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ArribaAbajoMiguel Asín Palacios


ArribaAbajoUn viejo papel

Agridulce tarea, escudriñar los viejos papeles -tan desordenados, en mi caso- que dan amarillento testimonio legible de lo que uno ha sido y ha hecho; más agria que dulce para mí, porque sólo en contadas ocasiones hice y fui yo lo que como proyectista o soñador de mí mismo quise hacer y ser. Pero en medio de esa tornasolada agrura, de cuando en cuando surge de la balumba el dulzor incitante de unas líneas o unas páginas que nos confortan desde la lejanía, acaso desde el olvido. «Algo hiciste, algo ha sido, algo eres», le dice a uno su hallazgo; y la conciencia del propio ser, en tantas ocasiones oscilante, cobra vigor nuevo hacia el futuro.

Ésta ha sido mi experiencia descubriendo y releyendo la carta que don Miguel Asín Palacios me envió al recibir, recién publicado, mi libro Menéndez Pelayo. Historia de sus problemas intelectuales. Don Miguel había tenido la generosa amabilidad de escuchar algunas de las conferencias en que un desconocido y acaso sospechoso mozalbete -eso debía de ser yo a sus ojos, allá por 1943- expuso en una sala del entonces Instituto de Estudios Políticos, antes Palacio del Senado, y Palacio del Senado después, sus personales ideas acerba de la vida y la obra de quien en 1901, cuando él, don Miguel, apenas había cumplido los treinta años, dio prestigioso espaldarazo a su Algazel.

Ese mozalbete, ¿cómo iba a enfrentarse con el gigante del saber y de la españolía que fue don Marcelino? ¿A la manera, entonces tópica y en cierto modo oficial, de los que sólo en la Historia de los heterodoxos españoles, La ciencia española y el «Brindis del Retiro» querían ver el pensar y el sentir del sabio cántabro? ¿Al modo despegado y crítico de Unamuno y Ortega, presumible tal vez en un mozo que ya había manifestado su admiración y su querencia -no incondicionales, pero sí profundas- por esos dos grandes de nuestra cultura, tan alejados del engallado, engolado y falaz retorno a la España «luz de Trento» y «martillo de herejes» que por entonces se pregonaba? Porque don Miguel, que no pertenecía y no podía pertenecer a ese estéril conato de tradicionalismo cultural, que intelectual y estamentalmente se hallaba junto a Menéndez Pidal, Zubiri, García Gómez y lo que éstos representaban, por fuerza había de sentir reservas de sacerdote católico -ejemplarísimo lo fue él- ante las actitudes excesivamente iconoclastas, y por tanto injustas, de quienes acaso no habían sido capaces de ver o adivinar al mejor Menéndez Pelayo; el que en su prólogo al Algazel había escrito estas significativas líneas: «Así como Alberto Magno, Raimundo Martín, Lulio y otros muchos no se avergonzaban de tomar de la filosofía arábiga todo lo que en ella encontraban de utilizable para adaptarlo a la dogmática cristiana, no de otro modo debemos en nuestros días aprovechar todo legítimo progreso que aparezca en la literatura filosófica contemporánea, seguros de que así haremos avanzar a la filosofía cristiana más y mejor que permaneciendo petrificados en los textos que ya pasaron, atentos exclusivamente a repetirlos y comentarlos.»

Cualquiera que sea el modo de entender la «filosofía cristiana» de que hablaba don Marcelino, más aún, aunque el Asín Palacios de 1943 tuviese de ella una visión menos simplista que el Menéndez Pelayo de 1901, al titular de esa actitud intelectual y al anunciador de ese programa filosófico -por tanto, a un español distinto del que enarbolaban los hombres de Acción Española y del que Unamuno y Ortega desconocían- vio él en mi libro, y en esta acaso insospechada resurrección de «su» prologuista tuvieron fundamento las amables, generosas palabras que me dirigió. Las mismas que muchos años después han puesto ante mí la imagen de un varón en que tan ejemplarmente se juntaron la soberana inteligencia de un sabio de primer orden y la más clara y profunda limpieza de corazón.






ArribaAbajoSerafín y Joaquín Álvarez Quintero


ArribaAbajoEntre dos centenarios

En el año 1871 nació Serafín; en 1873, Joaquín. Dada su condición de siameses literarios -«célebres siameses, unidos por la cabeza y por el corazón», les llamó Antonio Zozaya en un artículo laudatorio que ahora se exhuma-, bien puede hablarse de un común centenario bienal. Pues bien: para comenzar a celebrarlo, la dirección del teatro Lara ha repuesto Cancionera, comedia dramática estrenada en 1924; lo cual explica que también mencione un casi medio centenario mi reseña de tal reposición.

Curiosa figura la que en la historia de nuestras letras forman, juntos, los hermanos Álvarez Quintero. Cronológicamente, una pareja -una diada, más bien- coetánea de la generación del 98. Literariamente, y salvo en los levísimos toques de crítica social, tal la de Los galeotes, que en ocasiones presentan sus comedias, un estro discretamente fino, tópica y ñoñamente fino, a veces, que parece hallarse en los antípodas de esa generación o desconocerla por completo. Psicológicamente, dos hombres buenos y comprensivos, con una comprensión teñida de suave ironía, que acaso en el hondón no literario de su alma -¿quién puede saber lo que hay en la intimidad de una persona, cuando en el estilo de ésta entra la ironía?- se hallasen menos distantes del nivel de su tiempo de lo que su obra declara. Sociológicamente, dos autores teatrales que se esforzaron por hacer compatibles y aún complementarios el conformismo con el orden vigente y la escénica predicación de la bondad, el arte de ir tirando y el ingenio.

En el teatro Lara, de Madrid, ha sido repuesta Cancionera, comedia dramática andaluza y una de las más famosas de sus dioscúricos autores. Sobre ella va a versar este comentario mío. Pero antes de entrar en él, a manera de marco, una interrogación: con anterioridad al hito de nuestra guerra civil, ¿qué fue Andalucía, la vida andaluza, quiero decir, en las letras españolas? Cinco nombres se adelantan para ofrecernos su respuesta; por orden cronológico, los Quintero, Azorín, Muñoz Seca (si se quiere, el dúo Muñoz Seca-Pérez Fernández), García Lorca y Ortega. Queden al margen Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti, grandísimos poetas andaluces los dos, pero escasamente utilizables ambos para una caracterización, de Andalucía; queden también al margen tantos y tantos autores más, de menor entidad y menos valor representativo que los ahora consignados.

La Andalucía de los Quintero. Inicialmente -recuérdense los primorosos cuadritos de costumbres con que los hermanos dieron comienzo a su obra teatral-, un filón de gracia humilde y fina, contemplado y beneficiado por ellos con un talante anímico en el cual se aunaban el amor, la suave ironía y la ternura; filón que luego dará sus más valiosas gemas en las dos piezas que para mi gusto constituyen la cima de su teatro: Puebla de las mujeres y El patio. Ulteriormente, y siempre dentro de ese filón de gracia fina y humilde, un intento fallido -superficial, convencional, melodramático- de alumbrar escénicamente lo que en la vida andaluza es pasión, y drama, además de ser gracia; ahí están, para demostrarlo, Malvaloca y Cancionera.

La Andalucía de Azorín, del Azorín joven: esa que bajo el título de «La Andalucía trágica» hace su aparición en un libro de 1905, Los pueblos. Azorín toma el tren en Madrid, se despierta en Lora del Río, mira con ojos caminantes, minuciosos y sensibles el paisaje bético que va ofreciéndole la ventanilla del vagón y toma tierra -losa de andén, si se quiere precisión mayor- en Sevilla. ¿Podía Azorín ser indiferente a la luz, la belleza, la elegancia y la voluptuosidad de la capital de Andalucía? No; pero «hay otros moradores en tierras andaluzas -nos dice- para quienes la vida es angustiosa», y ésta, precisamente ésta es la realidad que allí ha venido a descubrir y describir el pequeño filósofo. Otro pequeño filósofo, el tío Joaquinito, un pobre y locuaz vecino de Arcos de la Frontera, va a decirle con resignada ironía y gaditana prosodia lo que esa vida es: «Nosotro etamo pasando la Pasión como Nuetro Zeñó Jezucrizto. Lo tre clavo son lo tre trimestre de la contribusión; er lansaso e el cuarto trimestre; la corona de epina e la sédula personá, y lo asotaso que no están dando son lo consumo... Pero Nuetro Zeñó tomó pronto la angariya y se fue ar Sielo, y nosotro aquí etamo sufriendo a lo Gobierno que no asotan...» Andalucía, ahora, es ante todo el escenario de un problema económico y social.

La Andalucía de Muñoz Seca: aparte algún cuadrito quinteriano, en el mejor sentido de la palabra -recuérdese El contrabando-, una cantera de eficaz sal gorda, como la que se apila, antes de ser refinada, en las blancas pirámides de las salinas que se alzan junto a la bahía donde este otro andaluz vio la luz primera.

La Andalucía de García Lorca: gracia y duende también, aunque una y otro sentimental y verbalmente elaborados con mayor hondura y más alto vuelo poético que en la obra de los Quintero, y por añadidura vestidos con las mejores galas del entonces novísimo gay-trinar, una muy personal y muy granadina versión del surrealismo; y también pasión y drama -arrogancia vital, sangre, sexo, muerte-, pero literaria y anímicamente arraigados ambos en honduras de la existencia humana a que ningún otro «andaluz andalucista», si se me admite tal expresión, había hasta entonces llegado. Así desde el Romancero gitano hasta La casa de Bernarda Alba, cumbre, a mi modo de ver, del teatro lorquiano y prenda de lo que aquel Lope del siglo XX estaba en tan próximo trance de dar a nuestra escena.

La Andalucía de Ortega: un rápido apunte sociocultural y psicológico, en el que se viturpera «la quincalla meridional de lo andaluz» -esa que el costumbrismo barato y el entonces incipiente cultivo del turismo habían puesto sobre el pavés-, se pondera la exquisitez y la finura que en las tierras béticas suele tener «la base vegetativa de la existencia» y se echa de menos un esfuerzo de los andaluces, que sólo llegan a serlo de veras cuando no salen ele sus pagos, por elevarse en su actividad creadora a «los pisos altos de la vida».

En el centro del pentágono ideal que perfilan estas cinco visiones literarias de la existencia andaluza, ¿qué es Cancionera?




ArribaAbajo«Cancionera» en 1971

Asistí a su reposición un sábado por la tarde. Público, el del Lara: lo no poco que en Madrid queda de esa clase media todavía un poco o un mucho sentimental, que entre la televisión y la nevera, tal vez compradas a plazos, sigue en su fuero interno añorando el mundo apacible de los Quintero. Resonantes aplausos en el curso de la representación, y más resonantes y reiterados al fin de ella. ¿Qué es lo que esas manos aplauden? Todo. La sobria, bien entonada, honda recreación que del personaje central hace Rocío Jurado; la veterana maestría de Aurora Redondo en el simpático papel de Cinta; la llana y graciosa sabiduría vital de Alifonso, a través de la palabra de Vicente Soler; la majeza donjuanesca con que Mariano se realiza en Máximo Valverde; el estirón de Daniel Dicenta interpretando los avatares de su atormentado homónimo; el pío-pío amatorio de las mocitas y al amatorio ronroneo de los gañanes y chiquichancas; la excelente dirección escénica de José Osuna; un mundo andaluz donde todo es gracia sentenciosa o chispeante, «juerga», «cante» con música o sin ella y amor o pretensión de amor... Todo. Pero muy especialmente los fáciles, elegantes, cantarinos versos con que los Quintero dicen a su público actual -ese que aquel sábado llenaba y muchos días más llenará la sala del Lara- su donairosa visión de Andalucía y su tradicional sentimiento de la condición humana: ese romancillo de Alifonso el Sabio cuando, adelantándose en unos años al más profundo y sutil Heredia de La Lola se va a los Puertos, templa amorosamente su vieja guitarra: «¡Ay, consuelo de mis años, ― compañera, compañera: ― tú destemplá, yo te tiemplo; ― yo destemplao, tú me tiemplas!»; esa balada de Cancionera, arrullando sobre su regazo el sueño del hijo de su amor y su desgracia: «Pedaso de mis entrañas, ― sangre que yeva su sangre, ― duerme tranquilo tu sueño... ― ¡Tienes madre!» Y como éstas tantas otras criaturas de la siempre placiente musa quinteriana.

¡Qué gozo, gozo menor, desde luego, pero gozo al fin, si Cancionera no fuese más que esto, como años antes había acontecido con la acción, y la palabra, sin duda más dulzonas, y por tal razón hoy menos soportables, de Las flores! Pero Cancionera no se contenta con tan poco; pretende ser todo un drama, un drama de amor, y ésta es empresa que exige, si no ha de ser tópica, calar en zonas y niveles del alma humana bastante más complejos -no digo más profundos, porque profundo puede serlo todo- que el piropo a una guitarra, el canto al sueño de un hijo o el preludio de un beso entre una mocita del «cuerpo e casa» y un gañán encalabrinado. ¿Cumple Cancionera tal exigencia? No lo creo, y por eso dije en mi artículo anterior que, como Malvaloca, esta comedia quinteriana no pasa de ser un intento fallido en el empeño de escenificar la pasión y el drama de la vida andaluza.

Dos motivos distintos se implican en el drama amoroso de Cancionera. Por una parte, la seducción de la protagonista por un donjuán de «colmao» y venta; y la inmediata maternidad y el abandono despiadado de aquélla; y su consecutivo refugio sentimental, más aún, existencial, porque del sentido de su vida se trata ahora, en la entrega de la madre al hijo recién nacido; y su renovada disposición a caer de nuevo en las gachonas redes del seductor, porque el amor hacia éste sigue vivo, pese a todo, en el fondo de su alma vehemente y noble... En definitiva, seamos sinceros, un folletín amatorio expresado en un verso fácil y fluido, además de andaluzamente elegante e ingenioso. Por otro lado, la pasión secretamente incestuosa -o no tan secreta: algo y aun algos de ella nos dejan ver las palabras del mozo- que Daniel, el hermano de Cancionera, siente por ésta; pasión que conducirá al apasionado hasta la locura, cuando la maternidad y el abandono de la pobre seducida sean patentes, y luego el homicidio, cuando un azaroso encuentro entre él y el donjuán produzca eso que los psiquiatras y los juristas llaman «intervalo lúcido» en su pacífico extravío mental. Juntos los dos motivos, el folletinesco y psicológico, una posibilidad de construir, en el seno de esta alada, donosa y convencional existencia andaluza, algo humana y teatralmente más importante que un folletín amoroso. ¿No es acaso así? ¿No es cierto que el problema de la inclinación incestuosa de Daniel, puesto en la pluma de los Machado o de García Lorca -o en la del Benavente de La malquerida y La noche del sábado- nos hubiese llevado a regiones del alma harto más profundas que esas a que, cuando quieren hacer teatro dramático y «jondo», llega la pluma de los Quintero? Cancionera y Malvaloca: los dos más evidentes testimonios de la ambición y la limitación literarias de sus autores.

Teniendo en cuenta que el doble centenario de los famosos hermanos va a durar todo un bienio, dos temporadas teatrales hay para conmemorar su suave y grato paso por las letras españolas. ¿Por qué, durante ellas, no se compone un espectáculo con lo más granado de la exquisita producción menor que les otorgó su primer prestigio? ¿Por qué no El patio y Puebla de las mujeres, cimas de su dulce, riente, nada dramática -y por supuesto incompleta- visión de la Andalucía que ellos tanto amaron?

Nota adicional. Hablaba yo en mi artículo anterior de los cinco vértices que en los años del siglo XX anteriores a nuestra guerra civil circunscriben la imagen literaria de la vida andaluza: los Quintero, Azorín, Muñoz Seca, García Lorca y Ortega. ¿Sólo cinco? ¿Y el que forman, con La Lola se va a los Puertos, los dos Machado? ¿Y el que hace como nueve lustros señaló José María Pemán con La eternamente vencedora? Lector, voy a descubrirte el truco de ese doble silencio mío. Mi anterior artículo lo escribí en Madrid, y sabía entonces que este otro iba a terminarlo en el lugar más idóneo para recordar La Lola se va a los Puertos y La eternamente vencedora: esa «Isla» de la copla machadiana que se queda sola cuando de ella se van la garganta mágica y el corazón inasible de la mujer en que se encarna su «cante»; esta bahía que lleva tres mil años subyugando el ánimo de sus visitantes y habitadores. He venido a ella después de haber pasado horas de domingo en Sevilla. En una de las esquinas de la plaza del Salvador, una niña humilde está diciendo a otra: «Ea, vamo a casa, que etoy mu cansá. ¡Que mañana en er colehio me van a tené que pone uno alambrito en cá pierna pa que no me caiga!» ¿Los Quintero redivivos? ¿La gracia que hace eternamente vencedora a la vida andaluza? ¿O, junto a esa gracia, también -no puedo evitar una interrogación de orden alimentario y socioeconómico, que brindo a mi amigo Alfonso Comín- la consecuencia de un habitual déficit de proteínas en la dieta?




