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ArribaAbajoFederico García Lorca


ArribaAbajoResurrección de «Yerma»

Por primera y única vez, yo había visto Yerma en 1935, cuando la encarnaba la inolvidable Margarita Xirgu. Fue una representación en honor de la gran actriz organizada por un grupo social levantino en el que, presumiblemente, no era escasa la proporción de los practicantes del neomaltusianismo; y con toda lealtad debo confesar que aquel curioso espectáculo -un público de neomaltusianos aplaudiendo con entusiasmo el drama de la esterilidad conyugal- ha venido lastrando mi recuerdo del famoso drama lorquiano. Tal fue la principal razón por la cual no quise verlo cuando hace años fue repuesto. Tal ha sido, en fin, una de las causas del íntimo recelo con que hace unos días me dirigía yo hacia el teatro de la Comedia, de Madrid, para asistir a la discutida versión que de Yerma están ofreciendo Nuria Espert y Víctor García.

Discutida, sí. Juzgando por lo que dispersamente yo he leído y oído, dos son los frentes de la informal polémica. A un lado, los nostálgicos: los que conocieron a García Lorca, admiraron de cerca la torrencial simpatía de su persona y la indudable genialidad de sus invenciones poéticas -con él comparecen la sangre y el instinto, ahí es nada, en el Parnaso europeo- y le acompañaron en sus primeros triunfos teatrales. Éstos, los nostálgicos, se oponen con varia energía a una representación en que la prosa y el verso lorquianos no parecen surgir como surtidores de las gargantas que los dicen, ni señorear con dominio absoluto el ámbito de la escena. En el lado contrario, los innovadores: los que piensan que de una obra teatral puede ser quirúrgicamente suprimida toda circunstancia de tiempo y lugar, con el fin de que ante el espectador brille la desnuda esencia de lo que está viendo y oyendo, y que, por añadidura, esa obra debe ser presentada a través de cuantas novedades técnicas -decoración, sonido, vestuario, movimiento escénico- que ofrezca la situación en que se la estrena o repone. «La Yerma de Federico era aquélla», dicen los nostálgicos. «Si Federico viviera -¡qué enorme y no extinguido drama, Dios mío, bajo este giro condicional!-, la Yerma que él querría sería ésta», responden los innovadores.

Con aquel recuerdo en los senos de mi memoria y con el eco de esta reciente discusión en la piel de mis tímpanos iba yo esa noche hacia el teatro de la Comedia. Más aún llevaba conmigo: mi profunda convicción de que toda la obra dramática de Federico García Lorca anterior a 1936 es, respecto de la que ese terrible año nacía -teatro tierno: Doña Rosita; teatro trágico: La casa de Bernarda Alba; teatro poético-existencial: Así que pasen cinco años-, pura prehistoria. En 1936, a la vez que el cuerpo de García Lorca estaba al borde de su no bien llorada muerte, su producción teatral se hallaba en la linde de su definitivo crecimiento, a la vera de una maravillosa y definitiva transfiguración. Y con todo esto en el alma, de golpe, el imprevisto, removedor espectáculo de la Yerma que nos regalan y nos disparan -¿no son acaso el regalo y el disparo las dos acciones que ellos ejecutan?- Nuria Espert y Víctor García.

De la espléndida labor de Nuria Espert en esta novísima Yerma hablaré al fin de mi comentario, cuando haya expuesto con algún orden todo lo que su representación me ha hecho ver. Ahora quiero hablar, procediendo de fuera adentro, desde lo que en el espectáculo es vestidura hasta lo que en el drama es cuerpo, más aún, hasta lo que en el drama es alma, sólo del revolucionario montaje de Víctor García. Ni pueblo andaluz, ni paisaje de olivos, ni arroyos donde lavanderas ventri-deseosas y ventri-esperanzadas canten en bien concertados versos lo que el arca de su cuerpo ya es o pronto va a ser. Ni paredes lucientemente encaladas, ni gleba rojiza sobre la que se alza el gris-verde-plata del olivar. No: sólo una lona neutramente verdosa, sobriamente animada acá y allá por reflejos casi mates y cubierta en la altura por el luto invariable e implacable de una bóveda negra. Invariable e implacable ese luto, porque lo que allí vamos a contemplar es un drama cuyo final será y no podrá no ser la muerte. Pero bajo esa bóveda, un suelo, la lona de que acabo de hablar, que a lo largo de la acción va a desempeñar cuatro funciones diferentes y será en consecuencia -bajo forma de cosa-sentido, como nos ha enseñado a decir Zubiri- cuatro realidades entre sí distintas: suelo elástico y vibrátil, tierra hundida e inmóvil, tienda en que la vida se aloja y vela tendida por el viento, uliseica vela mediterránea.

