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Metamorfosis del tono humano barroco: variantes, pervivencias e implicaciones musicales en el teatro del siglo XVII1

Dolores Josa Fernández


Universidad de Barcelona

Mariano Lambea Castro (coaut.)


CSIC



Nada mejor que el paso de los años para abandonar la preocupación por definir, por juzgar y condicionar (o condenar) el devenir de tal o cual género literario, la escritura de un autor, la estética y la ética de una obra o, por ejemplo, la importancia del tono humano2 en los corrales de comedias, porque si algo aporta el tiempo es que hombres y obras se definen por sí mismos, sin necesidad de piruetas intelectuales o desviaciones críticas. Hace casi una década, Judith Etzion preguntó a quienes esto escriben sobre la música en el teatro español del siglo XVII3, y la respuesta que le ofrecimos fue, con otras palabras, lo que Carmelo Caballero (2003: 681) comenta en el cierre a una panorámica que brinda sobre las fuentes musicales del teatro clásico español: «nos movemos en un terreno sumamente resbaladizo, donde la hipótesis no comprobable es norma y el apriorismo y la imaginativa tienen carta de plena naturaleza».

Por eso mismo, decir, a estas alturas, que no tenemos constancia explícita de que tal o cual obra musical se compusiera específicamente para tal o cual Comedia o género breve de nuestro teatro áureo es redundar en lo que ya se sabe. Existe un paralelismo casi perverso entre la evidencia de que en el teatro se cantaba y la imposibilidad de saber exactamente qué se cantaba. En consecuencia, al musicólogo le sigue preocupando la versión musical definitivamente cantada en la escena para, por lo menos, no desvirtuar en exceso su labor, aunque sea ésta una quimera similar a la del músico folklorista que jamás hallará la versión definitiva de aquel cantar que, recogido a vuela pluma de labios del transmisor, revolotea después por el pentagrama sin acabar de definirse, sobre todo, al compararlo con otras muestras; momento crucial en que el folklorista se da cuenta de que, prácticamente, hay tantas versiones como transmisores... En cambio, a pesar de esa quimera, como decíamos, la obligación del musicólogo es intentar aproximarse a la verdad, porque, por otra parte, ahí está la riqueza de la variabilidad que otorga, tanto la tradición oral, para el folklore, como la interpretación -en muchos casos, casi improvisada- para la música en escena. ¿Cuántas versiones se cantarían en nuestro teatro de un tono cuyo texto, fusionado o no en la acción dramática, lo hallamos puesto en música en algún cancionero poético-musical o, incluso, en algún papel suelto? La pregunta tampoco es nueva. Rita Goldberg (1970: 69) dijo al respecto:

Sería muy interesante poder averiguar si la música de estos versos, cuando figuran en los bailes, es la misma con que se cantaban en otros ambientes, si las composiciones de los cancioneros musicales que poseemos son las mismas que se utilizaban en los bailes.



Después de casi cuarenta años, con el presente trabajo, dedicado a quien se ha convertido mediante esfuerzo e inteligencia en uno de los mejores conocedores y protectores de nuestro teatro clásico, podemos ofrecer evidencias dictadas por los propios tonos.




Un corpus

Si hacemos balance de nuestra actividad investigadora y editorial a lo largo de prácticamente una década, hemos de decir con exactitud que por nuestras manos han pasado trescientos tres tonos humanos en sus variadas tipologías de romances líricos, villancicos y letras para cantar de diversa forma métrica. Repertorio que se halla publicado en siete volúmenes: cuatro corresponden al Libro de Tonos Humanos [LTH] (Biblioteca Nacional); dos al Cancionero Poético-Musical Hispánico de Lisboa [CPMHL] (Biblioteca de Ajuda); y uno al Manojuelo Poético-Musical de Nueva York (The Hispanic Society of America)4; a los que hay que añadir una Jácara con variedad de tonos (título que ni puesto a propósito con nuestra labor) de la que trataremos después. Y debemos añadir que ha sido todo este corpus el que ha forjado sus propias explicaciones sotto voce sobre el modo de pervivir la música en nuestro teatro áureo, en concreto en comedias, entremeses, jácaras y otros subgéneros dramáticos. En consecuencia, en el presente artículo, partitura en mano, podemos refrendar lo que se sabe por datos históricos o documentales, por apriorismo o imaginación, con palabras de Caballero citadas anteriormente.

