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Memorias del Nuevo Mundo [Fragmento]

Homero Aridjis





Los barcos aparecieron en el horizonte. Se acercaron hasta quedar quietos en las ondas rizadas del Mediodía. Hacia el navío más grande, con los estandartes, vinieron las dos piraguas con indios, preguntaron por el tatúan, el señor. La Malinche les mostró a Hernán Cortés, un hombre de barba y cabellos negros, cara cenicienta, cuerpo membrudo. Los indios subieron a la nave, con regalos en los brazos, besaron el suelo delante de él, le dijeron: «Cansado ha quedado, fatigado está el dios», y le explicaron que su señor Moctezuma, que estaba en México, les había mandado a rendirle homenaje. Los había enviado para saber qué hombres eran, qué buscaban y si era menester de alguna cosa para ellos o para sus navíos. Ataviaron a Hernán Cortés, le pusieron una máscara de serpientes de turquesa, un chalequillo, un collar con un disco de oro, plumas de quetzal y orejeras. En la cadera le ataron un espejo de danzante, cubrieron su espalda con una manta con campanillas. Sus pies ornaron con una ajorca con cascabelillos de oro, jades y jadeítas, y calzaron con sandalias de obsidiana. A sus manos dieron un escudo de travesaños de oro y concha nácar, flecos y banderolas de plumas de quetzal, y un lanzadardos con cabeza de serpiente. Más atavíos divinos colocaron frente a él. Hernán Cortés les preguntó, por boca de la Malinche, si ésa era la ofrenda que daban a los extranjeros. Ellos contestaron, por boca de la Malinche, que con eso habían venido a recibir a su señor. Hernán Cortés ordenó entonces a Gonzalo Dávila que les pusiese hierros en los pies y en el cuello, a Mesa, el artillero, disparar un cañón. Y tronó la bala al salir, echó chispas y humos; olió a azufre. Los enviados de Moctezuma se arrojaron al suelo, atemorizados. Para reanimarlos, se les dio de comer y de beber; les regalaron cuentas azules. Hernán Cortés les dijo que había oído que los mexicanos eran buenos guerreros y les iba a dar espadas, lanzas y escudos para pelear contra ellos, en un torneo de parejas. Ellos contestaron cortésmente que a contender no los había enviado su señor Moctezuma. Partieron a toda prisa, remando con afán, con alas en los pies, como si quisieran llegar en un soplo a México a dar cuenta a su señor de que habían visto hombres vestidos de hierro. De hierro su cabeza, su escudo, su lanza, su espada. Montados en ciervos, la cara blanca visible, el cabello amarillo o negro. Con perros grandes, de orejas plegadas, ojos amarillos flameantes, lenguas de fuera, vientre combo.

Los conquistadores desembarcaron los caballos y la artillería; hicieron un altar, donde se celebró misa, y chozas para los capitanes y los soldados. Uno tras otro galoparon a la orilla del agua, como si jinete y cabalgadura hiciesen una sola bestia fabulosa. Siluetados contra el cielo, contra la lejanía marina, anduvieron a pie, en sus armaduras acolchonadas, lanza en mano entre las dunas. O, bajo la bochornosa claridad del Jueves Santo, descansaron sobre la arena caliente. Desconfiados observaron los médanos, las olas, las gaviotas y oyeron el aullido del viento como un largo bufar de caballos invisibles.

