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ArribaAbajo Segunda parte


ArribaAbajo Cuadro primero

 

Han pasado unos días.

 
 

De la tienda de la izquierda sale DON AGUSTÍN, con un pequeño paquete.

 

CELES.-  Ya verá usted cómo le gusta ese membrillo.

AGUSTÍN.-  Buena cara sí tiene.

CELES.-  Se vuelve a poner de moda. ¿Qué le parece?

AGUSTÍN.-  Para mí siempre lo estuvo.

CELES.-  Sí, ya sé que usted le fue siempre fiel, pero no puede imaginarse lo grave que ha sido la crisis. Yo le decía a mi señora: «Nada, Eugenia, que el membrillo es como los bastones, los paraguas y los abanicos, que arruinaron a don Antonio Echegardía, el de los Bulevares, que no le dio al negocio la media vuelta que le hubiera salvado y tuvo que cerrar la tienda más acreditada de Bilbao». Y mi señora, erre que erre: «Que no, Celes, que el membrillo es inmortal». Le sobraba la razón. Hace unos meses se inició la curva ascendente y ahora va en cabeza, por delante del jamón de Avilés, no le digo más.

AGUSTÍN.-  Lo celebro.

CELES.-  A mí, como usted comprenderá, me da lo mismo vender una cosa que otra; pero en el fondo me gusta lo del membrillo, porque yo soy conservador y leal a mis artículos.

AGUSTÍN.-  Eso le honra, don Celes.

CELES.-  Pues, a fin de mes, esperamos uno de Asturias estupendo. Ya se lo mandaré para que lo pruebe.

AGUSTÍN.-  Gracias, muchas gracias.

 

(Unos segundos antes DON RODRIGO sale por el primer término izquierda camino del foro.)

 

RODRIGO.-  Buenas tardes, señor párroco y don Celes.

AGUSTÍN.-  Buenas tardes.

CELES.-  Vaya con Dios, don Rodrigo.  (Se interrumpe.)  Anda, eso le correspondería decirlo a usted.

AGUSTÍN.-  Yo no tengo la exclusiva de ese saludo.

CELES.-  Y óigame: ¿Se enteró de lo de los farmacéuticos?

AGUSTÍN.-  Sí, más o menos.

CELES.-  Qué descaro, ¿verdad? Los dos liados con la Micaela.

AGUSTÍN.-  Cuidado con levantar falsos testimonios.

CELES.-  ¿Falsos testimonios?... Pero, señor cura, si eso va a misa.

AGUSTÍN.-  (Le mira de hito en hito, con severidad.) Qué expresión más poco afortunada, caramba.

CELES.-  Bueno... he querido decir...

AGUSTÍN.-  Le entiendo, amigo, le entiendo. E insisto en que hay comentarios muy peligrosos.

CELES.-  Suerte, señor cura.

AGUSTÍN.-  ¿Por qué?

CELES.-  Porque ya sé que va a intervenir.

AGUSTÍN.-  Ojalá, la Providencia me ilumine.

CELES.-  Seguro que sí, don Agustín. Y que el membrillo le agrade.

AGUSTÍN.-  Ya ve usted, ése es un deseo muy en su punto. Gracias, don Celestino.

CELES.-  Hasta siempre, señor cura.

 

(DON AGUSTÍN se va por la lateral derecha. Ahora se ilumina la habitación principal. Por el foro entra irritadamente JAVIER. Tira la gabardina y el sombrero en una de las sillas.)

 

JAVIER.-  ¡Ignacio!  (Nadie le responde.)  ¡Ignacio!

 

(Inicia el mutis por la derecha asaltado de un secreto temor.)

 

MICAELA.-    (Desde dentro.)  No está aquí...

JAVIER.-   (Un poco cortado.)  ¡Ah, bueno...!

IGNACIO.-   (Por el foro izquierda. Con manifiesta sequedad.)  ¿Qué sucede?

JAVIER.-  ¿Dónde te habías metido?

IGNACIO.-  En mi cuarto. ¿Hay algo de extraño en eso?

JAVIER.-  Cuidado con el tono en que me hablas. ¿Fuiste tú quién pidió doscientas cajas de Novaciclina a la Casa Maciering?

IGNACIO.-  Sí. ¿Qué pasa?

JAVIER.-  ¿Te has vuelto loco o qué?

IGNACIO.-  Estoy completamente cuerdo.

JAVIER.-  Doscientas cajas... ¿Qué epidemia ha de padecer Bilbao para que se vendan?

IGNACIO.-  Tú te olvidas que llevo veinte años encargándome de esto y no creo que nos hayamos quedado nunca con mucho sobrante en almacén.

JAVIER.-  No es lo mismo una caja de Novaciclina que vale treinta duros, que de pastillas para la tos, que vale diez reales.

IGNACIO.-  Si no estás conforme con la operación, llama a la Casa Maciering y da contraorden. Qué más quieren en la farmacia de Romualdo Ayora. ¡Venga, anúlala!

JAVIER.-  ¡No me grites!

IGNACIO.-  ¡Grito lo que me da la gana!

 

(Se acercan el uno al otro torvamente. Como MICAELA aparece por la lateral derecha en ese mismo instante, nos es imposible saber si el diálogo entre los dos hermanos corre el riesgo de concluir violentamente. Los dos se vuelven hacia ella un poco avergonzados.)

 

MICAELA.-  Me alegro de veros juntos. Tengo algo que decirles.

JAVIER.-  ¿Qué sucede?

MICAELA.-  Pero, así, de pie...

 

(IGNACIO y JAVIER, un tanto confusos, como disminuidos por la superior autoridad de MICAELA, se sientan en el sofá. Sólo ellos, MICAELA queda entre los dos.)

 

JAVIER.-  ¿Tan importante es?

MICAELA.-  Eso ustedes juzgarán. Señoritos: estoy embarazada.  (IGNACIO y JAVIER se examinan con el rabillo del ojo, sin palabras. MICAELA, con los brazos cruzados, espera alguna contestación. No atinan a dársela. Aquel silencio acabaría siendo intolerable si no lo cortase, por fortuna, el timbre de la puerta. MICAELA derrama una larga e indescifrable mirada sobre los dos hermanos y hace mutis para cumplir con sus deberes domésticos. Desde dentro.)  Buenas tardes, señor cura.

AGUSTÍN.-  Hola, Micaela.

 

(DON AGUSTÍN aparece por el foro.)

 

IGNACIO.-  Buenas tardes, don Agustín.   (Hace ademán de besarle la mano, secundado por JAVIER.) 

JAVIER.-  Buenas tardes, señor cura.

 

(MICAELA cruza desde el foro a la derecha, escoltada por las miradas de los tres.)

 

AGUSTÍN.-    (Sombrío.)  ¿Cómo andáis, hijos míos, cómo andáis?

JAVIER.-  ¿En qué podemos servirle?

AGUSTÍN.-  Pasaba por vuestra casa y me dije: ¡Vamos a ver qué es de tan excelentes amigos!... ¿No os molesto?

JAVIER.-  No; no, de ninguna manera.

AGUSTÍN.-  ¿Que en qué podéis servirme?... ¿No es eso lo que me has preguntado, Ignacio?

JAVIER.-    (Con cierta animosidad mal contenida.)  Soy Javier, don Agustín.

AGUSTÍN.-  Perdóname, hombre. Nunca ha sido falta grave el confundiros.

JAVIER.-  No, ya sé que no, pero...

AGUSTÍN.-  Pues, mira, algo hay, en lo que podéis servirme.. Dejándome hablar un momento con Micaela.

JAVIER.-  ¿Con Micaela?

AGUSTÍN.-  Sí, sí, creo que está muy claro, ¿no?

IGNACIO.-  Lo que es por mí...  (Se asoma a la derecha.)  ¡Micaela!

MICAELA.-   (Desde dentro.)  Señorito...

JAVIER.-    (Haciendo ver que lleva el cincuenta por ciento en la llamada de IGNACIO.)  Baje, haga el favor.

MICAELA.-  Enseguida, señorito.

IGNACIO.-  Hasta luego, don Agustín.

AGUSTÍN  Muchas gracias, Ignacio.  (Mutis de IGNACIO por el foro. JAVIER no parece muy decidido a seguirle. DON AGUSTÍN lo despide con evangélica suavidad.)  Hasta luego, hijito.  (JAVIER a regañadientes, pero sin atreverse a replicar, se marcha también por el foro. MICAELA entra por la derecha. Al ver que no están ni IGNACIO ni JAVIER, va a hacer mutis por el foro para buscarlos. DON AGUSTÍN la retiene.)  ¿Dónde vas?