Los especialistas que han tratado este tema, y que lo han hecho tanto desde la filología como desde la musicología, se muestran de acuerdo en aseverar que la música de las canciones que se interpretaban en el teatro procedía del fondo folklórico-tradicional o del fondo de tonos humanos. También se daba el caso de que algún compositor tomara determinada melodía tradicional, o un pasaje significativo de ella, como inspiración para construir una composición más elaborada que después podía interpretarse en escena. Tal es el caso de la música que Mateo Romero «Capitán» destinó para unas décimas de Lope de Vega, basándose en un primer diseño melódico que Francisco Salinas ya había recogido de labios del pueblo (Lambea y Josa, 2004).

Por otra parte, sabemos que muchos bailes dramáticos nacían de tonos: «era bastante corriente que el baile se compusiera a base de una canción conocida» (Goldberg, 1970: 59), al igual que las jácaras (Cotarelo, 2000: cclxxix). Conviene recordar que todo tono, a lo humano o a lo divino, nacía para ser musicado. Ejemplos de ello tenemos en las Obras métricas (1665) de Francisco Manuel de Melo con las expresiones «para música», «puesto en música», «para cantarse», «para cantarse al uso» (Josa y Lambea, 2001: 433) o en los Tonos a lo divino y a lo humano recopilados por Jerónimo Nieto Madaleno (Goldberg, 1981) o en la compilación de Nájera y Cegrí (Rodríguez-Moñino y Brey Mariño, 1965: 300-303) con un título tan sugestivo y elocuente como el de Letras armónicas puestas en música por los mejores maestros de España5. Citamos estas fuentes por ser, para nosotros, las más conocidas. ¿Cuántos tonos de todas ellas han llegado hasta nosotros con su música? La respuesta es desalentadora: quizá ni la quinta parte. La misma pobre proporción que se da, por ejemplo, en El cancionero teatral de Lope de Vega, en el que «cerca de la cuarta parte de todo este material, es decir, casi un centenar de textos, no es cantado; son canciones no cantadas» (Alín y Barrio Alonso, 1997: viii).

Pero en medio de la desolación, surge una Jácara con variedad de tonos6 que contiene citas parciales o íncipits poético-musicales de veintiún tonos, ampliamente difundidos en el siglo XVII en obras que van desde zarzuelas y comedias hasta géneros menores como bailes, mojigangas y entremeses (Lambea y Josa, 2009a).




Jácara con variedad de tonos

En esta jácara a lo divino, calificada expresamente por su anónimo autor como «una ensalada burlesca» (v. 16) y «jacarilla al Nacimiento» (v. 17), consta un íncipit poético-musical que viene muy a propósito sobre lo que estamos comentando. Se trata del tono anónimo «Gigante cristalino» [Figura 1] que encontramos compuesto a cuatro voces en el LTH (Lambea y Josa, 2005: 45-46, fuentes; 101-103, texto poético; 292-294, música), aunque podemos atribuirlo al músico Manuel Correa por hallarse otra versión del mismo, aunque incompleta, con el nombre de este afamado y prestigioso compositor portugués en el Cancionero Musical de Onteniente (Climent, 1996: 198-199, facsímil; 379-382, música)7. Dimos cumplida referencia de la relación entre las estrofas del testimonio del LTH y las de La Dorotea de Lope de Vega en el tercer volumen del LTH8. Por otra parte, en nuestro Íncipit de poesía española musicada se hallan las referencias bibliográficas de las ediciones musicales modernas de esta composición (Lambea, 2000).