Suelo elástico y vibrátil: lo que en esencia es el mundo material en torno cuando la vida en ese mundo está siendo sexualidad en acto. Tierra hundida e inmóvil: lo que para nosotros viene a ser la superficie del planeta cuando nuestra existencia, exenta de las alas que le permiten volar, la pasión y el ensueño, se limita a apoyar sobre aquélla sus pies y sus pasos. Tienda en que la vida se aloja: el techo de que esa tierra ha de estar cubierta para que los hombres, débiles ante la naturaleza que les envuelve, puedan continuar la diaria hazaña de existir como tales hombres. Vela tendida por el viento: el artificio que nos permite navegar cuando dejamos la tierra, un lienzo que no sabemos si nos conduce hacia donde queremos ir o hacia donde ese mismo viento quiere llevarnos. En el caso de Ulises, hacia la ciudad en que con amor y paciencia le esperan; en el de Yerma, hacia la muerte del hombre que sin culpa suya -ni de él, ni de Yerma- no ha logrado hacerla madre. Pero esto ya no pertenece al montaje del drama, sino a la acción dramática. Procuraré decir cómo yo veo ahora la estructura y el sentido de esta acción.

Cuando se quiere analizar metódicamente el sentido de una obra literaria, es preciso plantearse con suficiente rigor tres cuestiones distintas: lo que su autor quiso decir con ella, lo que los demás en ella han visto y lo que ella es para nosotros; un «nosotros» que puede ser situacional o personal, tocante a la situación en que existimos o relativo a la peculiar sensibilidad de nuestra persona. ¿Qué quiso escenificar con Yerma Federico García Lorca, cuando hace casi cuarenta años la compuso? ¿Qué han visto luego en Yerma cuantos con voluntad de comprensión intelectual se han acercado a su representación o a su texto? ¿Qué nos dice Yerma a los hombres de hoy?

Demasiada materia para tratarla en un solo artículo volandero. Simplificando al máximo mi respuesta, me conformaré con decir que entre aquella primera Yerma de Federico y la que ahora puede verse en Madrid han pasado dos cosas principales: un cambio de mentalidad frente al problema del sexo, por tanto un suceso histórico, y la novedad que a la representación del drama han aportado Nuria Espert y Víctor García, por tanto un hecho escénico.

Quiero ser bien entendido. Hablando de ese cambio de mentalidad frente al problema del sexo no quiero decir que éste, el sexo, sea hoy cosa esencialmente distinta de lo que era hace cuarenta años. Pero aunque entonces ya hubiera logrado general vigencia el freudismo, ¿cómo no advertir que la actitud del mundo actual respecto de la líbido freudiana ha sufrido, en relación con aquélla, una profunda mutación a la vez social, intelectual y estimativa? Pues bien: dentro de nuestra situación histórica -mejor dicho: desde lo que yo, no sé si con error, creo ver en los senos de esa situación-, y a la luz de lo que la representación de Nuria Espert y Víctor García, allende todo lirismo ornamental, nos permite discernir en el meollo mismo del célebre drama lorquiano, yo veo el sentido de Yerma como la mostración escénica de una triple frustración: la frustración sexual, la frustración maternal y frustración social de su protagonista. Déjeseme examinar cada uno de estos tres ingredientes del drama de Yerma en sentido inverso al de mi enunciación.

¿En qué sentido hay una frustración social en la estructura del terrible fracaso vital de Yerma? Sólo dentro de una de las concepciones arcaicas del papel social de la mujer, la correspondiente a las viejas culturas patriarcales, puede ser captado ese sentido del drama que la mujer estéril vive en su alma; porque en la textura de tal concepción de la vida, la misión de la hembra humana, y mucho más cuando pertenece a una estirpe aristocrática -sea cortesana o pueblerina tal «aristocracia»-, consiste ante todo en dar a esa estirpe el hijo que dignamente la continúe. Mírese desde este punto de vista la significación social que en los pueblos españoles tenía hasta hace poco, y acaso siga teniendo hoy mismo, la palabra «machorra»; examínese con retina atenta y sensible la trama de la Andrómaca de Eurípides, y en ella la rivalidad entre la protagonista, cautiva princesa troyana que ha dado un hijo al pelida Neoptólemo, y Hermione, la estéril esposa legítima; léanse ciertas páginas de la Biblia. Por uno de sus costados, ¿qué es la campesina andaluza Yerma, sino una mujer que no concibe en su seno al continuador de una doble honra familiar, y comienza no sabiendo a quién corresponde la culpa -así, la culpa- de la invencible esterilidad de su vientre?