MICAELA.-  Es que me llamaban.

AGUSTÍN.-  No, no, soy yo quien te quiere hablar.

MICAELA.-  Ah... pues usted dirá, señor cura.

AGUSTÍN.-  Siéntate.

MICAELA.-  ¿Yo? Quite, por Dios.

AGUSTÍN.-  Te digo que te sientes. Vale la pena.

MICAELA.-   (Desconfiada.)  Bueno...   (Se sienta con humildad al borde de la silla.) 

AGUSTÍN.-  No, así no. Siéntate bien, cómodamente.

MICAELA.-  Usted manda.

AGUSTÍN.-  Micaela, a mí me corresponde velar por todos los feligreses de mi parroquia en general, pero por algunos en particular. Tú y tus señoritos figuráis en este segundo grupo. ¿Adivinas por qué?

MICAELA.-  Pues... no sé...

AGUSTÍN.-  Primero, porque desde hace muchos años, soy amigo de esta casa y conocí, a don Pablo Alcorta-Garí y a su viuda doña Irene, la madre de don Javier y don Ignacio, a la que ayudé a bien morir, y segundo, porque yo te recomendé y dije que eras una muchacha excelente y de toda confianza. Esas circunstancias justifican el que no pueda encogerme de hombros ni desentenderme de cómo se conduce una persona que yo he garantizado. ¿Lo entiendes?

MICAELA.-  Sí, señor cura.

AGUSTÍN.-  Pues siendo así, ya comprenderás del mismo modo mi vergüenza cuando las noticias que me llegan sobre el comportamiento de esa persona son del estilo de las que he recibido, por distintos lados, últimamente. ¿Qué? ¿Sabes a qué me refiero?

MICAELA.-  Pues...

AGUSTÍN.-  Micaela, ¿qué es lo que te pasa?

MICAELA.-  Señor cura...

AGUSTÍN.-  Estás en el deber de hablarme con lealtad. Yo no me asusto de nada, ya puedes suponértelo, y a los veintidós años de confesar marineros y beatas sé de cuántos pecados y de cuántas estupideces son capaces las almas de Dios. Ahora; el caso tuyo, hija mía, es de los que entran pocos en libra. No veas en mí al confesor; Micaela, que no vengo con ese carácter, sino al sacerdote nada más, que quiere llevar la paz a los espíritus y aconsejar el bien a sus hermanos.  (Mirada de MICAELA.)  Digo a sus hermanos en general, no sólo a Javier y a Ignacio; naturalmente.

MICAELA.-  Ya, ya.

AGUSTÍN.-  Ah, y una cosa antes de nada para que veas que no me ahogo en un vaso de agua. Al principio, cuando me informaron de... lo que me informaron, o sea de que... Ignacio y tú... os entendíais, me disgusté, claro, porque eso es malo de por sí y por lo que trae consigo, pero después y como yo tenía mis planes para remediarlo, me puse contento porque, al fin y al cabo; era dar un mentís a algunos murmuradores de la barriada que acusaban a tus señoritos de ser mariquitas.

MICAELA.-   (Asombradísima.)  No... no... Pero, ¿es posible?   (Le entra un ataque de risa, irrespetuoso, pero irrefrenable) 

AGUSTÍN.-  ¡Micaela!

MICAELA.-   (A carcajada limpia.)  ¡Qué calumnia, señor cura, qué calumnia! ¡Pobres... pobres señoritos!

AGUSTÍN.-  ¡Micaela!

MICAELA.-   (Adueñándose poco a poco de su risa.)  Usted dispense, señor cura, si me río... pero es que...  (De improviso cambia su hilaridad en indignación. Con aire de solemne protesta.)  ¡Es una injusticia tremenda!

AGUSTÍN.-  En la vida de todo hombre que ni se casa ni viste hábitos, como yo; y al que no se le conocen líos; hay siempre un misterio, hija mía, o por lo menos una novela. Las mujeres que se quedan para vestir santos no tienen que explicar nunca por qué. A la mayoría basta con mirarlas para saber el motivo; pero con los hombres, que se casan cuando quieren y como quieren, es distinto. Y unas veces con verdad y otras sin ella, se cuentan historias de las que no siempre se sale bien parado. De tus señoritos, se habló mucho.

MICAELA.-  ¡Cómo es de mala la gente, señor cura!

AGUSTÍN.-  Dejando este tema aparte, te diré que cuando supe que el que andaba en juego no era Ignacio; sino Javier, mí reacción fue la misma, como es lógico. «Yo arreglaré ese desaguisado», me dije. Pero cuando me informaron de que eran los dos, entonces me entró una indignación tal que si no hubiera sido por esta sotana que llevo, os hubiera corrido a los tres a cintarazos. Y a ti, especialmente.

MICAELA.-  ¿A mí, señor cura?

AGUSTÍN.-  A ti, sí, porque tú eres de Elanchove, como yo, y cada uno es libre de hacer de su capa un sayo dentro de la decencia, naturalmente, pero los de Elanchove estamos obligados a ser rectos para enseñar a estos corrompidos de Bilbao cuál es nuestro deber. Y tú, en buen lugar nos has dejado, Micaela.

MICAELA.-  ¡Ay, señor cura, no me trate así!

AGUSTÍN.-  ¿Y cómo he de tratarte?

MICAELA.-  Yo no tengo la culpa... o por lo menos, no la tengo toda.

AGUSTÍN.-  ¿Quién, entonces? ¿Cómo has podido convertirte en la querindonga de Ignacio y de Javier?

MICAELA.-  Yo sé que no me creerá; pero le juro por lo más sagrado que cuando me di cuenta ya era tarde para evitarlo.

AGUSTÍN.-  ¿Encima me tomas el pelo? Mira, Micaela, que antes que cura soy hombre y vivo de genio y a mí no me enreda nadie.

MICAELA.-  Pues, aunque se enfade, don Agustín, eso es lo que me ha sucedido y el resto son cuentos.

AGUSTÍN.-  ¡Sabrás, por lo menos, quién fue el primero!

MICAELA.-  Bueno, eso quizás, pero no cuándo empezó el segundo.

AGUSTÍN.-    (Rebelándose, como si le hiciese objeto de una broma de mal gusto.)  Micaela...

MICAELA.-  ¿Usted ha visto dos hermanos que se parezcan más? ¿Usted mismo no los confunde?

AGUSTÍN.-    (De pie. Con sequedad.)  Mis relaciones con ellos son muy diferentes de las tuyas.

MICAELA.-  Se equivoca usted si supone que cuando se les trata a fondo se les distingue mejor. Al contrario... tienen la misma manera de hablar y de pensar, los mismos gustos, y dicen las mismas cosas. ¿Ve usted estos pendientes que llevo? Regalo de ellos.

AGUSTÍN.-  ¿De los dos?

MICAELA.-  Sí, de los dos.

AGUSTÍN.-  Explícate; Micaela... ¿Su pusieron de acuerdo y te los regalaron a medias?

MICAELA.-  No, qué disparate. Uno me los trajo un día y al otro apareció su hermano con los mismos pendientes. A los dos les habían gustado.

AGUSTÍN.-  ¿Y de quién son los que llevas?

MICAELA.-  ¿Y yo qué se? ¿Y quién era el que entraba por las noches y me enamoraba? ¿Y quién era el que juraba que estaba loco por mí? ¿Y a quién le contestaba yo que estaba loca también? ¿Y yo qué sé, señor cura?

AGUSTÍN.-  ¿Y por qué sospechaste que todo lo que te estaba pasando era con los dos?

MICAELA.-  Porque tanto fuego no podía ser sólo de uno. Y entonces para cerciorarme arañé  (Finge arañarse ella misma.)  a quien primero me vino a las manos. Y piense usted en mi susto, don Agustín, cuando a la noche siguiente vi que el que subía a mi cuarto no traía en el hombro ninguna señal.

AGUSTÍN.-  ¿Y por qué no acabaste entonces con aquel turno indecente?

MICAELA.-  Eso me obligaba a irme de la casa.

AGUSTÍN.-  Que hubiera sido la mejor solución.

MICAELA.-  Ya la intenté, no crea usted, padre. O a elegir...

AGUSTÍN.-  Bueno; conforme... ¿Y por qué no elegiste?

MICAELA.-  ¿Y cuál iba a elegir de los dos?

AGUSTÍN.-  Pero, Micaela.

