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Miguel Ángel Asturias en Italia a través de sus cartas

Giuseppe Bellini


Universidad de Milán



A través del «confuso esplendor», diría Neruda, en el que vive hoy la literatura hispanoamericana, después del famoso «boom» que le dio de repente fama internacional, van afirmándose más ciertos artistas preeminentes, de fama duradera, clásicos podemos considerarlos, entre ellos Miguel Ángel Asturias, ciertamente uno de los mayores narradores que ha tenido no solamente América, sino toda la literatura de habla castellana en el siglo XX, un gigante que en varias ocasiones no he dudado en acercar, por su sentido del idioma, a Quevedo, extraordinario inventor de la palabra.

Aquí deseo destacar el papel que en la vida y la obra del gran escritor ha tenido Italia, en años particularmente difíciles de su existencia, cuando el exilio y la pobreza dominaban su preocupación diaria, y lo hago acudiendo a momentos de un contacto y una correspondencia epistolar que se hicieron intensos y que valen a revelar rincones ocultos del hombre Asturias y también fases determinantes de su creación artística.

Una larga amistad de más de quince años nos unió, hasta su muerte; empezó cuando ya él era mayor y yo un joven hispanista que se dedicaba a la literatura hispanoamericana. Fueron años que significaron mucho para mí, mi familia, las Universidades en que yo enseñé y mis estudiantes. También significaron mucho para Asturias, como en varias ocasiones tuvo modo de afirmar. El Maestro y doña Blanca, su esposa, encontraron entre nosotros la estimación y el afecto que tanto necesitaban en situaciones difíciles de su vida.

Mi primer contacto con Asturias tuvo lugar en 1959, cuando, sin conocerlo todavía personalmente, le propuse la traducción al italiano de Week-end en Guatemala; más tarde, en 1965 realicé la antología poética que titulamos Parla il «Gran Lengua», libro sucesivamente ampliado cuando le fue otorgado el Premio Nobel de literatura. Al año siguiente yo publicaba mi estudio sobre La narrativa di Miguel Ángel Asturias, el mismo que en 1969 publicó en traducción la Editorial Losada, en Buenos Aires. Sucesivamente, hasta hoy, buena parte de mi actividad de crítico literario y de docente ha sido dedicada a la obra del gran escritor.

Estas menciones no son para reivindicar méritos, sino para indicar que la obra de Asturias despertó siempre en mí un gran interés, que se comunicaba a mis estudiantes y a mis discípulos, varios de ellos catedráticos ahora en las Universidades italianas. Fue en estos años cuando el Maestro empezó a ser presencia constante en mi Universidad y en otras de Italia. La primera vez que lo vi fue en Sestri Levante, en 1963, durante un congreso internacional de «Columbianum», pero no logró individuar bien quien yo era y sólo algunas horas después doña Blanca lo orientó acerca de mi persona. Me llamó entonces por teléfono y me invitó a almorzar para el día siguiente: fue el comienzo de un gran afecto y de una participación viva a la vida de mi familia. En el transcurso del tiempo ocurría con frecuencia que yo pensara en voz alta, cuando ya se había ido de Italia, «No hay noticias de Miguel Ángel», y a los pocos minutos estaba él al teléfono. Cosa que siempre nos sorprendía.

Italia estaba destinada a tener una gran importancia en la vida y la obra de Miguel Ángel Asturias. Hasta había pensado el Maestro en establecerse definitivamente en mi país, en Génova, donde en el «Columbianum» el Dr. Amos Segala procuraba encontrarle una sistematización económica y de trabajo: el gran proyecto era una revista dedicada a América Latina, que realizaría en Milán el editor Rizzoli. En tanto preparaban el Congreso internacional al que aludí y que se celebró en 1964. Acudieron gran número de artistas de todas las tendencias políticas y al final se fundó una «Asociación Latinoamericana de Escritores», de la que fue nombrado presidente el poeta mexicano Carlos Pellicer, pero la iniciativa fracasó pronto. De todos modos el éxito del Congreso fue grande, aunque no faltaron malentendidos y críticas. Le dolió especialmente a Asturias que el embajador venezolano Juan Oropesa, después de haberle felicitado en Génova, escribiera contra él en «El Nacional» de Caracas1 acusando a «Columbianum» de estar «con un pie en la muy pía Compañía de Jesús y otro en la calle de Botteghe Oscure, sede del PC. italiano». Asturias le contestó en el mismo periódico con una «Carta para Oropesa»2, denunciando el transformismo de su adversario y, destacando el significado del Coloquio genovés, concluía:

