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Miró y «El obispo leproso». Una poética simbolista para la novela

Joan Oleza

El obispo leproso en los ruidosos años 20

La década de los roaring twenties, entre el bullicio europeo de entreguerras y la penúltima hazaña de los espadones carpetovetónicos, despidió a los más longevos novelistas del XIX1 y leyó las novelas de la última campaña de los modernistas-noventayochistas, ya en su fase de declive biológico, como San Manuel y Don Sandalio, de Unamuno, escritas ambas en el año 30 aunque publicadas algo después, como Doña Inés (1925) de Azorín, como Tirano Banderas (1926) y La corte de los milagros (1927), de Valle Inclán, como los sucesivos tornos de las Memorias de un hombre de acción, de Baroja, o los últimos flecos de sus novelas contemporáneas, como La sensualidad pervertida (1920), o las tres novelas de Las agonías de nuestro tiempo (1926-27). Es cierto que en esa década se acomete el golpe de timón que cambiará el rumbo de la literatura hacia las vanguardias: en 1923 se funda la Revista de Occidente y en 1927 La gaceta literaria, en 1925 publica Guillermo de Torre sus Literaturas europeas de vanguardia y Ortega La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, en 1927, en fin, se organiza el homenaje a Góngora. La norma literaria, que rige la configuración del canon, ha cambiado de manos, pero las novelas confeccionadas según esa nueva norma literaria van goteando perezosamente y no de forma significativa hasta, por lo menos, 1926, fecha de publicación de El profesor inútil de Benjamín Jarnés, Historia de un amanecer de Francisco Ayala o Víspera del gozo, de Pedro Salinas, además de El torero Caracho del irrestañable Gómez de la Sema, ninguna de ellas decisiva, por cierto. Hasta 1927 en que Ramón publica su mejor aportación a la vanguardia narrativa, las Seis falsas novelas, o hasta 1929 en que Antonio Espina publica Luna de copas2, la crítica no parece reconocer en la práctica lo que se postula en la teoría, y resulta curioso observar que la concentración más significativa de novelas «nuevas» no se produce hasta 1930-19313, cuando ya han empezado a sonar las campanadas de difunto para la llamada novela deshumanizada (El nuevo romanticismo, de J. Díaz, se publica en 1930) y ha comenzado a aparecer una novelística de compromiso político: El blocao (1928) y La Venus mecánica (1929), de José Díaz, Imán (1929), de Ramón J. Sender, La turbina (1930) de César M. Arconada, o Campesinos (1931) de Joaquín Arderíus. No tardará Max Aub en lanzar a la calle a su primer apócrifo en la que puede interpretarse como acta de despedida del vanguardismo narrativo made in Revista de Occidente, Luis Álvarez Petreña (1934).

En esa década del 20, mientras se despide a los grandes de la novela realista del XIX, se admira la última campaña de los modernistas-noventayochistas y no acaban de llegar las novelas importantes de vanguardia postuladas desde el nuevo poder discursivo, se abre el espacio para una novela en plenitud, la de los modernistas-modernists de la generación del 14, Ramón Pérez de Ayala y Gabriel Miró. Sus propuestas narrativas de esos años que van del 21 (Belarmino y Apolonio y Nuestro Padre San Daniel) al 26 (Tigre Juan y Curandero de su honra, y El obispo leproso) son profundamente diferentes, pero comparten una misma poética simbolista de base. En el caso de Gabriel Miró, que ha ido muy lejos en la desestructuración de las fórmulas narrativas del XIX, sobre todo en las narraciones inmediatamente anteriores, Figuras de la Pasión del Señor (1916-1917), Libro de Sigüenza (1917) y El humo dormido, (1919), sorprende observar cómo en esta primera mitad de los 20 y ya en plena madurez creativa, se vuelve hacia esa misma novela del XIX, hacia el Galdós de Doña Perfecta, hacia el Valera de Doña Luz, pero sobre todo hacia el Clarín de La Regenta, para elaborar una propuesta que es a la vez un homenaje y una réplica, y esbozar un gesto de complicidad al tiempo que de despedida.

Gabriel Miró, la novela del siglo XIX, y La Regenta

El importante papel que juegan las lecturas de novelas del XIX en la formación de G. Miró ha sido bien estudiado, y la presencia muy significativa de obras de Clarín en la biblioteca personal del autor alicantino no menos atestiguada4. En cuanto a la doble novela de Nuestro Padre San Daniel-El obispo leproso, M. A. Lozano ha subrayado su vinculación a «lo leído en la novela "realista" [...] contiene además los tres grandes temas de la novela decimonónica española: la ciudad levítica, el sacerdote enamorado y el adulterio» (2002, 13).

El tema del sacerdote enamorado ha sido enfatizado sobre todo por Márquez Villanueva (1990), en un bien documentado ensayo que inserta la novela de Miró en la tradición europea con esa temática, que sin embargo incurre, a mi modo de ver, en un énfasis desmesurado sobre el papel que ese enamoramiento juega en la novela, hasta el punto de atribuir a la lepra que corroe al obispo el significado de lo que él califica de su «martirio sentimental». Como se verá, no comparto esta interpretación. En todo caso el obispo de Oleza está mucho más cerca del padre Enrique de Doña Luz, con su enamoramiento silenciado y platónico, que del amor pasión del Magistral por la Regenta. Si ese amor del obispo no da pie a ningún acontecimiento que lo exteriorice como tal, menos hay en él sombra alguna de deseo que perturbe su condición eclesiástica. Tampoco es el único cura enamorado de la novela: mucho más evidente, más lleno de sensualidad, más impregnado de admiración erótica es el amor de Don Magín por D.ª Purita5, que estalla en el final de la novela en la estación, cuando D.ª Purita se dispone a abandonar Oleza y Don Magín lo advierte y corre a despedirla, atemorizado de súbito ante la idea de seguir viviendo en Oleza sin la presencia permanente de su belleza, de su libertad, de su simpatía. «Don Magín olvidóse de su edad, de su hábito, de su sosiego y se atolondró y corrió como un don Jeromillo»6 (428). Los ramos de flores diferentes que apresuradamente va comprando Don Magín y extendiendo sobre el regazo de la bella doncellona, ya en su asiento, y la despedida de ella, que «le besó la mano, y cortó un nardo y también lo besó y se lo dio diciéndole:

-Cuando yo iba de corto, usted me dijo que me parecía a un nardo. ¡Tómeme chiquitina!»