MICAELA.-   (Se levanta. Cruza a la derecha.)  Sí, sí. ¿A cuál? ¿Cuál era el que yo quería para mí? ¿Cuál era el que no me importaba perder? Uno de los dos parecía bastarme, pero separarme del otro era como si me desgarrasen algo por dentro.

AGUSTÍN.-  Señor, señor...

MICAELA.-  Fíjese que yo conocí a los dos a la vez. Aun si hubiese sido por separado.

AGUSTÍN.-  ¿En qué habrían variado las cosas?

MICAELA.-  Oh, sí, no diga. Yo me habría fundido ya con el primero tanto, que al segundo lo habría rechazado como a un extraño.

AGUSTÍN.-  Nunca vi cosa igual... ¿Y ellos?

MICAELA.-  ¿Ellos qué?

AGUSTÍN.-  ¿Cuándo se enteraron de todo?

MICAELA.-  Hace muy pocos días.

AGUSTÍN.-  ¿Y cómo?  (Penosamente, con rubor.)  Coincidieron.

MICAELA.-  Micaela.

AGUSTÍN.-  ¿Y qué pasó?

MICAELA.-  Al principio, pareció que les hacía gracia, aunque a mí ninguna... Y aun se rieron. Pero después se les puso la cara larga y levantaron la voz, hasta que yo tuve que llamarles la atención porque podían oírles los vecinos. Y entonces, se marcharon cada uno a su cuarto. Y casi de madrugada, aunque yo había dejado amarrada la puerta con una cuerda, uno subió y la quemó con una cerilla y quiso entrar y yo se lo impedí amenazándole con avisar a su hermano y él se fue.

AGUSTÍN.-  ¿Y entre ellos, qué sucedió entre ellos? Empezaron unas broncas horribles, por cualquier insignificancia.

AGUSTÍN.-  Unos hermanos ejemplares...

MICAELA.-  Si ya lo sé, señor cura.

AGUSTÍN.-  ...como no he conocido otros, cumplidores de su deber, honrados, a los que se les saltaban las lágrimas cuando se les hablaba de su madre.

MICAELA.-  Sí, sí, así es, señor cura. Yo he venido a traer la guerra a esta casa. No comen a las mismas horas, sino por separado. No se hablan sino para reñir. Y tienen un suplente para las noches de guardia en la farmacia, porque ninguno quiere dejar libre al otro. Un infierno...

AGUSTÍN.-    (Con el aire de quien toma una decisión.)  Bien. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

MICAELA.-  No le entiendo, señor cura.

AGUSTÍN.-  Esto no puede continuar así un día más.

MICAELA.-   (Triste.)  Ya sé que no.

AGUSTÍN.-  Yo no consentiré que una casa de mi parroquia sea un campo de batalla fratricida y... es duro de decir, pero os lo habéis ganado a pulso, un lupanar. En consecuencia, es menester tomar una decisión.

MICAELA.-  Hay algo, señor cura, que conviene que usted sepa. Voy a ser madre.

AGUSTÍN.-  ¿Quéeee?

MICAELA.-  Hablo en cristiano, creo yo.

AGUSTÍN.-  ¿Y quién es el padre?

MICAELA.-    (Abre los brazos con ademán impreciso.)  Beeee...

AGUSTÍN.-  ¡Ah, no! Esto pasa ya de castaño oscuro. Supongo que bromeas.

MICAELA.-  Que caiga muerta aquí mismo si no es verdad...

AGUSTÍN.-  Pero, ¿es posible que no sepas quién es el padre?

MICAELA.-  No.

AGUSTÍN.-  Algún indicio habrá por el que puedas orientarte.

MICAELA.-  Ninguno.

AGUSTÍN.-  ¿Y has pensado un minuto, sólo un minuto en lo que va a suceder cuándo des a luz?

MICAELA.-    (Imprecisa.)  Sí...

AGUSTÍN.-    (Monta en cólera sordamente.)  Tú, Micaela de los demonios, ¿qué hacías en Caracas? No me digas que eras fiel a tu marido, porque no me lo creeré aunque me lo jures.

MICAELA.-    (Llorosa, rebelde.)  Pues sí, lo era. Y todos me trataban como a una señora y cinco años viví mirándome en sus ojos y pendiente de él y adivinándole los gustos... ¿Sabe usted lo que les oí decir a unos compañeros de trabajo de mi marido? Ellos estaban bebiendo y hablando y no se habían dado cuenta de que yo tenía pegada la oreja: «A esa vascongada no la acuesta más que Prudencio». Prudencio se llamaba mi difunto, ya lo supondrá usted. Mire, era una barbaridad, una grosería, ¿no?; y, tentada estuve de soltarles cuatro frescas, pero de pronto me puse a pensar que era hasta bonito que dijesen eso de mí y casi reviento del orgullo que me subió por dentro.

AGUSTÍN.-  Hija, en Caracas será tal y como me has contado, pero aquí, si oyes que hablan de ti, no te tomes el trabajo de oír lo que dicen, porque te vas a llevar un disgusto de órdago.

MICAELA.-  ¿Es que soy mala?

AGUSTÍN.-  ¿Y lo dudas?

MICAELA.-  Pues mire, señor cura, a mí la conciencia no me remuerde ni un tanto así.

AGUSTÍN.-  Calla... Estás embrujada. ¿Qué necesitas para que te quite el sueño la conciencia? ¿Matar a seis monjas? ¿Entrar a tiros en la Parroquia? ¿No es bastante que te hayas liado la manta a la cabeza con dos hermanos, que vayas a tener un hijo y no sepas cuál es el apellido que has de darle?

MICAELA.-  El apellido, sí que lo sé  (Lo ha dicho de buena fe sin comprender que su respuesta podrá interpretarse como una broma descarada. Y de pronto se da cuenta y le acomete una risa, vergonzosa e histérica, que pretende acallar, pero que es más fuerte que ella misma, casi indominable.)  El apellido... Ay, don Agustín... Yo le ruego que me dispense y que no se imagine que le falto al respeto... Es que me ha salido, así, de pronto, como si fuese un chiste... Y no, yo no quiero hacer chistes... Verá, le decía que la conciencia no me remuerde nada. Y naturalmente, me remuerde muchísimo. Lo que pasaba es que, al principio, yo creía que era un solo pecado el que cometía, ¿me entiende, señor cura?, y no dos.

AGUSTÍN.-  No son dos solamente, Micaela, son muchos. El de deshonestidad, el de concubinato, el de escándalo. Todo un saco lleno de pecados y cuando te decidas a descargarte de ellos, la penitencia será sonada.

MICAELA.-   (Contrita y penitente.)  ¿Qué he de hacer, señor cura?

AGUSTÍN.-   (La mira de hito en hito.)  ¿Quieres que te conteste la verdad? Pues no lo sé, hija. Antes de hablar contigo, más o menos, sí que lo sabía. Pero ahora, todo es diferente. Menudo conflicto que vayas a ser madre... ¿Cuántos años estuviste casada con Prudencio?

MICAELA.-  Casi cinco.

AGUSTÍN.-  ¿Y... nada de familia?

MICAELA.-  Nada.

AGUSTÍN.-  Y en esta casa, ¿cuándo entraste?

MICAELA.-  Aún no se cumplieron los cuatro meses.

AGUSTÍN.-  También tiene perendengues la cosa. ¿Tú has pensado diez minutos solamente lo que va a ser de vosotros cuando nazca la criatura? Si ahora, según tú, esto es un infierno, ¿qué será cuando haya un niño? Si ahora se disputan la mujer, ¿qué sucederá cuando además se disputen al hijo?

MICAELA.-  Ay, padre... no me agobie, porque es que me vuelvo loca y me entran ganas de tirarme a la ría.

AGUSTÍN.-  El suicidio: mira, ése era un pecado, y gordísimo, que faltaba en tus alforjas.

MICAELA.-  Sólo habría una manera de que se arreglase todo.

AGUSTÍN.-  A ver qué disparate se te ha ocurrido.

MICAELA.-  Casi no me atrevo a contárselo. Yo, es que, además sé muy poco de la vida. Pero óigame, señor cura, ¿por qué razón nacen gemelos algunas veces?

AGUSTÍN.-  No supondrás que las madres que los tienen es porque les ha pasado lo que a ti.

MICAELA.-   (Decepcionadísima.)  Ya me lo suponía yo que eso no ayudaba nada.

AGUSTÍN.-    (Colérico.)  Naturalmente que no. Eso son caprichos de la Naturaleza, designios de Dios. ¿Te das cuenta de las tonterías que dices? Si fuese como piensas, cuanto más golfas las madres, más hijos.