ArribaAbajo Sociología quinteriana

1) Todo autor dramático expresa en su obra, aunque no se lo proponga de manera explícita, una determinada sociología. Desde Esquilo hasta hoy, todo teatro nos hace ver de algún modo -como deliberado retrato o como muestrario de ideales y utopías- la sociedad a que su autor pertenece o aquella a que abierta o secretamente quisiera pertenecer. No son excepción a esta regla, aunque ellos no quisieran hacer «teatro social», en el sentido que hoy suele darse a estas palabras, los hermanos Álvarez Quintero. Dos importantes fragmentos de la sociedad española -el fragmento andaluz y, en menor medida, el madrileño- encuentran espejo o transfiguración en las comedias de estos dioscuros del amable vivir. Sin el menor propósito de agotar un tema que merecería las fatigas de una tesis doctoral, sólo a título de caviloso pasatiempo veraniego, voy a practicar dos pequeñas calas en la sociología del dilatado y transparente opus quinteriano. Y la primera va a tener como materia una de sus más finas piezas: la comedia Puebla de las Mujeres, de la cual he mencionado en otro artículo la curiosa y aún sorprendente dedicatoria con que sus autores rinden tributo de admiración -«sus admiradores de siempre», se llaman a sí mismos- al «ilustre autor de El gran galeoto».

La amplísima difusión que a través de representaciones y ediciones ha logrado Puebla de las Mujeres me exime de narrar pormenorizadamente su, por lo demás, harto sencillo argumento. Adolfo, joven madrileño, llega a Puebla de las Mujeres para arreglar un asunto testamentario. Esta Puebla es una villa andaluza, en la cual, como su nombre indica, son las mujeres las que dominan y gobiernan la vida social; mas no mediante la ocupación de los puestos de administración y mando del poblado, sino a favor de un instrumento mucho más aéreo y sutil: la palabra, el decir cotidiano, bien bajo especie de noticia de sucesos (el puro «chisme», la comunicación pública e interpersonal de lo que realmente ha acaecido), bien bajo forma de noticia de deseos (el «chisme presuntivo», la maquinación verbal de lo que se supone o se desea que suceda a determinada persona en la sociedad a que esa persona pertenece). Matriarca suprema de esa verbal dominación es Concha Puerto, y objeto de la misma, en el caso que la comedia presenta, la realización de un noviazgo entre Adolfo, a mil legua de pensar en tal proyecto cuando la acción comienza, y la linda Juanita La Rosa, recatada, pero no melindrosa ni lerda señorita del lugar. ¿Será necesario decir que todo termina según los deseos y los proyectos de Concha Puerto?

El desarrollo y el diálogo de la comedia -salvo el cargante abuso de diminutivos con que el cura del pueblo hace notar su bondad socarrona- son una delicia, y ésta tiene su clave, a mi modo de ver, en la hábil utilización escénica de un viejísimo saber prefilosófico: que la palabra, por el mero hecho de existir socialmente, actúa como un «poder» social. Nadie como los antiguos griegos ha sabido entender y ha dado importancia a esta virtualidad del decir humano; no en vano son ellos los racionalizadores del ensalmo mágico -así creo haberlo demostrado en mi libro La curación por la palabra en la Antigüedad clásica- y los inventores de la retórica. Sartre ha escrito sibilinamente que toda palabra -se entiende, toda palabra auténtica- es sacral para quien la pronuncia y mágica para quien la escucha; lo cual es así, en lo que al segundo de estos dos asertos concierne, porque la palabra oída nos vincula de algún modo con quien la pronuncia, nos ata u ob-liga a él, y esta atadura u ob-ligación a distancia es precisamente una de las más centrales pretensiones de la mentalidad mágica. Pues bien; cuando tal ob-ligación procede de la circulación pública de un decir (añadiré entre paréntesis que el sustantivo «obligación» y el verbo «obligar» tienen en su etimología la ligatio de un antiquísimo rito mágico), se convierte en el poder social a que antes me he referido. Haberlo visto así a través de bromas y ceceos constituye el mérito central de los Quintero en Puebla de las Mujeres.

¿Quiere decir todo esto que basta echar a rodar por el mundo un decir acerca de determinada persona, para que mágicamente se cumpla lo que en él se dice? En modo alguno. Nada más lejos de un mago que un sofista griego -ellos fueron los inventores de la técnica en que esa creencia mágica se racionalizó- o, por el lado quintenario, que la Concha Puerto de Puebla de las Mujeres. Tanto el sofista heleno como Concha Puerto, la despabilada sacerdotisa laica de esta venturosa ob-ligatio, saben muy bien que la eficacia real de un «chisme» desiderativo -el que da como noticia un deseo- exige dos condiciones principales: una tocante a la persona en cuestión, la pertenencia de la materia del «chisme» a las tendencias de su alma, y otra concerniente a la sociedad por cuyo seno el «chisme» rueda, la oportuna adecuación entre lo que se desea y dice, por una parte, y las posibilidades y vigencias reales -aunque esta «realidad» sea latente, y entonces es mayor el mérito- del grupo social que va a actuar como impersonal potencia coactiva. Gran tirano es el «se» del «se dice», diría Heidegger, incluso para quienes quieren y saben vivir por encima de adocenamientos. Y sin filosofía ninguna, con sólo su despejo, su ingenio, su experiencia, su desenfado y su afán de mando, eso mismo sostendría Concha Puerto, eficaz gobernadora de la fuerza social del «se dice» en Puebla de las Mujeres.

2) El campo sociológico que Puebla de las Mujeres ofrece al considerador atento es una superficie más o menos plana. Todos sus personajes pertenecen al mismo nivel social, y muy llana y desembarazadamente, sin ascensos ni descensos de importancia, por ese nivel corre y opera el decir colectivo que constituye el nervio de la comedia. El genio alegre, en cambio, nos presenta un mundillo social con cimas y profundidades; si se quiere, con clases. Tal vez no llegue a ser puro e inútil pasatiempo un rápido examen de la visión quinteriana de ese mundo. Tal vez El genio alegre -típica comedia para el plácido divertimiento de la burguesía acomodada de nuestra belle époque- nos permita entrever una parte de los ideales del público que la aplaudió.

Debo advertir que, como criatura teatral, El genio alegre no puede compararse con Puebla de las Mujeres o con El patio. Pertenece, a mi juicio, a lo más endeble del teatro quinteriano, y su convencionalidad cómica corre parejas, en punto a inconsistencia, con la convencionalidad dramática de Malvaloca. Pero yo no la he elegido ahora por su calidad, sino por su valor documental; y éste, sin duda alguna, lo tiene. Desde un punto de vista sociológico, ¿qué es El genio alegre, sino un microcosmos de la utópica Andalucía rural que de consuno pedían la comodidad y el deseo de los autores y su público?

La acción escénica de la comedia tiene como marco cierta casa noble y rica de Alminar de la Reina, villa andaluza situada, por lo que de pasada se nos dice, entre Sevilla y Granada. De ordinario la habitan doña Sacramento, marquesa de los Arrayanes, dama apacible y señorial, y don Eligio, administrador de la hacienda de la marquesa y burda caricatura grotesca de una persona. (Un buen «test» para conocer la mentalidad de un autor teatral: la condición y la índole de los personajes a que halaga y de los personajes con que se ensaña, aunque, en este caso, la saña sea irónica y bondadosa.) De cuando en cuando cae por el palacio Julio, hijo único y único heredero de la marquesa: mozo simpático, alegre, calavera, despejado, vago y juerguista (curioso cambio semántico el de la palabra «huelguista», cuando en virtud de una leve mutación prosódica se convierte en «juerguista»); pero, eso sí, de buen corazón. En él opera y triunfa ese «genio alegre» que constituye el alma de la comedia y arrolladoramente pugna con el severo y tradicional sosiego de la casa de Arrayanes. Pero quien realmente protagoniza tan alegre genialidad es Consolación, sobrina de la marquesa y prima de Julio, damita en quien parece centrarse la dilección de los comediógrafos; porque a su clara alegría de arroyo, a su garbo ingenioso y a su cordial y fluyente generosidad une -¡ahí es nada!- su condición de lectora de Bécquer, Campoamor, Valera, Taboada, Galdós y... Daudet. Como dicen en ciertos países de Hispanoamérica, una mujercita «muy dije». ¿Necesitaré decir que Julio y Consolación se enamoran mutuamente sin pérdida de tiempo, y que el «genio alegre» se impone al fin en el palacio de la marquesa de Arrayanes?

Cuatro círculos y otros tantos niveles integran el mundillo de Alminar de la Reina, según la pintura que de él nos brinda El genio alegre. El primero, el de los «señores». Éstos pueden residir en su palacio rural o circular por Sevilla, Granada o Madrid, descansan de ordinario en los buenos oficios de su administrador y cumplen, muy holgadamente con su deber social tratando con amabilidad o campechanía a quienes les sirven, atendiéndoles con llana condescendencia ocasional en las situaciones extremas de la vida (bodas, entierros, bautizos, enfermedades graves) y derramando sobre ellos, bajo forma de fiesta, su tan comprensible alegría de vivir. Nada más revelador que uno de los arrebatos «sociales» a que se entrega el genio alegre de Consolación. Un día va en grupo a la iglesia del Carmen, sube al campanario, se inflama de alegría contemplando desde allí el campo y siente en su alma la necesidad de llevar algo de esa alegría a quienes lo trabajan: «quise yo -dice luego- llevarles, comunicarles mi bienestar a aquellos campesinos, alegrar su trabajo penoso, hacerlos descansar un instante siquiera... Sentí el impulso de los momentos buenos, estalló mi corazón en risas y en lágrimas...» Pues bien, ¿qué dirán ustedes que hace esta alegre Consolación? «Ni visto ni oído: sentido y hecho: cogí la cuerda de una de las campanas y empecé a voltearla como si hubiera sido campanera toda mi vida... Y algunos hombres que trabajaban, lejos, levantaron los cuerpos que tenían inclinados sobre la tierra y un buen rato estuvieron mirando hacia arriba; hacia la torre, hacia el cielo.» A la alegría por el campaneo: conmovedor sistema de redención social.

Debo ser más breve en la descripción de los tres restantes círculos sociales. El más elevado de ellos -y, por lo tanto, el segundo en la jerarquía de Alminar de la Reina- está constituido por la mínima burguesía de las villas que la de El genio alegre ejemplifica: propietarios menores, el médico, el boticario, el registrador, los menestrales distinguidos. Por debajo de él, pero más próximo físicamente al sol vivificante de los «señores», está el minúsculo grupo que componen los servidores inmediatos de éstos: criados, jardineros, amas de cría jubiladas o en ejercicio, antiguos mayordomos, etc. La obligación suprema de todos ellos es la lealtad; su recompensa, una beneficencia más directa y efectiva que el campaneo transfigurador antes descrito. Y por fin, el nivel suburbano de la gañanía. De ella ha salido Lucio, mozo listo y decidor. «Me da a mi er corazón -le dice Ambrosio, antiguo mayordomo- que tú vas a vorvé mu pronto a agarrá el arao Y Lucio contesta: «¿Yo? ¿Por qué? ¿He hecho yo arguna cosa mala?» «Zi usté me mandara a mí ar cortijo, me tiraba ar pozo er día menos penzao, por no verme ayí», declara Lucio a la marquesa; y ésta le responde: «Si no te enmiendas pronto, a la gañanía volverás.» Tal es la común estimación de la gañanía en la sociedad de Alminar de la Reina, según, el testimonio de los hermanos Álvarez Quintero, sus cronistas.

¿Qué es en rigor esta pintura, la copia fiel de una realidad o la expresión de un deseo? ¿Qué relación existe entre esta Andalucía pintada y la Andalucía real de la época en que los Quintero escribían? Buen tema de meditación para cuantos quieran entender de veras la historia contemporánea de España.






ArribaAbajoPío Baroja


ArribaAbajoBarojiana visita a Baroja

Hay hombres que hablan como libros, y libros que hablan como hombres, solía decir Unamuno. La contraposición es tan ingeniosa como cierta; pero siempre, afinando el oído, se llegará a oír en las páginas de un libro la voz personal de quien lo escribió. Aunque esa voz no hable sino «como un libro»; aunque su tema sea la Geometría o el Derecho procesal. La obra literaria expresa de algún modo la vida de su autor y, a la vez, reobra sobre esa vida, configurándola desde dentro y desde fuera de ella. No es preciso para esto que las criaturas de ficción se rebelen tan expresa y formalmente contra su creador como el exigente Augusto Pérez, de Niebla, o como los bravíos personajes de Pirandello.

Mas no siempre es de igual intensidad la conexión entre la vida creadora y la vida creada. Hay autores que parecen señorear su propia obra: mandan sobre sus personajes como un déspota antiguo, no conviven con ellos, y para el lector son hombres distantes, encumbrados, fríos. Otros, en cambio, apenas difieren de las criaturas de su pluma. Acaso en su vida real no salgan jamás de la estancia en que diariamente sueñan y escriben; acaso pasen por misántropos entre las gentes que les rodean y leen; pero quienes dentro de esa estancia llegan a verles y tratarles, pronto se sienten inmersos -primero como espectadores, luego como personajes- en el seno de la obra literaria que allí ha cobrado existencia escrita. Ajeno al mundo de los intereses cotidianos, el autor vive y hace vivir a los demás en otro, quizá menos interesado y más real, que su fértil imaginación ha sabido crear.

A este segundo linaje de escritores perteneció en los últimos años de su vida el novelista Pío Baroja. El ámbito físico del escritor no rebasaba entonces los límites de un piso decorosamente burgués de la calle de Ruiz de Alarcón; pero dentro de esos límites, y a través de figuras y acciones muy distintas de las novelescas, no era difícil encontrarse con el cambiante y abigarrado mundo humano de los Fernando Ossorio, Andrés Hurtado, Martín Zalacaín y Eugenio Aviraneta. Por esto me ha parecido oportuno rememorar su ingente obra novelística, no comentándola críticamente a la manera de los doctos en ciencia literaria, sino describiendo con rigurosa objetividad, como lo haría un «visitador social» modesto y concienzudo, el fragmento de vida que en ese piso de la calle de Ruiz de Alarcón me fue dado contemplar.

Tuve yo mi primera y única entrevista personal con Baroja en las últimas semanas de 1953. Había intentado relacionarme directamente con él años antes, con motivo de la publicación de mi Generación del Noventa y Ocho. Le envié el libro con una dedicatoria incitante al diálogo -no se olvide que él negó siempre la existencia de tal «generación»-, y no obtuve respuesta. Mas cuando a fines de 1953 fue presentada mi candidatura a la Academia Española, y a sabiendas de que el gran novelista no concurría a sus sesiones desde 1936, sentí muy vivos el deseo y el deber de visitarle, para conversar con él, si esto era posible, o cuando menos para dejarle, con una tarjeta, el testimonio de mi vieja admiración de lector. He aquí el resultado de mi intento.

Llegué con buen ánimo al piso de nuestro hombre, y sin saber todavía cómo podría yo iniciar mi conversación con el esquivo académico, oprimí el botón del timbre un segundo antes de que empezase a sonar, al otro lado de la puerta, el del teléfono del propio don Pío. La llamada telefónica prevaleció arrolladoramente sobre la mía, y el novelista, que, como luego pude comprobar, estaba solo en su casa, acudió sin demora a contestarla. Su voz era firme, y la flaca tabla de la puerta del piso no me impedía oírla muy clara y distintamente.

«-¿Qué dice? Sí, sí, señorita, yo soy Pío Baroja... ¿Por quién me pregunta usted?... ¡Si no le conozco! He leído poco de él, y lo poco que he leído nunca he llegado a entenderlo... Pues no sé qué decirle. Fíjese. Aquí, junto a mi casa, han pintado en una pared una frase suya: "Lo que no es tradición es plagio." ¿Usted lo entiende? Yo, desde luego, no... Pero como la pintura es mala, el agua y el aire han borrado algunas letras, y ahora se lee: "Lo que no es adición, es agio." Esto ya lo entiendo más... Pues mire, siento no poder decirle otra cosa... Adiós, adiós.»

Tras estas palabras, nuevo silencio y nuevo timbrazo mío, esta vez con pleno éxito. Me abre la puerta el propio Baroja -ya he dicho que estaba solo- y me invita a entrar sin preguntarme quién soy. «Aquí de mi tarjeta», digo yo para mi coleto.

-¿Me permite, don Pío, que me presente a usted con esta tarjeta?

-Démela. Pero espere a que busque mis gafas. Desde hace tiempo ya no puedo leer sin ellas.



Con mi tarjeta en su mano, don Pío busca en vano sus gafas por el vestíbulo, el comedor y el saloncito en que recibe a sus visitas. Al fin desiste, deja la no leída cartulina sobre la mesa del comedor, ocupa su sillón habitual y, olvidándose de que no me conoce, me invita a sentarme junto a él. Lo hago, y la conversación se inicia.

-Don Pío, tendré que presentarme de viva voz. Mi nombre es Pedro Laín Entralgo.



En los ojos azules de Baroja -ojos claros y vivos; lo mejor, sin duda, de su rostro-, brilla la sorpresa, que pronto se resuelve en una suerte de lúdica picardía infantil.

-Entonces, ¿es usted el rector de la Universidad de Madrid?

-El mismo -le respondo.



Y él, tras un segundo de pausa:

-¡Coño, pues es usted un tío de mucha representación social! Yo pensaba que usted llevaría una barba, hasta aquí -me dice, poniendo sobre su esternón el borde de la mano.

-Mire, don Pío, alguna razón tiene usted. Llevo barba, en efecto, pero por dentro.



El rapport, como diría un psicoanalista, ha quedado establecido. Pero ese barojiano modo de establecerlo me ha dado mi ocasión.

-Mi visita, don Pío, tiene dos motivos. Uno, decirle personalmente que han presentado mi candidatura a la Academia Española, aunque ya sé que ahora no va usted por allí. Y el otro, discutir con usted una grave cuestión familiar.



A los claros ojos azules del escritor asoma una alarma tenue e interrogante. ¿Qué puede tener que ver con su familia la familia de este inesperado visitante?