«Es una lástima Embajador Oropesa, tener oídos y no oír, ojos y no ver, cabeza y no pensar, corazón y no sentir, y asistir a reuniones como la de Génova sin oídos, sin ojos, sin cabeza y sin corazón».



Fueron, éstos, años de gran actividad para Asturias, quien iba dictando conferencias y cursillos en varias universidades italianas, propagandista calificado de la literatura latinoamericana, verdadero «embajador» de amigos y enemigos; porque siempre Asturias fue hombre desapasionado y justo, o al menos yo así le conocí. Algunos recordarán la polémica con Gabriel García Márquez y las acusaciones de plagio a propósito de Cien años de soledad, pero fue un episodio aislado. Siempre subrayaba el escritor guatemalteco, con su deuda hacia el «Maestro» Rómulo Gallegos, la contribución de todos a la literatura latinoamericana. Lejos de considerarse a sí mismo una especie de «milagro» de autoengendro, como al fin y al cabo parecía entenderlo para sí y los demás escritores del «boom» Mario Vargas Llosa3, reconocía que

«La literatura es un río grande que cada vez se ensancha más, y el hecho que este río no se angoste, sino que se empuje hacia el mar con nuevos e insólitos impulsos, es maravilloso. Estos jóvenes autores y por cierto también aquellos que posiblemente aún no se conozcan, tomarán nuestro legado y lo continuarán [...]».4



En mi universidad, Asturias era ya figura familiar. Le gustaban particularmente el ambiente abierto y libre, los estudiantes que le asediaban con preguntas. Sus «charlas» duraban una media hora y lo demás era preguntas, conversación que duraba horas y horas y los bedeles, al final, nos tenían que echar, porque por la noche el centro docente se clausuraba. El Maestro se divertía; su buen humor encontraba espacio entre nosotros y cuando se marchaba me escribía siempre cartas entusiastas. Desde París, por ejemplo, habiendo estado en Milán días anteriores, escribía el 27 de junio de 1966, habiendo demorado su carta:

«Querido Profesor Bellini.

Lo abrazo. Así encerrado en el paréntesis de mis brazos, no tendrá tiempo para pensar en lo «pésimo» que me he comportado con su persona. No le di las gracias por todo lo que se molestó, tanto usted como Estefanía, durante nuestra última estada en Milán, por el cálido mundo de su clase, sus estudiantes, y las autoridades de la Universidad Bocconi, mundo cálido en torno a mi obra, que es obra suya, de sus manos generosas, y, en fin, por todito todo. Ni las gracias. Creo que quizás hacemos esto los latinoamericanos de vez en vez, para que nuestros europeos amigos no se olviden que somos selváticos y bárbaros».



Durante las visitas de Asturias no todo era estudio y rigor, naturalmente, íbamos de una parte a otra, y frecuentemente a cenar a un restaurante donde se comía buen pescado y que le gustaba mucho a Asturias, que lo llamaba «Los Pescaditos». En una ocasión fuimos a visitar a Alberto Tallone, el refinado impresor, en su casa-taller de Alpignano, cerca de Turín. La acogida fue impresionante: tenía éste una enorme locomotora frente a su villa, dentro de un enorme jardín, y la hacía fumar para acoger huéspedes ilustres. Ya lo había hecho con Neruda, y sabemos la pasión del poeta chileno por las locomotoras. Lo hizo también, esta vez, con Asturias, pero el guatemalteco no se dejó impresionar más que tanto y desde entonces, con una mezcla de admiración y de sorna, cuando se refería a Tallone lo llamaba «el hombre de las locomotoras», porque a más de la grande tenía otra más pequeña a otro lado de la casa.

