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Memorias de un viajero peruano

Apuntes y Recuerdos de Europa y Oriente (1859-1863)

Pedro Paz Soldán y Unanue

«Juan de Arolas»



Cubierta

Portada

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Retrato



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ArribaAbajoEstudio preliminar

Pedro Paz Soldán (1839-1895) ocupó varios años de su intensa vida en la práctica del viaje ilustrado. Alternó en el extranjero los estudios y las lecturas, el buen vivir, también el ágil comentario sobre las cosas vistas y en buena parte de ellos, las tareas diplomáticas. Aprovechó ampliamente el tiempo transcurrido en tierras extrañas a elaborar pacientemente o a culminar trabajos fundamentales, aparte de su obra de creación poética que no descuidó desde los años mozos de poeta eglógico hasta los años maduros de poeta satírico y violento.

En la biblioteca de su abuelo, Hipólito Unanue, auténtico médico humanista, nutrió en los años juveniles su curiosidad y vocación por las letras. En la heredad paterna (la hacienda Arona en el valle de Cañete, provincia de Lima), en la cual transcurrieron infancia y adolescencia, alterna la lectura de los clásicos con los encantos de la vida del campo y la observación de las costumbres y léxico de los labriegos y moradores sencillos y rústicos. Esta vinculación con la tierra determina el uso (perdido ya el patrimonio paterno y asomada la pobreza y estrechez económica en su vida) del seudónimo «Juan sin tierra» que alterna con el de Juan de Arona, y asimismo constituye el germen de su afición horaciana y virgiliana, manifiesta en una serie de versiones del latín. Traspuesta la adolescencia se abre para Juan de Arona la etapa de los viajes, primero a lo largo de la costa peruana hasta Iquique (1851) y luego a Chile y poco después a Colombia. En Santiago permanece un año siguiendo estudios superiores; luego los completa en Lima en el Convictorio de San Carlos. Sin terminar aquellos estudios, su aliento romántico le impulsa a realizar un viaje por Europa y Oriente. Entre 1859 y 1863 realiza una extensa gira por Inglaterra, Francia, España y otros países del Viejo Mundo. Dos años permanece en París estudiando filología e historia natural en La Sorbona y El Colegio de Francia. Perfecciona allí sus   —10→   conocimientos del griego y el latín y otras lenguas modernas. En 1861 pasa a Alemania y Austria, y luego a Hungría e Italia, en donde se detiene varios meses, estudiando a los clásicos latinos. Yendo desde el norte de África recorre Egipto, Palestina y Turquía. Y por Italia y Francia, vistos de nuevo, con la agudeza que registran sus impresiones de viajero impenitente, retorna a América en 1863. Desde esa fecha se entrega a labores múltiples y a escribir poesías, traducciones y papeletas de lingüista. Perdida la heredad paterna, ingresa al Ministerio de Relaciones Exteriores en 1872. Había ya publicado sus libros de poemas Ruinas (París, 1863), Cuadros y episodios peruanos (Lima, 1867), Los médanos (Lima, 1869). En esos libros está contenida su emoción romántica al contacto con la tierra, sobre todo en el sector costeño situado al sur de Lima. Entre tanto, sus aficiones humanistas aflorantes durante su estada en Europa, habían encontrado expresión en delicadas y cabales versiones de Virgilio y otros clásicos antiguos y modernos, recogidas en sus libros Las Geórgicas de Virgilio (Lima, 1867) y Poesía latina (Lima, 1883). De otro lado, sus predilecciones filológicas y lingüísticas, afirmadas en serios estudios y consultas, informadas en las nuevas teorías de la entonces naciente ciencia del lenguaje, incrementaban su curioso y pintoresco catálogo de las expresiones idiomáticas típicas del Perú, que había comenzado en Londres desde antes de 1861 con su folleto Galería de novedades filológicas (Londres, 1861) y que conformaría definitivamente en su Diccionario de Peruanismos (Buenos Aires, Lima, 1882-1884, edición por entregas), al que adiciona dos suplementos, el primero de los cuales figura como apéndice de la misma obra1.

Simultáneamente la múltiple actividad de Juan de Arona se manifiesta como poeta satírico de aguda intención polémica literaria y política, cuyos versos se recogieron en su libro Sonetos y Chispazos (Lima, 1885) y el inédito Rimas del Rímac, y sobre todo en su periódico, de belicoso y ácido carácter, El Chispazo, editado en Lima, entre 1891 y 1893, en el que culminó su anterior actividad de poeta y prosador satírico expuesta en el semanario La Saeta y en sus libros   —11→   La España tetuánica y La Pinzonada (1867) y La matrona de Efeso (1872).

No puede prescindirse de citar tampoco su actividad de comediógrafo que fue intensa y que compartió con la crítica teatral. Se estrenaron y tuvieron éxito de público sus comedias El intrigante castigado (Lima, 1867), Más, menos y ni más ni menos (1870) y Pasada pesada en posada (1883).

Como diplomático le cupo actuar en representación de su país en momentos difíciles, en Chile (1878-79) y Argentina (1880-1886). De esa actividad y de su experiencia administrativa son testimonio sus libros de seria y erudita investigación: Páginas diplomáticas del Perú (Lima, 1891) y La inmigración en el Perú (Lima, 1891). En 1894, poco antes de su muerte, alcanzó a publicar una historia pintoresca de los balnearios situados al sur de Lima, titulada La línea de Chorrillos (Lima, 1894).

Hace algo más de un siglo -por 1864-, de regreso de su largo viaje por Europa y Oriente, Juan de Arona concluyó en Lima los originales de un libro que ha quedado inédito -muchas de cuyas páginas se encuentran dispersas en periódicos diversos- y que tituló Memorias de un viajero peruano, el cual hemos rescatado del olvido injusto. Es sin duda, uno de los aportes más calificados de nuestro romanticismo a la literatura de viajes y singular documento de sutileza, de sensibilidad y de sápido humorismo, que reivindica un tanto la escasa y débil producción de la generación romántica.


Arona en Francia y España

Las Memorias de un viajero peruano de Juan de Arona, recogen impresiones muy completas y organizadas. Por lo tanto, merecen detallado comentario. Detengámonos en su estada en París, cuando Arona apenas ha cumplido 20 años. Llegado esa ciudad, en el verano (junio) de 1859, se aloja por pocos días en el Hotel Moscú en la Cité Bergére y sigue viaje a España por 5 meses, en la espera de la apertura de cursos. Se instala nuevamente en París en diciembre de dicho año, para residir continuadamente, hasta agosto de 1861, en el «Quartier Latin», donde ocupa sucesivamente alojamiento en un hotel de la rue Poissoniére y en casa de un aragonés, de la rue Eugbien 28.

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Son singularmente interesantes los dos primeros años dedicados en su mayor parte a Francia. En París estudia humanidades en La Sorbona, Filosofía y Derecho en El Colegio de Francia, e Historia Natural en el Jardín de Plantas, más o menos en la misma época que lo hacían Luis Benjamín Cisneros y Pedro Gálvez, dedicados a otras especialidades (historia, economía y derecho). Menciona Arona a sus profesores Saint Marc Girardin y Geoffroy Saint Hilaire. Las aficiones lingüísticas de Arona toman cuerpo y como corolario de esa vocación publica un folleto en Londres titulado Galería de novedades filológicas (Londres, 1861) hoy inhallable. Alternaba los estudios con el culto de la poesía que entonces pulía o perfeccionaba para su primer volumen, impreso en París, Ruinas (París, Imprenta Denné Schmitz, 1863).

En aquellos dos años parisinos, que según dice «hacen época en mi vida», la actividad de Juan de Arona fue múltiple e integral, pues dice:

«Al mismo tiempo que enriquecía mi espíritu en la Sorbona, Colegio de Francia y Jardín de Plantas, ejercitaba mis músculos trisemanalmente en el suntuoso Gimnasio de Triat. Estaba situado en los Campos Elíseos y sobre su fachada se leía en tamañas letras: 'Regeneración del Hombre'. Allí concurrían hombres maduros y aun viejos, siendo el más joven yo, que contaba con veinte años; y también señoras y señoritas en los días respectivos. Estas recibían sus lecciones, de la señora Triat; nosotros del marido.

La gente de Lima que no ha visto más gimnasia que los palos y sogas deslucidos de los traspatios de las escuelas, ni más gimnastas que los muchachos de ellas, tendría dificultad en figurarse un grande y espléndido salón, con una bóveda transparente, toda de vidrios de colores y galerías altas pintadas de verde que comunican entre sí y con elegantes escaleritas de caracol. Entre la bóveda y el suelo, cubierto de una capa de aserrín, se veían caer escaleras de cuerda tensa como la jarcia de un navío; sogas, trapecios argollas, etc.».



Arona se describe a sí mismo en aquel famoso gimnasio, vestido con un calzoncillo de punto de lana colorado, una camiseta de lo mismo de color azul y una faja roja también de lana y unos borceguíes   —13→   de gamuza amarilla sin tacón y cerrados sobre el empeine por cordones y pasadores. En medio de aquellas prácticas, Arona relata un singular e inesperado encuentro:

Una parte del ejercicio se hacía en formación como de una tropa de línea. Monsieur Triat armado de un gran bastón daba las voces de mando y nos dirigía militarmente, a tambor batiente. En uno de los ejercicios que se practicaban de dos en dos, me tocaba siempre por compañero fronterizo un hombre de 45 a 50 años; todo caído de un lado del cuerpo como un caballo lunanco, la pupila endurecida y fija como una cuenta de cuerno, el aire cansado, fatigado, todo un «crétin».

Le pregunté al fin quién era. ¡Lectores de novelas, que casi sois los únicos en Lima, prosternaos! Ese «crétin» era Paul Féval.



Después del ejercicio debía iniciarse el proceso del baño, que no era menos complejo que el ejercicio gimnástico.

«Cubiertos de sudor nos dirigíamos cuando queríamos retirarnos, a la primera galería donde nos habíamos desnudado. Allí nos inclinábamos apoyados de las manos, sobre una mesa lavatorio corrida. El mozo llegaba; nos sacaba del cuerpo la camiseta; empapaba un guante de áspera cerda en el agua helada por diciembre, en el fondo de la cuvette y comenzaba a frotarnos rudamente y a lavarnos de la cintura arriba.

Para enjugarnos, extendía sobre nuestras encorvadas espaldas una toalla de hilo y comenzaba a palmotear estrepitosamente; tal vez había algo de juego de su parte, degeneración natural, como las de los regadores de manguera en las calles de Lima, que, regando se están divirtiendo, y más de una vez, a costa de los transeúntes. Al volver a nuestro asiento por nuestra ropa, un balde de agua igualmente helada nos esperaba, para que nos laváramos de las rodillas abajo.

¿Qué efecto producirían estas glaciales abluciones en un limeño creado en la santa máxima de que con el cuerpo caliente no es bueno mojarse?».



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La estada en París, en dos años cortos (entre diciembre de 1859 y agosto de 1861) fue sin duda fructífera en todo género de experiencias y más de eso, integral, pues nos revela, al lado de su estudioso fervor por las humanidades, que también Juan de Arona sabía practicar el deporte y la gimnasia, a los que tampoco eran ajenos literatos franceses de su época, como el novelista folletinero Paul Féval, no obstante su aspecto impresionante de cretino.

Para Juan de Arona, el viajar llegó a ser según él mismo afirma:

«un oficio, un arte, una ciencia, una tarea. Cuadernitos de bolsillo recibían diariamente mis apuntes escritos con lápiz y en francés, un herbario, las flores de Suiza, Grecia y hasta consignaba cuentas de los hoteles de los lugares que recorría, pegadas en sus páginas».



Con esos apuntes hubo de redactar años más tarde las Memorias de un viajero peruano, que propiamente se inician con el relato de su estada en España.

A los pocos días de haber arribado a París, en junio de 1859, dispone su viaje a la península y abandona la capital francesa. Atravesando en ferrocarril la Normandía y la Bretaña, con escalas en Burdeos y Bayona, Arona cruza los Pirineos y llega a tierra española «centro de ilusiones y aspiraciones» y «meca literaria». En Bayona había trocado el tren por la diligencia y confiesa que lo invadía la «fiebre por verme en España». La ruta española sigue por Vergara, Irún, San Sebastián. La escala siguiente es Bilbao, ciudad muy hospitalaria y simpática por sus gentes acogedoras y alegres, sobre todo en el pequeño pueblo de Algorta. Se detiene luego en Victoria, en Burgos y Valladolid.

El efecto del clima se traduce en la calificación del calor madrileño, en pleno julio de 1859, como infernal, desesperante y «africano».

«Las calles brotaban un fuego, como el que puede sentirse en la boca de un horno y calentaba el cuerpo de tal manera que su contacto habría bastado para asar un trozo de carne cruda. A veces se levantaba una ligera y poco durable ráfaga (de viento), que mejor no lo hiciera, porque lejos de traer algún refrigerio, parecía una bocanada   —15→   de procedencia directa del infierno. Este mismo calor engendra la consiguiente plaga de moscas pegajosas y otros bichos peores, y desarrolla en las calles una fetidez tan fuerte, que quema los párpados...»



La exageración de tal cuadro es muy propia de un viajero proveniente de clima benigno y templado y su afán descriptivo e irónico acentúa los tonos de la realidad. Para librarse de los rigores de la estación, el viajero se traslada sucesivamente a los sitios de veraneo de entonces como La Granja, El Escorial, Segovia, a los que denomina «Los Chorrillos de España», allí igual que antes había llamado Biarritz, el «Chorrillos de Francia».

Es animada su descripción de los lugares en que se vuelca la población madrileña en las noches de verano: el Retiro o «Respiro» y el Paseo (o «salón») del Prado, poblado de sillas metálicas, alrededor de las cuales, bajo la luz de gas, desfilan carruajes que marchan a compás, al lado de vendedores y pregoneros. Menudean sus comparaciones con hechos y cosas de Lima -el Paseo del Prado con los Descalzos, los lugares de descanso o veraneo con Chorrillos.

Es documental su descripción de la fiesta taurina:

«Los madrileños gustan de los toros por el arte. El bicho sale desnudo de enjalma; no hay suerte de caballo, sin que se deduzca que es ni menos que ha sido desconocida en España: sólo un episodio, uniforme y pesado y a que los aficionados dan una gran importancia, interrumpe la clásica apostura de la función: el de la pica. El picador sale montado en un miserable caballejo, de esos que están condenados al matadero, tan aforrado el mismo de cueros, como si vistiera armadura antigua. ¿Qué se propone este atleta? Unos de esos engorrosos tours de force tan minuciosamente descritos por Ercilla en la Araucana; sostener el mayor tiempo posible el empuje de la fiera en la punta de la ferrada pica. Tras una breve vacilación el hombre cede, el caballo es ensartado y destripado; el jinete desciende su pesada mole por el anca, con las piernas abiertas como un jinete de palo descarzonado; y echándose para atrás como el atleta derribado en el cuadro moderno del circo romano que lleva por título Póllice verso. Al caballejo que ha sido comprado sólo para Qu'il mourut: de Corneille, se le han vendado los ojos, y espera firme, esto   —16→   es, temblando sobre sus cuatro patas como sobre cuatro agujas. Pese a la precaución de la venda, alguna vibración del aire o de la tierra, o el instante, han anunciado al mísero jamelgo la próxima embestida, y se da por muerto».



El joven limeño lamenta a cada paso su soledad y la fiesta que para él constituye encontrar algún conocido o compatriota «a quienes vemos con indiferencia en las calles de Lima pero los recibimos con los brazos abiertos y mil aspavientos en el extranjero».

Relata su visita a dos literatos, el huraño Ventura de la Vega y el cáustico Bretón de los Herreros, hombre de amargos juicios sobre sus contemporáneos, y a quienes llega recomendado por don Felipe Pardo y Aliaga. Frente a la franqueza y directo lenguaje de los españoles, Arona advierte el eufemismo limeño de la frase perifrástica o la expresión atemperada. Advierte también los modismos españoles, clara muestra de su temprana afición por la filología.