-Sí, don Pío. Porque aunque usted no lo sepa, usted y yo somos algo parientes; contraparientes, como dice el pueblo. Y ya hace años que mi familia tiene un fuerte agravio con usted.



En la mirada de Baroja crecen ahora la extrañeza y la alarma.

(La verdad es que Pío Baroja Nessi fue sobrino de doña Juana Nessi, y ésta, esposa de don Matías Lacasa, hermano de mi abuela paterna: Pedro Laín Lacasa se llamaba mi padre. En el hogar de ese don Matías, fundador y propietario de las panaderías Viena-Capellanes, coincidieron durante meses, hacia 1899 y 1900, mi tía Emilia Laín Lacasa y los hermanos Pío y Ricardo Baroja, «Eran sucios y vagos», nos decía mi tía a sus sobrinos, veinte o treinta años más tarde: ella, siempre tan laboriosa, tan limpia, tan abnegada. ¡Pobre tía Emilia! Quedó soltera, vino a vivir a casa de mis padres, y con mis hermanos y conmigo siguió hasta su muerte, en mayo de 1947, Recio, tierno, entrañable ejemplar de las tantas «tías» españolas que día a día sacrifican toda su existencia a la existencia y la comodidad de quienes están a su lado.)

Yo explico muy sumariamente a Baroja esa lejana razón de nuestro contraparentesco, y añado:

-¿Recuerda usted, don Pío, su libro Juventud, egolatría? Pues en una de sus páginas escribe usted que don Matías Lacasa se creía un águila y no pasaba de ser una gallinácea vulgar. Y tengo que decirle que esto no se lo ha perdonado mi familia.

Suben de pronto la alarma y la perplejidad en el rostro de Baroja. ¿Qué se propondrá este sujeto con sus viejas historias? Pero no tarda en descubrir en mí -en el acento de mis palabras, en el visible juego de mi mirada- un inequívoco fondo de jovialidad, y el viejo rompe a reír. La chispa de la picardía adolescente luce de nuevo en sus ojos. No, no soy un Capuleto frente a un Montesco. Pese a la tan justificable y remota irritación familiar de mi tía Emilia, Baroja y yo podemos ser, somos ya sinceros amigos, y como tales nos disponernos a conversar.

En esto, suena de nuevo el timbre del teléfono. Don Pío hace ademán de levantarse. Para evitarle la molestia, yo me adelanto, tomo el auricular y escucho:

-Oiga, ¿es ahí donde vive la Paca?



Ahora la perplejidad es mía. Apoyo el micrófono contra mi pecho y digo al dueño de la casa:

-Don pío, debe de tratarse de una confusión. Preguntan si es aquí donde vive la Paca.

-Sí, sí, aquí vive. La Paca es la chica que me sirve, y hace un par de días ha ido a su pueblo porque le escribieron, que su madre estaba mala. Pero la madre ya está mejor, y mañana regresa la Paca a Madrid.



Así, muy fielmente, lo hago saber al amigo de la Paca, y vuelvo a mi asiento.

Don. Pío me habla de Valle-Inclán y de Unamuno. Él, Baroja, es un imaginativo, y ahí está su obra para demostrarlo. Pero el imaginativo cree con toda seriedad que en el fondo es un biólogo malogrado -«Darwin, y Claudio Bernard: aquéllos eran hombres grandes»-, y desde ese espejismo de una mentalidad científica y positivista dispara sus dicterios contra el autor de las Sonatas. Unamuno, por su parte, era un ególatra empeñado en leerle a uno los largos escritos que en sus viajes a Madrid traía desde Salamanca.

-Y, a la vez, un funcionario. No como yo, que siempre he sido independiente y libre. Un día, en el Ateneo...



Lo que ahora suena no es el teléfono, sino el timbre de la puerta. Abro yo, y entra conmigo en el saloncito un hombre de edad indefinida, aunque ya no escasa, y de atuendo modesto.

-Buenas tardes, don Pío -le dice, y se sienta a su lado con la familiaridad del visitante asiduo.

-Buenas tardes -contesta Baroja.



No me lo presenta y no le dice mi nombre. Yo retorno a mi silla, y la conversación, sigue como si nadie hubiese llegado. En ella surge Unamuno, de nuevo, y lo que una vez, en el Ateneo de Madrid, dijo públicamente Baroja.

-No, no, don Pío -le interrumpe el visitante-. Eso no fue en el Ateneo donde lo dijo usted, sino en la Casa del Pueblo.



El hombre da precisiones y detalles con largueza. De la vida de Baroja sabe más que el propio Baroja. Y a través de recuerdos truncos, siempre corregidos y ampliados por la hiperbarojiana, indeficiente memoria de nuestro contertulio, va deslizándose el tiempo. Un deber me llama en otra parte, y me despido cortésmente. Nunca he sabido, nunca sabré quién era aquel fidelísimo amigo de Baroja. A éste ya no volví a verle hasta una fría mañana del invierno de 1956, cuando su cuerpo, empequeñecido por la muerte, era una pavesa pálida al lado del viviente corpachón sanguíneo de Hemingway, y un reducido grupo de amigos silenciosos se disponía a acompañarle al cementerio.

Aquí está, lector, el hombre Pío Baroja. Y junto a él, hecha vida real, la vida humana que él en sus novelas imaginó. Todo en el cuadro es barojiano: el carácter saltón, interminado e imprevisible de la acción vital; un despliegue de la existencia en que la libertad parece espontaneidad pura, a fuerza de ser actual e indeliberada; el encanto primario, casi no inventado, de una vivacidad incoercible. Aunque el dolor y la miseria sean, en ocasiones, temas principales de su pluma, Baroja no puede ser escritor dramático -y menos a la manera engolada o pedante de los que quieren serlo-, porque lo dominante y decisivo en sus páginas es siempre el latido de una vida que nunca cesa y nunca se rinde. Baroja, sugestivo testigo y creador de vida humana en acto: tal es y seguirá siendo la fuerza imperecedera de su mensaje literario, tal fue la lección leve e inasible que dejó en mi alma mi único contacto directo con su persona.

Y en el centro del cuadro, el propio Baroja: el Baroja estimador de las gentes sencillas y humildes, y minimizador, a veces hasta la injusticia, de quienes quieren vivir socialmente dando a la figura de su persona cierto ademán de personaje: Ors, Valle-Inclán y Unamuno, en el curso de esa visita inolvidable. Pero la tan palmaria injusticia del Baroja crítico no era consecuencia de saña o de resentimiento. Nítidamente pude verlo yo en la alegre lumbre de sus ojos aquella tarde de diciembre. Apeando a los egregios desde la altura de su prestigio social hasta el nivel de una anécdota trivial y cotidiana, ¿qué fue en el fondo Baroja, sino un chico que se divierte y se las echa de «terrible» pinchando el globo de una reputación o denunciando el esfuerzo por alcanzarla? Dos docenas de novelas a la altura de las mejores del siglo XX ; y, a través de ellas, como dándoles sentido biográfico, los ojos azules y claros de un viejo adolescente que sigue mirando con avidez el mundo en torno y juega una y otra vez a la tentadora picardía de ser osado. Algunos libros y una mirada: esto será siempre para mí el recuerdo de aquel hombre que pasó escribiendo invenciones y recuerdos sesenta años de su vida y a quien todos llamaban Pío Baroja o, más breve y amistosamente, don Pío.






ArribaAbajoAzorín


ArribaAbajoEl mismo, pero de otro modo

Pasa y pasa nuestra vida. El niño que fuimos se hace mozo, y este varón adulto, y bien pronto el varón adulto se trueca en anciano incipiente o decrépito. Se hace mozo el niño, decimos. Entonces, éste, el niño que éramos, ¿deja enteramente de ser? ¿O habremos de decir que ese niño, más que hacerse otra cosa, se nos hizo a nosotros esta otra cosa, dio forma y vida más o menos nuevas a un alguien que siempre, a veces sin nosotros saberlo, ha sido en nosotros el mismo? Pasa y pasa nuestra vida, y su pasar inexorable va cambiando nuestros gustos, nuestras opiniones, acaso algunas de las convicciones que en nosotros parecían ser más profundas. ¿Llegará así a hacerse otro hombre el hombre que fuimos?

En plena madurez, a los cuarenta y cinco años de su vida, Unamuno vuelve a contemplar el cuartito bilbaíno donde había pasado tantas y tantas horas de su adolescencia y su juventud primera. Poco más tarde se mira atentamente a sí mismo y escribe:


No logro asir aquel que fui, soy otro...
Pienso, sí, que era yo, mas no lo siento.
[...]
Se me ha muerto el que fui; no, no he vivido.
Allá entre nieblas,
del lejano pasado entre tinieblas,
miro como se mira a los extraños
al que fui yo a los veinticinco años.

No en su madurez plena, ya en la linde misma de su senectud, nuestro Azorín reconstruye memorativa y literariamente la ciudad en que medio siglo antes él había comenzado a mover su pluma; la Valencia de tantos artículos periodísticos donde, en un estilo que hoy nadie llamaría azoriniano, hierven de consuno la crítica social y la impaciencia por ver socialmente renovado el país a que como escritor y ciudadano pertenece. No la ve, la imagina. ¿Cómo será esta Valencia imaginada? ¿Cómo, respecto del mozo que antaño vio y vivió la ciudad, el casi anciano que hogaño la rememora? Sus palabras no pueden ser más azorinianas, ni más diáfanas: «Todo pasa y todo cambia. La vida es la muerte. Somos otros, y es otra, por lo tanto, Valencia.» Lo mismo, páginas adelante, adivinando la actitud íntima de Luis Vives ante la constante atracción de la patria que hace años dejó: «Y llega un momento en que... somos otros.» Somos otros. Terrible expresión, enteramente análoga a la de Unamuno ante el recuerdo del joven que a los veinticinco años él había sido. ¿Será esto cierto? Entre el Azorín incipientemente senecto que recuerda la Valencia de 1890 y el José Martínez Ruiz que en tomo a ese año ha escrito breves ensayos críticos llamándose a sí mismo «Ahrimán» o «Cándido», ¿no habrá más continuidad que la de un secreto hilo cristalino, capaz de decir en todo momento, eso sí, «Yo soy yo mismo», pero susceptible de adoptar los colores más distintos y de albergar las comedias o los dramas entre sí más diversos? Cada hombre es idem sed aliter, «el mismo, pero de otro modo», se nos ha dicho reiteradamente. Después de leer a este Unamuno y a este Azorín, según los cuales «somos otros» por obra del inexorable discurrir y cambiar de nuestra vida, ¿habrá que afirmar que cada hombre, salvo un soterraño, ideal y neutro hilito cristalino de su realidad personal, va siendo non idem, sed alter? Como quien no quiere la cosa, he aquí que estos dos sensibles memoriosos de sí mismos nos plantean un tremebundo problema antropológico: el problema de la identidad de la persona a lo largo del tiempo.

A la manera de una máscara del viejo Carnaval, el Azorín de Valencia nos dice, respecto de otros momentos de sí mismo: «Soy otro, soy otro.» O sea: antaño fui un hombre escritor llamado «Ahrimán» y «Cándido», luego otro hombre escritor que firmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro, Antonio Azorín, y poco más tarde otro, Azorín a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer o alguien más o menos nuevo respecto del que antaño publicó Castilla, Al margen de los clásicos, Un pueblecito y Una hora de España, y a poco estrenó Old Spain, Brandy, mucho brandy y Lo invisible. Todos ellos esencialmente distintos entre sí, todos entre sí «otros», todos sucesivamente justificantes del «Somos otros» con que, no como plural mayestático, sino a manera de tesis, dará comienzo en 1941 la delicada rememoración titulada Valencia. Repetiré esa tesis: non idem, sed alter.

Tal es, por lo demás, la visión de la biografía personal y de la vida literaria de Azorín que muy bien podemos llamar canónica. Primero, el joven contestatario y exigente, el rebelde literario y social de Buscapiés, La voluntad y Los pueblos; ese que todavía en 1913, cuando ya ha hecho su inesperado volatín político hacia La Cierva, recibe en Aranjuez famoso homenaje y afirma -rescoldo del «Ahrimán» de veinte años en el «Azorín» de cuarenta- que «la estética no es más que una parte del gran problema social». Más tarde, otro Azorín: un varón maduro entre conformista y distante, renovador insigne de la prosa castellana y magistral inventor de una nueva, penetrante, finísima sensibilidad ante los clásicos, el paisaje, la vida pretérita y el inexorable fluir temporal de la existencia humana. Con su enorme talento, con su rica y precisa documentación, tantas veces por vez primera usada, con su delicada y profunda capacidad de comprensión, eso viene a sostener José María Valverde en su Azorín, importante libro y texto ya indispensable para acercarse a un conocimiento cabal del autor por él estudiado. Eppur si muove, dicen que dijo Galileo respecto de nuestro planeta. Eppur rimarte, cabría decir, por antífrasis, del catilinario escritor que compuso La voluntad en 1902 y Los pueblos en 1905. Dejadme esbozar en tres puntos -sólo esbozar; la ocasión no da para más- una demostración de esa arriesgada y tal vez escandalosa tesis.

Primer punto: el contenido secreto de Una hora de España. ¿Qué es este libro? Indudablemente, una serie de cuarenta preciosas viñetas, precedidas por un preámbulo de circunstancias y rematadas por un epílogo confesional, en las cuales es sutilmente evocada, como a través de cuarenta ventanitas diversas, la vida española entre 1560 y 1590. Pero algo más es y debe ser para nosotros Una hora de España; porque una de tales viñetas, la titulada «El viejo inquisidor», nos muestra la dualidad del espíritu de su autor cuando compuso ese inolvidable tesorillo de nuestra literatura. En 1924, Azorín -cincuenta y un años- es ya definitivamente y para todos el segundo Azorín que con tanta brevedad acabo de diseñar. Así lo ha reconocido poco antes, eligiéndole miembro suyo, la Real Academia Española. Sí; pero la matizada estampa de ese viejo inquisidor... La recordáis, sin duda. Ordenado de clérigo después de viudo, el viejo inquisidor tiene un hijo al que adora: un garzón reservado, inteligente y soñador, que después de estudiar Medicina en Salamanca ha pasado dos años en París y en Flandes y ha regresado al lar paterno. Hace una hora, revolviendo las ropas de su hijo, el padre descubre entre ellas algunos libros de doctrina herética. Sobre su mesa de trabajo están cuando Azorín nos describe la escena: «El hijo ha salido esta tarde a dar un paseo por el campo; de un momento a otro va a volver. Ya se escuchan pasos en el corredor. El viejo comisario se estremece. No son éstos los pasos del hijo. Torna el silencio. Poco después resuenan otros pasos. Y éstos, sí, éstos son los del hijo. Los pasos del hijo se oyen más cerca. El viejo caballero, instintivamente, sintiendo una dolorosa opresión en el pecho, se levanta. Una mano acaba de posarse en el picaporte de la puerta. La puerta se está abriendo...» Nada más; aquí termina el relato azoriniano. ¿Qué va a suceder luego? Nunca lo sabremos. Pero yo me atrevo a suponer que en esa escena hay, muy suavemente esbozados, dos Azorines; porque el viejo y estremecido inquisidor es, como diría un psicoanalista freudiano, el «ideal del yo» del Azorín conservador, y su hijo, ese mozo idealista, inquieto y sediento de reformas, el pálido recuerdo del José Martínez Ruiz preazoriniano, aquel que escribía para El Pueblo en las madrugadas de Valencia, y para El País en las madrugadas de Madrid, aquel otro que por encargo de El Imparcial había recorrido, libretita en mano, los caminos manchegos de don Quijote y los pueblos de «la Andalucía trágica». Sin aquel ideal del yo -un adaptado, un conformista en quien operan con fuerza la sensibilidad y la misericordia-, el Azorín de 1924 no pasaría de ser un vulgar diputado ex conservador bajo el poder de una recién nacida Dictadura, sin este joven inquieto y rebelde todavía dentro de su pecho, no hubiera seguido siendo lo que pese a todo -sí, pese a todo: silencios, blanduras, evasiones, elogios de ocasión, ambiguas obsequiosidades de boquilla- él, José Martínez Ruiz, azorín, será hasta su muerte en la más recatada soledad y en la más decorosa pobreza. «¡Admirable Azorín, reaccionario ― por asco de la greña jacobina!», dicen dos versos famosos de Antonio Machado. Famosos, pero, en mi opinión, discutibles. Más certeros creo yo los que integran el segundo cuarteto del soneto que el propio Machado dedicará algo más tarde a su grande y eminente amigo:


¿Cuya es la doble faz, candor y hastío,
y la trémula voz y el gesto llano,
y esa noble apariencia de hombre frío
que corrige la fiebre de la mano?

Y quien ponga en duda la validez de mi estimación, que lea con atención el «Epílogo ante el mar» de Una hora de España: «Artistas y sentimentales, nos sentíamos atraídos por el espectáculo del pasado; obreros de la inteligencia, modestos obreros de la inteligencia, nos sentimos arraigados en el mundo moderno.» Exquisito revividor del pasado, arraigado ciudadano -secretamente, a veces, a fuerza de arraigado- del presente y el futuro. Ahí está, hecha volandera confesión, una de las claves de Azorín.