Sobre la frustración social -bajo ella, más bien, si nos atenernos a la estructura de la realidad humana-, la frustración maternal de Yerma: la conciencia íntima de que es inútil su existencia, la existencia de una mujer con vocación de madre, mientras no se agite en su entraña el retoño que ella ansía; el sentimiento de haber matado su propio hijo, al hijo imposible, cuando en el paroxismo de su triple frustración, que no otra cosa es la escena final del drama, da muerte violenta a su marido. Cualquiera que sea la consistencia última de los besos de éste, él es a los ojos de Yerma el verdadero culpable de su esterilidad de mujer, y él debe morir. Lleguemos o no lleguemos a ser homicidas «reales», ¿acaso no es el mismo nuestro más íntimo sentir cuando vemos o creemos que alguien exterior a nosotros impide a nuestra vocación personal, si ésta lo es de veras, si no es simple veleidad, realizarse como obra en nuestra personal biografía?

Y por fin, la frustración sexual: el medular fracaso de la mujer que no llega a sentir en los abismos de su cuerpo, allá donde éste se hace alma, cómo la caricia genesiaca del varón alcanza su íntegra plenitud vital. Dentro del penoso y total hundimiento de la existencia de Yerma, el costado que mejor nos hacen comprender la vida social y la psicología profunda de los años transcurridos entre el estreno del drama y el día en que hoy vivimos.

La esterilidad como frustración social es un hecho que ha perdido toda vigencia, al menos en las zonas desarrolladas -e incluso subdesarrolladas- del mundo histórico a que pertenecemos. La esterilidad como frustración maternal es un sentimiento que en las sociedades desarrolladas, usemos una vez más tan tópico vocablo, ha desaparecido o está a punto de desaparecer. Dentro de tales sociedades, ¿cuántas son las mujeres que como tales mujeres se sienten frustradas por no tener hijos? La frustración puramente sexual, en cambio, es un evento psicosocial y clínico cuya frecuencia sería difícil exagerar.

Pues bien, he aquí el gran hallazgo escénico de la gran actriz Nuria Espert, apoyada sobre el montaje de Víctor García: haber puesto en el primer plano de la representación este último ingrediente del fracaso existencial de Yerma; mas no desconociendo los otros, sino mostrándolos, como si fueran viejos y débiles daguerrotipos, a través de ese primer plano que ahora es la frustración sexual. Por esto hablé de una «resurrección de Yerma» en mi anterior artículo. Y por eso mismo puedo terminar el de hoy proclamando sin más adjetivos el valiente, fuerte, actualísimo talento de una actriz universal que se llama, catalanísimamente, Nuria Espert.




ArribaAbajoPueblo sin río

Martirio, una de las hijas de Bernarda Alba, dice una vez, como de pasada, para justificar el hastío que consume su vida: «Todo aquí es una horrible repetición.» Martirio -fea, sensible, concentrada, ambiciosa de algo a que poder llamar «amor»- ha puesto el dedo en la llaga del mundo en que La casa de Bernarda Alba tiene sus cimientos geográficos y sociales. Todo es una horrible repetición en ese mundo. A través del sol urente y pesadísimo del verano, de las lluvias torrenciales del otoño, de las nieblas y los cierzos del invierno, de las fugaces alegrías de la primavera, tres motivos perduran inmutables en las almas y en la sociedad del pueblo sin río -cifra y compendio de tantos pueblos de España- donde viven y lentamente mueren Bernarda y sus hijas.

«Pasión de tener» es el nombre del primero. Más que el dinero -la forma dinámica, impersonal y simbólica de la riqueza moderna-, tal pasión tiene como objeto la posesión, la tenencia inmediata de lo que se ve, se toca y se pisa: el suelo del haza y el olivar, la casa en que se habita, la yunta. La pasión del terrateniente de casta, la del que aspira a serlo, la del que día a día padece la agrura de no poder llegar a serlo, es, ante todo, la «terratenencia», el señorío directo sobre lo que da fundamento, seguridad y prestancia a la vida. En ella tiene su nervio más hondo la existencia concreta y las actitudes de las personas que vemos en la casa de Bernarda Alba y en torno a ella, entrevemos: la propia Bernarda, la Poncia, que sirve con fidelidad y odio a su dueña; Angustias, la heredera envidiada, Pepe el Romano, el gallo cortejador.

