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Miguel Hernández: dramaturgo desconocido «Versus» teatro representado

Jesucristo Riquelme

Al tratar del teatro de la anteguerra y la guerra españolas se piensa ineludiblemente (y, a veces, exclusivamente) en F. García Lorca. (Mucho queda por rescatar aún de la apreciación del R. Alberti dramaturgo. Valle-Inclán ya había dado sus frutos en las décadas precedentes). Ante esta valoración apenas son conocidos los dramas de otros coetáneos; es el caso de Miguel Hernández: poeta reconocido y afamado, pero dramaturgo -aunque de vocación- frustrado (y por ende, además, ignoto).

A pesar de que la dimensión poética de M. H. eclipsa su quehacer teatral, a ninguno de sus amigos coetáneos se le oculta la tremenda vocación por el teatro que sentía el escritor. Vocación ilusionada al principio y, aunque frustrada después, prolífica. Desde Leningrado, el 14 de septiembre de 1937, confiesa a su mujer el interés que le produce el teatro soviético y una intención: «es posible que cuando vuelva a España no me dedique más que a mi trabajo de teatro, y no vaya más o vaya poco por los frentes». Las causas más inmediatas se las reparten sus ansias de fama (el deseo de reconocimiento social e intelectual que surgen en especial por su humilde raigambre, sus limitados años de escolaridad y su autodidactismo) y su necesidad constante de conseguir éxito económico. Estos sueños de fama y dinero se respiran en su epistolario, pero nunca su ilusión se inunda de soberbia o petulancia. A estas razones inmediatas cabe sumarles sus dotes innatas para la dicción y la actuación, y la pronta captación de una finalidad social de la obra estética: el teatro se convertía en el medio más adecuado para alcanzar tales logros, más directo y popular que la poesía.

Su única escuela es la atención personal de lo que puede contemplar y lo que empieza a leer. Además de las influencias directas de los conocidos dramaturgos del momento y de los clásicos, no debemos desdeñar su gusto por el cine, que le atrae irresistiblemente, y la zarzuela, cuyo aspecto musical imitaba de tan joven componiendo versiones jocosas a la melodía original.

En especial para el período posterior a 1936, es interesante apreciar el impacto de efectos cinematográficos (iluminación, focalizaciones en primerísimos primeros planos, números musicales, detenciones de la acción, superposición electrónica de planos como fondo, etc.) como verdadero «nuevo orden audiovisual» para su teatro, tanto por resonancias de la producción española (válido para El labrador de más aire), como de su visita a la URSS en 1937 (nítido en El pastor de la muerte); por otro lado, personajes corales, canciones, monólogos, lirismo, distribución estructural y hasta el sustrato argumental (historias de amores, celos, engaños surgidos por las diferencias sociales y económicas que se familiarizaba con exposiciones sentimentales, sensibleras y melodramáticas) no son ajenas al teatro de M. H. (evidente en El labrador).

Miguel ensayó algunos dramas que se han perdido, pero de los que existe constancia: así La gitana o La endemoniada (en la línea ambas de Fernández Ardavín) o Juan de oro.

Cuatro fases de una evolución

La evolución poética de M. H. experimenta un proceso espiral de interiorización del sentimiento humano (en cuatro fases):

  1. Mundo externo: la naturaleza y lo cotidiano objetual. Se trata de la prehistoria literaria y la entrada en el hermetismo y la plegaria (que alcanza hasta 1934).
  2. Mundo interno: el YO trascendental y amoroso. Es el momento de la crisis: el encuentro con los hombres (el amor y la amistad) y el encuentro con la Historia. (Recoge los años 35 y 36).
  3. Mundo externo: el compromiso social y político en la Historia (propaganda y combate durante la guerra «incivil» española, como acuñó A. Castro; período que abarca en M. H. hasta 1938).
  4. Mundo interno: el intimismo del YO como trasunto amoroso y social (contextualizada la Historia destruida: ya desde 1938 hasta 1941).