Constituyen toda una declaración de amor sensual. Después, y mientras el tren se aleja, D.ª Purita se asoma para ver cómo permanece allí, al pie de la primera acacia de la estación, Don Magín «con la cabeza desnuda, plateada; una mano caída y la otra elevando la flor besada» (431).

Este Don Magín, que domina con su actuación el conjunto de las dos novelas ha sido creado teniendo en cuenta la figura de Don Fermín de Pas, al que remite en casi cada uno de sus rasgos, desde su nombre o su belleza física hasta su manera de sostener el manteo o su cultura, muy superior a la de cuantos le rodean. Y sin embargo, como ha mostrado bien B. Ciplijauskaité (1982), ese seguimiento tan de cerca, tan de detalle, no le sirve a Miró para crear otro Don Fermín, sino justamente un «anti-modelo» de Don Fermín, su contrafigura esencial.

En cuanto al tema del adulterio, ya estudié en otro lugar J. Oleza (2002) cómo el planteamiento de La Regenta, inserto en un discurso europeo liberal que desacredita los mitos del Antiguo Régimen (y en especial los de la venganza de la honra, el donjuanismo y la perfecta casada) para construir sobre sus ruinas una mitología moderna, le permite multiplicar sus efectos como novela en las sucesivas generaciones, y así reverbera en El vicario, de Ciges Aparicio, en la generación modernista, en El obispo leproso y, solo en parte, en Tigre Juan y Curandero de su honra, en la novecentista, en Laura a la ciutat deis sants (1930), de Miquel Llor, en la de la República, o en Mariona Rebull (1962), de Ignacio Agustí, en la de la postguerra. De todas las novelas del adulterio de la mujer insatisfecha que conozco, únicamente L'adultera (1882), del escritor alemán Theodor Fontane, no resuelve dramáticamente su conflicto, cargando sobre la protagonista una culpa socialmente irredimible, por muchas razones que haya tenido para su infidelidad. En esta novela Fontane subraya de manera relevante cuánto hay en su protagonista (Melanie de Caparoux) de elección de su destino, de transformación moral que conduce desde la niña mimada de su infancia, o desde la princesa de la casa de muñecas de su matrimonio, a la mujer madura que opta por ponerlo todo en juego para rehacerse a sí misma, y que al hacerlo es capaz de reconocer la culpa de todas las fracturas que provoca y no obstante dar prioridad al derecho de apropiación de su vida, que no podría ser ejercido más que de forma inocente.

Casi cincuenta años más tarde, Gabriel Miró, el novelista español que más se acerca a esta resolución del conflicto, y que no duda en proclamar la inocencia de la adúltera, María Fulgencia, no puede constatar como posible, sin embargo, su reconciliación con la sociedad, ni su libertad frente al matrimonio y el marido, ni la esperanza de futuro para su amor por Pablo. Gabriel Miró está del lado de la pureza de los jóvenes adúlteros, pero se apercibe de que ella no tiene otra salida que la del exilio en vida, aunque a diferencia de Ana Ozores sea en condiciones mitigadas: lejos de la ciudad levítica y en la propiedad que le pertenece por herencia y no por matrimonio.

No es este el lugar de desarrollar un minucioso análisis de los débitos de Miró con la gran novela de Clarín. Son muchos y de muy variado tipo: anécdotas, situaciones narrativas, personajes, motivos temáticos... Y sin embargo El obispo leproso no es una novela epigonal de La Regenta, a pesar del encendido homenaje que le ofrece. En casi todo lo que absorbe de ella elabora una contrafigura, una réplica, y lo hace más que nunca cuando se trata de contrarrestar su poética. Al implacable análisis de la realidad social de Vetusta y del psiquismo de sus personajes, propios de una poética realista-naturalista, va a contraponer Miró una novela en clave de poética simbolista.

Una poética simbolista: las estrategias de simbolización

Cuando me refiero al simbolismo no le doy el sentido restringido del grupo de poetas que quiso llamarse así en el París del fin de siglo, ni tampoco el más extenso de un movimiento histórico que arranca con el Romanticismo y culmina en el llamado Simbolismo Internacional. No le doy el sentido de un grupo o movimiento7 sino el de una poética, una poética que puede encontrarse en obras y autores que nunca se bautizaron de simbolistas, como Gabriel Miró, y que constituye una de las vías fundamentales de despliegue de la modernidad estética, desde que comienza a ser formulada por los románticos de Jena hasta que conoce sus últimas manifestaciones en la segunda mitad del siglo XX, en la obra de Benet, por poner un caso, o en el venecianismo de los Novísimos, por poner otro.

Por razones de tiempo no hablaré de todos los aspectos narrativos que corresponden, en la escritura de Miró, a esta poética simbolista8, me concentraré tan solo en uno, quizá el más decisivo de todos, el de las estrategias simbolizadoras que recorren el libro.

De entrada asaltan al lector rasgos de escuela, que en Miró se relacionan, más que con los cisnes de Darío, con el decadentismo francés de los 80-90. Están las «decadencias adobadas por el ayuda de cámara» del Conde de Lóriz y como contrapunto el sadismo feroz del P. Bellod, que se excita con la descripción detallada de las atrocidades infringidas a los mártires y que pone en práctica con el miserable cuervo (la graja) del Círculo, al que mata con el tormento del cyfonismo; está el erotismo libresco que despiertan en Pablo las estampas de religiosas y está la androginia del Ángel de Salcillo que, muy a la manera prerrafaelista, enamora a María Fulgencia (175)9.

Pero la novela siembra símbolos a lo largo y lo ancho de todas sus páginas. Se podría incluso decir que cuanto toca la pluma de Miró se convierte en símbolo. De hecho pueden comprobarse todas las variantes de una estrategia simbolista.