El segundo de esos tres motivos tiene por nombre «pasión de parecer». Hay que ser rico y honrado, esto ante todo; y si no se es, parecerlo. En el pueblo de Bernarda Alba y en todos los de su corte, la más eficaz consigna moral es la expresión «Que no se diga». «Que no se diga que en tu casa se come duro el pan, que no se diga que el luto por el difunto no ha sido el debido, que no se diga que Adela -la osada, la inconforme, la rebelde por amor- no ha muerto virgen.» Para que no se diga que ella no es tan rica como parece no se va Bernarda del pueblo. Que no se diga. Y cuando públicamente llega a decirse algo de alguien -cuando, por ejemplo, una madre abandona al hijo ilegítimo porque el terror a la deshonra social la ha empujado a ello-, entonces la exclusión vindicativa, la maldición encolerizada, tal vez la muerte de quien se ha hecho reo de ese «decir».

«Pasión de la carne» hay que llamar al tercer motivo. No amor, sino pasión de la carne, grito o sollozo del sexo. Grito del sexo son las toscas aventuras eróticas de que la Poncia habla a Bernarda. Sollozo del sexo es la vida cotidiana de las cinco hijas de Bernarda Alba, gimientes bajo la reclusión que las ahoga acechantes tras la ventana, cuando por la calle del pueblo pasan el brío elemental, el sudor y la canción de los segadores. Y la rebelión de Adela, ¿qué es su entrada, sino un grito del sexo que ardiente, frenéticamente anhela hacerse pleno y verdadero amor? Antes que a la efusión confidencial del alma -la savia por la cual se hace el amor verdadero el impulso erótico-, los hierros de la reja de Adela han dado cauce a la impaciente pasión de la carne. En ese rápido tránsito del sexo al amor ha llegado a la pobre Adela la muerte.

Pasión de tener, pasión de parecer, pasión de la carne; y al fondo, la muerte. Ella es la que en el pueblo de Bernarda Alba quiebra de cuando en cuando el flujo permanente de esos tres motivos del alma. Muerte llana y natural, con misa cantada, yantar funeral, llanto de plañideras y ritual visita de pésame, como esa del marido de Bernarda que sirve de punto de partida al drama: la muerte de quienes sin rebeldía someten su triple pasión a las poderosas reglas morales de la sociedad en que viven. Muerte violenta y trágica, con una red de silencio y reticencias en torno al cadáver que se entierra, como esa de la pobre Adela que da al drama su desenlace: la muerte que amenaza a quienes no aceptan la dura, inexorable ley de su mundo. «Drama de mujeres en los pueblos de España», reza el subtítulo de esta máxima cima del teatro de Federico García Lorca. En rigor, tragedia, como la de Antígona, la de Electra, la de Fedra, la de Hécuba: el destino trágico, la tragedia de quien, de un modo u otro, pone su pasión y su libertad en rebeldía contra las forzosidades y los poderes de la realidad que le rodea. Tragedia ibérica, en este caso: hado mortal del inconforme con las normas que en los viejos pueblos de España regulan y socialmente configuran la pasión de tener, la pasión de parecer, la pasión de la carne.

¡Qué súbita, qué poderosa madurez la del dramaturgo García Lorca, desde Yerma a La casa de Bernarda Alba! La acción escénica se acendra, se esencializa: ocurre ahora en escena lo que tiene que ocurrir -sólo la irreal y desazonante ansia de maternidad de la abuela loca rompe tan espléndida ascesis-, y nada más que esto. La desaparición de un retrato, la vigilia enconada de una sirviente, la opresión del calor nocturno bastan para que la tensión dramática se inicie, crezca y estalle. El lenguaje, a su vez, se hace sobrio, despojado directo. Si por lirismo se entiende lo que es tópico entender, diremos que el de La casa de Bernarda Alba está en lo que sus personajes hacen y dicen, no en su modo de decir. En un ensayo inolvidable, nuestro inolvidable Ángel Álvarez de Miranda mostró la gran frecuencia con que los motivos más diversos del mundo mítico precristiano y popular laten, hierven, más bien, en la expresión poética de García Lorca. Pues bien: yo diría que el gran poeta, como iniciando teatralmente la madurez definitiva de su espíritu, voluntaria y deliberadamente se desmitifica en el lenguaje de La casa de Bernarda Alba. Siendo esencialmente fiel a sí mismo, a su idioma y a su tierra, sin mengua de su altísima calidad de poeta, deja en su obra que hable sin mitos la verdad violenta y seca de las almas.