Juan Cabezón recogió de la arena una piedra, acarició su forma cálida y la aventó al agua. Cuando había llegado fray Nicolás de Ovando a la Española como nuevo gobernador de las Indias, él fue uno de los trescientos españoles, descuidados en su atuendo y viviendo en chozas de paja, que había acudido al puerto a recibirlo para ver la flota y la comida que había traído; casi oculto entre los indios con sombreros y medias calzas de paño europeos. Pero bien se cuidó de acercarse a ese hombre mediano de cuerpo, barba rubia y bermeja, que por cédula real había sido dispensado de llevar hábito religioso y podía traer joyas y sedas; que iba a gobernar la isla cristianamente, prohibiendo la ida y vivienda en aquellas partes a hombres sospechosos en la fe, hijos y nietos de infames por la Inquisición. Con fray Nicolás de Ovando habían desembarcado dos mil quinientos españoles, que sin pérdida de tiempo salieron a los caminos en busca de minas viejas y nuevas, a cuestas con sus mochilas con los bizcochos que les habían sobrado del viaje de Castilla, y con azadones y bateas. Creían que el oro era como la fruta de árboles y sólo tenían que estirar la mano para coger pepitas del tamaño de una hogaza de pan, como la que había encontrado una india para dos españoles. Juan Cabezón los había visto volver a los ocho días cansados de cavar y lavar tierra, sin nada de comer en las talegas y sin oro en las manos. Acostumbrado a los reveses de la fortuna y a las mezquindades humanas, indiferente vio cómo fray Nicolás de Ovando, luego de presentar sus credenciales al consejo de la ciudad, tomó residencia a Francisco de Bobadilla, a sus oficiales y a Rodrigo Rodríguez, acusados de todo por todos. Ciegamente, sin hacer caso a un huracán que se acercaba, los envió en la flota de treinta y un barcos que volvía a España, y cogidos por la tempestad, se perdieron en el mar, junto con cien mil pesos de oro fundido y marcado, y la pepita de oro del tamaño de una hogaza de pan.

Como la tormenta había arrasado las chozas de paja de Santo Domingo, fray Nicolás de Ovando decidió cambiar la ciudad al otro lado del río Ozama; trazó las calles alrededor de la plaza, escogió el sitio para la fortaleza, repartió solares y pidió que los edificios se hiciesen de piedra y madera. Juan Cabezón construyó su casa en la calle de la Fortaleza, con naborías de servicio. Al año siguiente, fray Nicolás de Ovando emprendió una expedición contra Xaragua con el fin de acabar con los repartimientos de Roldan, pero estableció la encomienda y trajo prisionera a la cacica Anacaona, a la que hizo ahorcar en la plaza de Santo Domingo. Cristóbal Colón, que todavía vino en un cuarto viaje, partió de la Española el año de 1504 para nunca volver al Nuevo Mundo: murió de gota en Valladolid, en lecho de pobre, enterrado como pobre, sin obispos ni enviados de la corte. Luego, Juan Cabezón conoció a Vasco Núñez de Balboa, que años más tarde tomaría posesión del Mar del Sur, y a Hernán Cortés, con quien pasaría a Cuba, cuando Diego Velázquez vino a conquistarla y poblarla.

A todo galope por la playa surgió Lares el buen jinete, seguido por varios soldados a pie. Gonzalo de Sandoval se perdió en la distancia, esculcando los confines. Juan Cabezón oyó el ruido de los cascos sobre la arena, casi ahogados por el rumor del mar; un pájaro chilló. La cara pálida de Gonzalo Dávila se perfiló, su barba y sus cabellos negros, sudorosos. Los dos habían venido a bordo al cuidado de los caballos y las yeguas de Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, Juan Velázquez de León, Cristóbal de Olid, Francisco de Montejo y Diego de Ordaz. Repartidos los negros y los indios de Cuba en las diferentes naos, para carga y servicio. En la nao capitana, enarbolada la bandera de Cortés: Amici sequamur crucem, et si nos fidem habemus, vere in hoc signo vincemus, que traducido por el soldado Bernal Díaz del Castillo decía: «Sigamos la señal de la Santa Cruz con fe verdadera, que con ella venceremos».

-¡Llegaron los dioses! -rugió Juan Velázquez de León.

-¡Arrodíllate, perro! -gritó Pedro de Alvarado a una figura imaginaria.

-¡Todos a los pies de su dios! -exclamó Cristóbal de Olid a legiones invisibles de indios sometidos, el sol dorando su cara.

-¡A sus pies, señor dios! -se inclinó por burla Francisco de Montejo.

-¡Mátalos, mátalos! -profirió Gonzalo de Sandoval, espada en mano, cortando el aire tras dos pájaros marinos.

-Yo lo haré, dejádmelos a mí -los persiguió un buen trecho Diego de Ordaz.

-Dejadlos en paz -intervino Juan Cabezón.

-Te amenaza el viejo Cabezón -soltó una risotada Pedro de Alvarado, y se alejó en su yegua alazana.