La primera, la de los motivos simbólicos, que no son símbolos por sí mismos, sino que actúan en correspondencia unos con otros, generando con su asociación efectos simbólicos. Casi todos los elementos suscitados por la escritura mironiana buscan este tipo de asociación, y especialmente en forma de pareja. Doña Purita y Elvira comparten la condición de mujeres sin pareja, pero su contraste les otorga una significación añadida: la una simboliza a la virgen, la otra a la soltera, la una blanca, carnal, hermosa, simboliza la sensualidad y la afirmación de la vida, la otra enjuta, descarnada, tétrica, su represión. Algo parecido ocurre con la madre abadesa y la madre clavaria del convento de la Visitación, la una es la comprensión maternal, la otra la norma rígida y sin apelación. El carácter dulce, bondadoso, de Don Vicente Grifol se manifiesta en su empeño de injertar un limonero dulce en otro agrio (155); la casona de D. Álvaro, siempre cerrada adquiere toda su significación en contraposición con la de los Lóriz, siempre abierta cuando sus dueños están en Oleza, y frontera con ella (128), o en contraposición ciudad-campo con el paraíso abierto y luminoso del Olivar, la finca de Paulina; la mirada terrible, de ahogado, de la talla de Nuestro Padre San Daniel, se contrapone a la de ojos infantiles y benignos de San Josefico: los ojos de Nuestro Padre «sobrecogen y rinden a los olecenses [...] ningún lugareño osaría acercársele de noche» y es fama que delatan la deshonestidad de doncellas y casadas10, los de San Josefico, en cambio, duermen cada noche en una casa y trasladan de una a otra, sin delatarla, la intimidad compartida (271); cuando D. Amancio y María Fulgencia se casan, «se fueron a sus haciendas de Murcia. La novia, como un naranjo en flor; el marido como un cayado de ébano» (359); la primorosa caligrafía del Deán, en la que cifra todo su orgullo, se convierte en simbólica en contacto con «su cuajo», proverbial en Oleza, esto es, su parsimonia y su irresolución, además de su perezosa incapacidad para comprender lo que le rodea; de la misma manera que el agua que bebe Pablo en casa adquiere su poder simbólico en asociación con las llaves de las que se ha apoderado su tía Elvira para mantener cerrados a cal y canto todos los muebles: «Ese estridor de llaves y cerraduras creía sentirlo Pablo hasta con la lengua, amarga por el relumbre de agua oxidada, que el padre y tía Elvira le obligaban a beber para que le saliesen los colores». La realidad es un bosque de símbolos, como quería Baudelaire, y el poeta es quien lo atraviesa descubriendo a su paso las correspondencias entre unos y otros.

Junto a estas correspondencias simbólicas están los símbolos autónomos pero puntuales, capaces de remitir a un haz de significaciones más allá de su apariencia material. Nada más simbólico, en este aspecto, que los tres objetos que identifican a tía Elvira: una perdiz disecada y convertida en palmatoria, una Virgen de los Dolores con el corazón atravesado por siete puñales de plata, y «el óvalo del panteón familiar de pelo de difuntos», en el que no es difícil ver el homenaje de Miró a la obra maestra de Don Francisco, aquel cenotafio de pelo muerto que Galdós describe en La de Bringas; la colonización que la casa de Paulina sufre por parte de la familia de Don Álvaro, y que expulsa de ella al iluso padre de ella, Don Daniel, es simbolizada por la omnipresente vigilancia de los retratos de los padres de D. Álvaro, el señor Galindo y la señora Serrallonga: justamente cuando Paulina se libera de esa colonización, y puede volver a vivir en el Olivar, se libera también de esos cuadros. La frente calcárea de D. Álvaro, la barba espesa y negra de D. Amancio, que oculta sus mejillas de pergamino, el funerario de Oleza que quiere arrendar el obrador de chocolates y demás delicias de D.ª Corazón, son otros tantos símbolos de la amenaza de la Oleza negra sobre la blanca. El día de Jueves Santo el hermano del conde de Lóriz, Máximo, un artista, que ama en secreto a Paulina, susurra en sus oídos una exclamación que la novela convertirá en simbólica: «¡Por qué lloverá sobre el mar!» (252): la frase vuelve una y otra vez a la memoria de Paulina y con ella la melancolía de una felicidad que pudo ser y no fue, que cayó lejos de ella, donde no hubiera hecho tanta falta. El río Segral, cuya imagen y cuyo rumor fluyen de forma continua por las páginas de la novela, con su apariencia heraclitianamente cambiante, es como el oráculo que hace saber a cada uno según quiere oír: para Paulina es como un abuelo que canta para ayudar a dormir a los niños, para Elvira el lugar de donde salen cada noche las ánimas en pena (324).

El simbolismo se extiende a situaciones narrativas completas. Es el caso de las correrías de Pablo niño por el huerto de Palacio, sin temor ni respeto, explorando los rincones con su inocencia ávida y sintiéndolo todo como suyo, bajo la mirada benévola del obispo; el que después contemplemos correrías y sensaciones muy parecidas de María Fulgencia, en el huerto de la Visitación, bajo la mirada no menos benévola de la madre abadesa, congrega a ambos personajes, antes de que se conozcan, dentro de un mismo aura de inocencia y libertad. No es extraño, por consiguiente, que cuando la novela los aboque al encuentro, María Fulgencia descubra en Pablo el ángel que ella amaba en la imagen de Salcillo11, ni que Pablo exclame «¡Si es usted como yo!» (373), y más tarde, «¡Nos parecemos!» (379), ni que reconozca en María Fulgencia los rasgos que habían despertado su imaginación erótica en las estampas de religiosas. Y nada de extraño tiene tampoco que el amor prenda entre ellos mientras, entre mordiscos y risas, extraen su jugo a un limón, ya que no a una bíblica manzana. La novela teje así una urdimbre de situaciones que se repiten según un principio rítmico-poemático más que secuencial, y que se remiten entre sí de un extremo al otro del libro, generando efectos densamente simbólicos. Hay dos especialmente sugerentes y, por su repetición, poderosas: la de la tarde en que Paulina y su hijo escapan de la casa, hostilizados por los gritos de D. Álvaro y de Elvira, y en medio de su congoja y de la niebla y de la lluvia y del acoso de las campanadas del día de las Ánimas, se les aparece el obispo y extiende sobre ellos el consuelo de su bendición; o la de aquella otra de un Jueves Santo en que Pablo experimenta miedo ante la imagen del Cristo yacente, y su padre D. Álvaro lo empuja por la nuca para obligarlo a besarle los pies llagados, y los labios del niño chocan con «las uñas azules del cadáver del Señor», que se le clavan haciéndoles brotar la sangre.

