III
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Y cuantos chicos
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pasaban
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a los burlones se
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unían,
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y el mal ejemplo
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seguían
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y del artista
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mofaban.
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IV
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Hasta que cólera
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25 | |||
insana
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arrastró, al fin,
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al pintor,
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que se arrojó con
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furor
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30 | |||
al caudaloso
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Guadiana.
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-Ahora te tomas esta medicina en seguida; Leda, y no me hagas perder tiempo. No te servirá de nada decir: -¡Oh, papaíto, no me la hagas tomar! Ahora no soy tu papaíto, sino tu médico. ¡Vaya!
El doctor Arce procuraba poner el rostro muy serio a su hijita, que estaba en cama, bastante enferma.
Pero, querido doctor, papaíto, ¿no puedes darme algo que tenga mejor gusto?
-Bebe en seguida, niña, que esto y no otra cosa es lo que te conviene.
Leda bebió otro sorbo y continuó encontrando faltas a todo durante el resto del día. Llegó a ponerse tan pesada, que su madre tuvo que decirla:
-Vamos, Leda, sé juiciosa. Mira: si no te enmiendas, te buscaré otro doctor y no verás ya más a papaíto.
Esta amenaza produjo su efecto y Leda empezó a recobrar en seguida la salud.
Poco a poco fue volviéndose más dócil, y decía: -Después de todo, esta medicina no es de las peores.
Por fin llegó a estar un día lo bastante bien par bajar al comedor envuelta en una manta; y, sentada entre almohadas, pudo tomar una buena taza de té.
-¿Cómo estás, Leda? -preguntole cariñosamente su buen padre, apenas la pequeña convaleciente se hubo sentado con toda comodidad y arrebujado en su manta.
-Estoy mucho mejor, papaíto -repuso Leda- y creo que, si continúo así, pronto podré jugar, como antes, con mis amiguitas.
-¿Y a quién se lo debes? -insistió el doctor.
-Pues a ti y... a las medicinas -contestó la niña, no sin titubear algunos instantes.
-Durante mucho tiempo -dijo el padre- fue la peor paciente que tenía; pero ahora es la mejor de todas.
Por un corto error de tiempo la nueva institutriz llegó más temprano de lo que se esperaba, y no encontrando a nadie que le aguardara en la estación, tuvo que marcharse a pie a casa del coronel.
Como se encontrara muy cansada después de la larga caminata, sentose en el hermoso parque para reposar un poco. Entonces oyó en la pradera un ruido que le hizo volver rápidamente la cabeza, y vio a un groom llevando de la brida a una jaquita, en la que iba montado un niño.
Este, al verla, saludó militarmente.
-¿Es usted el hijo menor del coronel? -preguntó la joven levantándose.
-¡Sí, soy Antoñito! -dijo el niño,- y voy a ser un soldado como papaíto, cuando sea un hombre grande. Estoy aprendiendo a montar; ya usted ve. ¿Viene usted a casa a ver a mi mamá?
-Sí, soy la señorita Preston, la nueva institutriz.
-¿De veras? ¡Ay, qué gusto! -exclamó el admirado Antoñito.- ¿Por qué, pues, Jaime y Ester decían que sería usted de seguro, una vieja fea y gruñona?
-Quizás se equivocaban -dijo la señorita Preston sonriendo.
-¡Sin duda se equivocaban! -exclamó el galante Antoñito.
-¿Así, pues, no te parezco fea? -preguntó jovialmente la institutriz.
-¡Oh! ¡todo lo contrario! -repuso el niño.
Y poco después oíase su voz que gritaba dentro de la casa:
-¡No es vieja ni gruñona! ¡Es muy guapa! ¡Jaime! ¡Ester! ¡Venid y veréis!