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Materia dispuesta. Toallas ejemplares [Fragmento, primer capítulo]

Juan Villoro





Mi padre siempre usó el lado rasposo de la toalla. Si algo definía su carácter era la furia para frotar y admirar su carne enrojecida; el vapor se disolvía en el espejo, mostrando a un hombre joven (en mi primer recuerdo debe haber tenido 28 años), con la toalla firmemente atada a la cintura, satisfecho de los músculos que en su particular código de valores significaban «estar vivo». Había que mantener el cuerpo en guardia, rascarse las sienes, darse un golpe estratégico en el pecho, usar agua fría.

En la casa las toallas se planchaban hasta lograr un efecto de prensado. Al desdoblarse hacían ruido, y con ese rumor empezó mi historia general del mundo. Ignoraba casi todo, pero no que hubo una civilización con las manías paternas: Esparta.

A los seis años recibí un inútil globo terráqueo y mi índice asalchichado trató de posarse en Esparta. En vano. La nación de las molestias edificantes, donde las manzanas se comían verdes, fue derrotada por tribus confortables.

-¿Y eso qué? -preguntó mi padre.

No me atreví a responder «eso demuestra que se equivocaron». Para él los rigores eran un fin en sí mismos.

Supongo que me seguí bañando porque mamá suavizaba toallas secretas para ella y para mí. Crecí del lado opuesto, algo que en la esotérica valoración de las telas familiares significaba dejarse llevar por la vida fácil, ceder a las presiones y a los gustos plácidos. Mucha miel de abeja, mucha televisión, muchos cojines en el sofá.

Ante el espejo, mi padre se adoraba con una pasión casi mística. Me cuesta trabajo encontrarle esa mirada en otras circunstancias; persigo el recuerdo de sus ojos en éxtasis y sé que corro el riesgo de inventarlo. Las formas de la memoria me recuerdan, de manera inevitable, a una esfera de dulces en la farmacia cercana a la casa. El aparato contenía caramelos redondos, de distintos colores. Con una moneda de veinte centavos se podían obtener tres o cuatro. Me gustaba localizar una bola roja en la pecera de cristal y verla descender rumbo a la boca del aparato, oprimida por las demás. En ocasiones, el dulce avistado llegaba a la cuenca de mi mano; sin embargo, ¿podía estar seguro de que se trataba del mismo que había escogido antes? Lo único cierto es que para obtener un dulce había que sacar otros. Algo semejante sucede con los instantes perdidos; a veces no llega el momento solicitado, o llega en compañía de otros; regresa en densidad, y al final resulta imposible saber si se trata del recuerdo auténtico o de su copia, trabajada por las manías del tiempo, las presiones de los demás instantes que pugnan por salir.

Como es de suponerse, mientras engordaba con los dulces de la farmacia no sabía que mi memoria se adiestraba en sus imposibilidades, en la azarosa contigüidad de los recuerdos.

Escojo la mirada de mi padre ante el espejo, y al girar la manivela, con los dedos pegajosos de otra hora, recibo algo que no solicité y sin embargo forma parte de ese orden.

Digo «toalla» y recupero los ojos encendidos de mi padre, pero en el lugar equivocado. El barroco desorden de ese instante no puede ser pospuesto. Estoy en el jardín de una casa ajena. Soy un bulto que «juega» a ver hormigas. De pronto algo blando se desgaja en el pasto, un desmembramiento, un hormigueo de tierra. Alzo la vista y los columpios se mecen solos. Me vuelvo hacia la casa y sé que va a venirse abajo. Lo único que me importa es morir adentro.

Subo las escaleras, abro una puerta de golpe y lo que veo coincide penosamente con algo que ya sospechaba y en esencia quería comprobar. Es difícil acomodar el exceso visual de la escena. Hay un traje de charro en una silla, un corbatín tricolor se extiende sobre un tapete de peluche, junto a unas sandalias cherokees; el aire huele a cuero crudo, a vagas monturas. Las nalgas de mi padre son perfectas, redondas, rojizas. Con furia, con minuciosa exactitud, se hunde en la adorable Rita, a 6.3 en la escala de Mercalli. Sus ojos tienen un brillo acerado, ciego.

No advirtieron mi presencia, ni se enteraron del temblor. Cerré la puerta con cuidado. En el barandal de las escaleras descubrí el rastro de pulpa de tamarindo que dejé al subir.

La escena se me impone al barajar los años como la dura impronta de la que todo deriva. Sin embargo, fueron necesarias muchas cosas para llegar allí. Un enredo de suplantaciones, silencios, valores entendidos, me llevó a contemplar la intimidad ajena (la mayor cercanía no fue visual; más que los cuerpos, me asombraron sus impensables ruidos). En ese umbral, sin saber por qué, me sentí en total desventaja: gordo, sucio, incapaz de dejar de comer el hule con que forraba mis cuadernos, carne para las hormigas.

Pero tampoco quiero exagerar la fuerza del momento; aquella imagen no daba para un trauma profundo. ¿Entonces por qué me sentí tan mal? En principio porque el hombre que jadeaba era mi padre, pero más seguramente porque ciertas combinaciones exceden la mirada. Vi las plantas callosas de los pies, los dedos torcidos en la almohada, una flor de papel lila en el buró, los aditamentos de la mala hora. Eran pocos pero todos sobraban.

Hasta ese día nada me parecía mejor que acompañar a mi padre. Dos veces por semana íbamos al «cine». Mamá detestaba las películas; le tenían sin cuidado los naufragios y los tigres de Bengala que los productores pudieran llevar a la pantalla, se desprendió de la pasión de la época como de un desierto incultivable. Por entonces Estados Unidos acababa de devolvernos un pedazo de país: El Chamizal, una franja seca, que a pesar de los discursos no valía gran cosa. Mamá nos legaba algo semejante, con el fastidio de quien concede poco: la vida exterior que llamábamos «cine».

Su reino tiránico era la cocina y el refrigerador su Tabla de la Ley. La puerta blanca siempre tenía algún mandamiento bajo una fruta imantada. Por ejemplo: LA PUNTUALIDAD ES LA CORTESÍA DEL REY.

Aunque mamá quería educarnos con sus mensajes, la verdadera pedagogía estaba dentro del refrigerador: recipientes envueltos en celofanes, papeles encerados, aluminios de diversos grosores. Alzar una tapa equivalía a profanar su disciplinado edén.

Me asombra que en ese clima yo comiera tantas grasas. Guardo una borrosa memoria de las mantequillas y los licuados, pero siempre estuve gordo, siempre fui el último en las carreras y el más visible en los escondites.

Como toda cabeza de seis años la mía era demasiado grande para el cuerpo. Pero además tenía una costra de goma. Bajo aquella coraza que en verano atraía a las abejas, supuestamente había un cerebro lleno de episodios cinematográficos. Sin embargo mi mente estaba en blanco. Jamás íbamos al cine.

-¿Cómo estuvo la película? -preguntaba mamá, por decir algo.

Yo inventaba una historia y ella picaba cebolla al primer muerto. Mi padre me acariciaba la nuca, en un gesto adicional de complicidad.

Pocas cosas se comparaban a la recompensa de sus dedos fuertes en mi pelo engomado. Con los años empecé a asociar el gesto con el del cazador que reconforta a su lebrel. De cualquier forma, mentir en forma convincente aún me trae esa delicia elemental, los dedos de mi padre, la confirmación de que somos aliados.

Nunca llevó a mi hermano Carlos en sus correrías porque temía que lo delatara. Carlos tiene un carácter impositivo, muy parecido al de mi padre; hasta la fecha, cree que se debilita al cumplir una voluntad ajena.

Aunque Rita fue la mejor, todas las amantes de mi padre hicieron conmigo su mejor esfuerzo. A saber qué extraña y convincente historia contaba él para incluirme en la relación. Yo era su pretexto para salir de casa pero ellas me besaban como si supieran algo más. Si íbamos a sus casas me preparaban sandwiches extradulces y si íbamos a un motel me dejaban en el coche con una batería de juegos de mesa.

En esos años estaban de moda las pelucas: mi padre tuvo una larga sucesión de rubias y pelirrojas que pudieron ser una misma castaña. Antes de Rita no amó a ninguna, o se amó de un modo parejo en todas ellas.

Mi amigo Pancho, con el que solía compartir muchas horas de suave olor a podredumbre en los lotes baldíos de la colonia, me dijo un aforismo improbable para sus siete u ocho años: «lo que te gusta te da nervios». Lo escuché con la aguda y agria sensación de entender un misterio.

Mi padre tocaba sin nerviosismo a sus mujeres; en cambio, yo veía con pánico a Verónica; en la clasificación de Pancho, yo estaba más cerca de los agravios del amor.