Sería Tallone quien editaría, en 1973, los Sonetos venecianos5, edición ampliada de los Sonetos de Italia6, que habíamos publicado en edición numerada como homenaje de la Universidad Bocconi al escritor, en 1965. El cambio en el título se debió a que todos los sonetos, los de 1965 y los sucesivos, eran producto de una repetida estancia de Asturias en Venecia y se publicaron juntos, después de recibir el escritor, ya Premio Nobel, la laurea «Honoris causa» de la universidad lagunar.

Pero, en la época de la visita a Tallone el proyecto editorial era otro. Asturias pensaba en la edición de Clarivigilia Primaveral; el proyecto no logró realizarse, porque el poeta, que ya tenía listo el texto, volvió a rehacerlo completamente, dándonos en él una obra maestra, en el clima de la antigua literatura maya. Es suficiente recordar el majestuoso comienzo, donde confluyen mitos, cosmogonías, valencias exotéricas, sobre el tema del origen de los artistas y las artes, para situarnos en un ámbito de sacralidad mágica:



La Noche, La Nada, la Vida,
las Inmensas Viudas,
y el Ambimano Tatuador de mundos
que EL creó con sus ojos
y tatuó con su mirada de girasol,
creó con sus manos, la real y la del sueño,
creó con su palabra, tatuaje de saliva sonora,
mundos que al quedar ciego
rescató del silencio con el caracol de sus oídos
y de la tiniebla luminosa
con su tacto de constelación apagada,
con sus dedos enjoyados de números y colibríes.

La Noche, la Nada, la Vida,
las Inmensas Viudas
a la luz de los Oropensantes-luceros,
Emisarios que se perdieron en el cielo de níquel
sin desanillar su mensaje
y el Ambimano Tatuador
cegado por la lluvia de ojos de hilo.7



El viejo texto, que conservo, y el nuevo, los compuso Asturias en Génova. El 20 de junio de 1964 me escribía:

«[...] En cuanto al poema Clarivigilia Primaveral, mea culpa, mea gravísima culpa. Tuve aquí, en Génova, a la mano un magnetófono, una inmensa soledad, ni un solo ruido, alojados como estamos lejos de la ciudad, entre colinas y el mar, en un séptimo piso, y casi rehice el poema. Su estructura, desde luego ha quedado igual, pero muchos versos cambiaron, otros desaparecieron, y, en fin, que está bastante reformado. Pero "para mejor", como dicen en mi tierra. Creo que ahora sí está a la medida de lo que la imperfección humana puede lograr. Valéry decía que en un poema lo imperfecto debe uno atacarlo de toda forma, reducirlo a ceniza si es preciso, cuando esto depende de uno, de su voluntad de trabajo, de su posibilidad de inspiración, pues siempre quedará, decía Valéry, lo que de imperfecto hay en toda obra humana, pero imperfección que ya no depende de uno, ni de su empeño, ni de su afán, ni de su voluntad. Oportunamente le escribiré al gran Tallone (el hombre de las locomotoras), para establecer el nexo, aunque, qué mejor nexo que usted, mi caro amigo. [...]».



Como dije, el proyecto de edición de Clarivigilia Primaveral no se realizó, pues Miguel Ángel Asturias editó el poema, en 1965, en la Editorial Losada de Buenos Aires. El mismo año aparecía la traducción francesa8, mientras la italiana aparecerá en 19699, y más tarde ésta tendrá otra edición10.

El año 1964 es particularmente importante para Asturias en Italia.