El teatro publicado de M. H. consta de seis piezas que podemos agrupar en tres bloques ideológicos distantes entre sí y que vienen a insertarse en tres primeras etapas de su trayectoria artística general: a) la etapa religiosa y existencialista de influjos oriolanos, con el alegórico auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (QV), 1933-1934, y la íntima argumentación taurina de la soledad El torero más valiente (TV), 1934, envuelta en un hálito existencialista entre el fatalismo y el tono bufo de la tragicomedia; obra de transición hacia la siguiente fase; b) la etapa reivindicativa de la inmediata preguerra, desde Madrid, con un teatro de envoltorio y apariencia directamente social pero no exento de un entronque intimista-amoroso: Los hijos de la piedra (HP), 1935, y El labrador de más aire (LA), 1936; y c) la etapa de la guerra, con un teatro de incitación y propaganda bélica con el que M. H. procuraba mantener despierto el ánimo de los combatientes, tanto en la retaguardia (las cuatro piececillas de El teatro en la guerra, TG, 1937) como exaltando a los republicanos de vanguardia (El pastor de la muerte, PM, 1937).

Estas fechas, como sabemos, resaltan los difíciles momentos en los que realiza su producción dramática el escritor oriolano, especialmente por proyectar el contorno vital en su literatura, hasta erigirse en paradigma de una época caracterizada -con todo- por la indecisión, la fluctuación y los enfrentamientos ideológicos; época crucial en el devenir histórico español (artístico-literario y político) del resto del siglo XX. En todas las obras citadas y en otros bocetos o fragmentos conservados se aprecia un proceso ideológico y estético (marcador de la idiosincrasia personal y artística de M. H.) que avanza desde la mimesis libresca hasta la integración con la historia inmediata (plasmada a través de su particular concepción de los diversos parámetros escénicos, desde la carga semántica hasta la disposición sintáctica).

Resulta de capital e inexcusable importancia un intento (riguroso) de explicación de los distintos haces de relaciones que dan sentido a una obra desde su génesis. M. H. realiza la simbiosis de una muy amplia gama de influencias: sus productos artísticos son el resultado de la esmerada labor de fusión de vida, compromiso convivencial y tradición literaria; de aquí que podamos aplicar criterios de análisis e indagación basados en: 1.º) su biografía, con interpretaciones psicologistas (la naturaleza, el panteísmo o hilozoísmo hernandiano, su peculiar propuesta idealista del idilio utópico de los trabajadores); 2.°) en la literatura comparada (costumbrismo, verismo y tradicionalismo social simplista); y, por fin, 3.°) en la interconexión histórica de conflictos sociales, siempre amortiguados por incursiones afectivas: el intimismo amoroso reprimido y condicionado por las relaciones humanas. En esta línea, M. H. se decanta hacia un tratamiento latente político (partidista); este relevante aspecto (implícito o a profundis) se revela en las sucesivas puestas en escena -desde el auto sacramental a LA; evidente en el teatro de la guerra- donde, a través de nítidas intenciones políticas relativamente falseadoras o mitificadoras, se descubren y aclaran las elaboraciones alegóricas y simbólicas de toda su producción teatral. Aunque nos movamos en terrenos tan resbaladizos como la interpretación psicologista (del escritor) o la explicación del simbolismo político subyacente, por ejemplo en LA (en la que las posturas de los personajes pueden premonizar trasuntos de grupos o facciones políticas), nos referimos al contenido de los dramas de M. H. (y así hoy lo aprehendemos) como un teatro político (siempre en una aceptación superficial y sencilla de lo político), aun cuando obedezcan a designios ideológicos prontamente enfrentados en su partidismo, pero a la vez con numerosas constantes: el sentido de libertad, justicia o solidaridad, el deleite por la naturaleza, lo amoroso como lo más íntimo por sobre lo demás, etcétera.