Como se sabe este tono originó un baile anónimo de escasa fortuna literaria, del que ha podido decir Rita Goldberg (1970: 67) que «la patética poesía de Lope que se canta al principio se ha transformado en una canción vulgar y una historia trivial», juicio negativo al que se añade también el de María Luisa Lobato (2003: 559, n. 125) que lo califica «de poca calidad». Agustín Moreto, años más tarde, intercalaría los versos de la primera cuarteta de «Gigante cristalino» en su Entremés del vestuario, una pieza metateatral con esta única intervención musical que, entre el barullo de la acción y la escasa atención que le prestarían los espectadores, apenas se escuchó en escena; así nos lo dice el dramaturgo: «de todo el tono no han oído nada» (Lobato, 2003: 559).

Suponemos que la música de Correa, sobria, elegante y bien construida para el repertorio vocal de cámara que se interpretaría en la corte o en el salón aristocrático, si llegó a cantarse en el corral, debería sufrir entonces idéntico proceso de transformación que el texto de Lope para adecuarla al carácter trivial y vulgar del baile. Cosa no dificultosa, porque si algo fácil hay en el arte, y en cualquier actividad, es obligar a descender la calidad por ramplones (y necesarios) escalones paródicos y grotescos. Nos vienen bien aquí las palabras de José Antonio González de Salas (2003: 679):

Así también lo vemos en nuestros teatros, pues unas veces danzan y bailan sólo al son de los instrumentos, y otras veces al son de lo que con los instrumentos cantan las voces. Y, lo que más es, los mismos que danzan y bailan, cantan juntamente, primor y elegancia en estos últimos años introducida y sumamente dificultosa, siendo fuerza que estorbe para la concentuosa harmonía de la voz el espíritu alterado y defectuoso con los agitados movimientos.



Pero, de vuelta con la pregunta: ¿qué versión de «Gigante cristalino» se cantaría en escena, tanto en el baile como en el entremés? El íncipit de la jácara es una línea melódica para tiple que contempla los dos versos iniciales «Gigante cristalino / que al cielo te oponías» [Figura 2] y muestra ciertas concordancias melódicas con el inicio de la versión de Correa, es decir, que el anónimo centonizador musical de la jácara (permítasenos llamarle así, puesto que, en buena teoría, no podemos llamarle compositor) recogió una versión modificada de la de Correa y la insertó en ella. Analizada esa música, y teniendo en cuenta la cronología que envuelve a todos los integrantes de esta investigación, prácticamente no albergamos dudas de que lo que se cantó en el baile anónimo fue la versión de Correa, ya fuera a cuatro voces o con una sola línea melódica pero, en cualquier caso, otorgándole un carácter jocoso y seguramente muy deturpada, si atendemos al testimonio de González de Salas; y lo que se cantó en el entremés de Moreto fue la melodía de la jácara, aunque nos disguste, por nuestra sensibilidad musicológica, la escasa atención que prestaría el público. Susana Antón (2001: 177), en su tesis doctoral inédita, opina de este baile que es un «ejemplo de los procesos de cambio a las que podían ser sometidas melodías muy conocidas para adaptarlas en un texto teatral». Y María Asunción Flórez (2008), en un reciente artículo sobre la actividad de los músicos de teatro, nos ofrece una información muy interesante:

[Los músicos,] obligados a poner la música del día a día, y normalmente con tal premura de tiempo que no permitiría obras excesivamente pulidas, no podemos descartar que recurriesen a una serie de fórmulas más o menos estereotipadas que si bien podían perjudicar la calidad de la obra, en cambio les permitían cumplir con su obligación de poner música al amplio repertorio que debía presentar cada temporada una compañía.






Otro ejemplo de perpetuación musical

Trataremos ahora de otro caso que resulta muy significativo e importante a nuestro propósito. Nos referiremos a la utilización en una comedia de un tono humano compuesto varias décadas antes del estreno de la obra teatral y de otro tono, en la misma comedia, que perduró como pieza musical autónoma varias décadas después. Decía Goldberg (1970: 59) que «no deja de ser interesante esta perpetuación de poesías compuestas a veces muchos años antes». En el ejemplo que nos ocupa esta perpetuación es, para nosotros, exclusivamente musical y tiene una doble trayectoria, anterior y posterior, al estreno de la obra.