Ante Verónica carecía de palabras. Sus tobillos flacos y sus calcetines vencidos me llenaban de apuros. Yo era una planicie. Una hoja en blanco. Una boca perdida. El que comía hule y estaba lleno de hormigas. En cambio, las pasiones paternas avanzaban con una intensidad sin sobresaltos, y esto me hacía quererlo más. Era firme, no le llegaban traidoras lágrimas a los ojos; estaba tan cerca de él que su egoísmo me parecía una forma de la protección. Cuando pronunciaba mi nombre al salir de casa sabía que cambiaríamos de mujer. «Mauricio» era el protocolo de una conquista. En las primeras citas repetía mucho el apodo que me puso en la cuna y que resultó una profecía: Panza. Lo decía como para que me acostumbrara a estar ahí, con la nueva pelirroja; luego me convertía en un testigo algo anónimo y llegaba el momento en que ellos eran tan naturales como si yo no existiera.

Apenas abandonaba a una mujer (nunca me constó que ocurriera lo contrario), mi padre podía olvidar su nombre (en cambio, yo llevaba un inventario en el que ya figuraban tres Susanas).

En una de las raras ocasiones en que sí fuimos al cine descubrí una de las fuentes de su conducta. Le dio cinco pesos al encargado de romper los boletos y pude ver una escena magnífica en la que una mujer desnuda muere por asfixia dérmica, el cuerpo cubierto de pintura dorada.

También recuerdo la función del teléfono para el héroe de la película. Después de resolver un caso de espionaje dormía con una mujer, pero lo decisivo era que una llamada de Londres lo sacaba de la cama: su Majestad estaba en peligro y él tenía un motivo histórico para dejar a la rubia que empezaba a fastidiarlo. Tal vez yo cumplía un papel similar para mi padre. Era su llamada de Londres; el niño en la sala o en el estacionamiento servía como boleto de salida. En todo caso, la película me reveló el horror de que las mujeres siguieran existiendo más allá de cierto punto: extensas, húmedas, meritorias de la pintura de oro.

Nunca conocí la técnica con que mi padre rompía en forma definitiva con las mujeres. No vi llantos ni espasmos. Todas lucían contentas hasta el final y llegué a pensar, con helada objetividad, que las cortaba en el más literal de los sentidos. La imagen de mi padre como decapitador múltiple no me estorbaba gran cosa; correspondía a su hercúleo poderío, al círculo de fuerza que sería bueno mientras yo estuviese dentro.

Era yo quien extrañaba las uñas rosas de Katia o los perfumados sandwiches de Lorena.



Mi padre se recibió de arquitecto en 1957, el año de mi nacimiento. Entró a la década de los sesenta sin construir una sola casa; pasaba horas consiguiendo amigas en cafés que llamaba «existencialistas», y usaba un suéter de cuello de tortuga negro que le daba el atractivo aire de un cura recién decepcionado.

Decir que sus amigas se vestían en forma «vistosa» es decir muy poco. Tal vez algunas de las muchachas que me acariciaban el pelo fueran putas; en todo caso, la moda obligaba a mostrar los muslos y el maquillaje admitía anémonas en los párpados (por lo demás, al menos en mi familia, el maquillaje excesivo nunca estuvo reñido con la virtud: la beata tía Amelia se pintaba como para salir en un mural de Orozco). Las mujeres «existencialistas» fumaban mucho, decían «pendejo», no para insultar, sino para darle ritmo a la conversación, y repetían obsesivamente la palabra «neurosis». Eran de una edad movediza entre los 22 y los 35, aunque ninguna se veía mayor que mamá (sus 28 años parecían responder a otro reloj).

Mi padre tuvo a su primer hijo a los 20, cuando estudiaba arquitectura y servía de contable en un almacén. Cuatro años después, fui concebido en una recámara llena de reglas T, planos de papel albanene y bolsas rosas con electrodomésticos a mitad de precio. En sus ratos libres, Jesús Guardiola revendía las licuadoras que le fiaban en el almacén. También le pedía prestado a personas que le siguieron cobrando cuando yo ya tenía uso de razón. Después de recibirse entró a un bufet en el que le confiaron remodelaciones de poca monta: cocheras para casas anteriores a la expansión automotriz. Me alimentó gracias a sus sueldos de contable, la reventa no siempre legal de aparatos y los préstamos que lo desprestigiaron durante una generación. Pero todo este esfuerzo servía de poco; en primer lugar porque el dinero llegaba a la casa menguado por los gastos de su vida paralela y en segundo porque mientras no edificara al menos una casa nada tendría sentido. Mamá estaba a su lado en espera de los muros que la protegieran y en cierto sentido la ubicaran en la vida; lo demás tenía un valor secundario. Hay que decir que su insistencia en la casa propia carecía de veleidades escenográficas, su mente era ajena a los lujos, el cultivado confort de las revistas de diseño, los colores del papel tapiz; amaba a su marido con una confianza de pionera: él alzaría la trave, haría la chimenea, la puerta para salir al mundo.

Sin embargo, el arquitecto Jesús Guardiola tenía otros ideales; se irritaba con la toalla en las mañanas para buscar mujeres en la tarde. Todo en él tendía a la fricción. Jamás mereció el extraño elogio que la tía Amelia brindaba a los hombres: «es una dama». Nunca entendí por qué nuestra pariente de párpados morados otorgaba género femenino a la caballerosidad extrema; lo cierto es que mi padre, más perfumado que mamá, no alcanzó aquella urbanidad de dama que la tía buscaba en sus favoritos.

Amelia fumaba sin tregua y sus colillas ribeteadas de carmín me daban asco. Al oír sus tacones de aguja en el vestíbulo huía a otros sitios, de preferencia con mi padre.



Me divertían las alternancias que complicaban mi vida sin mayor esfuerzo. Comparaba con cuidado a las amantes de mi padre pero no sentía atracción por ellas. Mi idea de la belleza femenina tenía que ver con el sufrimiento. Los ojos de Verónica eran maravillosamente tristes, como si estuviera presa ante un espectáculo que no deseaba atestiguar. Vivía a dos calles de mi casa y en un lapso breve -tres años a lo sumo- se fracturó dos veces la misma pierna y cayó de boca en el asfalto; el filo de la banqueta le limó los incisivos en un arco extraordinario que se acostumbró a acariciar con la lengua. Por ella supe que pocas cosas superan al defecto dental de una mujer hermosa. Verónica respondía a la incontrovertible verdad de ponerme nervioso. Estaba hecha para relumbrar entre filos y amenazas. Nunca supe dónde le cortaban el pelo; un tajo cruel, humillante, un casquete en desorden, como si estuviera loca. Con la segunda fractura le pusieron un tornillo en el pie y por cinco centavos nos dejaba acariciarlo. Bastaba ver su rostro pálido, sus ojos negros, su vestido azul marino, de tela barata y gruesa, para saber que la iban a operar, que se rompería otro hueso, que perdería sangre, que amarla sería sufrir mucho.

Una tarde en que ella miraba la calle como si fuera lo más gris y húmedo del mundo, un pie anónimo pateó un balón con inclemencia. La pelota fue a dar al parabrisas de un coche que avanzaba sin prisa -lo recuerdo perfectamente, un Lyngam color betabel, con defensa cromada-; el conductor no supo lo que se le venía encima, trató de esquivar aquella sombra y se desvió violentamente hacia la izquierda. Vi la escena con la lentitud de las crueldades imborrables. El faro izquierdo del Lyngam, rematado por una fina aleta de metal, se acercó a Verónica. Un segundo después escuchamos otro golpe, muy suave.

A pesar de la lentitud con que el accidente se produjo ante mis ojos, tardé en armar la triangulación: para salvarse de un balonazo en esa calle sin autos el Lyngam golpeó apenas a Verónica (un milagro que la aleta de cromo no le entrara al rostro). Veo los detalles en su precisa confusión: la pelota que rueda y se moja en el charco dejado por el vendedor de jícamas y Verónica tendida en el asfalto. No gritó. Se quedó ahí, con los ojos cerrados.

Lo que siguió después fue como la vuelta a una película sonora (sólo entonces advertí que el pánico no tiene ruido): el aire atravesado por pasos, llantos, la petición de una ambulancia.

El hombre que la atropello tenía un rostro destruido; con gesto automático se llevó la mano al bolsillo y sacó una cartera con documentos y billetes, en un gesto de rendición que nadie atendió.

Luego apoyó la cabeza sobre el techo color betabel y masculló: «hijo de puta». Sabíamos que si de repartir culpas se trataba, el que pateó el balón saldría peor parado que el conductor, pero el hombre asumió con firmeza su conducta degradada, como si desde un principio supiera que entraba a esa calle a torcer su vida. La amenaza de un linchamiento lo hubiera aliviado más que la ignorancia que lo rodeó.

Al cabo de unas horas tuvieron que convencerlo de que se fuera. Dejó unos billetes en una mano equivocada y arrancó el Lyngam con pulso torpe. Lo vimos doblar en una curva donde crecía el maíz, a punto de embestir un caballo que pastaba hierbas largas. Necesitaba una desgracia mayor, algún desastre que lo hiciera detenerse y merecer su castigo, librarse de la maldita inocencia que dejó en nuestra colonia.



El padre de Verónica era un hombre de pelo pajizo y piel reseca, con un eterno traje café, de vendedor fracasado. Tenía la expresión fija de alguien hecho para trabajos fuertes y tragedias largas. Levantó a Verónica en vilo, sin derramar lágrimas ni preguntar por el dueño del balón. Se la llevó, como si cumpliera una condena premeditada. Minutos más tarde oímos un alarido de mujer en su casa y platos que se rompían en el piso.