Durante los años 30, las tendencias culturales y expresivas sufren un vuelco tal que se hace pertinente la aseveración general de A. Ubersfeld, para quien «el teatro es una práctica ideológica, e, incluso, más frecuentemente, muy concretamente política». La afirmación de que todo el de M. H. se concibe como un teatro político se sustenta, además, pretenciosamente en una nueva hipótesis de metalectura o lectura metadramática, según la cual el personaje protagonista no se identifica ya con el autor, esto es, el yo poemático no coincide en toda la complejidad de pensamiento y acción del yo real-autor; ello provoca (en una transacción de la posición aristotélica al brechtismo) que el énfasis recaiga en la recepción (pragmática), es decir, que -más allá de lo vivido por el personaje- el lector/espectador extraiga sus propias conclusiones. Concretamente, aunque el planteamiento de HP venga a postular que el conflicto social estriba en las relaciones humanas de los individuos concretos, el desenlace y la reflexión que se abre al espectador le conduce a que es el sistema (lo político) el causante de la masacre y de las violaciones afectivas y sociales. Las referencias explícitas en QV como testimonio anticomunista y antianarquista o en LA, por contra, a esgrimir la hoz y el martillo, no dejan lugar a dudas de la politización a borbotones del teatro de M. H. No soslayemos las polémicas que caracterizaron el tercer decenio de siglo en nuestro país sobre las relaciones entre religión y política (y arte: poesía pura y derecha monárquica católica, por ejemplo) y que a partir de 1929 la editorial Cénit difunde por Madrid publicaciones de K. Marx sobre España, el Teatro del pueblo de Romain Rolland o El teatro político de Erwin Piscator.

Según el testimonio verbal de J. Bergamín -capital para la interpretación ideológica de QV-, recogido por M. Chevallier, «cuando me presentó, en 1934, el auto sacramental QV, tuve que hacer yo el "censurable censor" y hacerle quitar algunas tiradas profascistas. Fue poco lo que tuvimos que suprimir, algunas tiradas, unos versos. Miguel lo aceptó sin dificultades».

Tres obras puestas en pie

Ciñámonos a las tres piezas que han sido llevadas a las tablas y de las que disponemos de datos directos: el auto, Hijos de la piedra y El labrador. En cuanto a su significado, varias, y no solo una, stricto sensu son las interpretaciones que ofrecen estos dramas hernandianos; distintas aproximaciones semánticas interrelacionadas que configuran una determinada visión del mundo.

En QV podemos apreciar, al menos, las siguientes posibles lecturas (o amalgamas de lecturas): 1) lectura religiosa en dos vertientes: la cristiana-católica (la Redención divina premia con la Gracia eterna el afán de pureza y perfección y el arrepentimiento de toda perversión material) y la panteísta-hilozoísta (dejado llevar el escritor por su misticismo pagano y su apego a la Naturaleza, confiere al mundo y a sus criaturas una vida propia); 2) costumbrismo utópico: el auto nos sumerge en una coexistencia de agro y pastoreo, en el mundo del trabajo, intentando conservar ese mundo idílico, enajenante, del campo (puro y casto) en oposición a la ciudad (viciosa y corruptora); 3) lectura sociopolítica: entre 1933 y 1934, M. H. rechaza la lucha de clases, condena a los trabajadores subversivos, revolucionarios y huelguistas frente a los intereses de la clase dominante; defiende los valores tradicionales y sociales de la derecha monárquica que se oponen a los -en su opinión- abusos expansionistas e injustos de las fuerzas republicanas (comunistas, anarquistas...); 4) lectura ético-epistemológica: la inocencia e ignorancia del Hombre se abandonan por los conocimientos que proporciona la experiencia y que solo conducen al dolor, afirma el poeta (desde una perspectiva afín al personalismo cristiano más que al existencialismo pesimista); el comportamiento del Hombre permanecerá ofuscado por la falta de guía(trascendental): en este sentido, QV pertenece a la tradición de las «moralidades» o los enxempla cristiano-medievales; el conocimiento del hombre, pues, deriva de la idea de Dios, sin la cual el Hombre continúa en su ignorancia abocada al nihilismo. En conclusión, M. H. sintetiza en el personaje alegórico del Hombre a toda la humanidad y las complejas circunstancias determinadoras del devenir histórico, en el que han de incidir y coincidir las variables éticas, costumbristas, sociopolíticas y religiosas como un todo.

