de la cultura romántica y positivista. El resto de la cultura moderna -el pensamiento europeo posterior al siglo XVI- sería puro y lamentable descarrío: «niebla hiperbórea», toda la especulación, germánica; «mezquina filosofía», la de Descartes; «avenida de las hordas positivistas», la obra de seguidores de Augusto Comte y Emilio Littré. Es este, ocioso parece recordarlo, el Menéndez Pelayo que tanto ha gustado y sigue gustando a una parte muy considerable de la población española.

La redacción de la Historia de las ideas estéticas es rigurosamente decisiva en la biografía intelectual de nuestro gran, historiador. Sus propios principios -trabajar rigurosa y ambiciosamente- le obligan a ponerse en contacto vivo con el pensamiento europeo posterior al Renacimiento: completa su repertorio de lenguas modernas, lee a Kant y a los idealistas alemanes, se adentra con seriedad en los pensadores románticos y positivistas, comprende, en suma, la titánica aventura del espíritu moderno, desde los humanistas del Cuatrocientos hasta los grandes hombres de ciencia del siglo XIX. Tutte le età gli sembravano egualmente degne di studio, dijo Farinelli de este Menéndez Pelayo ya alzado a la plena madurez de la poderosa inteligencia.

Quien así ha procurado conocer la historia del espíritu europeo, ¿continuará siendo fiel a la visión juvenil, meramente casticista y memorativa, de la cultura española? No perderá, es verdad, su profunda y sincera adhesión a la fe católica: «He conservado intacto el tesoro de la fe, en medio de las revueltas aventuras intelectuales que forzosamente corre en nuestros tiempos todo espíritu investigador y curioso», declaraba en 1903. Conservará encendido, por otra parte, su quijotesco amor a la realidad española, aunque la vea entregada al dolorido desatino de un «suicidio lento»: bien lo demuestra su dedicación, cada vez más intensa y exclusiva, a la historia de las letras hispánicas. Pero, sobre esas dos últimas fidelidades, todo o casi todo cambia, y a veces de modo muy notorio. Wundt, Lotze, Ravaisson, Taine y Claudio Bernard obtienen sinceros elogios de su pluma. Kant es tan «memorable pensador» ante sus ojos, que juzga ilícita la empresa de filosofar «sin proponerse antes que nada los problemas que él se planteó y tratar de darles salida». En Hegel ve «el Aristóteles de nuestro siglo» y piensa que su monarquía filosófica «dura y durará como la del Estagirita». Y por este tenor son estimados Winckelmann y Lessing, Herder y Fichte, los Humboldt y los Schlegel. Sin adherirse incondicionalmente a uno de ellos, de todos ellos necesita ahora su inteligencia.

No, no son ya posibles el casticismo y la nostalgia. Vives y Fox Morcillo siguen siendo amados, y acaso más tiernamente que en la polémica mocedad; mas ya no bastan: el tiempo actual y el tiempo venidero requieren fórmulas menos simples y cómodas que el mero recuerdo añorante. En el alma de este Menéndez Pelayo abierto al saber del presente y del futuro, ¿cuál podrá ser la empresa intelectual de España? Frente a la vieja tesis del retorno al siglo XVI, el nuevo proyecto constará de tres diversos quehaceres: una clara fidelidad a la fe católica, entendida, igual que en la juventud, como fundamento último y meta postrera de toda posible actividad humana; la resuelta voluntad de moverse hacia una nueva idea metafísica de la realidad, adecuada a la situación histórica en que se la busca; y, por fin, la plena instalación de la mente en la cultura ochocentista, para que España, «enriquecida con todo lo bueno y sano de otras partes, y trabajando con originalidad sobre su propio fondo», pueda incorporarse a la cultura europea aportando «algo sustantivo y humano» al acervo común.