Los otros Alvarado: Gonzalo, Gómez, Jorge y Juan el Bastardo, sus hermanos que habían subido en La Trinidad, caminaron junto a Juan Cabezón.

-Tienen a un lobo como hermano -les dijo, y se apartó de ellos.

Los Alvarado lo siguieron con los ojos, sin contestar.

Hacia ellos vinieron Jerónimo de Aguilar y la Malinche, hablando de los enviados de Moctezuma. El primero era el lengua que había sido rescatado por Cortés en Cozumel de un cacique que lo tenía cautivo. Había venido en una canoa con seis remeros indios adonde los españoles se hallaban a punto de embarcar; saltó a tierra y dijo en mal castellano: «Dios y Santamaría y Sevilla». Moreno, trasquilado, remo al hombro, con braguero ruin y cotara vieja calzada, sus compatriotas lo habían tomado por un indio. Traía en un bulto atado a una manta raída unas Horas sobadas. Al verlo, Cortés le había preguntado a Andrés de Tapia: «¿Qué es del español?». «Soy yo», había respondido Aguilar, en cuclillas, a la manera de los indios. Le contó, enseguida, que era natural de Écija y hacía ocho años se habían perdido él y otros quince hombres y dos mujeres, yendo del Darién a Santo Domingo. Entre pleitos de un Enciso y un Valdivia, que llevaban diez mil pesos de oro y los procesos del uno contra el otro, el navío dio en los Alacranes y no pudo seguir. Se metieron en un batel y, creyendo tomar la isla de Cuba o Jamaica, dieron en aquellas tierras. Los calachines de la comarca los repartieron entre sí, y los que no murieron de dolencias y trabajos, a las mujeres las hicieron moler, fueron sacrificados. Cuando lo tenían para sacrificar, una noche escapó y llegó al cacique que lo cautivó. El otro español que había sobrevivido, hombre del mar de Palos, se llamaba Gonzalo Guerrero, y no quiso ser rescatado porque tenía una mujer india y tres hijos, la cara labrada y las orejas horadadas. La Malinche le fue dada a Cortés por los caciques de Tabasco, entre presentes de oro, mantas y otras mujeres. Hija de señores del pueblo de Painala, al morir su padre su madre se casó con un cacique mancebo, del que tuvo un hijo y al que acordaron darle el cacicazgo. Para que no les estorbase la regalaron entonces a unos indios de Xicalango, diciendo que había muerto cuando murió la hija de una esclava. Los de Xicalango la dieron a los de Tabasco y desde que la recibió Cortés la trajo siempre a su lado, porque no sólo sabía las lenguas de Tabasco y México sino era de gran desenvoltura y belleza. Bautizada por fray Bartolomé de Olmedo delante de una cruz y una imagen de Nuestra Señora, en el pueblo que se llamó Santa María de la Victoria, junto a las otras indias, se le puso por nombre Marina y Hernán Cortés la dio a Alonso Hernández Puerto Carrero.