En HP y LA, M. H. -todavía en proceso de madurez ideológica- comparte la carga semántica de sus dramas entre la vertiente política reivindicativa y la vertiente íntima de la convivencia social: aspectos que en M. H. no coinciden aún, pues ante el abuso social que perturba las relaciones humanas y degenera la estructura jerárquica, el dramaturgo oriolano reclama autenticidad, respeto, orden y amor entre Administración y administrados, entre patronos y obreros, pero manteniendo el régimen establecido: los conflictos surgen -viene a afirmar- a causa de los individuos, no del sistema. Estas dos tragedias (estrechamente relacionadas) presentan un movimiento ideológico regresivo: HP se presenta como una obra social en la que hay un conflicto amoroso también, mientras que LA aparece como una intrincada historia de amor estereotipado que se ve doblemente perturbado con el conflicto social (Isabel, por una parte, y su padre don Augusto, el cacique, por otra).

No han sido muchas las representaciones de estas tres obras hernandianas. Con montajes diversos sería más lícito enjuiciar la calidad teatral de sus propuestas escénicas, amén de que la diégesis narrativa o de que el argumento nos parezcan en principio débiles, simples, ingenuos y sustentados en un maniqueísmo excesivo y en una retórica frecuentemente inadecuada.

Sin duda, si estas obras se hubieran presentado en vida del autor, habrían despertado reacciones muy distintas y polémicas en los críticos, intelectuales y espectadores, en general, de la época. Ello mismo podría haber influido en el quehacer posterior de la dramaturgia hernandiana.

Quién te ha visto y quién te ve...

QV era saludada en 1934 por Raimundo de los Reyes ya como «su obra cumbre», y son frecuentes las valoraciones de admirable y obra maestra, de calidad excepcional, una de las piezas más bellas de España; L. F. Vivanco la estima sin paliativos como obra representable, de gran aparato. La prueba palpable de que estos juicios no andaban descaminados la obtuvimos en 1977 cuando el grupo alcoyano La Cazuela estrenó el auto sacramental. Si esta obra hubiera sido representada en 1934, no creemos que hubiera causado menos escándalo y más significativo que los primeros dramas de Alberti o de José M.ª Pemán, en sus enfrentados presupuestos ideológicos. No fue así; hubo que esperar a la muerte del general Franco para que el Instituto de Estudios Alicantinos de la Diputación Provincial de Alicante propusiera su estreno mundial. Fue el 13 de febrero de 1977 en el teatro Circo de Orihuela. Contó luego con tres representaciones más en la provincia: Alicante, Alcoy y Petrel. El montaje fue dirigido por Mario Silvestre, y los decorados y el vestuario se debieron a Alejandro Soler.

Quisiera resaltar simplemente el paralelismo que se establece entre el momento de la escritura y el momento de la representación de QV: M. H. redacta el auto, como obra de la contrarrevolución, cuando en España se ha cerrado un período dictatorial y da comienzo una etapa democrática con la II República (era 1933-1934); el montaje es pensado, precisamente, en el instante en que termina la dictadura franquista (1975) y se inicia la transición hacia una posible democratización con la irrupción de partidos ideológicamente encasillados en la izquierda (o en el sencillo progresismo de la apertura política): era 1976-1977. Por ello interpretamos este hecho como un contrahomenaje de los poderes establecidos aún de la derecha española para contrarrestar la presión del «Homenaje de los Pueblos de España» que se desarrolló popularmente en 1976, con la indudable politización de la figura del escritor oriolano. Con todo, el resultado estético de la puesta en escena de La Cazuela, grupo aficionado a la postre, puede ser calificado de notable, pues presentaron un montaje efectista y brillante, en el que se resaltan los valores intrínsecos aceptables de la primera propuesta hernandiana para las tablas.