Segundo punto: la reducción al absurdo, por obra del propio Azorín, de ese «Somos otros» de su Valencia. «Ahrimán», «Cándido», José Martínez Ruiz, «Azorín»; he aquí, según la convención hoy tópica, los cuatro «otros» sucesivos del hombre escritor cuyo centenario celebrarnos. Pero esos cuatro nombres no pasan de ser una reducida parte de los que para bautizar a sus encarnaciones literarias nuestro hombre escritor ha ido inventando. Leed en Superrealismo los capítulos «El nombre», «Barajar» y «El espejito». Azorín, autor del libro, duda acerca del nombre del personaje que en la novela va a hacer su memorativo viaje literario a Monóvar. ¿Joaquín Albert? ¿Diego Bellod? ¿Tomás Verdú? Cualquiera, porque todos serán Azorín y porque Azorín irá siendo cada uno de ellos, el que por azar haya elegido. «Yo, el protagonista, ¿soy usted? -Cabal.» Y poco después: «Usted me crea, y luego, en lugar de parecerme yo a usted, es usted el que intenta parecerse a mí. -Cosa rara; rarita, rarita...» Deteneos luego en ciertas páginas de Sintiendo a España, ¿Cómo no advertir que Silvino Poveda, el dueño de «El Secanet», es un nuevo trasunto literario de Azorín? Llegad, en fin, a las Memorias de nuestro autor. Ya en la cima de sus setenta años, Azorín siente la íntima necesidad de ofrecer al público una gavilla de recuerdos y confidencias; va a hablar, en suma, no de lo que ha visto, como en Madrid y en Valencia, sino de lo que ha sido. De lo que ha sido, ¿quién? ¿José Martínez Ruiz? ¿Azorín? No. De lo que ha sido X. «En estas cuartillas me propongo describir los gestos y dichos de X.» Y a las pocas líneas: «Será, pues, mi libro una de esas anas que en otras partes se estilaban tanto: Menagiana, Sorbierana, Scaligeriana En suma, una Equisana. Y el tío Pablo, el don Pablo de Doña Inés, ¿no es en buena parte el mismísimo Azorín? Con muy fina inteligencia y muy indudable acierto, Luis Felipe Vivanco ha aplicado a la comprensión de Azorín la entre irónica y grave doctrina machadiana de «los complementarios». Pero yo creo que hay que ir un poco más allá y ver en todos estos personajes azorinianos, comenzando por el propio Antonio Azorín, más aún, llegando hasta el «Ahrinián» y el «Cándido» de la primera mocedad, no fragmentos o gajos de la unitaria y total realidad del hombre escritor a quien todos llamamos -porque él así lo quiso- Azorín, sino modos particulares de ser hombre, el hombre múltiple que él quiso ser para ser él mismo. Que él quiso ser; que él inventó; que él soñó. Con lo cual, sin proponérselo, vino a reducir al absurdo ese radical «Somos otros» de su Valencia. Más todavía: a un absurdo entre lúdico e irónico, porque Azorín -léase de nuevo Superrealismo- finge la inteligentísima broma de dudar entre uno y otro de los personajes en que, siendo ya Azorín, habiéndose acuñado a sí mismo como Azorín, piensa otra vez autorrealizarse, y ya no la broma, sino el bromazo de discutir su personal identidad con el personaje al fin elegido. No un non idem, sed alter, sino, como cada quisque al ir viviendo, idem, sed aliter. No el radical «Somos otros», sino el matizado «Somos de otro modo»; un «otro modo» en el que se mezclan, muchas veces indiscerniblemente, la realidad y el ensueño, y en cuyo fondo está, misterioso, inaccesible, constante, el X. de su Equisana.

Tercer punto: si a lo largo de su vida pública y literaria Azorín fue «el mismo, pero de otro modo», ¿cuáles fueron la índole y la clave de esa personal mismidad íntima de Azorín? Le estoy recordando en los últimos años de su vida: un rostro impasible, unas veces más céreo, otras más rosado, y en él unos ojillos que le miraban a uno no se sabía desde dónde. No nos conformemos con esa insipiencia, sin embargo, y sigamos preguntándonos: ¿desde dónde se miraban los ojos del anciano Azorín? sirvan de vía de acceso hacia la respuesta las frases de este breve florilegio confesional: «Lucha de la realidad imaginada con la presente... Resignación final a vivir y gozar el recuerdo, la realidad pasada, y no la visible» (Superrealismo); «Para mí ni hay presente, ni futuro, ni pasado: todo es presente... Mi ideísmo absoluto» (Memorias); «Siempre he querido estar en el fondo: el fondo del tiempo, de las cosas y de las gentes» (Memorias); «La realidad no importa; lo que importa es nuestro ensueño» (La voluntad); «De la realidad -así Cervantes en El licenciado Vidriera- pasamos al pleno ensueño. Y tal vez ese ensueño es la más auténtica realidad» (Tomás Rueda); «En su juventud (X.) fue inquieto; en su vejez, sosegado» (Memorias).

¿Cuál fue, según todo esto, la más auténtica mismidad personal del hombre escritor Azorín? Saltando atrevidamente de la pesquisa al resultado y de la hipótesis a la tesis, tal vez podamos formular una respuesta perentoria diciendo esto: Azorín fue, y en forma químicamente pura, un escritor; frente a la realidad, el escritor la ve y la sueña, de tal manera que en la visión siempre hay ensueño (por tanto, proyecto de reforma) y en el ensueño siempre hay visión (por tanto, experiencia de lo visto); la proclamación de sus proyectos de reforma viene a ser para el escritor, si éste, como Azorín, lo es de un modo químicamente puro, lo que su barricada o su discurso de masas puedan ser para el hombre de acción; la formulación de sus ensueños es para él, en cambio, el noble disfraz literario de la resignación, cuando aquello que en la realidad es hecho bruto, experiencia inmediata, le muestra la impotencia y el fracaso de sus proyectos de reforma. Así visto el hombre escritor Azorín, desde el «Ahrinián» de El Pueblo hasta el X. de Memorias, ¿no es cierto que su mismidad oscila entre dos polos, uno en el cual predominan la crítica -«el feroz análisis de todo», dirá luego- y el vehemente proyecto de reforma, otro en el que casi en exclusiva prevalecen la intuición literaria del fondo de la realidad y el ensueño, literario también, de ese fondo? Predominan, casi en exclusiva prevalecen; no más; porque, bajo forma de utopía, algún ensueño había en los artículos panfletarios de la primera juventud de Azorín y, bajo capa de alusión, algún anhelo de futuro más justo puede ser descubierto en sus páginas de la madurez y la senectud. «Nosotros, que amamos a España con todo nuestro amor, porque hemos estudiado su historia y estamos compenetrados con sus anhelos, trabajemos, poco o mucho, cada cual en su esfera, modesta o prestigiosa, por que sea venida esa era de justicia que Pío Cid ansiaba con ansia tan grande y generosa.» Pertenecen estas palabras al discurso que el entonces recién nacido Azorín leyó en un homenaje del Ateneo de Madrid a Ángel Ganivet. No quiero dármelas de adivino. Pero me atrevo a pensar que eso mismo sentía Azorín, sin palabras y sin ideas, cuando el día 2 de marzo de 1967 sus ojos se cerraron para siempre.

Con bien hermosas palabras, Dámaso Alonso acaba de recordarnos que los españoles actuales debemos a Azorín no poco de lo mejor de nuestra sensibilidad frente a la literatura, la historia, el paisaje y la fluyente realidad de la vida cotidiana de España. Con su obra, Azorín ha mejorado nuestra calidad, nos ha hecho mejores. Que a este gran creador de belleza y sensibilidad, a este oscilante y constante, a este uno y diverso, a este chapado y contrachapado Azorín, lleguen hoy nuestro recuerdo, nuestra gratitud, nuestro aplauso.






ArribaAbajoAntonio y Manuel Machado

Díptico Machadiano



ArribaAbajo Intimidad y pueblo en la obra de Antonio Machado

La dualidad. Entre tantos posibles, leamos de nuevo dos breves fragmentos poéticos de Antonio Machado; los dos sabidos, consabidos, archisabidos por todos los hispanohablantes cultos; los dos machadianos, intramachadianos, archimachadianos. Procede el primero de Soledades:


«En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón.»

Y poco después:


Mi cantar vuelve a plañir:
«Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada.»

Sencilla, honda, suave y punzantemente comunicativa, la palabra de un hombre-poeta nos dice que para él, al menos para él, la empresa de vivir con plenitud personal su condición humana sólo es hacedera cuando la pasión, en definitiva el amor, con el inexorable reverso de dolor que todo amor lleva siempre consigo, se halla clavada como ambivalente espina entre las más íntimas fibras del corazón.

Pertenece el segundo a Campos de Castilla:


Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería.
Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar.
Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía.
Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar.

No es el vacío de una espina dolorosa, aunque imprescindible y compensadora, lo que el hombre-poeta siente ahora, en su corazón. Lo que ahora le acontece es algo mucho más grave. Herido, golpeado en lo más profundo de su intimidad por la muerte física de la persona a quien él más amaba, ese hombre-poeta se siente en total soledad frente al mar -el mar, nombre metafórico de la muerte en tantos y tantos versos de Antonio Machado- y canta sin levantar la voz este áspero sentimiento: que él, precisamente él, el intransferible «yo» titular de su personalidad y de su vida, se encuentra solo en la zona más radical de sí mismo. Solo, sí, porque ni la perspectiva de una muerte que no sabe a dónde le conduce, ni la incierta entidad de ese «Dios desconocido» a quien se endereza su imprecación poética y patética, pueden en verdad acompañarle.

Mil otros textos semejantes podrían ser transcritos y glosados. Y tras la fácil faena de copia y glosa de todos ellos, una interrogación ineludible. Ésta: «Antonio Machado, ¿poeta -genial poeta- de la intimidad personal, cantor tan sencillo como insuperable de cuanto él siente y descubre en las galerías de su propia alma?» Sin duda. Pero, a continuación, otra pregunta tan ineludible como la anterior; «Ese hombre-poeta Antonio Machado, ¿es todo el hombre y todo el poeta que Antonio Machado fue?»

Más fragmentos, en verso o en prosa, de nuestro don Antonio. Por ejemplo, el arranque de un poemilla que él llama «Coplas españolas», anterior a 1936:


¡Ay quién fuese pueblo
una vez no más!

O el tan significativo apóstrofe central de «El quinto detenido y las fuerzas vivas», clave ideológica del poema entero:


¡Oh, santidad del pueblo! ¡Oh, pueblo santo!

O esta breve prosa, en la cual habla el Juan de Mairena posterior a 1936: «Si alguna vez tuviereis que tomar parte en una lucha de clases, no vaciléis en poneros del lado del pueblo.» O esta interrogación sociológico-poética, no poco anterior a nuestra guerra civil: «¿Cabe una comunión cordial entre hombres que nos permita cantar en coro, animados por un mismo sentir?»

Y tras estas inequívocas palabras, el imperativo mental de dos desazonantes cuestiones nuevas, no sabemos si complementarias o excluyentes de las anteriores. La primera: «Antonio Machado, ¿buscador, pasada ya su primera etapa intimista, de sentires, temas y modos de expresión en los cuales sea el pueblo quien real y verdaderamente hable?»Antonio Machado, poeta del pueblo, proclama en su mismo título un vigoroso libro de Manuel Tuñón de Lara. La segunda: «En cuanto que poeta, ¿queda el Antonio Machado intimista irrevocablemente desplazado por el más tardío Antonio Machado comunitario y socializador? Pueblo e intimidad, intimidad y pueblo, ¿son acaso realidades inconciliables en la obra de nuestro enorme poeta?»

El eslabón unitivo. Para resolver del modo más satisfactorio nuestra posible perplejidad ante la ardua propuesta, el propio Antonio Machado, bien a través de Juan de Mairena, bien con su propio nombre, acertó a encontrar en plena madurez literaria un concepto y un término perfectamente adecuados a su empeño: el término y el concepto de «otredad», una peculiar idea de la realidad humana y de la relación interpersonal «sin la cual -son palabras suyas, escritas entre 1933 y 1936- no se pasa [no es posible pasar, añado yo ahora] del yo al tú».

Otredad: la condición de «otro» que pasee quien es y no es como uno. Es el otro hombre como yo, en cuanto que es y no puede dejar de ser hombre; no es como yo el otro, en cuanto que, precisamente como tal hombre, es y no puede dejar de ser persona, sujeto intransferiblemente dotado de un cuerpo individual y de intimidad, libertad y responsabilidad propias. Con dos de sus más conocidos poemillas aforísticos, díganos el mismo don Antonio cómo entendió él esas dos complementarias y coesenciales dimensiones semánticas de la otredad.

Por una parte, la tajante advertencia de que el otro, hasta cuando más prójimo -más abierto hacia mí, más donador de sí mismo- en su relación conmigo se me muestra, es siempre para mí y debe serme siempre «otro», intimidad ajena sacralmente respetable:


Enseña el Cristo: «A tu prójimo
amarás como a ti mismo»;
mas nunca olvides que es otro.

A la vez, y como contraste y complemento de tal aserto antropológico-poético, el severo mandamiento de ver ante todo en el otro, incluso cuando más sincero quiere ser conmigo, aquello en cuya virtud él, yo y todos los entes a quienes él y yo podarnos llamar «tú», a la postre, todos los hombres, tanto real como pronominalmente nos decimos y somos «nosotros»:


¿Tu verdad? No, la verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.

Líbreme Dios de considerar a nuestro gran poeta como el críptico esbozo de un maestro de filosofía; pero la verdad es que muy poco después que el Scheler de Der Formalismus in der Ethik (1916) y Wesen und Formen der Sympathie (1923), y que el Martin Buber de Ich und Du (1923), sin el menor conocimiento de uno y del otro, y todos, sabiéndolo o no, tras los Grundsätze der Philosophie der Zukunft (1843) de Feuerbach, Antonio Machado intuye poéticamente que sin «tú» no hay y no puede haber «yo», que en la otredad del otro se funden unitaria e indisolublemente un momento impenetrable (el otro es y no puede ni debe dejar de ser «él mismo») y un momento comunitario (él, yo y todos los hombres somos real y verdaderamente «nosotros» buscando una verdad y un bien que sean la verdad y el bien de todos), y que esa doble dimensión de la realidad de cada hombre exige la no menos real existencia de un, vínculo por obra del cual tal comunión sea posible en el orden de los hechos, no sólo en el orden de las ideas. Él mismo nos lo dice, luego de haberse planteado -recuérdese- el problema de si es o no es posible una lírica comunitaria; una «lírica comunista que pudiera venir de Rusia», escribía textualmente poco antes de nuestra guerra civil. «¿Cabe una comunión cordial entre hombres que nos permita cantar en coro, animados de un mismo sentir?» Y prosigue: «Para resolver este problema es preciso buscar un fundamento metafísico en que esa lírica se asiente, una creencia filosófica, ya que una fe religiosa parece cosa difícil en nuestro tiempo. Sería necesario creer: primero, que existe un prójimo, una pluralidad de espíritus, otras puras intimidades semejantes a la nuestra; segundo, que estos espíritus no son mónadas cerradas, incomunicables y autosuficientes, múltiples soledades que se cantan y se escuchan a sí mismas; tercero, que existe una realidad espiritual, trascendente a las almas individuales, en la cual éstas pudieran comulgar.»

No puedo estudiar ahora cómo la visión machadiana del amor le permite resolver, o entrerresolver, al menos, el sutil problema poético-metafísico que él mismo se ha propuesto, ni cómo su tímida, pero real esperanza en una conversión cristiano-tolstoiana de la Rusia marxista le conduce a ver, a entrever, al menos, sin pensar por ello que la humanidad pueda alcanzar un estado histórico final, el futuro advenimiento de la vida comunitaria en que la poesía así postulada tenga idóneo apoyo social: «se presiente -escribe- una reacuñación cordial del marxismo por el alma rusa, que puede ser cantora lírica y comunista, en el sentido humano y profundo de que antes hablamos». ¿Aegri somnia o sueños de alguien que por ser vate es hombre que vaticina? Como Juan de Mairena diría, «vaya usted a saber». Pero aun dejando de seguir al poeta por esos vericuetos y, por consiguiente, de glosar desde nuestra actual situación histórica cuanto él nos dice, por fuerza hemos de examinar, siquiera sea del modo más sumario, la triple proyección -poética, hispánica, universal- que en la obra machadiana tiene esa tan fecunda idea de la otredad. Con lo cual ya estamos de lleno en el tercer punto de nuestra reflexión.

Consecuencias y perspectivas. Como tan agudamente ha visto José María Valverde, el primer paso del poeta hacia esa plena conciencia de su misión acaece, en los años todavía juveniles de Soledades, cuando concibe y escribe el hermoso y profundo poema cuyo primer verso dice «Oh, dime, noche amiga, amada vieja»; esto es: cuando, consciente ya de lo que para él debe ser y es la poesía, rompe abiertamente con el más alto de los ídolos que la poética del Romanticismo había venerado: la sinceridad. Sí, la sinceridad puede darnos una verdad parcial y ocasional acerca de quien habla, pero no la realidad viva que el poeta quisiera con su verso decir; nos concede a lo sumo uno solo del complejo y fluyente laberinto de espejos en que, mirada en nuestra conciencia o desde ella, acaba resolviéndose la real intimidad de nuestra persona. Al término del poema, la noche, la invocada noche, dice al hombre que lo está escribiendo:


Yo me asomo a las almas cuando lloran
y escucho su hondo rezo,
humilde y solitario... ;
pero en las hondas bóvedas del alma
no sé si el llanto es una voz o un eco.
Para escuchar la queja de tus labios,
yo te busqué en tu sueño,
y allí te vi vagando en un borroso
laberinto de espejos.

Había dicho Baudelaire:


Tête-à-tête sombre et limpide
qu'un coeur devenu son miroir!