Preguntas y preguntas vienen con urgencia a las mientes. ¿Qué será de los pueblos como el de Bernarda Alba -pueblo sin río-, si a ellos se sabe llevar con eficacia agua y amor, verdadero amor? «Parleu-li del mar, germans!» decía, pensando en pueblos como éstos, y según su visión mediterránea del mar, otro gran poeta, el noble y vidente Maragall. Y, por otra parte, ¿adónde hubiese podido llegar literalmente la madurez definitiva del dramaturgo que con tanta y tan clara maestría la iniciaba? Para nuestro dolor, no hemos podido saberlo.






ArribaAbajoEnrique Lafuente Ferrari


ArribaAbajoEl arte de componer

No es fácil el arte de bien componer. Dice Luis Reynaud, en su libro L'âme allemande, que los alemanes, sabiendo mucho, no saben componer. Tacto para sopesar la dosis de los ingredientes, buen tino para ordenarlos; he ahí los dos mandamientos cardinales del que los romanos llamaron ars concinnandi. ¡Qué bien ha sabido cumplirlos Lafuente Ferrari en su Breve historia de la pintura española!

Tres ingredientes debe aderezar el historiador de obras humanas, sean éstas lienzos pintados, edificaciones o libros: noticias, relaciones e intenciones. La noticia nos informa acerca de la realidad individual de la obra: cuándo, dónde y cómo fue pintado un cuadro, quién lo encargó, qué figuras y colores lo componen, etc. Llamo relación a la que necesariamente existe entre la obra y el mundo físico, histórico y social en que fue creada. El historiador debe decirnos, por ejemplo, qué relaciones objetivamente demostrables existen entre los lienzos de Zurbarán y el mundo español de la Contrarreforma, o entre los retratos de Esquivel y el auge social de la burguesía, y entre los paisajes de Haes y la naturaleza física de España. Vienen, por fin, las intenciones. Son, por supuesto, las del autor de la obra; el historiador no puede hacer otra cosa que conjeturarlas, a la vista de la obra misma, mediante juicios interpretativos o exegéticos más o menos probables. Por ejemplo: supuesto que los retratos de Velázquez o los paisajes de Rusiñol tienen tales y tales notas objetivas, ¿qué se propusieron Velázquez y Rusiñol, al pintarlos, qué quisieron «decir» con ellos a quienes habíamos de contemplarlos?

Aquí viene el problema. Hay historiadores del Arte tan tímidos frente a la conjetura o tan incapaces de percibir cuanto no sea nota sensorial o documento, que hacen de sus relatos históricos un centón de noticias más o menos bien ordenadas. Otros, viciosos de la interpretación subjetiva, ebrios de ella, a veces, convierten a la historiografía en lirismo exegético. Algunos, en fin, se dan a la empresa de disolver la singular originalidad de cada obra de arte en el mar sin riberas de la situación histórica y social en que fue creada. A todos estos extravíos ha sabido dar atinada réplica el historiador Lafuente Ferrari.

Las noticias, por ejemplo, son en su libro suficientes y precisas. Ni un empacho de datos, ni esa molesta sensación de inconsistencia, de masa espectral, o deshuesada que dan las historias impresionistas. Precisas y certeras son también las relaciones que Lafuente establece de cuando en cuando entre la obra pictórica y el inundo del autor: léase, a título de ejemplo, el acabado análisis de las condiciones sociales en que vive el artista durante el siglo XIX o el incisivo apunte acerca de la conexión entre el modernismo pictórico y el literario. Y luego la conjetura de intenciones, siempre prudente y aguda, siempre tan llena -suprema calidad- de evidencia. Recordad un retrato de Velázquez. ¿Qué nos quiso decir con él nuestro omnipotente pintor, cuál fue su intención al crearlo? Lafuente sabe expresarlo con una fórmula honda, sencilla, evidente. El retrato velazqueño revela «un supremo deseo de salvar la personalidad humana sin mentir». Como un teólogo de Trento, pero con sus pinceles, Velázquez ensalza la hermosa dignidad del hombre, de cada hombre, y nos descubre un amoroso deseo de salvarle íntegro, con su cuerpo y su alma. Quiere, además, salvarle sin mentir; y así la verdad de Velázquez no es construcción idealista, sino, a la manera clásica, asombrado descubrimiento. Todo el secreto de Velázquez fue apresado por Lafuente en la breve red de cristal de una frase afortunada.