MICAELA.-   (Se levanta y cruza a la izquierda. Amargada.)  Golfa... A veces me lo llaman por teléfono.

AGUSTÍN.-  ¿Quién?

MICAELA.-  No sé, gente que no dice el nombre y cuelga. Si lo supiese...

AGUSTÍN.-   (Conmovido.)  No, Micaela, no, eso tampoco. Yo estoy convencido de que en el fondo, tú no eres mala. Quizá el origen de esta historia haya que irlo a buscar en tu necesidad de compañía, en tu disposición de espíritu para consolar a los que también están solos como tú...  (Transición.)  Calla, en lo que no había caído es en que los padres son gemelos.

MICAELA.-  Por eso era mi pregunta, don Agustín, no por otra cosa. Anda, si no... A una vecina nuestra, en Caracas, soltera para más detalles, le nació un niño poco antes de marcharme. Uno sólo, señor cura, y yo le aseguro que, en proporción, deberían haberle nacido seis por lo menos.

AGUSTÍN.-  Bueno, Micaela, basta de disparates. Lo lógico es que tú tengas un hijo solamente, y si teniendo dos te parece que la cosa es menos grave, que sean dos. Pero conste que el problema es el mismo, ¿te enteras?

MICAELA.-  Sí, señor cura.

AGUSTÍN.-  Y de los que me obligan a tomar decisiones inmediatamente.

MICAELA.-  ¿Y yo? ¿Es que yo no puedo tomar las mías?

AGUSTÍN.-  ¿A qué decisiones te refieres?

MICAELA.-  Lo estoy pensando, don Agustín. Por ejemplo, a rasparme.

AGUSTÍN.-   (En voz baja. Con los ojos fuera de las órbitas.) (A dos pasos de la agresión física.)  ¿Rasparte has dicho...?

MICAELA.-    (Embravecida.)  Pues, sí. En Caracas...

AGUSTÍN.-  ¿...Rasparte has dicho...?

MICAELA.-  Le he dicho que en Caracas...

AGUSTÍN.-  En Caracas, harán los colombianos lo que les apetezca.

MICAELA.-  Los venezolanos, don Agustín.

AGUSTÍN.-  O los indios, lo que sean. Pero aquí...

MICAELA.-  Tampoco se imaginará usted que iba a ser la primera. Ni la segunda, ni la tercera.

AGUSTÍN.-  ¿De Elanchove?

MICAELA.-  De Elanchove, no sé, pero de Bilbao, la número mil, que ya me he enterado yo que no hay que irse a Londres para nada y que te raspas si quieres a la vuelta de la esquina y pagas a plazos, si te apetece, y santas pascuas.

AGUSTÍN.-  Santas Pascuas... sólo me quedaba eso por oír. En que momento se te ocurre hablar de las Santas Pascuas... Pues óyeme tú a mí. Estás mal informada porque, por capricho, tampoco se puede raspar como tú dices. No irás a contar a los médicos que vas a tener un mongólico.

MICAELA.-    (Altanera.)  Oiga... Un mongólico yo... Que no estoy tan mal hecha, Padre, aunque usted, con esas ropas que lleva no se entere... ni tampoco los señoritos son unos adefesios.

AGUSTÍN.-  ¿Y qué tendrá que ver una cosa con otra? Ya oí que el otro día te llamaban tía buena unos desvergonzados. Lo que te digo es que a ver de dónde ibas a sacar tú motivos para esa gracia del raspado. Porque no serás tan descarada como para decir que te violaron.

MICAELA.-  No, claro que no. Me cayeron en gracia y punto.

AGUSTÍN.-    (Serenándose.)  Bueno, Micaela. Lo mejor será que te dejes de majaderías y te avengas a razones. Ya comprenderás que yo no quiero otra cosa que no sea tú bien. ¿De acuerdo...?  (MICAELA asiente con un gesto.)  Sobre esa base espero que estés dispuesta a obedecerme en lo que te mande.

MICAELA.-  ¿Y qué es lo que me va a mandar? Porque comprometerme así, sin ninguna garantía...

AGUSTÍN.-  Cuanto decida será en beneficio tuyo.

MICAELA.-  Bueno, bueno... Claro que antes de hacer nada aunque sea en beneficio mío, me lo consultara, ¿no?

AGUSTÍN.-  Te lo consultaré. Ahora voy a hablar con ellos.  (Señala a la derecha.) 

MICAELA.-  ¿Qué les va a decir a mis señoritos?

AGUSTÍN.-  Ya lo sabrás en su momento.

MICAELA.-  Tengo niego.

AGUSTÍN.-  ¿De qué? Lástima que no lo hubieses tenido hace unos meses. Anda, anda, retírate.  (MICAELA rompe a llorar.)  ¿Por qué lloras?

MICAELA.-  Porque, aunque debiera callármelo he sido muy feliz... y me da el corazón que esto se acabó.

 

(Y hace mutis por la derecha.)

 

AGUSTÍN.-   (La ve marchar con una expresión indefinible. Después, tras una breve pausa, se acerca al foro.)  ¡Ignacio! ¡Javier!

 

(A los pocos segundos comparecen en escena los dos hermanos.)

 

JAVIER.-  ¿Qué hay, padre?

AGUSTÍN.-  Por Micaela acabo de enterarme de las novedades.  (Silencio de los dos.)  Son muy edificantes... mucho. Contribuirán a vuestro prestigio.  (Atronadoramente.)  ¿Estaréis contentos, no?

IGNACIO.-  Padre...

AGUSTÍN.-  Habéis hecho una auténtica hombrada. Podéis sentiros orgullosos. A una chica excelente, que nunca había dado motivos para un comentario desagradable, vais a convertirla en el escarnio de la barriada. Precioso, lo que se dice precioso... Y para mayor inri, resulta que esa chica no es de Logroño ni de Burgos ni de Valladolid, lo cual seguiría siendo censurable; pero en fin, tendría su disculpa, porque esas son ciudades donde el pecado anda suelto, sino de Elanchove. ¿No se os cae la cara de vergüenza? ¡Embarazar a una paisana, a una vasca como vosotros!

JAVIER.-  Sí, claro.

AGUSTÍN.-  ¿Habéis pensado en las consecuencias de todo esto? Por de pronto, me parece que ninguno de los dos conoce a Josechu Echevarría, el tío de Micaela. ¿Lo conocéis o no?

LOS DOS.-  No, no.

AGUSTÍN.-  Josechu fue campeón de remonte en el Urumea hace cinco años o seis, está fuerte como un roble y si os pega una bofetada a la media vuelta os viste de cura como soléis decir vosotros, por cierto, con muy poca gracia.

IGNACIO.-  Ésa es una expresión que yo no...

AGUSTÍN.-  Pero a mí, no es eso lo que me preocupa, sino el espectáculo de Micaela paseando su bombo por Bilbao arriba y abajo, a derecha e izquierda, mientras los vecinos se dan con el codo y se dicen unos a otros: «Mira, ahí va la ampliación de los Alcorta-Garí».

JAVIER.-  Señor cura: no me divierte nada su manera de hablar.

AGUSTÍN.-   (Con violencia.)  ¡A mí me divierte mucho menos vuestra conducta! Soy vuestro párroco y he decidido tomar las medidas para cortar de raíz el mal ejemplo.

IGNACIO.-  ¿Qué va usted a hacer?

AGUSTÍN.-  Por de pronto, Micaela ya no dormirá aquí esta noche.

LOS DOS.-  ¿Cómo?

AGUSTÍN.-  Y mañana por la mañana, saldrá para el caserío de Jacoba, la de Mundaca, donde pasará unos meses. ¿Os interesa saber cuántos? Nueve, pues.

JAVIER.-  Mire, padre...

AGUSTÍN.-  Allí estará bien cuidada, como lo necesita. Y cuando le llegue la hora, ya encontraremos una clínica en donde la atiendan. Para todo esto, naturalmente, necesitaré vuestro dinerito porque de bobilis bobilis no se consigue nada en este mundo y, por tanto, vais a darme tres mil pesetas al mes, a mil quinientas por barba, para que aprendáis que el que la hace, la paga.

JAVIER.-  Ordeno y mando.

AGUSTÍN.-  Pues claro que sí, deslenguado.

JAVIER.-  Le prevengo a usted que la Micaela no es menor de edad y puede que le haga caso y puede que no.

AGUSTÍN.-  Eso ya es cuenta mía.

IGNACIO.-  Padre: no tiene usted derecho a llevársela.