Pasó de Sevilla a Cádiz navegando por el Guadalquivir, río abajo, y recorre Jerez, Málaga, Granada y Valencia. Allí encuentra al General Belzu, ex presidente de Bolivia, y a don Benjamín Vicuña Mackenna afamado historiador chileno. Se separa de ellos antes de llegar a Barcelona, en ruta a París. Allí, en Barcelona, es interesante su observación de que

«Las mujeres no son bellas y choca la tosquedad de sus pies. Aun la más favorecida por la naturaleza no pasa de buena mozota por sus formas abultadas y por su voz desapacible y bronca, porque aunque hablan castellano, cosa que hacen pocas veces, conservan siempre el dejo catalán».



La nueva etapa parisina lejos de ser tan rauda como la primera, se prolongó casi dos años, según ya dijimos, desde diciembre de 1859 a fines de agosto de 1861. Ocupa la actividad de Juan de Arona el aprendizaje intensivo de humanidades y la lectura. Observa las costumbres y se encierra -torturado por el frío invernal- en la meditación. La vida civilizada de una ciudad europea merece de Arona reflexiones muy atinadas: la civilización anula la vida de la naturaleza y crea una atmósfera de artificio. El hombre es privado   —17→   de su autonomía y de muchas de sus facultades y queda convertido en un autómata. La civilización alcanza aun a los propios animales. El clima le merece reflexiones muy agudas. «En París y Londres se gasta más tiempo en el hablar del tiempo que entre nosotros» dice en un párrafo y agrega todavía:

«La cuestión tiempo para los europeos es lo que el 'que hay de nuevo?' para nosotros. En Lima no se puede vivir sin esta engorrosa pregunta, ligeramente variada a veces con «qué tenemos de nuevo?», «¿Qué se sabe?», «¿qué se dice?». Y es que en ambas regiones la cuestión es vital. Se trata del clima físico y del clima político, envueltos por los cuales vivimos, a los que tenemos que subordinar nuestras acciones y determinaciones, de lo que depende nuestro bienestar, nuestra felicidad.

En Lima el «¿qué hay de nuevo?» puede ser hasta cuestión de vida, materialmente hablando.

Los ingleses de Londres en su entusiasmo y arrobamiento por uno de esos «hermosos días» de que nadie se ocupa en Lima, después de calificarlos en todos los adjetivos rectos, de nice weather, fine, delighful, beautiful, se pasan a los metafóricos; y así como en las Letanías después de decir a la Virgen todo lo que en realidad puede ser, Reina de los ángeles, Refugio de pecadores, la llaman torre de marfil y casa de oro, así los londinenses en uno de esos días que en Lima llamaríamos de «sol bravo», se desatan en estas expresiones «glorius weather», «lovely weather».



Otro sector importante de sus Memorias está dedicado a exponer sus experiencias sobre la actividad teatral en la capital de Francia. Menciona algunas obras de gran éxito en ese momento y discurre sobre títulos de obras, actores y autores: -Dumas padre e hijo, Scribe, Bouchardy y los neoclásicos. La inquietud de Arona se vuelca no sólo sobre el teatro sino en general sobre la literatura y la lingüística. Se aficiona, como él mismo afirma, por la bibliofilia. No se detiene en libros franceses o españoles. Le interesan también los del resto de Europa. En Londres -a donde ha viajado en dos oportunidades para disfrutar el verano- pasa muchas horas en la biblioteca de British Museum. Allí, en Londres, publica su primer trabajo sobre peruanismos.

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En Europa Central

Más tarde, a fines de 1861, se desplaza hacia Alemania y Austria. Sigue la ruta de Estrasburgo, Frankfurt, Hanover, Hamburgo y Berlín, ciudad monumental con museos admirables. La estada es breve y el itinerario extenso. Sigue a Leipzig, donde no halló las rarezas bibliográficas que esperaba, salvo el Glosario de palabras castellanas y portuguesas de W. H. Engelmann. Continúa una vívida descripción de Praga, escala en su camino a Viena. Visita aquí la Biblioteca Imperial y consulta las obras de Juan Diego de Tschudi, recientemente editadas. Su curiosidad lo lleva a Buda y Pesth, capital de Hungría. Pero el viaje es meramente turístico y Arona prosigue a Italia por la vía de Trieste.




Primera estada en Italia

En Italia se siente más a gusto. Describe con delectación a Venecia, recordando a cada paso a Lord Byron, su admirado poeta, en plena vigencia romántica, pero elogiando también los vinos y las comidas de las trattorias. El itinerario incluye Padua, Verona. (¡desilusión de Arona ante la tumba de Julieta!), Mantua. Pero la visión de Italia es esta vez muy rápida y un tanto superficial.

El relato cubre meramente lo que puede ver un turista que acude a los monumentos importantes a los museos o a los lugares notables y, por lo tanto, a la realidad comúnmente conocida.

El sentido crítico de Arona se solaza en circunstancias adventicias, como la de que en Mantua, ciudad que en todo evoca a Virgilio, no pudo encontrar una edición del poeta hecha en su tierra natal. Recorre también con prisa la ciudad de Milán (¡pasmo ante la Biblioteca Ambrosiana!) y llega a Génova para disfrutar de las huellas de Byron, cuyo derrotero seguía desde Venecia.

«Inútil es decir tratándose de Génova que el mármol está allí desparramado con profusión, no sólo en simples escaleras y estatuas, sino hasta en breves edificios, como se ve en un templete circular de Diana, al gusto antiguo o pagano, todo de mármol, surgiendo del seno del agua en medio de una laguna. Riqueza estancada sin más   —19→   objeto que halagar con un punto de vista mitológico las miradas de un señor soñoliento y epicúreo».



Pasa Arona por Liorna «la ciudad más indocta de Italia» y por Pisa, donde continúa su enumeración turística de curiosidades.

La inquietud intelectual de Arona lo conduce en Milán a visitar la Biblioteca Ambrosiana donde revisa, copia y glosa los manuscritos de las cartas allí conservadas de Lucrecia Borja dirigidas al poeta Pietro Bembo, bajo el vocativo «Micer Pietro mío» y algunas en castellano.

Pero en el itinerario de Florencia radica tal vez uno de los mejores aciertos del viajero -dentro de su ruta italiana. El entusiasmo por la ciudad museo es comunicado al lector y al propio autor, pues el estilo enumerativo y a veces fatigante de las páginas precedentes, se anima y adquiere agilidad, sutileza de expresión y juegos de humor.

Ya había adelantado Arona que los mejores días de viaje los pasó en Florencia, en Roma y sobre todo en Nápoles. Pues bien, en aquella ciudad de los Médicis la estada fue prolongada y fructífera en visitas a museos, monumentos, lugares históricos, en apreciaciones lingüísticas o en anotaciones sociológicas, como aquella de los niños de Florencia tan cantores, espontáneos y distintos de los civilizados y silenciosos niños de París.

La llegada a Roma muestra los inconvenientes de una organización que no brinda ninguna facilidad al turista y lejos de eso, que por la complejidad de trámites parece destinada a desalentar al visitante. Pero el poeta se refugia en la lectura de su Virgilio, como preparándose espiritualmente para recorrer la ciudad «misteriosa o encantada». En 22 días de estada, Arona es incansable en recorrerla de palmo a palmo:


«¡Los arcos y las termas y los templos,
los circos, enfiteatros y acueductos,
los rostros, las columnas y obeliscos!
La vía de Apio Claudio y los sepulcros,
lo antiguo, lo moderno y lo antiquísimo.
¡Lo temperal y eterno! Cómo dudo
al pensar que tal obra de romanos
de ser tarea mía estuvo a punto!».



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y agrega, abreviando descripciones, y después de haber enumerado muchas cosas vistas:

«No diré pues que 'dejo a pluma más autorizada la descripción de Roma' sino que 'plumas más autorizadas no me dejan a mí nada que espigar en este terreno por fecundo que sea'».



Arona hace por mar el trayecto -una tarde y una noche- entre Roma y Nápoles, embarcándose en Civita Vecchia. Sin duda, una de sus mayores satisfacciones le fueron brindadas por Nápoles y sus alrededores; todo lo vio en 30 días de estada: calles anchas y limpias y callejuelas estrechas y pintorescas, la noche fría de navidad, en la que el viajero observa calles desiertas y sólo un misterioso rito:

«De rato en rato, un brazo y una mano, nada más que un brazo y una mano salían misteriosamente de una ventanita que acababa de abrirse, teniendo cogido un cohetecito de ignición entre los dedos índice y pulgar. Las chispas corrían rápidamente por la untada guía, el mínimo e inofensivo proyectil daba su estallido, y todo tornaba a las tinieblas y al silencio. El brazo había desaparecido y la ventana cerrándose y el acto había tenido toda la solemnidad y la puerilidad de un sacrificio pagano».



Abarca durante la estada en Nápoles, y embarga la inquietud de Arona el interés por las ruinas de Pompeya y Herculano. En la primera, al cabo de varias visitas, Arona hace un detenido recorrido y anota hasta las inscripciones latinas, a veces muy libres y paganas. Intenta la ascensión del Vesubio, sin conseguirlo por el mal tiempo, pero logra la visita en Herculano al teatro subterráneo, cuya estructura permite al visitante algunas cultas reflexiones sobre la escena y la estructura de las obras de Plauto y Terencio.

Impresiona por su seducción poética el nuevo intento de ascensión al Vesubio que realiza Arona en un día espléndido, aunque precedida la maniobra por un cuadro quijotesco: el de Arona en flaco caballejo y el guía a pie y su acompañante un ingenuo joven ruso en un asno por él escogido pues el tal ruso «era un caballófobo: tenía por los caballos un terror supersticioso, como los antiguos peruanos» y prefería al asno porque lo aterraba menos.

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«Habido el asno, hubo que buscar la montura y habida ésta, cabalgamos y echamos a andar. Al primer estirón de mis piernas sobre la silla, reventé una correa y me quedé sin estribo, y al primer tirón del compañero ruso que sofrenaba a su asno con temblorosa energía, se quedó con las riendas en la mano. ¡Todo estaba podrido!»



En la cima del volcán el poeta se inspira románticamente, y piensa en la transfiguración del alma después de la muerte, y recuerda algunas páginas ciceronianas y siente el sol al alcance de su mano.




Juan de Arona en Oriente

El recorrido por el Cercano Oriente tuvo primera escala de muchos días en la isla de Malta, la antigua Hyperia u Ogigia de la Odisea homérica. Tal comprobación trae al viajero evocaciones de otros tiempos, en contraste con los nuevos, finas apreciaciones sobre las costumbres y el aspecto de sus habitantes (que le recuerdan «a nuestros cholos y zambos»), fiestas populares y, sobre todo, el deseo de ilustrarse en nuevos datos sobre la isla y los países de Levante. En la rica Biblioteca Pública de La Valette, Arona anota la bibliografía más conspicua sobre aspectos diversos de los pueblos orientales (Champollion, Wilkinson, Lane, Johnson, etc.) inclusive sus lenguas. En cierto sector de la isla (en Sliema) ubica Arona una lengüeta de tierra semejante topográficamente a La Punta en el Callao.

En la ruta de Malta a Egipto, el viajero se siente invadido por el mareo, «enfermedad tan antigua como el mundo o por lo menos como la navegación», ya que aparece descrita en las comedias de Plauto y que también da lugar a especulaciones filológicas, como la que la palabra náuseas proviene del griego «naos». Entre el pasaje en segunda clase, Arona encuentra redivivos a personajes de las novelas de Sue y de Dumas, entonces en plena actualidad.

La llegada a Alejandría produce el deslumbramiento de tener ante sí una ciudad de África y el primer punto de Oriente. Allí -dice Arona-:

«me creía en Villa u otra hacienda del Perú, pues veía pasar innumerables negros de Etiopía, Nubia o Abisinia, vestidos ligeramente como los nuestros y chupando su caña   —22→   dulce. La topografía misma me recordaba la de nuestros campos con la diferencia que reina un hermoso movimiento agrícola, que ya quisiéramos tener por acá».



Así se vierte constantemente la nostalgia del viajero por su tierra natal, nunca relegada en su recuerdo vivo. Operaba la realidad visitada como una suerte de estímulo para afirmar su orgullo de americano, su fe en lo peruano.

En el Cairo, hace el recorrido de las Pirámides y luego remonta el Nilo para conocer lo más significativo o sea el alto Egipto. Le interesan al lado de los monumentos antiguos, los usos de la agricultura y el papel importante del asno entre los campesinos. El lenguaje de éstos y de los citadinos, el árabe, merece de Arona muchas páginas de interés lingüístico en los que señala la persistencia de las raíces árabes en el castellano.

Otra alusión a nuestra realidad está expuesta al describir el Esbekié, plaza pública de diversiones en El Cairo:

«El Esbekié está toda plantada de grandes árboles, acacias, sicomoros, semejantes a nuestros pacayes y a nuestros enanos y graciosos aromos (acacia farnesiana), cuyo perfume agradable y penetrante es bien conocido. El aromo es indígena de Egipto, y su nombre árabe es fetneh.

El sitio del Esbekié estaba expuesto hasta no hace mucho a las inundaciones del Nilo que lo visitaban y ocupaban anualmente; hasta que Mehemet Alí o Mejemetalí, como dicen los árabes, y que es como si dijéramos el don Ramón Castilla de estos climas, la puso fuera del alcance de las aguas desbordadas, elevando su nivel artificialmente y rodeándola de un canal».



Nada escapa en El Cairo a la observación del viajero, que aguza su penetración intelectual y pinta cuadros verdaderamente repugnantes como aquel dedicado a los lugares en que se ejerce la prostitución o aquel otro en que describe los usos del estiércol en la arquitectura:

«En los pueblecitos circunvecinos al Cairo, que como ya he dicho recuerdan nuestros galpones (de haciendas), la gente pobre enluce sus casuchas con estiércol de camello;   —23→   y por esto se encuentra en las calles de la capital multitud de muchachas y de viejas recogiendo afanosas en unas espuertas cuanta boñiga fresca encuentran de camello, de burro, de caballo, etc., entreteniéndose al mismo tiempo en amasarla, como hacen los panaderos con una materia más pura. Estas criaturas componen uno de los tipos más nauseabundos de la población y al verlos y fijarse en sus brazos, parece que llevaran guantes verdes hasta el codo».



En otro momento, Arona amplía su teoría de los viajeros y los clasifica en «viajeros clásicos» que observan y enjuician y «meros viajeros» que se limitan a mirar sin comentario ni juicio alguno y «regresan sin llevarse consigo una idea exacta de los países que visitan».

En otros párrafos acaso peca Arona de excesivamente minucioso en sus descripciones, como por ejemplo cuando trata de la visita a las pirámides, aunque no deja de tener cierta delicadeza y acierto en algunas apreciaciones jocosas o humorísticas, con indudable gracia de buen criollo peruano, estimulado por la distancia memoriosa.

A la excursión a Gizeh siguió la de Suez, todavía sin canal aunque con obras empezadas por Lesseps, la de Sahara, la de Menfis. Al cabo de dos meses de estada, se traslada a Alejandría para tomar el barco que lo llevará a Constantinopla, luego de varias escalas. Respecto de lenguas orientales útiles, en que había puesto a prueba su capacidad de aprendizaje, dice Arona:

«Me había pertrechado de diccionarios y gramáticas árabes; más tarde lo hice con las lenguas muertas hebrea y caldea. ¡Me proponía hacerme orientalista! Vine a Lima... y vi que con mascullar un poco la lengua propia que se habla, había de sobra para llegar a personaje».