Los enviados del señor de México, que atravesaron sierras y ríos para llevar las nuevas de los recién venidos, regresaron con gallinas y tortillas, zapotes, mameyes, camotes, jicamas, guayabas, aguacates, tunas, capulines y comida para los caballos, que eran llamados «venados»; además de cautivos para sacrificar y beber su sangre; comida manchada de sangre humana; tortillas mojadas con sangre, pues creían que eran dioses venidos del cielo. A Juan Garrido, por ser negro, lo llamaron, según la Malinche, el «divino sucio». Adobaron las casas de Cortés y le pusieron mantas contra el sol, para que éste no hiriese sus ojos ni quemase su piel. Era Pascua de Resurrección. Un Tendile, Tentitl o Teuhtilli, y un Cuitlalpitoc, que los españoles oyeron como Pitalpitoque, trajeron presentes del gran Moctezuma. De petacas repletas sacaron los regalos y el Tendile hizo tres reverencias a Cortés y a los soldados que lo custodiaban. Cortés les dio la bienvenida por boca de sus lenguas, y los abrazó. Pidió que descansasen y mandó hacer un altar para que fray Bartolomé de Olmedo, con el padre Juan Díaz, celebrase una misa cantada. Comieron, y por los lenguas les explicó que era cristiano y vasallo del más grande señor que había en el mundo, el emperador Carlos V, y quería saber dónde mandaba su señor para que se conociesen. El Tendile replicó que por ahora era suficiente que recibiese los regalos y de una petaca sacó muchas piezas de oro y cargas de ropa blanca. Cortés le dio cuentas de Castilla y le dijo que viniese a contratar porque traía cuentas a trocar por oro. Para Moctezuma entregó una silla de caderas, piedras margaritas envueltas en almizcle, un sartal de diamantes torcidos y una gorra de carmesí con una medalla de oro de San Jorge. Pintores indígenas pintaron la cara y el cuerpo de Cortés, de los capitanes y soldados, de los lenguas, de Juan Cabezón, y de los caballos, lebreles, navíos y cañones. Mandó Cortés a Mesa el artillero cebar las lombardas y dispararlas con mucho ruido, a Pedro de Alvarado correr con su yegua alazana, con Gonzalo Dávila y Lares el buen jinete, llevando pretales de cascabeles para impresionar a los embajadores; quienes, sin pérdida de tiempo, hicieron pintar lo que vieron. Más tarde partió Tendile y quedó el otro, Cuitlalpitoc, o Pitalpitoque; aparecieron indias con gallinas, pescados y frutas, y para hacer tortillas a Cortés y sus capitanes. Los soldados comieron lo que mariscaron y pescaron. Al caer la noche, Pedro de Alvarado y otros capitanes se refocilaron con las indias más jóvenes.

Al cabo de una semana volvió Tendile con más de cien tamemes, indios cargados de petacas, empujando dos discos: uno de oro que representaba al Sol, y otro plateado, a la Luna. Vino con él un hombre, Quintalbor, que en cara y cuerpo se parecía a Hernán Cortés, y era como un doble suyo. Fascinados por el parecido físico con su capitán, los soldados lo seguían por el real, diciéndole: «Cortés, ven acá», «Cortés, vete allá»; mientras él trataba de no separarse del capitán, remedando en todo sus gestos y su andar, como si fuera una sombra viva.

Tendile sacó de las petacas los regalos de Moctezuma, los colocó sobre mantas y le ofreció a Cortés los discos de oro y de plata, un casco lleno de oro, piezas de oro con formas de animales, collares. Le dijo, por medio de la Malinche y Jerónimo de Aguilar, que recibiera aquello con la gran voluntad que su señor lo enviaba y lo repartiera con los teules y los hombres que consigo traía, y en aquel lugar se quedaran. Cortés agradeció los regalos y les dio camisas de Holanda. Les pidió decir a su señor Moctezuma que quería verlo. Partieron presto, salvo Cuitlalpitoc, o Pitalpitoque.

Bajo el calor abrasador quedaron los conquistadores, dueños del silencio y de la noche. El pan cazabe, que habían traído, estaba sucio de fatulas, amargo y podrido. Escasearon los indios que traían la comida. Entre las dunas, por el arenal y sobre las aguas aparecía y desaparecía Quintalbor, como si yéndose se hubiera quedado, como si presente estuviese en todas partes y en ninguna. Cortés dio a Juan Cabezón el encargo de perseguir la visión, de adentrarse en el agua, en las dunas y la arena en busca de su simulacro; herido por la burla de ver a otro semejante a sí mismo en su condición espectral. Hizo que lo acompañaran en su cacería dos ballesteros y dos escopeteros, con instrucciones de tirar a matar a la imagen. Juan Garrido, el conquistador negro, que por su voluntad se había vuelto cristiano en Lisboa y había vivido en Castilla siete años, pasando a la Española hacia 1510, fue su asistente en la empresa de matarlo o asirlo.