Los hijos de la piedra

También R. Marrast se lamentaba de que HP no fuera representada durante la guerra civil, a pesar de ser -dice- superior a muchas de las que sí conocieron el honor de la escena. Alberto Cousté se sorprende aún más: «tiene grandes posibilidades de éxito escénico y resulta sorprendente que no haya sido estrenada». Al margen algunas alusiones de representación en la Universidad de Valencia, sobre 1967-1968, de lo que no hemos encontrado mayores referencias, el estreno se llevó a cabo en la ciudad francesa de Toulouse el 31 de octubre de 1963, a cargo del grupo Amigos del Teatro Español (ATE) dirigidos por Manuel Martínez Azaña, sobrino del que fuera presidente de la República, Manuel Azaña. No se escapa en este caso la motivación sociopolítica de claro matiz antifranquista, amén de la estética, de este esfuerzo del grupo de exiliados y emigrantes españoles por recuperar un drama tan desconocido. Coincidió que en aquel momento hubo también una huelga importante en las minas asturianas: algunos de los mineros acudieron a Toulouse. Los actores nada tenían que ver son profesiones intelectuales, lo más frecuente era su dedicación a la construcción (albañilería, etc.). Teatro comprometido y realista en su carácter político-social, drama obrero de logradas características, nos destacaba Marie Laffranque, secretaria entonces del grupo ATE, como elementos de interés para su elección. Nuevamente, de la experiencia real de la puesta en escena de HP se colige la captación plenamente rebelde de la propuesta social de M. H. en función de una aprehensión rápida de la producción teatral; con lo que se legitima el cambio ideológico del escritor oriolano a nivel simple y palmario como hijo y poeta del pueblo: sin intelectualismos progresistas y con mucho de utopía popular -y conservadora, al fin-. La obra se representa más de una decena de veces, en varias salas, saliendo incluso de Toulouse. En el montaje se enfatiza la aparición de la Guardia Civil de forma virulenta, recuerda M. Martínez Azaña. En definitiva, la prensa de Toulouse -La Dépêche o Sud-Ouest- recibió este trabajo con muy elogiosos comentarios.

El labrador de más aire

«La obra de mayor brío y las más garbosa de Hernández», pero mejor valorada como expresión poética que como pieza teatral, según Sánchez Vidal, es LA, el drama más representado; siempre después de la muerte de su autor. Hay constatadas cuatro puestas en escena: a) 1960, con Toulouse, lectura-espectáculo sin decorado, el 12 de marzo, por el grupo ATE, con Martín Elizondo y Juan Matéu, entonces exiliado en Francia; b) 1968, en Pedralba (Valencia): se trata del estreno en España (con cuatro funciones en la provincia de Valencia). El promotor y director (y actor) fue Juan Matéu Picó al frente del Cuadro Artístico de Pedralba (luego Grupo Teatral de Pedralba), en junio, una vez regresado a España; c) 1972, en Madrid: a cargo de la compañía del teatro Muñoz Seca, dirigida por Natalia Silva y Andrés Magdaleno. El estreno (presentado como mundial) tuvo lugar el 17 de octubre. Se mantuvo en cartel hasta mayo del año siguiente, con más de 200 representaciones. Viajó también por otros puntos de España (incluida Orihuela). Fue, eso sí, la primera representación con criterio empresarial (y profesional); d) 1977, en Barcelona: el 11 de junio, la Companyia de L'Assemblea d'Actors, Directors i Professionals Autònoms, dirigida finalmente por Jaume Nadal (habiendo iniciado la adaptación y los ensayos Trino Trives) actúa en el teatre Grec.