No cabe duda que en Oriente puso Arona a prueba también su aptitud literaria. Aquí adquiere su relato, aún más que en Italia, animación y agilidad. El humor se hace más intenso y los contrastes de vida observados parece que hubieran estimulado la fluidez y viveza de su relato.

En el viaje de Egipto a Turquía, la primera escala importante fue Beirut, de donde siguió el viajero a Damasco en una verdadera   —24→   expedición, pues no eran tiempos de turismo organizado ni aun para la gira a Tierra Santa. Damasco semejaba, en la imaginación de Arona, a sus rincones preferidos de la costa peruana:

«Dos cadenas de cerros cierran por ambos lados el valle, que se extiende hasta perderse de vista. Por primera vez comprendí las Mil y Una Noches y mi impresión y mi sorpresa fueron idénticas (al salir del desierto) y a las que más de una vez había experimentado en la costa del Perú, cuando al salir de una nueva pampa de arena, se halla uno inopinadamente con la perspectiva de los verdes y espesos bosques de la Rinconada de Mala. Mas la ciudad oriental, sentada del modo que he descrito, recordaba más bien aunque con alguna vaguedad, a Lima vista desde Miraflores, con la diferencia de que por acá no se conocen tan acentuadas ni las escaseces del Rímac, ni mucho menos los lastimosos desperdicios de sus aguas».



Damasco con 15.000 almas, era una ciudad a la que no había llegado el progreso y donde no residían extranjeros, salvo los transeúntes que llegan de Jerusalén o Beirut y no había signos que recordaran la civilización europea. «Todo ha de hablar árabe y ha de referirse a Alá», dice Arona. Al descubrir a las damasquinas, su entusiasmo se aviva, y recuerda unos versos de Víctor Hugo dedicados a Sara en el baño.

El viajero sólo avanzó hasta Damasco, ciudad de Siria. No llegó a Jerusalén, pues el dinero le escaseaba. Volvió a Beirut al cabo de 8 días para embarcarse nuevamente y seguir el rumbo a Constantinopla. Las escalas siguientes fueron las islas Chipre y Rodas, en donde Arona encuentra muchos judíos sefarditas que le hablan su castellano anacrónico: -Un chavico, señor, le piden, o sea un ochavico y el viajero atiende a esos mendicantes que le recuerdan la España del XVI.

Sólo ve de lejos las islas de Cos, Samos y Patmos. Pero se detiene en Esmirna, brevemente, para visitar su castillo y seguir a las islas de Lesbos y Ténedos, a las que imagina en una época coetánea del sitio de Troya y

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«adonde fueron a ocultarse los griegos cuando desesperando de poder tomar la ciudad por asalto, fingieron que desistían de su empresa. Después de esa pueril estratagema de guerra, después de ese ardid de muchachos ¿cuánto dolor no ha presenciado la tierra!»



A Constantinopla arriba el 28 de abril de 1862. Esta ciudad le produce una emoción más profunda que Nápoles, por su rica arquitectura, sus costumbres y sus elementos exóticos. Distingue entre la ciudad musulmana y la ciudad bizantina. Visita el foso del sultán y admira la basílica de Santa Sofía, especta la ceremonia de los dervises y describe el obelisco de Teodosio. Excursiona en los alrededores de Constantinopla y visita también Buyuk-Deré y Skutari y el monte Burgulú.

En todos esos recorridos vibra el espíritu romántico de Arona: cipreses y cúpulas, la alegría de los bazares, el ritual del baño turco, los cementerios, el Paseo del Agua Dulce, todo atrae su interés durante una estada de 20 días en la antigua Estambul. El viajero se multiplica y ocupa todas sus horas, incluso las de descanso, para conocer de cerca este mundo oriental y describir lo visto y vivido.




Grecia y viaje de retorno

Apenas arribado a Atenas, la primera salida de Arona tiene como objetivo el Acrópolis, la ciudadela:

«Ponga o imagine mi lector peruano unas grandiosas ruinas de mármol blanco sobre el Morro de Chorrillos y tendrá una idea bastante exacta de Atenas y su topografía, seca y polvorosa y barrida frecuentemente por fastidiosos ventarrones; y perdóneme si el deseo de ser comprendido con más claridad, me hace ahora y después (y pudo Arona decir también 'antes') recurrir a símiles nacionales, que algunos hallarán o chocarreros y chabacanos, tratándose de un mundo clásico».



Exageraba la nota Arona en su autocrítica. Los símiles no eran de mal gusto, mas sí ingenuos y un tanto forzados a veces, lo cual es disculpable dado que Arona sólo contaba entonces 22 años de   —26→   edad. Pero indicaban el fervor nacionalista, el orgullo de origen, la afirmación de su ser e identidad, cuando hubo y hay tantos peruanos que al contacto con el mundo, se olvidan de su origen y situación.

No faltan aquí, en la descripción de Grecia, disquisiciones acerca de la lengua griega antigua y moderna, en cuyo conocimiento demuestra dominio y familiaridad, sobre todo para señalar las etimologías griegas en castellano, a propósito de expresiones que escucha por doquier:

«¿Hasta qué hora dura la prueba de que estos hombres hablen griego? me preguntaba yo; pues semejante al portugués de la décima, no podía concebir que un idioma que en otras partes se llega a viejo y lo entiende uno mal (que hablarlo es imposible) lo parlaba aquí un muchacho, y el más zafio y el más intonso. Mientras tanto, y sin entenderlo todavía gran cosa, me deleitaba oyéndolo».



Asiste al estreno del alumbrado de gas en Atenas, en mayo de 1862, que constituyó acontecimiento citadino histórico. Se admira de que circulen como monedas de uso corriente, pesos mejicanos o bolivianos con la efigie de Bolívar, cuyo perfil -desde tan lejos- lo emociona y llama a su nostalgia. Describe trajes de hombres y de mujeres, costumbres, fiestas, el paisaje del Ática, todo visto en muy nutridos periplos cortos y amplios, durante los dos meses de estada. Objeto de su interés fue también la transparencia del aire, el suelo mismo, su composición y color, y las plantas y otras particularidades de la naturaleza, lo cual era propio del hombre aficionado al campo y experto en este don de observar el fenómeno natural, a lo largo de su extensa ruta. Sus meditaciones sobre el paisaje y sus elementos y el relato de sus paseos en los alrededores atenienses, constituyen hermosas páginas de sabor eglógico. Pero esos relatos los concluye con este cuarteto tan expresivo de su emoción peruanista:


En vano al Pnix acudo y al Museo,
y al Lycabeta y al antiguo Estadio,
cuando a la patria en mis ensueños veo,
¡ay..., sólo entonces de placer irradio!



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Una de las más hermosas experiencias del viajero fue la ascensión al Monte Pentélico, desde donde puede gozar de un panorama extraordinario: a un lado la llanura de Atenas y al otro la de Maratón y a la distancia una infinidad de islas y de montañas continentales y era así casi toda la Grecia.

De regreso, Arona comenta:

«El mejor comentario de la literatura griega antigua, su mejor edición, su mejor maestro, es venirse a Grecia, vivirla y familiarizarse con su idioma. Verificado esto, esa literatura considerada como enigmática, se nos presenta tan clara como cualquiera otra extranjera moderna».



Terminan las impresiones griegas del viajero con una nueva visita al Partenón, celosamente vigilado por guardianes especiales, lo cual contrasta con el descuido de otras épocas, que condujo a su parcial destrucción por la codicia de los visitantes, ya condenada por Byron.

Urgido por la escasez de fondos, Arona deja Grecia y retorna por barco a Italia. A mediados de julio de 1862, entraba de regreso a la bahía de Nápoles, poniendo punto final a su periplo por el Mediterráneo.

En la nueva estada en Nápoles, surgen otras perspectivas para su curiosidad incansable: el museo, las ruinas de Pompeya, Sorrento y la costa amalfitana, Capri.

Las posibilidades de ver y de estudiar son infinitas y se abren cada vez más en esa segunda vuelta por Italia. Pero el tiempo previsto se acorta y el viajero debe pensar en el regreso pues los recursos económicos son limitados. Por eso escoge de nuevo el camino de Francia: conoce Marsella, tan sugestiva para él, y luego Suiza, empezando por Ginebra y su lago y siguiendo por Ferney y sus recuerdos de Voltaire, Evian y sus aguas, Lausana y sus bosques, el castillo de Chillón y sus remembranzas byronianas, y la sucesión de poblaciones originales de Suiza como Martigny, San Bernardo, San Remy, Saint Didier, Cormayor, Vevey.

La naturaleza hace en esta parte su mayor impacto sobre el viajero: los montes nevados y los glaciares, la vegetación original, el paisaje luminoso, las cascadas y campos de nieve, excitan su imaginación poética.

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Se detiene en el Lago Mayor y en el nacimiento del Rhin. Por Isolabella, el Lago de Zurich y Schafhausen inicia el camino de regreso y desde allí toma el ferrocarril que lo ha de conducir de nuevo a París para embarcar luego en El Havre con destino al Perú. Al parecer, la premura de su partida le impide escribir las últimas impresiones de su paso por Francia. El relato queda detenido en los Alpes suizos, que tantos estímulos procuró a su sensibilidad de poeta y de escritor.




Apreciación crítica

Obsede a Juan de Arona el afán de verlo y conocerlo todo, de abarcar el mundo en una visita fugaz.

Pero no siempre su intención literaria resulta meramente expositiva o mostrativa del panorama visto en las ciudades europeas u orientales. A la manera de un turista moderno pero culto suele escindir entre lo anecdótico y lo categórico. Aporta valiosos elementos para la confrontación entre esas realidades y las propias de un hombre del Perú y alguna vez agrega la disquisición acerca de costumbres o la nota de erudición o los finos apuntes sobre psicología humana.

Arona es preciso e informado, fidedigno si exceptuamos ciertas exageraciones propias de la época, a veces demasiado meticuloso en exterioridades pero siempre consciente de su papel y de su oficio de escritor. Hay un párrafo suyo mostrativo de su honestidad literaria que vale la pena trascribir:

«Si un viajero no hace de cuando en cuando un alto moral para fijar sus impresiones, reprimiendo el anhelo febril que de él se ha apoderado, de ver y ver y más ver, y que tanto más se enciende cuanto más prosigue su viaje, una masa confusa e incoherente, un caos, una muchedumbre espesa de sonidos y colores opuestos se aglomeran en su espíritu y lo embargan, cerrando completamente los ojos a la memoria; indigestión mental que al fin se disipa no dejando más en el alma que un límpido y desconsolante vacío.

Tal acontecía a mi amigo el general Belzu (el ex dictador de Bolivia) con quien recorría yo algunas ciudades   —29→   de España, (como se ha visto en capítulos anteriores) y el cual había embrollado no solamente los recuerdos de Constantinopla con los de San Petersburgo, sino que, como si aun los idiomas hubieran naufragado en su memoria, hacía una lastimosa confusión de palabras rusas, francesas y española».



No hay constante esfuerzo interpretativo pero existe preocupación latente por el Perú en todo lugar donde se encuentra el viajero. Lo exótico le interesa pero no al punto de conturbar su espíritu firmemente arraigado en la patria lejana.

Las Memorias de un viajero peruano de Juan de Arona adquieren de tal suerte valor continental y deben parangonarse con ventaja sobre otros libros americanos de viaje de su época como los de Domingo Faustino Sarmiento (Viajes...) y Manuel Cané (Un viaje, 1881-82, Buenos Aires, Biblioteca de la Nación, 1903). La ventaja se halla en el tono irónico y la chispa del peruano que anima y da galanura singular a la relación de impresiones.

Podríamos afirmar que Arona supera con sus Memorias a todos los autores de obras similares de literatura de viajes que produjo nuestra generación romántica, sin exceptuar a Márquez, a Lavalle, a Palma, a Bustamante, a Ingunza o a Valdez que elaboraron los mejores libros de este tipo, y los excede en amplitud de visión del mundo material, y también en interés humano y en sutileza literaria.

A lo largo del viaje, Arona avanza en una escala romántica en busca de lo antiguo (en Italia), de lo exótico y lejano (en Oriente), de la afirmación en el culto de la naturaleza (en los Alpes Suizos). De tal modo, adquiere en plena juventud, un concepto del mundo y la madurez de criterio de que carecieron, en muchos casos, los hombres de su generación. Anteriormente, había recorrido su país y parte de América del Sur (Chile y Colombia). De regreso trajo al Perú la experiencia vital volcada en su firme cultura y la amplia visión del humanista, las que se traslucen parcialmente en su obra de creador (Ruinas, Cuadros y episodios peruanos) en que palpita muy hondo el sentimiento terrígena y en la obra de virtuoso (traducciones y estudios filológicos) en la cual expande el horizonte amplio del humanista.

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La aproximación al mundo antiguo significa para Arona tres experiencias fundamentales:

  1. Una afirmación de fe en los valores peruanistas, frente al espectáculo de las civilizaciones occidental y oriental.
  2. La revelación de su vocación humanística y especialmente el descubrimiento de su capacidad de filólogo y lingüista, en contacto con la diversidad idiomática en Europa y el Cercano Oriente.
  3. La captación del sentido universal de la vida, al contacto con diversas concepciones del mundo.

Estas experiencias vividas hacen de su importante libro una obra con valor cultural de alto rango y de singular prestancia literaria.

Al incorporar a la bibliografía peruana este nutrido y sugestivo libro de Juan de Arona -disperso por capítulos y publicado a lo largo de muchos años en las páginas de El Comercio, El Nacional, El Correo del Perú y sobre todo El Chispazo- titulado con acierto Memorias de un viajero peruano, podemos asegurar que ostenta sobrados títulos para alcanzar su impresión en volumen. Ello contribuirá sin duda a incrementar con honor tanto la fama literaria de Juan de Arona como a enriquecer la escasa bibliografía que en materia de viajes dejaron los poetas románticos de la bohemia de Palma y que a esta altura debemos recordar.

Sólo José Arnaldo Márquez (Recuerdos de un viaje a los Estados Unidos, Lima, 1962), Ricardo Palma (Recuerdos de España, Buenos Aires, J. Peuser, 1894 y Lima, Imprenta La Industria, 1893) y José Antonio de Lavalle (Hojas de un diario y Páginas de un libro que no se publicará, Lima, 1878 y que sin embargo se publicó en edición privada) y (Cartas de un peregrino o unas Notas de viaje, que no aparecieron en libro), tienen volúmenes publicados de este carácter, pues de los demás románticos quedan sólo cartas y algunos apuntes dispersos en periódicos o revistas.

Pero a estos volúmenes habría que agregar la bibliografía romántica intransitada y casi desconocida, víctima de un desdén injusto de editores y comentaristas, en que destacan los nombres de José   —31→   Manuel Valdez y Palacios, de José Antonio García y García, de Juan Bustamante, de Francisco Esteban de Ingunza, los tres últimos son sendos libros de viaje publicados aunque poco conocidos, y el primero con libro muy valioso que verá la luz en esta misma Colección.

Cabe recordar además que, a pesar de sus dos breves vistas a Europa (1864 y 1892), Ricardo Palma fue un sedentario en sus años de madurez, quizás como reacción por lo mucho que navegó siendo joven como adherido a la marina de guerra. Los demás poetas románticos trotaron el mundo incansablemente, aunque a veces con poco resultado visible en su obra literaria. Sin embargo, debe señalarse casi como excepción, la obra de Juan de Arona, que ahora damos a publicidad.

El caso de este último es ejemplar en cuanto nos permite conocer con más claridad la reacción de un joven escritor frente al mundo, en toda su amplitud. De los autores de libros de viaje como Márquez y Palma, el primero nos deja ver sólo su experiencia norteamericana pero ni siquiera en su integridad y el segundo, apenas su viaje a España de las postrimerías de su vida. De Lavalle tenemos aislados bosquejos de Rusia y Alemania. Pero no se había dado, hasta llegar al caso de Arona, el relato de viaje integral, por Europa, Norte de África y Cercano Oriente.