Mateo Romero compuso antes de 1640 un hermoso dúo titulado: «¡Oh, quién pudiera vengarse...!». Formalmente esta composición es un villancico que consta de un estribillo y tres coplas con todas las características propias del lamento poético-musical (Espido-Freire, 2002: 1139-1140): un patrón repetitivo, desasosiego expresivo, silencios, notas de larga duración, descensos melódicos por grados conjuntos, cromatismos, disonancias en palabras temáticas del tono y, todo ello, sin que haya llegado aún la segunda mitad del siglo XVII9, según nos delimita cronológicamente la vida del maestro Capitán. De ahí que encontremos, entre otros muchos aspectos de suma relevancia de los que no podemos ocuparnos ahora, un juego antitético sostenido en todo el tono que desemboca en una elocuente paradoja y una interrogación retórica que, al no esperar respuesta, intensifica los opósitos de la poética del silencio diseminados en la progresión de los versos. Pero vamos a centrarnos en el estribillo que dice así:


¡Oh, quién pudiera vengarse
de un placer y de un pesar,
que el uno quiere acabar
y el otro quiere acabarse!



Juan Bautista Diamante lo incorporó en una escena musical de la jornada tercera de Más encanto es la hermosura, estrenada hacia 1665 (Espido-Freire, 2002: 1142). Y no es de extrañar que para una obra a medio camino entre la zarzuela y la comedia mitológica con música, vertebrada con los obligados enredos amorosos, el dramaturgo seleccionara esta unidad lírica, ya que, además de tratarse de un preludio del resto del tono, toda ella se encuentra sostenida sobre la antítesis que generan el «placer» y el «pesar» que vienen a ser trasunto de las «dulzuras» y «amarguras» de las que habla Petrarca (2003: III, 67) en su «Triunfo del Amor», para expresar el sufrimiento amoroso a través, precisamente, de una de las figuras retóricas por la que sentía profunda predilección. Al dramaturgo Diamante no le interesó nada más del resto del tono. Lo curioso es que versos más adelante, se canta otro tono cuya música se nos ha transmitido en un manuscrito posterior en unos años10. Es un tono anónimo, a cuatro voces y en estilo homofónico con ligera imitación; y tan solo trae musicada la cuarteta que consta en la comedia:


Tan bien estoy con el mal,
después que perdí mi bien,
que el mal me parece bien
y el bien me parece mal.



Siguen dos tonos más: «Quien quisiere del rigor» y «Por amante el aviso», de los que no conservamos fuente musical que resultan ser, por lo tanto, ejemplos de las consabidas dificultades que presenta este repertorio para saber exactamente qué se cantaba en nuestro teatro áureo.




Las falsas pistas de lo tradicional

«Desdeñosa está Bartola» es un romance lírico editado en el LTH (Lambea y Josa, 2003: 71-72, texto poético; 236-240, música). Está escrito a cuatro voces y es anónimo en música y texto, aunque en el manuscrito figura una indicación del copista con el nombre de Correa; o sea, que, en principio, podríamos atribuir la música de este tono al compositor Manuel Correa. Su estribillo dice así:


¡Y hace bien!,
que al que corre en el mar
de firmezas no pueden
recelos llegar a ofender.
Marinerito, Amor, ¡au!,
si el norte ves,
aire de mis suspiros te daré.
¡Vuela, vuela, ala, la, la, lela!,
que se va la vela,
que se va el bajel...!
¡Vaya Amor con él!



Se ha conservado un Baile de la Gayumba que «desde el principio es bailado y cantado» (Cotarelo, 2000: ccxi). Su estribillo es como sigue:


Andar, andar, andar,
y lela, lela,
que se va la vela,
que se va el bajel.
Vaya Dios con ella.
Ya irá Dios con él...



Hemos de suponer que este baile debe ser el mismo que refiere Frenk (2003: 646) con el nombre de «baile de La tela»11, en el que se citan como fuente primera los tres últimos versos del estribillo de nuestro tono humano:


Que se va la vela,
que se va el bajel:
¡vaia amor con él!