AGUSTÍN.-  ¿Y a lo que hicisteis, teníais derecho? Y aún hay algo peor y es que no os veo muy animados, me parece, a reparar el daño.

IGNACIO.-   (Tímido.)  ¿De qué modo?

AGUSTÍN.-   (Pausa.)  Ahí pisáis firme, porque yo mismo no sé cuál sea el mejor y si hay alguno. Uno de vosotros debería casarse con Micaela, el padre de la criatura, eso es indudable. Ahora bien: ¿quién es el padre?

LOS DOS.-  Yo.

AGUSTÍN.-  Supongo que sabréis que los hijos sólo son de un padre y no de dos. San Vicente me valga... Sería muy gracioso si no le diese a uno ganas de llorar. ¡Micaela!

IGNACIO.-  ¿Nos va a dejar usted sin muchacha?

AGUSTÍN.-  Sé de una buena señora que anda buscando dónde colocarse y si os conviene, os la mando.

JAVIER.-  En cuanto a eso, don Agustín, le suplico que no se moleste. La primera que nos llegó por su conducto, nos envenenó con unas setas y vivimos de milagro, la segunda estuvo a punto de dejarnos en la calle y la tercera, pues, ya ve usted. La cuarta es fácil que abriese el gas y nos asfixiase a todos.

AGUSTÍN.-  Mala suerte. Mis intenciones, eran otras.

MIACELA.-   (Entrando.)  ¿Me llamaba, señor cura?

AGUSTÍN.-  Si. ¿Oíste?

MICAELA.-  Sí.

AGUSTÍN.-  Pues eso me ahorra repetírtelo. ¿Y qué contestas tú?

MICAELA.-  Yo...

AGUSTÍN.-  Que sí, supongo.

JAVIER.-  No la coaccione, padre.

AGUSTÍN.-  Micaela, di sí o no, como te pete.

MICAELA.-  Sí, señor cura.  (Se vuelve a los dos.)  Es mucho mejor para todos, señoritos.

AGUSTÍN.-  Entendido, pues. Dentro de veinte minutos vuelvo a buscarte. ¿Quién de vosotros me acompaña a hablar con la Jacoba antes de que se marche para su caserío?

JAVIER.-   (Destemplado.)  Que vaya Ignacio.

IGNACIO.-  Sí, en eso estaba pensando.

AGUSTÍN.-   (Irónico.)  Me parece que tal vez os encontraríais más a gusto viniendo los dos. ¿Es así?  (Así es en efecto a juzgar por la actitud de ambos.)  Pues, hale, andando. Y no os olvidéis, cada uno mil quinientas.

 

(Salen los tres.)

 
 

(Oscuro.)

 


ArribaCuadro segundo

 

Ha transcurrido un año.

 
 

(DON CELES está en primer término, alejado, por tanto, de su jurisdicción natural, mirando a la derecha y con el aire entre asombrado y divertido.)

 

CELES.-  ¡Vivir para ver!.... ¡Qué disparate! ¡Cuánto descoco!

 

(Se vuelve camino de su tienda. En ese instante DOÑA CARMEN baja por el foro.)

 

CARMEN.-  ¿Qué hace usted aquí, don Celes?

CELES.-  ¡Si usted supiese qué cabalgata acaba de desfilar...!

CARMEN.-  No sé a qué se refiere.

CELES.-  Sus vecinos, señora.

CARMEN.-  ¿Qué me va a contar a mí?

CELES.-  Tan campantes, doña Carmen, como usted y como yo. Serios, eso sí, callados, pero los tres, mejor dicho, los cuatro formados, igual que en una procesión.

CARMEN.-  El niño estaba pachucho y lo han llevado al médico. ¿Hablaron con usted?

CELES.-  No... Sí yo estaba pesando medio kilo de lomo para doña Guadalupe, la del catorce, y los vi por la luna del escaparate y me quedé de muestra echando lonchas y lonchas, hasta que la propia doña Guadalupe me llamó la atención: «Pero oiga, don Celes, que yo voy servida...». Imagínese si andaría distraído. Y entonces, salí a la calle y... concho, qué risa.

CARMEN.-  Ay, qué mal hablado es usted, amigo.

CELES.-  En la Rioja, señora, y yo soy de allí, concho es una palabra que se puede decir hasta en visita. Por otra parte, un caso como este justifica palabras mucho peores. Qué tupé, doña Carmen...

CARMEN.-  ¿Es que no los había visto hasta ahora?

CELES.-  Así, en corporación, no.

CARMEN.-  Ella vino hace dos semanas. Eso me consta, porque yo estaba asomada a la ventana cuando se paró un taxi y apareció con el niño en brazos. Y desde entonces, a escándalo diario.

CELES.-  ¿Sí?

CARMEN.-  ¡Y qué escándalos! De oírse en nuestro piso como le oigo a usted.

CELES.-  ¿Y por qué motivos?

CARMEN.-  Braulia, la chica que, esa sí, es decentísima...

CELES.-   (Entre dientes.)  ¿Qué remedio le queda a la pobre?

CARMEN.-  Es usted terrible... O sea que para usted la decencia de las feas no tiene mérito.

CELES.-   (Sin querer discutir ese extremo.)  Siga, doña Carmen. ¿Qué le sucede a la Braulia?

CARMEN.-  No, que es la que me ha contado lo de los escándalos. Y dice que se arma la de Dios es Cristo por cualquier bobada.

CELES.-  Por cualquier niñería querrá usted decir.  (Se ríe su propia gracia.) 

CARMEN.-  Cómo está usted hoy.... Le advierto, que, si pudiese, me mudaba mañana mismo. ¿Se acuerda de doña Irene? Se volvería a morir de vergüenza si resucitase. Sus dos hijos odiándose y liados con una golfa, que ganas se me pasan de llamárselo cuando la veo.

CELES.-  ¿Tan mal juzga a la Micaela?

CARMEN.-  Antes de volver a Bilbao, vivió en Caracas, donde creo que todos van medio desnudos por las calles. Así tenía que pasar lo que pasó.

CELES.-  Pues recomendada de don Agustín era. ¿Qué opina usted, doña Carmen? El afán de pisarme el terreno. Oiga, y ¿dónde nació esa criatura?

CARMEN.-  En la clínica de las Adoratrices.

CELES.-  Niño, ¿verdad?

CARMEN.-  Sí, niño.

CELES.-  ¿Y qué nombre le han puesto?

CARMEN.-  Menudo conflicto. Cada uno de los dos quería que llevase el suyo y no hubo manera de que se entendieran. Han acabado llamándolo Pablo, el nombre del abuelo, que no tiene pierde. Y le han bautizado... pero no le han inscrito. Qué horror, ¿eh?

CELES.-  Calle, calle.., ¿Usted lo vio?

CARMEN.-  No, porque hasta hoy no lo exhibieron, pero Braulia dice que es el retrato del padre, bueno, de los padres. En fin...  (Iniciando la despedida camino de la lateral derecha.)  Le dejo. Por cierto, ¿a cuánto me ha cobrado los guisantes? ¿Es que han subido?

CELES.-  Sí, doña Carmen. Una cincuenta el medio.

CARMEN.-  Cómo abusamos...

CELES.-  Dos veinticinco en casa de Antón.

CARMEN.-  Paciencia.

CELES.-  Adiós, doña Carmen.

 

(Inicia el mutis por la tienda.)

 

CARMEN.-  Adiós, don Celes.  (DOÑA CARMEN da unos pasos hacia la derecha, pero ve algo que la incita a volver.)  ¡Den Celes, don Celes!

CELES.-  ¿Qué hay?

CARMEN.-  La cabalgata, como usted diría. Ahí viene y pasará por aquí. Deme conversación, ande.

CELES.-  ¿Pero de qué quiere que le hable?

CARMEN.-  De lo que se le ocurra, hombre.

CELES.-  Lo que está a punto de subir también es la harina.

CARMEN.-  Sí, y el vino blanco y el tranvía y la luz eléctrica... No se aproveche, amigo.

 

(En este momento se ve un coche de niño con la capota levantada empujado por MICAELA, escoltado a ambos lados de IGNACIO y JAVIER muy serios.)

 

CELES.-  Buenas.

JAVIER e
IGNACIO.- 
Buenas.

CARMEN.-  Buenas.

JAVIER e
IGNACIO.- 
Buenas.

JAVIER.-  ¿Tiene galletas Marías?

CELES.-  Dentro de diez minutos se las mando.

JAVIER.-  Cárguenoslas en la cuenta.

CELES.-  Por Dios, obsequio de la casa. Qué gordito esta el niño.