De los prosadores de la misma generación que no fueron habituales escritores de oficio, como García y García, Bustamante, Valdez y Palacios y Francisco de Ingunza, todos ellos han dejado memorias de viajes de disímiles méritos, y por lo general significativas como muestras de una inquietud generacional por el viaje. Escribir sobre la experiencia en el viaje fue acaso un imperativo espiritual de ofrecer al público lector de su época una imagen del mundo en extensión, con cierta ambición de abarcar muchos aspectos de observación directa de las realidades extrañas. Pero, al mismo tiempo, Arona y los demás mencionados se proponían realizar en sí mismos un fin didáctico, «el viaje ilustrado», el propio aprendizaje, ideal formativo un tanto heredado de las lecturas del Emilio de Rousseau.

Así surge ante nosotros -pasada una centuria- lo que debió haber sido para Juan de Arona un anhelo perseguido a lo largo de su trabajosa vida: la edición de Memorias de un viajero peruano, la obra más interesante e intensa después de su Diccionario de Peruanismos   —32→   y de las estampas paisajistas tan peruanas de su poesía. Este libro ha de contribuir tanto a consolidar la fama literaria de Juan de Arona como a reivindicar la estimativa global de su generación. Esta doble intención justifica con creces la animosa empresa de recopilar sus diversas partes y de ensamblar sus capítulos y ha resultado grata la tarea, pues este libro ha sido escrito con el fervor juvenil y la vocación por la cultura, con el amor al hombre y a sus obras y, no obstante la temática extranjera, con la señera y constante evocación de la patria lejana.

ESTUARDO NÚÑEZ.









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ArribaAbajoCapítulo I

La salida de Lima.- Mi Mentor.- Novedades para mí.- Iglesias arruinadas.- Apóstrofe.- El Istmo.- Colón y Cartagena.- San Tomás - La travesía.- Southampton.- Londres.- París.- Comparación.- De París a Bayona.- Burdeos.- Mi equipaje.- Los campos de allá y los de acá.- Bayona y Biarritz


El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diez y siete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín «Boterin», que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica. Después de haber hecho mis primeras armas amorosas en Tacna, volví a Lima por vapor. A los diez y ocho navegaba hasta Valparaíso, entre cuyo puerto y Santiago pasé cosa de un año; y por último, ahora, antes de cumplir los diez y nueve, me embarcaba para el más largo y provechoso de mis viajes, de los cuales y de su recuerdo puedo extraer todavía hoy, a la formidable distancia de tantos años, inefables fruiciones e inagotables enseñanzas.

Mi mentor (un verdadero Mentor) por esta vez, era un médico español de Victoria, el doctor don Faustino Antoñano, que después de haber sido el médico de la hacienda de mi padre, así como su hermano el capellán, por espacio de ocho años, se volvía a Europa. Este hombre, tan singular por su carácter como por su inteligencia, me había visto crecer y estudiar a la sombra paterna, y había tenido una parte considerable, que yo mismo le otorgaba voluntariamente atraído por su ascendiente, en mi educación moral.

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Por su humor, aticismo y originalidad parecía de la estirpe de los Cervantes, con cuyos retratos presentaba además su fisonomía una cuasi identidad. Esta es la mejor prueba del españolismo que caracteriza a este célebre autor.

Por su austeridad, estoicismo y costumbres era un pagano de la escuela de Catón, que como es sabido preocupó fuertemente a sus contemporáneos con la originalidad de su tipo moral. Campechano de carácter, recio de constitución, aunque pequeño y flaco él mismo cuidaba de sus caballos y sus arreos de montar, fanático por la vida independiente y montaraz del campo, y al par hombre culto, fino y sagaz en sociedad; así como, llegado el caso, parecía del temple varonil del manco de Lepanto.

Por muchos años, hasta la edad de veintitrés a veinticinco por lo menos, este amigo ejerció en mí una influencia tan irresistible como tierna. A su instigación, a mi llegada de Chile y a sus empeños debí este viaje a Europa; que hace época en mi vida; y si algunas cualidades apreciables de carácter poseo, después de Dios y mi padre, a él las debo.

La lluvia, los relámpagos y los truenos y la feraz vegetación que me esperaban, cosas comunes para la mayor parte de los habitantes de la tierra, debían ser maravillas de inagotable interés para el hijo de la pobrísima costa del Perú, en donde todos esos accidentes no nos son conocidos sino por las novelas y pinturas. No hablaré de mis asombros al ver una vegetación feraz en la isla de Taboga; y relampaguear, tronar y llover a hilos en las Antillas; ni de lo paupérrimamente dotado que en lo físico se me figuró este Perú costanero que habitamos, donde jamás se ha visto un árbol grande, una tupida selva que infunda al alma pavor religioso y que la eleve; un río azul, navegable para balsas siquiera; sino trazos de ríos, torrentes alborotados y rojizos; alborotados y turbios como si quisieran dar idea del estado de cosas en el ánimo y mente del peruano; donde nunca se oyó el trueno; donde jamás un fosfórico relámpago abrió nuestros ojos a la contemplación de lo eterno, despegándose del escuálido huano a que viven condenados, donde jamás una lluvia copiosa azotó nuestras relajadas fibras y levantó de la tierra ese delicioso olor a búcaro que la tierra parece ofrendar al cielo en pago del refrigerio que recibe, y en donde ningún edificio, hecho de miserable caña y barro,   —35→   puede vivir siglos, y hacer que el póstero (sic) enternecido exclame: «¡He aquí la casa de mis antepasados!»

¿Hay antepasados entre nosotros, hay siquiera un pasado?

¿Cómo diablos, añadía continuamente mi monólogo, puede haber poetas en esa tierra, donde nunca se ha visto a Dios, donde nunca se ha conversado con él?; ¿qué digo? ¿Dónde no se malicie siquiera?

¿Dó están las extensas superficies cerúleas que reflejan su imagen? ¿Dónde las vastas sábanas verdes, las numerosas montañas que acreditan su paso? ¿Dónde las detonaciones atmosféricas, las retumbantes cascadas o el variado gorjeo de los pájaros que en diversos tonos puedan hablarnos de Dios?

No en balde nuestra poesía, ficticia, artificial y postiza como la vegetación de la isla de Malta, que desde lejos anuncia que sus raíces no penetran en el suelo que las soportan, sino que se quedan entretenidas entre los mantos de una tierra vegetal traída de fuera; no en balde, repito, nuestra poesía está tan destituida de originalidad.

Y el hombre, que podía suplir a todo; el hombre, ¿qué hace o qué dice allí desde tantos años? ¿Qué hace o qué dice? -«¡Viva Fulano! -¡Vivaaaaa!» «-¡Muera zutano! -¡Mueraaaaaa!» -Voilà l'homme américain.

El día de jueves santo a las seis de la mañana llegamos a Panamá habiendo estado antes dos horas en Taboga, que como toda esa costa es muy bonita por su fertilidad. Panamá, aunque triste y atrasada, tiene una belleza; la de un paisaje melancólico. Por todas partes está rodeada de montes cubiertos de verdura, y a primera vista se diría que la población acaba de salvarse de un gran incendio porque todas las paredes, que son de piedra, están ennegrecidas y al mismo tiempo vestidas de espeso musgo, como si todo fuera un montón de ruinas.

Algunas que debieron ser buenas iglesias parecen ahora huertas abandonadas; porque su recinto está poblado de árboles, conservándose en pie los muros exteriores y la fachada.

¡Sombras triviales! ¿Qué me decís de mis antepasados? ¿Qué es de aquel fiscal u oidor de la Audiencia de Panamá, don Diego de Paz Soldán? ¿Qué es de su yerno, el capitán del fijo, el español de Carrión de los Condes, don Manuel Antonio de Paz y Castro?   —36→  

¿Qué es de mi tatarabuelo y de mi bisabuelo?

Pero el horrible calor de Panamá, superior a toda ponderación, no me permitía muchos éxtasis, mucho más cuando ya contaba con la contestación a mis apóstrofes; y después de haber bebido sendos vasos de agua con coñac, salí para Colón atravesando el Istmo en cuatro horas. El trayecto por el ferrocarril es delicioso. La vista no puede extenderse porque va uno encajonado entre una vegetación tan prodigiosa, que no se ve tierra o suelo, estando todo cubierto de verdura, y como el terreno es generalmente quebrado, los árboles se presentan como si nacieran los unos sobre los otros. El tren marcha rápidamente algunas veces, y otras con lentitud, para evitar un descarrilamiento por estar los rieles muy torcidos.

Nos embarcamos en Colón ese mismo día, en un vapor muy grande (comparado con los del Pacífico) y zarpamos a las diez de la noche. Al tercero llegamos a Cartagena, que no visité temeroso de que el vapor me dejara: vista de abordo me pareció bellísima y finalmente el 30 de abril a las nueve de la mañana llegamos a San Tomás.

En el acto se arrimó a nuestro vapor el que debía conducirnos a Europa que era el «Magdalena», y comenzó el trasbordo de nuestros equipajes. El «Magdalena» era el más pesado vapor de la Compañía, como que usaba emplear diez y ocho y veinte días en una travesía que los otros desempeñaban en doce o quince.

Como no saldríamos hasta el siguiente, pasamos el día en tierra, y al anochecer volvimos a bordo. San Tomás era lo más pintoresco, alegre y aseado que hasta allí había visto. El 1º de mayo comíamos opíparamente y en todo sosiego en el «Hotel del Comercio», mi Mentor y yo, cuando retumbó el cañón del vapor Magdalena como diciendo lacónica pero estruendosamente: me voy. Era el vozarrón de un gigante. En seguida comenzó a repiquetear angustiosamente la campanilla de a bordo: era la voz del mismo gigante que daba sus últimos adioses a la costa americana y que debía estar a cuatro leguas de distancia por lo menos cuando tan apagada se oía.

Todo esto me lo imaginé al oír esa temible despedida pronunciada en dos tonos tan distintos; y además me parece decir que el corazón me dio un vuelco dentro del pecho; que el Doctor saltó, y yo también, del asiento; y que ambos lanzando a varios platos todavía   —37→   vírgenes una mirada de inenarrable tristeza, preñada de irrevelables emociones, nos trasportamos a escape a nuestra nueva morada, que después de tanta prisa manifestada, no levantó sus anclas hasta las ocho de la noche.

Días tuvimos en que el mar por muy bello y muy pacífico habría podido rivalizar con el tocayo de otro lado; otros borrascosos, que nos descompusieron el timón y nos tuvieron como paralizados por dos días. El frío llegó a hacerse tan intenso, para mí al menos que me puse dos pantalones uno sobre otro, y pasaba el día sentado en una silla ante la barandilla de la máquina (y también otros pasajeros) gozando del calor de la chimenea o al amor de la lumbre como se suele decir. Uno de los pasajeros hembras, la señora Bataillard me traía tan divertido con su cómica, cotadura de tortuga, que no pude menos de enderezarle allá en mis adentros la siguiente quintilla:


Si madama Bataillard
llega a caerse en el mar,
como su cuerpo es tonel,
podrá flotar sobre él
sin tener que batallar.



Otro, que era un capitán de ejército español, nos costeó la diversión una noche en que habiendo penetrado la marejada en su camarote, se lanzó despavorido por la oscura y solitaria cámara en pos de socorro, y dando tropezones con los muebles y trastos gritaba despavorido: «¡Mozo! camarote, water ¡Water! ¡camarote!»

Finalmente llegamos a Southampton el jueves 19 de mayo a las nueve de la mañana y media. La verde campiña después de diez y nueve días de la aridez de agua y cielo, presentaba un aspecto mágico.

Reinaba el florido mayo, que en Lima es tan polvoroso, tan árido y tan pobre como los otros meses de la zodiacal corona; y reinaba también el florido mayo de mi vida...

Registraron mi equipaje en la aduana, recorrimos rápidamente gran parte de la población y a las tres de la tarde salimos en el ferrocarril para Londres, yendo embelesados en todo el trayecto con el   —38→   aspecto de los verdes campos y de las blancas manadas de carneros diseminados por ellos. Los potreros o dehesas donde pastaban, me parecían preciosos jardines, y no los que había visto en Lima, que ojalá se parecieran esos jardines a los potreros de Inglaterra sino como los que conocía por pinturas. Los diversos senderos o caminillos abiertos en todo sentido en el verde campo, parecían cortados a cuchillo, y blanqueaban a los lejos como esas tiras de lienzo blanco con que solemos cruzar las matizadas alfombras de nuestras cuadras, para que no se maltraten.

Los árboles se dibujaban en el azul del cielo que les servía de fondo, primorosamente recortados por la podadera y la tijera. Esta vegetación comparada a la del Istmo de Panamá que yo venía a ver, se asemejaba a ella como una capilla recién construida y que se lava diariamente, puede parecerse a un vetusto templo, grandioso y solitario, deteriorado y húmedo, con sus piedras ennegrecidas y cubiertas de hiedra, y que tanto pone admiración como miedo. Aquella inspira ideas bellísimas y ligeras; éste, pensamientos elevados y profundos, recogimiento.

En la primera se piensa en lo mundano, ante este otro, en el pasado, en lo futuro, en lo eterno, en Dios.

Aquí cada hombre vale un hombre me decía yo durante el trayecto; y con un agregado de tales hombres, no hay Estado que no florezca y prospere, sea cual fuere su forma de Gobierno, mándelo hombre o mujer, ciudadano idóneo o ciudadano inepto. He aquí porque entonces y después nunca he hecho votos exclusivos por el advenimiento de la República universal, sino por el perfeccionamiento universal del hombre, obtenido por la educación, y sobretodo, por el trabajo; entiéndalo bien el pueblo de Lima.

A las seis de la tarde llegamos a Londres y fuimos a apearnos al hotel español de Bastidas, hotel inmejorable, y en el que se sirve por ocho chelines diarios (dos pesos fuertes). Visitamos (rápidamente también, porque en estas ciudades para ver las cosas como uno debe y desea verlas es necesario dedicar un día entero y acaso más a cada una de ellas) visitamos, pues, rápidamente el Túnel, el Palacio de Cristal, San Pablo, el Jardín de plantas, el palacio de Hampton Court en las cercanías, y el lindo lugar campestre conocido con el nombre de Richmond, a donde se va por ferrocarril.

  —39→  

Siguiendo a los pocos días para París, tomamos el tren de Folkstone, trayecto de dos horas y nos embarcamos para Boulogne con un mar de los más tranquilos, a cuyo puerto llegamos en dos horas y media. Desde allí hasta París el ferrocarril se detiene en varias estaciones siendo la más notable la de Amiens. A las once de la noche entramos en la gran ciudad yendo a parar al hotel de Madame La Folie rue Vivienne. Mi mentor siguió para Victoria ansioso de ver a los suyos y la tierra natal después de una ausencia de ocho años; y yo buscando un recogimiento doméstico más confortable me trasladé al Hotel Moscou, Cité Bergere.

Mis primeras vírgenes impresiones al pasar de Londres a París, fueron las que experimenta el que salta de lo grande a lo pequeño.

La capital de Inglaterra es una ciudad espléndida y suntuosa, en la que no hay más que hacer que echarse a andar para tropezar con monumentos admirables; en París es necesario buscarlos. En Londres los hombres, los caballos, los edificios, el cielo (la atmósfera, porque el cielo poco se ve) todo tiene un sello adusto y sombrío; sus calles son muy anchas y poseen grandes aceras, circulando incesantemente innumerables carruajes e individuos. En París el cielo, los caballos, los edificios, los hombres y las mujeres presentan aspecto menos grandioso, pero mucho más risueño y simpático. Los caballejos de los coches de alquiler parecen pulgas cuando se viene a ver esos desmesurados cuadrúpedos, más grandes que el cab o handsome que arrastran, y que cruzan como flechas por la ciudad del Támesis.