Los macrosímbolos textuales: Oleza, la ciudad levítica

Pero la poética simbolista se expresa sobre todo en la conformación de macrosímbolos textuales, aquellos que enmarcan todo el texto. La época es muy proclive a ellos: a veces son símbolos puros, como en el caso de Niebla, La voluntad, Sonata de Otoño, El árbol de la ciencia o El Ruedo Ibérico, en otros son personajes con nombres simbólicos, como Pío Cid, Tirano Banderas, o San Manuel Bueno, mártir, en otros son arquetipos literarios, como Don Juan o Doña Inés, a veces simbólicamente modificados, como en Tigre Juan y Curandero de su honra. En la novela de Miró hay dos macrosímbolos muy especiales: uno es el escenario, Oleza; el otro el personaje simbólico que da título a la novela, El obispo leproso.

Como escenario de ficción Oleza se inserta en la línea de creación de las ciudades levíticas, que Galdós ensaya desde el principio de su obra, en la que dejará a Orbajosa como modelo para toda la novelística posterior, complementada por la Vetusta de Clarín. La Oleza de Miró es, como aquellas, una ciudad que se perfila como un arquetipo, siempre idéntica a sí misma: «Entornada y todo, la ciudad se quedaba lo mismo [...] lo mismo de todos los tiempos» (129), según Don Amancio, pero también, y desde el bando contrario, según D. Vicente Grífol: «Oleza está lo mismo que cuando llegué, el día de la Anunciación, hace cuarenta y dos años» (150). Esta identidad consigo misma la propician, a la vez, su geografía, su clima, su monumentalidad y sus costumbres meridionales, y también el ruralismo y la religiosidad propios de una sociedad Antiguo Régimen12: «Y la ciudad subía en el azul como una vieja custodia de piedra, de sol y de cosechas, estremecida de campanas y palomas» (299).

La Oleza de Miró «ora y bosteza»13 como la Vetusta de Clarín y como la España de Machado, ajena a los cambios de la modernización. La Iglesia domina todos los aspectos de su vida. Como en Vetusta, la autoridad de mayor relieve no es civil sino religiosa, las instituciones más representativas no son civiles sino religiosas, las fiestas y celebraciones no son civiles sino religiosas, y hasta los pasatiempos, cuando los hay, son más religiosos que civiles14. El ritmo de la vida, en un clima tan propicio a la sensualidad, no lo marca tanto el cambio de las estaciones como el calendario religioso, y como este tiene su núcleo en las celebraciones de semana santa15. La ciudad misma tiene su centro neurálgico en el Palacio del Obispo, sus emblemas más representativos en la iglesia de Nuestro Padre y en el convento de la Visitación, y su institución dominante en el Colegio de «Jesús»: «El colegio se infundía en la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de "Jesús", un patio sin clausura, y los padres y Hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa» (142).

No es casualidad que en este ambiente cultural el medio de comunicación ficticio más escuchado sea el ultramontano El clamor de la verdad, del que es propietario y director Carolas Alba Longa, y el histórico lo sea el no menos conservador La lectura popular, que distribuyen los padres de «Jesús»16. Juegan el mismo papel que en Vetusta el ficticio El lábaro, de Trifón Cármenes, y el histórico El siglo futuro, tantas veces atacado y satirizado por Clarín en sus artículos de prensa. Como tampoco es casualidad que la vida cotidiana esté pautada por el repicar de las campanas de las iglesias. «De los campanarios caían las horas glaciales y largas», dice el narrador, y a medida que nos acercamos al desenlace cada nuevo pasaje llega al lector acompañado por su correspondiente toque de campanas. Si uno de los momentos de crisis más estremecedores de Ana Ozores, en el capítulo XVI y primero del segundo volumen de La Regenta, estalla el día de difuntos entre el repicar incesante de los bronces del día de Todos los Santos, aquí es uno de los días más tristes en la vida de Pablo el elegido para que repiquen sin cesar las campanas: «todo aquel día tocaron las campanas lentas y rotas. Tarde de las Ánimas, ciega de humo de río y de lluvia. La casa se rajó de gritos del padre [...] Cuando el padre y tía Elvira se fueron, las campanas sonaron más grandes» (125-26).

La ciudad levítica es, por principio, el paraíso de los mirones que escrutan vidas ajenas y empeñan todas sus energías en la murmuración. Si Vetusta es un inmenso campo de concentración donde todos se vigilan a todos, y todos hablan de todos, lo mismo ocurre con Oleza. La diferencia estriba en que lo que es análisis demorado en la novela de Clarín se simplifica en la de Miró en la contraposición de dos escenas de tertulia de distinto signo, la de la Oleza negra, en casa de las Catalanas, y la de la Oleza blanca, en el obrador de D.ª Corazón. Como dice Purita: «Oleza tiene ojos de gato y de demonio que traspasan las paredes» (222).