MICAELA.-  Sí, muy gordito.

CELES.-  ¿Y el médico, qué les dijo?

JAVIER.-  Paperas, parece que tiene paperas.

IGNACIO.-  Eso es, paperas.

MICAELA.-  Buenas.

CARMEN y
CELES.- 
Buenas.

JAVIER e
IGNACIO.- 
Buenas.

 

(Mutis los cuatro por el foro izquierdo.)

 

CELES.-  Le juro por la gloria de mi madre, que hace años que no veo gratis nada tan gracioso.

CARMEN.-  ¡Qué cuarteto! Esa gente ha perdido los estribos.

JAVIER.-   (Desde dentro.)  ¿Por qué tienes tú que coger al niño?

 

(Todo este diálogo cuya creciente violencia se deduce de su propio contexto, se mantendrá entre bastidores. CARMEN y CELES reflejarán expresivamente sus alternativas.)

 

IGNACIO.-  Porque quiero.

JAVIER.-  ¡Deja ese niño en el coche!

IGNACIO.-  ¡No me da la gana!

JAVIER.-  ¡Déjalo o te vas a acordar de mí!

IGNACIO.-  ¿Me amenazas?

JAVIER.-  Te amenazo.

IGNACIO.-  ¡Javier!

JAVIER.-  ¡Ignacio!

MICAELA.-  ¡Señoritos!

CARMEN.-  El fin del mundo, don Celes.

CELES.-  Razón tiene, doña Carmen.

CARMEN.-  Voy a telefonear a don Agustín. Sólo él puede meterlos en cintura.

CELES.-  Hágalo, doña Carmen, la barriada se lo agradecerá.

 

(CARMEN y CELES se sumergen en la tienda. Ahora se ilumina la sala. Por ella entran JAVIER e IGNACIO, los dientes apretados, la actitud altiva. Detrás MICAELA que hace mutis con el niño por la derecha.)

 

JAVIER.-  Hasta aquí hemos llegado.

IGNACIO.-  Justamente, hasta aquí.

JAVIER.-  Si te hubiera echado de la habitación de Micaela aquella noche, otro gallo me cantara.

IGNACIO.-  Igual me he dicho yo a mí muchas veces.

JAVIER.-  ¿Echarme a mí? ¡Qué gracioso! ¿Por qué no lo intentaste? ¡Hubiera sido un espectáculo!

IGNACIO.-  Yo tenía más derecho que tú.

JAVIER.-  ¿Por qué razón?

IGNACIO.-  Porque había sido el primero.

JAVIER.-  ¿El primero?

IGNACIO.-  Seguramente lo recordarás; pasó delante de tus ojos. Fue una tarde en que estabas enfermo y yo me escapé a la farmacia para traerte los análisis y pedí a Micaela que me cosiese un botón de la americana y ella me ayudó a ponérmela después. Su pelo, sus manos, su cuerpo olían a no sé qué. No hay en el mundo un perfume que emborrache tanto como el que se respiraba acercándose a ella y yo me fui a la farmacia llevándomelo conmigo en las solapas y, lo que es peor, en el cerebro. Y aquel perfume no se desvaneció en toda la tarde, y cuando volví de noche y mientras dormías tú, subí a su cuarto y la besé para siempre, óyelo bien, para siempre.

JAVIER.-  No has sido el primero, sino el segundo según tu costumbre, porque la misma tarde yo la había hecho mía. Y es indudable que a quien besó aquella noche no fue a ti, que estabas robándome lo mío, sino a mí, a quien había elegido.

IGNACIO.-  ¿Y cómo te atreves a considerarte el elegido de quien no supo distinguir entre uno y otro?

JAVIER.-  Porque entre los dos yo soy el original y tú eres la copia.

IGNACIO.-  ¡Qué fatuidad!

JAVIER.-  Nací el último. Soy el mayor de los dos. ¿Lo olvidaste?

IGNACIO.-  ¿A veinte minutos de diferencia le das tanto valor?

JAVIER.-  Son suficientes para que sea el mayor. Y lo que es más importante el que marca la norma, aquél que no imita sino al que imitan. Y buena prueba de ello es que cuando hace unos meses te afeitaste la barba y el bigote y te cambiaste de peinado, te sentiste perdido, extraño, como si llevases un antifaz que te desfiguraba ante los otros y ante ti mismo, y tuviste que volver a parecerte a mí, porque tu única personalidad es ésa, la de parecerte y no la de ser distinto de como soy yo.

IGNACIO.-  ¡Qué absurdo! Volví a dejarme la barba y el bigote, ¿sabes por qué? Porque me entró rabia de ser yo el que claudicaba, de darte en cierto modo la razón a ti, como si tú fueras el modelo, el patrón y yo el papel secante.

JAVIER.-  ¡Por fin! Justo, Ignacio. Eso es lo que eres, el papel secante, que reproduce el texto matriz, pero pálidamente y al revés y que nunca dice nada por sí mismo.

IGNACIO.-  Ególatra, eres un ególatra. Óyeme bien, yo no te imito. Tú has tomado por subordinación, por hechizamiento lo que no es sino bondad de mi parte. ¿Cuándo empezó lo de la barba? Cuando tuviste un eccema el año cincuenta y cinco y te la dejaste para ocultarlo, y yo te secundé, como si también lo padeciese para que se te notase menos. No afeitarme fue la manera de cuidarte, de solidarizarme contigo, pero de imitarte no, que es distinto. Y lo mismo podría decirte de las muchas cosas que hago, no porque las hagas tú, ni siquiera porque me gusten, sino por no discrepar de ti, por seguirte la corriente. La sopa de pan todas las noches... ¿Pero es que aún no te diste cuenta de que me parece la sopa más aburrida del mundo? Aguantar Marina cuando la dan en el Arriaga... ¿Es que te supones que me gusta Marina, desgraciado? De pensar en el dúo de la flauta y tiple con que termina, me sube la fiebre. Y el Balneario de Cestona por el que tú suspiras cada lunes y cada martes, ¿crees que es para mí el paraíso? No, hombre no, me deprime; pero voy a Cestona para acompañarte. Sólo me quedaba que tú interpretases mi abnegación como servilismo y mi honradez aceptando tus gustos como falta de personalidad.

JAVIER.-  Ahora, al menos, parece que coinciden con los míos. Pero es inútil, Micaela es mía.

IGNACIO.-  Te equivocas, como máximum es de los dos.

JAVIER.-  ¡Lo que dejas entrever, Ignacio! A ti no te hubiese importado compartirla, reconócelo, que nos la turnásemos; tú los días pares, o mejor, las noches y yo las impares. ¿Verdad? Como si ese puente colgante que vemos, todas las mañanas no estuviese sobre la ría de Bilbao, sino sobre el Sena. Confiésalo, si eres sincero.

IGNACIO.-  Al principio, quizás. Pero enseguida comprendí que eso era imposible y que, sobre todo, si con Micaela cabía alguna fórmula; con mi hijo, no.

JAVIER.-  ¡Te prohíbo que hables de tu hijo! ¡Es mío!

IGNACIO.-   (Lo coge por las solapas.)  Óyeme una cosa: si vuelvo a sorprenderte como ayer enseñándole a decir papá, te juro que te echo veneno en el café y me quedo tan ancho.

JAVIER.-   (Le coge a su vez por las solapas.)  Si intentas otra vez sacarlo del coche delante de los vecinos, como dando a entender que te pertenece, te juro que te pego un tiro.

IGNACIO.-  Vamos, vamos. Se acabó tu colonialismo, amiguito, y mi admiración por el hombre blanco. Lo mío es mío y no lo cedo a nadie.

JAVIER.-  Concretamente, ¿qué es lo tuyo?

IGNACIO.-  Micaela y Pablo.

JAVIER.-  ¿Te atreves a preguntarle a Micaela si es a ti a quien quiere?

IGNACIO.-  Se lo he preguntado ya y me ha dicho que sí.

JAVIER.-  ¡Farsante!

IGNACIO.-  ¡No tolero que me insultes!

JAVIER.-  ¡Me da la gana!

IGNACIO.-  ¡Javier!

JAVIER.-  ¡Ignacio!

 

(Llegarían a las manos si MICAELA no entrase por el foro.)

 

MICAELA.-  Por Dios, ¿qué les pasa?

JAVIER.-  No podemos continuar así un momento más. Es necesario que tú resuelvas esta situación. ¿A quién quieres? ¿A Ignacio o a mí?  (Larga pausa.)  Has oído, ¿no?