Unas semanas después me atreví a acercarme al coche de su padre, un modesto Eureka. Le pregunté por su hija. Me vio de un modo extraño, como si la culpa hablara por mi boca. Tal vez me vio igual que siempre pero sus pestañas amarillas me desconcertaron.

-Respira, pero no despierta -dijo.

No supe qué decir. Hubo una pausa lenta, llena de ruidos de moscas. Luego agregó:

-Sigue creciendo. Ayer la medí. Medio centímetro más. Estoy seguro.

Tal vez hubiera preferido que al perder el conocimiento, su hija dejara de crecer. Los dedos cada vez más largos, los zapatos que ya no le quedaban medían la vida que se iba.

Pasé horas imaginando sus cosas, sus muebles, sus ropas desmayadas; con indecible torpeza, pues conocía mal sus pertenencias y apenas captaba las variaciones entre una decoración y otra. En mi mente su cuarto se llenaba de triques con los que pretendía darle relieve; sillas y juguetes imperfectos que aguardaban el momento de volver a lastimarla.

Me sentaba en la banqueta frente a su casa, chupando un caramelo con curiosa intensidad, como si chupar me apartara del delirio.

Verónica me gustaba como tragedia. Ella afianzó mi aprecio por la belleza desmejorada. En los comerciales de remedios contra la gripe disfrutaba la parte negativa, cuando las modelos estornudaban con ojos hinchados, labios resecos, narices afligidas, voces rotas, infinitamente superiores a la banal alegría con que se aliviaban.

Amaba a Verónica como se ama un estilo, una abstracción dolorosa que se extendía en la cama. En esa época sólo me gustaba el cuerpo de los hombres.

Sería un facilismo psicológico atribuir esta tendencia al lado suave de la toalla; ningún cambio en mi formación hubiera impedido que me enamorara del dueño de la vulcanizadora, un hombre musculoso, con el cuerpo cubierto de hulla. Usaba pantalón corto en un lugar donde nadie usaba pantalón corto. En las paredes renegridas de su local había un centenar de mujeres desnudas, de pechos rosados y nalgas enormes, muy distintas a las flaquitas que le gustaban a mi padre.

Podía pasar horas viéndolo martillear el aro donde colocaba los neumáticos, hundir cámaras de hule en cubetas de agua para probar si echaban burbujas, lamer con su lengua roja los sitios donde luego ponía un cemento espeso y brillante que parecía una condensación de su saliva. Sudaba mucho pero su piel seguía cubierta de tizne; el carbón se filtraba en su cuerpo como un tatuaje definitivo. De vez en cuando lo visitaban amigos y ejercía con ellos una camaradería perturbadora; les pasaba las manos por la cintura, les picaba el fundillo, les apretaba el pene. Ellos se reían mucho.

Una vez a la semana ponchaba adrede las llantas de mi bicicleta y entraba en ese cuarto que olía a sudor, a trabajo duro.

Por desgracia, la fascinación era relevada por el momento en que me preguntaba por «Francisco». Todos le decíamos Pancho pero él le decía Francisco.

Un acontecimiento central de mi infancia fue crecer junto a un amigo que vivía para excitar al prójimo. No he conocido a nadie que ejerza una atracción tan unánime. A nuestro Vulcano le gustaban las mujeres expansivas que al entrar a un almacén escogían los vestidos con más flores (los sábados en la noche regresaba del brazo de una morena de vestido color piña, con hojas estampadas en las nalgas y los pechos). Pero también le gustaba Pancho.

Mi amigo no decía gran cosa al respecto. Idolatraba al vulcanizador por su recubrimiento de carbón, su aspecto fabuloso, escapado de un comic, de los planetas donde los guerreros usaban mallas.



Vivíamos en las afueras de la ciudad, donde el Anillo Periférico traicionaba su nombre y moría en un campo de pastos amarillos. Al fondo, los cerros mostraban enormes letras de cal, las iniciales que un presidente mandó rubricar durante su campaña.

Nada resultaba tan fácil como ponchar las llantas en los campos que rodeaban la colonia (uno de los muchos misterios en la ronda de las civilizaciones eran aquellos pastizales llenos de clavos, como si nuestro fraccionamiento sucediera a una tribu de carpinteros nómadas). En las ruedas de mi bicicleta giraban cámaras llenas de parches rosas y azules. Vulcano se burlaba de mi torpeza y me pasaba su extraordinaria mano por la nuca (¡si hubiera sabido con qué astucia robaba el dinero para pagar sus preciadas y demasiado rápidas reparaciones!).

Ciertos lugares prometen cambios, sitios cargados de misteriosa inminencia; de un modo confuso, sabía que en la vulcanizadora iba a ocurrir algo que no tendría que ver con las llantas ni la lanza de hierro que desprendía los rines. Aunque anhelaba la camaradería con que el hombre de carbón jugaba con las nalgas de sus amigos, secretamente me resignaba a que la revelación no tuviera que ver conmigo.

Un viernes en la tarde Pancho me acompañó a reparar la bicicleta. El vulcanizador se lavaba las manos con cuidado, en una lata grande que había contenido leche en polvo. Se volvió hacia nosotros y nos pidió que bajáramos la cortina de metal. En vez de encender el foco desnudo que pendía del techo, prendió la hornilla que le servía para cauterizar hules. El cuarto era muy pequeño pero las sombras se alzaron como en una gruta infinita. En nuestras narices infantiles, afectas a los héroes entallados, el aire olió a carbones magníficos, a la oscura sustancia de los gigantes. Un calor saturado de fierros y acideces. Sin decir palabra, el vulcanizador se bajó el pantalón. Nos mostró el sexo, un sexo enorme y enrojecido de tanto acercarse a los fuegos. Pancho y yo nunca habíamos visto nada más hermoso. Aquella verga nos tenía hipnotizados. Sentí un vacío en el estómago, los labios me temblaban de pánico y fascinación, pero de nada sirvió tanto nerviosismo. Las manos gruesas acariciaron el pelo de Pancho y fue mi amigo quien posó sus labios impecables en el pene y lo chupó despacio, como si fuera un experto en la tarea. Se interrumpió un momento antes de que Vulcano eyaculara y el semen salió disparado a la pared, al auto deportivo que soportaba a dos rubias desnudas. Aquel tiro de guerra nos fascinó pero Pancho no quiso regresar allí, o al menos no regresó en mi compañía.



La colonia se llamaba como la última parada del tranvía: Terminal Progreso. Los canales de Xochimilco quedaban cerca pero la zona carecía de encanto rural. Un planeta abandonado a la suerte de cápsulas inferiores.

De frente teníamos el campo y los cerros con las iniciales del dignatario; a nuestras espaldas vibraba, eléctrica, la ciudad.

Vivir en las afueras equivalía a crecer contra la naturaleza; anhelaba el día en que las milpas donde verdeaba el maíz fueran sustituidas por cines y centros comerciales. Estábamos en la incierta frontera de las familias recién perjudicadas o que mejoraron apenas lo suficiente para salir de una decrépita vecindad en el centro. Terminal Progreso era una sucesión de casas hechas en serie, con paredes de tabla-roca y candiles dorados en las puertas que sólo servían para enfatizar que no eran mansiones.

Las diversiones locales consistían en desenterrar flechas de obsidiana en los lotes baldíos o pescar ajolotes en los arroyos y meandros cercanos a Xochimilco. Larvarios, fríos, gelatinosos, los ajolotes recordaban una era de volcanes activos y saurios fabulosos; por desgracia, su hábitat se reducía al agua castigada de Xochimilco, lo único que quedaba del lago de los aztecas. Aquel paraje era un híbrido sin gloria; la ciudad sitiaba al campo sin derrotarlo y llegaba a nosotros en forma precaria: en los riachuelos, los celofanes de golosinas devoradas desde hacía varios meses, flotaban junto a los lirios.

Soñábamos con el bosque de neón que cancelaría los pastos pero no podíamos celebrar las escasas señales urbanas. ¿De qué servía encontrar clavos y tornillos en los sembradíos? Hubiera sido mejor un campo intacto, la roca, la víbora y el fresco ajolote. Estábamos de parte de la urbe pero sufríamos su lentitud; éramos el borde nunca rebasado, el lote sin nadie donde las tuzas construían sus túneles nocturnos.



El hombre de la basura contrastaba con la negra limpieza de Vulcano. Lo que en mi héroe era disfraz, en él parecía un agravio. Llegaba como si hubiera hecho su camino por las alcantarillas y se quejaba de que Terminal Progreso sólo brindara desechos orgánicos; él quería cristales, varillas, aceros inoxidables:

-¡Basura buena! -protestaba ante el ordenado tambo que le tendía mamá.

Ella gozaba el momento de salir con la basura; escuchaba la campana del camión como una iglesia en movimiento. Tenía una fijación tan fuerte por limpiar la casa que seguramente tiraba de más, como el cocinero que no resiste la pizca adicional.

El camión olía a putrefacción pobre; éramos pocos y nuestras cosas demasiado recientes para lograr un deterioro de interés.