Hay en París muchas calles angostas desaseadas, solitarias y sin aceras, siendo lo más brillante los Bulevares: inmensas calles llenas de gente, de carruajes, de animación y de alegría. Estos Bulevares son como grandes ríos que reciben el tributo de las calles y callejuelas laterales.

Los ingleses son serios y caballerescos los franceses, los parisienses al menos, chispeantes, vivarachos, inquietos y a veces petulantes. Sin hacer más observaciones por ahora sobre ciudades y tipos tan conocidos y familiares a todos, volemos a España, centro de las ilusiones y aspiraciones de la mayor parte de los hispanoamericanos, y especie de Meca literaria de todos los que seguimos esta carrera en las antiguas colonias.

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El 9 de junio de 1859 a las nueve de la mañana me dirigí a la estación respectiva y tomé pasaje hasta Bayona. Un empleado se apoderó de mi equipaje, y creyendo yo que ya no tenía que pensar en él, como en Boulogne, me entré al vagón y partimos; siendo esta mi primera y única inadvertencia en cuatro años de viaje.

Disfrutando siempre de una bella y pintoresca perspectiva llegamos a Burdeos a las diez de la noche. Pero antes de nuestro arribo, un francés con quien había entrado en conversación, me hizo advertir, porque se ofreció, lo de mi equipaje, que con seguridad se quedaba en la gare de París por mi omisión en sacar la papeleta.

Felizmente, añadió, puede usted reclamar lo de Bayona por telégrafo y se lo mandarán en el acto.

Débilmente, como se ve, pagaba mi noviciado en el arte de los viajes; y tan débilmente, que todas mis cartas de recomendación y todo mi caudal que ascendía a unos mil quinientos francos, venían conmigo en mi bolsillo, en donde con sabía previsión los puse al salir de la Cité Bergere.

A las seis de la mañana siguiente continué mi viaje, no sin haberme permitido la noche anterior algunas libertades con la linda chica de Azpeitia que me sirvió de camarera en el Hotel. La muchacha era cerril como una cabra, sin que le faltara sus rasgos humanos.

De Burdeos a Bayona la perspectiva cambia de aspecto. En esos inmensos llanos con su fisonomía agreste y sus aguas verdosas y detenidas, se divisa al fin el triunfo de la naturaleza. He atravesado una pequeña parte de Inglaterra, la Francia de norte a sur, y no he visto sino campos cultivados con tal esmero, con tal simetría, y con tal elegancia, que más bien parecen jardines formados con solicitud para el recreo de algún gran señor.

En el Perú los caminos se forman... con el tráfico; nadie se encarga de abrirlos ni de mantenerlos en buen estado; por este motivo son desiguales, incómodos, feos y muchos de ellos, casi todos, peligrosos. ¡Y se les llama generalmente, sin duda por absurdo eufemismo, caminos reales!

Las bestias suelen ser los Colones de esas malas trochas.

Ninguno de los europeos campos que hasta aquí he visto presenta la estupenda vegetación del Istmo de Panamá; mas ¡qué diferencial! Al atravesar aquel país se ve una naturaleza salvaje y montaraz,   —41→   recuerdo bien vivo y bien patente de las penalidades que pasaron los primeros y heroicos hombres blancos que arribaron a ese continente, los españoles.

Una naturaleza que, abusando de la completa libertad en que la deja el hombre indolente, y más aún, impotente, se entrega como es natural a sus más raros caprichos. Inútil es asomarse por las ventanillas del vagón en busca del horizonte, a derecha e izquierda, casi sobre los mismos rieles, espesas y negras cortinas de verdura se extienden impidiendo el libre paso de la vista como si ocultaran misterios de terrible revelación.

Los troncos y las raíces de los árboles desaparecen entre el tupido follaje.

Ya se miran espantosas quebradas cuya profundidad no sé ni sospechar, porque la vegetación sombría y majestuosa lo cubre todo, como una barrera donde se estrellan las investigaciones, como un mudo sarcasmo a la curiosidad del viajero; ya grandes y elevadas cumbres en las que no distinguiéndose sino el follaje de los árboles apiñados y en ascensión progresiva, parece que los unos nacieron sobre los otros, como he dicho.

Todo esto lejos de ser feo es bellísimo, bien que de una belleza lúgubre y melancólica, que nada tiene de desagradable y sí, mucho de halagüeña. Allí nada habla del hombre; en todo resalta Dios. Esos árboles cuya copa se pierde de vista; ese indecible silencio que reina en rededor; la opacidad del cielo entoldado por tanta ramazón; la completa desolación de los lejanos y oscuros bosques en donde inútilmente se fija la mirada; todo ese conjunto en fin es el triste y grandioso emblema de la creación universal; campo infinito y mudo por donde con tanto deleite vuela incesantemente la imaginación del hombre sin sacar nada. Al recorrer los campos de Europa me ha fastidiado a veces tanta prolijidad; ver árboles donde parecen que fueran pegando las hojas una por una y midiendo las distancias con un compás. La vagancia está prohibida así en las campiñas como en las ciudades; y no debe ninguna rama u hoja viciosa ir a errar por el ambiente desprendiéndose del completo follaje o cuerpo social del árbol.

He deseado naturalidad en la naturaleza y he echado de menos el Istmo de Panamá, donde cuando se oye un ruido en el imponente silencio   —42→   se puede y se debe temblar, porque es indicio de que entre las intrincadas ramas va saltando alguna fiera o deslizándose un reptil.

Habiendo salido de Burdeos como llevo dicho, a las seis de la mañana, estábamos en Bayona a la una del día. Unos españoles se apoderaron de mí al apearme del coche, ofreciéndome cada cual conducirme a la mejor posada. Me dejé guiar por uno de ellos y fui llevado a una de aspecto muy miserable.

Mi primer paso fue dirigirme al telégrafo a reclamar mi equipaje, y aunque el despacho que hice pasó las indispensables palabras, me costó diez francos y medio.

Con el objeto de dar un paseo por Biarritz tomé la diligencia que me condujo a él en tres cuartos de hora. Biarritz es una linda y risueña población, situada a las orillas del mar donde se ve la embocadura del río Bayona.

Biarritz es el Chorrillos de Europa, y a él acuden todos los años en el verano a tomar baños, innumerables familias; algunas tan ilustres como el Emperador y la familia imperial, que se hospedan en el castillo construido a pocos pasos del mar, y como a dos cuadras del bañadero general.

Permanecimos un gran rato en la playa respirando un aire puro y gozando con la vista de un cielo azul y de un mar lo mismo, aunque no muy pacífico, y en el que se bañaban algunas familias. Nos hicimos servir de comer en el Hotel d'Espagne, en donde nos dieron una excelente y barata comida.

Una vez recibido mi equipaje de París, hice visar mi pasaporte por el cónsul de España, saqué un boleto de diligencia hasta Vergara, que me importó cinco pesos, y el 14 de junio muy de madrugada usé por primera vez ese modo de viajar de que no tenía una idea práctica, que los pesados coches de viaje chilenos en que más de una vez había doblado la cuesta de Zapata y la de Prado, camino de Santiago.



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ArribaAbajoCapítulo II

De Bayona a Vergara.- Behovia.- Irún.- San Sebastián.- Una diligencia.- Tolosa.- Una hermosura lugareña.- Vergara.- El seminario.- El coche correo Bilbao.- Pepa la del telégrafo.- Hospitalidad bilbaína.- Portugalete y Algorta.- Alrededores y romerías.- Vitoria.- Mi Mentor.- La Florida.- Pueblos circunvecinos.- Burgos y Valladolid.- Mi historia de viajero


A las cuatro y media de la mañana, con la sombrera, el paraguas y el sobretodo a cuestas, trajes de viaje que sólo por monada pueden usarse en Lima, dejaba el hotel del Panier fleuri a que me había mudado, y me encaminaba a la estación de diligencias perturbando con mis pasos el sueño de los bayonenses; que a juzgar por el silencio de las calles debían dormir a pierna suelta. Sonaron las cinco, pocos minutos después chasqueó el látigo del mayoral y partimos.

El fresco de la madrugada, el chasquido del látigo, las sartas de cascabeles de las mulas sonando alegremente, todo me traía a la memoria esas vivaces comedias de Tirso en que la diligencia hace un papel principal; y también la de Bretón titulada: Un día de campo. Yo había tomado un primer asiento en primera berlina, único asiento bueno en una diligencia, no obstante sus vastas proporciones y diversos compartimientos. Traía a mi derecha a un español que regresaba de Cuba después de doce años de ausencia, y a un zambo que debía ser su criado. A las ocho llegamos al pueblo de Behovia cuyo río es el límite entre Francia y España. Al entrar en el largo puente unos soldados, franceses, nos pidieron nuestros pasaportes; y al salir de él, otros ya españoles, hicieron lo propio. Pocos momentos después entramos en Irún, primer pueblo español.

Yo era ya amigo de mi vecino. Con él y otros dos españoles que venían en la berlina de atrás o interior, entramos en un café, tomó   —44→   cada cual una gran taza de leche sola o con café, según su gusto, se registraron nuestros equipajes y continuamos nuestra marcha.

Yo estaba aburrido, ahogado, harto de Inglaterra y Francia (naciones que poco después debían constituir mi mayor encanto) de vagar solo, y con fiebre por verme en España. Poco diestro en el inglés y el francés y en el conocimiento de esos dos países, el mes pasado en ellos se me había hecho muy largo; así es que con doble regocijo que el finísimo s'il vous plait de los franceses, oía pronunciar a trochemoche con un acento heroico, todo el vocabulario escandaloso español, que es uno de los más ricos.

A las diez, y hacia el fin de la carretera, divisé a San Sebastián, situado en una planicie entre varios pintorescos cerros, y a la misma orilla de un mar bello azul y tranquilo, cuyas olas imperceptibles casi como angostas cintas de encaje, se desenvuelven dulcemente en una serena y arenosa playa.

San Sebastián me pareció mil veces más lindo que Bayona y Tolosa (de Francia). Aquí almorzamos. Las muchachas o chicas como dicen los españoles, que nos sirvieron a la mesa, parecían escogidas ad hoc por lo guapas que eran, distinguiéndose sobretodo por el vivo color y frescura de su semblante y por la ingenuidad de sus modales. Un francés que ha venido en la berlina interior vocifera horriblemente porque no le sirven merluza. Finalmente suelta la frase sacramental, creyendo que como en Francia va a surtir un gran efecto: «No volveré más a este hotel», -Bien; contesta una de las muchachas con una espontaneidad muy española. El gabacho se quedó estupefacto, y para reponerse apuró un vaso de vino navarro que tenía al lado.

Terminó el almuerzo y continuamos nuestro viaje. Como en Panamá, habría deseado lanzar al viento algunas indagaciones sobre mis antepasados: ¿Qué es de los Ureta y Arambar, mis mayores por el lado materno de mi padre? La curiosidad filial me perseguía por todas partes, sin tiempo ni medios para poder satisfacerla, removiendo el pesado olvido que cae sobre las generaciones tan pronto como desaparecen del haz de la tierra.

La Diligencia volaba por la fácil carretera, habiéndose operado además un cambio de pasajeros: mis dos compañeros de berlina quedaron en San Sebastián, pasando a ocupar sus asientos los otros dos   —45→   españoles de interior, y quedando en lugar de estos, dos viajeras más, españolas, y el francés. Antes de seguir adelante será bueno dar idea al lector peruano de lo que es una diligencia de España. Es un carruaje a la manera de un ómnibus aunque ancho y sólido y con separaciones transversales. El primer coche o compartimento delantero es la berlina, cuyas dos esquinas son los únicos asientos buenos hablando de una manera absoluta. Allí se viaja como en un coupé o trois quarts cualquiera. El asiento del medio es menos bueno, porque el prójimo a quien le toca no puede reclinar la cabeza en la noche con la comodidad que sus dos colaterales. Tras de la berlina viene el interior, con seis u ocho asientos, a tres o cuatro por banda, y sin más vista que las ventanillas de los lados. Los asientos están paralelos o vis a vis, en el mismo orden que los tres de la berlina. Por último: la Rotonda, que es la parte trasera del coche y en la que los asientos están distribuidos en forma semicircular.

Él o la Imperial es lo que en un ómnibus sería el pescante. Allí pueden ir tres o cuatro pasajeros de frente, a todo aire y gozando de soberbia vista; por lo que el asiento ese tiene sus partidarios, no obstante ser el más barato de todos. Aunque posee una capucha y un cuero para las piernas, es demasiada intemperie y demasiada altura para una jornada un poco larga, mucho más si llueve o si anochece.

El resto del techo del coche sirve para los equipajes, que van cubiertos con un cuero, por lo que tal vez se llama esta parte de la diligencia, la vaca. El pescante va debajo del Imperial y delante del vidrio de la berlina, cuyos pasajeros entran casi siempre en conversación con el mayoral, que es el nombre del cochero.

Los tiros de mula son tres o cuatro; y en una de las delanteras va montado un muchacho postillón a quien llaman el delantero. El zagal es un infeliz que se apea a cada paso a picar las mulas, colgándose de las bridas y siguiendo así una vez que emprenden el galope. Su asiento es al lado del mayoral.

El francés, que hablaba bastante bien el castellano, se dedicó inmediatamente a requebrar a una de las pasajeras, que lo soportaba con dulce resignación. Nosotros abríamos la ventanilla de comunicación y nos divertíamos con la escena.

Llegamos a Tolosa. El francés se apea del coche y bebe cerveza.

  —46→  

Seguimos atravesando una multitud de pueblecillos. El camino es todo sumamente quebrado, no lográndose ver ni una fanegada siquiera completamente plana. Y como todo está verde y por todas partes casitas blancas con su tejados rojos, la vista es muy deliciosa y caprichosa.

En un pueblecillo cerca de Vergara vi de paso solamente, una mujer joven, tan bella, que me llamó la atención, desde la ventana de piedra gris que le servía de marco, como una Virgen de Murillo en su nicho. Saqué la cabeza por el vidrio y la estuve mirando hasta que fue posible. Sus mejillas parecían hechas de puro carmín, por manoseada que sea la comparación, y sus labios un clavel en botón recién arrancado del tallo. Estaba vestida con aseo y buen gusto. Jamás se hubiera podido aplicar mejor que entonces aquella frase tan común en casos análogos, de perla en muladar, porque la tal hermosura parecía en realidad una fresca y linda rosa en un campo estéril y quemado; como que una vez que se apartaban los ojos de esta mujer, real y sencillamente hermosa como la naturaleza que la rodeaba; todo, inclusive su misma casa, presentaba un aspecto de miseria, de tristeza y de oscuridad. A pesar de todo, su rostro estaba risueño y satisfecho como el de aquel que nada desea, y sus miradas límpidas se paseaban por la angosta y oscura calle de la aldea, donde lo único que se veía era aldeanos sentados en el dintel de su puerta, fumando su pipa, y niños jugueteando.

Al fin la perdí de vista, como todos los panoramas rápidos que deleitan a los modernos viajeros, y a las seis de la tarde acompañado de magníficos truenos, de relámpagos y de una gruesa lluvia, llegué a Vergara. Las tempestades ya no me sorprendían porque las veía casi diariamente, y era uno de los espectáculos que más me encantaban.

En Villarreal se quedaron mis dos compañeros de berlina, y el francés pasó a mi lado para estar mejor y para consolarse de la ausencia de sus dos Dulcineas, que se apearon entre Tolosa y Villarreal. Conversamos largamente, ya en francés, ya en español, manifestándome su horror de que hubiera dejado París por la Península, a la que sólo debería, me aconsejaba, conceder una permanencia de quince días, instalándome siempre en el hotel francés. En Vergara nos separamos.

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Este día, 14 de junio de 1859, era el más agradable que pasaba de los dos meses que llevaba en Europa. El hotel de Vergara respiraba soledad, y creo que no había más huésped que yo. Desde mi ventana veía montes verdes y elevados por todas partes, que parecían dispuestos a tragarse la humilde población; vizcaínos con sus boinas generalmente azules, algunos canónigos con su panza infaliblemente muy pronunciada, colegiales con uniforme y en cuadrilla, gente del pueblo, etc.