Acababa de publicar en Buenos Aires Mulata de tal, la más original de sus novelas y a mi parecer su obra maestra, que en una carta del 3 de enero de este año, en vísperas de salir hacia París, él mismo declaraba «algo inesperado, muy en la tónica de Hombres de maíz, [...]». Además íbamos preparando Parla il «Gran Lengua», antología de su poesía y en la misma carta del 20 de junio me enviaba una copia del poema «Tiempo y muerte en Copan», anunciándome también que había cobrado el poco dinero que el editor Guanda le había adelantado por el libro:

«[...] Por de pronto me permito remitirle con ésta una copia de "Tiempo y muerte en Copan", que faltaba en el librito de poesía que hará Guanda, a quién acusaré de inmediato recibo de las 80.000 liras que Usted se sirvió mandarme, y las cuales cobré sin ninguna dificultad. ¿Profesor y asistente a Los Pescaditos?, se preguntaron en el Banco, y eso bastó para que se pusieran a derechas, contándome las 80 mil liretas».



Una gran pasión de Miguel Ángel Asturias eran los helados, pasión que compartía con mi esposa. Con gran humor él solía referirse entonces a este producto, hasta planear comidas totalmente de helados. Cosa que en una ocasión se realizó en mi casa y Asturias quedó tan entusiasmado y satisfecho que en carta del 22 de marzo de 1965, desde Génova, enviaba a la «autora de los helados» un soneto «que celebra poéticamente su maestría» y «La compromete, vea que interesado soy -escribía -, para un futuro de helados, helados y sólo helados. Nada de pescadito... haremos una comida, almuerzo o cena, lo que ustedes prefieran, con sólo postres y helados».

El soneto ha quedado inédito hasta la fecha y lo hago público ahora porque me parece un ejemplo eficaz del buen humor de su autor y del sentimiento afectuoso que lo dominaba. Titulaba el soneto «Problema helado» y su contenido era el siguiente:



¿De qué lado el helado es más helado?
¿Es más frío el helado de este lado?
¿De este que nieve imita, mantecado,
o de ese otro de fresa sonrosado?

¿Y por dónde empezar? ¿Por qué costado?
Si late por aquí, ya congelado,
el chocolate y por allá, pintado,
late el pistacho mar clorofilado...?

¿La Torre de Babel a la frambuesa?
¿Los Vesuvios de guindas y de crema?
¿Los de la «belle-époque» de la Marquesa

de Savigni?...¡No tal, de Estefanía,
Marquesa del helado a la suprema,
menta, turrón y gotas de ambrosía!



Naturalmente doña Blanca se oponía a dieta tan engorrosa, pero un día, en carta del 17 de junio de 1972 desde París Asturias escribía gozoso:

«Una novedad. Blanca se ha hecho «heladista». Hace helados, habla bien de los helados, y en fin creo que con Estefanía hemos ganado una gran batalla, porque de otra suerte ya habría tenido que divorciarme, y Estefanía repudiarla como enemiga de esos manjares helados, deliciosos, casi de sueño, de sueño que se chupa los dedos, más ahora que es dueña de una gran SORBETERA».



La nota humorística, tan presente, por otra parte, también en su obra narrativa -recuérdese, sólo para citar un ejemplo, el diálogo y la acción de Goyo Yic y su compadre Nincho, en «Correo Coyote» de Hombres de maíz-, asoma por todas partes como expresión de la amistad, del afecto hacia las personas que ya han entrado a formar parte de la «familia», digamos así, de Asturias. En una carta del 30 de abril de 1966, contestando una invitación a dictar conferencias en Milán, escribía

«[...] Magnífico. El jueves 5 de mayo nos constituiremos en la Ciudad de Milán, con doña Blanca. Yo hablo en la conferencia, y ella después. El tema, si a Usted le parece: Rubén Darío y Juan Ramón Molina, poetas de la luz. [...]

Pensábamos ir y seguir de Milán a París, pero era cargar con un millón de valijas, porque nuestro equipaje abarca: biblioteca ambulante, farmacia de urgencia (hasta pequeña cirugía), vestuario de verano e invierno, recortes de periódicos que acreditan mi «genio» como los toreros, recetas de cocina, calentador eléctrico y de gas, cafetera napolitana, café especial, y perchas de colgar ropa, así como de esas otras pinzas de colores para tender prendas íntimas. Creo que esto faltó en su maravilloso libro. Pero eso vendrá cuando me pinten de pantuflas.