Por nuestra parte hemos de añadir que la música de todo el estribillo de «Desdeñosa está Bartola» es especialmente interesante, pues muestra un considerable dramatismo al contraponer pasajes encomendados al tiple solista con otros destinados al resto de las voces. Respecto a los cuatro últimos versos del estribillo, comprobamos que ofrecen una musicalización idónea para su interpretación en escena por el continuo juego de alternancia entre las voces [Figura 3].

El lector podrá observar que el estribillo tradicional que puede rastrearse en las diversas fuentes recogidas por Frenk está incrustado en otro estribillo más extenso, todo él de carácter popularizante; práctica frecuente en el arte del tono humano, lo que dificulta la tarea de discernir cuáles son en realidad los versos tradicionales intercalados o adaptados en el contexto del resto del poema. Pondremos otro ejemplo: el tono a cuatro voces «Corazón, ¿por qué publicas...?», en el cuarto volumen del LTH (Lambea y Josa, 2009b), es anónimo, pero, por otra fuente lo podemos atribuir al compositor, también portugués, Manuel Machado12. Trae el siguiente estribillo:


Corazón, yo mismo lo quise,
que es creer [al] alma,
y pues a perderme vengo,
lo que me quise me tengo,
pero lo que quiero, no.



Frenk (2003: 1090) recoge los dos últimos versos en varias fuentes, entre ellas, el Baile de los Corales (Goldberg, 1970: 86-89):


Lo que me quise, me quise, me tengo,
lo que me quise me tengo yo.



En las fuentes que menciona Frenk no aparece ningún contexto cantado, por ello, el testimonio del LTH adquiere tanta importancia. Además, su música ofrece características similares de dramatización y contraste a las mencionadas en el tono «Desdeñosa está Bartola». Sin duda, el teatro fijó sus preferencias.




Coda

Música y teatro: dos artes hermanadas por múltiples motivos, entre ellos por transmitirse a través de un circuito que depende de tres niveles interpretativos, porque ambas son artes del tiempo y porque parten de un texto que viene a ser, en la práctica escénica, una propuesta, tan solo. Pero valga decir tras lo demostrado, que la historia del tono humano barroco es un camino sin inicio ni llegada. Las variantes textuales, su pervivencia e implicaciones musicales fijadas en las partituras, y que hallan con fortuna su correlato teatral, desmontan la arquitectura de la seguridad con que se ha venido sosteniendo que los tonos humanos sólo estaban destinados a ámbitos de la vida musical ajenos al teatro (la cámara de palacio, el templo, fiestas, etc.). Conforme pasa el tiempo, contamos con mayor número de tonos que son fruto de necesidades teatrales, y debieron de gustar tanto -o, cuanto menos, las obras para las que eran concebidos- que de los escenarios pasaron a crecer artísticamente fuera de las confines de los corrales gracias al refinamiento y los gustos cortesanos, quedando dispuestos para las no pocas ocasiones que se les iban a presentar en una cultura toda ella dramatizada. Los corrales de comedias, la corte, los saraos...: caminos de ida y vuelta en el laberinto del barroco hispánico en el que la música vino a ser, no sólo acción mágica, sino la mejor expresión de esa fuga infinita en la que parecía diluirse todo13. De ahí las múltiples metamorfosis y la omnipresencia del tono humano en la cultura de la España del siglo XVII.






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«Gigante cristalino» (I)

FIGURA 1

«Gigante cristalino». Música: Manuel Correa. Texto: Lope de Vega
LTH, III, p. 292



«Gigante cristalino» (II)

FIGURA 2

«Gigante cristalino». Música: Anónimo. Texto: Lope de Vega
Jácara con variedad de tonos. Transcripción: L. Josa y M. Lambea



«Gigante cristalino» (III)

FIGURA 3

«Desdeñosa está Bartola». Música: ¿Manuel Correa? Texto: Anónimo
LTH, II, p. 240





 
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