Sin embargo Oleza no es, como no lo es tampoco Vetusta y sí Orbajosa, una ciudad monolíticamente rural y reaccionaria. A Vetusta la atraviesa la tensión entre los liberales del Casino y los clericales del Cabildo, y a su vez a estos los divide la lucha por el poder eclesiástico, y unos y otros han de contar con guerrilleros por cuenta propia como Don Pompeyo o Santos Barinaga. Lo que da cohesión al tratamiento de Clarín es el análisis detallado y complejo de las distintas posiciones y su convergencia narrativa en una sola lucha: la de todos, sea cual sea su signo, contra el poder tiránico de Fermín de Pas. En Oleza falta ese análisis demorado, las posiciones se esquematizan, los bandos se caracterizan por medio de atributos. Por eso, al renunciar al análisis en beneficio de un proceso de esquematización arquetípica, no mostrada sino insinuada, la novela de Miró deja de ser realista para convertirse en simbólica. Ya en Nuestro Padre San Daniel, en el arranque de la novela, la primera parte se destina no a analizar la fractura social e ideológica, sino a caracterizar los símbolos de las dos Olezas: el de la imagen y la leyenda de Nuestro Padre San Daniel, emblemáticas de la Oleza negra, y el de la imagen y la leyenda de Nuestra Señora de la Visitación, emblemáticas de la Oleza blanca. Esa parte se titula justamente así «Santas imágenes», y termina con la constatación del triunfo de Nuestro Padre, que se convierte en el santo patrono de Oleza. Pero en esta primera novela el conflicto entre símbolos religiosos se proyecta sobre un conflicto civil, vinculado a la última guerra carlista, la misma de Doña Perfecta, y enfrentará a la Oleza carlistona del Círculo de Labradores, amotinada desde el santuario de Nuestro Padre San Daniel, con la Oleza trabajadora y popular del anabal de San Ginés, que acaba con Don Magín, la figura que articula la Oleza blanca con el arrabal de San Ginés, tendido en tierra, herido por un disparo salido del Círculo de Labradores17. En El obispo leproso todo el aspecto social del conflicto ha desaparecido por completo. El papel del carlismo levantisco se desplaza al último plano de la representación, como una sombra lejana. Todo en el esquema novelesco se adelgaza y tiende al arquetipo. Hay un bando blanco, con el obispo y Don Magín a la cabeza, y un bando negro, con D. Álvaro y los PP. Jesuitas al frente, y ambos bandos tienen su división masculina y su división femenina, su división clerical y su división civil, sus tertulias y sus lugares emblemáticos, y sobre todo sus rasgos (su fisonomía, su vestido, su color) y sus gestos distintivos siempre iguales a sí mismos, que dotan a los personajes, contemplados desde fuera, de un decoro escultórico, de una calidad de figuras de cera o de prototipos de un teatro dramático de marionetas, muy semejante a los que adquieren los personajes de Valle Inclán. No alienta en Oleza nada que no pertenezca al aura blanca o al aura negra, que no sea susceptible de ser colocado en un lado o en otro, y no por su ideología sino por la idea pura que materializan. De un lado la vida experimentada (no justificada ni teorizada) como misión trascendente, que obliga a una conducta intolerante y dogmática, que elige siempre el sacrificio del deber y se niega la complacencia de los sentidos, y que por ello mismo resulta ferozmente militante, proclive si cabe a la violencia. Del otro, una entrega jubilosa a la vida y a sus pulsiones más sensitivas, una celebración continuada de los frutos de la tierra, un respeto amoroso por la naturaleza en todas sus diferencias y particularidades, una adhesión a lo primario y a lo inocente, y también a lo desvalido, el disfrute de la cultura y del arte por sí mismos, sin subordinación a otros fines. Y esta es una diferencia fundamental con La Regenta: en Vetusta no hay nada parecido a Don Magín ni a una vida concebida como la concibe él: «¡Yo, hijo de mi alma, lavo, tuerzo y tiendo mi vida al sol!» (425).

En la ciudad mironiana «las dos mitades de Oleza, la honesta y la relajada, se acometían para trastornar la conciencia y la apariencia de la vida» (348). La una vive pendiente de la otra: «la vieja Oleza se quedó mirando a la Oleza de los Lóriz» (256), o se rebela contra la otra, como los fundadores del Nuevo Casino, que lo erigen porque «estaban hartos del color de ceniza de su vida ¡Ellos eran otra Oleza!» (199).

En este alineamiento arquetípico, que va contraponiendo parejas de personajes (D. Magín al P. Bellod, el doctor Grifol al doctor Monera, el Deán frente al obispo, D.ª Corazón frente a la Catalanas, la tía Elvira frente a D.ª Purita) y parejas de instituciones (Nuestro Padre frente a la Visitación, el Círculo de Labradores frente al Nuevo Casino), el Colegio de los jesuitas, «Jesús», juega un papel fundamental dentro de la configuración de la Oleza negra, contrapuesto a Palacio. Y aquí puede advertirse de nuevo la diferencia entre una novela realista y otra simbolizadora. Miró no ofrece de «Jesús» el demorado estudio de medio que La Regenta dedica al Cabildo de Vetusta. Podría haberlo hecho, pues le dedica todo un capítulo, pero no lo hace, aunque se sume a ese saldo de cuentas de la inteligencia liberal con los colegios de religiosos y, especialmente de jesuitas, que se plasmó en novelas como El intruso, de Blasco Ibáñez, AMDG de Pérez de Ayala, El convidado de papel, de Jarnés o El jardín de los frailes, de Azaña. Miró prefiere al rigor del análisis narrativo la complacencia ornamental en la monumentalidad del edificio, o resumir su historia, y si viene al paso contar alguna anécdota jugosa.

El múltiple enfrentamiento entre una y otra Oleza tiene como objeto de disputa, en Nuestro Padre San Daniel, a Don Daniel Egea y a su hija Paulina, y en El obispo leproso a su hijo Pablo, muy a la manera en que un bando y otro, el de D.ª Perfecta y el de Pepe Rey, se disputaban a Rosarito en Doña Perfecta, o Fermín de Pas y Mesía a Ana Ozores en La Regenta. Miró incorpora a su planteamiento, como objeto de disputa, la propiedad y el dominio del Olivar de Nuestro Padre, la finca de los Egea, verdadero corazón de Oleza, símbolo matriz de la ciudad.