Con que hasta el jueves... cariños de ambos nos dos a ambos dos ustedes,

y un abrazo,»



El año siguiente, 1967, Asturias recibe el Premio Nobel de literatura y poco después viaja a Milán para estar con nosotros y con los alumnos de la universidad. Y es una fiesta grande. Los tiempos duros de la residencia genovesa son ya lejanos. Asturias es desde hace algún tiempo embajador de Guatemala en París, además de Premio Nobel, pero nada cambia en él. Cuando el centro de mis actividades docentes se traslada a Venecia, en cuyas aulas universitarias ya había intervenido otras veces el Maestro, invitado por Franco Meregalli, viaja con frecuencia a la ciudad de la laguna, que hondamente lo había impresionado y seguía metida en su alma. El producto serán los Sonetos venecianos, que edita Tallone en 1973, después de que en 1972 la Universidad de Ca' Foscari le concede a Asturias la laurea «Honoris causa».

Milán queda siempre punto de referencia importante, y en las cartas de Asturias la broma alusiva a «Los Pescaditos» continúa, pero ya es Venecia su ciudad preferida, porque aquí están ahora gran parte de sus amigos. Con el acostumbrado humor escribe desde París el 3 de abril de 1971:

«Siempre pensamos en la posibilidad, cuando salga MALADRON, de ir a Milano y abrazar a todos los Bellini, que ahora son muchos, y desde luego, como un sueño dorado y dulce, la visita a Venecia. Recibimos varias cartas postales, para darnos envidia, de restaurantes venecianos, con firmas de los queridos profesores, pero ya sabemos que esas son iniciativas de impulso bellinesco».



Cuando le prospectamos la posibilidad de la mencionada laurea, el entusiasmo de Miguel Ángel fue grande: «de sólo pensarlo me lleno de júbilo», escribía desde París el 13 de mayo de 1971. Y cuando el proyecto se realiza, el 16 de mayo de 1972, en el fastuoso salón de Actas, una joya auténtica del siglo XVIII, toda damasco rojo, oro y grandes espejos, Miguel Ángel declara en su discurso de aceptación:

«Soy hijo de una cultura oral, de una cultura que pasó de palabra a figurilla de barro, a figura de piedra, de madera, y que por fin desembocó en el gran océano de la lengua española, y esto, recuerdo que dije hace nueve años en la nobilísima cátedra de ésta por mil títulos benemérita Universidad, al iniciar una serie de diálogos que tuve con los estudiantes que se especializaban en literatura hispano americana. Mi presencia en Venecia, en esta Universidad, en febrero de 1963, fue el inicio de toda una labor, podría decir, hasta una campaña, en pro de nuestras letras, antes privadas de ciudadanía, pues se enseñaban como parte de la gran literatura española. Después de Venecia dialogué, di conferencias, cursillos, en casi todas las Universidades de Italia, pero el punto de partida fue Venecia, de aquí que ahora me conmueva profundamente, como todo lo que tiene mucho de destino, el que se me conceda el título de Doctor Honoris Causa de vuestra Universidad, tantas veces centenaria y nobilísima, y por mí tan amada. Esta significativa distinción me identifica con vuestra ciudad, ampliando el concepto, pues toda vuestra ciudad es una lección viva de artes y letras, que han formado la base de una de las más grandes culturas de la humanidad. No sé por qué sólo se ha de ver y celebrar lo histórico, lo puramente histórico, fechas y dinastías, o bien lo comercial, el ir y venir de las más ricas y fabulosas mercancías, cuando se habla de Venecia, y no de su papel de señora de saberes y de madre de pintores, escultores, músicos, poetas, y cuantos en ella sentíanse navegar en el más amable sueño. Esta es la Venecia que nosotros amamos, la de vuestra Universidad, porque aquí Universidad sí quiere decir universal, la que fue amparo de libertad de pensar, para tantos espíritus, la que enciende las antorchas de la luz más clara, en sus canales, para señalar las rutas de la inteligencia, del saber y del arte. Sin pecar de inmodestia, permitidme que me sienta orgulloso, como me sentí al recibir al Premio Nobel, de vuestra laurea, de esta magnífica insignia que sale de las manos de la historia, de la simpatía generosa de vuestros profesores, [...].