Yendo algunos pasos más allá que Baudelaire y abominando, acaso en demasía, del individualismo y el sincerismo que con tanto ahínco había proclamado el siglo de Las flores del mal,


-un siglo de masa y tropa,
y de suspiros amargos,
y de pantalones largos
y de sombreros de copa.
[...]
Siglo disperso y gregario
[...]
que inventó la soledad-,

Machado siente que para él, poeta, la expresión de la intimidad tiene que ser un diálogo entre lo que él en sí mismo percibe y algo que él no puede percibir, pero que es; y un lujo constante hacia lo que espera; y un yo a cuya estructura pertenecen a un tiempo tus conocidos y tus no conocidos. En definitiva, que, en tanto que hombre, el poeta se halla y debe hallarse regido por el esencial principio de la otredad. Con otras palabras: que para ser auténtica, toda la poesía debe ser comunitaria, transpersonal, además de ser íntima y sincera.

En semejante trance verbal, poético y humano, ¿qué hacer? Varias cosas. Por lo pronto, proclamar directa o indirectamente ese hallazgo, unas veces por modo aforístico y sentencioso


-Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón-,

y otras tratando de mostrar poéticamente la estructura de esa buscada no-soledad comunitaria, de una vida convivencial en la que el pueblo no anule a la persona y ésta, la persona, no desconozca al pueblo:


¡Ay, quién fuera pueblo
una vez no más!
Y una vez -¿quién lo sabría?-
curar esta soledad
entre los muchos amantes
como a las verbenas van
(¡albahacas de San Lorenzo,
fogaratas de San Juan),
con el sueño de una
vida elemental.
Tú guardas el fuego,
yo gano el pan.
Y en esta mano de todos,
tu mano en mi mano está;

una vida, en suma, en la cual el hombre llegue a no estar solo mediante estos tres recursos: ser de veras pueblo, hacer libremente lo que en el mundo tenga que hacer -guardar el fuego, ganar el pan- y lograr, precisamente a favor de esa radical libertad suya, que la mano de uno mismo y la mano del otro se junten dualmente en el seno inmenso de la gran mano común.

Algo más, sin embargo, debe hacer el poeta, y precisamente en tanto que tal poeta: inventar una poesía que sin dejar de serlo, sin convertirse en panfleto propagandístico, proclame con eficacia la participación de quien la ha escrito en los dolores, las privaciones, las virtudes y las aspiraciones -acaso no conscientes en los grupos más menesterosos- del pueblo a que su autor pertenezca. ¿Serían de otro modo comprensibles la intención y la letra de Campos de Castilla y, veinte años más tarde, las prosas y los versos con que Antonio Machado, fiel a sí mismo y a su idea de la misión social del poeta, participará en la terrible contienda civil de 1936 a 1939? No será verdaderamente leal con la persona y con el recuerdo de Antonio Machado, quien para entenderle y honrarle no tenga en cuenta, tanto como el poema intimista «A un olmo seco», sus escritos sociales genéricamente titulados «Desde el mirador de la guerra». La fuerte impronta infantil de la Institución Libre de Enseñanza, la influencia no menos fuerte de un socialismo hondamente sentido y la visión directa de la miseria, la ignorancia y el dolor de su propio pueblo -un pueblo capaz, por otra parte, de enseñarle algo que él por sí mismo nunca llegaría a saber- son los más importantes motivos de la poesía civil de Antonio Machado a partir de 1917. ¿Sólo esto habrá de hacer el poeta? Mucho más, si ese poeta se llama Antonio Machado: inventará personajes que digan lo que antes de él nacer debió decirse en España y no se dijo -Juan de Mairena, Abel Martín, Pedro de Zúñiga, los «doce poetas que pudieron existir»; sus «complementarios»-, ensayar nuevas formas de la expresión poética y, sobre todo, proclamar en verso o en prosa las grandes instancias en cuya virtud los españoles y los hombres todos podrán mirar con dignidad y esperanza ese común y comunitario futuro de la especie: la justicia universal, un trabajo cuyo sentido histórico pueda entrar de lleno en la vida de quien lo realiza, la libertad -«¡Creo en la libertad y en la esperanza!», había escrito de joven; «Las altas actividades del espíritu son esencialmente creadoras de libertad», afirma en su ya declinante madurez-, y en la cima de todas ellas su personal idea, heterodoxa respecto de toda ortodoxia, sólo suya, por tanto, de un Cristo cuyo rasgo dominante sea el amor; ese que en una estupenda carta a don Miguel de Unamuno, cuando desde Baeza comentaba su lectura de Abel Sánchez, le hacía gritar con la pluma: «¡Guerra a Caín y viva el Cristo!», el Cristo de cuya divinidad, entendida a su machadiano, no católico modo, dijo no haber dudado nunca. Así y sólo así pueden ser entendidos los penetrantes versos que el divino Rubén le dedicó:


Era luminoso y profundo,
como era hombre de buena fe.
Fuera pastor de mil leones
y mil corderos a la vez.

Final en Collioure. Collioure, 22 de febrero de 1939. En un modesto lecho de un hotel no menos modesto, yace el cuerpo muerto de Antonio Machado. Su hermano José se hace cargo del raído gabán del poeta, y en los bolsillos encuentra una hoja de papel con tres breves anotaciones escritas a lápiz. Una se limita a repetir las famosas, pero nunca gastadas palabras de Hamlet: «Ser o no ser.» ¿Final actitud dubitativa en la ondulante línea de las varias de Antonio Machado ante ese gran enigma que, comentando egregiamente la obra machadiana, Dámaso Alonso ha llamado «la trasmuerte»? La segunda es tan sólo un verso alejandrino:


Estos días azules y este sol de la infancia;

signo indudable de la punzante acción rememorativa que sobre su cansado autor estaban ejerciendo entonces la luz y el sol del Mediterráneo. En la tercera, pequeña variante meliorativa de una estrofa de Otras canciones a Guiomar, nos habla así el vate moribundo:


Y te daré mi canción:
«Se canta lo que se pierde»...

Se canta lo que se pierde: gran verdad poética. Pero ¿no es también cierto, complementariamente, que «se canta lo que se quiere», lo que antes de cantar uno amaba y deseaba? Cantando lo que él quería e iba perdiendo vivió y escribió nuestro Antonio Machado. Ojalá un día llegue a ser realidad lo mucho que él quiso; pero aun cuando por desdicha no sea así, aunque siguiese por él perdido todo cuanto en su vida dijo querer, su obra -su canto- quedará entre nosotros como una de las cimas más altas y hermosas a que ha llegado la lengua castellana.




ArribaAbajoLa intimidad del hombre en la poesía de Manuel Machado

Introducción. La lectura del epígrafe precedente suscitará, pienso, dos órdenes de objeciones. «¿Intimidad del hombre -dirán algunos- en los versos de Manuel Machado? ¿Qué sinrazón es ésa? Este banderillero de Apolo, como en memorable octosílabo le llamó el maestro Gerardo, ¿no fue acaso un poeta del vino y el ajenjo, de los besos exangües a la luz de la luna, de los toros, de los lienzos bellamente pintados, del cante que apena o enciende el alma, de la vida que se goza y sin durar pasa? Perseguir en su obra esa secreta dimensión del ser humano que llamamos intimidad, ¿no será algo así como buscar peras entre el follaje del olmo?» Y como el poeta era tan generoso de sí mismo con el vecino, aunque el vecino se obstinase en verle con mirada miope, él mismo alargaría a este linaje de objetantes, como para dejarles tranquilos con su miopía, un par de estrofas suyas de aire -sólo de aire- confesional:


Sensual, epicúreo, decadente
-amigo de gozar y «divertirse»,
como dice la gente-,
he sabido poner en la alegría
el ajenjo de la melancolía
y sé también sufrir alegremente.

(«Rima», Lírica)                


O bien, el arranque de ese otro poema cuya primera palabra, para que no haya dudas, es el pronombre personal «yo»:


Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte
que los toros ha elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente...,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid.

(«Yo, poeta decadente», El mal poema)                


Más próximos a la verdad, pero todavía no enteramente dentro de ella, dirán otros: «Intimidad personal hay, y por esencia, en los versos de todo poeta lírico. Conformes. Pero ¿a quién puede interesar lo que de ella diga, tan lejos de ser un Antonio Machado, un Unamuno, un Juan Ramón, para sólo nombrar tres de sus coetáneos, un versificador de sensualidades, decadencias, cantares flamencos, sentencias garbosas y contritos o no más que atritos arrepentimientos?» Y el contrito -o no más que atrito- poeta lírico, siempre complaciente, seguirá dando a los que así le objetan la aparente, penúltima razón de su reparo:


de tanta canallería.
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, ya no bebo
lo que dicen que bebía.

(«Yo, poeta decadente», El mal poema)                


Dejémonos, sin embargo, de objeciones, y vengamos a la poesía misma de este liróforo terrestre. Dos previos puntos de apoyo para nuestra pesquisa, dos intuiciones de otros dos grandes poetas. Uno se llamó Antonio Machado: «Manuel Machado -escribió Antonio- es un inmenso poeta, pero para mí el verdadero, el insuperable, no es, como la generalidad de la gente cree, el de los cantares, sino el de todo lo demás». Y don Antonio, dioscuro esta vez, hubiese apostillado así su opinión: Frater Emmanuel, sed magis soror veritas. El otro se llama Gerardo Diego. «Supo, cantó y está solo», nos dice nuestro Gerardo, el gerardísimo Gerardo, como un día le llamó Dámaso Alonso, del lírico de «Adelfos», cuando éste, muerto su Antonio, doloridamente solo estaba entre nosotros. Y añade:


ese poeta chapado
que se apellida Machado
y le llamaban Manolo.

«Supo», «poeta chapado»... Bajo su chapa y su contrachapa de poeta que una y otra vez juega a ser un poco, sólo un poco maldito, ¿qué supo Manuel Machado acerca de su intimidad propia y, a través de ella, acerca de la intimidad del hombre in genere?

La intimidad del hombre: ese secreto hondón de su realidad, desde el cual nuestro ser, actualizado bajo forma de «yo», siente lo que de absoluto tiene, y puede enfrentarse con todo lo existente y con todo lo imaginado, incluso, ahí está Job, con el mismísimo Dios, «El Yo -ha escrito Zubiri- no es mi realidad, sino la reactualidad de mi realidad como absoluta... Me, mí, yo -comerme una manzana, comer mi manzana, yo me como mi manzana-, son tres formas de afirmarse uno como absoluto, cada una fundada en la anterior.» Los tres modos primarios o cardinales, añado yo, desde el punto de vista que ahora nos importa, en que formal o intencionalmente se expresa nuestra intimidad. Y en cuanto que en ellos se expresa, las tres radicales maneras de hacerse en nosotros consciente lo que en nosotros es de veras íntimo.

Dejemos ahora el problema de lo que en nuestra intimidad, Freud dixit, pueda ser inconsciente o subconsciente; atengámonos tan sólo a lo que en el fuero más interior de nuestra realidad sea consciente o semiconsciente, y preguntémonos: ¿qué es lo que de nosotros y en nosotros se nos hace consciente cuando íntimamente existimos, cuando de un modo o de otro sabemos algo acerca de lo que hay bajo nuestras chapas y contrachapas? Muchas cosas, desde luego; y entre ellas, muy centralmente, tres: que nuestro vivir es un presente fugitivo; que en la raíz de nuestros actos más personales hay libertad y, por lo tanto, responsabilidad; que por debajo de todas las alienaciones, todas las servidumbres y todas las forzosidades somos un yo capaz de decirse a sí mismo que algo en él -¿qué algo?; éste es el problema- es verdadera y radicalmente «suyo». Pues bien: ¿qué nos dijo el poeta Manuel Machado acerca de estas tres esenciales determinaciones de la intimidad del hombre?

Yo, presente fugitivo. Me miro a mí mismo, y no necesito ser un lince de intimidades para descubrir al punto que estoy siendo lo que ya estoy dejando de ser. El «ya te vas para no volver» del divino Rubén no debe decirse sólo de la juventud, también de todo lo que en nosotros y para nosotros es presente. Vieja, repetida, archivieja, archirrepetida verdad sapiencial, existencial y poética, que Manuel Machado una y otra vez hace suya. Pero cada hombre y cada poeta la viven de manera distinta, y es el modo como Manuel Machado la vivió, más aún que esa verdad misma, lo que ahora nosotros debemos detectar. ¿Cómo nuestro poeta sintió en sí mismo y desde sí mismo expresó, precisamente en tanto que tal poeta, la inexorable fugacidad de la humana y mundana existencia? Ésta es nuestra cuestión, y sólo a ella debemos responder.

La sintió y la expresó por lo pronto, diremos, proclamándola sin ambages bajo varias y muy transparentes formas. Advirtiendo con penetrante sutileza que «cantar» decir poéticamente el tesoro de lo que en uno es íntimo, sólo como un «contar», como un narrar lo pasado, puede hacerse letra expresa:


Y así, no es en mi el canto, sino el cuento
-que «ayer» nos da tan sólo el argumento-,
y la canción es cosa para el día
que ha declinado ya.

(«Dolientes madrigales», Ars moriendi)                


O gritando con apenada ironía la prisa de su vivir, cuando el mundo que le rodea -un campo que irradia pureza y belleza- más le invita el reposo:


¡Adiós, adiós! ¡Que la ciudad me llama!

(«Regreso», Ars moriendi)                


O proclamando, como tantos, como su mismo hermano, el imperativo, la incitación, la decepción, la resignación del caminar en que el vivir consiste.

El imperativo:


Es el camino de la muerte.
Es el camino de la vida...
[...] Ama y olvida,
y atrás no mires. Y no creas
que tiene raíces la dicha.
[...] Ve, camina.

(«El camino», El mal poema)                


O bien:


Camino que no es camino,
de más está que se emprenda.

(«Cantares», Lírica)                


La incitación:


Es mi nave, va a partir
puesta en lo ignoto la fe.
Sólo viajar es vivir.

(«Marina», Poemas varios)

La decepción:


Luego la juventud que se va, que se ha ido
harta de ver venir lo que al fin no ha venido.

(«Prólogo-Epílogo», El mal poema)                


La resignación:


Y voy viviendo mientras no me muero.

(«Rima», Lírica)

Imperativo, incitación, decepción, resignación... ¿No más que esto es la fugacidad de la existencia para Manuel Machado? No. Un examen más detenido de sus versos nos muestra algo que me parece permanente en ellos: eso a que sin duda aludía Gerardo Diego cuando entre bromas y veras llamó «poeta chapado» al que ahora recordamos; a saber, el doble fondo de sus expresiones y sus intenciones. A primera vista, en la apariencia misma de sus poemas, un tejido de hechos y descripciones.

¿Reales? Sin duda; pero también penúltimos, porque bajo ese tejido -o bajo esa chapa, si en lugar de ser tejedores o sastres preferimos ser ebanistas- hay otra zona más profunda, más íntima, más verdadera, por tanto, aun cuando no sean hechos y descripciones la materia que la constituye, sino deseos, aspiraciones, presentimientos, sospechas. Veámoslo en esta dimensión de su intimidad, como luego lo hemos de ver en las dos restantes.

Sí, es fugitivo el instante que uno descubre en sí mismo; ¿pero dejará de ser valioso, por grande que parezca ser o sea la rapidez con que se nos desliza -«¡Ay, cómo te deslizas, edad mía!» según el verso inmortal de Quevedo- en el momento de vivirlo?


Pero siempre dura poco
lo que quiero y lo que no...
¡Qué sé yo!

A lo cual pronto se opone la réplica:


¿Luego? ¡Ya!
La verdad será cualquiera.
Lo precioso es el instante
que se va.

(«La canción del presente», El mal poema)                


O esta otra sentencia, en la cual parece estar hablando un lírico griego antiguo:


Vivir es supremo bien.

(«Despedida a la luna», Caprichos)                


O en fin, texto definitivo, el suave y hondo anhelo de unas palabras capaces de decir sin aparato la eviternidad del presente, cuando se le vive según todo lo que él es:


la tranquila poesía del presente.

(«El reino interior», Alma)                


Sin querer recuerdo aquí al mejor Unamuno:


la vida, esa esperanza que se inmola,
y vive así, inmolándose, en espera.

Además de confesarnos que «en su alma, hermana de la tarde, no hay contornos» («Adelfos», Alma) y que no sabe «si eran verdad o sueño» las cosas que vagamente recuerda («Vagamente», Caprichos), algo muy esencial nos ha dicho sobre este primer momento de su propia intimidad y sobre la intimidad del hombre in genere un poeta en cuya obra tan bien se fundieron dos artes, la ars vivendi, y la ars moriendi.

Yo, libertad responsable. Desde su intimidad misma, en su misma intimidad siente y sabe el hombre que es libre, y contra esta radical certidumbre nunca valdrán gran cosa los argumentos de los deterministas a ultranza. Muy bien lo sentía y lo sabía Manuel Machado, hombre libre en una España, la de 1894, año de Tristes y alegres, a 1922, fecha de Ars moriendi, y luego la de 1935, cuna de Phoenix, que pocas veces habrá gozado en su vida pública de tanta y tan sólo a medias bien empleada libertad. Libertad, aunque sea para negarse a sí mismo la energía de utilizarla:


Mi voluntad se ha muerto una noche de luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...;

esa languideciente libertad secreta de dejarse llevar, diciendo siempre «sí» a todas ellas, por las vicisitudes que el cambiante destino le traiga:


¡Que las olas me traigan y las olas me lleven,
y que jamás me obliguen el camino a elegir!