En conclusión, es importante destacar la relación pragmática de estas puestas en escena por lo que representan en cuanto a cambios de sentido y apropiación de lo semántico; es nota común en todas las propuestas una intención política inequívoca, a veces tergiversadora (e ilícita), según lo analizado a partir del texto dramático. El enfoque político de reivindicación sesgada hacia la derecha política (lo que se llamaba entonces «apolítico») parece ser una de las ideas -entre otras- que promovió los trabajos escénicos de QV en 1977 y del LA en 1972, mientras que el uso decantado hacia la izquierda (o el antifranquismo) pareció inspirar las otras representaciones: si en febrero de 1977 en Alicante y Orihuela se aprueba la representación de QV, pocos meses después, a partir de junio, se lleva a cabo la puesta en escena de Barcelona del LA, con la idea -expuesta por el director- de recuperar un clásico y plantear una circunstancia social con plena vigencia todavía: la visión que se buscó se apoyaba en dos planos: primero, sobre todo, el revolucionario (la reivindicación social y política), y, en segundo lugar, potenciando el lirismo con imaginación en el montaje (con una especial escenografía, movimiento, iluminación y dicción de los versos)... Algunos críticos insinuaron, incluso, que en la representación había excesiva politización.

Permítaseme concluir este apartado con la lucidez de las palabras de José Monleón, quien comparó las actuaciones de Madrid en 1972 y de Barcelona en 1977 con una reflexión sobre la validez dramática de un teatro como el de M. H.: «Hace unos años, en el Muñoz Seca, se presentó esta obra en un montaje formalmente naturalista y centrado, sobre todo, en destacar la belleza del verso. El intento -uno de los pocos valiosos que ha ofrecido dicho local desde su última recuperación para la actividad escénica- planteó la cuestión que surge cada vez que se monta a un gran poeta de la literatura: ¿no corresponderá al convencionalismo métrico y lírico del lenguaje, y aun al modo de tratar la fábula, una estética escénica distinta a la empleada para el teatro prosaico? ¿Cabe conjugar el naturalismo con el verso de Miguel, el tratamiento psicológico de los personajes con la estilización que suelen proponer los "grandes textos poéticos"? ¿Hasta qué punto será, en cada caso concreto, una torpeza del "aparato escénico" o una expresión de la falta de "talento dramático" del poeta? Si en Madrid -en tiempos de censura vigilante- se puso el acento sobre la palabra, ahora, en Barcelona, muy lógicamente, se han volcado [...] sobre la significación política del autor. Con lo que parece que la única cuestión consiste en conseguir que el espectáculo encuentre en la representación de LA cuantos materiales justifiquen las afirmaciones previas; de lo cual deriva, por parte del actor y de los directores, el obligado subrayado de aquellas escenas y aquellos versos que pongan su énfasis en la injusticia social, y, por parte del público, el correspondiente y agradecido aplauso, como si se tratara de espectadores a la espera del aria que justifique toda una ópera [...]. Porque, en última instancia, ese ha sido el testimonio aportado por esta representación de LA, un trabajo limpio, claro, honesto, pero peligrosamente escolar, si, soslayando todo paternalismo y no dejándonos llevar solo por criterios de solidaridad política, debemos considerarlo como una "respuesta" o una alternativa democrática frente al teatro tradicional».

La temática y el concepto teatral de M. H., en conclusión, sigue en su corta producción una evolución progresiva que se aleja de la proyección de lo esencial humano en sus dramas y los debilita artísticamente: parte del intimismo y la lucha interna del hombre para lograr su salvación, en QV, de escenificación espectacular; prosigue con la incorporación de la preocupación social latente en HP, en donde yuxtapone el yo al nosotros con tonos agrios y menos riqueza escénica; en LA ya están situadas a un mismo nivel la problemática de la injusticia social -la presión latifundista- y las motivaciones individuales, hasta hacer compatible la cabal realización de los afectos personales (como el amor o el odio) sin su molesta interrelación con lo social: la trama se bifurca en caminos aparentemente separados que, en realidad, son uno mismo en la cosmovisión hernandiana y terminan confluyendo fatalmente. La ambientación escénica llegará a la nulidad casi absoluta con el teatro de guerra (en especial en Teatro en la guerra), donde se enfatiza el encono político sobre otros anhelos.