Eran las seis y media de la tarde, y probablemente en Vergara como en todas partes, tal hora correspondía a la del paseo.

La noche cayó profundamente silenciosa; no se percibía otro ruido que el de la lluvia y los truenos; y cuando éstos cesaban, el de un pobre riachuelo que corría lentamente a la falda del cerro, una cuadra frente de mi ventana.

Al día siguiente en compañía de don Miguel de Larraza, respetable vecino del lugar a quien había ido yo recomendado, visitamos el célebre Seminario, que es inmenso. Uno de sus directores, el sacerdote don Ángel Segura, nos lo paseó todo, rememorando los diversos peruanos que allí se habían educado; unos en años anteriores como don Clemente Noel y don Ramón Azcárate, otros en los días de don Ángel, como los jóvenes Echenique (Pío y Juan Martín), Villacampa y varios más.

Los Echeniques, proseguía don Ángel, estaban muy envanecidos con la presidencia de su padre. Yo les decía: miren ustedes que torres muy altas suelen caer, y después supe su caída desastrosa.

El 16 a las siete de la mañana salí a Bilbao, en el correo, cochecito en el que pueden caber cuatro personas y en que metieron seis. Siendo todos casi de una misma edad, muchachos, jóvenes, estudiantes, lo pasamos charlando jovialmente, gritando, cantando, todo efecto de las botellas que bebimos, y de la edad que es el verdadero champaña. Era la juventud en viaje... al porvenir.

A las dos de la tarde, acompañado fielmente de una tremenda lluvia, llegué a la capital de Vizcaya yendo a hospedarme en una casa de huéspedes llamada Pepa la del Telégrafo, calle del Correo, en la que estuve muy bien. En esta como en otras casas bilbaínas y como en la del jabonero, el que no cae, resbala, porque hay la preciosa costumbre de tener los ladrillos constantemente bruñidos, encerados   —48→   y almagrados; y hay en ellos que aprender a andar como se aprende a patinar.

Como la posada sólo tenía seis cuartos a lo más, andaban los huéspedes de dos en dos, siendo yo tan afortunado, que me tocó por compañero de cuarto un joven español de Lima que me era muy familiar, don José María Zubieta. Fuera de la casa de don Mariano San Ginés, hombre pudiente de la localidad a quien iba yo recomendado, se me ofrecieron algunas, más también por las meras recomendaciones que llevaba; lo que consigno aquí para que se vea lo hospitalaria que nos es España a los hispanoamericanos. Bilbao, especialmente, fue para mí como una sucursal de Lima.

Portugalete que dista más de dos leguas de Bilbao y que es como su puerto, fue el objeto de mi primera excursión. Una mañana a las diez nos embarcamos para él en un bote que se empeñó en proporcionarnos un amigo, y con intención de seguir hasta Algorta, en donde, como en Bilbao, tenía interés en visitar familias de españoles de Lima, por todas las cuales fui acogido y agasajado casi con alborozo.

Cerca del puente de Luchana viendo que el bote tenía ganas de irse a pique, y que los remeros podrían componerlo muy bien después que se rompiera, mas no salvamos, porque eran oficiales de carpintería y no marineros, saltamos a tierra y seguimos a pie hasta Portugalete, andando más de una legua entre pedregales y atolladeros.

Llegamos. Algorta estaba al frente. Era preciso atravesar un arenal. Resigneme y con pie resuelto entré en ese pequeño Sahara: media hora después, medianamente molido y casi sin resuello llegué a la interesante y solitaria poblacioncita.

Entre las familias que visité, había una anciana que sólo hablaba vascuence, y que sabedora de mi amistad con su nieto en Lima, me miraba enternecida, lloraba y colocada en el dintel de la puerta, hablando vascuence y con señas muy expresivas me decía que de ninguna manera saldría yo de la casa, amenazando al mismo tiempo con la mirada y con el puño al español que me había conducido, y que quería dar por terminada la visita.

Tuve que quedarme a pasar el día con esa y otras familias, entre ellas la de Menchaca. Aun a la mañana siguiente se oponían a que partiera. Eran unos agasajos arequipeños. La abuela me abrazó y me besó. Era abuela de José Antonio Aguirre, cuyo nombre figurará al   —49→   frente de estas Memorias cuando formen un volumen, pues a su memoria y a la de mi padre están dedicadas. Un caballito que desaparecía entre mis largas piernas y que era de magnífico trote, me trajo a Bilbao en dos horas, sirviéndome de guía un muchacho a pie. El más constante de mis acompañantes era don Vicente de Diego, dependiente de San Ginés y que tenía para mí el raro mérito de ser tío político de la señorita Matilde Orbegozo, incipiente poetisa bilbaína cuya fama he visto crecer después desde este hemisferio.

Estuve en el teatro algunas veces. Por las tardes me iba al Arenal, especie de alameda muy agradable que está en la misma población; o bien al Campo de Volatín, otro paseo por el estilo, aunque mucho más grande y retirado. La población es bastante aseada y mejor de lo que yo creía, llamándome la atención la plaza nueva que está hecha con mucho gusto y simetría.

Por esos alrededores emprenden los muchachos bilbaínos unos desafíos a pedradas que llaman pedradeos.

Una y mil veces visité los interesantes alrededores y más interesantes romerías, entre ellas las de Albia y San Adrián; y después de ocho días muy gratos salí para Victoria, adonde me llevaba únicamente el anhelo de ver a mi mentor instalado en su casa; de conocer a su familia, y Vitoria, con cuyas hiperbólicas alabanzas había entretenido mi impresionable infancia y excitado mi imaginación, en la soledad de un valle del Perú, el doctor don Faustino Antoñano.

El viaje fue de un día en diligencia. El amigo cariñoso me esperaba en el parador, que no obstante su modesto nombre, era un elegante restaurant-café. Permanecí unos días en casa del Mentor, tomando fuerzas en sus consejos para la serie de estudios y viajes que me proponía emprender, y muy ajenos ambos a la idea de que nunca más nos volveríamos a ver. Y así fue. A pesar de mi larga permanencia en Europa en donde siempre estuvimos en activa correspondencia epistolar; a pesar de que sus años no pasaban de la madurez, a poco de mi vuelta a América, la antigua y oculta enfermedad que a ojos vistas minaba la salud de ese hombre inestimable, lo llevó al sepulcro.

Su muerte, sus últimos instantes fueron dignos de él. Hasta la hora postrera estuvo anunciando al más crecido de sus deudos los   —50→   instantes que le quedaban de vida; y pidiéndole finalmente que lo volviera del lado de la pared, expiró.

Durante los cinco años anteriores en que había sido mi compañero, mi amigo y mi maestro en la hacienda de mi padre en el valle de Cañete, le comunicaba a aquel con ruda franqueza las observaciones que hacía sobre mi carácter. La más frecuente era esta «Don Pedro: este niño tiene más trastienda que un viejo de cien años; tiene más conchas que un galápago; dedíquelo usted a la diplomacia». Otra, «este niño tiene una curiosidad de monja; todo lo quiere saber; hay que darle un librito titulado: 'El por qué de todas las cosas'».

No menos se interesaba por mí su hermano el capellán, el Padre Antoñano. Tratándose en esos días de mandarme a Lima al colegio, fue uno de los que intercedieron a mi favor, enderezándole a mi padre, de sobremesa, una décima destinada a propiciarlo. De ella apenas recuerdo los seis últimos versos que decían así:


«Esto se puede componer
diciendo: Domingo, vete;
Pedrito queda en Cañete
haciendo progresos tales,
que supera a sus iguales
y a los de mayor caletre».



Los días los pasábamos en la casa, ya leyendo en común, ya haciendo recuerdos del hogar cañetano, ya disertando sobre mi porvenir, que mi Mentor se complacía en figurarse glorioso. Por las tardes me llevaba al lindísimo paseo de Vitoria llamado La Florida, poblado en su mayor parte de esbeltos chopos.

Otras veces emprendíamos la caminata a los pueblos circunvecinos. El Doctor se encerraba a jugar el tradicional tresillo con los curas, y yo me iba abajo a ver danzar a los aldeanos bajo de los árboles y al son del tamboril.

Por la noche a la luz de la luna regresábamos a Vitoria, atravesando hileras de corpulentos árboles, de que no tenemos idea en Lima.

  —51→  

En Burgos, adonde pasé en seguida, estuve dos noches. Visité la gran Catedral y continué mi viaje a Valladolid deteniéndome en esa antigua capital de España, un día y una noche.

Mis muy pocos años, y el pequeñísimo mundo y círculo en que había crecido, me ponían en malas condiciones para ser un viajero de fuste desde luego. Así mis correrías por España no fueron sino sentimentales o de impresiones. Mi incuria era tan grande, que ni tornaba un apunte, ni estudiaba nada, ni aún frecuentaba ciertos círculos. Y a no ser por las cartas que escribía a mi padre y que él tuvo el celo de coleccionar fielmente, me habría sido imposible redactar esta primera parte o introducción de mis verdaderos viajes.

Por fortuna mi marasmo no debía durar mucho; y cuando dos años más tarde salía de París para emprender la gran peregrinación cuyo relato ocupa la cuasi totalidad de este libro, era enteramente otro hombre. El viajar fue entonces para mí un oficio, un arte, una ciencia, una tarea. Cuadernitos de bolsillo recibían diariamente mis apuntes escritos con lápiz y en francés; un herbario, las flores de la Suiza y de la Grecia; y hasta en un álbum consignaba, registraba las cuentas de los hoteles de los lugares que recorría, pegadas en sus páginas.

El lector mismo notará una considerable diferencia entre la narración de estas primeras páginas y la de las que siguen. Si en esa segunda y tercera parte de mi viaje no he sacado el aprovechamiento debido, no fue al menos, me cabe esta satisfacción, porque yo no hubiera puesto de mi parte cuando estuvo al alcance de mi capacidad.

De Valladolid a Madrid pasé una noche en la diligencia.



  —52→  

ArribaAbajoCapítulo III

Madrid.- El verano.- El Retiro y el Prado.- Tipos que circulaban.- Un noble español.- Los toros.- Horchaterías valencianas.- El Escorial don Antonio Gil y Zárate.- Don Julián Romea.- La Granja.- Un cura cubano.- Un caballero andaluz.- En Segovia se goza.- El Acueducto Valencia.- El Grao.- Cabañal y Cañameral


Habiendo salido de Valladolid a las dos de la tarde, a la mañana siguiente a las diez llegaba a la célebre villa del madroño, donde me encontré con un calor infernal, desesperante. Madrid es una villa hermosísima: por desgracia caía yo en la peor época y estación, en pleno verano, como con razón me lo anunciaban desde París. Era un calor africano el que reinaba, y en las calles brotaba un fuego, como el que puede sentirse en la boca de un horno, y calentaba el cuerpo de tal manera, que su contacto habría bastado para asar un trozo de carne cruda. A veces se levantaba una ligera y poco durable ráfaga, (de viento) que mejor no lo hiciera, porque lejos de traer algún refrigerio, parecía una bocanada de procedencia directa del infierno. Este mismo calor engendra la consiguiente plaga de moscas pegajosas y otros bichos peores, y desarrolla en las calles una fetidez tan fuerte, que quema los párpados, análoga a la de Valparaíso en esta misma época, y que tal vez acredite la falta de agua abundante en los desagües de las casas.

Tal es Madrid en el mes de junio.

Con frecuencia llueve recio, truena y relampaguea, lo que empeora el tiempo, tal vez el ábrego o viento de África, que azota la cara con el agua y el polvo que arrastra.

Las familias y personas pudientes emigran en esta época, unas al extranjero, otras a las provincias vascongadas, y muchas a los varios Chorrillos de sierra que posee la Corte. El más notable por su excelente   —53→   clima y por concurrir a él la Reina, era el Real Sitio de San Ildefonso de la Granja, distante catorce leguas; el Escorial, que dista siete; Segovia, más allá de la Granja.

Los que no pueden emigrar, no tienen más veraneo que el siguiente: a las cinco de la mañana en punto (porque un minuto después ya sofoca el calor) a los jardines del Retiro, que en estos meses son el Respiro, porque sólo ahí y de madrugada se puede respirar; y por la noche el Salón del Prado, a instalarse en una de las sillas de alquiler que por su recinto abundan, unas de esterilla metálica, o de rejilla como dicen en España, otras de paja. El fresco que proporciona ese vespertino y nocturno paseo es simplemente debido a que lo riegan, empapan y encharcan a mano, a fin de que se levante del suelo de una manera artificial, lo que buenamente no baja de la atmósfera.

Nada más bullidor, más animado, más brillante que ese verdadero salón madrileño: figúrese el lector limeño, (si licet parvis componere magna), la parte central de nuestra escueta alameda de los Descalzos, el paralelogramo comprendido entre las verjas, lleno de buena sociedad distribuida en grupos de tertulia o circulando, mientras los carruajes desfilan acompasadamente o permanecen apostados al exterior, bajo la luz del gas.

Los muchachos y otros pregoneros se desgañitan anunciando ¡cerillas! (fósforos de cera), agua fresca (que llevan en unos cántaros) con azucarillos; y los periódicos y periodiquillos nocturnos, muchos de ellos satíricos. Yo sentado solo y triste en mi silla, desconocido para todos, imberbe, asistía a las conversaciones de derecha e izquierda sin poder tomar parte en ellas, ¡no estábamos en Lima!, sin ser notado siquiera.

La mayor parte de los personajes para quienes había llevado cartas de recomendación, estaban veraneando fuera de Madrid. Entre los tipos que circulaban, acaso dos solamente me eran conocidos; el del bizarro militar, General don Juan Zavala limeño de nacimiento con su levita abotonada hasta arriba y su pantalón de dril blanco; y el historiador chileno don Diego Barros Arana, que en compañía de Benjamín Vicuña Mackenna, según supe después, trashumaba por Madrid, y a quien por su larga y seca catadura llamaban los chicos,   —54→   Milord, no obstante su amarillo pellejo y los cerdosos pelos de su cara.

Las únicas cartas de recomendación que pude colocar fueron las que llevé para don Manuel Pardo y Salvador, primo hermano del que años después debía ser Presidente del Perú, y para el marqués de Oviedo. Este último me trató con bastante política, y habiéndole encontrado un domingo en el Café, nos sentamos juntos, llevándome después al despacho de billetes para los toros que se corrían al siguiente día, y obsequiándome la entrada.

Me enseñó sus caballos, sus dos coches (berlinda y carretela); subimos a su casa que me mostró toda también, presentándome a la marquesa y procediendo con una gran franqueza. Mi banquero en Madrid fue el comerciante don Antonio Tabernilla, excelente anciano que iba a recogerme todas las tardes para sacarme a paseo, y que por acompañarme a toros salió de sus costumbres retiradas volviendo a las corridas al cabo de quince años. La plaza no me pareció a primera vista más grande que la nuestra y su distribución es la misma con poca diferencia.

Las corridas de toros en Madrid son mucho más clásicas que las nuestras, sin que figuren en ellas esos innumerables episodios e incidentes criollos, que son los que tal vez fomentan la concurrencia, y que parecen delatar falta de verdadero amor al arte. Nada de toro ensillado ni de toro de mojarra, ni aun de toro enjalmado, ni de despejo, ni de muñecones de caña y trapo que truenan al ensartarlos el toro. La misma relajación se nota en nuestras funciones teatrales, y siempre que hay alguna extraordinaria se multiplican los accesorios no en la escena para el público inteligente, sino en el exterior para el populacho, cubriendo de lugareñas banderitas la fachada del teatro, y de cintajos y colgajos: quemando un castillo de fuegos artificiales con cuyos disparos se espantan los caballos de los coches que van llegando, y que atrae a las puertas mismas una muchedumbre compacta que hace difícil y repugnante el acceso.