El aficionado a considerar las obras humanas bajo especie de universalidad verá en este libro, mejor acaso que en cualquier otro, cuál ha sido la contribución española al arte de representar el mundo mediante figuras. Los que prefieran seguir fieles a la interpretación nacionalista de la Historia hallarán en él un transparente y bien trabajado ventanal de la intimidad española, porque, como nos recuerda Lafuente, «en las obras de nuestros grandes pintores ha hecho España a la posteridad algunas de sus más sinceras confidencias». Los gustosos de admirar la originalidad personal se complacerán viéndola tantas veces definida. Y todos cuantos lo lean, sea cualquiera la orientación de su espíritu, gozarán el poco usado deleite de contemplar un libro bien compuesto. Un libro de Historia en que las noticias, las relaciones y las intenciones han sido aderezadas por el autor con suave y armonioso tacto.






ArribaAbajoEdgar Neville


ArribaAbajoNo todo acaba bien

En mi vida profesional explico a mis alumnos una materia cuyo tema genérico es la historia; en mi vida periodística cuento a mis lectores mi personal manera de ver y entender algunas de las piezas que se están representando en los teatros de Madrid; con tanto retraso, en ocasiones, que más de uno se sentirá movido a decir, al echarse a la cara el titulito de mi artículo : «Ea, ya está aquí este señor para comentar la invención del telégrafo como si fuese una cosa de ayer por la tarde.» ¿Será éste el caso cuando se descubra que mi glosa de hoy tiene su tema en una comedia musical La vida en un hilo, que sobre las tablas del teatro Eslava anda camino de sus trescientas representaciones? Tal vez. Pero si así sucede, déjeseme salvar la deficiencia de mi actividad periodística con la peculiaridad de mi actividad profesional, y decir a mi posible objetante; «La misión del historiador, ¿no consiste ante todo en presentar a los personajes del pasado, llámense Julio César o Perico el de los Palotes, como si estuviesen vivitos y coleando delante de nosotros?» Pues esto es lo que yo voy a hacer con algo que, a fuerza de repetirse día tras día, ya ha dejado de ser noticia. Tanto más puedo hacerlo, cuanto que el suceso de que ahora voy a ocuparme sigue viviendo y coleando como el día de su estreno en un escenario de la calle del Arenal.

La vida en un hilo -puntual y amistosamente nos lo recuerda Alfredo Marquerie- comenzó su existencia pública como película, la prosiguió como farsa, y al cabo de los años, por obra y gracia de un eminente hombre de teatro, el ya veterano y todavía joven Luis Escobar, nos da ocasión de admirar una vez más a Irene Gutiérrez Caba, que habla, canta y llena de gracioso movimiento la escena del Eslava como sólo una gran actriz puede hacerlo. «Todo el cuerpo del hombre es expresión», decía yo en un curso muy reciente. «Todo el cuerpo del gran actor -su lengua, su mirada, su cuello, sus manos, sus piernas- puede ser expresión bella», añado ahora; y esto es precisamente lo que acontece con el de Irene Gutiérrez Caba en esta versión musical y coreográfica de La vida en un hilo.

Pero a todo esto, ¿qué es -qué ha ido siendo a lo largo de sus variopintas transformaciones- La vida en un hilo? Echando mano de ese onmímodo poder para barajar tiempos y situaciones de que siempre disponen y de que a veces abusan los historiadores, he aquí mi respuesta: «Es la desenfadad y alegre respuesta que el español Edgar Neville, un hombre que amaga la vida hasta el extremo de vestir del más desaforado epicureísmo la más entrañada melancolía, dio avant la lettre a un problema que desesperanzada y amargamente había de plantear, también en el teatro, el suizo Max Frisch, un hombre que ama la vida hasta el extremo de vestir de la más desengañada acritud revolucionaria la más intensa pasión por las dulzuras de la existencia burguesa.»

¿Recordáis Biografía? Si un hombre inteligente y fracasado -viene a decirnos con ese drama Max Frisch- pudiese rehacer su vida sabiendo lo que en ella le espera, volvería a hacer lo mismo que hizo, porque la suma del carácter personal y la circunstancia tiene tal fuerza determinante sobre la conducta, que llega a constituirse para nosotros en fatum, en sino fatal e invencible. Pues bien, en los antípodas de Max Frisch, sólo por puro juego, Edgar Neville nos dice con La vida en un hilo: por obra del azar, una mujer bonita y alegre puede casarse con un insoportable pelmazo, en lugar de hacerlo con el mozo simpaticón y divertido que también por azar encontró junto a sí el mismo día que a su futuro y pesadísimo marido; puesta esa mujer en el imposible trance de elegir de nuevo, y teniendo a la vista lo que más tarde va a ser su destino, ella sabría vencer el peso de la circunstancia y se iría, tan campante, con el tal mozo divertido y simpaticón; pero la vida es a veces tan macanuda, como dicen los bonaerenses, que le permite a uno hacer lo que tiempo antes quiso y no pudo, porque a los dos años de casada queda libre Mercedes, gracias a una oportuna pulmonía resistente a la penicilina, de su gravitante cónyuge, y todavía con el suave morado de un suave alivio sobre su lindo cuerpo, vuelve a encontrarse con el tipo que pudo ser, que no fue y que al fin acaba siendo.