A lo largo de la novela los jesuitas se caracterizan por su activismo, mientras que Palacio permanece retraído, en silencio, con una «indiferencia moderna» hacia los escándalos que la construcción del ferrocarril suscita en la ciudad. No obstante, la posición de Palacio, desde que el obispo tomara posesión de su diócesis, en la primera de las dos novelas, ha sido inequívoca en su alineamiento con una de las Olezas. Es el obispo quien se niega a seguir la tradición del acatamiento a Nuestro Padre San Daniel como primer acto de su obispado, y lo pospone a su toma de posesión de la catedral. Es ese mismo obispo quien sutilmente, de forma indirecta pero firme, hace sentir a Don Álvaro su disgusto por su boda con Paulina, que sabe interesada y oportunista, y quien trata de proteger desde una vigilante distancia a Paulina y a su hijo del despotismo de D. Álvaro y su hermana. Contra él se sublevan los fieles de Nuestro Padre San Daniel en el motín que cierra la primera parte de la novela, y él es quien elige como su hombre de confianza a Don Magín, el más representativo personaje de la Oleza blanca, a quien convierte en «el capellán más relajado y poderoso de la diócesis» (131) según sus enemigos, que le acusan de pasearse por el pueblo «como un capellán castrense» (131). Finalmente es él, quien en los momentos de tregua que le concede su enfermedad, se dedica a la reforma y restauración de la diócesis, afronta obras de encauzamiento del río, y se empeña en la construcción de la línea ferroviaria que ha de poner en contacto a Oleza con el mundo (201). Si se compara la imagen del obispo de Vetusta con el de Oleza, se comprende toda la diferencia entre los valores que simbolizan ambos, siendo como son ambos personajes ajenos a la ciudad levítica que rigen. El obispo Camoirán encarna una religiosidad pura, entendida como entrega sin reservas del hombre a su relación con la divinidad y, por consiguiente, como desasimiento de todos los asuntos terrenales, y entre ellos el poder eclesiástico, que delega en su Provisor. En cambio, los sentimientos religiosos del obispo de Oleza los damos por supuestos más que los conocemos. Tal como la novela nos lo muestra es un hombre culto, experto en las Sagradas Escrituras, que vive ligado a su enfermedad, esto es, a su cuerpo, al contrario que Camoirán, que vive únicamente para su espíritu, y que en su actividad se define como emprendedor y modernizador.

A diferencia de lo que ocurre en Nuestro Padre San Daniel, el conflicto de El obispo leproso no llega a la contienda civil. El obispo se reconcilia con los jesuitas por medio de su confesor, el Padre Ferrando, el jesuita menos jesuita de todos, y a cambio el Olivar no pasa a poder de los jesuitas, aunque se hipoteque en beneficio de la causa carlista. Es un encuentro en un terreno casi intermedio de las posiciones enfrentadas. Entre otras cosa porque la carlistada ha perdido buena parte de sus oportunidades militares y ha de aplicar ahora sus energías al combate por el dominio ideológico de la España más rural y católica18, y también porque el bando liberal carece de la radicalidad necesaria para un enfrentamiento hasta las últimas consecuencias. Como escribe el narrador, las Catalanas «se espantaban en vano, porque en Oleza no había ni un enemigo de la Fe. No lo eran los arrabaleros de San Ginés [...] Tampoco lo eran los del Nuevo Casino, por muy audaces y aburridos que se creyesen», pues no faltaban a las conferencias cuaresmales, se sentían orgullosos cuando alguien de fuera celebraba como única la piedad de Oleza, y participaban en las procesiones de Semana Santa: «No, no había en Oleza enemigos de la fe» (210). Incluso los Lóriz, tan aristócratas como liberales, «se aficionaban al ambiente viejo y devoto como una golosía de sus sentidos, imaginando suyo lo que sólo era de Oleza» (131).

El enfrentamiento queda reducido, por consiguiente, a una batalla por el dominio simbólico de la ciudad. Y sin embargo, al final de la novela, todo ha comenzado a cambiar, y aquella sospecha reaccionaria de que «quizá los tiempos fermentasen de peligros», que percibe Carolus Alba-Longa (129-131), se cumple finalmente en el desenlace con la llegada del ferrocarril «que dejaba la emoción y la ilusión de que toda la ciudad viajase dos veces al día: en el correo y en el mixto; o de que toda España viese a Oleza dos veces al día. Oleza estaba cerca del mundo, palpitando abiertamente de sus maravillas» (416).

Ese ferrocarril es el que contempla María Fulgencia desde su ventana de Murcia, cuando, ya sin futuro, su mirada se dirige hacia Oleza, su pasado, y es también el que contempla Pablo desde el Olivar, cuando sale de Oleza para dirigirse no hacia Murcia, «donde la mujer que le amó vivía retirada y sola», sino «al mar y a las estaciones de enlace, principio de las líneas poderosas de ferrocarriles, los fuertes brazos que abrían las puertas del mundo lejano» (413). Y por ese ferrocarril, y en esa misma dirección se marcha D.ª Purita hacia Valencia. Los tres jóvenes a los que Miró ha dedicado su adhesión de autor-narrador abandonan Oleza a su suerte, y los tres la dejan atrás como su pasado. Nada ha cambiado en Vetusta cuando Clarín pone punto final a su novela, y Ana y el Magistral ya no podrán escapar de ella. En Oleza, en cambio, todo ha comenzado a cambiar, incluso dos de los emblemas más característicos, los dulces de sus conventos y las flores de su vega, que ahora pasan a ser comercializados y exportados por ferrocarril. Allí queda Don Magín, que desde el tren que se aleja, y en el que se marcha D.ª Purita, parecía más viejo y más solo (431).

Los macrosímbolos textuales: el arquetipo del obispo leproso

Junto a la ciudad levítica, la configuración arquetípica de un obispo leproso constituye la culminación de la estrategia simbolizadora. Ha sido ya bien estudiado el papel que la lepra juega desde la temprana Del vivir. Apuntes de parajes leprosos (1904) en el conjunto de la vida y la obra de Miró, así como la importancia real que la enfermedad tuvo en la España de su época, o los precedentes (B. Pérez Galdós, E. Pardo Bazán, Villiers de l'Isle Adam) y posibles fuentes bibliográficas de Miró (Le lepreux de la cité d'Aoste (1811), de Xavier de Maistre, para Del vivir)19, pero una vez constatados los estímulos histórico-médicos e histórico-literarios que el tratamiento novelesco de la lepra recibe en la escritura de Miró, resulta inevitable apercibirse de su alto poder simbólico: el carácter bíblico de la enfermedad, la condición de maldito, o de intocable, que lleva aparejada la enfermedad para el enfermo, la peligrosidad de su contagio, la fácil alegorización a que la corrupción del cuerpo del leproso se presta, y sobre todo la posición de privilegio que Miró le concede al colocar la lepra en el primer plano de atención de sus lectores, en el título mismo de su novela, así lo avalan.