Dos son, en suma, pues, los factores que coinciden en los aspectos sociales del teatro del oriolano: uno, tradicional y formalista; otro, ideológico, radicalmente contemporáneo, situado en la lucha existencial del hombre contra sus propias pasiones o contra los factores exteriores que lo condicionan. De este modo, se realiza en la obra de M. H. un teatro híbrido que participa por igual del popularismo lopista o del didactismo neocatólico al modo de Calderón, y de los sentimientos de rebeldía y soledad humanas, que lucha infructuosamente contra su sino fatal. Precisamente, por la interconexión y simultaneidad en los dos factores -de una visión utópica y arcádica y una realidad hostil- se fundamenta la latente indecisión en cuanto a lo social, mientras que en lo personal M. H. se muestra en su teatro a la altura del poeta humanístico que es en su obra lírica.

Dos tendencias y una formalización

M. H. merece hoy ser destacado como uno de los autores más representativos e interesantes del teatro comprometido español (social y político) de los años 30, en sus dos vertientes opuestas: teatro de la derecha y teatro reivindicativo proletario; ambas tendencias unidas por su formalización poética y utópica de los presupuestos idílicos. Sin duda, LA supone la culminación de la pastoral dramática de la izquierda. Ahora bien, el escollo insalvable de la dramaturgia hernandiana se debe a la inadecuación de los medios expresivos empleados en relación con los temas y su tiempo; no tanto por indigencia técnica, sino por inadecuación o impertinencia semiótica. El dramaturgo oriolano, aun utilizando similares elementos y motivos poéticos que Dicenta, Alberti o García Lorca, dado su peculiar tratamiento de la trama, no consigue los mismos resultados dramáticos, y carece de la trascendencia en el devenir literario y escénico español de creaciones como las de R. Alberti (con tanto por reivindicar todavía) y, especialmente, Federico García Lorca (desde sus tragedias rurales hasta sus exploraciones surrealistas) o el adelantado Valle-Inclán de lustros anteriores.

Desde París, Pablo Neruda entregaba este mensaje sobre nuestro escritor: «Recordar a Miguel Hernández, que desapareció en la oscuridad, y recordarlo a plena luz es un deber de España, un deber de amor. Pocos poetas tan generosos y tan luminosos como el muchachón de Orihuela».

Con todo, hasta el final de su producción, ESPERANZA y GRITO DE LIBERTAD continúan reiterativamente las pautas de su primera etapa (de planteamiento tan dispar). Así, en el auto sacramental (1933-1934) escribía este diálogo entre un personaje positivo -Voz de la Verdad- y otro negativo -Deseo-:

V-d-V
¿Quién amurallará los sones
de mis voces?
DESEO
Mis prisiones.
V-d-V
No me callará tampoco
si a la prisión me condenas.
DESEO
Te hará callar el tormento.
V-d-V
Sin lengua, sin sangre apenas,
¿quién podrá poner cadenas
al alma y al pensamiento?

En Los hijos de la piedra (1935), el Pastor -símbolo de la misma libertad- al escapar de un encarcelamiento injusto, prolonga las estrechas conexiones de toda la obra hernandiana y exclama:

PASTOR.- No, Retama, estas llagas no son de las cadenas. Las cadenas de la cárcel no levantan la piel y la carne de los brazos, que levantan las del corazón. Aquí dentro es donde he sentido y siento la crudeza de sus anillos oprimiendo con hierro helado mi vida.


En El hombre acecha (1938), prosigue su leitmotiv:

Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.

Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.

Son muchas llaves, cerrojos, injusticias:

no le atarás el alma;



anticipación de lo que hasta en el último poema del presunto Cancionero y romancero de ausencias, en 1941, nos dejó escrito:

No, no hay cárcel para el hombre

No podrán atarme, no.

Este mundo de cadenas

me es pequeño y exterior.

¿Quién encierra una sonrisa?

¿Quién amuralla una voz?

A lo lejos tú, más sola

que la muerte, la una y yo.

A lo lejos tú, sintiendo

en tus brazos mi prisión,

en tus brazos donde late

la libertad de los dos.

Libre soy, siénteme libre.

SOLO POR AMOR.