Pasa luego Asturias a desarrollar el tema: «Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana».

Terminada la ceremonia un concurrido y simpático almuerzo, donde el nuevo «Dottore», título que con humor seguirá subrayando, acepta con seriedad zumbona la «Orden del Cochinillo de Oro». En su casa de París, después de su muerte, tendré la ocasión de ver colgadas las insignias de esta Orden, del cuello de un busto que le había hecho el famoso escultor Messina. Venecia penetró hondamente en la sensibilidad de Asturias. Lo demuestran los Sonetos venecianos, La primera entrega, los Sonetos de Italia, producto del período 1963-64, corresponde a un momento durísimo para el escritor, en el destierro y sin medios económicos. De Venecia él capta sutilmente el inquietante paisaje. La ciudad de la laguna se le presenta en una ensoñadora e irrepetible geografía, cargada de historia y esplendor, en la presencia de un pasado maravilloso y difunto, que induce a la meditación. Por ello Asturias canta a Venecia en su incomparable belleza, en la magnificencia irreal de sus arquitecturas, en la pintura luminosa de Carpaccio que, como toda la ciudad, llama al pasado:



Aquí todo es ayer, el hoy no existe,
huye en el agua, corre en los canales
y va dejando atrás lo que subsiste,

fuera del tiempo real, en las plurales
Venecias que nos da la perspectiva
de una Venecia sola, aquí cautiva.11



Asturias ve a Venecia como un ayer fabuloso, lleno de misterio, que confirman con su aspecto enigmático hasta los animales más aparentemente insignificantes, como los gatos, en cuya presencia numerosa, sin embargo, se reflejan ecos de lejanos resplandores, exóticas magnificencias; un mundo muerto y encantado en el que revive, por inmediata referencia espiritual, el mundo que más íntimamente siente el poeta, las difuntas ciudades maya, con su enigma y, en la lección del tiempo, la omnipresencia de la muerte.

En su segundo regreso a Venecia, con ocasión de la laurea «Honoris causa», compone Asturias tres sonetos más: «Venecia iluminada», «Esta rosa amarilla», «Venecianas Islas». Ahora es nuevamente la luz extrahumana de la ciudad que lo captura, la maravilla -fábula barroca- de una flor, homenaje de una mano amiga, rosa amarilla «encendida en fulgor de eternidades». Y nuevamente la unicidad maravillosa del paisaje, fuente de permanente lección ética en torno al límite del hombre, expresada en un soneto de gran finura, el titulado «Venecianas Islas»:



Por menos sed, la corza viene a saltos
y a golpes de resorte, lengua fina,
se lleva en la garganta los cobaltos
de la tarde, en el agua cristalina...

Por menos hambre, la callada en altos
abedules, vuela a la vecina
esponja verde y pica a sobresaltos,
en las frutas, la luna vespertina...

Por menos sueño, la nocturna fuga
de la serpiente, el topo, la tortuga,
alas, pezuñas, cascos, animales

y colores y formas vegetales...
Menos sed, menos hambre y menos sueño
y a nada reducido el vasto empeño...



En Venecia, con sus amigos, Miguel Ángel Asturias se sentía feliz. Hasta había pensado establecerse durante algunos meses en la ciudad lagunar para dedicarse a escribir una novela, la misma que dejará inacabada al momento de su muerte, texto que ahora está repartido, según parece, entre algunos de sus herederos. Pero se acercan rápidamente días menos felices. En carta del 28 de junio de 1973 desde París, asoma la nota preocupada:

«Le quiero contar que he estado algo mal, con cólicos, y esto me llevó a buscar a los médicos, y después de exámenes y demás, resulté con un pólipo intestinal, que tendrán que extirparme. Me tendré, pues, que someter a una operación quirúrgica, con partida de panza, el 20 de julio, y estaré hospitalizado 20 días. Quiere decir que si voy a Mallorca será el 15 de agosto en adelante. Por un lado lo de la operación, como toda operación, es malo, pero por otra parte más vale así, para evitar un tumor maligno. En fin, esa es la vida... y no la del pescadito...».