¿A qué responde esta posición de privilegio? ¿Qué quiere sugerir al convertir a su obispo en un leproso? Es cierto, como afirma Márquez Villanueva, que Miró hizo de la lepra «una metáfora existencial» en Del vivir, al trasladar la enfermedad desde los enfermos reales a los enfermos morales: «los sanos capaces de darse al goce de la vida en la más absoluta indiferencia al dolor que les rodea [...] Es esta otra horrible "lepra" de los sanos la que en Del vivir da pie a Miró para su memorable teorización sobre "la falta de amor" [...] Para Miró vale por verdadero "leproso" todo ser incapaz de amor» (101-103). Pero en El obispo leproso, veintidós años después de Del vivir, apenas queda nada de este planteamiento: la Oleza negra y falta de amor, desde los jesuitas hasta la tía Elvira, no es tratada como leprosa a pesar de que, como denuncia María Fulgencia al final de la novela, «¡allí no se quiere nadie!». Solo en un breve apunte Miró parece hacer reverberar su viejo planteamiento, cuando el narrador describe así las murmuraciones de la tía Elvira en la tertulia de las Catalanas: «Su lengua iba descubriendo todas las intimidades de la ciudad, como si soltara los vendajes de un cuerpo llagado» (208). En El obispo leproso el único leproso probado es el obispo, justamente un hombre lleno de amor, incluso un hombre enamorado.

Se ha intentado explicar la lepra del obispo como una cuestión de hecho, al haberse dado al menos dos casos de obispos leprosos relacionados con Orihuela: uno de ellos, D. Fernando de Loaces, obispo de Lérida, fue el fundador del Colegio de los Dominicos, el futuro «Jesús», en el que estudió y se sintió niño-preso el propio Gabriel Miró, y el otro un Don Juan de Maura, obispo de Orihuela y pariente del protector de Miró, el político conservador D. Antonio Maura. Pero esta cuestión de hecho difícilmente puede explicar el poderoso papel que juega la condición de enfermo en una novela más bien poco realista y nada respetuosa con las cuestiones de hecho.

Los olecenses llegan a manejar dos interpretaciones alternativas del valor simbólico de la enfermedad. Para la tía Elvira, representante conspicua de la Oleza negra, la lepra del obispo es a la vez la causa y el síntoma de la corrupción de la comunidad por las fuerzas del mal: «con un obispo enfermo, y un enfermo como ése, iba pudriéndose la diócesis» (209). Para Paulina y el elemento beato de Oleza: «en todas las iglesias de la diócesis se rezaba por el llagado» porque todos estaban convencidos de que «el Señor le había elegido para salvar a Oleza», de que el obispo expiaría como víctima inocente y necesaria los pecados de su ciudad, de la misma manera que Cristo había expiado en la cruz los de toda la humanidad. Sin embargo, la primera de estas interpretaciones no tiene credibilidad para ningún lector de Miró, puesto que Elvira encarna siempre las ideas que Miró repudia, y la segunda, que por principio sería casi imposible hacer encajar en la mentalidad de Miró, resulta rotundamente desautorizada por el narrador nada más expuesta: «Oleza ya se cansaba de decirlo y oírlo [...] para los pecados del lugar no era menester una víctima propiciatoria» (393).

Me temo que todo otro intento de asignar un significado preciso a la lepra del obispo está destinado al fracaso, dada su condición de macrosímbolo. Si hay algo que caracteriza al uso simbolista de los símbolos es que, según R. Wellek (1982), la imagen simbólica adquiere tal grado de materialidad que borra todo posible referente concreto. Esta clase de símbolos nos habla de algo que no podemos precisar, porque permanece oculto, sumido en la vaguedad y en el misterio, y esa es una característica esencial de una poética que aspira a la des-realización, a conducirnos de las cosas hasta el más allá incierto de las cosas. En el uso simbolista del símbolo, lo simbólico no preserva lo simbolizado, remite su significación a algo trascendente pero inapresable, a un haz de significaciones sugeridas pero no concretadas, más objeto de conjetura que de desciframiento. Según C. Abastado (1982) el símbolo opera en nuestra mente como los sueños, que transmiten conglomerados inestables de significación en los que se mezclan vivencias dispares, a menudo expresadas indirectamente: lo percibido en un sueño no comunica la verdad de lo vivido, sino que lo oculta, lo difiere, y según el psicoanálisis presupone su ausencia de la superficie del relato. Miró dijo algo parecido, a su manera, y con intención poética: «la palabra creada para cada hervor de conceptos y emociones, la palabra que no lo dice todo, sino que lo contiene todo»20.

Por eso no puedo estar de acuerdo con Márquez Villanueva cuando tras descartar otras posibles interpretaciones morales para la lepra del obispo la hace derivar de su condición de sacerdote enamorado: la lepra sería la metáfora de su martirio sentimental (1990, 119). Es cierto que el obispo es un sacerdote enamorado, pero esa circunstancia apenas interviene en la novela, no es operativa, no influye en la acción, no interviene en el conflicto de Oleza, el de la lucha de las fuerzas del bien y del mal, de la vida y del dogma, del pasado y del presente. Difícilmente podría ocupar el título y tematizar desde él la novela una circunstancia accesoria. Puede ser uno de los componentes de la significación del símbolo, no su clave explicativa. Y más que buscar una única clave explicativa, lo que se impone es rastrear las direcciones en que se mueve el símbolo.