MICAELA.-  Sí, señorito.

JAVIER.-  Pues bueno, contesta.

MICAELA.-  A los dos.

JAVIER.-  ¡Ah, no! Ésa es una respuesta que ha podido valer hasta hoy, pero que ya no sirve.

MICAELA.-  ¿Y qué otra cosa quiere que le conteste si es la verdad? Mujeres hay que quieren a dos hombres a la vez, que no se parecen en nada. ¿Por qué ha de extrañarles que yo les quiera a los dos, si los dos son iguales?

JAVIER.-  En todo caso, esas mujeres que quieren a dos hombres, como tú dices, los quieren de manera distinta. A uno como marido, al otro como amante, a uno con amistad, al otro, a veces, con un cariño maternal.

MICAELA.-  Cuando ellos son diferentes, sí. Pero cuando se confunden, no.

JAVIER.-  ¿Es que tú nos confundes todavía? ¿Es posible que no sepas bien quién es cada cual?

MICAELA.-  No, me supondrá tan simple que, a estas alturas, no sepa quién es uno y quién es otro. Sé, claro, que usted es el señorito Javier y no el señorito Ignacio. Pero eso sólo me sirve para repartirles el correo sin equivocarme.

IGNACIO.-  ¡No somos tan exactos!

MICAELA.-  No, claro que no. Yo sé las diferencias que hay entre los dos. La voz, cuando una se fija... y otras, más divertidas que me avergüenza contarlas, pero, cuando las descubrí, ya había pasado bastante tiempo. Yo me enteré de que eran los dos los que me buscaban muy poco antes de que coincidieran aquella noche en mi cuarto. Y lo gracioso es que cuando me di cuenta pensé para mí... ¿y qué más da? El que uno tenga una muela de oro y el otro no y la vacuna así o asá, ¿es suficiente para que lo quiera o lo deje de querer? ¿No sería de mi parte un capricho o una injusticia? Porque el resto es igualito... ¡Si me lo hubiesen dicho y no lo hubiese creído!

LOS DOS.-    (Con ternura.)  Micaela...

MICAELA.-  Y hay otra cosa que aún les iguala más: los dos me quieren y por eso los dos me hablan con las mismas palabras y me hacen los mismos reproches y las mismas promesas. Tal vez lo único extraño de lo sucedido es que los dos se hayan enamorado de mí, pero que yo, estando enamorada de uno me haya enamorado del otro, ¿a quién podrá sorprenderle?  (Adopta un tono de mujer dolida.)  Déjenme... También tienen los mismos defectos.  (Sin ánimo de injuriarles, casi con pena.)  Los dos son cobardes.

LOS DOS.-  ¿Por qué?

MICAELA.-  Porque a los dos les gustaba besarme y estar a mi lado, pero a los dos les dio miedo el hijo, cuando supieron que lo esperaba. Los dos dejaron que el señor cura me llevase a Mundaca para que no me viese nadie y, cuando iban a buscarme, los dos se ocultaban como si se avergonzasen de que los vecinos pensaran «ese es el padre», mientras yo estallaba de alegría con la ilusión de ser la madre.

 

(Se echa a llorar y, curiosa reacción, ninguno se atreve a asumir la tarea de consolarla. Los dos se alejan dejándola a ella en el centro, un poco confundidos, un poco contritos.)

 

LOS DOS.-  Mic...

 

(Tras una larga pausa.)

 

IGNACIO.-   (Le cede la palabra a JAVIER.)  No, no, habla tú.

JAVIER.-  Cuando se ha cumplido ya cierta edad, Micaela, cuando se vive en un ambiente... así, un poco estrecho... hasta cuando se tiene un negocio acreditado... y una clientela distinguida y un apellido compuesto... hay pasos que cuestan muchísimo.

IGNACIO.-  Así es.

MICAELA.-  Yo esperaba que alguno de los dos se hubiese atrevido a darlo a pesar de la edad y de Bilbao y de la farmacia y del sursum corda. A ese, al que me hubiese dicho: «Micaela, guárdame ese hijo para mí que me hace falta, que lo voy a adorar como si fuese Jesús del cielo», a ése, sí, le habría abrazado con tanta fuerza, que ya no hubiese podido confundirle nunca con nadie en el mundo.

JAVIER.-   (Resuelto.)  Bien. Ninguno lo hicimos. Ninguno se tomó sobre el otro la ventaja de ser más valiente. Hasta en eso estamos igualados. Pero ahora es preciso que nos desiguales tú.

MICAELA.-    (Los mira a los dos como si los comparase, ya de un modo definitivo. Hay una larga pausa.)  Yo no lo sé hacer. Háganlo ustedes mismos, señoritos.

 

(Y se vapor el foro izquierda.)

 

JAVIER.-    (Conteniéndose a duras penas.)  Ignacio: déjame a Micaela y a Pablo. Te ofrezco mi parte en la farmacia.

IGNACIO.-  También te la ofrezco yo.

JAVIER.-  La casa... ¡las vitolas!

IGNACIO.-  ¿Qué me importan a mí?

JAVIER.-  No te avienes a nada por las buenas, ¿verdad?

IGNACIO.-  ¡Ni por las malas!

JAVIER.-  Te anuncio que me voy a llevar al niño y tras él a la madre.

IGNACIO.-  Si lo intentas te mato.

JAVIER.-  Te mataré yo primero. ¡Como siempre!

 

(Y hace mutis por la derecha seguido de IGNACIO.)

 

IGNACIO.-    (Desde dentro.)  No cogerás al niño.

JAVIER.-  ¡Suéltame!

IGNACIO.-  No te suelto. Te ahogaré como a un bicho.

JAVIER.-  ¡Ignacio!

 

(Se oye el ruido de una pelea, muebles que se caen, cristales que se rompen y la respiración jadeante de los dos hermanos.)

 

IGNACIO.-  ¡Cobarde!

JAVIER.-  ¡Tú eres el cobarde! ¡Te voy a matar, te he dicho que te voy a matar!

 

(MICAELA entró poco antes y, desde el centro de la escena sigue las vicisitudes de la lucha, llena de zozobra. A mitad de camino se detiene. Ha sonado un disparo. MICAELA, espantada, la mano en el pecho, no se atreve a seguir.)

 

MICAELA.-    (Para sí.)  ¡Dios mío...!

 

(JAVIER aparece en el lateral de su mutis. Su traje y su rostro acusan las huellas de la lucha.)

 

JAVIER.-  Micaela...

MICAELA.-  ¿Y el otro?

JAVIER.-  Micaela...

 

(IGNACIO entra ahora. Su aspecto acusa como el de JAVIER, las señales de la reyerta.)

 

MICAELA.-  ¿Quién ha disparado?

JAVIER.-  ¿Qué disparo ni qué tontería?

 

(MICAELA hace mutis por la derecha.)

 

VOZ IRENE.-   (Solloza.)  Hijos... hijos...

 

(MICAELA sale por la derecha.)

 

MICAELA.-  Han despertado al niño.  (Y en efecto, se le oye llorar estrepitosamente. Alguien llama a la puerta, con el timbre y a golpes, alarmado.)  Arréglense, señoritos.

 

(IGNACIO hace mutis por la derecha, JAVIER se recompone sumariamente el peinado, la corbata, el traje. MICAELA se va por el foro.)

 

AGUSTÍN.-    (Desde dentro.)  ¿Ha pasado algo?

MICAELA.-  No... ¿por qué lo dice?

AGUSTÍN.-  Creí que...

JAVIER.-  Buenas tardes, don Agustín.

AGUSTÍN.-  ¿Y tu hermano?

MICAELA.-   (Con cierta precipitación y como para alejar cualquier inquietud.)  Ahí está. ¿Quiere que le avise?

IGNACIO.-   (Por la derecha.)  Buenas tardes, señor cura.

 

(Larga pausa.)

 

AGUSTÍN.-  Así, pues, no ha sucedido nada.

MICAELA.-  Nada.

AGUSTÍN.-  Me pareció oír como un disparo cuando subía.

JAVIER.-  Vuelta con el disparo. Fue un sifón que estalló al caerse.

AGUSTÍN.-  Me equivoqué, entonces.

MICAELA.-  Claro que sí, señor cura.

AGUSTÍN.-  En esta casa suceden cosas muy raras. ¿Me equivoco también?

IGNACIO.-  No sé a qué sé refiere.

AGUSTÍN.-  Concretemos. O Micaela elige, o alguno de vosotros renuncia.

MICAELA.-  Conmigo no cuente para eso, señor cura.