Edgar Neville, el hombre Edgar Neville, ¿qué es lo que quería, sino que las cosas acabaran bien, aunque hubiesen comenzado mal? Sin permiso de Luis Escobar, lo diré con la letra de su semblanza:


Edgar Neville ha sido un perpetuo anacronismo,
Ha sido un cínico sentimental,
un egoísta abnegado,
un epicúreo estoico.
Un talento prolífico que ha escrito poco.
Un castizo internacional.
Un diplomático que jamás ha pactado.
Un finísimo ingenio alojado en una caja desmedida.
Por haber amado tanto la vida,
y quizá para sorprenderle un poco,
le habrá recibido Dios con su más amplia sonrisa

Entonces, y puesto que al término de todo está, según la amistosa visión poética de Luis Escobar, esa ancha sonrisa de Dios, entonces, digo, ¿todo ha acabado bien? No por completo. Porque Edgar, estoy seguro, habría querido ver cómo Irene Gutiérrez Caba habla, canta y mueve graciosamente sobre la escena la acción de la comedia que él quiso llamar La vida en un hilo.






ArribaAbajoJosé Camón Aznar


ArribaAbajoTodo el Greco

Varias veces he pensado que el historiador -el hombre que contempla y estudia las obras de los hombres- no cumple por entero su misión si no es capaz de contestar, mejor o peor, a cuatro preguntas principales.

Primera: lo que el autor de la obra hizo; o, con otras palabras, lo que la obra es en sí misma. Un atenimiento demasiado exclusivo y estrecho a esta ineludible exigencia de la historiografía ha dado origen al «positivismo historiográfico».

Segunda: lo que el autor de la obra quiso hacer con ella, el secreto mundo de sus intenciones individuales, típicas y humanas; tácitas las más veces, expresas, otras, y muy oscuramente vividas casi siempre, si de obras artísticas se trata. El «psicologismo historiográfico» es el fruto de cumplir viciosamente este imperativo.

Tercera: lo que la obra dice al historiador, el «sentido» que para él tiene o parece tener. Un vago «impresionismo historiográfico individual», recurso de sensitivos e impotentes, es el riesgo de quienes sólo esta cuerda pulsan.

Cuarta: lo que la obra dice al historiador en tanto que copartícipe de una determinada situación (época, pueblo) o, ahondando más, en tanto que hombre; el «sentido» que para ciertos hombres o para todos los hombres parece tener la obra estudiada. De cultivar unilateralmente este menester nace un «impresionismo historiográfico» de nuevo género; no «individual», como el anterior, sino «típico» o «específico».

He aquí los dos volúmenes de Dominico Greco, el grande y hermoso libro de Camón Aznar. Hácenle hermoso y grande su porte, el contenido y trabajado arrebato de sus descripciones, el decoro y la munificencia de sus imágenes. Sí; eso es lo que entra por los ojos de la cara. Pero algo hay en él -algo cuya percepción es cosa de la mente, no del sentido- que le confiere su grandeza y su hermosura definitivas: la decisión, el brío disciplinado con que su autor se ha lanzado al cumplimiento de esas cuatro primordiales exigencias de la historiografía. Sin suficiencia, porque mi oficio no es la historia del arte, y con el adarme de pedantería que tal oficio impone, voy a decir cómo veo yo las cuatro poderosas respuestas de Camón a la pregunta que acerca de sí mismo -«¿Qué soy, qué valgo, qué significo?»- le ha dirigido Dominico Theotocópuli, pintor cretense y toledano.

«Contaré primero lo que has hecho», le ha respondido el historiador. Un catálogo que resume y mejora los precedentes, una muy precisa descripción, cronológicamente ordenada, de toda la obra de El Greco, un acabado estudio de cómo el mundo visible y estético del pintor -Bizancio, Venecia, Roma, Toledo- se halla presente en la materia y en la forma de sus lienzos: tales son los términos de la respuesta de Camón. Con ella, el alma del lector queda reclusa dentro de la sobreabundante realidad del prodigio. Miles de altas figuras, valentísimas de arquitectura y color, le rodean, hechas limpia imagen y bien castigada palabra. Cada una de ellas tiene su propio secreto; todas juntas, un secreto común: el del espíritu de su creador. ¿Cuál es este? ¿Qué quiso hacer El Greco, dando pintada existencia a sus criaturas portentosas?

