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Memorias del fuego, de la tierra y del cielo


Antonio Rodríguez Almodóvar





Las diversas mitologías son fuente inagotable de recursos literarios. Recordemos a Vladimir Propp: «El comienzo de todas las literaturas es folklore traducido en signos gráficos». Es preciso, desde luego, incluir los mitos entre la materia folclórica, en su sentido más noble; entre las narraciones que configuran una primera cosmovisión. De ahí su doble importancia en la educación literaria de los niños, de los adolescentes: instruyen en la memoria de los antepasados y preparan la mente para la belleza del símbolo trascendental. Pues da respuesta a las primeras preguntas sobre la tierra, el fuego, el aire y las aguas, antes de que se conviertan en religión y se marchiten. Probablemente no existe un modo más rápido de inmersión poética que el conocimiento, la lectura de los mitos.

No es fácil, sin embargo, definir bien qué es un mito, en correlación con el cuento y con la leyenda, siendo los tres formas primordiales del relato folclórico. La leyenda se las vale sola, pues su imputación de realidad y localismo -esto ocurrió aquí, en esta fuente, en este precipicio-, pronto la limitan. Lo difícil verdaderamente es distinguir mito y cuento. Vladimir Propp y Lévi-Straus, allá por los sesenta, se enzarzaron en curiosas diatribas al respecto. Decía el ruso: «Desde el punto de vista histórico, el cuento maravilloso, en su base morfológica, es un mito». Esto enervaba al francés: «Es posible comprobar cómo narraciones que tienen carácter de cuentos en una sociedad, son para otras, mitos.» Para el formalista el cuento es una suerte de mito destronado, ha perdido históricamente su carácter de relato sagrado arcaico, y se ha hecho materia simbólica común. Para el antropólogo, la diferencia no es histórica, sino contextual. Cada pueblo los utiliza según sus necesidades. Disquisiciones farragosas de las que hoy sólo cabe concluir: lo que los distingue es la ambición de sentido, que el mito la tiene bien acusada, hacia lo trascendental, y el cuento menos, hacia lo cotidiano. Y lo que los une: el peligro de ser convertidos en religión histórica, al servicio de los sacerdotes. Así el Diluvio es mensaje sagrado en la escritura judeocristiana, mientras en otros muchos pueblos es explicación oral del mundo, a la manera poético-simbólica, nada más. Nada menos.

El escritor uruguayo Eduardo Galeano acaba de publicar en España sus "Mitos de Memoria del fuego", una colección de relatos basados en mitos indígenas precolombinos, confesando su «alegría de ir al encuentro de los jóvenes más jóvenes», y lo hace con historias de una turbadora belleza como la que empieza: «La mujer y el hombre soñaban que Dios los estaba soñando», para La Creación. Y otras semejantes para el Tiempo, Las Nubes, El Día, La Selva, Las Mareas...

Por su parte, la editorial SM hace unos años que viene distinguiendo "Historias de la Biblia", "Los caballeros de la tabla redonda", o la mitología clásica, en colecciones suficientemente diferenciadas, al menos para el uso pragmático-docente. Acaso para no introducir demasiada confusión intelectual entre el confuso relato de Babel, el pseudorreligioso del Santo Grial, o el esforzado de Hércules, por más que los tres son mitos.

De discreto éxito de ventas, desde el año 1999, son los "Cuentos y leyendas de la mitología griega", de Espasa Calpe. El título aquí lo dice todo. Las tres categorías en una sola. A fin de cuentas, el primero de todos los mitos es el del Caos, anterior a la Tierra. El niño antes del hombre.








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