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Mi gol a Ronaldo en el Bernabeu

Carlos Franz





No falto a la verdad, casi. Fue una noche de mediados de 2005, durante un partido del Real Madrid, en el Bernabeu. Rodó el balón hasta mis pies en un inspirado ataque contra la portería contraria. Regateé a un defensa y me encontré, ya en el área chica, a Ronaldo cerrándome el paso. Ronaldo, nervioso y robusto, casi tan ancho como alto y, a pesar de eso, ágil como un bailarín. Ese tipo de futbolista temible que escapa como un velocista y ataca como un rugbista. A él mejor ni intentar fintearlo, le bastaría un movimiento de cintura para enviarme con pelota y todo al córner. Amagué a la derecha, la retuve con la izquierda, me encomendé a San Bam-Bam Zamorano y, sin golpearla, empujé la pelota entre sus piernas. Le hice un túnel, como decimos en el Cono Sur; un caño, como dicen en España. Ronaldo siguió la pelota que pasaba entre sus piernas con una mirada más incrédula que rabiosa, como si asistiera a una excepción de la física. El arquero, tapado por la masa de Ronaldo, se lanzó en la dirección que yo había amagado: la esquina contraria. La pelota entró mansita, lenta pero segura, en el arco. Gol. Gol. Goooooooool...

Cada vez que lo cuento, y hasta ahora mismo que lo escribo, me pongo de pie y grito a voz en cuello, como si me tomara una revancha de la vida: goooool... Revancha porque fue precisamente un fracaso deportivo lo que, hace muchos años, me condenó a leer y escribir.

Nunca fui bueno para el fútbol. Ni siquiera me gustaba. Soy malo para los juegos en equipo. Demasiado individualista para cazar con la manada. Pero esto lo supe tras mi trauma con el fútbol. Antes yo quería ser EXACTAMENTE igual a los demás niños y hacer todo lo que el grupo hacía. Así que en las canchas del Colegio Manquehue de Santiago de Chile, a los pies de la cordillera nevada, me empeñaba en jugar al fútbol. Instintivamente, me ponía al arco. Como Camus, prefería la posición más defensiva -y reflexiva- de la cancha, esa soledad al borde de la acción. Por desgracia y a diferencia de Camus, no fui un buen arquero. Fui culpado por varias goleadas humillantes para mi curso. «Ya, "Barsa", esto fue el colmo, te quedai en la reserva por el resto del año»; fue la sentencia del entrenador después de una derrota en la que me metieron catorce goles.

Se comprenderá el cataclismo que esa marginación significó en mi joven psiquis. Esa expulsión del fútbol -del equipo, de la manada- confirmaba mis incipientes temores: por mucho que lo deseara yo no era como los demás. Cabizbajo y filosófico, el ex portero derrotado abandonó para siempre los sanos deportes colectivos, resignado a que lo suyo serían los vicios solitarios del leer y el escribir. Esa marginación estuvo en el origen de mi vocación literaria. A los once años ya me apodaban burlonamente "el Barsa". No por culé (achilenado) sino por una versión abreviada de la Enciclopedia Británica, la BARSA, que usábamos para las tareas pero que yo -el excéntrico- gozaba leyendo por puro gusto. Humillado y ofendido, desdeñado por los héroes del balón, decidí no volver a clases de gimnasia. Y redoblé mis lecturas de la enciclopedia. Me convertí en un precoz «enciclopedista», por puro despecho. Mis primeros cuentos vinieron de allí mismo. Fueron unos elaborados eximentes médicos que, con ayuda de la BARSA, escribía en la libreta de comunicaciones escolares y mi madre me firmaba («Carlitos sufrió una gastroenteritis tifoidea asintomática y no debiera hacer deporte durante un mes, por lo menos»). Durante las horas de deporte me encerraba en la biblioteca. Cuando terminé con la BARSA seguí con cuentos y novelas y hasta poemas. El mal estaba hecho. Hasta ahora.

Hasta ahora, cuando al ver la final de algún campeonato por la tele -me encantan las finales- canto y defiendo un gol fuera de juego y mis amigos se burlan de mi ignorancia. Risotadas prepotentes, bramidos propios de soldados de juerga o cazadores paleolíticos, que implican: ¡este huevón no sabe nada de táctica futbolística!

Si no fueran mis amigos les respondería que, en efecto, comparto su diversión pero no su pasión por el fútbol. Sobre todo cuando ésta se amplía hasta tornarse en esa pasión de tribus y multitudes que tanto alegra a los populistas. Las masas enfervorizadas me aterran casi tanto como a Elías Canetti. Mi híper-desarrollado individuo -el indiviso, el que no se disuelve en el grupo- tiembla ante la muchedumbre. Los estadios llenos refuerzan mis instintos de lobo estepario. Me dan ganas de huir al bosque nocturno donde cazo solo. ¿Melancolía, demofobia, introversión? Pues, también.

Todo lo anterior no impide sino que refuerza mi orgullo por aquel gol que le metí a Ronaldo en el Bernabeu. Ahora la verdad, sin el «casi». Mi hija, Serena, es amiga de Ronald, el hijo de Ronaldo y Milene, también ella jugadora de fútbol. Ronald es igual a su papá, menos una «o». Un tanque arrollador y ágil, en miniatura. Bueno, una miniatura que a los once años ya calza 44. Ronald invitaba a Serena al Bernabeu, al palco privado de su papá, y ella, como buena hija mía, le decía que no. Hasta que yo me enteré y la regañé: ¡acepta inmediatamente, Serena!

Por supuesto, yo no iba a dejar que mi hija única fuese sola al estadio con semejante galán, de modo que me auto-invité. Y así fue como un frío anochecer nos encontramos en el gran palco acristalado de Ronaldo, en el quinto piso del Bernabeu, viendo al Real Madrid empatar frente al Levante. Reconozco que desde esos altos ventanales privilegiados la masa se veía menos amenazante que en mis fobias. O quizás era el partido, tan aburrido que hasta la docena de brasileños en el palco, incluyendo a Ronald y también a este chileno y su hija, nos fuimos escurriendo hacia el gran hall trasero, donde una barra libre de tragos y bocadillos pronto reanimó a la concurrencia. Como siempre que hay un par de brasileños juntos una pelota apareció de la nada. De inmediato se armó lo que en Chile se llama una pichanga, un fútbol de calle. Me alineé en el equipo contrario al de Ronald y...

Y el resto ya es historia. Le metí un gol a Ronaldo (menos una «o»), en el Bernabeu (quinto piso), durante un partido del Real Madrid (aunque no jugué en los equipos oficiales). No he faltado a la verdad, casi.

Parafraseando a João Gilberto, en aquel bossa nova donde pide comprensión para los desafinados, me gustaría que mis amigos canten conmigo: los malos para el fútbol «também tem um coração».





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