(«Adelfos», Alma)                


La libertad de caminar y seguir caminando, aceptando sin reservas la condición viadora de la existencia en el mundo:


Llegar, ¡quién piensa! Caminar importa
sin que se extinga la divina llama
del arte largo en nuestra vida corta.

(«En el peregrinar del peregrino», Dedicatorias)                


La libertad de buscar lo que de veras contenta, belleza poética o corporal deleite:


Y en este necesario albur,
¿qué nos queda, como saber,
sino dar el alma al azur
y todo lo demás al placer?

(«La canción del presente», El mal poema)                


o de sonreír ante cualquier cosa, y más aún si lo que ella nos regala es un dolor que despreciar o una fina tristeza que sentir:


Estoy muy mal... Sonrío
porque el desprecio del dolor me asiste,
porque aún miro lo bello en torno mío
y... por lo triste que es el estar triste.

(«Dolientes madrigales», Ars moriendi)                


La entre esperanzada y desesperada libertad -Antonio está hablando ahora desde dentro de Manuel- de hundirse en un mar definitivo y liberador:


¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar en nada!

(«Ocaso», Ars moriendi)                


O en fin, más gustosa y jactanciosamente, la soberana libertad de posponer hoy nuestra resolución y, si el cuerpo así lo pide, decidir cuando sea sobre eso que indolentemente proponemos:


Y mañana
hablaremos de otra cosa
más hermosa...
Si la hay, y me da la gana.

(«Internacional», El mal poema)                


Pero todas estas libertades y veinte más, ¿no son por ventura penúltimas respecto de aquella que subyace a todas: la de ser uno, más aún que «lo» que él quiere ser, «el» que él quiere ser? Lo que Manuel quiere ser, eso que entre zumbona y jacarandosamente nos dice en su segundo autorretrato:


Medio gitano y medio parisién -dice el vulgo-,
con Montmartre y con la Macarena comulgo...
Y antes que tal poeta, mi deseo primero
hubiera sido ser un buen banderillero.

(«Retrato», El mal poema)                


Bien está, poeta, Pero más profundo y real será tu sentir cuando en tus hal-kais nos digas con pesar:


¡Ay de mí
que ahora sí
que no soy
el que fui!...
[...]
¡Ay de mí
que ahora no
soy ya yo!

De «lo que hubiera querido ser» hemos pasado resueltamente a «el que fui y no soy»; de «lo que» a «el que». Lo cual nos plantea por modo ineludible el problema de lo que y del que en realidad fue o quiso ser el poeta Manuel Machado.

Yo, centro autoposesivo. El hombre es persona, suele decir Zubiri, en cuanto que es sustantividad de propiedad; esto es, en cuanto que su realidad sustantiva puede llamarse «mía» a sí misma. Con otras palabras: la intimidad del ser humano tiene su clave metafísica y psicológica en su esencial, radical, irrenunciable condición de centro autoposesivo. Ahora bien: ¿en qué medida, de qué modo es «mío», mío de veras, lo que hay en mi realidad, tal y como yo la vivo y la veo? Más de una vez he propuesto yo distinguir con precisión entre la esfera de «lo en mí» y la esfera de «lo mío»; y muchos años antes, en uno de sus más penetrantes y sugestivos ensayos psicológicos -«Vitalidad, alma, espíritu»-, había denunciado Ortega la existencia de «deseos y apetitos que nacen y mueren con nosotros sin contar para nada con nuestro yo». El «yo» -añadía Ortega- «asiste a ellos como espectador, interviene en ellos como jefe de policía, sentencia sobre ellos como juez, los disciplina como capitán». Pero no quiere hacerlos y no los hace carne de su carne.

Esto sentado, preguntémonos: ¿cómo Manuel Machado sintió y expresó en sus versos la esencial, abismal condición autoposidente o autoposesiva de su personal intimidad?

Por lo pronto, reiterando bajo muy distintas formas y con rotundidad mayor o menor una sagacísima intuición: que cuando uno se mira a sí mismo con exigencia, sólo de muy pocos contenidos de su conciencia propia -pensamientos, convicciones, sentimientos, tendencias, seudovolicíones- puede afirmar con seguridad satisfactoria que real y verdaderamente sean «suyos».

Esa intuición cobra a veces figura de duda o perplejidad acerca de la íntima realidad de uno mismo. Los textos probatorios se arraciman ante la mirada del lector. A veces, por modo asertivo:


Enseñanzas del vivir;
yo ya no sé qué pensar,
ni siquiera qué sentir;

(«Cantares», Lírica)                



dejándome solo [la Eleusis que se le va]
no sé si dormido o despierto.

(«Estatuas de sombra», Alma)                


A veces, reuniendo ambiguamente en su ser modos opuestos de hacer la vida:


¡Somos, a un mismo tiempo, santos e infames!

(«Secretos», Alma)                


A veces, formulando llanamente su duda o reduciéndola a cuasidespectiva pregunta:


He querido serlo todo
y ya no sé si soy algo...;

(«Ultima», El mal poema)                



[...] Espero
sin saber qué;

(«Rima», Lírica)                



Y, después de todo, ¿qué es eso, la vida?

(«Cantares», Alma)                


A veces, por fin, deleitándose en ese agridulce «no saber», bien cuando la ignorancia o la descreencia no impiden el regalo del ensueño


-Goza de la melancolía
de no saber, de no creer, de
soñar un poco. Anda y olvida...-,

(«El camino», El mal poema)                


bien cuando de repente se descubre, como más tarde el filósofo Heidegger, que la posibilidad es para el hombre más alta cosa que la presencia:


Hermosa cosa es tener
juventud
y en las manos un laúd,
cuando todo «puede ser».
Es la hora de creer,
y luchar
hasta caer o triunfar
que al fin todo «puede ser».
y no se debe temer
el morir...
¡Porque mejor que vivir
«puede ser»!

(«Dos palabras», Dedicatorias)                


Pero si hubiese que escoger entre los poemas de Manuel Machado la más alta y certera expresión de esa ambigua actitud suya ante la condición de autoposeídos que pueden mostrarle los contenidos de su propia intimidad, sin vacilar elegiría yo el que lleva por título «Yo, poeta decadente». Conocemos la primera parte de él: esos versos en que su autor se declara a sí mismo cantor del aguardiente, de las golfas, de los rincones más impuros de Madrid y de los más oscuros vicios de las gentes de España. Admitámoslo, aunque el poeta, con indudable autocomplacencia de gran pecador arrepentido -mil y uno pueden ser los caminos del narcisismo- exagere un tanto la magnitud de su pecado. Pero tan pronto como ha declarado su crimen verbal, el autor da un paso atrás, hacía sí mismo, mira con ojo sensible su propia realidad y escribe estas dos sensacionales estrofas:


Porque ya
una cosa es la poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía...
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.

Obsérvense los pasos de este lírico descenso hacia el abismo de la intimidad. Discernimiento tajante entre lo que había sido su vida, «lo que está grabado en el alma mía», y la meta ideal a que desde el fondo de su persona aspira, «la poesía». Nítido descubrimiento del carácter mostrenco y tosco, mecánico, del vocablo -«grabado»- con que ha dado nombre a la condición habitual, pero revisable, anulable, de ciertos hábitos de su vida anímica. Clara percepción de la inanidad semántica en que a fuerza de uso y abuso ha caído una palabra noble: «alma». Con ella había dado título diez años antes al libro de versos que se consagró como gran poeta, y a ella han venido recurriendo tópicamente, una y otra vez, institucionistas, noventayochistas y modernistas. Y al fin, un estremecimiento a un tiempo avisado e ingenuo, escéptico y adolescente, ante la perplejidad última -¿última?- de no saber si en la entraña de su ser, de su yo, hay algo que real y verdaderamente sea suyo: «Mía... No sabemos nada. Todo es conforme y según.» ¿Cazurrería popular poéticamente sublimada? ¿Relativismo de un hombre sensible que filosofa sin proponérselo? ¿Sobria, llana, ingeniosa declaración doliente de no poder tener algo como verdaderamente propio? ¿Qué hay, qué, en esa sabia transformación ordinal del cotidiano «según y conforme» en este insólito y sentencioso «conforme y según»?

Acaso obtengamos respuesta adecuada examinando la obra entera de Manuel Machado a la luz de la tesis que antes apunté: la existencia en ella de dos planos o niveles confesionales, uno más somero, en el cual se expresa la experiencia de lo que para el poeta «es» y otro más recoleto, en el cual se manifiesta lo que para el poeta -para el hombre- «puede ser»: sus pretensiones más íntimas, sus anhelos más secretos. «Perplejidad última -¿última?-», me preguntaba yo hace un instante. «Última, no; sólo penúltima», propongo responder ahora. Veamos si el espíritu y la letra de la lírica manolomachadiana justifican o invalidan esa respuesta mía.

«Todo es conforme y según.» ¿Sólo relativismo escéptico en el alma -vaya, otra vez la palabra gastada- de quien eso sentencia? No. Algo más ve en ella el analista de sí mismo:


...En mi conciencia inquieta
vigila el bien,

(«Rima», Lírica)                


nos dice. Y ese bien vigilante, ese hondísimo -último; ahora, sí- anhelo de Caridad con mayúscula que irrumpe como un violento y caliente surtidor de aguas subálveas al comienzo y al fin de su patético «Kyrie Eleison»,


que seamos buenos para librarnos de la pena,
y que nunca olvidemos esta única cosa,
la Caridad, la Caridad, la Caridad,

(«Kyrie Eleison», Caprichos)                


es el que le va dictando, a lo largo de los meandros de su vida de hombre y de poeta, la serie de sus confidencias acerca de lo que él últimamente quería tener como suyo en el hondón más hondo de su propia intimidad. Recordemos un manojo de ellas.

El arte difícil de saber estar solo con lo que uno mismo verdaderamente es, y en consecuencia con lo que uno de veras quiere ser:


Yo te daré el gran libro que no trata de nada,
y aprenderás a estar soto en la vida.

(«La voz que dice...», Caprichos)                


El deseo, ya en esa soledad, de ser tan sencillo como los que con risa fuerte y limpia saben vivir y celebrar las fiestas;


Y yo aquí solo, triste y lejos de tas fiestas.
Dame, Señor, tas necias palabras de esas bocas,
dame que suene tanto mi boca cuando ría,
dame un alma sencilla como cualquiera de éstas.

(«Domingo», Caprichos)                


La voluntad de creer «con razón, sin razón o contra ella», como por entonces está diciendo don Miguel de Unamuno. ¿Quién fue Julio Ruelas? Añoro a nuestro Melchor, que puntualmente me lo diría. Para mí, Julio Ruelas es tan sólo un amigo muerto de Manuel Machado, de quien el poeta se despide así:


Hasta luego, Ruelas. A pesar de lo feo,
del mal y de la muerte, quiero creer, y creo.

(«En la muerte de Julio Ruelas», Dedicatorias)                


Creer ¿en qué? En algo que no muera y otorgue la certidumbre de saber qué es lo que hay más allá de la apariencia y de poseer lo que en verdad sea de uno mismo:


una creencia en cosas inmortales
que nos permita un inocente «yo sé».

(«¡Paz!», El mal poema)                


Y creyendo o entrecreyendo así -buscar algo en qué creer, díganoslo Pascal, ¿no es ya estar creyendo en algo o en alguien?-, el ansia mansa de decir lentamente, como paladeándola, una oración cuyas palabras, que él no conoce, están más allá de toda sabiduría:


No la saben los sabios,
y es su son
-como en tas soledades del campo, el de la fuente-
monótono. Se dice lentamente
la oración.

(«Se dice lentamente», Caprichos)                


En el primero de los poemas de Ars manendi -el que da su título a la colección entera-, este dotadísimo aprendiz del arte de bien morir declara que su pensamiento, como un sol ardiente, ha cegado su espíritu y secado su corazón. Cegado, ¿a qué? Secado, ¿para qué? Por los años de «Adelfos», había escrito el poeta:


Nada sé,
nada quiero,
nada espero.
Nada...

(«Otoño», Alma)                


¿Será esto verdad? Como expresión de un ocasional estado de ánimo, tal vez. Como manifestación de una realidad auténtica, de ningún modo. En esos versos, el poeta es más sincero que certero. Certero lo será cuando en otra estrofa de Ars moriendi nos diga su verdad y su realidad ocultas:


Lleno estoy de sospechas de verdades
que no me sirven ya para la vida,
pero que me preparan dulcemente
a bien morir...

«Lleno estoy de sospechas de verdades.» ¿No es éste, me pregunto, uno de los versos más altos y más hondos de la poesía española del siglo XX? Si respecto de sí mismo es sensible, leal y verdadero, ¿quién no se sentirá personalmente expresado en él, y quién no pensará, separándose en esto del poeta, que no hay verdad o sospecha de verdad que -como sea- no sirva para la vida? Tanto más si, como el más sincero y certero Manuel Machado quiso, quiere que sea amor fontanal la verdad que su intimidad sospecha. Dígalo él mismo, como remate de esta letanía lírica de aspiraciones hacia una autenticidad en la cual, por fin, uno sepa lo que realmente significan la palabra «yo» y la palabra «mío»:


y que sea el amor de Dios nuestra verdad.

(«Kyrie Eleison», Caprichos)                


La vía regia para que uno sea en verdad «suyo», viene a decirnos Manuel Machado, consiste en darse a los demás por amor, sea poema, pensamiento, pesquisa científica o acción generosa la forma que adopte esa donación autoposesiva.

Manuel y Antonio. Manuel y Antonio, Antonio y Manuel. Los dos, cada uno a su modo, poetas íntimos. Los dos, a su modo cada uno, poetas sociales. ¿Cómo no recordar los versos de Manuel que llevan por título «La huelga»? Los dos, en fin, hermanos entrañables que durante un mes tenían anualmente los mismos años. Tan diferentes y tan semejantes entre sí. Si yo fuese liróforo como ellos, y no simple prosador caviloso, compondría un soneto cuyo último terceto fuese el que sigue:


Tan distintos, ¿qué vínculo os unía,
además de la sangre? Éste, poetas:
el que hace a la bondad melancolía.

La conversión poética y vital de la bondad en melancolía. ¿No era éste acaso el más entrañable de los nervios que en común tuvo el ser de los dos hermanos? Y la mera formulación de esta pregunta, ¿no es cierto que constituye el mejor de los homenajes a Manuel y Antonio, a Antonio y Manuel Machado? Así lo pienso yo.






ArribaAbajoJacinto Grau


ArribaAbajoInfeliz Pigmalión

En la historia del teatro español contemporáneo hay, por lo menos, una gran incógnita: el escaso éxito y el pronto olvido de la obra de Jacinto Grau. ¿Por qué el dramaturgo Jacinto Grau -cronológicamente, un benjamín de la generación del 98 o un adelantado de la generación de Ortega; más bien esto último- no triunfó en vida? ¿Por qué, a los cinco años de morir, son tan pocos los que le recuerdan? ¿Acaso hay tantas piezas en el teatro español del siglo XX que puedan compararse con El señor de Pigmalión?

El mito de Pigmalión, tan inteligente e ingeniosamente llevado a la escena por Bernard Shaw, vuelve a ella, con radicalidad y aliento mucho mayores, de la mano de Jacinto Grau. Pigmalión -así, con este nombre, para que el espectador sepa de antemano a qué atenerse- es ahora un fabricante de autómatas, como en otro tiempo lo fueron Juanelo Turriano y Vaucanson. Perfeccionando sucesivamente sus muñecos, consigue al fin que éstos hablen y se conduzcan como hombres de carne y hueso. Con un conjunto de ellos va recorriendo en triunfo los teatros del mundo.

Le conocemos cuando va a presentarlos al público de España en el teatro de Aldurcara. El duque de Aldurcara, dueño de ese teatro, quiere ver los famosos muñecos antes de la primera representación, y Pigmalión accede: abre las cajas que los encierran, y van apareciendo en escena Pomponina, Urdemalas, Mingo Revulgo, Don Lindo y los demás. Sobre todos destaca Ponponina, deliciosa y frívola criatura, de la cual se halla perdidamente enamorado su creador y por la cual, no menos perdidamente, se inflama de pasión el Duque, tan pronto como la ve. In continenti concibe el propósito de huir con ella; y aprovechando un descuido de Pigmalión, con ella huye.

La fuga de Pomponina despierta en los demás muñecos el ansia de conseguir la libertad. Dirigidos por Urdemalas, dejan el teatro y se echan al mundo, camino adelante, resueltos a hacer su vida. Pigmalión sale tras ellos, y todos se encuentran en la casilla de peón caminero donde han tenido que refugiarse Pomponina y el Duque, por avería del automóvil en que viajaban. La farsa va a llegar a su desenlace. Después de varías peripecias, el Duque regresa burlado a la ciudad. Pigmalión queda ahora frente a sus muñecos, y trata de reducir con el látigo la general rebeldía. ¿Lo conseguirá? Cuando está a punto de ello, Urdemalas dispara sobre él la escopeta del peón caminero y le deja malherido. Los muñecos le dan por muerto, y se evaden aterrados hacía su incierto destino. Todavía se incorpora Pigmalión. Pero el más tonto de sus muñecos, Juan el Tonto, que deliberadamente quedó rezagado, le remata golpeándole con la culata de la escopeta. Terrible escena final, ésta en que Juan el Tonto -el único muñeco que no sabe hablar, que sólo es capaz de decir cu-cu, como los relojes de cuco- acaba mecánica y cruelmente con la vida de su creador.