Aunque mi padre hablaba sin parar de casas y edificios, yo intuía que la fuerza de una ciudad se calculaba de otro modo: por lo que podía tirar, por su desfogue, su capacidad de soltar lastre, el resto espumoso de lo que ocurre con intensidad.

Recogía los botones, los peines, los cerillos que perdía mi padre, y no los devolvía; los atesoraba en una caja plateada que había contenido galletas. Lo curioso es que él no se ocupaba de sus pérdidas. Nunca lo vi extrañar un objeto; se diría que perder algo era una prueba del impulso que lo guiaba; desprenderse del paraguas plegadizo o la tapa de una pluma era el resultado, el resto necesario, de su fricción con el ambiente.



Los consejos de mamá aspiraban al sentido común, a la conciencia compartida; los descubrimientos, el avance de lo nuevo, eran propiedad paterna. Él tenía un Diccionario enciclopédico, color vino, del que sacaba bastante información. En las comidas solía hablar de icebergs, jeroglíficos, las siete maravillas del mundo. Exponía con sencillez los argumentos y los encaramaba en orden; sus ideas se articulaban en forma espaciosa: «ésta es la recámara, por aquí se sube a la azotea». Hablaba de Esparta como quien se mueve en una casa. Luego venían las albóndigas y el silencio en el que nadie pedía la sal porque sabíamos que lo desabrido era positivo.

Cuando llevé la primera obsidiana al comedor, mi padre abrió su libro color vino y habló de los cristales que se forman en las zonas volcánicas. Mamá nos vio como si la piedra se transformara en un blando ajolote. Su mente siguió una cadena más o menos de este estilo:

  1. La ciudad de México se fundó en una cuenca volcánica.
  2. En las regiones rodeadas de volcanes hay terremotos.
  3. El temblor de 1957 era la causa de nuestra desgracia.

Esta secuencia significaba que el auténtico aguafiestas de la familia era yo; nací el año en que las placas telúricas se desplazaron unos centímetros y el corazón de la ciudad padeció un cataclismo que, aunque no fue fatal, tuvo su carga simbólica; en Paseo de la Reforma el Ángel de la Independencia perdió la orientación y voló en picada, como un anticipo de la inversión celeste que ocurriría en los próximos años (en las noches de esmog, el Ángel entendería que las estrellas estaban abajo).

Vivíamos en la colonia Roma y durante el sismo un edificio se recargó en nuestra casa. Mamá, que por mi culpa padecía de depresión postpartum, cayó en un delirio de fin de mundo.

Obviamente no recuerdo los días en que mis padres buscaban alternativas para esa casa semidestruida. Según me enteré por reproches posteriores, ella quería mudarse a toda costa y él insistía en reforzar la casa. Prevaleció la tenacidad materna y la capacidad de engaño paterna: nos fuimos, pero no a la zona residencial que ella quería, sino a Terminal Progreso, la orilla de la nada. Puedo imaginar las semanas que siguieron al terremoto. No había pañales desechables y mis trapos cagados hervían en peroles medievales; mamá tomaba tranquilizantes para mitigar el mal olor de mi llegada y hablaba horas con sus familiares de Sinaloa. Mi padre, con su insólita energía para referirse a lo que nunca va a ocurrir, prometía una terraza para asolearse, una alberca en forma de riñón, un garage doble.

No me culparon en forma directa pero cada vez que apagaba las velas en mi pastel, alguien recordaba el 57, las grietas en el suelo, el miedo, la expulsión al arrabal que mi padre llamaba «campestre» y donde juraba haber visto un águila.

Al llegar a la casa junto al campo mamá se convirtió en la mujer desesperada y sin chiste que conocí. Tal vez desde antes tenía la habilidad de odiar la vida sin que eso fuera interesante, pero en todo caso necesitaba precisar su caída y aludía al «Ángel del 57» como al momento en que su gráfica personal se vino abajo.

Tal vez por un afán compensatorio, o por sentir una secreta complicidad con las placas subterráneas, disfruté cada temblor que sacudió la casa de Terminal Progreso. Mamá se colocaba en el quicio de una puerta, con un rostro de martirio que no aceptaba mejorías.

En las comidas edificantes, mi padre evitaba hablar de Roma para impedir que la antigua colonia volviera a nosotros como un edén abandonado. En cambio, mamá recitaba las cuatro letras al derecho y al revés, con sostenida pasión. Su tristeza, su futuro roto, otorgó a aquel barrio una condición de dorada antigüedad. Se diría que en otro tiempo vivimos junto a la columna de Trajano, a orillas del Tíber, rodeados de las siete colinas de fábula. «Roma» era el nombre, eterno y convulso, del sitio que perdimos. Las depresiones de mamá lograron que una zona que en el mejor de los casos aspiraba a ciertos triunfos art nouveau, se transformara en tierra clásica.

Para desviar la atención, mi padre colgó en la sala un mapa de París a vuelo de pájaro. Así, la Ciudad Ideal se confundió en mi mente: el Coliseo emergía entre los recios bulevares del barón Haussmann y los canales navegables del esplendor azteca. Lo único cierto es que estábamos lejos, muy lejos de las ciudades verdaderas.

A mi padre le gustaba repetir que al terminar el siglo México sería «la urbe más grande del mundo». Esto reforzaba nuestro malestar. Si la capital era tan vasta, ¿por qué teníamos que ser los últimos? Las casas numeradas a partir de Correo Mayor hacían cola para llegar al centro; lo extraño, lo humillante, era que nadie se formara detrás de nosotros.

En la colonia incluso los brotes de modernidad adquirían un aspecto agrario. A doscientos metros de nuestra casa se iniciaba una hilera de torres de alta tensión. Cada torre estaba rodeada por una reja con letreros que no habíamos leído (bastaba ver la calavera con los huesos). Instalaciones hechas para los desiertos, las cañadas, los paisajes rápidos que pasan junto al tren. Las armazones sugerían en forma temible que las calles no iban a avanzar hasta ahí; resultaba improbable que la vida se ordenara entre las torres de metal que soltaban gruesas chispas azules.

Si las torres de alta tensión eran nuestro signo moderno, el contacto con el pasado era Xochimilco. De vez en cuando pedaleábamos hacia un canal donde un lanchero insistía en cambiarnos su cayuco por una bicicleta. Los domingos las trajineras se llenaban de mariachis y gringos insolados. Ocultos tras un pirul aguardábamos el momento de lanzarles una lluvia de piedras.

Las desgracias de México tenían que ver con la muerte del agua; lo sabíamos por los maestros que comparaban a Tenochtitlan con Venecia (otra confusión en la Ciudad Ideal) y por las anécdotas de mi padre sobre las pirámides hundidas en el subsuelo. Xochimilco era otra prueba del fracaso; en unos años sólo quedaría un ojo de agua que adoraríamos como un altar.



Dos veces por semana mi padre y yo subíamos al Nausicaa -techo verde clorofila, cuerpo blanco- para enfilar a los variables rumbos de su pasión. De los sitios que conocí ninguno igualó a la casa del arquitecto Felipe Jurado.

Jurado estudió con mi padre pero él sí construía. Su especialidad eran los edificios cúbicos que contrastaban con el perfil urbano. En México no había límites de altura, y él lo sabía.

-Fíjate bien -mi padre señalaba un nuevo rascacielos en Insurgentes, junto a una cafetería, La Vaca Negra, que en su nombre bucólico y en su pequeñez anunciaba que sería arrasada por las hordas de Jurado.

Mi padre no admiraba las construcciones sino el éxito de su condiscípulo. Como el monumento a la Revolución, las inmensidades de Jurado eran derrotas estéticas que triunfaban de otro modo.

Jurado era soltero y se había construido una mansión en el Pedregal, con un jardín interior de roca volcánica, alberca techada y una sala para fiestas épicas (que en los momentos apacibles albergaba tres juegos de sofás). La decoración respondía a los imperativos del «hombre de mundo», un modelo de conducta que en aquella época incluía la coctelera para martinis, camas circulares y teléfono blanco. Todo en la casa había sido calculado para que el dueño se viera natural con gazné y bata china.

De niño me impresionaron los lujos decorativos y pasé por alto la psicología del dueño. Sin embargo, lo peculiar de Jurado no era la escenografía sino que fuese el último en disfrutarla; pasaba la mayor parte del tiempo en su despacho y muchas veces dormía allí; casi le suplicaba a sus amigos que usaran su casa; en la entrada había un clóset con «blancos» para los visitantes, y en la lavandería un cesto para las toallas y las sábanas usadas; su verdadera excitación provenía de ser el locatario del placer ajeno.

Aunque ésta es una especulación tardía, algo me hizo pensar desde entonces en los extraños pliegues de Jurado; tenía un cuarto consagrado a sus trenes eléctricos. Una mesa de cuatro por cuatro soportaba a una nación en miniatura; los árboles, los vigías con sus linternas, los puentes levadizos, el molino de agua, la cabaña del guardabosques, el castillo en la colina, las puntuales locomotoras eran de una perfección que invitaba a ser destruida.