Los madrileños gustan de los toros por el arte. El bicho sale desnudo de enjalma; no hay suerte de caballo, sin que se deduzca que es, ni menos que ha sido desconocida en España: sólo un episodio, uniforme y pesado y a que los aficionados dan una gran importancia, interrumpe la clásica compostura de la función: el de la pica. El picador   —55→   sale montado en un miserable caballejo, de esos que están condenados al matadero, tan aforrado el mismo de cueros como si vistiera armadura antigua. ¿Qué se propone este atleta? Uno de esos engorroso tours de force tan minuciosamente descritos por Ercilla en la Araucana; sostener el mayor tiempo posible el empuje de la fiera en la punta de la ferrada pica. Tras una breve vacilación el hombre cede, el caballo es ensartado y destripado; el jinete desciende su pesada mole por el anca, con las piernas abiertas como un jinete de palo desarzonado; y echándose para atrás como el atleta derribado en el cuadro moderno del circo romano que lleva por título Póllice verso. Al caballejo que ha sido comprado sólo para el Qu'il mourut: de Corneille, se le han vendado los ojos, y espera firme, esto es, temblando sobre sus cuatro patas como sobre cuatro agujas.

Pese a la precaución de la venda, alguna vibración del aire o de la tierra, o el instante, han anunciado al mísero jamelgo la próxima embestida, y se da por muerte.

Esta suerte es de lo más pesado y antiestético que puede darse.

La función comenzó a las cinco y media de la tarde (contando con las prolongadas tardes del verano de Europa) y vimos correr el último toro a la luz de los relámpagos y al compás de los truenos. La tarde concluye en Madrid con cuatro, seis, ocho o más caballejos de picador despanzurrados.

El viajar solo, particularmente para un adolescente, es uno de los placeres más tristes que pueda haber. Diez días después de mi llegada a Madrid, aburrido de la soledad y del calor, que no me permite alimentarme sino de horchata de chufas, que es una doble tentación en estos días por la elegancia con que se presentan las horchaterías valencianas, como las confiterías en otras capitales, salí para el Escorial por la diligencia a las cinco de la mañana.

A las diez llegué al Real Sitio de San Lorenzo, como se le designa, y no hallando cuarto en el Hotel de Burguillos me pasé al de Miranda. Aunque también aquí abrasaba un fuerte sol, soplaba la delgada y fresca brisa del Guadarrama, de la que carecía en Madrid, y que de tarde degeneraba casi en frío. La población del Escorial es fea y miserable, y sus calles están empedradas con las toscas piedras de las antiguas calles de Lima. El único aliciente del lugar es su temperamento, y el monumento doble de palacio y monasterio que lo hace   —56→   célebre; y que no sólo es un recreo para la vista, sino que ofrece en sus vastas galerías y claustros un delicioso lugar para pasar el día a la sombra y al fresco.

Por allí se diseminan las familias que veranean, y se las encuentra cosiendo, bordando, tejiendo o copiando los cuadros de los maestros que ornan las paredes. Así se pasa el día dentro de estos grandiosos y espesos muros de granito, que predisponen a la contemplación y elevan el espíritu, y todo como quien veranea. Por cierto que Baden y otros lugares balnearios o veraniegos de Europa y América, no ofrecen un solar tan sano y tan moral. Allí mismo oíamos misa, que se decía diariamente, y en ninguna parte del vasto edificio se percibía el olor ni la huella de los siglos.

Los paseos vespertinos de la pequeña sociedad residente en el Escorial eran unas veces por las afueras del pueblo, hasta la piedra llamada la silla del rey, porque allí iba a sentarse Felipe II para inspeccionar los progresos de su obra y otras veces dentro de la misma población, circulando por una de las monumentales azoteas anexas el gran edificio, y que dominan la campiña. Desde su ángulo más saliente solíamos ver en las tardes muy ardorosas levantarse como enrojecido el disco de la luna.

La campiña no es pintoresca y aun pudiera decirse que no existe si bien hermosean mucho los contornos, los grandes árboles peculiares de las montañas, como robles, castaños, carrascas, encinas, etc. También se emprenden peregrinaciones para tomar el agua de diversos manantiales, que se considera muy saludable; y así como en Chorrillos se desarrolla una especie de competencia sobre el número de baños que cada cual toma, en el Escorial y La Granja, la vanidad de los desocupados veraneantes se funda en el número de vasos de agua que se echan al coleto cada día.

Al efecto se fabrican por allí mismo, primorosos y gruesos vasitos de vidrio para el bolsillo, esto es, chatos en vez de redondos, y diversificados en sus colores y labores, que pueden sin embargo reducirse a dos solas grandes clases: fajas rosadas y azules ciñéndolos alternados y diagonalmente, lo que hace un lindo dije que incita a beber, aunque le falte el principal aliciente que es el de la transparencia.

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Siendo el pueblo pequeño, unas 1.500 almas, y mucho más pequeña la colonia veraneante, todos nos conocíamos de vista, de saludo con varios, y de amistad con algunos. Poquísimas veces anduve solo, y en mi calidad de extranjero sentí el peso del aislamiento mucho menos que en cualquiera otra parte.

Entre las figuras conocidas del paseo de la azotea de que he hablado, ninguna más interesante para un alumno de Literatura como yo que las del excelentísimo señor don Antonio Gil y Zárate. Este señor se presentaba siempre seguido de su familia compuesta de esposa, hija y yerno; todos tenían un aire bourgeois y en Lima, hubieran pasado por serranos. La fisonomía del señor don Antonio se hacía notable por su gravedad, gravedad así como de borrego, y por sus ojos azules revueltos.

El Escorial poseía un teatro bastante regular al que concurríamos todas las noches. Allí vi representar «El hombre de mundo», «El tejado de vidrio» y «El Cura de Aldea» al célebre don Julián Romea, cuya cama en el hotel de Miranda apenas estaba separada de la mía por un débil tabique de madera, que me defendía muy mal de sus estrepitosos ronquidos.

El alojamiento y la comida bastante malos; las dificultades para la locomoción no escasas. Al venir de Madrid, tuve que tomar asiento con días de anticipación por estar todos tomados y al querer pasar a La Granja que sólo dista 7 leguas, no hallaba otro medio que alquilar un mal caballo y resignarme a una jornada de ocho horas.

Por fortuna en esos días se preparaban grandes fiestas en ese otro Real Sitio con motivo de la anunciación oficial de la preñez de la Reina, que extraoficialmente se sabía ya por supuesto partout. Gracias a tan fausto suceso iban a despachar una diligencia extraordinaria y de ésta fue la que me propuse aprovechar.

Tuve por compañero de esta corta excursión a un cura cubano, a quien había conocido al venir de Madrid. Se llamaba don Juan Font, y era de un carácter dulce y sosegado que decía muy bien de su sotana. Vivimos juntos en La Granja y hacíamos largos paseos por las frías y umbrosas alamedas de los espléndidos jardines; salvo cuando el piadoso compañero se nos escapaba para acudir a la Colegiata a los sermones del padre Claret. Entonces era reemplazado   —58→   por otro amigo improvisado, el señor don Antonio Pader y Terry, caballero andaluz, anciano de cabellitos blancos y cutis de rosa que llevaba sesenta inviernos sobre un talle bastante apuesto todavía.

Lo conocí en Madrid de una manera casual, creo que en el Retiro: y su primera exclamación al oírme que era limeño fue:

-¿Entonces es usted paisano de Joaquín Osma?

La persona de Osma y sus famosas recepciones son muy conocidas de todos en Madrid.

A pesar de la ninguna formalidad de nuestra presentación, Pader me trataba con la mayor franqueza y cordialidad, y al separarnos me dio sin más ni más cartas de recomendación para Andalucía. Así como en el Escorial pasan los veraneantes el día bajo los muros de su monasterio, en La Granja lo pasan en los jardines y bebiendo de trecho en trecho las consabidas aguas.

Las fuentes y sus combinaciones para los juegos de aguas, fueron hechas por el modelo de las de Versalles: y me tocó ver en los días de mi permanencia, uno de esos espectáculos, tan entretenidos como el que debía presenciar más tarde en Saint-Cloud.

A mi compañero el cura no se le caía de la boca este estribillo:


En Segovia
se goza.



Y no hubo más remedio que darle gusto. Partimos para Segovia que sólo dista dos leguas. Todo estaba lleno con la afluencia de veraneantes; y después de andar de ceca en meca y de dar mil vueltas más de dos horas, todo lo que conseguimos fue las cuatro paredes de un cuarto y... el suelo raso, en el cual dormimos, siendo éste para nosotros el único se goza en Segovia. Miento: había una especie de cama, única, que cedí al cura; dos sillas cojas y un hediondo candil. Mi cama personal fue pues la dura tierra.

Como semejante cama es muy madrugadora, no esperé a que amaneciera para lanzarme a la calle. La ciudad es casi una población y tiene bastante movimiento. La gente circula por bajo los arcos del célebre Acueducto, con la misma indiferencia con que la nuestra por el puente de Lima; y el caudal de agua que abastece y la ciudad corría por arriba como si tal cosa. Porque con toda su forma, misteriosa   —59→   existencia y soberbio aspecto, los fines primitivos u originarios del Acueducto no podían ser más prosaicos: dar agua a la ciudad.

Volvimos a La Granja para seguir yo al Escorial; no habiendo ya diligencia extraordinaria alquilé un coche para mí solo en el cual partí a las once de la noche con todas las ínfulas de un gran señor.

Pocos días después, me hallaba nuevamente en Madrid, y otra vez incomodado por el calor, salí... para Valencia. El viaje se hacía entonces en veinticuatro horas, parte en diligencia, parte en ferrocarril, y parando en miserables y no muy aseados mesones.

Valencia es una ciudad fea, sus calles parecen corrales; en cambio nada he visto tan agradable como la campiña que la rodea, denominada La Huerta, y en la cual se embosca el tren desde mucho antes de llegar a la ciudad. Abundan los naranjos, alfalfares y maizales, que me hacían recordar al Perú. A media legua está su puerto, El Grao, y otros dos pueblos más llamados Cabañal y Cañameral, aunque en rigor los tres pueblos no son sino uno partido por dos acequias.

A estos puntos concurre mucha gente de Madrid a bañarse. En uno de ellos tenía a sus hijos y nietos el señor don Carlos Flores, a quien yo estaba recomendado; así es que todas las tardes el buen señor acompañado de su mujer se iba a pasar la prima noche en el Cañameral con su familia, tocando antes en la fonda en su carrito (coche de dos ruedas) para recogerme a mí, fineza que no cesó de repetir una sola vez.

Un día comí con ellos en el Cañameral tomando el célebre arroz a la valenciana, que se hizo ex profeso en honor del huésped limeño.



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ArribaAbajoCapítulo IV

Instalación en Madrid.- Los revendedores de boletos.- La guerra de África.- Los literatos.- Bretón de los Herreros.- Estreno de su comedia «La hipocresía del vicio».- Ventura de la Vega.- Los veraneantes.- Eduardo y Eusebio Asquerino.- El General Zavala.- Mi nueva posada.- Doña Jacoba.- Conchita.- Los Cresos.- Disquisiciones sobre mi patria.- El pueblo español.- Lo que se entiende por Americano


En los últimos días del mes de agosto, sea que el calor hubiera amainado, sea que debiera a mis correrías por provincias la enseñanza de que nada hay mejor que la Capital, me hallaba en Madrid por tercera vez, definitivamente instalado (hasta donde puede estarlo un viajero) y muy contento de la simpática ciudad o villa como la llaman los madrileños, haciendo preciosas distinciones que no conocemos nosotros, para quienes todo es ciudad o pueblo; no siendo este el único síntoma del horroroso empobrecimiento del español en Hispanoamérica.

Empecé por renunciar a la vida de fonda. Hasta allí había parado siempre en la de la Vizcaína, situada en la puerta del sol, hermosa como edificio, de mucha fama, y agradable por el buen servicio y exquisita comida. El precio era de dos duros diarios, y los cuartos, aunque elegantes, en general muy pequeños. En esos días bajaban a la Mesa redonda dos distinguidos jóvenes bolivianos (apellidados Gumucio) y como hablaban entre sí aymará, había gran discusión entre los comensales, inclusive yo, sobre cual era esa lengua, y se convino por unanimidad en que hablaban en ruso.

Me pasé a una casa de huéspedes, y nunca hallé menos peros en mi vida doméstica que entonces: calle de Alcalá, la más ancha, la más alegre, la más céntrica en Madrid, y una de las que más me agradaban. Las otras calles, con pocas excepciones, son quizá más   —61→   angostas que las de Lima, oscuras y aun desaseadas. Allí me instalé, número 24 (o 25) en un piso principal, por lo que apenas tenía que subir unos pocos escalones para llegar a mi cuarto. Disponía de una sala elegantemente amueblada, con balcón, a la calle y una alcoba, en la que podían caber el gabinete y alcoba que tuve donde la Vizcaína. Sosiego en la casa, comida muy regular, mucha contracción al huésped y treinta reales diarios o sea duro y medio. Ya antes había yo merodeado por otras casas de huéspedes en esa misma calle de Alcalá, y por otras posadas de Madrid, viviendo en la de Embajadores y yendo a comer en la mesa redonda de la de Peninsulares, en donde el mejor plato que me sirvieron una tarde fue la repentina y grata presencia de un compatriota de Lima, el señor don Manuel Lasarte. Estos compatriotas a quienes vemos con indiferencia en las calles de Lima, los recibimos con los brazos abiertos y mil aspavientos en el extranjero.

Una de las plagas de los teatros y corridas de toros de Madrid es una partida de vagos cuyo único oficio es recoger y monopolizar los boletos (billetes) de entrada que venden a última hora al precio que quieren; semejantes a nuestros corredores que han dado en la flor de hacer igual cosa con las Letras de cambio sobre Europa. No tomándose esos boletos con mucha anticipación, queda uno a merced de los revendedores. La guerra de África abrasaba los ánimos de toda España en esos últimos meses del año 59. Como en todas partes, se cuecen habas, los periódicos, que no se ocupaban sino de ese asunto, al referir los actos individuales o privados que delataban el heroísmo, abnegación y entusiasmo que se albergaban en cada pecho, incurrían en las mismas puerilidades y simplezas que los del Perú y Chile en la última guerra. Si en Chile había un roto que se suscribía con ¡cinco pesos! una vez por todas para la defensa nacional, y esta erogación era cacareada por los diarios; si en Lima una hermosa se desprendía de su máquina de coser o de su luenga cabellera de Berenice para la compra del futuro blindado, en España, esto es, en los periódicos de España, ya teníamos al ciego de un pueblo que no probaba bocado en tres días, por ahorrar cuatro pesos para el ejército expedicionario; ya a un viejo de cien años que dejaba el lecho donde lo tenía postrado la gota e imploraba llorando (¿a caquinos?) permiso para ir a batirse a África; ya era un comerciante arruinado   —62→   por dar fondos para la guerra; ya las mujeres de tal ciudad que quedaban rogando a Dios que las volviera hombres para tomar las armas, etc. En todo tiempo y lugar lo sublime y lo ridículo se tocan.

Poco a poco, iban volviendo a la Corte los emigrantes veraniegos y yo colocando mis cartas de recomendación, particularmente las que traía para insignes literatos, que con gran beneplácito mío llegaban de los primeros.