Cuando un autor revive un mito antiguo, lo más importante de su empeño es, claro está, la novedad que en él inyecta; aquello por lo cual la reviviscencia se convierte en re-creación. En el mito originario, el escultor Pigmalión se enamora de su estatua y logra que Afrodita infunda vida en ella. En la versión shawiana de ese mito, Mr. Higgins se enamora de la segunda naturaleza que su pedagogía ha creado en Liza Doolittle; y cuando sabe apearse de su arrogante condición de creador, consigue que la persona de Liza le entregue amorosamente esa fina y adorable segunda naturaleza que en ella se ha producido. Happy end, en los dos casos.

¡Cuanto más fuerte y radical es la versión de Jacinto Grau! Como en las dos anteriores, Pigmalión se enamora de su criatura; pero, más ambicioso y soberbio que sus predecesores, pretende que ella viva en perpetua entrega a su arbitrio, sólo por ser criatura suya. El primer Pigmalión recurrió al favor de Afrodita. Por su parte, Mr. Higgins logra lo que quiere gracias a un acto personal -y por lo tanto, libre- de la no menos esquiva que enamorada Liza. El Pigmalión de Grau, en cambio, no se aviene a reconocer en su adorada Pomponina nada que en ella sea «personal», nada por lo cual ella pueda situarse ante él tratándole, como suele decirse, de tú a tú; y lo mismo frente a los restantes engendros de su maravilloso arte. Pero no lo consigue: Pomponina huye de él, y luego le abandona; y todos sus muñecos acaban rebelándose contra su poder, y al fin le matan.

Con la radicalidad y la osadía que permite la creación literaria, el Pigmalión de Grau es la imagen del hombre que se ha sentido creador y pretende ser Dios, un dios despóticamente soberano respecto de aquello que ha creado. «Seréis como dioses», dijo la voz tentadora del Paraíso. En su autocomplacencia, el hombre moderno ha ido más allá y se ha dicho a sí mismo: «Soy dios.» ¿No afirmó Hegel que la humanidad es Gott im Werden, «Dios haciéndose»? Pigmalión no quiere dar la libertad a los muñecos humanos que él ha creado; no sabe que la suprema libertad del creador -y su riesgo supremo, si vale hablar en términos demasiado humanos- consiste precisamente en dar libertad a sus criaturas, aunque éstas la utilicen a veces para intentar matarle. Dice que ama a Pomponina; pero, más que amor, lo que por ella siente es voluntad de posesión, como esos amantes que diciendo «amor mío» a la persona amada ponen más el acento en la palabra «mío» que en la palabra «amor». He aquí los únicos dioses a los que nietzscheanamente pueden matar los hombres: los dioses que mandan, y no aman, como los de la antigua Asiria. Y como este Pigmalión no ama de veras y no es verdadero Dios, no puede impedir que sus muñecos quieran conseguir la libertad -lo único que les falta para ser hombres- y acaben matándole. Lo cual da término a la aventura de Pigmalión y comienzo, incierto y estremecedor comienzo, a la aventura de los muñecos.

¿Por qué el dramaturgo Jacinto Grau no triunfó en vida? ¿Por qué, a los cinco años de morir, son tan pocos los que le recuerdan? En el teatro español del siglo XX, ¿hay tantas piezas que puedan compararse con El señor de Pigmalión? Confieso que no sé qué responder.






ArribaAbajoGalo Leoz


ArribaAbajoLa lección de un centenario

Cuando con tan envidiable lucidez se está acercando su edad al centésimo año, qué espléndida lección de ética, españolía y vida nos dio usted, don Galo, al puñadito de personas que hace unos días tuvimos la fortuna de escucharle.

A quienes lean mi carta y no estuvieron allí, les diré que esa improvisada lección suya tuvo como marco espacial el aula del viejo San Carlos donde Cajal daba sus cursos universitarios, tan felizmente restaurada y tan amorosamente conservada por el actual Colegio de Médicos de Madrid, y como marco funcional el acto con que unas docenas de jóvenes siervos del microscopio han querido celebrar la constitución del Club Español de Neuropatología. Los organizadores de ese acto tuvieron conmigo la atención de invitarme a dar en él la conferencia inaugural, y con la gloriosa y siempre lozana memoria de don Santiago la acertada fineza de pedirle a usted, decano de los discípulos vivos del gran sabio -el otro de los dos que nos quedan, Rafael Lorente de No, reside en los Estados Unidos-, que les honrase sentándose entre ellos. Como mejor pude solté yo mi perorata; y al término de ésta, correspondiendo a los aplausos con que su presencia fue saludada, usted se levantó, ocupó con ágil soltura el centro del aula, y en pie, apoyado sobre su bastón con la indolencia, elegante de un dandy adrede, nos contó algunos fragmentos de sus recuerdos personales de Cajal, su laboratorio y su escuela. Todos admiramos la precisión impecable de su mente, su intacta capacidad para la evocación y la tersa justeza de su palabra. Repaso la bibliografía de la escuela cajaliana, y encuentro que el valioso trabajo «Procesos regenerativos del nervio óptico y la retina con ocasión de injertos nerviosos», con el cual proseguía usted estudios anteriores del maestro y preludiaba otros de Fernando de Castro, gran sabio de la misma escuela, fue publicado hace sesenta y cinco años. Qué maravilla, oírle cómo iba poniendo ante nosotros, hechos nítida estampa verbal, aquel ambiente, aquel espíritu, aquel tiempo. Pero nuestra admiración y nuestra gratitud -las mías, al menos- traspasaban la hermosa piel de su discurso y hallaban fuente principal en los tres motivos que desde dentro lo hacían especialmente ejemplar; esos por los cuales acabo de llamarlo lección de ética, de españolía y de vida.

Lección de ética, ¿quiénes son los que realmente aciertan a darla? La cosa es clara: los hombres que consagran su vida a una causa noble, cualesquiera que sean la importancia y la resonancia de los frutos con tal dedicación conseguidos, y sin ostentación ni alharaca saben dar público testimonio de ella. Lección de ética nos dio Cajal, no sólo lecciones de investigación y ciencia histológicas, trabajando día y noche en la tarea, noble si las hay -noble entre las pocas con que la humanidad alcanza su más propia razón de ser en la evolución del universo: la del santo, la del sabio, la del artista creador, la del héroe de ampliar nuestro conocimiento de la realidad que nuestros ojos ven; y de la realidad con que ven nuestros ojos, podría añadirse para subrayar, nombrando, uno de los temas de la ingente obra cajaliana, la solidaridad científica entre usted y su maestro. Lección de ética dan asimismo, aunque no sea con la genialidad y la nombradía de nuestro gran sabio, los que con devoción y honestidad se entregan a la misión de enseñar ciencia que ellos mismos no han hecho y han tenido la ambiciosa humildad de aprender bien; por tanto, todos los maestros y maestrillos -no sé cuántos, sobre esta inquieta piel de toro- que según dichos principios diariamente ejercen su oficio. Lección de ética nos dio usted, don Galo, mostrando cómo pervive en su alma el orgullo de haber compartido la alta empresa científica de su maestro y de quienes más de cerca le acompañaron en su empresa -muy justa, su certera rememoración de Tello, Domingo Sánchez y Ruiz Arcaute-, y la veneración por la entrega desinteresada al trabajo intelectual.

Mas también de españolía fue su lección. Durante siglos, y todavía hoy para no pocos de nuestros compatriotas, sólo se calificarían como españoles verdaderamente ejemplares los que actúan en el mundo «pródigos de la vida, de tal suerte, que tienen por afrenta las edades y el no morir sin aguardar la muerte», según la ceñida y patética sentencia quevedesca. Afrentan «las edades», esto es, el envejecer; afrenta el «no morir», esto es, el vivir, cuando quien vive no sabe tener siempre presente la dignidad del trance final. Por tanto, guerreros, toreros y santos a cuya existencia da norte constante el «que muero porque no muero». Añádase en esa trinidad, como aderezo, los artistas y las danzarinas por la gracia de Dios. No poco han ido cambiando las cosas desde que los Amigos del País y los Caballeritos de Azcoitia, dando nueva vigencia social a los metalurgistas, los destiladores y los disectores del siglo XVI, predicaron a los hispanos la dignidad del trabajo científico y técnico; pero acaso no lo suficiente hasta que Cajal, recogiendo el sentir de sus mejores coetáneos, proclamase con la voz y el ejemplo el carácter quijotesco, redentor, que entre nosotros posee ese trabajo. No se trata, claro está, de negar la excelencia de la muerte con honra; se trata de crear entre nosotros la conciencia de que, salvadas las situaciones en que sea imperativo moral la decisión de arriesgarla, la vida se hace día a día digna por obra de su limpia entrega al esfuerzo productivo, y por tanto la convicción de que éste es nuestro primer deber cotidiano. Cuando las casi ineludibles consecuencias de una mala justicia social están poniendo en crisis nuestra nunca boyante moral del trabajo, qué ejemplares, don Galo, las palabras que usted improvisó en medio de aquel pequeño grupo de médicos jóvenes.

Lección de vida, en fin. En la más elemental de las acepciones de este polisémico término, vida es la actividad de conservarse a sí mismo frente al medio y de contribuir a que perdure la especie a que se pertenece. Pero, como tantas veces ha dicho Zubiri, sólo creando modos de ser originales y poseyéndolos como propios, esto es, realizándose uno mismo hacia fuera y teniéndose hacia dentro, sólo así llega a ser plenamente humana la vida. Así ha existido usted, don Galo, a lo largo de su casi centenaria carrera de médico que no quiere renunciar a su condición de hombre de ciencia, pero, sobre todo, así quiso usted existir entre aquellos jóvenes, incitándoles a moverse laboriosa y creadoramente hacia el futuro. «Ya mayor que el que soy me voy sintiendo», dice el Dante al alma de su antepasado Caccia Guida cuando éste, desde su puesto en el Paraíso, le va contando las hazañas de su estirpe florentina. ¿Y no fue esto mismo lo que usted, don Galo, hizo con quienes le escuchábamos, recordándonos la gesta de quienes dentro de aquel mismo local, un aula universitaria, año tras año supieron hacerse a sí mismos haciendo, enseñando y aprendiendo ciencia de calidad? Después de oírle a usted me decía mi hijo, mientras me acercaba a mi casa en su automóvil: «Qué estupenda la madera humana de estos grandes viejos.» La sombra de don Ramón Menéndez Pidal, don Manuel Gómez Moreno y don Teófilo Hernando, de todos los que, por haber traspasado la barrera de los noventa, nos han hecho ver cómo en la ancianidad conservaban intacto el espíritu generoso de sus años mozos, se hacía casi sensible en torno a nosotros. Como padre, como español y como hombre a secas le agradecía yo, don Galo, su inolvidable lección de ética, españolía y vida.






ArribaAbajoTeófilo Hernando


ArribaAbajo El trabajo como gozo

A todos los españoles que sabemos leer -por tanto, sólo a una parte de sus amigos, porque también muchos de los españoles que no saben leer son amigos suyos- nos ha llegado, querido don Teófilo, la noticia de habérsele concedido la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo. Me parece soberanamente claro que, con su llana aceptación de tal ringorrango, es usted quien en verdad ha honrado a la medalla misma; pero quizá no lo sea tanto que, por el hecho de brillar sobre su tórax, ese oro ha adquirido esta vez un nuevo, acaso cimero significado. Y en un tiempo, el nuestro, cuyo indudable protagonista es el trabajador -dos testimonios de excepción: a la izquierda, la ingente y barbada testa de Karl Marx; a la derecha, el fino y rasurado rostro de Ernst Jünger-, dicho inédito, significado es el que yo quisiera glosar para usted mismo y para quienes se decidan a leer con alguna atención mi carta.

Cien veces ha sido recordado el curioso y cuasibíblico hecho lingüístico de que el término «trabajo» y todos los con él etimológicamente emparentados -travail, travasso, treball, etc.- procedan del latino tripalium, potro de tortura formado por tres palos. ¿Tortura, entonces, el trabajo? ¿Inexorable pena aflictiva el sudor de la frente con el cual ha de ganarse el pan? Contemplando la vida de usted, don Teófilo, y viendo las cosas como deben verse, por fuerza hay que responder a esas dos interrogaciones diciendo: sí y no.

Es o puede ser tortura real el trabajo en tres situaciones diferentes: la de aquellos que por razones socioeconómicas -la alienación solito sensu- trabajan, asalariadamente, perciben un salario más bien escaso y no pueden compartir el sentido vital de aquello que de su actividad laboral resulta; la de quienes, incluso no mal pagados, sienten una vocación y deben trabajar al margen de ésta, otro modo, íntimo ahora, de vivir en alienación laboral; la de los que, vocacionalmente o no, han de cumplir su tarea sometidos a un estrés inevitable, así el opositor la víspera de su prueba. Alguna vez habrá sido penoso el trabajo para usted, don Teófilo, aunque éste se haya movido casi siempre al hilo de la vocación y su retribución no haya solido ser injusta.

Pero la actividad laboral deja de ser tortura anímica cuando por razones socioeconómicas no es alienante -es justamente retribuida, permite vivir como propio el sentido vital de lo que se hace-, cuando en ella se realiza de algún modo la vocación personal del operario y cuando, por añadidura, no agota físicamente al trabajador. Las tres circunstancias han concurrido a lo largo de su vida en el trabajo de usted, y por tan eficaz causa éste pocas veces ha sido en su caso tripalium, potro de tortura.

No puede ser torturante la asistencia al enfermo para quien real y verdaderamente tiene vocación de médico, aunque la pulcritud técnica, profesional y moral del sanador, que tal ha sido, me consta, el caso de usted, llegue en determinadas ocasiones a quitarle el beneficio del sueño. Diga Carmen, su admirable compañera, cuántas veces ha adivinado tal estado de ánimo en el fondo de sus insomnios. No puede ser torturante la práctica de la docencia, aun cuando a veces fatigue o pese, para quien la ejercita con germina vocación de maestro; esto es, percibiendo en sí mismo la fruición de ver cómo un alma, al menos una, entre la grey de los indiferentes, se siente enaltecida por obra del saber que en ella ha imbuido la palabra propia. Que hablen por mí, como viviente espejo de sus lecciones, cientos y cientos de los médicos que han tenido la fortuna de ser sus oyentes. No puede ser torturante la personal actividad investigadora o la suscitación de ésta en la vida de los discípulos, por más que la investigación y la enseñanza de ella comporten tantas veces el esfuerzo, cuando la participación en el progreso de la ciencia es vivida como gozo íntimo; y -con el ejemplo sumo de Cajal en el fondo- investigador ha sido usted, por más que su modestia con frecuencia le haya hecho minimizar sus propios hallazgos, y miembro distinguido de la generación que entre 1910 y 1935 tan eficazmente elevó de piso científico la habitación de la Medicina española. Díganoslo con su autoridad inigualable y su cautivadora pluma su fraterno Gregorio Marañón: «Cuando mi generación empezó a trabajar en sentido moderno, estábamos en la situación de Robinson Crusoe, que tuvo que ser albañil, cazador, cocinero y público de sí mismo. Si los que vienen detrás pueden tocar un solo instrumento y afinarlo hasta la perfección..., algo nos alcanzará a nosotros de su mérito.» No puede ser torturante, en fin, la actividad laboriosa, cuando el móvil de tal actividad es, al costado de la vocación, la afición. Y en esto creo que principalmente consiste, don Teófilo, la novedad del significado con que usted ha enriquecido la medalla que acaban de concederle.

Si llamamos «vocacional» a todo lo que se refiere a la vocación y «emocional» a todo lo que a la emoción atañe, llamaremos «aficionales» a las actividades cuyo nervio es la pura afición, el gusto que a veces anima los momentos de nuestra vida no estrictamente laborales, el deleite sobreañadido y no venal que nos convierte en dilettanti o amateurs de algo; la «segunda vocación», como nuestro don Gregorio nos enseñó a decir. Y para estímulo y ejemplo de todos los españoles, tan poco dados, por lo general, al dilettantismo) en serio, la afición principal de su alma, el constante hobby de su larga vida, aquello por lo cual hay en su senectud envidiable una vena lozanísima de insenescente juventud es, mi querido y admirado don Teófilo, su siempre vivaz, siempre múltiple y nunca frívola curiosidad intelectual. ¿Acaso no es usted, por pura afición al conocimiento del pasado y por amor entrañable a su Segovia natal, el primer especialista universal en Andrés Laguna? ¿Acaso no será el primer historiógrafo de la quinología el día -quiera Dios que próximo- en que se decida a poner en orden sus personales investigaciones sobre la historia de la quina? ¿Es por ventura cosa baladí su aficionado conocimiento de la obra de Descartes? Y para venir a lo más reciente, ¿no fue usted hace un par de años, al término de una conferencia de Severo Ochoa, y cuando éste tuvo la deferencia de invitar a sus oyentes al libre coloquio, quien con una novísima información de primera mano sometió a su dictamen los hoy incipientes datos acerca de la bioquímica de la memoria, y no ha sido uno de los primeros lectores críticos -y por tanto, comprensivos- de la polémica y polemizada Némesis médica, de Iván Illich? «Introibo ad altare Dei. Ad Deum qui laetificat iuventutem meam», se decía, cuando el empleo del latín era la regla, al comenzar el ordinario de la misa. Moviéndome yo sobre ese viejo y ya desuelo esquema verbal, cada vez que me dirijo a su casa para conversar con usted entrepienso para mi coleto: «Introibo ad domum Teophili. Ad Theophilum qui effundit iuventutem suam Y entrepensando esto, tengo la íntima seguridad de dar expresión adecuada a la experiencia de cuantos por una razón o por otra pueden disfrutar un rato de la nonagenaria vivacidad de su mente. «¡Si supiera, amigo mío, los años que hacen falta para aprender a ser joven!», dijo una vez Pablo Picasso y podría repetir -miembro de la misma generación- usted mismo.