Por desgracia, el hijo de otro padre infiel tuvo la misma idea: un vagón comedor recibió un delicioso martillazo y Jurado dejó de renovarle las sábanas a amantes con hijos.

La casa, que conocí en sus excesivos detalles (el restirador con 11 lápices afilados como un perverso equipo, la larga foto de generación donde mi padre era el único entre 75 que podía ser reconocido como «el de las patillas») me hizo odiar para siempre la arquitectura cúbica.

La ciudad ha sido aniquilada por los idólatras del rectángulo y en cada edificio que se alza para agraviar a la casa de junto veo a Felipe el Desmedido, lo imagino con sus trenes de juguetería, comiendo pan con una jalea inclasificable, oliendo las sábanas de sus amigos.



Sin el apoyo de Jurado, mi padre volvió a llevar a sus amigas a los moteles. Los que más me gustaban eran los de la carretera a Toluca; estaban casi en la montaña, hacía frío y me imaginaba en otro país; además, allí vendían las tortas de chorizo verde de Toluca que primero me dieron náuseas y a las que me aficioné tanto que le di náuseas a mi padre.

La más «existencialista» de sus amigas fue una flaca que se cortaba el pelo en forma de nuez, fumaba cigarros sin filtro, desviaba la vista cuando yo comía y tenía voz de hombre. Por suerte fue sustituida por una entusiasta con un suéter de angora idéntico a un algodón de azúcar.

Como es de suponerse, en la casa todo iba mal. Mi padre contraía deudas, trabajaba poco, gastaba mucho en gasolina, cafeterías, moteles, los increíbles koalas de peluche que regalaba a sus amantes y una loción de rara etiqueta: Aqua ardens, essentia exaltada.

En ocasiones, al entrar a la cocina, sorprendía a mamá llorando. Por las aletas de cristal translúcido, encargadas de ventilar los guisos, ella miraba un trozo de Terminal Progreso. Sin embargo, no era ése el motivo de sus lágrimas, o sólo lo era en parte. Me conmovía verla en su camisón color tuna, con encajes en los hombros y botones gruesos al frente, una prenda para que una mujer muy ingenua se sintiera «reina de la noche». Sus labios, tan parecidos a los míos, vibraban como aquejados por la fiebre, por uno de los virus que había en su tierra y que en dos días aniquilaba al ganado. Lloraba sin saber que la miraban; sufría, y yo tenía parte de la culpa.

En esos momentos pensaba en la manera de delatar a mi padre; luego veía el cuchillo con el que ella subdividía las zanahorias y el silencio me parecía un motivo de supervivencia. Engañarla era amargo, pero al menos posponía la tragedia y me daba oportunidad de salir a la ciudad.

Pancho y yo solíamos jugar con felicidad mongólica. Una tarde su padre atajó nuestras correrías y nos llevó a la sala de su casa.

-¿Saben lo que dijo Jesús? -preguntó.

Jesús había dicho suficientes cosas para llenar las iglesias de imágenes alusivas, pero no para extraer una respuesta de nuestras bocas tibias.

-Que de aquí para abajo no se toca -colocó su mano en la cintura.

Pancho y yo nos habíamos picado el sexo y el culo como todos los días sin saber que registrábamos la Zona de Jesús.

En las construcciones los albañiles jugaban del mismo modo sin que nadie llegara a evangelizarlos; sin embargo, en aquella sala que hospedaba a unos payasos gemelos de porcelana, el padre de Pancho se sintió obligado a decir.

-Tu familia es decente, Mauricio.

Lo mejor de mi vida familiar eran las cocheras de los moteles, el suave susurro de la manta que caía tras el auto y la oscuridad en la que yo aguardaba sin aburrirme. Ése era mi secreto, el edén oloroso a carburantes en el que de vez en cuando atrapaba un quejido.

Pancho miró a su padre con descarada osadía, como si estuviera ante un demente de registro limitado. Más que el regaño fue esta superioridad lo que me impidió volver a frecuentar su Zona de Jesús. Pancho se sabía por encima de nosotros, lo que yo hacía por distracción, por reflejo maquinal, para él era algo calculado; más que el roce de los cuerpos parecía disfrutar del efecto que causaba en los demás, empezando por su padre. Entendí que la suya era una región superior, destinada a despertar famas y rumores, y que mis manos le habían rendido vasallaje.

Recordé su éxito con Vulcano y dejé de verlo por un tiempo. La envidia que normalmente me daba estar junto a ese nombre que mamá no podía pronunciar sin añadir «tan chulo» en dos golpes asmáticos, se transformó en un odio parejo, que se alimentaba de sí mismo.

Esta etapa de celos y despecho significó, entre otras cosas, abandonar nuestras fantasías de náufragos. Veíamos un programa de televisión sobre un grupo de sobrevivientes en una isla desierta; los aparatos rescatados del naufragio eran comparables a la incipiente tecnología de Terminal Progreso, pero sobre todo nos identificábamos por estar a la orilla, en espera del rescate. Para los náufragos la vida se hallaba lejos, en las voces crujientes que a veces llegaban al radio de onda corta; para nosotros, en los resplandores mercuriales que avistábamos desde la azotea, aferrados a las jaulas para colgar la ropa.

Al apartarme de Pancho dejé de confundir las antenas distantes con los mástiles de los barcos que venían a salvarnos. La ciudad que durante los últimos meses había adquirido una condición marina, empezó a volverse subterránea. Cuando mi padre y yo íbamos en el Nausicaa, los túneles, las bardas, los edificios en incesante construcción, nos envolvían, nos tragaban. Estos desplazamientos me descubrieron la capacidad de entraña de la ciudad, su resistencia estomacal; estábamos en la zona de los residuos finales y el camino de regreso implicaba el paso por los grises intestinos en busca de la boca donde todo se decidía, el Zócalo, la plaza bajo el sol.

Una publicidad insistía en que la ciudad generaba suficiente basura para llenar el Estadio Azteca todos los días. En el camino de regreso imaginaba el estadio convertido en un bote de deyecciones, pero el amontonamiento me dejaba del todo insatisfecho; la riqueza de la basura está en su dispersión: el relato de los desechos debía estar suelto; avanzaba en los celofanes atropellados en el asfalto, en la botella que agregaba un brillo repentino a los canales, en el olor de las cáscaras de mango; los trozos sólo contaban su historia de conjunto si seguían siendo trozos; por eso detestaba la inútil grandeza del estadio como basurero y procuraba que mi colección de restos fuera pequeña. En la caja plateada guardaba algunas obsidianas, cerillos, un botón de cobre, otro azul ultramarino, un silbato, lo suficiente para suponer una conexión entre ellos, y para que esa conexión no fuera lógica.

De modo inmejorable, mamá hablaba de mi «colección de basuras».



Dejé de ver a Pancho y, con ello, de jugar a la colonia como isla en riesgo, habitada por accidente (ya no mandaba mensajes en globos, con un mapa de la región y una improbable recompensa). Por unos días traté de acercarme a las aficiones de Carlos. Desgraciadamente mi hermano sospechaba de cualquier juego que tuviera una parte imaginaria y no desembocara en un marcador. Vivía para sudar con reglas y vitorear a sus equipos favoritos. Para colmo, me llevaba cuatro años excesivos; llegué a su vida como una criatura ilógica que se arrastraba por el tapete, y años después de la primera infancia me miraba con la misma extrañeza: yo odiaba los deportes, no quería atrapar víboras de agua, pasaba horas en la cama, con los pies apoyados en la pared, viendo el techo como una función impresionante.

En nuestra evolución hubo algo que nos separó al modo de las toallas. Cuando nací, Carlos volvió a pedir el pecho de mamá. Ella accedió y así nos diferenció para siempre: Carlos ya tenía dientes y conciencia para recordar la succión. A mí me faltó un hermano menor para imponer mi edad y regresar al pezón con la capacidad de morderlo y memorizarlo.

Durante años asocié su fuerza con los dientes, los filos, las rugosidades. Sus compañeros de clase lo idolatraban por ser un pésimo estudiante y sobrellevar su libreta salpicada de notas rojas como las cicatrices de un combatiente. En una ocasión le oí decir «ese putito se saca puro 10»; el estudio pertenecía al mundo puto. El complemento de su vacío mental era, por supuesto, su habilidad para patear balones o condiscípulos. En una ocasión sus botas con punteras metálicas fracturaron el peroné de un compañero y mi padre tuvo que pedir disculpas y pagar el yeso.

A los ojos de Carlos, yo pertenecía a medias al mundo puto (mis malas calificaciones me daban cierta dignidad viril). En términos generales me consideraba un desperdicio, lo cual no estaba muy lejos de la opinión que yo tenía de mí mismo. Cuando el Nausicaa siempre sobrecalentado vibraba rumbo a la ciudad, yo sabía que los desechos iban de regreso.

De haber conocido mi pasión por el vulcanizador, Carlos me habría corregido a puntapiés. Sin embargo, al ahorrarme esta tortura me sumió en otra forma de la desgracia: yo me sentía merecedor de una golpiza, y tal vez conservaba mi secreto, no para ponerme a salvo, sino para herirme al prescindir de la violencia que tanto ameritaba.