Y la primera dirección quizá sea la de la ausencia. El obispo, salvo breves momentos de tregua de la lepra, es un ser ausente de la Oleza cuya diócesis tendría que gobernar: «del obispo leproso no se tenía más que su ausencia, su ausencia sin moverse ya de lo profundo de la ciudad, y el silencio y esquivez de su casa, entornada» (393). Y también está ausente de la vida de Paulina y de Pablo, cuyo vivir contempla como testigo lejano, desde una ventana, encerrado en su dormitorio. Tras los momentos iniciales de su relación, ocurridos en la novela anterior, en que el obispo se permite dejar ver su desagrado por la boda de Paulina con Don Álvaro, todo lo que ocurre en nuestra novela nos muestra a un obispo incapaz de impedir el sufrimiento de Paulina, ni el despotismo que padece Pablo a manos de su padre y de su tía21, ni siquiera puede impedir que D. Álvaro disponga del Olivar, el preciado tesoro que Paulina heredó de su padre y que un día habría de heredar Pablo. Podría interpretarse que gracias a la intervención de Don Magín el obispo deja de reclamar la devolución del colegio de Jesús al obispado, que es su propietario, para que a su vez los jesuitas dejen de presionar a Don Álvaro para que les done el Olivar, donde construir una nueva casa de la Compañía. D. Álvaro estaba a punto de ceder a esa presión, todo hay que decirlo, y entonces Pablo cuenta a D. Magín que el Olivar va a caer en manos de los jesuitas, y a continuación D. Magín entra en la alcoba del obispo. No sabemos de lo que hablan, pero sí que tras esta conversación el obispo, que no había querido recibir a su confesor, el P. Ferrando, enviado por la Orden, sale de sus habitaciones apoyado en D. Magín y en Pablo y llama al P. Ferrando, aceptando confesarse con él y provocando una reconciliación de hecho entre la Mitra y la Compañía, lo que a su vez produce el cese inmediato de la presión del P. Prefecto sobre D. Álvaro para la donación del Olivar. Ese mediodía Pablo entrará triunfante en su casa al grito de: «¡Ya no se vende el Olivar del Abuelo!». Miró no lo dice explícitamente, pero él mismo escribía en 1927 acerca de su novela: «Creo que en El obispo leproso se afirma mi concepto de la novela: decir las cosas por insinuación»22. La inmediatez de los sucesos insinúa su conexión. Aún así: si de momento se consigue que D. Álvaro no regale el Olivar a los jesuitas, no se conseguirá evitar que lo hipoteque para entregar una buena parte de esa hipoteca a la causa carlista. Finalmente, y cuando cercano ya el desenlace, Paulina acude a pedir ayuda al obispo, tampoco entonces podrá ayudarle, pues a través de la puerta entreabierta de la alcoba solo puede contemplar la agonía del prelado. En suma, lo único que el obispo puede hacer en beneficio de su amada es bendecirla, y en favor del hijo, perdonarlo, sin al parecer reprensión ni penitencia alguna, por su adulterio.

Probablemente habrá que contar con esa impotencia del poder eclesiástico para ayudar humanamente, como uno de los ingredientes para ese hervor que es el símbolo en Miró. Como habrá que contar con la condición de cura enamorado, o con la de gestor emprendedor y modernizador antes de que la lepra lo atrapase por completo. Lo cierto es que este obispo que en el pasado afirmó su autoridad ante Nuestro Padre San Daniel, se enamoró de Paulina, eligió a Don Magín como su hombre de confianza y emprendió reformas decisivas en la diócesis, es el mismo que ahora, ya leproso, se opone al poder de los jesuitas pero es incapaz de mostrarse eficazmente en su diócesis y de ayudar a quienes ama. ¿Se insinúa con ello la incapacidad de hacer frente a un mundo moderno desde el poder y el discurso de la iglesia? ¿Se sugiere la imposibilidad de ejercer el amor humano desde la condición sacerdotal, como también le ocurre a Don Magín? ¿Acaso es la lepra del obispo otra forma de enunciar la necesidad nietzscheana de la muerte de Dios, y de la incapacidad de su iglesia para sobrevivir a un mundo moderno? ¿Acaso tuvo en cuenta Miró a aquel anciano y jubilado Papa que Zaratustra encontró perdido en las montañas, aquel que le dijo:

Yo he servido a ese viejo Dios hasta su última hora.

Mas ahora [que ya ha muerto] estoy jubilado, no tengo dueño y, sin embargo, no estoy libre, tampoco estoy alegre ni una sola hora, a no ser cuando me entrego a los recuerdos?


En la conversación que traba con Zaratustra el viejo Papa habla de Dios como de alguien a quien conoció muy familiarmente, y entre sus palabras asoma a menudo una crítica cercana a las preocupaciones de Miró:

Él era un Dios oculto, lleno de secretos. En verdad, no supo procurarse un hijo más que por caminos tortuosos [...] Quien le ensalza como a Dios del amor no tiene una idea suficientemente alta del amor mismo. ¿No quería este Dios también ser juez? Pero el amante ama más allá de la recompensa o la retribución.

Cuando era joven, este Dios del oriente, era duro y vengativo y construyó un infierno para diversión de sus favoritos...23


Sea como sea hay dos emparejamientos de elevado poder simbólico que no conviene ignorar. Es preciso constatar, en el primero de ellos, que en la novela hacen acto de presencia dos obispos, no uno. El P. Salom, el favorito de los jesuitas, es un cura de la España negra que se automutila por devoción. De los dos obispos, pues, uno (el liberal) es leproso y el otro (el dogmático) mutilado.

El segundo emparejamiento viene dado por los títulos de las dos novelas. El de la primera es Nuestro Padre San Daniel. Novela de capellanes y devotos, y tematiza directamente la impregnación religiosa de toda una comunidad, en la que el poder simbólico reside en una talla terrible e intimidadora, a la que se le rinde un culto supersticioso y fanático. El de la segunda es El obispo leproso. Novela. Segunda parte de Nuestro Padre San Daniel, que tematiza un cambio en el poder simbólico, que recae ahora sobre un obispo modernista pero enfermo de una enfermedad contagiosa y retraído. En todo caso, y junto al necesario reconocimiento del hermetismo del símbolo, debe quedar la constatación de la hondura de su significado, atestiguado por el diagnóstico de los dos médicos que tratan al enfermo. Para el médico forastero «ese mal de la piel era como un mandato y la muestra de otro mal recóndito, de etiología callada», relacionada con ciertas predisposiciones emocionales (202). Para D. Vicente Grifol, el obispo «no se curará», pues «tiene su mal en las entrañas». Quizá el desenlace de la novela, en una Oleza que se queda sin obispo pero a la que llega el ferrocarril, de la que Paulina y Don Álvaro se refugian en el Olivar, de la que huyen, se ven obligados a huir o quieren huir los jóvenes D.ª Purita, María Fulgencia y Pablo, y en la que queda solitario y envejecido Don Magín, haciendo frente a la Oleza de Nuestro Padre, ayude a comprender ese hervor de conceptos y emociones que es el símbolo de la lepra, una palabra que no lo dice todo pero que puede contener muchas cosas.

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