Con su dilatado trabajo profesional y vocacional, usted, don Teófilo, ha dado fundamento y peso al reverso de la medalla que acaban de concederle. Con su permanente y nunca marchita actividad aficional, por otra parte, ha regalado a esa medalla plena dignidad humana, ha enriquecido inéditamente su anverso, le ha dado alas. Otra vez, con el habla de los antiguos, le diremos todos: Ad multos annos. Y de nuevo con el habla de nuestra tierra, añadiré por mi cuenta: «Y yo que lo vea.»




ArribaAbajo Joven senectud

Hace muy poco, mi admirado y querido don Teófilo, tuvo usted la amabilidad de invitarme a almorzar en su casa de campo con Marcel Bataillon, Néstor y Ulises de los hispanistas del mundo entero, finísimo gentleman a la francesa y persona que a los dos nos distingue con el suave trato amistoso de quienes han sabido forjar su propia serenidad. Era el primer domingo de noviembre y acaso el más hermoso y delicado día -por su sol, por su temple- de un otoño que con su terca sequía tanto nos deleita y tanto nos inquieta a los españoles. «Luz de domingo», decía Bataillon, con el bello título de Pérez de Ayala, para definir y celebrar la que al caer de la tarde nos bañaba; y por esta vez era verdad. Pisábamos la ondulada, casi llana plataforma que por Aravaca domina la vaguada del Manzanares. Frente a nosotros, con una cercanía acrecida por la excepcional transparencia del aire -¿es que a la polución atmosférica le dan a veces descanso dominical?-, Madrid, este Madrid acromegálico de los últimos treinta años, se extendía a lo largo del río humilde y manipulado que antaño le flanqueaba y hoy le divide. Qué próxima a los ojos y qué alejada de la piel y los oídos la caótica, enervante acumulación de atascos, prisas, frenazos, sobresaltos, dicterios, sordas tensiones anímicas y tiempo perdido para ganar tiempo que, salvo los raros oasis de trabajo reposarlo o conversación grata, nuestra capital ha venido a ser. Esa visual proximidad y esa lejanía auditiva y táctil, ¿pondrían un oscuro, acaso sádico plus de intensidad en nuestro gozo de sentirnos acariciados por las envolventes manos invisibles de una deliciosa tarde de otoño? Las dispersas encinas, los discretos almendros, la medida arrogancia de los cipreses, el rojo esplendor con que tantas hojas vegetales se despiden de su verde vida estival, ¿se nos hacían más gustosos precisamente por la inmediata, casi visible proximidad de quienes entonces se hallaban sometidos al tormento de la existencia en el seno de la ciudad monstruosa? Más o menos reprimida o sublimada, ¿existirá en el alma de todos, incluidos aquellos a quienes solemos tener por altruistas o abnegados, una venilla de pasión sádica?

Pero yo, don Teófilo, no le escribo esta carta abierta para recordar con gratitud dulces sentimientos compartidos o para bucear con Freud en los turbios senos de las aguas -«Aqueronte», las llamó virgilianamente el propio Freud- que, acaso sin advertirlo nosotros, fluyen por las más profundas regiones de nuestras almas. Lo hago para comentar algo que a todos los hombres de hoy interesa, debe interesar, al menos; algo que fugazmente surgió durante la conversación que, ya de vuelta de nuestro breve paseo bajo la tibia y dorada luz del sol, sostuvimos usted, Bataillon y yo. Tema: la sombría, amenazadora situación actual del mundo entero. Actitud común frente a ese tema: la confianza en la inteligencia del hombre occidental para salir del duro trance que ahora le atosiga. ¿Optimismo? No, porque ninguno de los tres creíamos, como antaño el doctor Pangloss, que por obra de la naturaleza misma de las cosas, todo camina siempre hacia lo mejor. Más que optimismo, esperanza: la amenazada, oprimida, irreductible esperanza de quienes por haberse educado contemplando en su integridad y haciendo suya la historia entera de Occidente, desde que el espíritu de éste nació, hace ahora veinticinco siglos, en las riberas jónicas e itálico-sicilianas, dentro de sí mismos se sienten obligados a confiar en la virtualidad creadora de ese espíritu. No: pese a las falsas profecías de Eduard von Hartmann, cuando el optimismo histórico más entusiasta era la nota dominante en las almas europeas, no será el suicidio colectivo -ni siquiera la tentación del suicidio colectivo- el final de la humanidad.

Nuestro breve coloquio me recordaba otro, que hace ahora como veinte años tuvo como escenario la cervecería de Heidelberg «Zum roten Ochsen», tan universitariamente famosa en la ciudad del Neckar. Éramos cinco: dos viejos e ilustres profesores de Medicina interna, Siebeck y Oehme, muertos ya; dos ilustres filólogos, Meier y Hess, entonces en plena madurez y hoy, por fortuna, todavía vivos; yo mismo. Los dos viejos, formados antes de 1914, habían conocido su acné vital y científico entre las dos terribles guerras mundiales de nuestro siglo. Su esquema biográfico: un optimismo belle époque, quebrando por la primera de esas dos contiendas, y luego la ilusión intelectual y liberal de «los felices veintes» -no es difícil recordar lo que hacia 1928 era la ciencia europea-, segada en Alemania por el nazismo y la historia ulterior a 1939. A primera vista, lo suficiente para que el más negro pesimismo histórico hubiese invadido sus almas. Pero sólo a primera vista; porque en el curso de la conversación, cuyo tema principal fue el futuro de la cultura occidental, lo dos viejos mostraron ante ese futuro una confianza ilusionada -a la postre, una animosa juventud espiritual-, que por una parte contrastaba con el plomizo, desilusionado, hosco pesimismo de los dos filólogos, formados en la brillante Universidad alemana de entreguerras y todavía no repuestos de lo que para su país había sido el lapso temporal comprendido entre 1939 y 1945, y que coincidía, por otra parte, con mi propia confianza. La mía: la del contertulio menos añoso de los allí entonces reunidos, un español que de niño y de lejos había conocido con incipiente conciencia la primera guerra mundial -a mi infancia pertenece el recuerdo de aquel gran mapa de Europa en que mi padre, aliadófilo hasta las cachas, iba siguiendo con banderitas el desplazamiento de los frentes de batalla-, que de joven y muy de cerca había vivido durante casi tres años una atroz guerra civil -la enésima versión hispánica de aquellas bella plus quam civilia de las que, con expresión que por entonces me hizo conocer Antonio Tovar, había hablado el bético Lucano- y que de menos joven y no tan de lejos sintió como suya, en términos que luego, desde el más íntimo hondón de su conciencia, ha revisado a fondo, la guerra mundial segunda.

¿Por qué fue así? ¿Por qué la terca e ilusionada confianza de los dos viejos y mi personal concordancia con ella, a través del ánimo gris y desabrido de los dos hombres que por su edad estaban entre esos viejos y yo? Varias veces me he dado la respuesta: porque nosotros tres queríamos mirar nuestro presente desde la entera historia de Occidente -ellos, los viejos, seguían conservando en sus mentes un viejo hábito de juventud, el mismo hábito mental que yo, por mi formación intelectual, acaso también por mi carácter, había de adquirir más tarde-, y porque nuestros interlocutores, como tantos de sus coetáneos, no tenían aún suficientemente digerido el grave trauma afectivo y moral que para todos los germanos sensibles fue entre 1933 y 1945 la historia de su propio país.

En su casa de Aravaca, usted mostrando a Bataillon dos bellas ediciones de Erasmo, una española y otra tudesca, Bataillon muy dispuesto a tomar buena nota de la primera de estas preseas bibliográficas, yo frente a Bataillon y a usted; un español, usted, que entró en el siglo XX ya bien consciente de lo que el desastre del 98 había sido para su país y mejor dispuesto para sacar de él lección oportuna, un francés, Bataillon, que por esos años correteaba infantilmente en Dijon la casa de su padre, mientras éste se asomaba al ocultar de su microscopio, y otro español, yo, que en esa fecha sólo en la mente de Dios existía, los tres, cada cual a su modo, afirmábamos nuestra común fe en la inteligencia de un tipo de hombre, el occidental, que por la constante voluntad de ejercitar esa inteligencia se viene afirmando a sí mismo desde hace dos mil quinientos años. De los tres, yo era el más ganancioso; porque Bataillon y usted, usted y Bataillon, me estaban brindando entonces el privilegio de contemplar cómo el peso de la edad no puede con la fuerza del espíritu humano, cuando éste ha sido y sigue siendo vigoroso y lúcido. El intellectus supra tempus de que hablaban los filósofos medievales se me hacía así viviente e inmediata realidad.






ArribaAbajoPablo R. Picasso


ArribaAbajoPicasso, hombre del siglo

Disto mucho de ser el troyano Paris; mi padre fue médico rural, no rey de Ilión, mi madre no fue Hécuba, sino una buena mujer española, y mi vida no ha transcurrido en las dulces umbrías mitológicas del monte Ida, ni entre dioses y semidioses, sino sobre esta tierra de Iberia, tan pocas veces dulce, y entre hombres que en ocasiones, es verdad, creen ser dioses por dentro, pero que casi siempre son violentamente humanos por fuera. Nuestro tiempo, por otra parte, es tiempo que prefiere romper mitos a conservar y cultivar mitologías: el mito romántico de la Luna ha quedado deshecho bajo las botas de los cosmonautas, el dulce mito del corazón está desapareciendo entre los guantes de los cirujanos y el mito optimista de la natural bondad del hombre ha sido cien veces pisoteado y aplastado en nuestro siglo por los campos de concentración, los intentos de genocidio, los tiros en la nuca y la tortura física y moral desde el poder. Pero esto tiene la mitología cuando es buena, que puede metafóricamente aplicarse hasta en las situaciones más desmitificadoras y más desmitificadas; y esto tiene la imaginación del hombre, que incluso desde la Celtiberia del siglo XX puede llevarle a uno a ser no sólo el troyano Paris, sino, en cierto modo, hasta un compadre del mismísimo olímpico Zeus.

A ello, pues. Convertido por unos minutos en correveidile del Olimpo voy a satisfacer hoy un capricho suyo: recorreré con la memoria lo que va de este siglo nuestro, más de sus dos tercios ya, y elegiré entre los miles de millones de hombres que durante él han poblado este planeta los tres que mejor puedan representar a todos. Y puesto que el correveidile soy yo y Zeus me ha dado carta blanca, una cosa haré, ante de proceder a tal selección: excluir de ella a todos los que hayan conseguido su grandeza a costa de la sangre ajena. Si Zeus no queda luego contento, que me sustituya y busque a otro para quien el vaho de la sangre humana sea cosa grata. Tres grandes hombres, tres creadores incruentos capaces de llevar con su obra ante el hijo de Cronos el tan inmenso y tan discorde sentir de los terrícolas del siglo XX. ¿Quiénes podrán ser? Pienso en silencio unos minutos, miro una tras otra las distintas actividades del ingenio humano, me siento un poco agobiado ante la gran copia de nombres y figuras que danzan y danzan ante los ojos de mi alma, y por fin me quedo con tres: Alberto Einstein, Charlie Chaplin y Pablo Ruiz Picasso. Considero luego con calma mi decisión y la encuentro buena: sí, éste puede ser muy bien el trío de nuestros representantes. Llevo a Zeus los tres nombres, y el olímpico los acepta con una sonrisa tan ancha y mayestática que casi me da miedo; porque tal es el efecto que a nosotros los mortales os produce el sonreír de los dioses.

Algo más, sin embargo, quiere Zeus de mí. Sin necesidad de ir al Museo del Prado y pasar por las salas de Rubens, a su memoria sin ribera y sin sombra ha venido el recuerdo de un suceso que antaño tanto le divirtió, aquel juicio en que el troyano Paris hubo de preferir una entre Atenea, Hera y Afrodita, y me encarga que entre mis tres seleccionados yo, pobre de mí, elija el que me parezca más digno de ostentar por sí solo la fabulosa representación que los tres comparten. La manzana de oro de aquel lejano trance mitológico llevaba en torno a sí esta inscripción: «Para la más hermosa.» El diploma que Zeus quiere entregar ahora al elegido -en estos tiempos nuestros, tan desmitificadores como mixtificados, hasta en el Olimpo ha sido sustituido el oro por el papel- dice así: «Para el hombre más representativo del siglo XX.»

Dura elección. Ahí están ante mí los tres, uno tan muerto de cuerpo como vivo de obra y fama, los otros dos vivazos y coleando -vivitos no es palabra que les convenga- por este planeta de sus triunfos; ahí están Alberto Einstein, Charlie Chaplin y Pablo Ruiz Picasso. ¿A quién conceder el olímpico diploma, de quién deberá ser este mega-Nobel premio de nuestro siglo?

Alberto Einstein: el hombre que ha cambiado nuestra imagen del universo; el sabio que, como una vez dijo Ortega, podía permitirse el lujo de pasear por el mundo llevando colgados de la cadenilla de su reloj, a manera de dijes, todos los signos del Zodiaco; el titán del pensamiento que con sólo unos cuantos signos escritos sobre su libretita de trabajo puso en las manos de la humanidad esa colosal y hasta entonces inédita fuente de energía que hoy todos llamamos «atómica». Alberto Einstein: sin la menor duda, un enorme candidato.

Junto a él, la figurita de Charlie Chaplin, el Charlot de los franceses y los españoles, el Carlitos de nuestros hermanos de América, en este caso más hispanohablantes que nosotros. ¿Necesitaré decir que son incontables los hombres que le darían su voto? Varias razones abonan su posible elección. En primer término, el magno don que a todos, sin distinción de raza, país, sexo o edad, con tanta largueza ha sabido y querido hacernos: el don inestimable de una risa tan radical e integralmente humana, que siempre ha llevado en su seno vetas de la más fina melancolía. Y por añadidura, el haber sido símbolo visible y penetrante de dos enormes y actualísimas realidades universales: un ansia de libertad más allá de la máquina y el poder y una afirmación de la vida más fuerte que el dolor y la desesperación. Recordad Tiempos modernos, El dictador, Candilejas. Otro gran candidato, ciertamente, este Charlie, Charlot o Carlitos.

Al lado de Alberto Einstein y Charlie Chaplin, Pablo Ruiz Picasso. ¿Con qué títulos? ¿Sus descomunales, casi increíbles dotes de pintor? Por supuesto. Pero sobre ellas, dándoles significación universalmente representativa, lo que con ellas ha querido y ha sabido decir de todos los hombres y a todos los hombres que en este siglo nuestro estamos poblando la Tierra; y apurando más el análisis, de los hombres y a los hombres todos.

Con sus incesantes cambios de estilo, técnica y tema, ha dicho de todos nosotros y nos ha dicho a todos, con figuras y signos que no necesitan de traducción simultánea, porque abiertamente la llevan en sí mismos, no sólo que nuestro mundo está en profunda y no resuelta crisis, verdad hoy tópica, aunque harto menos tópica cuando él como pintor comenzó a sentirla, allá entre 1905 y 1910, sino que la inquietud -una inquietud más zubiriana que agustiniana: qui potest capere, capiat- es una de las notas radicales y constitutivas de la existencia terrenal del hombre.

Con la indudable pretensión de totalidad que tan evidentemente muestran la materia y la forma de su pintura -todos los temas, todas las técnicas, todos los estilos, todos los puntos de vista, todos los aspectos visivos de la realidad misma, todos los talantes del alma...; todo, todo, todo, todo-, ha proclamado pictóricamente que, bajo el vértigo y la corteza de nuestra vida diaria, una inabdicable pretensión de ser de alguna manera «todo», de ser «todo» al modo humano, constituye un ansia arraigada en lo más secreto de nuestro ser; con tanta fuerza arraigada, que sin saberla de alguna manera satisfecha no puede el hombre sentirse completo, no puede ser real y verdaderamente feliz.

Con su entrañable y reiterada preocupación de pintor-hombre por uno de los máximos y más centrales temas de nuestro tiempo; el insondable, pero en alguna manera combatible problema del dolor no merecido -por un lado, el sufrimiento en uno mismo de un dolor no merecido, ved con la memoria sus arlequines, sus familias circenses, muchos de sus niños, recordad la tristeza metafísica de esa Mujer que plancha; por otro, la crueldad de producir en los demás un dolor no merecido, ahí están su Guernica y su Corea-, Picasso, en fin, ha puesto ante los ojos de todos el nervio más universal y unificante de la ética de nuestro siglo; o, mejor aún, de todas las almas de este siglo para las cuales las palabras «hombre», «dolor» y «ética» no sean meros tañidos de címbalo, dichas las cosas a la fuerte manera antigua de otro Pablo, el de Tarso.

Alberto Einstein, Charlie Chaplin, Pablo Ruiz Picasso. ¿Cuál elegir entre ellos como hombre más representativo del siglo XX? Después de muchas dudas, mi preferencia se inclina hacia el tercero, hacia el malagueño-coruñés-barcelonés-parisiense-provenzal-planetario Pablo Ruiz Picasso. Sí: resueltamente, su nombre es el que yo voy a poner ante los ojos inmensos, pluscuampicassianos, transpicassianos, del olímpico Zeus. ¿Me lo aceptará? así lo espero. Pero lo cierto es que, decida él lo que decida, yo me quedaré muy tranquilo, porque con ese nombre le habré llevado la verdad de muchos, de muchísimos hombres de hoy y -por supuesto- mi propia verdad.