No es de sorprender que mamá encontrara pocas satisfacciones en nosotros. Una tarde, después de preguntar si alguien quería más guisado, informó que estaba en terapia, una noticia que ese día, y sobre todo en ese lugar, sonó como el anuncio de que se iba a Australia o la confesión de que bebía a solas.

Mi padre guardó silencio y vio el chile en su plato como si estuviera relleno de culpas:

-¿Cuánto cuesta?

A partir de entonces, trabajó horas extra para pagar el psicólogo y, muy a su manera, transformó el gasto adicional en una expiación para proseguir su ronda de engaños.

El primer resultado ostensible del tratamiento fue que un sábado mamá se dirigió a la cocina, regresó con un cenicero y encendió un Raleigh sin filtro.

-¡Pero chaparra! -protestó mi padre.

-Cada quien sus vicios -pensé que se refería a las muchachas que me acariciaban la coronilla con sus veloces uñas-... a ti te gusta el vino -añadió mamá, que le decía «vino» a cualquier bebida alcohólica, como si viniera de un sitio mucho más apartado que su ciudad natal. Cada vez que la he visto rechazar una cerveza diciendo que no bebe «vino» he sentido por ella una emoción intensa e inconfesable que sólo puedo llamar «piedad agraria». La expresión es ridícula pero real. Mamá fracasaba como se fracasa en un llano.

De haber tenido afición al cine, le hubiera sacado buen provecho a su papel de esposa sufrida, pero sólo se le ocurrió fumar y tomar el tranvía dos veces a la semana para deprimirse en la terapia.

En sus diálogos con el psicólogo se activó un resorte relacionado con mi apetito. Hasta entonces, sus consejos en el refrigerador estaban de parte de la comida. Cuando Carlos tuvo hepatitis escribió: enfermo que come no muere. ¿Qué dijo de mí en la terapia? Supongo que algo relacionado con la desidia, la molicie, la apatía vegetativa. Mi escenografía básica incluía la cama de meditación, un tubo de galletas Marías y dos litros de leche. Seguramente el terapeuta advirtió que mis meriendas, sólo interrumpidas para cenar, eran una forma de la inutilidad; el caso es que mamá entró al cuarto armada de un ejemplar de Selecciones y lo abrió en un artículo estratégico: «El estómago de Juan».

Juan era un personaje al que el cuerpo le funcionaba de maravilla. Una gráfica dividía su estómago en rebanadas de pay; cada una correspondía a un grupo alimenticio. En el próximo número se hablaría de la vejiga. Mi silueta de conjunto se parecía mucho a la vejiga de Juan.

Me pusieron a dieta de legumbres y pollos hervidos, pero las amantes de mi padre se encargaron de que las mieles y las mayonesas siguieran llegando a mi organismo.



Jesús Guardiola parecía no tener otra ambición arquitectónica que ampliar cocheras y ganar lo suficiente para complicarse la vida. Ninguno de nosotros sospechó los cambios que se gestaban en su interior. Un día llegó fuera de sí, con una felicidad inédita: le había pasado algo bueno que no tenía que ver con su cuerpo.

Golpeó la mesa de formica con las palmas y dijo que se había pasado a la escuela mexicana de arquitectura. La noticia nos sorprendió porque ignorábamos que estuviese en otra escuela. Con un fervor que superó el de sus noticias de Esparta, describió los estilos arquitectónicos en pugna: la modernidad sin rostro definido (representada por destructores como Felipe Jurado) y el rescate de los valores nacionales (representado por el bufet que le acababa de dar trabajo).

Llevaba una carpeta con fotografías de casas mexicanas. Yo jamás había visto esas paredes de cal rugosa, pintadas en azul celeste y rosa pálido, con estanques de agua cristalina y mesas adornadas con sandías, pero según el arquitecto Guardiola eso no sólo era más hermoso sino que era «nuestro».

Mi padre no dejaba de confundirnos; había puesto una reproducción de Palladio en la sala, admiraba el mapa cartesiano de París, y ahora se refería a las casas con aspecto de hacienda en un tono de franco fanatismo, como si hubiese creído en un sistema del mundo y descubriera otro superior.

-¡Mira nomás! -señaló un muro de adobe, con ventanas diminutas.

Pensé que si existiera Esparta, así serían sus cárceles.

Cuando habló de trojes y otros depósitos de granos, pensamos que era su nueva idea de la sala comedor.

A mamá no le importó tanta tontería con tal de que él trabajara sin tregua; admiraba el trabajo duro y sentía que todo estaba bien cuando la noche encontraba a la familia exhausta. Mi padre se quedaba dormido sobre sus planos en papel albanene y ella sonreía como no lo había hecho en mucho tiempo, convencida de que la virtud cansa.



En cosa de semanas, mi padre se volvió experto en pueblos de artesanos y compró unos platos de barro crudo que soltaban tierra. En las enfrijoladas de esa noche conocimos el sabor del patriotismo.

Hasta entonces ningún miembro de la casa había sentido una obligación especial con el país; si acaso, el entorno nos inspiraba repugnancia. Tener éxito significaba largarse. Carlos y yo sabíamos que el mundo se dividía en mexicanos y turistas, pero jamás cruzó por nuestras mentes que tuviéramos que demostrar de qué lado estábamos. Sin embargo, desde que entró al bufet, mi padre pasó horas tratando de despertar en nosotros algo que sólo puedo llamar «pasión representativa». No bastaba con haber nacido en la república de las serpientes y las aguas frescas, teníamos que parecemos a nosotros mismos, y celebrarlo a voz en cuello. La noche del 15 de septiembre nos llevó al Zócalo y bajo una lluvia de confeti tricolor gritamos: «¡Viva México, hijos de la chingada!». Las groserías eran legítimas si servían para liquidar extranjeros como el enigmático Masiosare del himno nacional.

En las cátedras de sobremesa supimos que el ajolote Siredon tigrina había escogido nuestra colonia para salir al mundo. Mi padre nos mostró un par de láminas del «célebre paisajista» José María Velasco que ilustraban la metamorfosis del ajolote en salamandra. Ante los platos con migajas, luchaba por «subirnos de nivel». Mi colección de obsidianas recibió el nombre de «Lapidario» y tuve que oír que en el libro 36 de su Historia natural Plinio el Viejo informaba que el cristal negro debía su nombre a su similitud con una piedra descubierta por Obsidio en Etiopía. Ningún otro mineral tenía una edad tan fácil de calcular: la obsidiana era un cronómetro absoluto, su «línea de humedad» permitía leer el tiempo. Yo no quería saber tanto, pero mi padre continuaba con que Plinio murió ahogado por las cenizas del Vesubio, mamá desviaba la vista ante la mención de un volcán y yo pensaba en la lanza al rojo vivo del vulcanizador. «Las piedras son el mayor exponente de la locura humana», citaba mi padre, en el momento en que estábamos a punto de reivindicar mis obsidianas como flechas.



En las tardes lentas en que mi padre buscaba lo «nuestro» en su Diccionario enciclopédico aprendí el significado de aprender: mitigar asombros, fingir que se está de acuerdo, acercarse a quienes, desde mucho tiempo atrás, aceptan lo improbable.

El arquitecto mexicanista soltaba datos que nos rebasaban; en rigor, no se dirigía a sus tres parientes más cercanos sino a sí mismo; buscaba, en forma casi desesperada, convencerse de algo que apenas conocía. Esta fase, que llegó con floreros de vidrio soplado, elogios a la plata de Taxco y expediciones a comprar pan de pulque y gorditas de hormiga en los puestos con toldos blancos que rodeaban los canales de Xochimilco, prefiguraba cambios que aún no podíamos advertir.

Dejó pasar semanas, tal vez meses, sin invitarme al «cine». Trabajaba con súbito denuedo, volvía a la casa de madrugada, diseñaba patios decorados con ánforas inmensas, ideales para que en ellas durmieran aborígenes de Australia, dormitorios sin ventanas (o con ventanucos que sugerían una ardua penitencia), discutía sus proyectos con curioso énfasis, como si nosotros pudiéramos frenarlo o, más bien, como si ahí estuvieran otras personas.

Yo seguía molesto con Pancho, y lo peor del caso es que él no lo había notado. Mi tiempo avanzaba como en un cronómetro de obsidiana. Me dedicaba a vagar por los canales, hundía las manos en el agua turbia, esperando el contacto frío y blando de un ajolote.

Al regresar a la colonia, me dirigía a casa de Verónica y aguardaba a que su padre saliera. Buscaba en su rostro alguna noticia de su hija, pero sus facciones parecían cortadas por algo frío. Todo en él apuntaba a un resignado fracaso; su coche era un Eureka del 56 y su casa tenía aspecto de ruina recién comprada. Nunca habíamos visto que un rubio se arruinara y la relativa pobreza de aquel hombre adquiría un aire de tragedia buscada.

Durante un tiempo pensé que un sacrificio de mi parte ayudaría a Verónica. Abandonar algo que me gustara era una forma de sufrir por ella, de repartir el dolor hasta que Dios se apiadara de nosotros. Hice una lista de los alimentos cuya ausencia me perjudicaría pero no prescindí de ninguno.