En su apasionada pesquisa de lo que El Greco quiso hacer, consiste, a mi juicio de lego, lo más valioso del libro de Camón. Con muy resuelta firmeza ha huido Camón de interpretaciones «ambientales», y se ha atenido a los dos únicas instancias en verdad necesarias y decisivas: las formas mismas, interpretadas como expresiones de una intención creadora (lo que el artista dijo de sí mismo con el pincel) y las opiniones auténticas del pintor sobre la obra propia y la obra ajena (lo que dijo con palabras acerca de sí mismo). La pasmosa opinión de Theotocópuli sobre Miguel Ángel -«Un buen hombre que no sabía pintar»-, testimonio audible de una actitud nueva y personalísima frente a la representación pictórica de las formas visibles, y muy singularmente las del hombre, es, creo, una clave oculta y constante del luminoso, desvivido esfuerzo hermenéutico de Camón. En Miguel Ángel, esclavo de la forma real, la fuerza y la pasión del espíritu no pasan de exasperar, encrespar, encolerizar los cuerpos humanos. Con la genial libertad figurativa de El Greco, «el bloque pétreo del que surgían bellezas exactas y atormentadas es sustituido por materia de nube que se conforma a los deseos aguileños... Lo que era motín angélico se cambia en Gloria, se hace apasionada ascensión unánime, como río vertical». Desde esta intuición central y ordenadora hay que contemplar el múltiple secreto de El Greco, pintor de lo más humano y lo más sobrehumano del hombre.

Mucho de personal hay en las interpretaciones de Camón; mucho, por tanto, de lo que El Greco le ha dicho a él, hombre individual. Contrapuso Unamuno los hombres que hablan como libros y los libros que hablan como hombres. El de Camón es uno de éstos. Pero el humanísimo hablar de este libro le viene también, en no escasa medida, de la certera agudeza con que expresa mucho de lo que El Greco nos dice a los hombres de hoy. Porque Dominico Theotocópuli no es para nosotros el genio pesimista y melancólico, o el negador del mundo, y menos el enfermo; es el demiurgo cristiano que puede y quiere ensalzar todo lo real hacia su más alto y definitivo destino. Genio cuya llama, como la del mejor Quevedo -«Nadar sabe mi llama la agua fría, y perder el respeto a ley severa»-, no quiso ver en la realidad otra ley que la de su propia esperanza.

El Greco habla, en fin, al hombre in genere; dice algo importante a la humanidad de todos los tiempos, aunque los oídos sean a veces insensibles al permanente mensaje, y otras no recojan sino tal o cual accidente suyo. No poco aporta Camón a la tarea de alumbrar, describir e interpretar las confidencias más genéricas y esencialmente humanas del cretense; su eficaz historia de la fama de El Greco nos acerca a ellas; sus profundos hallazgos hermenéuticos frente a los lienzos más definidores desvelan muchas veces la sellada intimidad de la creación pictórica. Pero, si se permite aquí la opinión de un aficionado a la antropología y a la intelección de los problemas humanos desde una cabal teoría del hombre, ¿verdad que es éste el punto donde más se advierte la actual carencia de una doctrina suficiente acerca de la relación entre el hombre pintor y el hombre contemplador: una doctrina formalmente aplicable al decorador de Altamira, a Leonardo, a El Greco y a Picasso? ¿Por qué los sondeos y esclarecimientos de Woelfflin y d'Ors -hablo de lo que conozco- no han sido sistemáticamente proseguidos, dentro de una bien articulada idea del ser humano? Aunque, en el caso de este espléndido libro, tal vez mis preguntas vengan de la terrenal propensión a pedir lo imperfectible, apenas se ha llegado a sentir la proximidad de lo perfecto.

Tuvo razón Paravicino: «Creta te dio la vida y los pinceles; Toledo, mejor patria...» Toledo; esto es, España. Lo hizo con su vida mortal, hacia 1575; lo viene haciendo con su fama, desde fines del siglo XIX. La línea que jalonan el cenáculo de Sitges, la sensibilidad del noventa y ocho y el decisivo libro de Cossío, culmina en este otro, monumental, de José Camón Aznar, eminente en la empresa de mejorarle la patria al pintor Dominico, El Greco.