Un temprano ejemplo, entre diez posibles. El año 1884, uno después de haber fechado el «Epílogo» de su Historia de los heterodoxos, pronunció Menéndez Pelayo un curioso discurso electoral. Fue en Palma de Mallorca, y el aspirante a pater conscriptus, profesor lanzado a la política, trató de mover la voluntad de sus electores hablándoles de Raimundo Lulio. Honrada e ingenuamente fiel a sí mismo, el intelectual Menéndez Pelayo no ofrecía empleos ni obras públicas como entonces era electoral costumbre, sino anchos horizontes para la inteligencia. «¿Quién sabe -se preguntaba- si derramando en el lulismo el río de la ciencia experimental, y sustituyendo su mala y atrasada física y su psicología deficiente por la física y la psicología de nuestros tiempos, e interpretando la parte metafísica como Lulio la interpretaría si hoy viviese, llegaríamos a la constitución de una especie de hegelianismo cristiano?» Tomado a la letra, el proyecto rebosa candor intelectual; pero su misma ingenuidad nos da una preciosa pauta para comprender la disposición espiritual de don Marcelino frente a las deficiencias de la cultura española. Observad los tres momentos de su programa:

  1. El apoyo de la mente sobre «el propio fondo», que en este caso viene representado por el lulismo. Una pregunta se impone: ¿quedaría algo de Raimundo Lulio después de trocar por otras su física y su psicología y de rehacer su metafísica como Lulio lo haría «si hoy viviese»?
  2. La incorporación de todo lo válido o valioso que en lo nuevo y ajeno haya descubierto nuestra personal experiencia.
  3. La salida del espíritu hacia una creación original, histórica y cristianamente oportuna; un «hegelianismo cristiano», piensa el intelectual católico de 1884.

Miremos en ese «programa de Mallorca» mucho más que la letra, la intención de su animoso autor. ¿Qué quiso, qué propuso a los mallorquines Menéndez Pelayo? La respuesta es obvia: quiso que España, convertida en nación moderna y actual, se metiese briosamente en la empresa de dar una versión cristiana a la cultura de su siglo. Si nuestros grandes antiguos catolizaron el Renacimiento -piensa don Marcelino, apenas traspuestas las sirtes del casticismo y la polémica-, ¿por qué nosotros, sus herederos, no hemos de intentar la catolización del pensamiento de nuestro tiempo? Esa y no otra era la intención oculta de aquel anhelado e ingenuo «hegelianismo cristiano». El admirador de Hegel aspiraba a que alguien hiciese con el pensamiento hegeliano lo que con el aristotélico habían hecho san Alberto Magno y santo Tomás.

¿Cómo y en qué medida hubiera sido posible tan estupenda empresa? ¿Qué pasos dio hacia ella o hacia otras análogas la inteligencia de Menéndez Pelayo? No es esta la ocasión para exponerlo. Mas sí para decir que jamás se entenderá cabalmente la actitud de don Marcelino frente a las personas y las ideas de los demás, llamáranse Kant o Clarín, Valera o Pidal, Pereda o Galdós, Macaulay o Revilla, sin adoptar como punto de vista esa abierta disposición final de su alma cristiana ante la ingente aventura intelectual del mundo moderno. Cualquier otra cosa sería deformar por ignorancia o por interés la verdadera figura espiritual del hombre cuyo centenario celebrarnos, y, por lo tanto, su verdadera grandeza.

No le deformaremos nosotros, los universitarios. Fieles a nuestro oficio de servidores de la verdad, enseñaremos a verle firme e ilustrado en su fe, gigante y abnegado en su obra, generoso en sus relaciones humanas, abierto a los problemas y a las ideas de su tiempo, reconocedor de la excelencia ajena, allá donde la encontrase. Tal es la definitiva verdad de Menéndez Pelayo y tal debe ser su ejemplo. A los cien años de su nacimiento, ¿lograremos nosotros dar algún paso nuevo hacia las metas intelectuales que él tan esforzadamente nos propuso? Sólo el intentarlo con humildad y honradez será -pienso yo- un auténtico, un hondo y cabal homenaje a su alta memoria.





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