La palabra del momento era «ósmosis». Lo que pasaba de golpe, sin esfuerzo alguno, recibía ese nombre que armonizaba con los ovnis. Confié en que un acceso de ósmosis me llevara al sacrificio o despertara a Verónica.

La cara seca y triste del padre de Verónica revelaba que todo seguía igual. En el espacio exterior y en las profundidades marinas pasaban cosas repentinas; sin embargo, entre nosotros sólo los ajolotes parecían dignos de ósmosis.

Martín Cifuentes fue el único que buscó un remedio directo, una campanilla para la oreja de Verónica.

Martín era el perfecto Segundo Lugar. Nadie como él para el triunfo matizado; en cualquier categoría sería sublíder, empezando por su aspecto físico y su extraña capacidad de parecerse a alguien. En un par de años, Martín se asemejó al portero del Guadalajara, a un baladista romántico y al asesino múltiple que sedujo a sus víctimas a sólo unas calles de distancia. El hecho de que los tres modelos apenas se parecieran entre sí era otro de los enigmas de la copia. Curiosamente, el primero en detectar los parecidos era Pancho. Acaso para realzar su incomparable singularidad, le gustaba que hubiera imitadores, sombras sin cuerpo verdadero. A su manera, Martín aprovecharía las comparaciones; años después iba a conquistar mujeres enseñando fotografías ajenas, adoptando cortes de pelo y tics que lo transformaban en la opción local de una fama distante.

Durante muchas tardes no tuve otra diversión que seguir a Martín a casa de Verónica, como una copia de la copia. Cuando creía que nadie lo miraba, Martín arrojaba una moneda a la ventana; siempre usaba la misma, un quinto que producía un ruido suave en el cristal. Verónica debía estar sola en su alcoba porque nadie se asomaba.

Oculto tras la defensa cromada de un coche, veía el metal tocando la ventana, una y otra vez, como si su valor se acumulara. ¿Oía algo ella? ¿Sentía el reloj de los que estábamos afuera, el tiempo que se iba? Martín tiraba, con obstinada puntería; junto a las manchas de aceite, yo rezaba para que la moneda al fin rompiera el vidrio.



Luego vinieron las lluvias y yo pasé las tardes con la cara untada a mi propia ventana. Caían tormentas de dos o tres horas y los relámpagos hacían que las torres de alta tensión parecieran esqueletos del futuro. Una de esas tardes en que me pegaba al cristal con un abandono de sonámbulo, sentí la mano de Carlos en el hombro.

Era incapaz de tocar a otro hombre sin estrujarlo (el roce sin daño pertenecía al mundo puto):

-Arriba está la acción.

Subí a la azotea con sus dedos encajados en la espalda.

Salimos al descubierto. Granizaba con furia y nos expusimos a la metralla. Carlos empezó a gritar: «¡que se caiga... que se caiga!». No supe si se refería a una torre de electricidad, a la casa o al fraccionamiento entero, pero grité con él como un fanático del hielo.

El granizo nos golpeaba como una tortura deliciosa, nuestros zapatos aplastaban hielo, todo se abandonaba a una suntuosa destrucción.

Un rayo verde partió el cielo. No me hubiera sorprendido que los montes letrados se desgajaran.

-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaa...! -Carlos estaba en su elemento, ofrecía el pecho desnudo a la lluvia y se golpeaba, como si la granizada no fuera suficiente.

Sentí que un perdigón me tiraba la oreja pero resistí hasta el final.

Bajamos exhaustos. Se había ido la luz y mamá sostenía una vela. Su rostro, orlado de sombras, lucía cadavérico; su índice blanquísimo señaló la puerta del baño. La obedecimos sin decir palabra.

Colocó la vela en una botella de refresco y durante un buen rato nos frotamos las huellas del granizo. Cuando finalmente corrimos la cortina de plástico vimos algo insólito. En la atmósfera insegura, cargada de sombras y vapor, emergió una figura imposible.

Era un charro negro, y olía a Aqua ardens.



Con la misma infatuación con que detenía el coche frente al mural del Teatro Insurgentes para explicarnos la historia de México, mi padre aseguró que llevaba la charrería en las venas; su familia materna provenía de los Altos de Jalisco. Esto le daba cierta prosapia a su nueva afición pero también revelaba un impedimento: en los Altos hay sangre francesa y él era demasiado rubio para convencer como charro.

Cuando mi padre empezaba con sus peroratas de gurú nacionalista, yo corría a refugiarme en mi colección de basuras. En ocasiones me seguía por el pasillo, me tomaba de la oreja que lamentablemente no perdí con el granizo y me obligaba a regresar a la mesa donde se discutía la traición de los tlaxcaltecas.

Fueron tantas las pruebas de incomprensión que dimos Carlos y yo que empezó a decirnos «Masiosares». Los lunes en la mañana, al jurar bandera y cantar el himno en el patio de la escuela, el desajuste familiar llegaba en la estrofa «Mas si osare un extraño enemigo».

Al margen de nuestro desconcierto, él tomó muy en serio su faceta charra. Se inscribió a un lienzo en el que aprendió a hacer lazos que reprodujo con gracia en la mesa y compró trajes progresivamente lujosos, destinados a realzar sus nalgas perfectas.

En cuanto al trabajo, mostraba un raro fervor; consultaba libros sobre casas de adobe, asistió a un seminario en Antropología para que sus planos «salieran de la Historia», amanecía en el comedor ante sus hojas borroneadas. Sin embargo, sus «proyectos gordos» eran rechazados en el bufet. Lo obligaban a desmañanarse para hablar con maestros de obras, le pedían que bardeara un terreno o diseñara una escalera, pero no aceptaban sus casas mexicanas.

La constructora estaba en manos de una célebre mancuerna de arquitectos; por desgracia, entre ellos y los dibujantes había una red de hombres timoratos:

-¡Pinche país de borregos! -se quejaba mi padre-. Lo nuevo les aterra.

Era difícil entender que quisiera ser «típico» y al mismo tiempo «novedoso». ¿Cómo podía esperar que su originalidad fuera representativa? En un momento de vejación heroica se definió como Oveja Negra. El pueblo paciente, que avanzaba con mansedumbre al matadero, necesitaba de caudillos. Algún día el rebaño seguiría a la Oveja Negra.

Una de las pocas cosas que aprendí en esa etapa en que él buscaba dejar el restirador de dibujante para encargarse de un proyecto, fue que el Valiente y la Oveja eran formas básicas de lo mexicano. En las barajas y los tableros de la lotería, el Valiente sostenía un cuchillo ensangrentado: el valor exigía matar de cerca. Cuando una feria llegó a Terminal Progreso, mi padre nos llevó a jugar lotería; en la casilla del Valiente, tapé el cuchillo con mi frijol, la sangre que seguramente venía de alguna oveja.



Mi padre sustituyó el Nausicaa por un Ishtar de asientos reclinables. Cuando subí al coche y me dijo «Mauricio» supe que me presentaría a otra mujer. Llevaba meses sin acompañarlo, y no sé por qué pospuso tanto ese encuentro; tal vez se sentía a prueba, nervioso, sorprendido de las ricas alternativas que le exigía su emoción. El caso es que el nuevo trabajo y las curiosas aficiones que trataba de comunicarnos tenían que ver con Rita Terreros.

Durante casi dos años Rita iba a llenar nuestras cabezas de planes imposibles. A su lado, mi padre estaba de un humor estupendo. Al enfilar hacia nuestra colonia, mostraba un rictus terrible, como si fuéramos deportados.

Rita había sido aeromoza, conocía parajes de locura, había visto toda clase de espectáculos y deportes que no me interesaban pero que en sus labios adquirían otro valor. En ella la vida era una posibilidad amplísima, una rara opción de que lo recóndito (nosotros) se situara al centro.

Tenía fotos en toda clase de sitios; mi memoria selecciona escenas que convocan un lujo de cinco estrellas: clubes hípicos, estaciones de esquí, una playa en la que señalaba un pez vela colgado de una horquilla, calandrias tropicales, carritos, de golf, restoranes con cascadas. A mí me atraían poco esos lugares (salvo el restorán con cascada) en los que Rita se divertía hasta fracturarse, encajarse una cuña de madera, abrirse las manos con el hilo de nylon. Le gustaba mucho hablar de sus heridas; en su caso, el dolor era un riesgo deportivo.

Las mujeres no me atraían de un modo físico pero al entrar al vestidor de Rita admiré sus uniformes de aeromoza, hechos con telas antinflamables. Mi padre me había puesto al tanto de que el espíritu, si era nuestro, se vestía de colores chillones. Rita había volado para una aerolínea nacional y sus trajes eran maravillosamente anaranjados. Vivía para infundir serenidad en las turbulencias que ella misma creaba; sus jornadas de horarios cruzados y su energía para el enredo eran compensadas por su pulso firme para preparar cocteles en las bolsas de aire. Perdía las llaves y los boletos para el cine y los recuperaba un segundo antes del desastre. Sería absurdo hablar de sus aficiones porque en realidad todo le gustaba, el mundo era una infinita cartelera con óperas, exposiciones ganaderas, lugares para improvisar un picnic. Se entretenía sin remordimientos ni saciedad.