Juan Cabezón se hizo el dormido. Se acostó en la arena y cerró los ojos. Quintalbor se meció sobre su cara, le hizo percibir su hálito frío, oír sus palabras en mexicano, parecidas a las de un conjuro o un himno. Lo agarró por los pies, cuando intentaba echarse a correr por la playa. Lo trajo ante Hernán Cortés. Y por lengua de la Malinche reveló que en México Tenochtitlan había habido ocho prodigios anunciando la llegada de los extranjeros y Moctezuma se llenó de espanto. En especial, el séptimo augurio lo había atemorizado, cuando unos pescadores cogieron en la laguna un ave parda, en cuya mollera tenía un espejo diáfano en el que se podían observar las estrellas en el cielo y unas figuras de venado y otros animales venir de prisa dándose guerra. Al llamar Moctezuma a sus adivinos, éstos nada vieron, el pájaro se desvaneció. El señor de México se encerró en la Casa de lo Negro, interpeló a las sombras, a los espejos de obsidiana, a sus hechiceros y sacerdotes. En la cárcel de Cuauhcalco aprisionó a unos nigromantes que no supieron explicarle nada. Pero como otro día desaparecieron, ordenó a su jefe de la casa de los dardos fuese con otro cacique a sus pueblos y matasen a sus mujeres y a sus hijos. Añadió Quintalbor, por lengua de la Malinche, que un macehual desorejado, sin dedos en los pies, había venido de Mictlancuauhtla, «bosque de la región de los muertos», para decirle a Moctezuma que había visto desde las orillas del mar una especie de «cerro grande». Moctezuma lo metió en la cárcel y mandó verificar lo dicho por él. Sus mensajeros pronto tornaron para contarle que habían divisado unas gentes con carnes muy blancas, «más que nuestras carnes», barbas largas y cabello hasta la oreja, con sacos colorados, azules, pardos y verdes; con unos paños rojos grandes y redondos en la cabeza, a manera de comales pequeños y que montaban venados. Mandó Moctezuma vigilar los lugares a la orilla del agua por donde habían de pasar los extranjeros y dijo a sus príncipes que creía que el recién llegado era el dios Quetzalcóatl. Envió a cinco de ellos a encontrarlo con regalos. Y cuando volvieron a México, fueron a buscarlo a la Casa de las Serpientes, donde hizo que sus sacerdotes sacaran el corazón de dos cautivos y con su sangre rociaran a los enviados, pues habían visto la cara de los dioses y con ellos habían hablado. Guardó silencio y despachó hechiceros y guerreros para ver si los recién venidos y sus venados tenían lo necesario para comer; y cautivos, para beber sangre humana. Los hechiceros también llevaban la misión de hacerles maleficios, soplarles el mal aire, echarles llagas, conjurarlos y hacer que se enfermaran, murieran o tornaran adonde habían venido. Pero al regresar, confesaron a Moctezuma que no habían podido hacerles daño y que hacían muchas preguntas sobre él: cómo era, si joven, si hombre maduro, si viejo. Ellos habían respondido a los dioses: «Es hombre maduro, delgado, un poco enjuto, fino del cuerpo». Al saber que ellos mucho indagaban y querían verle la cara, se le apretó el corazón y quiso esconderse de los «dioses», meterse en una cueva, irse a la casa de Cintli, la diosa del maíz, o a la casa del Sol, a la tierra de Tláloc, o al lugar de los muertos. Luego, delante de Hernán Cortés, Juan Cabezón, Juan Garrido y Gonzalo Dávila, Quintalbor desapareció. Como un fuego que se eleva, se esfumó.

Dos vigías capturaron a cinco indios que espiaban en el real. Tenían en la nariz rodajas de piedras azules y hojas de oro en las orejas. Postrados ante Cortés prorrumpieron en un «Lope Luzio, Lope Luzio», y la Malinche les preguntó si hablaban mexicano y si eran enemigos de Moctezuma. Dos de ellos contestaron: «A muerte». Ella los interrogó sobre si tenía otros enemigos. «Innumerables. Toda la tierra lo odia, todas las provincias lo combaten», afirmaron.

Con muchos indios cargados apareció Tendile. Quintalbor se había enfermado por el camino. Sahumó a Cortés y a los soldados, les dio cargas de mantas, plumas finas y piedras verdes. Con él se apartaron la Malinche y Jerónimo de Aguilar, les dijo que su señor Moctezuma se había holgado mucho con el presente que le habían enviado, pero en cuanto a verlo no le hablasen más de ello.





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