Y a continuación, después de las notas preocupadas, la vuelta al humor:

«Miles de cariños de nosotros dos, para las chiquitas, para la adorable Elenita, nuestros abrazos a Estefanía (el calor ha empezado y nos habla de helados), y para usted, caro Profesor, un gran abrazo».



La intervención quirúrgica pareció tener éxito. El año anterior habíamos quedado, en Neuchâtel, donde pasamos una temporada, con ocasión de un Coloquio organizado por Jean-Paul Borei, que a comienzos de 1974 nos reuniríamos en Dakar, donde el presidente y poeta Senghor, gran amigo de Asturias, pensaba promover un gran Coloquio dedicado al tema de la «Presencia africana en la cultura latinoamericana», que organizaría el profesor René Durand, de la universidad local, estimado hispanista, y que Miguel Ángel Asturias presidiría. El proyecto se realizó efectivamente. Yo llegué a Dakar el día anterior a la llegada del Maestro y cuando supe la hora en que su avión llegaría, fui con otros amigos al aeropuerto a recibirle. Cuando Asturias entró en la sala del aeropuerto fue un escándalo mayúsculo, entre gritos de alegría y abrazos, y tanto que intervino la policía, pero inmediatamente se alejó cuando se dio cuenta de que el Jefe del Protocolo estaba entre nosotros.

Miguel Ángel había adelgazado notablemente, él tan imponente en su talle, pero conservaba intacto su buen humor y su entusiasmo. Pasamos días alegres y felices. Doña Blanca lo vigilaba, pero él se permitía sus transgresiones con la comida, y nosotros, inconscientes, lo íbamos alentando en ello. La barbacoa del Hotel era espléndida, con infinitas golosinas. El último de nuestros almuerzos fue inolvidable. Asturias nos acompañó con entusiasmo y era un derroche de alegría. A cierto punto se presentó doña Blanca, ya lista para partir, sombrero con velo y botitas blancas, singulares en un clima tropical. Había en otra mesa algunos turistas muy alegres, que también comían con gusto, y al ver a tan peripuesta señora aplaudieron con entusiasmo, pensando que era una artista del cine retirada, como nos explicaron después.

La despedida fue como siempre una mezcla de alegría y de tristeza y seguimos aplaudiendo y saludando con la mano mientras el coche oficial que llevaba a la pareja Asturias al aeropuerto, rumbo a Canarias, se alejaba con su escolta. No debíamos volvernos a ver más. Durante la breve estancia en La Laguna, donde tenía que dictar un cursillo, Miguel Ángel cayó enfermo de cuidado y tuvieron que llevarle urgentemente a Madrid, donde le hospitalizaron en la Clínica de Nuestra Señora de la Concepción, de la Fundación Jiménez, y allí expiró, el 9 de junio de 1974.

Incansable, el artista dedicó sus últimos días a la novela Dos veces bastardo, que hubiera querido terminar. Insistentes, en tanto, volvían a su memoria versos de Quevedo, su autor preferido. Algunos documentos, que publiqué en otra ocasión12, lo atestiguan. Con mano insegura apuntaba sus últimas reflexiones, versos en los que denunciaba su cansancio:


Nos cansamos de ser
Nos cansamos de oír
Nos cansamos de ver
Nos cansamos de ser
Nos cansamos de ir
De ir, de ir y venir
Nos cansamos de no estar
cansados.



Al final de la hoja aparecen tres M, con trazo cada vez más inseguro, tentativas fracasadas de firmar los versos. Posiblemente quisiera el gran artista dejar en ellos su último testimonio en torno al «cansancio de vivir».

Termina aquí este recorrido a propósito de un período determinante de la vida de Miguel Ángel Asturias, no meno determinante para mi vida, de hombre y de estudioso de las letras hispanoamericanas. Estas notas sirvan para aclarar no solamente detalles de la aventura vital del Maestro, sino también para penetrar su gran dimensión humana.





 
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