AGUSTÍN.-  Tú continúas emperrada en que quieres a los dos y en que no tienes motivos para preferir a ninguno.

MICAELA.-  Sí.

AGUSTÍN.-  Me imagino, sin embargo, que cuando estás con uno; sientes necesidad de estar con el otro.

MICAELA.-  No.

AGUSTÍN.-  De lo que se deduce que, uno, de hecho, debe bastarte, en lo cual no hay mérito, hija mía, ya que por Bilbao, eso es lo que se acostumbra.

MICAELA.-  Sí, don Agustín.

AGUSTÍN.-  Bien. Pasemos a la otra banda. ¿Qué me contáis? ¿Alguno de los dos es lo bastante generoso como para renunciar a Micaela y al niño...?

JAVIER.-  No, don Agustín, salta a la vista.

IGNACIO.-   (Con un movimiento de malhumor paralelo y semejante al de su hermano.)  Ni sé por qué se molesta en preguntarlo.

AGUSTÍN.-  Calma, calma... ¿Y qué es lo que cada uno de vosotros ofrece a Micaela? ¿Estáis dispuestos los dos a casaros con ella?

LOS DOS.-  Sí.

AGUSTÍN.-  ¿Y a reconocer al niño, naturalmente?

LOS DOS.-  Sí.

AGUSTÍN.-  ¿Y a marcharse, el que se lleve al niño y a Micaela, a cien mil kilómetros de Bilbao?

LOS DOS.-  Sí.

AGUSTÍN.-  Bueno, pues allá va mi última pregunta y está dirigida a los tres. Puesto que no existe otro procedimiento más razonable para salir de este laberinto, ¿os conformáis con que sea la suerte la que decida?

MICAELA.-  ¿La suerte?

AGUSTÍN.-  Sí, ¿estáis decididos a jugaroslo todo a cara o cruz?  (Una evidente perplejidad les acomete. Con la mirada se consultan entre sí.)  Yo sé que confiar a la suerte algo tan serio como el amor y la paternidad es un puro disparate, y que me expongo a un rapapolvo del señor obispo; pero, por más que pienso, cualquier otra forma me parece peor.

MICAELA.-  Quizás, sí.

AGUSTÍN.-    (Con vehemencia.)  Sin quizás, Micaela. Tú de querindonga al alimón con éstos, eres una vergüenza pública. Un niño sin un sólo padre, cuando se le ofrecen dos, sería monstruoso. Al que pierda, le quedará la mitad de la farmacia y esta casa, lo cual no es despreciable. ¿De acuerdo?

LOS DOS.-  De acuerdo.

AGUSTÍN.-   (A MICAELA.)  ¿De, acuerdo, Micaela?

MICAELA.-  Sí.

AGUSTÍN.-  Bien. Aquí tengo una moneda de diez duros. Muchachos: ¿quién es cara?

JAVIER.-  Me da igual.

AGUSTÍN.-   (A IGNACIO.)  ¿Qué prefieres?

IGNACIO.-  Me es lo mismo.

AGUSTÍN.-  Yo elegiré entonces por vosotros.  (A JAVIER Tú eres cara y  (A IGNACIO.)  tú eres cruz. Quiere decir, Javier, que si sale cara te llevas a Micaela y al peque, y si sale cruz te los llevas tú. ¿Conformes?

LOS DOS.-  Conforme.

AGUSTÍN.-    (DON AGUSTÍN se dispone a lanzar la moneda, pero se arrepiente.)  Micaela: echa la moneda al aire.

MICAELA.-  ¿Yo? Ah, eso sí que no: échela usted mismo.

AGUSTÍN.-  ¿Os parece bien?

LOS DOS.-  Sí.

AGUSTÍN.-    (Se recoge en su última plegaria.)  San Vicente: yo no sé si esto desentona de mi condición sacerdotal; pero Tú sabes que lo hago por llevar la paz a mis feligreses. Dígnate favorecer, Santo mío, a quien más lo merezca de estas dos almas atormentadas. Laus tibi Domine. Amén.  (Se persigna devoto. Después se remanga la sotana.)  Allá va, muchachos.  (Tira la moneda al aire, pero al intentar recogerla en la palma de la mano, se le cae al suelo. Con grandes voces, autoritariamente.)  ¡No vale, no vale! ¡Se ha caído al suelo!   (La oculta con el pie.) 

MICAELA.-   (Transida.)  Déjeme verla, padre.

AGUSTÍN.-  ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ni yo mismo la miro!   (Se inclina, en efecto, sin verla, y tomando las máximas precauciones, la lanza de nuevo al aire, ahora con éxito. La moneda la recoge en la palma de la mano izquierda, la cubre con la derecha y poco a poco va descorriéndola.) 

JAVIER.-    (Nervioso, como un energúmeno.)  ¡No vale ligar, padre!

IGNACIO.-   (Abruptamente.)  ¡Venga!  (Mira la moneda que le muestra AGUSTÍN.)  Cara.

AGUSTÍN.-    (Parsimonioso.)  En consecuencia, Javier Alcorta-Garí, contraerás matrimonio con Micaela Echevarría y reconocerás como hijo al niño Pablito. ¿Lo juras?

JAVIER.-  ¡Lo juro!

 

(BRAULIA apareció poco antes por el foro a tiempo de contemplar la escena que, decididamente, no entiende.)

 

AGUSTÍN.-  Id a verme mañanita temprano a la parroquia. Y que Dios os bendiga.

 

(Él lo hace en Su Nombre. Mutis por el foro. Larga pausa.)

 

MICAELA.-  Vámonos ahora mismo, Javier.

JAVIER.-  Sí, Micaela. Trae al niño.  (Por el foro.)  ¡Braulia!  (Mutis de MICAELA por la derecha. A BRAULIA.)  Mire, usted misma puede hacernos las maletas. Yo mandaré después a recogerlas.

BRAULIA.-  ¿Y qué le pongo?

JAVIER.-  Todo, Braulia, todo.

 

(Transición, quedan los dos hermanos frente a frente, en silencio.)

 

VOZ DE IRENE.-  Abrazaos...  (Pausa.)  Abrazaos...  (Nueva pausa.)  Abrazaos...

 

(Pero no se abrazan. Se miran serenamente sin encono. Sin efusión, también. IRENE solloza. MICAELA entra con el niño en brazos.)

 

JAVIER.-  Adiós, Ignacio.

IGNACIO.-  Adiós, Javier.

MICAELA.-   (A IGNACIO.)  Dele un beso a...  (Larguísima pausa.)  su sobrino.

IGNACIO.-   (IGNACIO le besa.) Adiós, Pablito. Adiós, Micaela.  (Pausa.) 

MICAELA.-  Adiós, Ignacio.

 

(Se va por el foro, seguida de JAVIER. Queda en escena IGNACIO, anda unos pasos titubeante, desorientado y va a sentarse en una de las sillas. Ve entonces la colección de vitolas sobre el bufetillo. Hoja a hoja va rompiéndolas y echándolas al cesto de los papeles.)

 

BRAULIA.-    (Por la izquierda.)  ¿Le preparo sopa de pan?

IGNACIO.-    (Coléricamente.)  ¡No! ¡Nunca más volverá a hacerme sopa de pan!  (BRAULIA lo mira atónita.)  Me entiende usted, ¿no, Braulia?

BRAULIA.-    (Acobardada.)  Sí, sí, señorito.

 

(Y hace mutis por la izquierda. En este momento, MICAELA y JAVIER aparecen por el fondo de la calle.)

 

MICAELA.-    (Lleva al niño en brazos. Se detiene.)  ¿Estás triste?

JAVIER.-  Deber mi victoria sólo a la suerte, me quita alegría.

MICAELA.-  Eres vanidoso, Javier; pero voy a decirte algo que, a lo mejor, te halaga.

JAVIER.-  ¿Qué, Micaela?

MICAELA.-  Yo sé que tú fuiste quien me habló en vascuence.

JAVIER.-    (Lentamente.)  Ah... Egialde guztietan toki onak...

MICAELA.-    (Echa a andar hacia la lateral derecha.)  Badira bañan niyotzak diyo...

LOS DOS.-  Zoaz Escalerrirá...

JAVIER.-  El corazón me pide: llévame al País Vasco.

MICAELA.-  Se me ocurre a mí que, tal vez, sin que yo misma me diese cuenta, que me hubieses hablado en vascuence fue, quizás, tu pequeña ventaja.

 

(JAVIER se prende de su brazo tiernamente mientras cae el...)

 

 
 
TELÓN
 
 





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