La primera que pude entregar en mano propia fue la de Bretón de los Herreros, al cual, lo mismo que a otros, venía yo recomendado por el célebre literato peruano don Felipe Pardo y Aliaga. Me dirigí a la Academia Española de que era secretario Bretón, subí la ancha escalera, y en su primer descanso me hallé una puerta a la derecha a la cual toqué. En la salita a que entré, que acaso era la secretaría misma, estaba sentado detrás de un bufete como trabajando, el popular autor de «Marcela». A un lado y a lo largo de la salita había uno de esos modestos e incómodos sofás de esterillas, o de rejilla como dicen en España, que parecía el estrado principal, y desde cuyo inhospitalario asiento sostuve lleno de emoción mi conversación con el ilustre poeta. Además de la carta, era yo portador del último número del Espejo de mi tierra, que don Felipe acababa de publicar en Lima y del que me había encomendado un regular paquete para su entrega en Europa entre amigos y colegas. La conversación empezó pues por versar acerca de los versos del «satírico limeño».

-¿No halla usted la versificación de Pardo un poco dura? -me dijo Bretón, de repente. Yo, muchacho, inexperto, ignorante, sin más títulos que haber empezado a publicar unas versadas en «El Comercio» de Lima desde el año anterior, no tenía ni los conocimientos ni el derecho requeridos para meterme a juzgar a autores que sobradamente podían ser mis maestros. Balbucié pues, algunas palabras evasivas, con las mejores formas de transición que pude, y traje la conversación a un terreno que me interesaba ardientemente: el de saber la opinión viva de un hombre como mi interlocutor, acerca de esos poetas españoles contemporáneos que son (o que eran y serán) el delirio de la juventud hispanoamericana. Apenas menté a Zorrilla le oí decir a Bretón lo siguiente:

-Ese es poeta hasta por sus coyunturas.

  —63→  

Como le refiriera después al autor de ¿Quién es ella?, la inmensa popularidad que disfrutaba en América el aplaudido drama de Florentino Sanz titulado Don Francisco de Quevedo, le oí con extrañeza pronunciar muy pausadamente estas palabras:

-Soñó el buen Florentino cuando escribió ese drama. ¡Si allí Quevedo no es más que un arlequín!

Esta opinión tan contraria a la mía de entonces, y aún a la de hoy, me dejó pasmado. Para mí el drama ese era una singularidad, no sólo en el teatro español moderno, sino también en el antiguo. La sobriedad de su estilo y su versificación, condensada, compacta, sintética, de más ideas que frases y palabras, como la de una lengua muerta, antigua y lapidaria, a duras penas pude hallar su símil en la de las altas comedias de don Juan Ruiz de Alarcón. La versificación del «Quevedo» siendo sumamente fácil, no es vulgar; y siendo apretada y rica en rimas, aun en los romances, no es violenta, ni dura, ni afectada.

Sólo mucho tiempo después de haber rumiado las palabras de Bretón, creí descubrir la clave de ellas. Este autor se había ensayado también en la pintura de Quevedo, en un drama o alta comedia que a la vez pertenecía a un género enteramente nuevo para el salado y fácil autor cómico. Allí Quevedo está pintado con todo el rigor académico e histórico; puede que el del buen Florentino no sea sino el de la tradición, y hasta el tipo imaginario de un excéntrico del siglo XIX. Pero el pueblo, ante todo estético, se sabe de memoria y escoge para sus representaciones de aficionados el Quevedo y no el ¿Quién es ella?

Todo esto debía saberlo Bretón; y herido en su doble pretensión de monografista concienzudo de Quevedo y de autor por excepción de una alta comedia, resollaba tal vez por la herida. En nada son más susceptibles los literatos que en lo que constituye su fuerza ordinaria. Quizá Bretón habría sido más benévolo si el buen Florentino en vez de terciar con un Quevedo, hubiera terciado sólo con una Marcela.

La Avellaneda, cuyo último drama, Baltasar, se representaba con gran éxito en esas noches por don José Valero en el teatro del Circo, era una mujer que había nacido para la epopeya, según Bretón.

-Su último drama, el Baltasar -me dijo-, es casi una epopeya.

  —64→  

Pocos días después, me pagó la visita el príncipe de la moderna comedia española de costumbres, presentándose en mi casa en un elegante tilbury y con su groom a la zaga; sin que de aquí deba deducirse que me las había con un dandy: todo lo contrario; el aspecto de Bretón era pesado, casi austero; gorda su cabeza, gorda su cara y gorda su nariz. Su color tiraba a rubicundo y su cabello gris estaba cortado tan cortito como lo que en Francia se llama a la malcontent.

Algunas noches más tarde asistí en el teatro del Príncipe al estreno de una nueva comedia del fecundo autor de quien vengo hablando, se titulaba: La hipocresía del vicio. No tardé en entrar en conversación con mi compañero de butaca.

-¿Y qué le parece a usted? -me interpeló.

-Muy chistosa. Lástima que tenga el lado flaco de todas las comedias de Bretón.

-¿Y cuál es ése?

-Que desde el primer acto ya se adivina el desenlace.

-Pues si ya sabe el desenlace, podía irse a su casa, me replicó el español con una de esas francas salidas tan comunes en Madrid, que muchas veces no son sino idiomáticas, y que dejan estupefacto al tímido y encogido habitante de estas regiones, que cree insultar a un negro, si no lo llama un moreno, y a un blanco, si al devolverle su despedida le dice Vaya usted con Dios, fórmula corriente en España.

Apenas concluyó el primer acto el público frenético comenzó a pedir ¡el Autor! Un actor se presentó y anunció cortésmente que el autor no estaba en el teatro.

-¡Pues que lo vayan a traer!

Pedido nuevamente al concluir la función, el glorioso autor compareció entre el primer actor don Manuel Catalina y la primera actriz señora La Madrid, que lo traían de la mano. Y debo decir para su altísimo honor, que ese autor que subía a la escena a recoger su cuadragésimo laurel quizá, estaba confuso, turbado, rojo como una remolacha; y, por fin, aturdido con los aplausos, soltaba a la actriz y se echaba en brazos de Catalina.

Mientras tanto, autorzuelos noveles, llamados indebidamente por la claque, salen a la escena hechos unos micos haciendo lujo de descaro,   —65→   y de la soltura y de las monadas que han estado ensayando todo el día en un espejo de cuerpo entero.

Mi acceso al excelentísimo señor don Ventura de la Vega fue un poco más difícil: repetidas veces toqué infructuosamente a la puerta de la casa de la calle del Prado, n.º 4, piso segundo. La casa era de las antiguas de Madrid; de esas casas hondas, lóbregas, deterioradas, de escaleras y descansos de ladrillos, que predisponen en su contra. La puerta del cuarto (en Madrid llaman así lo que nosotros departamento) era modesta y casi pobre. El criado pretendía hacerme creer que el señor era de los veraneantes también, y que por tanto debía estar fuera de Madrid.

Parece que en esa Corte como en Santiago de Chile, hay la debilidad de aparentar que se ha salido al campo como los demás, cuando en realidad no se ha podido o querido hacerlo.

Es como veranear oficialmente, y achicharrarse incógnito dentro de los muros de su casa.

Conocida es en Santiago la historia de las pajitas, con que esas pobres familias riegan los corredores y patios interiores de sus casas para acreditar una reciente salida al campo. Esas pajitas deben ser los restos del fementido embalaje.

Aunque el criado me insinuaba que dejara la carta, yo tenía demasiado interés en conocer al señor don Ventura para soltarla.

Así se lo escribí al fin, expresándole que me resignaba «a no tener la ventura de conocer al señor don Ventura».

Inmediatamente se presentó en mi casa llamándome paisano, con su voz aflautada y un tanto hueca, y deshaciéndose en excusas. Era un hombre de pequeña, delgada y trigueña figura, expresión de semblante y tono de voz de hombre extenuado. Lucía cabellos por la parte baja de la cabeza, y la tapa de los sesos monda y lironda y abovedada. Un año más tarde iba a visitar a este mismo distinguido hombre de mundo en un hotel en París. Una voz que salía de un cuartito me invitaba a que entrase. Una vez dentro, la misma voz me decía: «siéntese usted, paisano», sin que el hombre que la emitía apareciera por ninguna parte; hasta que descubrí al señor don Ventura en cuatro pies debajo de su cama a la recherche de un zapato.

Los hombres de genio, aun siendo exquisita y casi exclusivamente cortesanos y hombres de mundo como Ventura de la Vega, conservaban   —66→   siempre los rasgos de simplicidad de la familia, que despliegan en el momento menos pensado.

El día de nuestra primera entrevista en Madrid, pasadas las generalidades de costumbre, llegamos a la cuestión instalación. Vega me propuso que me mudara a otra casa de huéspedes que había en el mismo piso que la suya, y conviniéndome, después de haberla visto, verifiquélo así.

También estuve a visitar a otro literato de alguna nombradía, don Eduardo Asquerino, en la redacción de su periódico La América. Me hizo mucha atención y me ofreció visitarme, como también darme cartas de recomendación para los puntos que iba a recorrer.

Asquerino había estado poco tiempo antes de Encargado de Negocios de España en Chile. A su regreso a la Península, deseoso de halagar a los escritores Mapochos en la persona de su más conspicuo, se trajo el manuscrito de las poesías de Guillermo Matta, que se imprimieron en Madrid, mediante Asquerino. La edición salió tan plagada de insanables erratas, que el servicio fue dudoso.

Pocas semanas más tarde veía discurrir por el comedor del hotel de Madrid en Sevilla, a un verdadero chisgarabís, hablando y discurriendo como un insano acerca de la guerra de África que era su tema favorito. Preguntando a mi compañero de mesa y reciente amigo, don Manuel Cebollino y Aguilar, que en ese momento me hablaba con entusiasmo del poeta cubano Plácido, quien era ese desgraciado, resultó ser el otro Asquerino, el poeta don Eusebio que acababa de perder la cabeza en esos días.

Otra de las cartas de recomendación que pude entregar personalmente en Madrid, fue la dirigida al limeño General don Juan Zavala. Aunque las glorias, la posición política y social y la condición misma de este bizarro militar eran españolas, no parecía del todo insensible a los sentimientos de paisanaje con los limeños. Me habló de varios de los maestros que habían pasado por ahí, y con singular distinción del poeta don Manuel Nicolás Corpancho, que cuatro años después debía perecer trágicamente en el golfo de México. En cuanto a mí, desde el primer día me trató Zavala con cariñosa franqueza y desembarazo, como si siempre me hubiera conocido, convidándome a comer cuantas veces quisiera una vez por todas. Preguntándole si tenía amistad con mi vecino Ventura de la Vega, me contestó:   —67→   «¡Es tan hurón!» Hurón por huraño que se usa mucho en Madrid.

Mi nueva posada de la calle del Prado se hallaba en el descanso del segundo piso, frente por frente su puerta de la de Ventura de la Vega. El cuarto (departamento) de éste no pasaba de modesto. En la sala o recibimiento como allá se dice con mucha oportunidad, la pieza de más lujo era una gran pantera disecada puesta en el centro de la sala, en el suelo.

Mi patrona tenía el timbre de ser gallega y respondía al austero nombre de doña Jacoba. Con tres huéspedes estaba la casa llena, y éramos un don Federico de quien siempre le oía hablar, yo y una vaporosa niña de Granada llamada Conchita, la cual, cada vez que pasaba como una hada por la puerta de mi cuarto, ante la que corría un pasadizo, haciendo crujir las veinte faldas y pliegues de su vestido blanco, y temblar mi corazón de veinte años, volvía su cabeza de querubín y me anonadaba con uno de esos exquisitos saludos-muecas, que alternativamente atraen y ponen a raya. Jamás pude saber qué hacía allí, ni a quién esperaba. La vieja Celestina, tan garrula en todo lo demás, se volvía reservada y casi disgustada apenas le tocaba la cuestión Conchita. Doña Jacoba parecía una de esas respetables matronas bajo cuya custodia se pone a una niña que acaba de pasar por un rapto voluntario.

Mi cuarto, esterado y no alfombrado, con sus muebles enfundados de blanco, y su balconcito de desgastados fierros a la calle del costado, no pasaba de sencillo. El siguiente o alcoba, guardaba proporción y poseía otro balconcito. El almuerzo y comida se me traían a mi sala, en una mesita especial, por la moza de la casa.

La comida en estos alojamientos no pasaba de regular, y las patronas andaban siempre de riña conmigo porque «no comía», y agregaban. «Será porque no le gusta la comida: habrá usted sido señorito mimado».

Doña Jacoba, como todas las patronas de casas de huéspedes, era una crónica viva y muy conversadora. A cada momento venía a mi cuarto y comenzaba a contarme la vida y milagros de sus huéspedes pasados y presentes.

Estas casas son mejores que las fondas para una residencia larga, porque se vive en familia, y por el halago particular que se recibe de las patronas.

  —68→  

La última mía hablaba el español como cualquier gallego, e iba de asombro en asombro al ver que me entendía, y que yo parecía expresarme en el idioma general de España. Recordándome incesantemente a una huéspeda americana de Cuba que había tenido, me decía: «Pues a doña Celesta ya le entendía yo todo; ya hablaba el castellano».

Un día me referí a la pantalla de mi vela.

-¿Cúmu -me interrumpió-, también allá se llama pantalla?

Otro día le pedí un médico:

-¿Mídicu? -me dijo.

-Sí, médico.

-¿El que toma el pulso?

-Ese mismo.

-¿También en su tierra lo llaman mídicu?

-Salvo las íes y las úes, ¿pues no? -le repliqué.

La vieja salió haciéndose cruces y asombrada de que hubiera en la América española, gente que hablase la española lengua.

En España, americano es simplemente sinónimo de Creso, y antes que simpatía, inspiramos curiosidad: la misma que sentiríamos nosotros al hallarnos de improviso frente a un antiguo retrato nuestro, hecho treinta o cuarenta años antes. Parece que los peninsulares fueran reconociendo poco a poco en nuestra fisonomía moral, borrados, confusos y extraños, los rasgos de la suya propia. De aquí el interés tierno. ¿Qué género de emociones no experimentaríamos nosotros mismos, o cualesquiera otros, si algún mago nos pusiera por delante, viva y parlante, nuestra futura generación, la que vendrá dentro de trescientos años?

Una noche viajaba en uno de esos carros de camino que ni son diligencias ni son coches, tocándome entre mis compañeros dos labradores de Toledo, marido y mujer. Las clases populares son muy simpáticas en España, y no tardé en trabar relación con ellos, que me miraban con el mayor interés, particularmente la mujer.

-¡Tan jovencito y tan solo! ¡Ni siquiera un criado! -gritaba la pobre mujer desolada. Más tarde al saber que el solitario y precoz viajero era del Perú, el toledano matrimonio lanzó a dúo esta exclamación:

-¡Pues entonces usted será muy rico!

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Nada más chistoso que las disquisiciones sobre mi probable patria, que se armaba entre cierta clase de gente cuando me hallaba entre ella, en las casas de huéspedes, paradores de los caminos y en las diligencias, cuyo mayoral es un excelente pie de conversación para el ocupante de la berlina.

Uno juraba y apostaba su cabeza a que yo no era de allí, hasta que otro que prácticamente conocía a la especie, decía doctoralmente: Usted es Americano.

-¿Pero de adónde será? porque habla el castellano mejor que muchos españoles -observaba otro.

No faltaba quien se empeñara en hacerme andaluz.

La clase popular de España, aunque tosca y grosera a más no poder, es mejor que la de muchas otras partes: muy honrada, muy servicial y muy delicada; muy espontánea y muy original en sus chistes.

Los puntos de semejanza entre España y nuestros pueblos son tantos, que sólo de tarde en tarde y como saliendo de un sueño, me acordaba de que estaba en Europa.

No cerraré este capítulo sin consignar la interpretación tan privativa que se da en el Viejo Mundo a la palabra Americano: para los franceses quiere decir brasileño o mexicano; para los españoles, de Cuba o Puerto Rico, y para el resto de los europeos, yankée. Así es cómo mis futuros compañeros de viaje, italianos, alemanes, griegos, rusos, turcos, franceses, debían más tarde felicitarme por el ningún acento inglés con que hablaba yo las lenguas extranjeras, cuando les decía que era yo americano.



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