Nunca cuestioné las duplicidades de mi padre, en gran parte porque mi propia vida hubiera sido siniestra sin ellas, y cuando tuve edad para establecer las primeras diferencias, Rita le dio lógica, coherencia retrospectiva, a las muchachas que sirvieron de borrador para llegar a la versión definitiva. Las tardes en moteles y cafés de enamorados habían sido un camino de perfección rumbo a Rita Terreros. Ella encarnaba los ideales cinematográficos de mi padre, sus excesos de escenografía (ninguna otra mujer se hubiera visto mejor en casa de Felipe Jurado).

La casa de Rita era contradictoria. La parte de abajo seguía la moda de principios de siglo que incluía salones «arábigos»; los azulejos subían a una cúpula de yeso decorada con escritura sufí y las rejas de las ventanas imitaban celosías. En el cubo de la escalera, un vitral de vidrios verdes y púrpuras enrarecía la atmósfera. En la sala había un carrito con copas y licoreras de cristal cortado, ceniceros de oro, una cimitarra, un abanico de plumas de pavo real, el busto de un furibundo Beethoven y una mantilla en el respaldo del sofá. En los muros, tres óleos le atribuían fantasiosas encarnaciones: «Rita en los alegres veinte», «Rita en el esplendor helénico», «Rita, reina de Java».

Mi padre, de sobra está decirlo, se había aficionado a la pintura mexicana, cuyas figuras axiales son la sandía y la calavera. En una ocasión le preguntó a Rita si sus retratos tenían «una historia».

-¿No te gustan? Los mandó hacer un amigo. Él mismo los colgó. Me dijo que esos hoyos siempre serían suyos -y sonrió en una forma que trastornó a mi padre (se rasguñó la palma de la mano como cuando hablaba del borreguismo).

El segundo piso sugería a una persona enteramente distinta. Había mándalas, cuadros huicholes hechos con estambres estridentes, carteles op que contemplé casi hasta el estrabismo, un equipo de sonido en el que palpitaban luces rojas y verdes, un árbol de Metepec que crecía en arabescos de barro multicolor, semejando parras y frutos imposibles.

Mi sitio favorito era el vestidor; podía pasar horas viendo uniformes y acariciando calzones. Rita tenía una extensa colección de lencería y toda clase de payasitos semitransparentes. Aunque el cuerpo carbónico del vulcanizador me perturbaba de un modo más eficaz, ante los delicados broches y botones no tardé en advertir la superioridad textil de desvestir a las mujeres.

En el vestidor había una sección que Rita describió de modo sugerente:

-Es ropa de estar.

Me gustó que hubiera prendas para envolver a una persona sin más propósito que estar allí. En rigor, esas ropas eran más íntimas que las lencerías, calculadas para la mirada ajena. Los auténticos secretos de Rita estaban en las batas y camisolas de mujer cansada, algo aburrida, que se cubre con un abandono infantil.

Rita vivía como dos personas en su casa: un lujo subordinado abajo y una región de caprichos en la parte alta. Cuando colocaba una varita de incienso de frambuesa en su Buda de cobre yo sabía que al poco rato un olor acre y quemante saldría de la recámara. Unas horas después ella me miraba con ojos aborregados y sonrisa inconexa.

En las tardes de mariguana, mi padre se mojaba la cabeza con agua fría antes de salir a la calle. Vivíamos tan lejos que el pelo se le secaba en el camino.



En la cocina de Rita yo movía frascos en busca de dulces importados. No tenía sirvienta de planta («me choca que un bulto pase por la casa») y esto me permitía abrir alacenas sin ser sorprendido por el rostro solemne, mineral, de condena atávica, que solían tener las cocineras.

Me gustaba el caos de los alimentos, del todo distinto a las repisas de mi casa. En el refrigerador, mamá había puesto la leyenda DESORDENAR LA CASA ES DESTRUIR LA VIDA. ¿Realmente creía que desacomodar la salsa Búfalo era arruinar nuestro futuro? Quizá sus frascos parejos conformaban una especie de cábala que no se podía alterar sin pérdida; lo cierto es que la cocina, pintada de amarillo-naranja-amarillo, le producía un cansancio cósmico.

Semanas antes, mamá había escrito EL QUE COME Y CANTA LOCO SE LEVANTA. La frase resultaba inútil porque nadie cantaba entre nosotros, ni siquiera la pasión charra de mi padre nos llevó a entonar rancheras en colectiva tercera voz. Carlos es un épico intenso (la música es el himno que cantará cuando le den una medalla), mi padre no quería revelar el repertorio de boleros románticos y baladas de rock aprendido lejos de Xochimilco, y yo tenía una voz frágil, indigna de mi gordura. Contra la evidencia, mamá recomendaba silencio. Quizá quería educarnos para situaciones futuras, para límites desconocidos, el ebrio arrebato en que recibiríamos una sopa ajena entonando «Voz de la guitarra mía...». Sus mensajes inculcaban méritos raros, semejantes a la lotería donde el Valiente asesinaba.

Si el tabaquismo de mamá, y la consecuente ceniza sobre sus guisos, me cerraron el apetito, la casa de Rita me compensó hasta el exceso. Abría latas de mangos y comía con las manos. Mientras ellos se entretenían arriba, salía al jardín trasero y disfrutaba la luz de la tarde que combinaba bien con el almíbar. El jardín tenía columpios, algo raro en una casa sin hijos. «Mécete», me pedía Rita, como si deseara darle sentido a ese juego.

Para mí, el jardín era un lugar para tenderme a oler la hierba y ver aviones en el cielo. No sabía a ciencia cierta si las cosquillas venían de las hormigas pero me gustaba estar ahí, recorrido por los insectos que me separaban del sueño. Bajo el sol denso, caía en un estado intermedio, en el que a veces levitaba y a veces oía los ruidos de los coches; la línea punteada de las hormigas separaba ambas realidades. Entonces imaginaba la laxitud de Verónica, los ojos abiertos que miraban hacia dentro. ¿Se acordaría de nosotros? ¿Sabría aún que le pagué para acariciar su tornillo en el pie? ¿Recordaría las calles, el barrio que crecía como ella en el sueño?



Carlos alardeaba de su fuerza y a mí me excitaba la fuerza ajena: me masturbé por primera vez viendo el turgente cuerpo de Superman. Más que la potencia, me atraía la potencia castigada. Un héroe victimado a fondo me provocaba una erección. Quisiera prestigiar mis tendencias pero no hubo para mí un San Sebastián de Guido Reni. Vivíamos en una franja donde los iconos no habían acabado de fijarse y tuve que conformarme con imágenes fuera de registro y orbitadas de onomatopeyas. Carlos se masturbaba con las mujeres que un periódico publicaba en azul y blanco. La tristeza de Verónica y el locuaz dramatismo de Rita me gustaban sin excitación física. Mis primeras opiniones heterosexuales fueron forzadas por un plebiscito. De repente el mundo conocido enloqueció con Eduarda Ramos Nielsen. Este nombre impetuoso sugiere a una suerte de Regenta, una mujer con voz gruesa, cigarrillo oscuro y cejas altivas. Cuesta trabajo extraer a una niña de ese bloque nominativo. Eduarda no tenía ningún chiste, al menos para mí. Sus ojos castaños se abrían más que los de otras niñas y su nariz poseía una gracia algo forzada, como si la hubiera pintado un retratista de plaza. Pero el consenso local la convirtió en el dogma de la belleza. Carlos el Elocuente habló de tetas grandes, pero también esto era falso; acabó gustando porque todo mundo estaba harto de los mismos juegos, de ver la tarde como un desfile inacabable, de escuchar las voces de siempre que llamaban a cenar arroz con huevo.

Estudié a Eduarda con calma, y aunque lo que más me gustó fue la sangre que repentinamente le salía de la nariz, pude describir su cintura estrecha y sus labios carnosos, le encontré virtudes que en nada comprometían al deseo, historié su cuerpo como si explicara el funcionamiento de un sistema.

Una vez mi padre le dijo a Rita que el Partenón estaba hecho de acuerdo con las proporciones pitagóricas.

(Lo mismo podría decir de Eduarda).

-Pero la belleza está en la mirada, no en los objetos -contradijo Rita, con una sonrisa que no admitía respuesta-: yo te veo hermoso y a lo mejor eres horrendo.

(Lo mismo podría decir de Vulcano).

Eduarda venía de los fríos de Toluca; su nombre de pila, que rozaba la virilidad, prometía una belleza o un adefesio; de los dos extremos, nuestra colonia escogió el primero. Sabíamos muy pocas cosas; teníamos las uñas negras, las orejas tapadas de cerilla, la cabeza llena de ideas tentativas; abríamos el vientre de los gatos con vidrios sólo para entender nuestro propio horror; Eduarda gustó como si eso nos ayudara a explicarnos; la discutimos como se discute una estampa; acepté que estaba bien, estuve de acuerdo; Eduarda era algo que nos juntaba, que nos hacía ser seis o siete, a las cinco de la tarde.





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